domingo, 3 de octubre de 2010

Thayer, W. Giro Barroco.

Thayer, W., El fragmento repetido. Escritos en estado de excepción. Santiago: Ediciones Metales Pesados, 2006, pp. 179-220.

Giro barroco[1]



1. La discusión sobre el barroco se presenta inmediatamente, en su profusa bibliografía, como una arena de controversias sin fin en la cual ninguno de los contendientes consigue afianzar un terreno, y cada vez que alguien se propone intervenir en las querellas, ha de intentarlo como si comenzara desde cero. Por más perspicaz y aguda que sea su palabra, no consigue marcar hitos, conmover ni configurar un estado de cosas duradero. No deja de ser embarazoso para el investigador eficiente una circunstancia como esa, en la que cuenta, por una parte con una densa capa de publicaciones, y experimenta, al mismo tiempo, que ese caudal de antecedentes, que no puede omitir, lo deja sin criterios que disciernan las hipótesis descartadas de las que persisten como válidas; lo que es un adelanto o novedad, de lo que ya es consabido y natural. Todo le ocurre cual si se encontrara a las puertas de una travesía teniendo como único equipaje un libro de arena. En los territorios del barroco pareciera no haber trazas de cielo despejado para el filólogo eficiente, sino más bien el nublado contemplativo del melancólico. El panorama le advierte que el tiempo transcurrido y por transcurrir, las energías gastadas y por gastar, lo internarán indefinidamente en La biblioteca de babel, en cuyos pliegues finitos de infinita predicabilidad, poco a poco se encontrará perdido, sospechando que sus lances y apuestas no forjarán capital alguno, y que en lo ecléctico del espectáculo, al cual se suma ahora su propia iniciativa, “nada es más”, como dicen los escépticos, y las posiciones, en su tensión, se vuelven equiparables.
En lo que al barroco se refiere, no parece posible un golpe a la cátedra, un corte significativo, porque de inmediato ese corte se pliega como vericueto en la espesura. La inestabilidad y contrariedad de las inflexiones amenaza convertir el campo entero en un espacio muerto, porque cuando se llega al extremo de incluir en un mismo asunto fenómenos de tanta disparidad, materiales tan móviles y heterogéneos, “lo que se genera ya no es una tensión, sino una incongruencia inerte”[2].
Respecto del barroco, más que un campo de saber constituido, parece regir el no-saber, un clima más apto para la escritura que para el conocimiento, porque “es propio de la escritura, detenerse y comenzar, desde el principio en cada frase”[3].

2. Pero no todo sería tan estrafalario. En el capítulo primero de su libro Barroco y América Latina: un itinerario inconcluso[4], Carmen Bustillo nos ilusiona con que al menos en cuanto a “los límites cronológicos de la época barroca”, las discrepancias “no suponen una diferencia efectiva”[5]. La misma autora indica, sin embargo, que una “historia accidentada” (...) “habría desdibujado los contornos del concepto”[6]. De ser así, la pretendida estabilidad cronológica de los hechos se desbarata. Porque ¿cómo iban a reunirse los hechos barrocos sin tener de antemano el concepto que permita reconocerlos como tales, sobre todo si estos últimos sólo resultan ser “barrocos” en la medida en que se ajustan al concepto que así los determina? La pretensión de una estabilidad en los hechos y en las cronologías, conjuntamente con el reconocimiento de la inestabilidad en el concepto, no sería convincente en cuanto la una pende de la otra, y viceversa.

3. Las observaciones de Bustillo son de utilidad si las consideramos lateralmente, no en lo que dicen, sino en lo que hacen cuando dicen lo que dicen. Y eso que hacen cuando dicen lo que dicen, es distinguir un barroco histórico y cronológico de un barroco estructural o conceptual. La bibliografía crítica y erudita sobre el barroco, a la que se tiene amplio acceso en su libro[7], opera implícita y explícitamente en el doble sentido de lo fáctico y de lo conceptual, de los prejuicios de la clasificación cronológica, por una parte, y de la valoración estética, por otra. La abundancia ingobernable de posicionamientos así como Bustillo nos la presenta, pareciera encontrar en esta oposición entre lo cronológico y lo conceptual, sus mareas estructurales de movimiento; mareas que alimentan la combinación de lo histórico y lo trascendental, sea como una historia trascendental de lo empírico (según nos lo sugiere la autora; o como una historia fáctica de lo trascendental).
Si esto es así, no debería ser imposible establecer unos ejes ordenadores de esta arena de discusión, tomando como guía la diferencia de lo histórico y lo conceptual, advirtiendo en cada caso el grado de inclinación hacia uno u otro polo como determinación de última instancia.

4. Tener un concepto de algo quiere decir, tradicionalmente, contar con un saber determinado sobre algo determinado. De modo que “si sé lo que busco, si reconozco lo que encuentro, si entiendo lo que digo cuando expreso algo con palabras es porque tengo un concepto de lo que mis palabras significan”[8]. El concepto constituye la objetividad del objeto, el artificio objetivo que recorta su comprehensión y su extensión, su denotación y connotación, como dicen los lógicos. La cantidad de individuos y especies que subsume bajo su unidad es proporcionalmente inversa a los predicados que lo cualifican. De ahí que el más universal y extenso de los conceptos: ser, resulta, a la vez, el más vacío y vago, y no puede determinarse con ninguna propiedad que no evoque lo homogéneo, idéntico, simple, continuo, indeterminado, insignificante, y cosas de ese tipo. La extensión o universalidad clásica del concepto, avanza por “igualación de lo desigual”[9].
Pero en el caso del barroco las cosas se enrarecen. Contrariando la regla clásica que señala que “a mayor comprehensión o denotación de un concepto, menor es su extensión o connotación”, en el barroco la connotación o extensión del concepto sería directamente proporcional a su comprehensión y denotación, lo que conduce a la fragmentación de su identidad. Y por más que se esmeren las clasificaciones en lograr una articulación estable, sólo subrayarán la discontinuidad. Si atendemos a las caracterizaciones del barroco según la bibliografía que referimos, nos hundimos en una miscelánea exuberante que amenaza con lo inconceptuable: “coincidencia de los opuestos”, “caracteres absolutamente heterogéneos, aplicables a períodos distintos”, “elaboración cerebral, agudeza y paradoja, “apoteosis del artificio, imaginería fantasmagórica”, “desborde de las emociones, capricho y bizarrería”, “expresión de lo oceánico y panteísta”, “espiritualización que se sobrepone a la materia”, “extrema afirmación de la trascendencia y revulsivo énfasis en el más acá”, “conversión de lo finito en infinito”, “culto a lo inacabado”, “complacencia en los preparativos interminables, los rodeos y diferimientos”, “soltura expresiva y obturación”, “contenido plutónico que va contra las formas como contra un paredón”; “chorreada de ornamentación sin tregua ni paréntesis espacial libre”, “tendencia a lo laberíntico”, etc.

