miércoles, 11 de marzo de 2009

Kay, Del espacio de acá

V.I.S.U.A.L
Editores Asociados.
Inscripción Nº 51949-1980
Derechos Reservados de los textos y las reproducciones.
Santiago de Chile. 1980.






Ronald Kay.

DEL ESPACIO DE ACÁ
Señales para una mirada americana.


II.

Teoría.


Las notas aquí expuestas, ni con mucho, tratan de cubrir el terreno por delimitar. Tan sólo señalan vestigios de algún cataclismo o cierta discontinuidad en sus capas geológicas, en los que se condensan momentos distantes, que al salir a flor de tierra descubren y distinguen, en los que ellos irrumpe, parte de lo sumergido. Por rápido y bosquejado que sea lo entrevisto, la evidencia de lo observado alcanza circunstancialmente en el apunte fuerza concluyente, por lo que elevaría a modelo para varios fragmentos de este mapa mental por trazar.



El tiempo que se divide.




La fotografía retarda el tiempo hasta el punto de su detenimiento. En el escenario de la toma se captan, se precipitan, se distribuyen, se interceptan y se solidifican materialmente energías innombradas que traman el tiempo. Camuflado en las manchas que la luz propaga de su imagen en el negativo, fascinado por el luminoso mimetismo que lo exterioriza en su semejanza mecánica, el hombre se pone en escena en dimensiones espaciotemporales de una espontaneidad otra, de una materia diversa, de un curso alterno, de un alcance por conocer, de una fatalidad nueva. Reencarnada en el extraño seccionamiento del tiempo que introduce la máquina fotográfica, la anatomía humana compone un lenguaje físico que lo actualiza según un orden fulminante.

Qué energías, qué comentes se ponen en circulación, qué constelaciones se conectan cuando la luz penetra e invade, quema, mancha e incendia las mesetas sensibles (p.ej. de 400 Asas) de bromuro y nitrato de plata, donde cada roca de sus granos es lesionada por la luz que porta la imagen. Por la herida abierta por la luz se mantiene en el plano fotosensible para siempre el contorno de la imagen estrellada sobre la extensión del negativo. Ocurre, pudiera decirse, una catástrofe cósmica: el aislamiento, la incomprensible emancipación de la imagen de la inmediatez de las cosas y de los seres. En las intemperies de las perturbadas superficies fotosensibles se exhibe el parto cruel de una imagen, contenida ya no en la contingencia de los sucesos, sino fija y libre en la huella óptica, aparte y autónoma. Este desprendimiento aniquila la primacía de los objetos en la visualidad; aniquilamiento que toda foto muestra como su revés: el espectáculo trágico del abandono de la vida, infuso en ellas como un cuadro paranoico en otro cuadro.

Más allá de capturar el flujo vital ahorrándolo detenido para los archivos de la memoria, la pupila del lente violenta lo visto, traspasa su tiempo pasajero y caduco, llegando a otro artificial, al presente infinito y sintético.

El enfoque del ojo técnico hunde las estatuas en blanco y negro (o en tecnicolor), con todo lo que ellas encarnan, en la cronología arrestada, siempre igual y repetible del automatismo; las arranca del olvido orgánico, para haberlas reaparecer mudas y dobladas en la superficie estable de la instantánea. Generada por una percepción que no es la de los sentidos, presente pero sobrepasada, desprendida pero fija, vacía pero sobrecargada de eternidad, la humanidad, vuelta efigie mecánica, permanece sitiada por el abrupto silencio químico, que intercepta la mirada habitual sobre sí misma.

El lente drena todo ruido, sustrae nada menos que el oído de lo fotografiado: solidariamente, la audición pierde el contacto con la voz. El órgano vivo, la caricia interna, que inventara y articula el lenguaje, que siendo el código más complejo y diferenciado, el código más visceral y abstracto, fue y es la estremecedora entrada común a la humanidad, porque mediante ella. El hombre efímero y frágil escucha y habla su sentido.
La foto, con las vastas capas de silencio que en su superficie extiende sobre la materia de las cosas y sobre el aura de las personas, crea ese distanciamiento interno, el vacío que atrae en las mismas instancias retenidas al eco de hechos futuros, o sea, a la intercalación de una zona diferente de percepción. la luz impalpable de miradas no nacidas, la latencia de una voz otra, ajena y lejana y sucesiva, que diga los paisajes de la memoria no percibida directamente por los sentidos.

