domingo, 31 de agosto de 2008

Barthes, Semántica de objeto.

Roland Barthes, Semántica del objeto

Querría presentar ante ustedes algunas reflexiones sobre el objeto en nuestra cultura, a la que comúnmente se califica de cultura técnica; quisiera situar estas reflexiones en el marco de una investigación que se lleva a cabo actualmente en muchos países bajo el nombre de semiología o ciencia de los signos. La semiología, o como se la denomina en inglés, la semiótica, fue postulada hace ya cincuenta años por el gran lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure, quien había previsto que un día la lingüística no sería más que una parte de una ciencia, mucho más general, de los signos, a la que llamaba precisamente «semiología». Pero este proyecto semiológico ha recibido desde hace varios anos una gran actualidad, una nueva fuerza, porque otras ciencias, otras disciplinas anexas, se han desarrollado considerablemente, en particular la teoría de la información, la lingüística estructural, la lógica formal y ciertas investigaciones de la antropología; todas estas investigaciones han coincidido para poner en primer plano la preocupación por una disciplina semiológica que estudiaría de qué manera los hombres dan sentido a las cosas. Hasta el presente, una ciencia ha estudiado de qué manera los hombres dan sentido a los sonidos articulados: es la lingüística. Pero, ¿cómo dan sentido los hombres a las cosas que no son sonidos? Esta exploración es la que tienen aún que hacer los investigadores. Si todavía no se han dado pasos decisivos, es por muchas razones; ante todo, porque sólo se han estudiado, en este plano, códigos extremadamente rudimentario, que carecen de interés sociológico, por ejemplo el código vial; porque todo lo que en el mundo genera significación está, más o menos, mezclado con el lenguaje; jamás nos encontramos con objetos significantes en estado puro; el lenguaje interviene siempre, como intermediario, especialmente en los sistemas de imágenes, bajo la forma de títulos, leyendas, artículos, por eso no es justo afirmar que nos encontramos exclusivamente en una cultura de la imagen. Es, por consiguiente, dentro del cuadro general de una investigación semiológica donde yo querría presentar a ustedes algunas reflexiones, rápidas y sumarias, acerca de la manera en que los objetos pueden significar en el mundo contemporáneo. Y aquí precisaré de inmediato que otorgo un sentido muy intenso a la palabra "significar"; no hay que confundir "significar" y "comunicar": significar quiere decir que los objetos no transmiten solamente informaciones, sino también sistemas estructurados de signos, es decir, esencialmente sistemas de diferencias, oposiciones y contrastes.
Y ante todo, ¿cómo definiremos los objetos (antes de ver cómo pueden significar? Los diccionarios dan definiciones vagas de «objeto»: lo que se ofrece a la vista; lo que es pensado (por oposición al sujeto que piensa), en una palabra, como dice la mayor parte de los diccionarios, el objeto es alguna cosa, definición que no nos enseña nada, a menos que intentemos ver cuáles son las connotaciones de la palabra "objeto". Por mi parte, vería dos grandes grupos de connotaciones: un primer grupo constituido por lo que llamaría las connotaciones existenciales del objeto. El objeto, muy pronto, adquiere ante nuestra vista la apariencia o la existencia de una cosa que es inhumana y que se obstina en existir, un poco como el hombre; dentro de esta perspectiva hay muchos desarrollos, muchos tratamientos literarios del objeto; en La náusea, de Sartre, se consagran páginas célebres a esta especie de persistencia del objeto en estar fuera del hombre, existir fuera del hombre, provocando un sentimiento de náuseas en el narrador frente a los troncos de un árbol en un jardín público, o frente a su propia mano. En otro estilo, el teatro de Ionesco nos hace asistir a una especie de proliferación extraordinaria de objetos: los objetos invaden al hombre, que no puede defenderse y que, en cierto sentido queda ahogado por ellos. Hay también un tratamiento más estético del objeto, presentado como si escondiera una especie de esencia que hay que reconstituir, y este tratamiento es el que encontramos entre los pintores de naturalezas muertas, o en el cine, en ciertos directores, cuyo estilo consiste precisamente en reflexionar sobre el objeto (pienso en Bresson); en lo que comúnmente se denomina «Nouveau Roman» hay también un tratamiento particular del objeto, descrito precisamente en su apariencia estricta. En esta dirección, pues, vemos que se produce incesantemente una especie de huida de¡ objeto hacia lo infinitamente subjetivo y por ello mismo, precisamente, en el fondo, todas estas obras tienden a mostrar que el objeto desarrolla para el hombre una especie de absurdo, y que tiene en cierta manera el sentido de un no-sentido; así, aun dentro de esta perspectiva, nos encontramos en un clima en cierta forma semántica. Hay también otro grupo de connotaciones en las cuales me basaré para seguir adelante con mi tema: se trata de las connotaciones «tecnológicas» del objeto. El objeto se define entonces como lo que es fabricado; se trata de la materia finita, estandarizado, formada y normalizada, es decir, sometida a normas de fabricación y calidad; el objeto se define ahora principalmente como un elemento de consumo: cierta idea del objeto se reproduce en millones de ejemplares en el mundo, en millones de copias: un teléfono, un reloj, un bibelot, un plato, un mueble, una estilográfica, son verdaderamente lo que de ordinario llamamos objetos; el objeto no se escapa ya hacia lo infinitamente subjetivo, sino hacia lo infinitamente social. De esta última concepción del objeto quisiera partir.
Comúnmente definimos el objeto como "una cosa que sirve para alguna cosa". El objeto es, por consiguiente, a primera vista, absorbido en una finalidad de uso, lo que se llama una función. Y por ello mismo existe, espontáneamente sentida por nosotros, una especie de transitividad del objeto: el objeto sirve al hombre para actuar sobre el mundo, para modificar el mundo, para estar en el mundo de una manera activa, el objeto es una especie de mediador entre la acción y el hombre. Se podría hacer notar en este momento, por lo demás, que no puede existir por así decirlo, un objeto para nada; hay, es verdad, objetos presentados bajo la forma de bibelots inútiles, pero estos bibelots tienen siempre una finalidad estética. La paradoja que quisiera señalar es que estos objetos que tienen siempre, en principio, una función, una utilidad, un uso, creemos vivirlos como instrumentos puros, cuando en realidad suponen otras cosas, son también otras cosas: suponen sentido; dicho de otra manera, el objeto sirve para alguna cosa, pero sirve también para comunicar informaciones, todo esto podríamos resumirlo en una frase diciendo que siempre hay un sentido que desborda el uso del objeto. Puede imaginarse un objeto más funcional que un teléfono? Sin embargo, la apariencia de un teléfono tiene siempre un sentido independiente de su función: un teléfono blanco transmite cierta idea de lujo o de femineidad; hay teléfonos burocráticos, hay teléfonos pasados de moda, que transmiten la idea de cierta época (1925); dicho brevemente, el teléfono mismo es susceptible de formar parte de un sistema de objetos - signos; de la misma manera, una estilográfica exhibe necesaria- mente cierto sentido de riqueza, simplicidad, seriedad, fantasía, etcétera; los platos en que comemos tienen también un sentido y, cuando no lo tienen, cuando fingen no tenerlo, pues bien, entonces terminan precisa- mente teniendo el sentido de no tener ningún sentido. Por consiguiente, no hay ningún objeto que escape al sentido.
¿Cuándo se produce esta especie de semantización del objeto? ¿Cuándo comienza la semantización del objeto? Estaría tentado a responder que esto se produce desde el momento en que el objeto es producido y consumido por una sociedad de hombres, desde que es fabricado, normalizado; aquí abundarían los ejemplos históricos; por ejemplo, sabemos que ciertos soldados de la república romana solían echarse sobre las espaldas una prenda para protegerse de la lluvia, la intemperie, el viento, el frío; en ese momento, evidentemente, la prenda de vestir no existía todavía; no tenía nombre, no tenía sentido; estaba reducida a un puro uso, pero a partir del momento en que se cortaron las prendas, se las produjo en serie, se les dio una forma estandarizado, fue necesario por ello mismo encontrarles un nombre, y esta indumentaria desconocida se convirtieron en la "paenula"; desde ese momento la imprecisa prenda se convirtió en vehículo de un sentido que fue el de la "militariedad". Todos los objetos que forman parte de una sociedad tienen un sentido; para encontrar objetos privados de sentido habría que imaginar objetos enteramente improvisados; pero, a decir verdad, tales objetos no se encuentran; una página célebre de Claude Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje nos dice que el bricolaje, la invención de un objeto por una aficionado, es en sí misma búsqueda e imposición de un sentido al objeto; para encontrar objetos absolutamente improvisados habría que llegar a estados absolutamente asociales; puede imaginarse, por ejemplo, que un vagabundo, improvisando calzados con papel de diario, produce un objeto perfectamente libre; pero tampoco esto sucede; muy pronto, ese diario se convertirá precisamente en el signo del vagabundo, calzados con papel de diario, produce un objeto perfectamente libre; pero tampoco esto sucede; muy pronto ese diario se convertirá precisamente en el signo del vagabundo. En conclusión, la función de un objeto se convierte siempre, por lo menos, en el signo de esa misma función: no existen objetos, en nuestra sociedad, sin algún tipo de suplemento de función, un ligero énfasis que hace que los objetos por lo menos se signifiquen siempre a si mismos. Por ejemplo, yo puedo tener realmente necesidad de telefonear y tener para eso un teléfono sobre mi mesa; esto no impide que a juicio de ciertas personas que me vendrán a ver, que no me conocen muy bien, funcione como un signo, el signo del hecho de que soy una persona que tiene necesidad de tener contactos en su profesión, y aun este vaso de agua, del que me he servido porque tengo realmente sed, no puedo, pese a todo, evitar que funcione como el signo mismo del conferenciante.
Como todo signo, el objeto se encuentra en la encrucijada de dos coordenadas, de dos definiciones. La primera de las coordenadas es la que yo llamaría una coordenada simbólica: todo objeto tiene, si puede decirse así, una profundidad metafórica, remite a un significante, el objeto tiene por lo menos un significado. Tengo allí una serie de imágenes: son imágenes tomadas de la publicidad: ustedes ven que hay aquí una lámpara, y comprendemos de inmediato que esta lámpara significa la noche, lo nocturno, más exactamente; si usted tiene una imagen de publicidad de pastas italianas (me refiero a una publicidad hecha en Francia), es evidente que el tricolor (verde, amarillo, rojo) funciona como un signo de cierta italianidad; por lo tanto, primera coordenada, la coordenada simbólica, constituida por el hecho de que todo objeto es por lo menos el significante de un significado. La segunda coordenada es lo que yo llamaría la coordenada de la clasificación, o coordenada taxonómica (la taxonomía es la ciencia de las clasificaciones); no vivimos sin albergar en nosotros, más o menos conscientemente, cierta clasificación de los objetos que nos es sugerida o impuesta por nuestra sociedad. Estas clasificaciones de objetos son muy importantes en las grandes empresas o en las grandes industrias, donde se trata de saber cómo clasificar todas las piezas o todos los pernos de una máquina en los almacenes, y en las cuales, por consiguiente, hay que adoptar criterios de clasificación; hay otro orden de hechos en el cual la clasificación de los objetos tiene mucha importancia, y corresponde a un nivel muy cotidiano: el de los grandes almacenes; en los grandes almacenes hay también cierta idea de la clasificación de los objetos, y esta idea, entiéndase bien, no es gratuita, comporta cierta responsabilidad; otro ejemplo de la importancia de la clasificación de los objetos es la enciclopedia; desde el momento en que alguien se decide a hacer una enciclopedia sin optar por clasificar las palabras siguiendo el orden alfabético, se ve obligado también a hacer una clasificación de los objetos.
Una vez establecido que el objeto es siempre un signo, definido por dos coordenadas, una coordenada profunda, simbólica, y una coordenada extensa, de clasificación, quisiera decir ahora algunas palabras sobre el sistema semántica de los objetos propiamente dichos; serán observaciones prospectivas, porque la investigación seria sobre este tema está todavía por hacer. Hay, en efecto, un gran obstáculo para estudiar el sentido de los objetos, y este obstáculo yo lo llamaría el obstáculo de la evidencia: si hemos de estudiar el sentido de los objetos, tenemos que darnos ha nosotros mismos una especie de sacudida, de distanciamiento, para objetivar el objeto, estructurar su significación: y para ellos hay un recurso que todo semántico del objeto puede emplear, y consiste en recurrir aun orden de representaciones donde el objeto es entregado al hombre de una manera a la vez espectacular, enfática e intencional, y ese orden está dado por la publicidad, el cine e incluso el teatro. En cuanto a los objetos tratados el teatro, recordare que hay indicaciones preciosas, de una extremada riqueza de inteligencia, en los comentarios de Brecht sobre algunas de sus puestas en escena; el comentario más célebre consiste en la puesta en escena de Madre Coraje, donde Brecht explica muy bien el tratamiento largo y complicado al cual hay que someter a ciertos objetos de la puesta en escena para hacerles significar cualquier concepto, porque en la ley del teatro no basta que el objeto representado sea real; hace falta que el sentido sea separado de alguna manera de la realidad: no basta presentir al público un vestido de cantinera realmente ajado para que signifique el deterioro: es preciso que usted, director, invente los signos del deterioro.