5. Si enfocamos ahora la facticidad que connota, no ocurre algo diferente. Puede incluirse en el barroco interminables particularismos distantes en el espacio y en el tiempo; como si el mundo fuera una gran plaza barroca, y sus límites, que tienden a la ilimitación, lo fueran también: “cuando en lo que va del siglo, la palabra empezó (...) a valorarse como manifestación estilística que dominó durante doscientos años el terreno artístico (...) se amplió tanto la extensión de sus dominios, que abarcaba los ejercicios de Loyola, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana, un barroco frió y un barroco brillante, la matemática de Leibniz, la ética de Spinoza (...) los intentos de falansterio, los de paraíso realizados por los jesuitas en el Paraguay; y hasta algún crítico excediéndose en esa generalización afirmaba que la tierra era clásica y el mar barroco (...) que los barrocos galeones hispanos recorrían un mar teñido por una tinta igualmente barroca”[10]. Deleuze lo extiende hasta “los grandes pintores barrocos modernos, de Paul Klee a Fautrier y Betancourt”[11]. Benjamin lo lleva hasta los egipcios. “A la larga —dice Benjamin— no ha sido posible mantener oculta la precariedad del concepto barroco para reunir fenómenos que se resisten en toda la línea a la intencionalidad general del concepto”[12]. No ha sido posible mantener oculta la precariedad del concepto para erigirse como tal sin extender arbitrariamente su comprehensión o denotación. Cuando los filólogos, movidos por la intención de sistematizarlo, se prometen acotar el barroco como un género, se ven obligados a “inventar un concepto auxiliar, poniendo énfasis, más que en las diferencias, en ciertas peculiaridades que aparecen semejantes o coincidentes”[13]. Conforman así el concepto mediante la igualación de lo desigual. Conceptos como el barroco, resultarían arbitrarios porque confieren a un conglomerado de fenómenos “con su variedad de fuentes, su multiplicidad de formas y su pluralidad espiritual, la apariencia de una unidad esencial: el indestructible hombre del renacimiento (...) tiene así su contrapartida negativa en el hombre gótico, que desempeña hoy un papel perturbador y pasea su existencia fantasmal por el universo intelectual de importantes historiadores; androides a los cuales hay que añadir el hombre barroco del que Shakespeare sería un representante”[14].
“Barroco”, por ultimo, es algo que no se lleva bien con la objetividad. Como si abordar el barroco con pretensiones de saber, pusiera al saber ante su límite: la verdad; como si el saber fuera clásico y la verdad barroca, y cada vez que este intenta domesticarla, se pierde a sí mismo, se vuelve barroco.
Difícilmente podrá admitirse el hecho de que nociones como Renacimiento o Barroco sean capaces de dominar conceptualmente el objeto de estudio en cuestión. Y suponer que los esfuerzos modernos de comprensión de los distintos períodos históricos puedan llegar a adquirir validez mediante eventuales discusiones polémicas en que las épocas se enfrentan a cara descubierta, por así decirlo, “equivaldría a ignorar que la naturaleza misma del contenido de nuestras fuentes, suele estar determinado por intereses extemporáneos[15].
“Los mejores inventores del barroco —escribe Deleuze—, los mejores comentaristas, han dudado sobre la consistencia de la noción. Espantados entonces por la extensión arbitraria que corría el riesgo de adquirir a pesar suyo, asistimos como reacción, a una restricción del barroco[16], a una determinación de los períodos y de los lugares cada vez más prohibitiva, “o incluso a la negación radical: el Barroco no ha existido”[17]. “Pero es extraño negar la existencia del barroco así como se niega la existencia de los unicornios o de los elefantes rosa. Sobre todo porque en el caso del unicornio el concepto está dado; mientras que en el caso del barroco se trata de saber si puede inventarse un concepto capaz de objetivar alguna existencia”[18].

6. Es “fácil hacer que el barroco no exista —continúa Deleuze— basta con proponer su concepto”[19]. Un concepto de barroco equivale a hierro de madera, como se dice. Pero, a la inversa, sin concepto barroco tampoco serían posibles, como sugeríamos, los fenómenos barrocos. Cuando hablamos del barroco, entonces, su noción tiende a desestabilizarse sistemáticamente según el uso, a incluir, transformar y transformarse en aquello que se le opone, adoptando más el comportamiento de un aleph, de un apeiron o de una mónada, que de un concepto. Como si la cosa barroco exigiera que su nombre coincidiera con su performatividad; como si su nombre debiera ser la cosa, su traza, su tejido, su materia, y nunca un significado. Una cosa lacunaria, ruinosa, inacabada, siempre incoincidente consigo misma, discontinua, que incorpora, como un pliegue más de su performance, la violencia contra lo ilimitado que la representación impone. La estela que de este modo constituye lo barroco sugiere no tener opuesto, exponerse sin resistencia, como el rey Midas; no en el sentido homogeneizador del oro, sino como una instalación que prolifera en lo heteróclito de la predicabilidad material.

7. Los intentos de perfilar un concepto clásico del barroco han comunicado siempre un déficit. Tal déficit se alimenta de lo que tales investigaciones no abordan en lo que sí abordan. Lo no abordado en lo abordado, lo señalábamos por otra vía anteriormente, reside en la pre-comprensión del concepto en que tales investigaciones se mueven. Y con una conciencia de tal pre-comprensión apenas distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen del estilo en que la batalla representada se representa. Pre-comprensión que opera inercialmente cada vez que intentan aquilatar un concepto del barroco. Lo que no abordan en lo que sí abordan es, aunque suene rebuscado, el concepto que tienen de concepto: “porque el clasicismo se dispone de antemano como pre-comprensión —dice Benjamin— el tenaz prejuicio contra el barroco resulta tautológico”[20]. Es “la primacía atribuida al clasicismo en cuanto entelequia de la literatura barroca la que hace imposible, en general, la comprensión de la esencia de esta”[21]. “La misma manera de ser del clasicismo impide percibir (...) el carácter inacabado y fragmentario de la bella phisys (...) que es justamente el aspecto que la alegoría barroca proclama con un énfasis sin precedentes (...) Sobre las alegorías barrocas pesa, como un veredicto, el prejuicio del clasicismo, el cual consiste, para decirlo brevemente, en denunciar la forma de expresión representada por la alegoría en cuanto mero modo de designación (...) El tenaz prejuicio anti barroco coloca al clasicismo en primer plano”[22], como arquitectura del ojo.
El asunto cobra intensidad porque la pre-comprensión de concepto que ahí opera, choca en toda la línea con un tipo de manifestaciones (entre las que se incluyen, en un mismo plano, manifestaciones de pensamiento) que resisten ser conceptuadas, en general. Es esa pre-comprensión omnipresente en dichas investigaciones la que exige al concepto determinados rendimientos para ser aceptado como tal; rendimientos que el pretendido concepto de barroco nunca satisface. Moviéndose en las exigencias de esa pre-comprensión, la única valoración posible respecto del barroco, había de ser peyorativa: “bastaba oír la palabra barroco y de ella se seguía una sucesión de negaciones perentorias, alusiones mortificantes[23], su señalización como anti estilo, “hinchazón y corrupción lingüística” (...) “lo excesivo carente de esencias verdaderas y profundas” (...) “un gótico degenerado”[24] como lo nombró a veces Worringer. Incluso en algunos casos se prefirió “ignorar el espacio propio del barroco y establecer un puente directo entre el Renacimiento y el clasicismo”[25]. Pero el déficit del concepto, más que del barroco, habla de los límites que regulan la pre-comprensión con que se lo ha intentado elaborar. Lo que con las desvaloraciones del barroco se corrobora, antes que un defecto, es la reacción auto-protectiva de la pre-comprensión clásica que, en vez de activar una crítica de sí como aparato de objetivación, acentúa su inercia autoafirmándose en la misma proporción en que experimenta al barroco como amenaza de su condición. Cosa que difícilmente dejará de hacer. Porque dejar de hacerlo es disponerse a morir, pasar a otra cosa. Antes que eso: inercia, narcisismo primero, autoafirmarse en “un desconocimiento del barroco”[26], “restricción extrema del ángulo para la visión del barroco”[27].
Es difícil que tal crítica se active porque lo que está en juego “es una conflicto encarnizado y profundo entre dos formas”[28], una especie de guerra de los mundos en que la totalidad de la existencia de uno (la del clásico), se ve amenazada por la del otro a lo largo y ancho de sus economía. Cosa que no ocurre a la inversa; porque lo barroco no se opone simplemente a lo clásico, sino, a la oposición clásico/barroco. Lo que sugiero, sin posibilidad de desarrollarlo, es que sortear el sistema clásico de comprensión presupondría deconstruir la diferencia, la oposición y la jerarquía entre lo clásico y lo barroco, abrir la diferencia “metafísica/barroco”.