La voz está ligada al instante, huidizo e incomparable, y a un(a) orden intangible dentro del mismo instante: lo que el oído arriesga al darle paso a la voz interna por cuya entonación alternan las huellas somáticas que la dictan, es la traducción, el sello, de su inalienable y conmovedora presencia perecible. Su propia destinación en el tiempo transitorio.

La toma convierte en demodé el momento[1], antes que este haya ocurrido, ya que, entre otras cosas, lo hace coetáneo, en cuanto procedimiento técnico, a las primeras fotografías. La apariencia exteriores demolida fotográficamente. Los gestos detenidos caen a la cámara como las prótesis de un cuerpo al que imperceptiblemente han suplantado desde hace tiempo. La apariencia pasa a ser el vestido de sí misma: su parálisis y abandono resuena en u último grito. Por medio del objetivo fotográfico salta a la vista la anatomía mecánica, el esqueleto de la superficie. En el espejo de la fotografía –luz que escribe– el narcisismo clásico padece un retoque decisivo; introducirse en él, significa, sub specie aeternitatis, experimentar la propia ausencia, mirara cara a cara la muerte en el fascinante duplicado de la propia ausencia. La fotografía que desplaza encandilada la figura humana a lo maravillosos, al glamour de bromuro de plata (quien no desea verse retratado) es el maquillaje, el producto Elizabeth Arden de Thanatos, con el que se le imprimen a las formas la aparición de lo vivo, las mascaras mortuorias de la civilización. La fotografía es una segunda piel suplementaria (¿no es ya la primera?) delimitada por otro espacio, por otro tiempo, la permanente zona de transición a un orden que se nos sustrae. Sobrevive el lente y su ojo sin mirada. Al a que la carne viva no le queda más que la función inorgánica de mantener el orden y en acción el aparato fotográfico, y a la vez, poner a disposición los múltiples cuadros vivos para un orden ausente, socavador de límites.

“Los aparatos auxiliares que hemos inventado para el mejoramiento o para la ampliación de nuestros sentidos, están todos construidos como los órganos de nuestros mismos sentidos o como una parte de ellos (anteojos, cámara fotográfica, audífonos, etc) Freud: Nota sobre el “Block Mágico”.

De la comprensión freudiana se puede inferir que la cámara es una “pieza materializada” no tan sólo de nuestro aparato perceptivo, sino que también es una “pieza materializada” y la exteriorización de alguna de nuestras funciones motoras. La fotografía es, más allá de visión, una ampliación y trasordenación de nuestras actividades táctiles, la objetivación de ciertas acciones, es decir, su extensión y automatización. El disparo del obturador de la cámara interviene en el movimiento exterior y lo detiene para fijarlo en el negativo. El aparato penetra en la densidad de las cosas, arranca los seres del espacio, los sustrae de lo perecible, exponiéndolos en la superficie sensible, extrayéndoles el exceso de espacialidad, a fin de tomarlas, acogerlas y fijarlas virtualmente[2] como puras huellas visibles. La intervención sin destrucción molecular, el corte que el aparato ejerce en el flujo de las apariencias son simultáneamente su trasposición a otro medio. Transfigurado, sigue corriendo, gráficamente petrificado, el corredor en la toma. Se le impone una inmovilidad tal que deja en suspenso y sin respiración la imagen de su aparición, a semejanza de la espera que sigue tan extrañamente a loa actos decisivos, a los disparos de fusil, a las violencias, a los homicidios.
El mecanismo del disparador de la cámara es la exteriorización y materialización de un tic, la metáfora mecánica de un acto compulsivo de repetición. Al disparar el obturador, este automatismo ampliado, autónomo y cosificado se vuelve a inscribir en la fotogenia de nuestro cuerpo entero, ya que al aplicarle a nuestra presencia somática el metro ahora externo de lo automático, este capta y formaliza precisamente los automatismos inconscientes de esta presencia, transcribiéndolos al plano visual.
Por el rodeo de esta trascripción se desentierra el automatismo, la legalidad y la uniformidad inherentes ala expresión del organismo humano; se hace visible la escritura automática de los gestos, cuyo código inaccesible nos mantiene presos. Los caracteres de sus jeroglíficos están incrustados en las sales de plata como enterradas palpitaciones de animales antediluvianos en las piedras fósiles. Cine petrificado.