Por consiguiente, si recurriéramos a estos tipos de «corpus» bastante artificiales, pero muy valiosos, como el teatro, el cine y la publicidad, podríamos aislar, en el objeto representado, significantes y significados. Los significantes del objeto son, naturalmente, unidades materiales, como todos los significantes de todo sistema de signos, no importa cuál, es decir, colores, formas, atributos, accesorios. Yo indicaré aquí dos estados principales del significante, según un orden creciente de complejidad.
En primer lugar, un estado puramente simbólico; es lo que sucede, como ya dije, cuando un significante, es decir, un objeto, remite a un solo significado, es el caso de los grandes símbolos antropológicos, como la cruz, por ejemplo, o la media luna, es probable que la humanidad disponga aquí de una especie de reserva finita de grandes objetos simbólicos, reserva antropológica, o por lo menos ampliamente histórica, que resulta, por consiguiente, de una especie de ciencia o, en todo caso, de disciplina, que podemos llamar la simbólica; esta simbólica ha sido, en general, muy bien estudiada, en lo referente a las sociedades de¡ pasado, por medio de las obras de arte que la ponen en funcionamiento, pero, ¿la estudiamos o nos disponemos a estudiarla en nuestra sociedad actual? Habría que preguntarse qué queda de esos grandes símbolos en una sociedad técnica como la nuestra. ¿Han desaparecido esos grandes signos, se han transformado, se han ocultado? Son éstas preguntas que podríamos plantearnos. Pienso, por ejemplo, en una imagen de publicidad que se ve a veces en las carreteras francesas. Es una publicidad de una marca de camiones; es un ejemplo muy interesante, porque el publicitario que concibió ese cartel ha hecho mala publicidad, precisamente porque no pensó el problema en términos de signos; queriendo indicar que los caminos duraban mucho tiempo, representó una palma de la mano cruzada por una especie de cruz; para él, se trataba de indicar la línea de la vida de¡ camión; pero yo estoy persuadido de que en función de las reglas mismas de la simbólica, la cruz sobre la mano es aprehendida como un símbolo de muerte: aun en el orden prosaico de la publicidad habría que buscar la organización de esta simbólica tan arcaica.
Otro caso de relación simple - estamos siempre dentro de la relación simbólica en significado- es el caso de todas las relaciones desplazadas: quiero decir con esto que un objeto percibido en su integridad o, si se trata de publicidad, dado en su integridad, no significa sino por medio de uno de sus atributos. Tengo aquí dos ejemplos: una naranja, aunque representada en su integridad, no significará más que la cualidad de jugoso y refrescante: lo significado por la representación del objeto es lo jugoso, no todo el objeto, hay pues un desplazamiento del signo. Cuando se presenta una cerveza, no es esencialmente la cerveza la que constituye el mensaje, sino el hecho de que está helada, hay también desplazamiento no por metáfora sino por metonimia, es decir, por deslizamiento del sentido. Estos tipos de significaciones metonímicas son extremadamente frecuentes en el mudo de los objetos; es un mecanismo ciertamente muy importante, porque el elemento significante es entonces perceptible -lo recibimos de una manera perfectamente clara- y sin embargo está en cierta manera anegado, naturalizado, en lo que podría llamarse el estar ahí del objeto. Se llega de esta manera a una suerte de definición paradójica del objeto: una naranja, en este modo enfático de la publicidad, es lo jugoso más la naranja, la naranja está siempre allí como objeto natural para sustentar una de las cualidades que pasan a ser su signo.
Después de la relación puramente simbólica, vamos a examinar ahora todas las significaciones que están añadidas a las colecciones de objetos, a pluralidades organizadas de objetos; son los casos en los que el sentido no nace de un objeto sino de una colección inteligible de objetos: el sentido aparece de alguna manera extendido. Hay que tener cuidado aquí en comparar el objeto con la palabra que estudia la lingüística y la colección de objetos con la oración: seria una comparación inexacta, porque el objeto aislado es ya una oración; es una cuestión que los lingüistas han elucidado bien, la cuestión de las palabras - oraciones, cuando usted ve en el cine un revólver, el revólver no es el equivalente de la palabra en relación a un conjunto más grande, el revólver es ya él mismo una oración, una oración evidentemente muy simple, cuyo equivalente lingüístico es: «He aquí un revólver.- Dicho de otra manera, el objeto no está nunca - en el mundo en que vivimos- en el estado de elemento de una nomenclatura. Las colecciones significantes de objetos son numerosas, especialmente en la publicidad. He mostrado un hombre que lee de noche: hay en esta imagen cuatro o cinco objetos significantes que coinciden para transmitir un sentido global único, el de distensión, descanso: está la lámpara, está la comodidad del jersey de lana gruesa, está el sillón de cuero, está el diario; el diario no es un libro; no es algo tan serio, es una distracción: todo esto quiere decir que uno puede beber tranquilamente un café, por la noche, sin excitarse. Estas composiciones de objetos son sintagmas, es decir, fragmentos extensos de signos. La sintaxis de los objetos es evidentemente una sintaxis muy elemental. Cuando colocamos juntos varios objetos es imposible atribuirles coordinaciones tan complicadas como las que se atribuyen en el lenguaje humano. En realidad, los objetos - sean los objetos de la imagen o los objetos reales de una obra teatral o de una calle- están ligados por una única forma de conexión, que es parataxis, es decir, la yuxtaposición pura y simple de elementos. Esta clase de parataxis de los objetos es muy frecuente en la vida: ese el régimen al que están sometidos, por ejemplo, todos los muebles de una habitación. El mobiliario de una habitación converge en un sentido final (un "estilo") mediante la sola yuxtaposición de elementos. Un ejemplo: se trata de la publicidad de una marca de té; es necesario, pues, significar no Inglaterra, porque las cosas son más sutiles, sino la anglicidad o la britanicidad, si puedo decirlo así, es decir, una especie de identidad enfática del inglés: tenemos, pues, aquí, mediante un sintagma minuciosamente compuesto, el cortinaje de las mansiones coloniales, la ropa del hombre, sus bigotes, el gusto típico de los ingleses por la naútica y la hípica, que está presente en las reproducciones en miniatura de esos navíos, en esos caballos de bronce, y finalmente leemos espontáneamente en esta imagen, a causa sólo de la yuxtaposición de cierto número de objetos, un significado extremadamente intenso, que es precisamente la anglicidad de la que hablaba.
¿Cuáles son los significados de estos sistemas de objetos, cuáles son las informaciones transmitidas por los objetos? Aquí no podemos dar más que una respuesta ambigua, porque los significados de los objetos dependen mucho no de¡ emisor del mensaje sino del receptor, es decir, del lector del objeto. En efecto; el objeto es polisémico, es decir, se ofrece fácilmente a muchas lecturas de sentido: frente aun objeto, hay casi siempre muchas lecturas posibles, y esto no sólo si se pasa de un lector a otro, sino que también, algunas veces, en el interior de cada hombre hay varios léxicos, varias reservas de lectura, según el número de saberes, de niveles culturales de los que dispone. Todos los grados de saber, de cultura, de situación son posibles frente a un objeto y una colocación de objetos. Podemos incluso imaginar que frente a un objeto o una colección de objetos aplicamos una lectura propiamente individual, que invertimos en el espectáculo del objeto lo que se podría llamar nuestra propia psykhe: sabemos que el objeto puede suscitar en nosotros lecturas de nivel psicoanalítico. Esto no elimina la naturaleza sistemática, la naturaleza codificada del objeto. Sabemos que, aun descendiendo a lo más profundo de lo individual, no se escapa con ello al sentido. Si se propone el test de Rorschach a millares de sujetos, se llega a una tipología muy estricta de las respuestas; cuanto más creemos descender en la reacción individual, más encontramos sentidos en cierta forma simples y codificados: en cualquier nivel que nos coloquemos en esta operación de lectura del objeto comprobamos que el sentido atraviesa siempre de parte a parte al hombre y al objeto.
¿Existen objetos fuera del sentido, es decir, casos límites? Un objeto no significante, no bien es tomado a su cargo por una sociedad - y es imposible que esto suceda- funciona por lo menos como signo de lo insignificante, se significa como insignificante. Es un caso que puede observarse en el cine: es posible encontrar directores cuyo arte consiste en sugerir, por los motivos mismos del argumento, objetos insignificantes; el objeto insólito en sí no está fuera del sentido; hay que buscar el sentido: hay objetos delante de los que nos preguntaremos: ¿qué es esto? Eso genera una forma ligeramente traumática, pero esta inquietud, finalmente, no dura, los objetos proporcionan por sí mismos cierta respuesta, y con ello, cierto apaciguamiento. Hablando de manera general, en nuestra sociedad no hay objetos que no terminen por proporcionar un sentido y reintegrar ese gran código de los objetos en medio del cuál vivimos.
Hemos llevado a cabo una especie de descomposición ideal del objeto. En un primer tiempo (todo esto ha sido puramente operacional), hemos comprobado que el objeto se presenta siempre ante nosotros como un útil funcional: es tan sólo un uso, un mediador entre el hombre y el mundo: el teléfono sirve r>ara telefonear, la naranja para alimentarse. Luego, en un segundo tiempo, hemos visto que, en realidad, la función sustenta siempre un sentido. El teléfono indica un cierto modo de actividad en el mundo, la naranja significa la vitamina, el jugo vitaminado. Pero sabemos que el sentido es un proceso no de acción sino de equivalencias; dicho de otra manera, el sentido no tiene un valor transitivo, el sentido es de alguna manera inerte, inmóvil; puede, por ende, decirse que en el objeto hay una suerte de lucha entre la actividad de su función y la inactividad de su significación. El sentido desactiva el objeto, lo vuelve intransitivo, le asigna un lugar establecido en lo que se podría llamar un cuadro vivo del imaginario humano. Estos dos tiempos, a mi entender, no son suficientes para explicar el trayecto del objeto, añadiré por mi parte un tercero: es el momento en que se produce una especie de movimiento de retorno que va a llevar al objeto del signo a la función, pero de una manera un poco particular. En efecto, los objetos no nos dan lo que son de una manera franca, declarada. Cuando leemos una señal del código de circulación recibimos un mensaje absolutamente franco; ese mensaje no juega al no- mensaje, se brinda verdaderamente como un mensaje. De la misma manera, cuando leernos letras impresas tenemos la conciencia de percibir un mensaje. A la inversa, el objeto que nos sugiere sigue siendo sin embargo siempre a nuestros ojos un objeto funcional el objeto parece siempre funcional, en el momento mismo en que lo leemos como un signo. Pensamos que un impermeable sirve para proteger de la lluvia, aun cuando lo leamos como el signo de una situación atmosférica. Esta última transformación del signo en función utópica, irreal (la moda puede proponer impermeables que no podrían proteger en absoluto de la lluvia), es, creo, un gran hecho ideológico, sobre todo en nuestra sociedad. El sentido es siempre un hecho de cultura, un producto de la cultura ahora bien, en nuestra sociedad ese hecho de cultura, es incesantemente naturalizado, reconstruido en naturaleza, por la palabra que nos hace creer en una situación puramente transitiva del objeto. Creemos encontrarnos en un mundo práctico de usos, de funciones, de domesticación total del objeto, y en realidad estamos también, por los objetos, en un mundo de sentido, de razones, de coartadas: la función hace nacer el signo, pero este signo es reconvertido en el espectáculo de una función. Creo que esta conversión de la cultura en pseudonaturaleza es lo definir la ideología de nuestra sociedad.

Barthes, Retórica de la imagen

Roland Barthes, Retórica de la imagen.

Según una etimología antigua, la palabra imagen debería relacionarse con la raíz de imitari. Henos aquí de inmediato frente al problema más grave que pueda plantearse a la semiología de las imágenes: ¿puede acaso la representación analógica (la) producir verdaderos sistemas de signos y no sólo simples aglutinaciones de símbolos? ¿Puede concebirse un analógico, y no meramente digital? Sabemos que los lingüísticos consideran ajena al lenguaje toda comunicación por analogía, desde el de las abejas hasta el por gestos, puestos que esas comunicaciones no poseen una doble articulación, es decir, que no se basan como los fonemas, en una combinación de unidades digitales. Los lingüistas no son los únicos en poner en duda la naturaleza lingüista de la imagen. En cierta medida, también la opinión corriente considera a la imagen como un lugar de resistencia al sentido, en nombre de una cierta idea mítica de la Vida: la imagen es re-presentación, es decir, en definitiva, resurrección, y dentro de esta concepción, lo inteligible resulta antipático a lo vivido. De este modo, por ambos lados se siente a la analogía como un sentido pobre: para unos, la imagen es un sistema muy rudimentario con respecto a la lengua, y para otros, la significación no puede agotar la riqueza inefable de la imagen.