8. Lo único novedoso de esta letanía ante el sembrado barroco es el hecho de que la subjetividad de la cual proviene no logra sostenerse ante él. Y algo así creo que Benjamin nos propone en El origen del drama barroco alemán. No por nada ese ensayo comienza con una extensa crítica del modo clásico de comprender (pre-comprender), del método, de la deducción del conocimiento, de las categorías, del objeto, del funcionamiento del concepto, de la representación, de la idea, del símbolo, de la alegoría.
Tal crítica no sólo aspira a desmarcarse de la matriz clásica de manipulación del barroco que cierra cualquier posibilidad a su acceso; sino que intenta poner en vilo la comprensión tradicional de acceso a la verdad. Pone en vilo la forma, la estética clásica de la verdad: “el método que para el conocimiento es un orden que permite alcanzar el objeto de la posesión (...) para la verdad consiste en la exposición de sí misma (...) Por tanto el método es algo dado con ella en cuanto forma”[29]. Se trata no de una nueva forma de abrirse paso hacia el barroco; sino de una forma barroca de abrirse paso hacia las cosas. Esa maniera barroca de “exposición de la verdad”, antes que apelar a múltiples andaderas para objetivarla, se propone neutralizarlas, suspender su intencionalidad, dejar que las materias mismas se auto-expongan en su inestabilidad y diferencialidad. Más que el paciente trabajo de poner a distancia los prejuicios e intenciones, la densa capa de mediaciones que automatizan y predeterminan el juicio (como apreciamos en la primera de las Meditaciones Metafísicas de Descartes, o en la primera parte del Discurso del Método) para así, una vez librado de la maraña de prejuicios, afirmarlo y sostenerlo en su soberanía, su autoría  e inmediatez autofundada; más que “intentar capturar la verdad (...) como si viniera volando desde fuera”[30] “haciéndola depender del albedrío proyectivo del método” (...) “de modo coercitivo” (...) “aferrándose  a la representación que éste procura” (...) “proponiendo esa representación en sustitución de la verdad, desde el imperativo poseerla”[31], “marcándola con el carácter de cosa poseída”[32], y no “como algo que se auto-manifiesta”[33], Benjamin da pábulo a la densa capa de mediaciones materiales, prejuicios, memorias y archivos que constituyen el heteróclito sedimento de la “testificación histórica”, del “contenido de verdad” que cada cosa, o porción de cosa (sujeto incluido) expresa con y sin intención. La voluntad de objetivar, por lo demás, arrebata al lector “entusiasmándolo por una sola vía, sin que este se detenga en los momentos de observación diversos y dispersos, no sistematizables, no unificables en un todo orgánico”[34]. En el amén escéptico que hace lugar y tiene lugar en esa densa capa de memorias, el juicio general es interrumpido, diferido, restado infinitamente.
Si “la teleología de la ilustración veía en la felicidad humana el fin último de la naturaleza y de la historia”[35] (...)  “para el barroco la finalidad de la naturaleza estriba en la expresión de sí misma, expresión que, en tanto alegórica, nunca puede coincidir con la realización histórica de un sentido”[36].
Más que voluntad de saber y de asegurar los conocimientos que el mismo hace posibles, el método consistirá, para Benjamin, entonces, en “una reivindicación de los fueros de la verdad”[37]: “a fin de que la verdad se manifieste como unidad y singularidad no es necesario en modo alguno recurrir por medio de la ciencia a un proceso deductivo sin lagunas. Y, sin embargo, esta coherencia exhaustiva es precisamente el único modo en que la lógica del sistema se relaciona con la noción de verdad. Tal clausura sistemática no tiene que ver con la verdad más que cualquier otra forma de exposición que intente asegurarse la verdad por medio de conocimientos y de sus conexiones recíprocas”[38]. Esta reivindicación tendrá un primer signo distintivo en la renuncia al “curso ininterrumpido de la intención”[39], por mucho que la intención sea requerida en el proceso de su propia interrupción. La verdad, señala Benjamin, no entra nunca en una relación intencional (...) Esta consiste en un ser desprovisto de intención”[40], por mucho que la intención sea requerida en el proceso de su propia interrupción.  El objeto del conocimiento determinado a través de la intencionalidad, no es la verdad. Se trata entonces, como señalamos, de que las cosas se expongan por sí mismas y de que el método desaparezca en ellas, adoptando su estética: “el modo adecuado de acercarse a la verdad, no es (...) un intencionar conociendo, sino un adentrarse y desaparecer en ella[41]. La verdad no será así lo que el conocimiento y el método producen sino aquello que se auto-expone según el ritmo de su expresión. Para ello sobra la voluntad de llegar a ciertos resultados. Corresponde más bien seguir el carácter ecléctico de la auto-manifestación de la materia contemplada. Y si las cosas se manifiestan en infinita oscilación, fragmentarias, contradictorias, lacunarias, simultáneas, opacas, yuxtapuestas, cambiantes, no iguales a sí mismas, el método seguirá su ritmo, su estilo: la cita, el mosaico, el collage, la constelación, el montaje, el ensamble, la alegoría.

9. Y la verdad se manifiesta en constelaciones fragmentarias que sólo la violencia intencional podría organizar argumental, sintética y sistemáticamente. La verdad se va sugiriendo indefinidamente en las materias mismas que constituyen su autoexposición, la autoexposición de su testificación histórica; materias que tienen la cita como escena primordial. Y “nada precede, nada preside, nada sucede a la cita”[42]. La verdad se auto-expone fragmentariamente suspendiendo el privilegio trascendentalista de una mediación general que acoja tal manifestación. Lejos de intentar una síntesis abarcadora de su comprensión, o una definición extensiva que capture su predicabilidad, se tratará para Benjamin, de “seguir las distintas gradaciones de sentido en la observación de cada fragmento”[43] sin aferrarse a ninguna corriente, más bien lejos de muchas y en el cruce de varias.  Y “no hay por qué temer en ello una pérdida (...) tal como no la hay en la majestad de los mosaicos, majestad la cual perdura a pesar de su despiece en caprichosas partículas”[44]. “Nada podría manifestar con más fuerza el alcance (...) de la verdad que el modo como la contemplación y el mosaico yuxtaponen elementos aislados y heterogéneos (...) El valor de los fragmentos de pensamiento es tanto mayor cuanto menos inmediata resulte su relación con la concepción básica correspondiente (...) La relación entre el trabajo microscópico y la magnitud del todo plástico e intelectual demuestra cómo el contenido de verdad se deja aprender sólo mediante la contemplación más minuciosa en los pormenores de un contenido fáctico”[45]. “En las ruinas de los grandes edificios la idea de su proyecto habla con más fuerza que en los edificios (...) bien conservados”[46]. El “valor de los fragmentos de pensamiento es tanto mayor cuanto menos inmediata resulta su relación con la concepción básica correspondiente”[47].
“Es común a las obras literarias de aquel período, acumular fragmentos incesantemente sin un propósito bien definido y el adoptar estereotipos con vistas a su realce a la espera permanente de un milagro”[48]; tal como será característico del materialismo benjaminiano, interesarse por los emporios y mercancías. Porque los objetos almacenan, en forma cosificada, constelaciones, memorias, testificación histórica; y es en ellos donde hay que enfocar si se trata de elaborar una filosofía no teleológica del tiempo, del espacio y de la historia. Es en ellos donde anida también un potencial de fantasía para la transformación social.
Sin embargo, la reivindicación de los fueros de la verdad no es equivalente, en Benjamin, a la negación simple del conocimiento o de la intencionalidad. No se trata de apartar lo conocido para afirmar una verdad más allá del saber o de la intención. La verdad como muerte de la intención se consigue sólo a través de la manifestación heteróclita de las intenciones y los conocimientos como una de las manifestaciones de la verdad que fluye en el piélago de aproximaciones y reflejos. Más que intentar una síntesis abarcadora de su comprensión, se tratará para Benjamin, de abrirse a la fragmentariedad, “seguir las distintas gradaciones de sentido en la expresión de un objeto. Así expuestas las cosas, tejerán un paisaje irregular que interrumpe cualquier interpretación o mediación general”[49]. Y no se trata tampoco de la exposición confusa del material, sino de la exposición clara de la confusión, que es el modo en que coexisten las cosas como ciudad, como idiomas, como memoria, como tiempo. Se trata también, lo indicamos más arriba, de exponer evitando la abstracción deductiva de modo que todo lo fáctico ya es teoría, evitando que los fragmentos se constituyan en premisas de un juicio o saber general o final, absoluto; o en elementos de una composición acabada. Más que de un juicio final, se trata del final del juicio; del juicio final como final del juicio (de la síntesis, de la representación, del concepto), como suspensión de este en su sola inminencia, en cada caso o fragmento, como “cita a la orden del día”[50].
Si cátedra quiere decir silla o asiento, y si en el discurso se llama cátedra al enunciado que centra o sienta la conversación que unos amigos o estudiosos tienen bajo el sombreado de un árbol o de una biblioteca, el giro de Benjamin instala condiciones en que la verdad sólo es posible sin cátedra sin asiento, sin centro, en su descentramiento, en la alegoría como “un grave atentado a la paz y el orden de la legalidad artística, discursiva o científica”[51]. El origen del drama barroco alemán operó el giro barroco como interrupción del giro copernicano y abrió la diseminación alegórica como interrupción del imperativo categorial. Con este giro la lógica representacional de la mismidad se verá desplazada por la lógica expresiva de la singularidad.