En los movimientos detenidos de los trazos corporales de escritura se ha desplazado todo presente y único a la intemporalidad del inconsciente, donde el antes y el después, lo actual y lo virtual son reversibles. Por ese desplazamiento –monstruosa distancia y movilidad– se el produce su propia prehistoria a la contemporaneidad al interior del mismo momento fotografiado. Sin embargo, es esta misma distancia la que potencialmente posibilita la comprensión de ese presente intemporal. Comprenderlo significa cruzar y recorrer concientemente la distancia misma del desplazamiento; vale decir, llagar al tiempo y al espacio en los que efectivamente ha sido puesto lo fotografiado. Sólo por la realización de este recorrido, se recupera y actualiza retroactivamente lo sustraído como presente.
La foto tiene una rara cualidad: más que el mero registro de un evento mediante su huella óptica, toda foto es invisible inscripción material de la mirada de un testigo potencial. (Dicho lugar virtual es ocupado en primera instancia y sólo contingentemente por el fotógrafo). El inevitable testigo no es sólo una virtualidad siempre activa y realizada al interior de la foto, sino y sobre todo al interior del evento, puesto que el negativo es una traducción por contacto del suceso, su continuación material hacia otras edades, hacia otros sitios, hacia otras situaciones. La foto propone otra física, una retrofísica en vez de una metafísica.
Aterroriza que esta escritura –independizada– sea el propio cuerpo amplificado, repetible y estratificado; carne nuestra fotográfica.
Fascina este cuerpo repentinamente público que actúa a distancia, formalizado y reglamentado por su producción mecánica.
Angustia descerrajar la escritura fosilizada, visibilizar y movilizar su alfabeto que nos escribe inscribiéndonos ineludiblemente en una colectividad que se comunica por una presencia abierta por la imagen.
Los eventos más cruentos, las acciones más extremas, documentos de la destrucción de Hiroshima, reproducciones de las tribus aniquiladas de los fueguinos, fotografías de cajón tomadas en los vacíos, de los domingos en la mañana. Las instantáneas de la pasión de Benny Kid Paret, se continúan indelebles, se perpetúan inolvidables en nuestros ojos precarios, trasmitiendo con idéntica precisión su inagotable información aún después de desaparecidos esos, nuestros efímeros ojos. Recuerdos que no pueden llegar a su término.

Una crónica neurosamente mecanizada se registra en las hazañas fijas por un tiempo ilimitado; sus actores son los estereotipos instantáneos de una actualidad siempre anacrónica; un pasado que nunca existió renace incesantemente a través de los cuerpos incinerados por la luz en el negativo.
En la agitación congelada de los gestos sintéticos de pilotos de guerra, de campeones de natación, de niños estragados por el hambre, de mujeres en las poses del éxtasis, se vehiculizan las energías retardadas por el trauma póstumo que la cámara le produce al momento fotografiado.
Una historia apocalíptica se está escribiendo con la exactitud de las demostraciones de luz y sombra reveladas en los positivos.
De los ademanes que se escalan hasta el punto critico de la detención para encontrar su momento en el tiempo retenido, se desprende una cronología de dimensiones inéditas. Medidas de una lógica sorprendente articulan el movimiento al interior de las imágenes bloqueadas.
En la excreción visual de la realidad, la humanidad evacúa constantemente su instinto de muerte volviendo en cada clisé al estado inorgánico, a la quietud de los cristales, a la primera edad de la materia.

Alcanzar la propia ausencia en la prehistoria producida por la instantánea, significa poder intelegir un pasado del que no se es consciente, pero que desde hace tiempo ha sido ocupado por la maquinaria óptica bajo la especie de que sólo se trata de un reflejo inmediato y obvio de lo visible.

La historia ha sido expropiada por el dogma de la óptica representativa. La componente ideológica de los medios de información visual tiene aquí su origen. Mientras se mantenga el dogma de la instrumentalidad, o sea, que la relación fotográfica se produce en la evidencia de lo visible como reproducción de suyo comprensible y mientras no se reconozca que ella la traza su grafía en el enigma de lo visible, quedamos anquilosados en la repetición de la propia ausencia.