Ahora bien, aún cuando la imagen sea hasta cierto punto límite de sentido (y sobre todo por ello), ella nos permite volver a una verdadera ontología de la significación. ¿De qué modo la imagen adquiere sentido? ¿Dónde termina el sentido? y si termina, ¿qué hay más allá? Tal lo que quisiéramos plantear aquí, sometiendo la imagen a un análisis espectral de los mensajes que pueda contener. Nos daremos al principio una facilidad considerable: no estudiaremos más que la imagen publicitaria. ¿Por qué? Porque en publicidad la significación de la imagen es sin duda intencional: lo que configura a priori los significados del mensaje publicitario son ciertos atributos del producto, y estos significados deben ser transmitidos con la mayor claridad posible; si la imagen contiene signos, estamos pues seguros que en publicidad esos signos están llenos, formados con vistas a la mejor lectura posible: la imagen publicitaria es franca, o, al menos, enfática.
Los tres mensajes
He aquí una propaganda Panzani: saliendo de una red entreabierta, paquetes de fideos, una caja de conservas, un sachet, tomates, cebollas, ajíes, un hongo, en tonalidades amarillas y verdes fondo rojo. Tratemos de esperar los diferentes mensajes que puede contener.
La imagen entrega de inmediato un primer mensaje cuya sustancia es lingüística; sus soportes son la leyenda, marginal, y las etiquetas insertadas en la naturalidad de la escena, como en ; el código del cual está tomado este mensaje no es otro que el de la lengua francesa; para ser descifrado no exige más conocimientos que el de la escritura y del francés. Pero en realidad, este mismo mensaje puede a su vez descomponerse, pues el signo Panzani no transmite solamente el nombre de la firma, sino también, por su asonancia, un significado suplementario, que es, si se quiere, la ; el mensaje lingüístico es por lo tanto doble (al menos en esta imagen); de denotación y de connotación; sin embargo, como no hay aquí más que un solo signo típico , a saber, el del lenguaje articulado (escrito), no contaremos más que un solo mensaje.
Si hacemos a un lado el mensaje lingüístico, que da la imagen pura (aún cuando las etiquetas forman parte de ella, a título anecdótico). Esta imagen revela de inmediato una serie de signos discontinuos. He aquí, en primer término el orden es indiferente pues estos signos no son lineales) la idea de que se trata, en la escena representada, del regreso del mercado. Este significado implica a su vez dos valores eufóricos: el de la frescura de los productos y el de la preparación puramente casera a que están destinados. Su significante es la red entreabierta que deja escapar, como al descuido, las provisiones sobre la mesa. Para leer este primer signo es suficiente un saber que de algún modo está implantado en los usos de una civilización muy vasta, en la cual se opone al aprovisionamiento expeditivo (conservas, heladeras, eléctricas) de una civilización más . Hay un segundo signo casi tan evidente como el anterior; su significante es la reunión del tomate, del ají y de la tonalidad tricolor (amarillo, verde, rojo) del afiche. Su significado es Italia, o más bien la italianidad; este signo está en una relación de redundancia con el signo connotado del mensaje lingüístico (la asonancia italiana del nombre Panzani). El saber movilizado por ese signo es ya más particular: es un saber específicamente (los italianos no podrían percibir la connotación del nombre propio, ni probablemente tampoco la italianidad del tomate y del ají), fundado en un conocimiento de ciertos estereotipos turísticos. Si se sigue explorando la imagen (lo que no quiere decir que no sea completamente clara de entrada), se descubren sin dificultad por lo menos otros dos signos. En uno, el conglomerado de diferentes objetos transmite la idea de un servicio culinario total, como si por una parte Panzani proveyese de todo lo necesario para la preparación de un plato compuesto, y como si por otra, la salsa de tomate de la lata igualase los productos naturales que la rodean, ya que en cierto modo la escena hace de puente entre el origen de los productos y su estado último. En el otro signo, la composición, que evoca el recuerdo de tantas representaciones pictóricas de alimentos, remite a un significado estético: es la , o, como mejor lo expresan otras lenguas, el . El saber necesario es en este caso fuertemente cultural. Podría sugerirse que a estos cuatro signos se agrega una última información: la que nos dice, precisamente, que se trata de una imagen publicitaria, y que proviene, al mismo tiempo, del lugar de la imagen en la revista y de la insistencia de las etiquetas Panzani (sin hablar de la leyenda). Pero esta última información es extensiva a la escena; en la medida en que la naturaleza publicitaria de la imagen es puramente funcional, escapa de algún modo a la significación: proferir algo no quiere decir necesariamente yo hablo, salvo en los sistemas deliberadamente reflexivos como la literatura.
He aquí, pues, para esta imagen, cuatros signos que consideraremos como formando un conjunto coherente, pues todos son discontinuos, exigen un saber generalmente cultural y remiten a significados globales (por ejemplo la italianidad), penetrados de valores eufóricos. Advertiremos pues, después del mensaje lingüístico, un segundo mensaje de naturaleza icónica. quivalencia (propia de los verdaderos sistemas de signos) y posición de una cuasi-identidad. En otras palabras, el signo de este mensaje no proviene de un depósito institucional, no está codificado, y nos encontramos así frente a la paradoja (que examinaremos más adelante) de un mensaje sin código. Esta particularidad aparece también al nivel del saber requerido para la lectura del mensaje: para
Si nuestra lectura es correcta, la fotografía analizada nos propone entonces tres mensajes: un mensaje lingüístico, un mensaje icónico codificado y un mensaje icónico no codificado. El mensaje lingüístico puede separarse fácilmente de los otros dos; pero ¿hasta qué punto tenemos derecho de distinguir uno de otro los dos mensajes que poseen la misma sustancia (icónica)? Es cierto que la distinción de los dos mensajes no se opera espontáneamente a nivel de la lectura corriente: el espectador de la imagen recibe al mismo tiempo el mensaje perceptivo y el mensaje cultural, y veremos más adelante que esta confusión de lectura corresponde a la función de la imagen de masa (de la cual nos ocupamos aquí). La distinción tiene, sin embargo, una validez operatoria, análoga a la que permite distinguir en el signo lingüístico un significante y un significado, aunque de hecho nunca nadie pueda separar la de su sentido, salvo que se recurra al metalenguaje de una definición: si la distinción permite describir la estructura de la imagen de modo coherente y simple y si la descripción así orientada prepara una explicación del papel de la imagen en la sociedad, entonces la consideramos justificada. Es preciso pues, volver a examinar cada tipo de mensaje para explorarlo en su generalidad, sin perder de vista que tratamos de comprender la estructura de la imagen en su conjunto, es decir, la relación final de los tres mensajes entre sí. Sin embargo, ya que no se trata de un análisis sino de una descripción estructural, modificaremos ligeramente el orden de los mensajes, invirtiendo el mensaje cultural y el mensaje literal. De los dos mensajes icónicos, el primero está de algún modo impreso sobre el segundo: el mensaje literal aparece como el soporte del mensaje . Ahora bien, sabemos que un sistema que se hace cargo de los signos de otros sistemas para convertirlos en sus significantes, es un sistema de connotación. Diremos pues de inmediato que la imagen literal es denotada, y la imagen simbólica connotada. De este modo, estudiaremos sucesivamente el mensaje lingüístico, la imagen denotada y la imagen connotada.
El mensaje lingüístico
¿Es constante el mensaje lingüístico? ¿Hay siempre un texto en una imagen o debajo o alrededor de ella? Para encontrar imágenes sin palabras, es necesario sin duda, remontarse a sociedades parcialmente analfabetas, es decir a una suerte de estado pictográfico de la imagen. De hecho, a partir de la aparición del libro, la relación entre el texto y la imagen es frecuente; esta relación parece haber sido poco estudiada desde el punto de vista estructural. ¿Cuál es la estructura significante de la ? ¿Duplica la imagen ciertas informaciones del texto, por un fenómeno de redundancia, o bien es el texto el que agrega una información inédita? El problema podría plantearse históricamente con relación a la época clásica, que tuvo una verdadera pasión por los libros ilustrados (en el siglo XVIII no podía concebirse que las Fábulas de La Fontaine no tuviesen ilustraciones), y durante la cual algunos autores como el P. Ménestrier se plantearon el problema de las relaciones entre la figura y lo discursivo. Actualmente, a nivel de las comunicaciones de masas, parece evidente que el mensaje lingüístico esté presente en todas las imágenes: como título, como leyenda, como artículo de prensa, como diálogo de película, como fumetto. Vemos entonces que no es muy apropiado hablar de una civilización de la imagen: somos todavía, y más que nunca, una civilización de la escritura , porque la escritura y la palabra son siempre términos completos de la estructura informacional. De hecho, sólo cuenta la presencia del mensaje lingüístico, pues ni su ubicación ni su longitud parecen pertinentes (un texto largo puede no contener más que un significado global, gracias a la connotación, y es este significado el que precisamente está relacionado con la imagen). ¿Cuáles son las funciones del mensaje lingüístico respecto del mensaje icónico (doble)? Aparentemente dos: de anclaje y de relevo (relais).
Como lo veremos de inmediato con mayor claridad, toda imagen es polisémica; implica, subyacente a sus significantes, una de significados, entre los cuales el lector puede elegir algunos e ignorar los otros. La polisemia da lugar a una interrogación sobre el sentido, que aparece siempre como una disfunción, aún cuando la sociedad recupere esta disfunción bajo forma de juego trágico (Dios mudo no permite elegir entre los signos) o poético (el -pánico- de los antiguos griegos). Aún en el cine, las imágenes traumáticas están ligadas a una incertidumbre (a una inquietud) acerca del sentido de los objetos o de las actitudes. Por tal motivo, en toda sociedad se desarrollan técnicas diversas destinadas a fijar la cadena flotante de los significados, de modo de combatir el terror de los signos inciertos: el mensaje lingüístico es una de esas técnicas. A nivel del mensaje literal, la palabra responde de manera, más o menos directa, más o menos parcial, a la pregunta: ¿qué es? Ayuda a identificar pura y simplemente los elementos de la escena y la escena misma: se trata de una descripción denotada de la imagen (descripción a menudo parcial), o, según la terminología de Hjelmslev, de una operación (opuesta a la connotación. La función denominativa corresponde pues, a un anclaje de todos los sentidos posibles (denotados) del objeto, mediante el empleo de una nomenclatura. Ante un plato (publicidad Amieux) puedo vacilar en identificar las formas y los volúmenes; la leyenda () me ayuda a elegir el nivel de percepción adecuado; me permite acomodar no sólo mi mirada sino también mi intelección. A nivel del mensaje , el mensaje lingüístico guía no ya la identificación, sin la interpretación, constituye una suerte de tenaza que impide que los sentidos connotados proliferen hacia regionales demasiado individuales (es decir que limite el poder proyectivo de la imagen) o bien hacia valores disfóricos. Una propaganda (conservas d'Arcy) presenta algunas frutas diseminadas alrededor de una escalera; la leyenda () aleja un significado posible (parsimonia, pobreza de la cosecha), porque sería desagradable, y orienta en cambio la lectura hacia un significado halagüeño (carácter natural y personal de las frutas del huerto privado). La leyenda actúa aquí como un contra-tabú, combate el mito poco grato de lo artificial, relacionado por lo común con las conservas. Es evidente, además, que en publicidad el anclaje puede ser ideológico, y esta es incluso, sin duda, su función principal: el texto guía al lector entre los significados de la imagen, le hace evitar algunos y recibir otros, y a través de un dispatching a menudo sutil, lo teleguía hacia un sentido elegido con antelación. En todos los casos de anclaje, el lenguaje tiene evidentemente una función de elucidación, pero esta elucidación es selectiva. Se trata de un metalenguaje aplicado no a la totalidad del mensaje icónico, sino tan sólo a algunos de sus signos. El signo es verdaderamente el derecho de control del creador (y por lo tanto de la sociedad) sobre la imagen: el anclaje es un control; frente al poder proyectivo de las figuras, tiene una responsabilidad sobre el empleo del mensaje. Con respecto a la libertad de los significados de la imagen, el texto tiene un valor regresivo, y se comprende que sea a ese nivel que se ubiquen principalmente la moral y la ideología de una sociedad.