10. Clásicamente la universalidad del concepto, decíamos, se extiende en relación inversa a su comprehensión. Y lo barroco, tal como se nos va presentando, se extiende, en cambio, en relación directa a su comprehensión, poniendo en vilo su identidad denotativa y connotativa. Esta falla de identidad sería propia del barroco. Y a ella ha de parecerse, entonces, un concepto de barroco, cuya universalidad se extiende, ya no por igualación de lo desigual, sino por singularización y concentración en el menor espacio/tiempo, de la mayor cantidad de variedad cualitativa, como la mónada: una cifra o inflexión finita que se presta a la infinita predicabilidad. A la inversa del concepto clásico, que es una unidad que vale para muchos, el concepto barroco es lo universal que vale para uno. En el barroco el concepto singular es su predicabilidad, inconfundible con otra, irremplazable; singularidad sostenida por la inflexión que ocupa en la serie, la historia, el mundo del caso. Inflexión que lo es, a la vez, del universo o de la biblioteca general: “cada mónada expresa todo el universo; aunque expresa con mayor claridad lo que le está inmediatamente asignado: su cuerpo”[52]. Pero como “cada cuerpo es afectado  por aquellos cuerpos con los que está directamente conectado (que no quiere decir contiguo), de algún modo siente lo que les ocurre a ellos (...) y siente también a través de ellos, (...) los que tocan a aquellos con los que está inmediatamente conectado, y así (...) De lo que se sigue que esta comunicación llega a cualquier distancia. Y por consiguiente que todo cuerpo, desde su posición, siente lo que pasa en el universo; de modo que el que viera todo (un meta lector) podría leer en cada uno y según la posición en que se encuentra (que opera como perspectiva única, necesaria respecto de sí, pero a la vez, contingente e innecesaria respecto de cualquier otra) todo lo que pasa, lo que ha ocurrido y ocurrirá, advirtiendo en el presente lo que está alejado tanto según los tiempos como los lugares: sympnoia panta” (...) “Cada porción de materia (...) divisible al infinito, lo expresa también; “cada una tiene un movimiento (de percepción y expresión) singular, y cada porción de cada porción (...) expresa el universo” (...) “Tal como una ciudad contemplada desde diferentes lados parece enteramente otra y se halla multiplicada según sus puntos o pliegues (...) Pero como cada mónada percibe y expresa no sólo el universo, sino que percibe y expresa las percepciones y expresiones del universo de las otras mónadas cuyas sombras la entretejen, la percepción y la expresión del universo se multiplica por infinitos de infinitos”[53]. Y como “los cuerpos son ríos (...) y están en flujo perpetuo de percepción y expresión, la expresión y la percepción no está nunca terminada”[54]. Es a esa singularidad, que es sólo predicabilidad y nunca sustancia, lo que Benjamin llama fragmento, o Leibniz llama Dios, cuyo centro se descentra infinitamente, en cada mónada; porque al estar infinitamente y de modo singular en cada predicado “tiene su centro en todas partes (...) pero su circunferencia en ninguna, pues todo le es inmediatamente presente sin ningún alejamiento del centro y a la vez distante”[55].
Singularidad, entonces, se opone a identidad. Dice más bien insustituibilidad como tejido único, heteróclito, heterotópico, heterológico, infinitesimalmente denso. De ahí que el análisis de la singularidad, resulte infinito; y tautológico a la vez. Porque si bien la mónada es infinitesimalidad en proceso, nada le falta, nada le sobra; nada le entra, nada le sale, carece de puertas y ventanas. Contiene en exclusiva, en cada caso, el entero proceso expresivo del mundo, siempre en movimiento, nunca como algo dado, terminado (cifra finita de infinita predicabilidad).
El concepto barroco de concepto se comporta, entonces, más como suceso singular, dice Deleuze, en el sentido de la mónada. Es conocido que “Leibniz aportó una nueva concepción del concepto (...) y que esa concepción se opone a la unidad clásica”[56], la unidad (ev) platónica y la unidad (eneada) de Plotino. “Concepto deja de referir un ser puramente lógico, deja de definirse por su generalidad y universalidad; y se convierte en un individuo, una mónada[57], un punto de inflexión en que confluyen (panta koinon) las sombras de muchas mónadas que son, a su vez, sombras de muchas mónadas, que a su vez son (...) un rumor de Dios; de Dios como rumor.

11. Deleuze nos propone como concceto barroco, el “pliegue, en toda su comprehensión y extensión[58]. Y define el pliegue, por la escisión[59]. Esta no es un corte simple que crea polos binarios, diferencias representacionales. Se trata de una cisión que “relanza los términos por ella creados unos sobre los otros”[60], infectándolos mutuamente, de manera que nacen ya sin la posibilidad de constituirse como “mismos”, dislocados de la identidad o la presencia a sí de sí. Cada uno de los lugares posibilitados en la inflexión (partiendo por la inflexión misma) se desperfila topológicamente, dice Deleuze, no genera coordenadas estables, no se sitúa ni a la derecha, ni de la izquierda, ni al medio, ni arriba, ni abajo[61]. Crecen por el borde y sobre el borde en “la libertad de añadir siempre un rodeo, convirtiendo todo intervalo en el lugar de otro plegamiento o inflexión infinitesimal”[62], sin producir corte o vacío. El despliegue de la inflexión “no es, ciertamente su atenuación sino la continuación (...) de su acto  (...) hacia los límites del marco, siempre excedido ... modulándose en dobleces que se insinúan en el interior y que desbordan el exterior” (...) “afectando a todas las materias, que de ese modo devienen materias de expresión, según escalas, velocidades, y vectores diferentes” (...) Así “todo contorno se difumina en beneficio de las potencias formales o manieras, que ascienden a la superficie y se presentan como otros tantos repliegues suplementarios”[63], terminando siempre “en espuma o en crines”[64], series discontinuas sin profundidad ni verticalidad. Lo único profundo es la superficie que no cesa. El paisaje se vuelve instalación que no acaba: “vestido, cuerpo, roca; las aguas, las tierras, las líneas (...) las montañas, los tejidos, los tejidos vivientes, el cerebro (...) el contrapliegue de la pantorrilla y de la rodilla, la rodilla como inversión de la pantorrilla que da a la pierna una infinita ondulación (...) la pinza de la nube en el medio que la transforma en un doble abanico (El Cristo en el huerto de los olivos del Greco)”[65], en la “ilusión de una tela interminable hacia el horizonte; y hacia los pliegues infinitesimales en cada inflexión del paisaje (...) como virtualidad que no cesa de diferenciarse (...) y que avanza hasta la indiscernibilidad”[66].
“La inflexión es pues una turbulencia tópica”[67] del espacio y del tiempo. “Remolino en el devenir”, como dice Benjamin. El pliegue o el corte, que permanecía limitado en la comprensión clásica, con “el barroco conoce una liberación sin límites”[68]. Igual el concepto, que tenía su delimitación clásica, desdibuja su límite, “inventa la obra, la operación infinita”[69]. En este sentido el barroco es más táctil, performativo, que óptico, como propone Bucci-Glucksmann.
En varios lugares Deleuze determina la inflexión, como paso o pasaje: “el pliegue infinito separa o pasa entre la materia y el alma, la fachada y la habitación cerrada, el exterior y el interior (...) el pliegue infinito pasa entre dos pisos, y al diferenciarse se dispersa en los dos lados”[70]. Determina la inflexión como pasaje en que “todo pasa”, de manera que no se va de aquí para allá ni de allá para aquí; porque los puntos de partida y los de llegada se han convertido también en pasajes. El pasaje comparece entonces como un continuum de diversidad. A partir de lo cual se define el pliegue como puro movimiento (turbulencia) disyuncional de direcciones múltiples, cada una de las cuales florece (rizoma): “las singularidades, los puntos singulares pertenecen plenamente al continuo”[71] o fluido, porque “los pliegues son siempre llenos, en el barroco y en Leibniz[72]. Deleuze insinúa así el pliegue como puro pasaje, y no como interrupción ni parálisis del paso, según lo hará Benjamin. 