Conocerse en la fotografía es, entre otras cosas, reconocerse como efecto de la maquinaria, como fabricación de su construcción. Penetrar en el cuerpo extraño generado por la semejanza mecánica, exige superar un eminente obstáculo dialéctico: todos nuestros sentidos y movimientos, virtualmente, ya han sido incautados por los mecanismos re preproducción técnica. Nuestro cuerpo, virtualmente, siempre ya es una fotografía. En esta perspectiva, la posibilidad de una presencia aparece como “algo aterradoramente enérgico y perturbador, como un elemento aún en acción y móvil en una expresión inmovilizada”

En el momento de la toma ocurre la traducción, el traslado y el transporte material de lo registrado fotográficamente. En este doblaje se efectúa repentina escisión de una fracción temporal: el desdoblamiento introduce una modificación decisiva en la estructuración del tiempo. Una acción “x”, p. ej., es distribuida en un mismo punto crónico en dos órdenes temporales diferenciados, pero conectados entre sí (concretamente, el nexo es la fotografía). El momento de división y distribución es un momento intercrónico. Por el lapso del tránsito de uno a otro, la acción "x" ocurre simultáneamente en dos versiones: en la versión transitoria de los hechos, a la par que en la versión invariable de su documentación fotográfica. La súbita y fáctica escisión del núcleo temporal en su traslado fotográfico produce y construye una sincronía. Por la sincronía son puestos en un mismo plano dos ordenes temporales: el de lo único, fungible y contingente, y el de lo interminable que se conserva y “eterniza” en la foto, difiriendo su efecto y repercusión. Por la penetración física del instrumento en la fracción de tiempo, se extrae violentamente del intervalo, por contacto, -solidificada– la duración como visible. En la fotografía, ambos órdenes entran en una relación recíproca de cita y pasan a ser, sobre la base de esta relación, citables en general: lo transitorio, que, por haber producido y producir en cuanto huella la constante dela toma, está incluido en su trascripción y concitado en ella en cuanto energía inscriptora; y lo permanente, que, por su persistencia emancipada (aparente producto final de la transcripción), pasa a ser técnicamente reproducible y así citable y combinable a discreción. A este recíproco mecanismo de cita al interior de la foto, mora latente la cualidad documental de la huella óptica.
Queda de manifiesto, que la constitución de la foto no es efecto de una mero reflejo, sino una traducción que logra la separación constructiva entre la mirada orgánica y el ojo mecánico: la disociación visible entre lo ópticamente consciente y lo ópticamente inconsciente por formalizarlos en sistemas sígnicos diferenciados: la posibilidad, por tanto, de estar simultáneamente en la mirada y fuera de ella, sin abandonar lo visible. En esta perspectiva aparece el ojo fotográfico como critica a la física: aquí reside su fuerza revolucionaria.



La reproducción del nuevo mundo.



Durante el sido XIX, en la época de su invención, la cámara sea en París o en Londres transcribe, a su placa sensible, objetividades que pertenecen al mismo grado de desarrollo tecnológico que el propio proceso de intervención, registro y reproducción. Lo fotografiado –una estación de ferrocarril o la torre Eiffel– esta ubicado en el mismo estrato técnico y temporal, que la formalización efectuada por el lente. Mediante el registro mecánico, la técnica participa y reenvía su propia imagen automática1 verificando la distancia reflexiva que proyecta respecto a sí misma. Debido a esta continuidad entre el exterior industrializado y su mediación visual mecánica, por esta especie de homología entre el significante y significado, se puede decir que la foto coincide consigo misma.

El procedimiento documental choca violentamente con la gran tradición cultual de la pintura, la que es convertida en pasado ahora revelado en sus fundamentos, por mostrar la fotografía cómo piensa la pintura a diferencia de ella. Desautoriza a la pintura por su multiplicabilidad mecánica en varios; aspectos decisivos como p.ej., la originalidad, la autenticidad, el aquí y ahora, revolucionando la espacialidad y temporalidad colectivas. Pintura y fotografía empiezan a definir (se) un campo resueltamente diverso en la articulación de lo visual. La divergencia de sus respectivos sistemas de enunciación va determinando tanto para el uno como para el otro, funciones inéditas para la captura de imágenes de lo socialmente invisto. Pese a ser sistemas de diferenciados e independientes, cada uno se constituye respecto al otro en su correspondiente exterioridad, sin salirse del campo visivo.2 Esto le permite a cada cual verse por el otro desde afuera y traducirse ópticamente por medio del otro; posibilitando a ambos reflexionarse y redefinirse frente a la crítica material que cada sistema propone respecto al otro por su diferencia específica. La fotografía, p.ej., al reproducir mecánicamente y en forma masiva todas las obras de arte. La pintura p.ej. al reinvertir y regresar la foto a la tela en el hiperrealismo.