El anclaje es la función más frecuente del mensaje lingüístico; aparece por lo general en la fotografía de prensa y en publicidad. La función de relevo es menos frecuente (por lo menos en lo referente a la imagen fija); se la encuentra principalmente en los dibujos humorísticos y en las historietas. Aquí la palabra (casi siempre un trozo de diálogo) y la imagen están en una relación complementaria. Las palabras, al igual que las imágenes, son entonces fragmentos de un sintagma más general, y la unidad del mensaje se cumple en un nivel superior: el de la historia, de la anécdota, de la diégesis (lo que confirma en efecto que la diégesis debe ser tratada como un sistema autónomo). Poco frecuente en la imagen fija, esta palabra -relevo- se vuelve muy importante en el cine, donde el diálogo no tiene una simple función de elucidación, sino que, al disponer en la secuencia de mensajes, sentidos que no se encuentran en la imagen, hace avanzar la acción en forma efectiva. Las dos funciones del mensaje lingüístico pueden evidentemente coexistir en un mismo conjunto icónico, pero el predominio de una u otra no es por cierto indiferente a la economía general de la obra. Cuando la palabra tiene un valor diegético de relevo, la información es más costosa, puesto que requiere el aprendizaje de un código digital (la lengua); cuando tiene un valor sustitutivo (de anclaje, de control), la imagen es quien posee la carga informativa, y, como la imagen es analógica, la información es en cierta medida más . En algunas historietas, destinadas a una lectura , la diégesis está confiada principalmente a la palabra ya que la imagen recoge las informaciones atributivas, de orden paradigmático (el carácter estereotipado de los personajes). Se hacen coincidir entonces el mensaje costosos y el mensaje discursivo, de modo de evitar al lector impaciente el aburrimiento de las verbales, confiadas en este caso a la imagen, es decir a un sistema menos .
La imagen denotada
Hemos visto que en la imagen propiamente dicha, la distinción entre el mensaje literal y el mensaje simbólico era operatoria. No se encuentra nunca (al menos en publicidad) una imagen literal en estado puro. Aún cuando fuera posible configurar una imagen enteramente , esta se uniría de inmediato al signo de la ingenuidad y se completaría con un tercer mensaje, simbólico. Las características del mensaje literal no pueden ser entonces sustanciales, sino tan sólo relacionales. En primer lugar es, si se quiere, un mensaje privativo, constituido por lo que queda en la imagen cuando se borran (mentalmente) los signos de connotación (no sería posible suprimirlos realmente, pues pueden impregnar toda la imagen, como en el caso de la ); este estado privativo corresponde naturalmente a una plenitud de virtualidades : se trata de una ausencia de sentido llena de todos los sentidos; es también (y esto no contradice aquello) un mensaje suficiente, pues tiene por lo menos un sentido a nivel de la identificación de la escena representada; la letra de la imagen corresponde en suma al primer nivel de lo inteligible (más acá de este grado, el lector no percibiría más que líneas, formas y colores), pero esta inteligibilidad sigue siendo virtual en razón de su pobreza misma, pues cualquier persona proveniente de una sociedad real cuenta siempre con un saber superior al saber antropológico y percibe más que la letra; privativo y suficiente a la vez, se comprende que en una perspectiva estética el mensaje denotado pueda aparecer como una suerte de estado adánico de la imagen. Despojada utópicamente de sus connotaciones, la imagen se volvería radicalmente objetiva, es decir, en resumidas cuentas, inocente. Este carácter utópico de la denotación resulta considerablemente reforzado por la paradoja ya enunciada, que hace que la fotografía (en su estado literal), en razón de su naturaleza absolutamente analógica, constituya aparentemente un mensaje sin código. Sin embargo, es preciso especificar aquí el análisis estructural de la imagen, pues de todas las imágenes sólo la fotografía tiene el poder de transmitir la información (literal) sin formarla con la ayuda de signos discontinuos y reglas de transformación. Es necesario pues, oponer la fotografía, mensaje sin código, al dibujo, que, aún cuando sea un mensaje denotado, es un mensaje codificado. El carácter codificado del dibujo aparece en tres niveles: en primer lugar, reproducir mediante el dibujo un objeto o una escena, exige un conjunto de transposiciones reguladas; la copia pictórica no posee una naturaleza propia, y los códigos de transposición son históricos (sobre todo en lo referente a la perspectiva); en segundo lugar, la operación del dibujo (la codificación) exige de inmediato una cierta división entre lo significante y lo insignificante: el dibujo no reproduce todo, sino a menudo, muy pocas cosas, sin dejar por ello de ser un mensaje fuerte. La fotografía, por el contrario, puede elegir su tema, su marco y su ángulo, pero no puede intervenir en el interior del objeto (salvo en caso de trucos fotográficos). En otras palabras, la denotación del dibujo es menos pura que la denotación fotográfica, pues no hay nunca dibujo sin estilo. Finalmente, como en todos los códigos, el dibujo exige un aprendizaje (Saussure atribuía una gran importancia a este hecho semiológico). ¿La codificación del mensaje denotado tiene consecuencias sobre el mensaje connotado? Es evidente que al establecer una cierta discontinuidad en la imagen, la codificación de la letra prepara y facilita la connotación: la de un dibujo ya es una connotación; pero al mismo tiempo, en la medida en que el dibujo exhibe su codificación, la relación entre los dos mensajes resulta profundamente modificada; ya no se trata de la relación entre una naturaleza y una cultura (como en el caso de la fotografía), sino de la relación entre dos culturas: la del dibujo no es la de la fotografía.
En efecto, en la fotografía -al menos a nivel del mensaje literal-, la relación entre los significados y los significantes no es de sino de , y la falta de código refuerza evidentemente el mito de la fotográfica: la escena está ahí, captada mecánicamente, pero no humanamente (lo mecánico es en este caso garantía de objetividad); las intervenciones del hombre en la fotografía (encuadre, distancia, luz, flou, textura) pertenecen por entero al plano de la connotación. Es como si el punto de partida (incluso utópico) fuese una fotografía bruta (de frente y nítida), sobre la cual el hombre dispondría, gracias a ciertas técnicas, los signos provenientes del código cultural. Aparentemente, sólo la oposición del código cultural y del no-código natural pueden dar cuenta del carácter específico de la fotografía y permitir evaluar la revolución antropológica que ella representa en la historia del hombre, pues el tipo de conciencia que implica no tiene precedentes. La fotografía instala, en efecto, no ya una conciencia del estar-allí de la cosa (que cualquier copia podría provocar, sino una conciencia del haber estado allí. Se trata de una nueva categoría del espacio-tiempo: local inmediata y temporal anterior; en la fotografía se produce una conjunción ilógica entre el aquí y el antes. Es pues, a nivel de este mensaje denotado, o mensaje sin código, que se puede comprender plenamente la irrealidad real de la fotografía; su irrealidad es la del aquí, pues la fotografía no se vive nunca como ilusión, no es en absoluto una presencia; será entonces necesario hablar con menos entusiasmo del carácter mágico de la imagen fotográfica. Su realidad es la del haber-estado-allí, pues en toda fotografía existe la evidencia siempre sorprendente del: aquello sucedió así:: poseemos pues, milagro precioso, una realidad de la cual estamos a cubierto. Esta suerte de ponderación temporal (haber-estado-allí) disminuye probablemente el poder proyectivo de la imagen (muy pocos tests psicológicos recurren a la fotografía, muchos al dibujo): el aquello fue denota al soy yo. Si estas observaciones poseen algún grado de exactitud, habría que relacionar la fotografía con una pura conciencia espectatorial, y no con la conciencia ficcional, más proyectiva, más , de la cual, en términos generales, dependería el cine. De este modo, sería lícito ver entre el cine y la fotografía, no ya una simple diferencia de grado sino una oposición radical: el cine no sería fotografía animada; en él, el haber-estado-allí desaparecería en favor de un estar-allí de la cosa. Esto explicaría el hecho de que pueda existir una historia del cine, sin verdadera ruptura con las artes anteriores de la ficción, en tanto que, en cierta medida, la fotografía escaparía a la historia (pese a la evolución de las técnicas y a las ambiciones del arte fotográfico) y representaría un hecho antropológico , totalmente nuevo y definitivamente insuperable; por primera vez en su historia la humanidad estaría frente a mensajes sin código; la fotografía no sería pues, el último término (mejorado) de la gran familia de las imágenes, sino que correspondería a una mutación capital de las economías de información.
En la medida en que no implica ningún código (como en el caso de la fotografía publicitaria), la imagen denotada desempeña en la estructura general del mensaje icónico un papel particular que podemos empezar a definir (volveremos sobre este asunto cuando hayamos hablado del tercer mensaje): la imagen denotada naturaliza el mensaje simbólico, vuelve inocente el artificio semántico, muy denso (principalmente en publicidad), de la connotación. Si bien el afiche Panzani está lleno de símbolos, subsiste en la fotografía una suerte de estar-allí natural de los objetos, en la medida en que el mensaje literal es suficiente: la naturaleza parece producir espontáneamente la escena representada; la simple validez de los sistemas abiertamente semánticos es reemplazada subrepticiamente por una seudo verdad: la ausencia de código desintelectualiza el mensaje porque parece proporcionar un fundamento natural a los signos de la cultura. Esta es sin duda una paradoja histórica importante: cuanto más la técnica desarrolla la difusión de las informaciones (y principalmente de las imágenes), tanto mayor es el número de medios que brinda para enmascarar el sentido construido bajo la apariencia del sentido dado.
Retórica de la imagen
Hemos visto que los signos del tercer mensaje (mensaje , cultural o connotado) eran discontinuos; aún cuando el significante parece extenderse a toda la imagen, no deja de ser un signo separado de los otros: la posee un significado estético; se asemeja en esto a la entonación que, aunque suprasegmental, es un significante aislado del lenguaje. Estamos pues, frente a un sistema norma, cuyos signos provienen de un código cultural (aún cuando la relación de los elementos del signo parezca ser más o menos analógica). Lo que constituye la originalidad del sistema, es que el número de lecturas de una misma lexia (de una misma imagen) varía según los individuos: en la publicidad Panzani, anteriormente analizada, hemos señalado cuatro signos de connotación: es probable que existan otros (la red puede significar, por ejemplo, la pesca milagrosa, la abundancia, etc.). Sin embargo, la variación de las lecturas no es anárquica, depende de los diferentes saberes contenidos en la imagen (saber práctico, nacional, cultural, estético), y estos saberes pueden clasificarse, constituir una tipología. Es como si la imagen fuese leída por varios hombres, y esos hombres pueden muy bien coexistir en un solo individuo: una misma lexia moviliza léxicos diferentes. ¿Qué es un léxico? Es una porción del plano simbólico (del lenguaje) que corresponde a un conjunto de prácticas y de técnicas; este es, en efecto, el caso de las diferentes lecturas de la imagen: cada signo corresponde a un conjunto de : turismo, actividades domésticas, conocimiento del arte, algunas de las cuales pueden evidentemente faltar a nivel individual. En un mismo hombre hay una pluralidad y una coexistencia de léxicos: el número y la identidad de estos léxicos forman de algún modo el idiolecto de cada uno. (13) La imagen, en su connotación, estaría entonces constituida por una arquitectura de signos provenientes de léxicos (de idiolectos), ubicados en distintos niveles de profundidad. Si, como se piensa actualmente, la psique misma está articulada como un lenguaje, cada léxico, por que sea, está codificado. O mejor aún, cuanto más se en la profundidad psíquica de un individuo, tanto mayor es la rarificación de los signos y mayor también la posibilidad de clasificarlos: ¿hay acaso algo más sistemático que las lecturas del Rorschach? La variabilidad de las lecturas no puede entonces amenazar la de la imagen, si se admite que esta lengua está compuesta de idiolectos, léxicos o sub-códigos: así como el hombre se articula hasta el fondo de sí mismo en lenguajes distintos, del sentido atraviesa por entero la imagen. La lengua de la imagen no es sólo el conjunto de palabras emitidas (por ejemplo a nivel del que combina los signos o crea el mensaje), sino que es también el conjunto de palabras recibidas: la lengua debe incluir las del sentido.
Otra dificultad relacionada con el análisis de la connotación, consiste en que a la particularidad de sus significados no corresponde un lenguaje analítico particular. ¿Cómo denominar los significados de connotación? Para uno de ellos, hemos adelantado el término de italianidad, pero los otros no pueden ser designados más que por vocablos provenientes del lenguaje corriente (preparación-culinaria, naturaleza-muerta, abundancia): el metalenguaje que debe hacerse cargo de ellos en el momento del análisis no es especial. Esto constituye una dificultad, pues estos significados tienen una naturaleza semántica particular; como sema de connotación, no recubre exactamente en el sentido denotado; el significante de connotación (en este caso la profusión y la condensación de los productos) es algo así como la cifra esencial de todas las abundancias posibles, o mejor dicho, de la idea más pura de la abundancia. Por el contrario, la palabra denotada no remite nunca a una esencia, pues está siempre encerrada en que un habla contingente, un sintagma continuo (el del discurso verbal), orientado hacia una cierta transitividad práctica del lenguaje. El sema , por el contrario, es un concepto en estado puro, separado de todo sintagma, privado de todo contexto; corresponde a una suerte de estado teatral del sentido, o, mejor dicho (puesto que se trata de un signo sin sintagma), a un sentido expuesto. Para expresar estos semas de connotación, sería preciso utilizar un metalenguaje particular. Hemos adelantado italianidad; son precisamente barbarismos de este tipo lo que con mayor exactitud podrían dar cuenta de los significados de connotación, pues el sufijo -tas (indoeuropeo -tà) servía para formar, a partir del adjetivo, un sustantivo abstracto: la italianidad no es Italia, es la esencia condensada de todo lo que puede ser italiano, de los spaghetti a la pintura. Si se aceptase regular artificialmente -y en caso necesario de modo bárbaro- la denominación de los semas de connotación, se facilitaría en análisis de su forma. Estos semas se organizan evidentemente en campos asociativos, en articulaciones paradigmáticas, quizás incluso en oposiciones, según ciertos recorridos, o como dice A. J. Greimas, según ciertos ejes sémicos: italianidad pertenece a un cierto eje de las nacionalidades, junto a la francesidad, la germanidad o la hispanidad. La reconstrucción de esos ejes -que por otra parte pueden más adelante oponerse entre sí- no será sin duda posible antes de haber realizado un inventario masivo de los sistemas de connotación, no sólo del de la imagen sino también de los de otras sustancias, pues si bien es cierto que la connotación posee significantes típicos según las sustancias utilizadas (imagen, palabras, objetos, comportamientos), pone todos sus significados en común: encontraremos siempre los mismos significados en el periodismo, la imagen o el gesto del actor (motivo por el cual la semiología no es concebible más que en un marco por así decirlo total). Este campo común de los significados de connotación, es el de la ideología, que no podría ser sino única para una sociedad y una historia dadas, cualesquiera sean los significantes de connotación a los cuales recurra.