12. La alegoría constituye “la ley estilística del barroco”[73]. Este enunciado, para ser escuchado en clave benjaminiana, requiere poner a distancia el tímpano clasicista y romántico que en cuanto oye la palabra alegoría, la convierte en “un recurso para expresar un concepto”[74], o en un “ejemplo particular que ilustra un principio general”[75] o en “una relación convencional entre una imagen designativa y su significado”[76]; o en una “convención escrita”[77] que se debe a un “significado (...) como signo (...) en el que tiene lugar una substitución”[78], o “el modo de expresarse un concepto”[79].
Benjamin, como más recientemente Deleuze, ha retomado el giro que Leibniz operó en la comprensión clásica del concepto como unidad lógica, igual a sí misma, cuya universalidad vale para muchos; convirtiéndolo en mónada. En la “Introducción” a Sobre el origen del drama barroco alemán, acercará la alegoría a un conjunto de nociones (idea, origen, mónada, imagen, cosa, nombre, constelación) que sobresalen en el ensayo. Pero si sobresalen ello no ocurre porque estas nociones constituyan algo así como sus categorías articulantes de última instancia. Tampoco resaltan porque constituyan el asunto que temáticamente el ensayo se dedique a exponer y fijar. Contrariamente a constituir nudos de articulación del texto, o los objetos temáticos que este se propone exponer, estas nociones irrumpen en el texto como límites de la comprensión clásica. Constituyen, en el texto, apariciones que no pueden ser reducidas a dicha comprensión, que la interrumpen; y que cumplen, respecto de ella, si puede decirse, una función reveladora. Como aletas de una criatura anasémica que asoman en la superficie del texto, análogas a pequeñas puntas de iceberg, estas nociones no se dejan reducir a la comprensión clásica, y pincharán a cualquiera que intente domesticarlas de esa manera. A propósito de su libro sobre El origen del drama barroco alemán dice Benjamin: “una hermosa criatura duerme tras el seto de espinas de las páginas que van a continuación. Que ningún príncipe afortunado se le acerque revestido de la cegadora armadura de la ciencia, pues ella le morderá al dar el beso de compromiso”[80].
Cuando Benjamin dice que “el objeto de su investigación es la idea”[81]  o la alegoría, no hay que ilusionarse, entonces, con que el asunto temático de la investigación serán estas nociones. Más que abordarlas temáticamente, estas nociones atemáticamete expresan el intento de volver temático el orden clásico del comprender, orden que como una estructura valorativa articula no sólo la comprensión tradicional del barroco, sino la comprensión en general. Es desde ellas, como límite o muerte, como parálisis de dicha comprensión (o pre-comprensión), que esta comprensión será expuesta, revelada. Saltará de una posición de sujeto que mira a la posición de objeto mirado.
En ello reside la familiaridad que estas nociones guardan entre sí. Su familiaridad no implica la reductibilidad o la cambiabilidad entre ellas, sino que viene dada por el hecho de que provienen de la misma criatura que yace a las espaldas del texto. Y nos centramos, de paso, en la alegoría, por ser la inflexión que en el curso de nuestro recorrido exige exposición.
La alegoría no está nunca en representación de otro, no cumple una función metafórica ni metonímica de representar conceptos, sentidos u objetos presentes o ausentes. En este sentido la alegoría benjaminiana se desmarca de la alegoría en sentido tradicional subsumida al sentido, a la unidad, a la categoría: en la alegoría, dice Benjamin, “no hay el más remoto vestigio de una espiritualización de lo físico”[82]. La inmediatez medial de su cifra no expresa más que la cifra misma en su inconmensurable  y específíca infinidad. Los confines de su expresión están trazados en su cifra. Es, entonces, testificación de sí misma y para sí misma, como la mónada. Pero este “sí misma” hay que tomarlo cum grano salis. Porque si de algo está originariamente eximida la alegoría, según se dijo, es de la mismidad, aunque no así de la singularidad. Así, una calavera humana expresa, a la vez, la condición mortal de la especie como la muerte particular del individuo[83] de esa calavera. Expresa también la caducidad en la naturaleza y en la historia; la relación de naturaleza y muerte, y de historia y muerte; así como la relación entre muerte natural y muerte histórica. También expresa los contextos en que esa calavera históricamente testificó, la cita de tiempos y de estratos, de huellas que la traman. En tanto testificación de sí, la calavera lo es del mundo, de los tiempos y los espacios del mundo, así como de los tiempos y de los espacios de mundos posibles en que pudo y puede estar, como Sexto Tarquino al final de la Teodicea de Leibniz.
Pese a todo, la calavera adopta en cierto modo una función “representante” o “generalizante” de todo objeto (sujeto incluido), en la medida en que toda cosa está afectada por la caducidad. Pero el carácter de caducidad que todo objeto expresa (partiendo por el más novísimo), no dice relación a la comprensión clásica de la muerte como corte simple, como cisión que separa un tiempo de otro, un mundo de otro. Tampoco dice relación a la caducidad como proceso de corrupción, envejecimiento, degeneración, desestructuración y corrupción. La alegoría o mónada (ya no las diferenciamos) no puede ni generarse ni corromperse. Si nace, nace hecha, y si muere, se aniquila completa. Comienza por milagro y termina por aniquilación[84], dice Leibniz, como una fórmula matemática. Milagro y aniquilación, a la vez, indecidiblemente, dirá Benjamin, por cuanto son actualidad de obsolescencia, o imagen. A su cifra finita de infinita variedad o predicabilidad infinitesimal, nada le falta y nada le sobra; nada le entra y nada le sale.
Cualquier objeto o sujeto en tanto alegoría, es testificación de sí y del mundo, no como un proceso sumatorio gracias al cual la diferencialidad infinitesimal que constituye su singularidad conduce progresivamente a una síntesis cabal, un continuum final.  La mónada es constitutivamente lapsaria en su expresión infinita. Su singularidad es un instante  pletórico de tensiones suplementarias que jamás podrían entrar en un proceso de síntesis. La mónada, la alegoría, es para sí y para las otras mónadas un salto que engendra discontinuidad. No es nada más ni nada menos que sus materiales. Su contenido es, entonces su forma y viceversa, indecidiblemente, y en ese sentido, coincide con la cosa. Pero la cosa con la que coincide es siempre otra cosa, la traducibilidad infinita de su singularidad. Testifica su predicabilidad infinita no como instante homogéneo o sintético, como saber absoluto posible; sino como instante pletórico en proceso heterológico. La alegoría o idea (ya no las discernimos) —y Benjamin cita El Discurso de Metafísica de Leibniz— es una mónada; lo cual quiere decir, en pocas palabras, que cada una es la imagen dialéctica del mundo. La exposición de la idea impone como tarea, por tanto, dibujar esta imagen abreviada del mundo”[85], como lo será también “la ciudad y el paisaje”[86]. “A la vez, la idea es la figura abreviada y oscurecida del resto de las ideas”, por lo que “en cada una de ellas se dan también, sombreadas, todas las demás indistintamente”[87]. Lo cual quiere decir que en la exposición de una idea ha de exponerse el sombreado de todas las ideas, y según la singularidad en la cual comparecen cada vez. Así la imagen del mundo o el mundo que ya no discernimos de sus imágenes estallando en la testificación singular-infinitesimal de las mónadas se multiplica geométricamente en su proceso de expresión y percepción. Por ello mismo, “la verdad del mundo proyectada en la danza que componen las ideas, se resiste a ser fijada (...) en el dominio del conocimiento”[88]; “así como a la madre se la ve comenzar a vivir con todas sus fuerzas sólo cuando el círculo de sus hijos se cierra en torno a ella movido por el sentimiento de su proximidad, así también las ideas sólo cobran vida cuando los extremos se agrupan a su alrededor. Las ideas (...) son las madres fáusticas. Permanecen en la oscuridad en tanto los fenómenos no se declaran a ellas, juntándose a su alrededor”[89]; “las ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas”[90].  La alegoría es al pensamiento como la ruina es al objeto.
No es resultado de un proceso deductivo o inductivo, ni derivada de un proceso de elaboración, de producción, de composición, germinación, de deducción o inducción, empírica o trascendental; no se constituye gracias a una dialéctica que culmina en ella, como síntesis o resultado final de un proceso. Tampoco es efecto espontáneo de la subjetividad, o de algún tipo de innatismo; “no se induce a partir de principios comunes observables en fenómenos parciales; tampoco se deducen desde una generalidad a una serie de ejemplos; no son “lo que llega a ser de lo que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser y del pasar (...) se localizan en el flujo del devenir como un remolino que engulle en su ritmo el material relativo a esa génesis”[91]. Esto quiere decir que no es auto fundada ni soberana, en el sentido del sujeto moderno. No comienza ni termina en sí misma, como la idea clara y distinta, en Descartes. Su interioridad es predicabilidad infinita sin sustantivo; o donde el sustantivo es un predicado más. Se constituye, más que a partir de un corte simple con la exterioridad, como un pliegue de la exterioridad sobre sí, como bolsillo o guante, indecidiblemente interior y exterior, como cinta de Moebius.
La pluralidad infinitesimal que pliega es siempre lacunaria, en proceso heterológico. En este sentido no se da nunca a conocer en el modo manifiesto del objeto, y “su ritmo se revela solamente a un enfoque doble que la reconoce como restauración o rehabilitación, por un lado, y debido a ello, como algo sin terminar”[92]. En términos de conocimiento, de intencionalidad y capital, “la alegoría termina por quedarse con las manos vacías porque significa siempre algo distinto de lo que es (...) el no-ser de lo que representa”[93]. Añade siempre un plus a la expresión del caso. Testifican siempre más de lo que en cada caso testimonian. “La ambigüedad, la multiplicidad de sentido, es su rasgo fundamental”[94]; y el rasgo también del método alegorista del mosaico: “la alegoría, el barroco, están orgullosos de la abundancia de significados”[95].
Su lacunariedad o fragmentariedad no quiere decir defecto, que algo le falte, o algo le sobre. Constituyen una singularidad infinitesimal contingente y tautológica en su heterología, como piélago en el que en cada fragmento es a la vez un piélago en proceso. Son perfectas en su tipo, como cifra singular siempre incoincidente consigo misma.
Por su carácter esencialmente fragmentario, citacional, la alegoría diverge del concepto y del símbolo[96], que presuponen la unidad como principio que los rige, a pesar de la ambigüedad a que se encuentren sometidos: “es difícil imaginar algo que se oponga más encarnizadamente al símbolo artístico o plástico, a la imagen de la totalidad orgánica (al concepto hay que añadir) que ese fragmento amorfo y estricto en el que consiste la imagen gráfica alegórica, habitada por un “principio destructor” de la totalidad y la unidad, que da siempre testimonio de lo inconcluso como “inquietud petrificada”. Más que alegorías interpretativas, las alegorías barrocas —remontándose al origen griego de la alegoría, allos/agora— ponen en práctica un principio performativo y una lógica de la dislocación, que interrumpe la dialéctica del sentido. Gracias a ella el barroco se revela como “otro discurso” que jamás se dejará asimilar por el discurso del otro, que es propio de la dialéctica clásica.
Por último, si lo bello es una categoría vinculada a la totalidad, a la forma cerrada, la alegoría, como fragmento inacabable, “reconoce encontrarse más allá de la categoría de lo bello”[97]. En cuanto materialidad y archivo, es lenguaje. Pero un lenguaje que no puede pronunciarse desde fuera.