Inmediatamente después de su invención la cámara penetra (hacia 1850) en el espacio americano, donde incorpora a sus negativos sujetos y objetos, en comparación con su ultramodernidad técnica y perceptiva, anacrónicas, desarraigados, fantásticos, sorprendidos, en suma, prefotográficos. Por consiguiente, el medio de registro que es el lente, marca y traduce, como heterogéneo a él, aquello que hace ingresar a su documental de la escena americana: poblados insipientes en cuasipaisajes indominados e inconclusos abruptamente actuales, transportables y ubicuos, presas y trofeos de la cacería fotográfica, bajo la especia de lo exótico. Por su cualidad instrumental, o sea, por la congruencia material, bajo la forma de la huella óptica, del significante, del significante (el dispositivo mecánico-químico) y del significado (lo “real” en cada caso improntado por la traducción lumínica en el significante) en una sola imagen, que lo “real” de un espacio-tiempo único y contingente, trasladándolo a un espacio de memoria, plural y múltiplemente citable y anexable, se tocan concretamente en la foto misma y se precipitan sobreimpresos dos tiempos discontinuos en sentido local. Varios tiempos y una sola imagen, por tanto imagen estratificada. El efecto específico de la intervención fotográfica en América: la producción de una unidad significativa, que contiene en cuanto imagen una discontinuidad temporal que la constituye y en la que se citan dos tiempos históricos distantes. Esta relación crónica se revela, en cuanto signo, en lo fotográficamente retenido. Habrá que encontrar la cualidad teórica de la dimensión contenida en ese abismo temporal.
La acción de los procedimientos fotográficos importados se realiza a la vez en un espacio imaginal infrapictórico, vale decir en la ausencia de una tradición consolidada. La indigencia pictórica en América Latina, al orientarse por modelos importados, se constituye en cesura del cosmos visual precolombino, denegando la posibilidad de cualquier continuación del espacio abierto en el. La pulsión imaginal de ese cosmos, al ser reprimida y castrada, se convierte en resistencia psíquica, en fantasmagoría obsesionante que desde el inconsciente, sigue operando, restando realidad y coartando los intentos pictóricos, que quedan así marcados en su índole fallida.
La fotografía en el Nuevo Mundo le roba a la pintura desde ya, e inexorablemente, la posibilidad de constituirse en tradición, por imponer con fuerza social masiva dimensiones espacio-temporales propias de ella, como la fugacidad y la repetición, (las que condicionan prácticas antagónicas y desconstructoras de la noción misma de tradición), en oposición a las de singularidad y perduración de la pintura, que son precisamente los cimientos de la tradición. En un mundo donde lo que funda la posibilidad de pintura ya se encuentra previamente desautorizado y sustraído, necesariamente deben ser otras las coordenadas en donde la visibilidad se organice.
La fotografía se instala antes que la pintura en América. Retrospectivamente la pintura pierde su virtualidad de desarrollarse independientemente del handicap de los mecanismos de reproducción mecánica. Por ello se puede afirmar que no hay un solo cuadro en el Nuevo Mundo que haya orientado y determinado de un modo socialmente vigente y comprometedor un “paisaje” “americano” o un “rostro americano”. Sabemos en forma colectiva del espacio americano por una cantidad sucesiva, dispersa y diseminada de fotos.
La fotografía y los sucesivos mecanismos de reproducción mecánica (cine. T.V.) condicionan una percepción que se construye en la distracción y no en la concentración y contemplación que son los modos cultuales de percepción de la pintura.
La disparidad de tramas perceptivas que retícula la espacialidad latino-americana, la dificultad de distinguirlas y de medir sus efectos hace imprescindibles una praxis visual que las objetive y una teoría que ubique las heterogéneas mediaciones a que está sujeta, ésta, nuestra estratificada percepción.