A la ideología general corresponden, en efecto, significantes de connotación que se especifican según la sustancia elegida. Llamaremos connotadores a estos significantes, y retórica al conjunto de connotadores: la retórica aparece así como la parte significante de la ideología. Las retóricas varían fatalmente por su sustancia (en un caso el sonido articulado, en otro la imagen, el gesto, etc.), pero no necesariamente por su forma. Es incluso probable que exista una sola forma retórica, común por ejemplo al sueño, a la literatura y a la imagen. De este modo la retórica de la imagen (es decir la clasificación de sus connotadores) es específica en la medida en que está sometida a las exigencias físicas de la visión (diferentes de las exigencias fonatorias, por ejemplo), pero general en la medida en que las no son más que relaciones formales de elementos. Si bien esta retórica no puede constituirse más que a partir de un inventario bastante vasto, puede, sin embargo, preverse desde ahora que encontraremos en ella algunas de las figuras ya señaladas por los antiguos y los clásicos. De este modo el tomate significa la italianidad por metonimia; por otra parte, de la secuencia de tres escenas (café en grano, café en polvo, café saboreado) se desprende por simple yuxtaposición una cierta relación lógica comparable al asíndeton. En efecto, es probable que entre la metábolas (o figuras de sustitución de un significante por otro, la que proporcione a la imagen el mayor número de sus connotadores sea la metonimia; y entre las parataxis (o figuras del sintagma), la que domine sea el asíndeton.
Sin embargo, lo más importante -al menos por ahora- no es hacer el inventario de los connotadores, sino comprender que en la imagen total ellos constituyen rasgos discontinuos, o mejor dicho, erráticos. Los connotadores no llenan toda la lexia, su lectura no la agota. En otras palabras (y esto sería una proposición válida para la semiología en general), todos los elementos de la lexia no pueden ser transformados en connotadores, subsiste siempre en el discurso una cierta denotación, sin la cual el discurso no sería posible. Esto nos lleva nuevamente al mensaje 2, o imagen denotada. En la propaganda Panzani, las legumbres mediterráneas, el color, la composición, y hasta la profusión, surgen como bloques erráticos, al mismo tiempo aislados e insertados en una escena general que tiene su espacio propio y, como lo hemos visto, su : están en un sintagma que no es el suyo y que es el de la denotación. Es esta una proposición importante, pues nos permite fundamentar (retroactivamente) la distinción estructural entre el mensaje 2 o del mensaje 3 o simbólico, y precisar la función naturalizante de la denotación respecto de la connotación; sabemos ahora que lo que el sistema del mensaje connotado es el sintagma del mensaje denotado. En otros términos: la connotación no es más que sistema, no puede definirse más que en términos de paradigma; la denotación icónica no es más que sintagma, asocia elementos sin sistema; los connotadores discontinuos están relacionados, actualizados, a través del sintagma de la denotación.

Barthes, El mensaje fotográfico

Roland Barthes, El mensaje fotográfico

La fotografía periodística es un mensaje. El conjunto de ese mensaje está constituido por una fuente emisora, un canal de transmisión y un medio receptor. La fuente emisora es la redacción del diario, el grupo de técnicos, algunos de los cuales sacan la fotografía, otros la seleccionan, la componen, la tratan y otros, por fin, le ponen un título, le agregan una leyenda y la comentan. El medio receptor es el público que lee el diario. Y el canal de transmisión, el diario mismo, o más precisamente, un complejo de mensajes concurrentes, cuyo centro es la fotografía y cuyos contornos están representados por el título, la leyenda, la compaginación, y de manera más abstracta, pero no menos , el nombre mismo del diario (pues ese nombre constituye un saber que puede desviar notablemente la lectura del mensaje propiamente dicho: Una foto puede cambiar de sentido al pasar de L'Aurore a L'Humanité). Estas constataciones no son indiferentes, pues vemos claramente que las tres partes tradicionales del mensaje no exigen el mismo método de exploración. Tanto la emisión como la recepción del mensaje dependen de una sociología: se trata de estudiar grupos humanos, de definir móviles, actitudes y de intentar relacionar el comportamiento de esos grupos con la sociedad total de la que forman parte. Pero para el mensaje en sí, el método debe ser diferente: cualquiera sea el origen y el destino del mensaje, la fotografía no es tan sólo un producto o una vía, sino también un objeto dotado de una autonomía estructural. Sin pretender en lo más mínimo separar este objeto de su uso, es necesario prever en este caso un método particular, anterior al análisis sociológico mismo, y que no puede ser sino el análisis inmanente de esa estructura original que es una fotografía.
Es evidente que incluso desde el punto de vista de un análisis puramente inmanente, la estructura de la fotografía no es una estructura aislada; se comunica por lo menos con otra estructura, que es el texto (título, leyenda o artículo) que acompaña toda fotografía periodística. Por consiguiente, la totalidad de la información está sostenida por dos estructuras diferentes (una de las cuales es lingüística); estas dos estructuras son concurrentes, pero como sus unidades son heterogéneas, no pueden mezclarse; en un caso (el texto) la sustancia del mensaje está constituida por palabras; en el otro (la fotografía), por líneas, planos, tintes. Además, las dos estructuras del mensaje ocupan espacios reservados, contiguos, pero no , como por ejemplo en un jeroglífico que funde en una sola línea la lectura de las palabras y las imágenes. De este modo, y aunque no haya nunca fotografías periodísticas sin comentario escrito, el análisis debe apuntar en primer término a cada estructura por separado; y sólo cuando se haya agotado el estudio de cada estructura podrá entenderse la forma en que se complementan. De estas dos estructuras, una, la de la lengua, ya es conocida (lo que no se conoce es la de la que constituye el habla del diario; en este sentido queda aún un enorme trabajo por realizar); la otra, la de la fotografía propiamente dicha, es prácticamente desconocida. Nos limitaremos aquí a definir las primeras dificultades de un análisis estructural propiamente dicho.
La paradoja fotográfica
¿Cuál es el contenido del mensaje fotográfico? ¿Qué transmite la fotografía? Por definición, la esencia en sí, lo real literal. Del objeto a su imagen hay por cierto una reducción: de proporción, de perspectiva y de color. Pero esta reducción no es en ningún momento una transformación (en el sentido matemático del término). Para pasar de lo real a su fotografía, no es necesario segmentar esa realidad en unidades y erigir esas unidades en signos sustancialmente diferentes del objeto cuya lectura proponen. Entre ese objeto y su imagen, no es necesario disponer de un relevo (relais), es decir de un código. Si bien es cierto que la imagen no es lo real, es por lo menos su analogon perfecto, y es precisamente esa perfección analógica lo que, para el sentido común, define la fotografía. Aparece así la característica particular de la imagen fotográfica: es un mensaje sin código, proposición de la cual es preciso deducir de inmediato un corolario importante: el mensaje fotográfico es un mensaje continuo.
¿Existen otros mensajes sin código? A primera vista sí: precisamente todas las reproducciones analógicas de la realidad: dibujos, pinturas, cine, teatro. Pero en realidad, cada uno de estos mensajes desarrolla de manera inmediata y evidente, además del contenido analógico en sí (escena, objeto, paisaje), un mensaje suplementario, que es lo que llamaremos corrientemente estilo de la reproducción. Se trata en este caso de un sentido secundario, cuyo significante es un cierto de la imagen por parte del creador, y cuyo significado, ya sea estético o ideológico, remite a una cierta de la sociedad que recibe el mensaje. En suma, todas las estas imitativas contienen dos mensajes: un mensaje denotado que es el analogon en sí, y el mensaje connotado, que es la manera como la sociedad hace leer, en cierta medida, lo que piensa. Esta dualidad de los mensajes es evidente en todas las reproducciones no fotográficas: no hay dibujo, por que sea, cuya exactitud misma no se convierta en estilo; no hay escena filmada cuya objetividad no sea finalmente leída como el signo mismo de la objetividad. Tampoco en este caso se llevó a cabo el estudio de estos mensajes connotados (en primer lugar habría que decidir si lo que se llama obra de arte puede reducirse a un sistema de significaciones). Sólo puede preverse que en el caso de que todas estas artes imitativas sean comunes, es verosímil que el código del sistema connotado esté constituido ya sea por una simbólica universal, ya sea por una retórica de época, en una palabra, por una reserva de estereotipos (esquemas, colores, grafismos, gestos, expresiones, agrupaciones de elementos). Ahora bien, en principio nada de todo esto se da en la fotografía, en todo caso en la fotografía periodística que no es nunca fotografía . Al hacerse pasar por una analogía mecánica de lo real, en cierta medida, su mensaje primario llena por completo su sustancia y no deja lugar para el desarrollo de un mensaje secundario. En suma, de todas las estructuras de información , la fotografía sería la única que está exclusivamente constituida y ocupada por un mensaje , que agotaría por completo su ser. Ante una fotografía, el sentimiento de , o si se prefiere, de plenitud analógica, es tan fuerte, que su descripción es literalmente imposible, puesto que describir es precisamente adjuntar al mensaje denotado, un relevo o un mensaje secundario, tomado de un código que es la lengua, y que constituye fatalmente, por más cuidados que se tomen para ser exactos, una connotación respecto de lo análogo fotográfico: por consiguiente, describir no es tan sólo ser inexacto o incompleto, sino cambiar de estructura, significar algo distinto de lo que se muestra .
Ahora bien, este carácter puramente de la fotografía, la perfección y la plenitud de su analogía, en una palabra su (es decir las características que el sentido común asigna a la fotografía) corren el riesgo de ser míticos, pues de hecho, hay una gran probabilidad (y esto será una hipótesis de trabajo) de que el mensaje fotográfico (al menos el mensaje periodístico) sea connotado. La connotación no se deja necesariamente captar de inmediato a nivel de mensaje en sí (es, sise quiere, a la vez invisible y activa, clara e implícita), pero se la puede inducir de ciertos fenómenos que tienen lugar a nivel de la producción y de la recepción del mensaje: por una parte, una fotografía periodística es un objeto de trabajo, seleccionado, compuesto, construido, tratado según normas profesionales, estéticas o ideológicas, que son otros tantos factores de connotación; y por otra, esta misma fotografía no es solamente percibida, recibida, sino también leída, relacionada más o menos conscientemente por el público que la consume, con una reserva tradicional de signos. Ahora bien, todo signo supone un código, y es precisamente este código (de connotación) lo que habría que tratar de establecer. La paradoja fotográfica sería entonces la coexistencia de dos mensajes, uno sin código (lo análogo fotográfico) y el otro con código (el , o el tratamiento, o la o la retórica fotográfica). Estructuralmente, la paradoja no es la colusión de un mensaje denotado y de mensaje connotado: esa es la característica probablemente fatal de todas las comunicaciones de masa. Lo que sucede es que el mensaje connotado (o codificado) se desarrolla en este caso a partir de un mensaje sin código. Esta paradoja estructural coincide con una paradoja ética cuando queremos ser , nos esforzamos por copiar minuciosamente lo real como si lo analógico fuera un factor que se resiste a la incorporación de valores (esta es, al menos, la definición del estético). ¿Cómo la fotografía puede ser al mismo tiempo y contener valores, natural y cultural? Esta pregunta podrá tal vez ser contestada sólo cuando haya sido posible captar el modo de imbricación del mensaje denotado y del mensaje connotado. Pero para emprender este trabajo hay que recordar que, en la fotografía, el mensaje denotado es absolutamente analógico, es decir, que no recurre a código alguno, es continuo; por consiguiente, no hay motivos para buscar las unidades significantes del primer mensaje. Por el contrario, el mensaje connotado contiene un plano de expresión y un plano de contenido, significantes y significados: obliga pues a un verdadero desciframiento. Este desciframiento sería actualmente prematuro, pues para aislar las unidades significantes y los temas (o valores) significados, habría que realizar lecturas dirigidas (quizás por medio de tests), haciendo variar artificialmente ciertos elementos de la fotografía para observar si esas variaciones de forma provocan variaciones de sentido. Al menos prever desde ahora los principales planos de análisis de la connotación fotográfica.