13. El método clásicamente constituye el saber de los principios (arkhai) y desde los principios. Quien detenta dicho saber es el príncipe, el soberano, el arquitecto (arkhitekton) de la ciudad. El que gobierna porque está del lado del principio, del origen (arkhe), del mando (arkhein), como cetro y centro del gobierno; el que decide el camino, la ley, la regla. Los principios del método lo son originariamente, a la vez, de la política, de la episteme, la sensibilidad.
En El discurso del método de Descartes, la soberanía metodológica del gobierno está monopolizada por el geómetra, el arquitecto[98], el médico[99]. Si el método es intencionalidad, juicio (y consideramos a Descartes como ejemplo de la identificación entre método e intencionalidad) tal intencionalidad —como decisión soberana— exige, antes que nada, y como una condición contigua de su soberanía, la neutralización de toda heteronomía o pre-juicio. Demanda la suspensión, la apatía, del juicio (la duda hiperbólica sobre los principios del método).  Tal suspensión, como apertura del estado de excepción de la ley, de todo régimen de gobierno, de juicio, de orientación; como salida al tajo abierto de la anomia, es escenificada en la Primera meditación mediante una serie exhaustiva de reducciones (epokhés) que en su hipérbole (el genio maligno) terminan suspendiendo la posibilidad misma del juicio, del principio de sujeción del sujeto. El sujeto, el juicio, el método cartesiano, se constituye en un doble movimiento: el movimiento de sujeción en la desujeción; y de desujeción, en la sujeción. 
El movimiento de la suspensión del juicio y la apertura al descampado; la destrucción de la “ciudad”, de la “casa”, de la “logia en que se habita”[100] como grado cero del régimen de la representación, del juicio, de la ley, están capturados, ya en Descartes, por el principio de la fundación, la posición: por la decisión soberana. El estado de excepción es un medio para la fundación. Se trata, pues, de la excepcionalidad en el ritual de la soberanía moderna, del poder soberano. La suspensión del juicio en la hipérbole del genio del mal; el genio del mal como elemento de la decisión, como elemento de la soberanía, como estado de excepción, está incluido, por exclusión, en la norma fundada. La excepción o suspensión cartesiana es el pivote de la soberanía moderna, el pivote del sujeto como posición y deposición de la ley. Como sujeción en la desujeción y como desujeción en la sujeción. 
Sin embargo, la hipérbole destructiva, operada con los recursos lógicos del escepticismo clásico, tiene como dirección en Descartes —a diferencia del escepticismo—, no la suspensión o puesta en vacilación sistemática del juicio y su intencionalidad;  sino que tiene como teleología no la persistencia de la indecidibilidad, la indiferencia (adiaforía), la pura inminencia, la imperturbabilidad (ataraxia) e inactividad; el estado de excepción o de suspensión del régimen de la representación. El carácter destructivo de la duda metódica es violento no por ser destructivo, sino porque su destrucción, la suspensión del régimen de la representación y de la intención, el despeje de los prejuicios que condicionan el arbitrio, la soberanía de la decisión, la declaración del estado de excepción del juicio  o la suspensión del juicio, está en función de la fundación: la nueva ley, la nueva lengua, el nuevo orden, el del sujeto como posición. Porque lejos de “dejar de vivir”[101], de “perseguir y eludir”[102], de juzgar, de orientarse, de “regirse por principios”[103], se aspira a “vivir mejor”[104], a progresar, erigirse en “amo y señor de la naturaleza”; se trata de conquistarse (sujetarse) y mantenerse en conquista.
La hipérbole metódica destruye la antigua opinión, suspende la ley, la casa, la ciudad, la tela, la logia, el discurso del método en que se habita. Declara el estado de excepción, abriendo así, en la representación, la existencia desnuda de representación: la cosa soberana que decide sin representación los principios de la representación; sin ley, motivos ni principios, la ley, en la “llanura” (pleine), la “tela en blanco”[105], “lo que hay”[106]. Abre el estado de excepción como condición para la decisión, la posición, la fundación de la ley. Tela en blanco, la llanura, la voluntad pura, “que no reconoce ningún límite”[107]; la libertad de indiferencia que es, la condición para el fiat puro y simple, el limpio corte claro y distinto, sin historia, que funda el nuevo orden. Producción sin ley de la ley, sin regla de la regla. Posición, conato, violencia soberana fundadora de la ley: yo decido: “una sola ley”[108], ley nueva (la nuova novela o novellus), ley moderna, inédita regla para la dirección del espíritu de la que depende no sólo el saber físico y astrofísico, biológico y psicológico (pasiones del alma), sino sobre todo, el gobierno de la ciudad y de la vida privada, “la propia vida”[109], el gobierno sobre la vida-la muerte médica y política; el control de la muerte, de la inmortalidad del cuerpo (mediante el transplante de piezas[110] y de la ciudad mediante una matemática de las pasiones.
El método, el príncipe, el principio soberano, el sujeto, y este es el punto, antes que esta o esta otra regla o forma, es voluntad de regla y de forma, voluntad estética, voluntad de principio, de orden y determinación. Y en este sentido, la excepción a que nos abre la hipérbole metódica cartesiana, más que apertura contemplativa a la verdad en su prodigiosa manifestación antitética, se constituye como cierre apotropaico de la intencionalidad sobre su propia eficacia. Más que en la verdad, dice Benjamin, el método se ha interesado en sus propios rendimientos. En este sentido la soberanía cartesiana, su estado de excepción, opera como “condición para la decisión extrema”[111]. Se trata para Descartes de reconducir la soberanía anómica, hacia un férreo campo jurídico, una especie de dictadura comisarial del médico y del arquitecto, como única manera de contener la muerte biológica y la muerte política, que comienzan a indiferenciarse. Comienzan a indiferenciarse en la matriz biopolítica o médico-urbanística que traza Descartes como verdad de la política y como política de la verdad.