Los procedimientos de connotación
La connotación, es decir la imposición de un sentido secundario al mensaje fotográfico propiamente dicho, se elabora en los diferentes niveles de producción de la fotografía (selección, tratamiento técnico, encuadre, compaginación): es, en suma, una codificación de lo analógico fotográfico. Es posible, por consiguiente, ir desentrañando procedimientos de connotación; pero no hay que olvidar que estos procedimientos no tienen nada que ver con unidades de significación, tales como un ulterior análisis semántico permitirá quizás definirlas: estrictamente hablando, no forman parte de la estructura fotográfica. Estos procedimientos son conocidos; nos limitaremos a traducirlos en términos estructurales. En rigor, habría que separar los tres primeros (trucaje, pose, objetos) de los tres últimos (fotogenia, asteticismo, sintaxis), puesto que en esos tres primeros procedimientos, lo que produce la connotaciones una modificación de lo real, es decir, del mensaje denotado (es evidente que este preparativo no es propio de la fotografía). Sin embargo, si se los incluye en los procedimientos de connotación fotográfica, es porque ellos también se benefician con el prestigio de la denotación: La fotografía permite que el fotógrafo esquive la preparación que impone a la escena que va a captar. Pero no por eso, desde el punto de vista de un ulterior análisis estructural, puede asegurarse que sea posible tener en cuenta el material que entregan.
1. Trucaje. En 1951, una fotografía ampliamente difundida en los periódicos norteamericanos, costaba su banca, según parece, al senador Millard Tydings; esta fotografía representaba al senador conversando con el líder comunista Earl Browder. Se trataba, en realidad, de una foto trucada, constituida por el acercamiento artificial de los dos rostros. El interés metódico del trucaje consiste en que interviene, sin dar aviso, dentro del mismo plano de denotación; utiliza la credibilidad particular de la fotografía, que no es, como vimos, más que su excepcional poder de denotación, para hacer pasar por simplemente denotado un mensaje que no es, en realidad, fuertemente connotado; no hay ningún otro tratamiento en el que la connotación adopte en forma tan completa la máscara de la denotación. Es evidente que la significación sólo es posible en la medida que existe una reserva de signos, un esbozo de código; en este caso, el significante es la actitud (la conversación) de los dos personajes; señalaremos que esta actitud no se convierte en signo más que para una cierta sociedad, es decir sólo frente a determinados valores: lo que transforma el gesto de los interlocutores en signo de una familiaridad condenable es el anticomunismo puntilloso del electorado americano; en otras palabras, el código de connotación no es ni artificial (como una lengua verdadera), ni natural: es histórico.
2. Pose. Veamos una fotografía periodística ampliamente difundida en el momento de las últimas elecciones norteamericanas: es el busto del presidente Kennedy visto de perfil, los ojos hacia lo alto, las manos juntas. En este caso, lo que prepara la lectura de los significados de connotación es la pose misma del sujeto: juventud, espiritualidad, pureza. La fotografía no es por cierto significante más que porque existe una reserva de actitudes estereotipadas que constituyen elementos de significación ya preparados (mirada hacia lo alto, manos juntas); una de la connotación iconográfica debería pues buscar sus materiales en la pintura, el teatro, las asociaciones de ideas, las metáforas corrientes, etc., es decir, precisamente, en la . Como se dijo, la pose no es un procedimiento específicamente fotográfico, pero es difícil deja de nombrarlo, en la medida en que su efecto proviene del principio analógico que fundamentará la fotografía: el mensaje no es aquí sino : el lector recibe como simple denotación lo que de hecho es una estructura doble, denotada-connotada.
3. Objetos. Tenemos que reconocer aquí una importancia particular a lo que podría llamarse la pose de los objetos, puesto que el sentido connotado surge entonces de los objetos fotografiados (ya sea que el fotógrafo haya tenido la oportunidad de disponer artificialmente esos objetos frente al objetivo, ya sea que entre varias fotografías el compaginador elija la de tal o cual objeto). Lo interesante es que esos objetos son inductores corrientes de asociaciones de ideas (biblioteca = intelectual), o, de manera más oscura, verdaderos símbolos (la puerta de la cámara de gas de Chessmann remite a la puerta fúnebre de las antiguas mitologías). Estos objetos constituyen excelentes elementos de significación: por una parte, son discontinuos y complejos en sí mismos, lo cual para un signo es una cualidad física; y por otra, remites a significados claros, conocidos. Por consiguiente, son los elementos de un verdadero léxico, estables al punto de poder constituirse fácilmente en sintaxis. Veamos por ejemplo una de objetos: una ventana abierta sobre techos de tejas, un paisaje de viñedos; ante la ventana, un álbum de fotografías, una lupa, un jarro con flores; estamos pues en el campo, al sud de la Loire (viñedos y tejas), en una casa burguesa (flores sobre la mesa), cuyo anciano morador (lupa) revive sus recuerdos (álbum de fotografías): se trata de Franáois Mauriac en Malagar (foto aparecida en Paris-Match).
En alguna medida, la connotación de todas esas unidades significantes sin embargo como si se tratase de una escena inmediata y espontánea, es decir insignificante; se encuentra explicitada en el texto, que desarrolla el tema de los vínculos que unen a Mauriac con la tierra. Es posible que el objeto ya no pose una fuerza, pero posee con toda seguridad un sentido.
4. Fotogenia. Ya se hizo la teoría de la fotogenia (Edgar Morin en Le Cinéma ou l'Homme imaginaire) y no es este el lugar para insistir acerca de la significación general de este procedimiento. Bastará definir la fotografía en términos de estructura informativa: en la fotogenia, el mensaje connotado está en la imagen misma, (es decir en general sublimada), por técnicas de iluminación, de impresión y de revelado. Sería necesario hacer un recuento de estas técnicas, sólo en la medida en que a cada una de ellas corresponde un significado de connotación suficientemente constante como para poder ser incorporado a un léxico cultural de los técnicos (por ejemplo el , o lanzado por los equipos del doctor Steinert para significar el espacio-tiempo). Este recuento sería además una excelente ocasión para distinguir los efectos estéticos de los efectos significantes -salvo que se llegue a la conclusión de que en fotografía, contrariamente a las intenciones de los fotógrafos de exposición, no hay nunca arte sino siempre sentido- lo que opondría precisamente, según un criterio preciso, la buena pintura, así fuese marcadamente figurativa, a la fotografía.
5. Esteticismo. Aparentemente, sólo puede hablarse de esteticismo en fotografía de manera ambigua: cuando la fotografía se hace pintura, es decir composición o sustancia visual deliberadamente tratada como , ya sea para significarse a sí misma como (es el caso del de comienzos de siglo), ya sea para imponer un significado por lo general más sutil y más complejo de lo que lo permiten otros procedimientos de connotación. Así por ejemplo, Cartier-Bresson representó el recibimiento que los fieles de Lisieux tributaron al Cardenal Pacelli como un cuadro antiguo; pero esta fotografía no es en absoluto un cuadro. Por una parte, su esteticismo manifiesto remite (maliciosamente) a la idea misma de cuadro (lo cual es contrario a toda pintura verdadera), y por otra, la composición significa aquí, abiertamente, una cierta espiritualidad estática, traducida en términos de espectáculo objetivo. En este caso vemos además la diferencia entre la fotografía y la pintura: en el cuadro de un Primitivo, la no es nunca un significado, sino, por así decirlo, el ser mismo de la imagen; es cierto que en algunas pinturas puede haber elementos de código, figuras de retórica, símbolos de época; pero no unidades significantes que remitan a la espiritualidad, que es una manera de ser, no el objeto de un mensaje estructurado.
6. Sintaxis. Ya hablamos de una lectura discursiva de objetos-signos dentro una misma fotografía; es natural que varias fotografías puedan transformarse en secuencia (es el caso corriente de las revistas ilustradas); el significante de connotación ya no se encuentra entonces a nivel de ninguno de los fragmentos de la secuencia, sino a nivel (suprasegmental como dirían los lingüistas) del encadenamiento. Veamos cuatro instantáneas de una cacería presidencial en Rambouillet; en cada una de ellas el ilustre cazador (Vincent Auriol) apunta su fusil en una dirección imprevista, con gran peligro para los guardias que huyen o se tiran al suelo: la secuencia (y sólo ella) ofrece como lectura una situación cómica, que surge, según un procedimiento bien conocido, de la repetición y de la variación de las actitudes. En este sentido señalaremos que la fotografía solitaria es rara vez (es decir difícilmente) cómica, al contrario del dibujo; lo cómico necesita movimiento, es decir repetición (lo que es fácil en el cine), o tipificación (lo que es posible en el dibujo), y estas dos le están vedadas a la fotografía.
El texto y la imagen
Tales son los principales procedimientos de connotación de la imagen fotográfica (repitamos una vez más que se trata de técnicas, no de unidades). Podemos agregar de modo constante el texto mismo que acompaña la fotografía periodística. Se imponen aquí tres observaciones.
En primer lugar la siguiente: el texto constituye un mensaje parásito, destinado a connotar la imagen, es decir, a uno o varios significados secundarios. En otras palabras, y eso representa un vuelco histórico importante, la imagen ya no ilustra la palabra; es la palabra que, estructuralmente, es parásita de la imagen. Este vuelco tiene su precio: en las formas tradicionales de , la imagen funcionaba como una vuelta episódica a la denotación, a partir de un mensaje principal (el texto) sentido como connotado, puesto que necesitaba, precisamente, una ilustración; en la relación actual, la imagen no viene a aclarar o a la palabra; es la palabra que viene a sublimar, patetizar o racionalizar la imagen; pero como esta operación se hace a título accesorio, el nuevo conjunto informativo parece fundarse principalmente en un mensaje objetivo (denotado), del cual la palabra no es más que una suerte de vibración secundaria, casi inconsecuente. Antes, la imagen ilustraba el texto (lo hacía más claro); hoy en día el texto hace más pesada la imagen, le impone una cultura, una moral, una imaginación; antes había una reducción del texto a la imagen, hoy, una amplificación de una a otra: la connotación ya no se vive más que como la resonancia natural de la denotación fundamental constituida por la analogía fotográfica. Nos encontramos pues frente a un proceso caracterizado de naturalización de lo cultural.
Otra observación: el efecto de connotación es probablemente diferente según el modo de presentación de la palabra; cuanto, más cerca se encuentra de la imagen, menos parece connotarla; atrapado en alguna medida por el mensaje iconográfico, el mensaje verbal parece participar de su objetividad, la connotación del lenguaje se vuelve a través de la denotación de la fotografía. Es cierto que no hay nunca una verdadera incorporación, puesto que las sustancias de ambas estructuras (en un caso gráfica, en el otro icónica) son irreductibles; pero es probable que en esa amalgama existan grados, es posible que la leyenda tenga un efecto de connotación menos evidente que la de los títulos o los artículos; título y artículo se separan sensiblemente de la imagen, el título y artículo se separan sensiblemente de la imagen, el título por su impresión, el artículo por su distancia, uno porque rompe, el otro porque aleja el contenido de la imagen; la leyenda, por el contrario, por su misma disposición, por su medida promedio de lectura, parece reforzar la imagen, es decir, participar en su denotación.
Sin embargo es imposible (y esta será la última observación respecto del texto) que la palabra la imagen, pues en el pasaje de una estructura a otra, se elaboran fatalmente significados secundarios. ¿Cuál es la relación que estos significados de connotación mantienen con la imagen? Aparentemente se trata de una explicación, es decir, en cierta medida, de un énfasis; en efecto, la mayoría de las veces el texto no hace más que amplificar un conjunto de connotaciones que ya están incluidas en la fotografía; pero también a veces el texto produce (inventa) un significado enteramente nuevo y que de alguna manera se proyecta retroactivamente en la imagen, hasta el punto de parecer denotado: , dice el título de una fotografía en la que se ve a la reina Isabel y a Felipe de Edimburgo bajando de un avión; sin embargo, en el momento de la fotografía, estos dos personajes ignoraban por completo el accidente aéreo del que acaban de escapar. A veces, la palabra puede también llegar a contradecir la imagen de modo de producir una connotación compensatoria. Una análisis de Gerbner (The social anatomy of the romance confession cover-girl) mostró que en ciertas revistas sentimentales, el mensaje verbal de los títulos de la tapa (de contenido sombrío y angustioso) acompañaba siempre la imagen de una cover-girl radiante; los dos mensajes entran aquí en un compromiso; la connotación tiene una función reguladora, preserva el juego irracional de la proyección-identificación.
La insignificancia fotográfica
Hemos visto que, verosímilmente, el código de connotación no es mi ni , sino histórico, o si se prefiere . En él los signos son gestos, actitudes, expresiones, colores o efectos, provistos de ciertos sentidos en virtud del uso de una cierta sociedad: la relación entre el significante y el significado, es decir la significación, es, si no inmotivada, al menos enteramente histórica. Por consiguiente, no puede decirse que el hombre moderno proyecte en la lectura de la fotografía sentimientos y valores caracterológicos o , es decir infra o trans-históricos, más que si se precisa con toda claridad que la significación es siempre elaborada por una sociedad y una historia definidas; la significación es, en suma, el movimiento dialéctico que resuelve la contradicción entre el hombre cultural y el hombre natural.
Por consiguiente, gracias a su código de connotación, la lectura de la fotografía es siempre histórica; depende del del lector, como si se tratara de una lengua verdadera, inteligible sólo si se conocen sus signos. En resumidas cuentas, el fotográfico no dejaría de recordar ciertas lenguas ideográficas, en las cuales unidades analógicas y unidades descriptivas están mezcladas, con la diferencia de que el ideograma es vivido como un signo, en tanto que la fotográfica pasa por ser denotación pura y simple de la realidad. Encontrar este código de connotación sería, entonces, aislar, enumerar y estructurar todas las partes de la superficie fotográfica cuya discontinuidad misma depende de un cierto saber del lector, o , si se prefiere, de su situación cultural.
Ahora bien, en esta tarea quizá sea necesario llegar bastante lejos. Nada indica que en la fotografía haya partes o que la insignificancia completa de la fotografía sea quizá totalmente excepcional. Para resolver este primer problema, habría que dilucidar en primer término los mecanismos de lectura (en el sentido físico y semántico de término), o, si se prefiere, de percepción de la fotografía. Ahora bien, en este sentido no sabemos gran cosa: ¿cómo leemos una fotografía? ¿Qué percibimos? ¿En qué orden, según qué itinerario? ¿Qué es incluso percibir? Sí, según ciertas hipótesis de Bruner y Piaget, no hay percepción sin categorización inmediata, la fotografía se verbaliza en el momento mismo en que se percibe; o, mejor dicho, no se percibe más que verbalizada (si la verbalización tarda, se produce un desorden de la percepción, interrogación, angustia del sujeto, traumatismo, según la hipótesis de G. Cohen-Séat a propósito de la percepción fílmica). Desde este punto de vista, la imagen captada de inmediato por un metalenguaje interior -la lengua-, no conocería en suma ningún estado denotado. Socialmente, sólo existiría sumergida por lo menos en una primera connotación, precisamente la de las categorías de la lengua; y se sabe que toda lengua toma partido a favor de las cosas, que connota lo real, aunque más no fuera segmentándolo; por consiguiente, las connotaciones de la fotografías coincidirían, en términos generales, con los grandes planos de connotación del lenguaje.
De esta suerte, además de la connotación , hipotética pero posible, se encontrarían modos de connotación más particulares. En primer término, una connotación , cuyos significantes estarían seleccionados, localizados, en ciertas partes del analogon: ante tal vista de ciudad, sé que estoy en un país del norte de África, porque veo a la izquierda un cartel escrito en caracteres arábigos, en el centro un hombre vestido con una gandurah, etc.; en este caso la lectura depende estrechamente de mi cultura, de mi conocimiento del mundo; y es probable que una buena foto periodística (y todas lo son, puesto que están seleccionadas) juegue con el saber supuesto de sus lectores, eligiendo los clichés que contienen la mayor cantidad posible de informaciones de este tipo, de manera de euforizar la lectura. Si se fotografía Agadir destruida, más vale disponer de algunos signos de , aunque la no tenga nada que ver con el desastre en sí, pues la connotación proveniente del saber es siempre una fuerza tranquilizadora: al hombre le gustan los signos, y le gustan claros.
Connotación perceptiva, connotación cognitiva: queda aún el problema de la connotación ideológica (en el sentido amplio del término) o ética, que introduce en la lectura de la imagen razones o valores. Se trata de una connotación fuerte, exige un significante muy elaborado, casi diríamos sintáctico: encuentro de personajes (lo vimos a propósito del trucaje), desarrollo de actitudes, constelación de objetos. El hijo del Shah de Persia acaba de nacer: en la fotografía vemos: la realeza (cuna dorada por una multitud de servidores que la rodean), la riqueza (varias nurses), la higiene (guardapolvos blancos, techo de la cuna de plexi-glass), la condición, pese a todo humana, de los reyes (el bebé llora), es decir todos los elementos contradictorios del mito principesco, tal como lo consumimos en la actualidad. En este caso se trata de valores apolíticos, y el léxico es rico y claro. Es posible (pero esto no es más que una hipótesis) que por el contrario, la connotación política esté la mayoría de las veces confiada al texto, en la medida en que las selecciones políticas son siempre, por así decirlo, de mala fe: de determinada fotografía puedo dar una lectura de derecha o una lectura de izquierda (ver en este sentido una encuesta del I.F.O.P. publicada por Les Temps modernes, 1955). La denotación, o su apariencia, es una fuerza que no logra modificar las opciones políticas: nunca ninguna fotografía convenció o desmintió a nadie (pero puede ), en la medida en que la conciencia política es tal vez inexistente fuera los logos: la política es lo que permite todos los lenguajes.
Estas observaciones bosquejan una suerte de cuadro diferencial de las connotaciones fotográficas; en todo caso, puede verse que la connotación llega muy lejos. ¿Significa esto que sea imposible una pura denotación, un más acá del lenguaje? Si existe, no es tal vez a nivel de lo que el lenguaje corriente llama lo insignificante, lo neutro, lo objetivo, sino más bien a nivel de las imágenes propiamente traumáticas: el trauma es precisamente lo que suspende el lenguaje y bloquea la significación. Es cierto que en un proceso de significación fotográfica pueden captarse situaciones normalmente traumáticas; lo que sucede es que precisamente ene se momento son señaladas a través de un código retórico que las distancia, las sublima, las aplaca. Son raras las fotografía propiamente traumáticas, pues en fotografía el trauma es enteramente tributario de la certeza de que la escena tuvo realmente lugar: era necesario que el fotógrafo estuviese allí (definición mítica de la denotación); pero una vez sentado esto (que a decir verdad ya es una connotación), la fotografía traumática (incendios, naufragios, catástrofes, muertes violentas captadas es aquella de la cual no hay nada que decir: la foto-choque es por estructura insignificante: ningún valor, ningún saber, en última instancia ninguna categorización verbal pueden influir en el proceso institucional de la significación. Podría entonces imaginarse una suerte de ley: cuanto más directo es el trauma, tanto más difícil la connotación; o bien, el efecto de una fotografía es inversamente proporcional a su efecto traumático.
¿Por qué? lo que sin duda sucede es que, como toda significación bien estructurada, la connotación fotográfica es una actividad institucional. A nivel de la sociedad total, su función es integrar al hombre, es decir, tranquilizarlo. todo código es a la vez arbitrario y racional y recurrir a un código es para el hombre un modo de comprobarse, de probarse a través de una razón y una libertad. En este sentido, es posible que el análisis de los códigos permita definir históricamente una sociedad con mayor seguridad y facilidad que el análisis de sus significados, pues éstos pueden aparecer a menudo como trans-históricos, pertenecientes a un fondo antropológico más que a una historia verdadera: Hegel definió mejor a los antiguos griegos cuando esbozó la manera como significaban la naturaleza, que cuando describió el conjunto de sus referidas a este tema. Del mismo modo quizás haya algo más útil que hacer directamente el recuento de los contenidos ideológicos de nuestro tiempo, pues al tratar de reconstituir en su estructura específica de connotación de una comunicación tan amplia como lo es la fotografía periodística, podemos esperar encontrar, en su fineza misma, las formas que nuestra sociedad utiliza para tranquilizarse, y captar así la medida, los rodeos y la función profunda de este esfuerzo. La perspectiva es tanto más atractiva, como dijimos al comienzo, cuanto que en lo relativo a la fotografía, se desarrolla bajo la forma de una paradoja: la que hace de un objeto inerte un lenguaje y transforma la incultura de una arte , en la más social de las instituciones.

sábado, 23 de agosto de 2008

Adrián Cangi, Políticas del cine: Profecía, reconstrucción, resistencia

Políticas del cine: Profecía, reconstrucción, resistencia[*]
Adrián Cangi.
La relación entre filosofía y cine encuentra su proximidad en el gesto. Con esta afirmación, el filósofo italiano Giorgio Agamben dispone al gesto como centro del cine. El cine no sería simplemente el dominio de la imagen estética sino la esfera ética y política por excelencia de lo humano. El gesto como memoria histórica se convierte en destino del cine porque es aquello que se asume y soporta. Cabe preguntarse, entonces, ¿qué es aquello que el cine asume y soporta?
No resulta posible pensar una lógica de lo político si no lo hacemos en torno a la promesa de dos máquinas de sueños: la americana y la soviética. Sueños de libertad y sueños de revolución bajo el nombre de ciudades: Hollywood y Moscú. Pero donde hay promesa también hay reverso de ésta. Y la promesa de los sueños del cine nos revela como reverso el brutal traumatismo de las máquinas de la muerte y de los campos de exterminio. Una cara del sueño se corresponde con la construcción monumental de la ciudad del espectáculo cuyo nombre es Babilionia, donde Griffith mide y provoca la intolerancia de los hombres que encuentran como placer quemar sus ojos en llamaradas de luz. La otra cara del sueño es traumática y se alcanza en el niño de la derrota de Rossellini en Alemania, año cero, donde los hombres yacen cegados en la vergüenza de ser hombres. Entre el sueño monumental de Babilonia y el año cero de Berlín en ruinas es posible trazar el arco de unas pocas proposiciones políticas que dicen aquello que el cine asume y soporta. El filósofo francés Jacques Ranciére en una lúcida lectura de las Histoire(s) du Cinéma de Godard dice que para el cineasta: "el cine es culpable de no haber filmado los campos en su tiempo; es grande por haberlos filmado antes de su tiempo; es culpable de no haber sabido reconocerlos." Parto de estas claras proposiciones políticas y me permito algunas variaciones.
1. El cine como política premonitoria
El cine es grande porque supo prever. Pudo constituirse en un acto de creación que anticipaba el porvenir. Este acto profético comparable con el de los santos idiotas es opaco a su tiempo, es desoído en su tiempo. Toda la potencia profética del cine no permitió conjurar la violencia devastadora que golpearía a las puertas del porvenir. Si el cine fue grande por su poder profético creador de mundos posibles por venir, también es cierto, que ese porvenir se revelaba como una imagen cifrada, es decir, una potencia que se conservaba en su fase oscura, opaca. Tomemos como ejemplo El testamento del Dr. Mabuse de Fritz Lang. Ficción premonitoria que revela el poder del testamento del líder enloquecido que promete la purificación por el fuego. El testamento es el alma en la que vive, mas allá de la muerte del propio Mabuse, la fuerza diabólica que produce la continuidad de los purificadores. La famosa escena en la que el médico del hospicio lee el testamento y el espíritu de Mabuse encarna en él, no es solo un retrato de los desdoblamientos a los que nos acostumbró el expresionismo alemán sino la forma de una ficción premonitoria de aquello que la movilización total planetaria del exterminio desencadenaría en la materia. Siegfried Kracauer supo ver esta premonición en De Calegari a Hitler. La purificación por el fuego del Dr. Mabuse es comparable con la danza de la muerte y la cacería de conejos en La regla del juego de Renoir. Sin embargo, que el cine pudiera anticipar en las ficciones el porvenir no significó que lograra el shock perceptivo que alcanzaría las visiones medias del espectáculo para crear una conciencia de lo real. El cine se alzaba con la promesa de una previsión pero no alcanzaba a afectar las intenciones de modificación de lo real. Su grandeza radica en haber filmado el porvenir anticipándolo y ésta es su afirmación como política premonitoria.