14. Lo que está en juego, entonces, en este sacudirse el método clásico, es la relación del príncipe con la verdad, al mismo tiempo que la relación del príncipe con la política y el derecho, con su puesta en escena, su estética, su exposición. Esta en juego una política de la verdad y una verdad de la política.
¿Qué política resulta de un príncipe que gobierna según los fueros de la verdad y no según los fueros del saber?
Si “el concepto moderno de soberanía (...) otorgó al príncipe el supremo poder ejecutivo, los plenos poderes para decidir la ley por sobre la ley”[112] (...) “el concepto barroco correspondiente —dice Benjamin— considera la función más importante del príncipe evitar que el estado de excepción  (como regla, como decisión) se produzca”[113]. “El príncipe que tiene la responsabilidad de tomar una decisión durante el estado de excepción, en la primera ocasión que se le presenta para realizarla, se revela incapaz de tomarla”[114], como verdadero soberano o príncipe sin arbitrio; como excepción sin libre albedrío. Lo cual no indica, necesariamente, una falta de responsabilidad del príncipe. Indica, más bien, que un cambio en la constelación de la responsabilidad se ha producido. La responsabilidad se ha vuelto ahora barroca, infinita. “Así como la pintura manierista desconoce por completo la composición sobre la base de una iluminación serena, así también las figuras principescas del teatro de la época aparecen envueltas en el crudo resplandor de su decisión mudable”[115].  Esta capacidad o poder de indecidir sería propia del soberano barroco, cuyo conato se congela en la inminencia de su amago como un “delirio de la contemplación”. Si la decisión, en su despliegue clásico, es intencionalidad, corte, cisión, juicio, concepto, (...) tal decisión adopta en el  príncipe barroco el temple de una pausa, como el cenit de Focillon: “el fiel de la balanza no oscila sino débilmente. Lo que espero no es verla inclinarse nuevamente; menos aún el momento de la fijeza absoluta; sino, en el milagro de esta inmovilidad vacilante, el temblor ligero, imperceptible, que me indica que vive”[116]. Eclecticismo de la decisión que mantiene en vilo la anomia de la excepción pura, sin decisión —que Benjamin compara con el dios cartesiano, ocasionalista de la Correspondencia[117]— la anomia de la soberanía que ni instala, ni conserva el derecho, sino que lo suspende, abriendo entre fuerza y derecho una inflexión suplementaria que ningún conato puede colmar. El lugar de esa suspensión no está dentro ni fuera del derecho; dentro ni fuera de la anomia, sino en la justa distancia de ambos y de sí misma, como suspensión, como destrucción. 
Ahí en la soberanía, donde se ha suspendido la norma general, y la singularidad en cada caso es lo que cuenta, todo se ha vuelto excepcional, porque nada es excepcional. Ninguna cosa es más excepcional que otra; como si Sexto Tarquino (hacia el final de la Teodicea de Leibniz), en vez de decidir ser rey y asesinar a su familia; o no serlo y vivir en feliz anonimato a la orilla del océano, se sosegara en la contemplación de sus vidas virtuales, en la negociación infinita con las series espectrales de vidas posibles que, como vestigios, tejen la singularidad que Sexto es, en tanto cifra finita de infinita predicabilidad.
La melancolía barroca constituye el poder de paralizar la ejecución y abrir así la virtualidad, la posibilidad: “la melancolía en persona habla: en ningún lugar hallo reposo/ me veo obligada a pelear conmigo misma/ estoy sentada/ me echo/ me pongo en pie. Y todo ello sucede en mis pensamientos”[118]. A la inversa del príncipe cartesiano, que cuando que enfrenta posibilidades opta por una y elimina las otras, el príncipe barroco opta por todas, como el burro de Buridan, o Ts´ui Pen, en El jardín de los senderos que se bifurcan (Borges). “El príncipe, como paradigma del melancólico”[119], de la “parálisis contemplativa (...) la apatheia estoica”[120], “virtuosismo sin par de la reflexión que pasa revista a los destinos igual que se da vuelta a una bola de cristal”[121], como “quien padece el luto sumido en una profunda meditación y se mueve con la misma lentitud y solemnidad con que se mueven los cortejos de los poderosos”[122], “reviste su oscilación infinita con la dignidad del sosiego”[123]. Su apatía es efecto de la quietud “esencialmente ambigua (vacilante) de su soberanía” suspensa.

15. La indecisión barroca, su contemplatio intempestiva, está vinculada, es cierto, a una filosofía que experimenta, como en un treno, la historia desde la perspectiva de la caducidad[124]. “Contemplada desde el lado de la muerte la vida consiste en la producción del cadáver”[125]. “La alegorización de la phisys no puede llevarse a cabo con suficiente energía más que gracias al cadáver. Y los personajes del trauerspiel mueren porque sólo así, en cuanto cadáveres, pueden ser admitidos en la patria alegórica”[126], que otorga a la trascendencia un rol inmanente que sólo permite que esta “diga su palabra secularmente disfrazada de teatro dentro del teatro”[127]. Estos enunciados pueden resumir la filosofía de la historia que envuelve al príncipe barroco. El cual, “por más alto que esté entronizado sobre sus súbditos y sobre el Estado  (como estado de excepción) (...) es el señor de las criaturas, que no deja de ser una criatura”[128] en medio de las ruinas (una de las cuales es él mismo). Lejos del phatos heroico y comisarial de la medicina-política inmanente contra la muerte, medicina-política que “progresa en medio de la nada y dios”[129]; lejos  de la constelación del progreso que dialectiza “el inmenso campo de ruinas de la historia, el altar del sacrificio en el que resuenan los lamentos de los pueblos y de los individuos arrasados, como dialéctica de la libertad”, dialéctica del progreso; dialéctica que ensambla violencia y progreso como tempestad de la modernización, la chance fascista con que Benjamin caracteriza la irresponsabilidad política de la socialdemocracia. En  ninguno de esos sentidos, entonces, pero en el cruce de varios, como “arte de las distancias mínimas  (...) el arte de acortar las distancias”[130], para no clausurar el espaciamiento; arte de lo infinitesimal. El arte de la interrupción en cada inflexión: lejos de las corrientes pero en el cruce de ellas. La máxima soltura de toda posición y el rigor máximo de la relación, porque permanentemente salva, sin relación, la relación; sin posición, la posición. En este sentido el príncipe barroco constituye la soberanía que impide se declare la catástrofe como dedición, como juicio, como articulación de la excepción, como violencia fundadora. El príncipe barroco, entonces, constituye la soberanía como retardo infinito de la decisión, del juicio, de la representación. Retardo infinito de toda victoria y de toda derrota correlativa; punto de inflexión entre “documento de cultura y documento de barbarie”. Y en este sentido el príncipe barroco constituye la verdadera catástrofe, la catástrofe pura, la destrucción no contaminada con la decisión ni el derecho, que abre y persevera, cada vez, en la virtualidad heteróclita contra la homogeneización.
La melancolía, la indecisión, la suspensión, la soberanía están vinculadas temáticamente, en Benjamin, como se sabe, a una expresa confrontación con la comprensión vulgar del tiempo como instante continuo, como tiempo homogéneo, que dialectiza violencia y progreso, soberanía y progreso, excepción y posición autónoma de la ley. Tiempo homogéneo y vacío que constituye, desde El concepto de historia, la formulación más concisa de lo que da cabida a la chance fascista: la constelación del progreso y de la modernización, como norma histórica.
En la comprensión del “es” que en cada caso predicamos de cada cosa, está siempre comprometida una determinada comprensión del tiempo. La comprensión vulgar del tiempo como instante continuo, ha dominado el factum de la temporalidad occidental. La lectura a contrapelo de esa comprensión que Benjamin expone, choca con la cuestión metafísico-política que vincula internamente fascismo y progresismo (vanguardias históricas incluidas). En un contexto en que las aguas del fascismo han subido hasta el límite de la respiración, todos aquellos que bajo dicha comprensión se disponen, por muy adversarios del fascismo que se quieran, constituyen su chance, dice Benjamin: “la chance de éste (el fascismo) consiste, y no en última instancia, en que sus adversarios lo enfrentan en nombre del progreso como norma histórica”[131].
La chance mesiánica, el verdadero estado de excepción, exige la activación de una pragmática de la alegoría, que no se opone simplemente al tiempo homogéneo, sino que trabaja en él y con él su interrupción performativa.