2. El cine como política entre la ausencia y la reconstrucción.
El cine es culpable de no haber registrado la grieta que los campos de exterminio abrieron en lo real. Esta grieta no es del orden de las repeticiones históricas sino una diferencia incalculable en los proyectos de la razón occidental y en los encadenamientos que esta razón supone tanto lógica como ontológicamente. El cine es culpable por su incapacidad de responder a su esencia ontológica: la de registrar, por un lado, la imagen de los hechos y, por otro, el acontecimiento irrumpiendo en la historia como escena. El filósofo francés Alain Badiou ha afirmado que "el ‘hay’ del acontecimiento, tomado en su azar, es justamente el sitio donde corresponde circunscribir la esencia de la política." El cine alcanza lo real, como quería Malraux y Bazin, cuando registra la precariedad de lo que adviene irrumpiendo en el orden de los hechos históricos. Cuando lo que irrumpe engendra espanto, la premonición del acontecimiento se interrumpe, dando paso al sentimiento de horror como escena política. Dice Godard en las Histoire(s) du Cinéma que "es el pobre cine/ de los noticiarios/ el que debe lavar/ de toda sospecha/ la sangre y las lágrimas/ (...)/ y si George Stevens/ no hubiera sido el primero en usar/ la primera película/ dieciséis color/ en Auschwitz y Ravensbruck/ quizás jamás/ la felicidad/ de Elizabeth Taylor/ hubiera encontrado/ un lugar al sol/ treinta y nueve/ cuarenta y cuatro/ martirio y resurrección/ del documental/ oh que maravilla/ poder mirar/ lo que no se ve/ oh dulce milagro/ de nuestros ojos ciegos/"
Antes de La sangre de las bestias de Franju y sobre todo de Noche y niebla de Resnais la condición humana se confundía con la carnicería industrial. Cabe preguntarse ¿qué quedó del documental de George Stevens realizado al final de la guerra? Como supo verlo Serge Daney, se trató de la primera película que registró la apertura de los campos de concentración en colores y a la que esos mismos colores llevan –sin ninguna abyección– al arte. La película de Stevens es un relato de viaje de soldados y cineastas que vagabundean a través de una Europa arrasada, desde Saint-Lô en ruinas hasta Auschwitz. Las pilas de cadáveres están filmadas con la inocencia del primero que ve. Inocencia que no podrán tener ni Hitler, un filme de Alemania de Syberberg ni Saló de Pasolini. Inocencia del descubrimiento. Sin embargo, esa inocencia fundamental del espectáculo que registra lo real bajo la mirada norteamericana, carga el peso de los sobrevivientes que regresan de su odisea después de haber conocido el infierno en la tierra. Se trata de las huellas en los cuerpos de Levi, Antelme, Améry, Frankl, Semprún, Steinberg, Kertész, entre tantos otros.
Restos de películas pornográficas han registrado las bajezas y miserias humanas durante los campos. Todo lo que el cine pudo grabar durante la carnicería industrial fueron momentos de monotonía que exponían fantasías macabras. En ralentí, una imagen violenta nuestra percepción en las Histoire(s) du Cinéma de Godard. Se trata de una mujer violada por un perro mientras los soldados ss miran en ronda la escena. El cine es culpable por no haber registrado lo real y por conservar imágenes de las miserias humanas. Sin embargo, es al mismo tiempo inocente por haber reconstruido las huellas de la ausencia, por haber enlazado pieza a pieza la maquinaria burocrática del exterminio y los signos de un proceso de eliminación de un pueblo de la faz de la tierra. Shoah de Lanzmann resulta una obra inigualable por haber creado para la conciencia las imágenes de un pueblo que faltaba. Mientras Lanzmann trabajaba sobre Shoah realiza una entrevista a Yehuda Lerner en Jerusalem en 1979, el sobreviviente de la revuelta de Sobibor. Brecht había revelado que el fascismo podía sintetizarse como una manipulación de las emociones. Lanzmann enfrenta al nacional esteticismo con la recuperación de una razón descriptiva del espíritu de la revuelta. Sobibor se constituye como un film en sí mismo donde se describe la resistencia y la revuelta como acto individual y colectivo de libertad. Dice Lerner "cuando vi que en esos campos, en esas condiciones, eso no era mas vida, me dije: ya no hay nada que perder (...) ensayar no importa que es mejor que ser en esas condiciones de negación de la vida". Quisiera detenerme en una escena narrada por Lerner y reconstruida por Lanzmann. Lerner señala que cuando los trenes llegaban a Sobibor los alemanes decidían la selección y los hombres y mujeres destinados a las cámaras de gas se perdían en sus gritos cubiertos por los sonidos de graznidos de gansos que tapaban el padecimiento. El plano que filma Lanzmann sólo nos muestra a los gansos caminando en círculo sobre el antiguo espacio de la aniquilación, hoy vuelto pradera. Los testigos privilegiados de la muerte han sido los gansos y en su circulación actual traen a la presencia las imágenes de un pasado virtual que se actualiza. Nunca nadie filmó la huella de la ausencia de un pueblo de forma tan precisa. Ausencia para un testigo ejemplar. Ausencia para un testigo exento de recuerdos.
Si el cine no conserva por el alma lo que la materia disipa, traiciona su única responsabilidad: la de ser descripción de las huellas. La condición paradójica del cine radica en no haber registrado durante y en haber reconstruido la ausencia a posteriori. Es culpable por falta de registro e inocente por responsabilizarse de ser un arte de la huella. Entre las obras monumentales que enfrentaron a la muerte de los campos de exterminio, tanto Shoah de Lanzmann, con una minuciosa reconstrucción de la razón descriptiva y Hitler, un film de Alemania de Syberberg, con una minuciosa acusación al pueblo y al líder que gastara las palabras y las prácticas en una degradación kitsch de la cultura, brilla Sobibor como el film de un acto de resistencia a la muerte y como una reconstrucción de la ausencia.
3. El cine como política expresiva
El cine es potencia expresiva en un tiempo de miseria. Es potencia de creación de mundos posibles. Para ello, el cine no cesa de enfrentar a un arte de masas, familiar, popular y homogeneizador; sea su nombre en el presente cine pornográfico o cine militante. La pretensión del cinematógrafo afirma la idea de que sin renovación radical del lenguaje no hay forma revolucionaria. Godard plantea para el cine europeo la misma batalla que Glauber Rocha para el latinoamericano. La batalla del estilo que engendra proposiciones políticas se sostiene en la cámara pensamiento. Ésta busca instaurar la libertad construyendo un espacio para lo insólito e inesperado que active el lugar del acontecimiento. La cámara estilo y los procedimientos de expresión buscan una destitución del poder y prestigio de las imágenes y sonidos vaciados. Solo la autorreferencialidad en la forma que cala en el acontecimiento, construye un punto de vista del tiempo que enfrenta la compensación ilusoria que la imagen y el sonido mantienen como manipulación de las emociones. Si la tesis de Godard no conoce otra cosa que el año cero de Berlín en ruinas, el año cero de Rossellini, es porque extrae del pasado la fuerza de estilos premonitorios y del propio Rossellini la violencia que da forma a lo real. Para cuidar y restituir, bases de la pedagogía ética de Godard, resulta necesaria la singularidad del estilo y el compromiso con la violencia de lo real. Cuando la imagen y el sonido se han transformado en fabricación solidaria con la muerte, el cine resiste expresivamente perforando a la muerte, recreando lo posible, haciendo visible o audible mundos olvidados. Elijo como ejemplo Notre musique de Godard. Tríptico organizado en Infierno, Purgatorio y Paraíso. Hemos visto hasta aquí el infierno que preveía Lang en El testamento del Dr. Mabuse, el infierno que descubre George Stevens con la inocencia de la primera mirada, el infierno de un mundo que vive como ausencia ante un testigo imposible en Sobibor de Lazmann, cabe preguntar: ¿qué es el infierno para Godard hoy? La imagen del infierno es del orden del resplandor de las luces de la guerra que pueblan la tierra en un mundo de exterminación. El infierno es la memoria cinematográfica de una humanidad que se alimenta de la continuidad del espectáculo de su propia destrucción. Nuestro mundo, para Godard, imagina el infierno como la memoria de la guerra filmada, el purgatorio como el tránsito en la tierra ocupada por la guerra actual y el paraíso como el libre espacio de los juegos franqueado por fuerzas militares de una guerra por venir. Nuestra música ritma una homogeneidad de espacios para un único principio totalizador: la guerra permanente. Godard afirma que el infierno es la incapacidad de poder pensar por fuera de esa memoria de la destrucción espectacular ritmada por un montaje aditivo, con la que imaginamos, descansamos o soñamos. Y siempre la misma imagen recurrente en el dominio de la acción: la montaña de cadáveres barridos a sus fosas. La miseria es el último fundamento de un tiempo vaciado de memoria como lazo de la comunidad. ¿Cabe enfrentar la brutalidad miserable de los hombres? Señala Godard "cuando la palabra/ se destruye/ cuando ya no es/ el don/ que uno hace al otro/ y que compromete algo/ de su ser/ es la humana amistad/ la que se destruye/ (...)/ el amor es la cumbre/ del espíritu/ y el amor por el prójimo/ es un acto/ es decir una mano tendida". El cineasta filma como si reclamara un gesto último de humanismo que se conjuga con una reinvención permanente de los materiales del cine. Solo si el cine produce una transformación sensorial, continúa su promesa histórica y reclama un lugar al pensamiento. "Ya es hora de que el pensamiento/ vuelva a ser lo que es/ en realidad/ peligroso para el pensador/ y transformador de lo real".
La resistencia del cine como política expresiva está en su capacidad para inventar bloques de movimiento-duración y potencias de fabulación. La historia del cine como laboratorio del pensamiento del s.XX ha proyectado los deseos del s.XIX, ha enfrentado la máquinas de la muerte del s.XX y se ha lanzado, resistiendo al presente, a transformar el porvenir. En síntesis, el cine es grande cuando preve, cuando invoca una promesa; el cine es culpable cuando no registra lo real aunque es inocente cuando reconstruye la ausencia; el cine es resistencia expresiva a la homogeneidad del tiempo y la muerte. He aquí tres posibles tesis políticas que atraviesan la historia del cine.
4. El giro ético de la estética y de la política
El giro ético en el pensamiento introdujo, o bien, la afirmación de un derecho del Otro; o bien, la afirmación de un estado de excepción. Lyotard sostiene que los derechos del hombre no pueden ser los derechos del hombre desnudo porque éste sería –en su condición de homo sacer– apolítico y sin derechos. El hombre, sostendrá, tiene que ser algo mas que hombre para tener derechos. O bien será ciudadano, o bien inhumano, o bien impersonal. La noción del ciudadano que se agrega al hombre como gran proyecto de las luces es desfondado en Auschwitz. El tiempo del consenso como utopía realizable y la acción llamada humanitaria ha sufrido desde entonces una progresiva mutación radical. Sin embargo, el hombre se encuentra en dependencia del ciudadano, como lo inhumano de lo humano y lo impersonal de lo personal. Lo inhumano es la parte de nosotros que no controlamos en obediencia hacia otro absoluto (ley del inconsciente). Lo impersonal es aquello en nosotros que nos supera y excede. Comprender la concepción de hombre supone entender que no es solamente "yo" y "conciencia individual", sino que desde el nacimiento hasta la muerte convive con un elemento impersonal y preindividual (principio ontológico). Lo inhumano es la dependencia humana frente a lo inmanejable, lo impersonal es la presencia imposible de alejar que nos impide cerrarnos en una identidad sustancial. Doblemente enfrentado a lo abierto, el hombre depende de lo inmanejable inconsciente y de lo no individuado que como un presente inmemorial lo constituye. Para Lyotard la violación de los derechos del hombre comienza con la voluntad de manejar lo inmanejable. Rancière dirá que "esta voluntad habría sido el sueño de las Luces y de la Revolución, y el genocidio nazi la habría cumplido exterminando al pueblo cuya vocación es dar testimonio de la necesaria dependencia frente a la ley del Otro". La fórmula de Agamben: "el campo es el nomos de la modernidad, su lugar y su regla" denuncia el estado de excepción y profundiza aquello que Benjamin llamó la salvación mesiánica venida del fondo de la catástrofe. El estado de excepción indiferencia límites y afecta a la reflexión del arte y de la política. El arte se consagra, desde entonces, al servicio del lazo social o se destina al testimonio de la catástrofe.
Godard sostendrá en las Histoire(s) du cinèma que George Stevens filmando los muertos en Ravensbrück ha redimido al cine de su ausencia en los lugares de excepción y exterminación. La imagen se transforma en redentora de un mundo que sólo siendo reconquistado puede testimoniar y se consagra a trazar puentes de memoria para rearticular el lazo social. Lanzmann sostendrá en Shoah que la singularidad extrema del dolor resulta irrepresentable y que el mal radical como catástrofe infinita escapa a la traducibilidad del espectáculo. El extremo sufrimiento, desde el s XVIII, pertenecía a una realidad que estaba excluida del arte de lo visible. La exterminación extrema, para Lanzmann, lo irrepresentable. La imagen se transforma en portadora de la voz del testigo que trazaría un puente con los muertos y con la mirada que testimonia en las huellas de la ausencia la desaparición de la industria de la muerte. Dos tradiciones atraviesan los linajes ópticos de occidente: la de la redención del mundo por la imagen al que se consagra Godard y la de una tradición anicónica en la que se sumerge Lanzmann.
Godard efectúa la pregunta crucial en el arte contemporáneo marcado por el giro ético: ¿cómo continuar? Pregunta consciente de quien siempre se supo ensayando la renovación del lenguaje y la prosecución de la obra. Pregunta de la memoria voluntaria que asume en las Histoire(s) du cinèma dos figuras, la del pintor y la del historiador. Figuras que buscan el fulgor y el chispazo indagando en la memoria involuntaria. Godard busca recobrar el tiempo en el que la imagen habla como gestos, rostros y cuerpos que se resisten a la pérdida y que surgen de la noche de la pantalla negra. Frente a la catástrofe hace suya la tesis de Benjamin, donde redención es una cita misteriosa entre las generaciones difuntas y éstas de las que nosotros mismos formamos parte.

[*] Texto presentado en el evento "Cinema que Pensa II": Cinema e Política, el 1 de octubre de 2005, en la ciudad de Río de Janeiro, Brasil.