[1] Texto leído en el seminario Ignacio de Loyola y Baltasar Gracián, organizado por la Universidad de Murcia y la Universidad de Duke. El seminario tuvo lugar en Úbeda, España, en febrero de 2005. Publicado en Revista Confines, Nº19, Buenos Aires, F.C.E. y Universidad de Buenos Aires, 2006.
[2] Benjamin, W., El Origen del drama barroco alemán. Taurus, Madrid, 1990.
[3] Ibíd.
[4] Bustillo, C., Barroco y América Latina: un itinerario inconcluso, Venezuela, Monte Ávila Editores, 1984.
[5] Bustillo, C., Ibíd., 1984.
[6] Ibíd.
[7] Al menos hasta 1984, fecha en que se publicó el libro.
[8] Descartes, R., Oeuvres, Tomo IX-1, Adam y Tannery (eds.) París, J. Vrin, 1973.
[9] Nietzsche, F., “Introducción teorética sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral” en El libro del filósofo, Salamanca, Taurus, 1974.
[10] Lezama Lima, J., El reino de la imagen, Venzuela, Ayacucho, 1981.
[11] Deleuze, G., El pliegue, Barcelona, Paidós, 1989.
[12] CF., Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[13] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[14] Benjamin, W., citando a Burdach en El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[15] Ibíd.
[16] Deleuze, G., Ibíd., 1989.
[17] Ibíd.
[18] Ibíd.
[19] Ibíd.
[20] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[21] Ibíd.
[22] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[23] Lezama Lima, J., Ibíd.., 1981.
[24] Ibíd.
[25] Bustillo, C., Ibíd., 1984.
[26] Lezama Lima, J., Ibíd., 1981.
[27] Ibíd.
[28] Benjamin, W., El Origen del drama..., 1990.
[29] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[30] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[31] Ibíd.
[32] Ibíd.
[33] Ibíd.
[34] Ibíd.
[35] Ibíd.
[36] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[37] Benjamin, W., Dialéctica en suspenso, traducción y edición de Pablo Oyarzún, ARCIS-LOM, 1995.
[38] Ibíd.
[39] Ibíd.
[40] Ibíd.
[41] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[42] Colligwood-Selby, E., La lengua del exilio, Santiago de Chile, ARCIS-LOM, 1997.
[43] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[44] Ibíd.,
[45] Ibíd.,
[46] Ibíd.,
[47] Ibíd.,
[48] Ibíd.,
[49] Benjamin, citado por Agamben, G., Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2001, cap., 4.
[50] Benjamin, W., Ibíd., 1995.
[51] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[52] Leibniz, G., Escritos escogidos, Buenos Aires, Charcas, 1982.
[53] Leibniz, G., Ibíd., 1982.
[54] Ibíd.,
[55] Ibíd.,
[56] Deleuze, G., Ibíd., 1989.
[57] Ibíd.,
[58] Ibíd.,
[59] Ibíd.,
[60] Ibíd.,
[61] “La inflexión, o el punto de inflexión (...) no remite a coordenadas; no está arriba ni abajo, ni a derecha ni a izquierda, no es regresión ni progresión” Deleuze, G., Ibíd., 1989.
[62] Ibíd.,
[63] Ibíd.,
[64] Ibíd.,
[65] Ibíd.,
[66] Deleuze, G., Ibíd., 1989.
[67] Ibíd.
[68] Ibíd.
[69] Ibíd.
[70] Ibíd.
[71] Deleuze, G., Ibíd., 1989.
[72] Ibíd.
[73] Benjamin, W., citando a Cyzars, en El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[74] Benjamin, W., citando a Schopenhauer, Ibíd., 1990.
[75] Benjamin, W., citando a Goethe, Ibíd., 1990.
[76] Benjamin, W., citando a Yeats, Ibíd., 1990.
[77] Ibíd.
[78] Ibíd.
[79] Ibíd.
[80] Benjamin, W., citando a Yeats, Ibíd., 1990.
[81] Ibíd.
[82] Benjamin, W., citando a Yeats, Ibíd., 1990.
[83] Benjamin, W., citando a Yeats, Ibíd., 1990.
[84] La aniquilación de una mónada, traería consigo la aniquilación de todas las mónadas, y del mundo como reflejo multiplicado infinitamente, y en progresión geométrica, por el espejeo mutuo de las mónadas. Si cada mónada es una serie tautológica de reflejo infinitesimal de la contingencia perceptual y expresiva de las demás mónadas, la pérdida de una rompería la condición tautológica de la serie de cada una de las mónadas, a sí como de la serie en la cual cada una de las mónadas constituye un punto de inflexión, de percepción y de expresión singular.
[85] Benjamin, W., “París, capital del siglo XIX”, en Iluminaciones II,  Taurus, 1993.
[86] Ibíd.
[87] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[88] Ibíd.
[89] Ibíd.
[90] Ibíd.
[91] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[92] Ibíd.
[93] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[94] Ibíd.
[95] Ibíd.
[96] “... que se constituye desde su ambigüedad utópicamente en una unidad íntima entre la imagen sensorial y la totalidad suprasensorial, la materia y la forma, el significante y el significado”. (Gádamer, Verdad y Método, citado por P. de Man, 1991). Tal ajuste perfecto tiene lugar específicamente en el arte escultórico griego. Es en la escultórica griega en donde la forma finita alcanza la perfección y la belleza que acoge la infinitud de lo divino, coincidiendo en ello lo sensible y lo suprasensible, lo finito e infinito (Muricy, K., Alegorías da dialéctica, Rio de Janeiro, Relume Dumará, 1999.) No ocurre así en el símbolo religioso. En este el tiraje místico lleva finalmente al ahogo de la forma, al suspiro sordo e informe de lo inefable, lo inarticulable.
[97] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[98] CF. Descartes, “Discurso del método”, en Ouvres et Lettres, París, Gallimard, 1953.
[99]  Ibíd.
[100] Descartes, R., Ibíd.,.1953
[101] Descartes, R., Ibíd.,.1953
[102] Ibíd.
[103] Ibíd.
[104] Ibíd.
[105] Descartes, R., Ibíd.,.1953
[106] Ibíd.
[107] Ibíd.
[108] Ibíd.
[109] “Porque no se trata de una filosofía especulativa ni contemplativa,  sino de una filosofía que tiene sus verdaderos frutos en la ‘esfera de los negocios’, en la medicina, en la mecánica, en la moral, en la política; que constituyen el fin último o primero del saber” Ibíd.
[110] Descartes R., Tratado del hombre, Madrid, Editora Nacional, 1980.
[111] “Atger, en su Essai sur l´histoire des doctrines  de contrat social, 1906, apuntó que en la teoría del Estado del siglo XVII el monarca se identifica con Dios dentro del mundo en el sistema cartesiano”; “El príncipe desarrolla todas las virtudes del Estado por una suerte de creación continua. El príncipe es el Dios cartesiano transpuesto al mundo político”. Cf. Schmitt, C., Teología Política, Argentina, Struhart y Cía., 1976.
[112] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[113] Ibíd.
[114] Ibíd.
[115] Ibíd.
[116] Benjamin, W., Ibíd., 1995.
[117] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[118] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[119] Ibíd.
[120] Ibíd.
[121] Ibíd.
[122] Ibíd.
[123] Ibíd.
[124] Ibíd.
[125] Ibíd.
[126] Ibíd.
[127] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[128] Ibíd.
[129] Descartres, R., Ibíd., 1953.
[130] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.
[131] Benjamin, W., El Origen del drama..., Ibíd., 1990.

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