El paisaje pictórico, en cuanto género y tópico constituyente del espacio europeo, es la transferencia visual dela habitación que de un paraje ha hecho una civilización: es la traducción scópica de su prolongada domesticación, es el sedimento óptico de un interverado intercambio con una extensión dominada. En cambio, las vistas fotográficas del interior de un desierto, las instantáneas panorámicas de la selva o de los extremos de la Antártida, no son reflejo de su consuetudinaria tenencia, sino que implican abruptas irrupciones en el continente desconocido, allanamientos y violaciones visuales de un espacio tramado por mentes otras, aborígenes.3 Esas tomas son señales ópticas de puntos geográficos descubiertos; constituyen piezas de prueba de su real (y no fantástica) existencia; son la noticia documentada de su conquista. A la vez connotan el inventario de lo por dominar, por ocupar, por explotar. Son en cierto modo blancos. Gráficamente, la toma fotográfica en el Nuevo Mundo efectúa una toma de posesión.
Lo exótico es el último resplandor de la naturaleza o humanidad autóctona, que se asoma y despide a la vez en esa, su primera y última instantánea y es por eso, quizá, que cada una de esas vistas mecánicamente retenidas tiene ese aire de imborrable melancolía, que las empaña por dentro como lágrimas nonatas. De esa cualidad emocional que las permea, estudiar los fundamentos.
Puede que esos mundos ignorados, que esas caras prefotogénicas, que esas colectividades impintadas, que esos cuerpos refractarios, por la máxima distancia a la reproducción mecánica que ellos significan, contengan aún en su doble fotográfico, una resistencia (ya que la cámara no se encuentra en lo encuadrado por ella, nada ni nadie en lo reproducido la corrobora, sólo la pura distancia focal lo invade todo, el lente documenta su propia ausencia: una resistencia que logra, aunque sea fugaz y transitoriamente, denunciar intervención devastadora. Es como si el aparato fotográfico, de hecho invisibleen la toma, fuera lo efectivamente grafiado y expuesto, como ci emanara de aquellas intemperies sorprendidas, de aquella humanidad descolocada, una materia sensible y efectiva que registra a la cámara incrustándola indescifrada en su aura transparente, como un fósil ignoto.



El cuerpo que mancha.



Las excreciones viscerales que despide el cuerpo manifiestan diferenciadamente el tránsito desde su interior hacia el exterior; por ello, son los modos mas primarios y concretos con los que el cuerpo saca y exhibe su interioridad.
Por la vía orgánica de su exteriorización, el cuerpo edita somáticamente tanto el aspecto destructivo de su metabolismo (orina, heces, sudor, vómito, sangre menstrual), como el aspecto germinal (semen), como el meramente expresivo y emocional (lágrimas).
Ya que la lengua, la letra, el cuadro y la foto exteriorizan el cuerpo y la mente humana y conforman las manifestaciones traspuestas, traducidas y trasladables del metabolismo social que ellas constituyen, se puede concluir que las secreciones orgánicas que se desprenden del cuerpo son la matriz anterior del lenguaje, los rudimentos somáticos de la imprenta y los balbuceos de la fotografía pero inmediatos, incontrolables, automáticos, reflejos, involuntarios, efectos del intercambio orgánico de la comunicación física del cuerpo con el universo natural. Las voces seminales, las letras fecales y los grafismos menstruales, pronuncian lo animal, imprimen lo invariable y expresan lo presocial, y en conjunto repiten, segundo a segundo, la ineludible sujeción del hombre al todo del cosmos y la innegable inclusión al tiempo y a la periodicidad de la naturaleza que antecede y excede a la historia.
La mancha es la impronta húmeda, la letra primordial de dicha escritura corporal: es la huella inmediata que el organismo traza de su interior.
En la mancha de semen en la sabana (que se retira), en la mancha de orina en la ropa interior (que se cambia), en la saliva en el babero (que se lava),en la pus sobre la venda (que se bota), aparece el oprobio que el hombre siente frente a lo animal, la denigración frente a lo involuntario, el pavor frente a los involuntario, el pavor frente a lo automático, y, lo transgresor de aquellos mecanismos que invaden e inundan de naturaleza, es decir, de esperma y caca, el sublima campo de la historia.
La compulsión por borrar la macha obedece a la imperiosa necesidad de obliterar las señas de la presencia precultural del hombre y de fondear su indominable estatura natural.
Puesto que toda escritura, todo lenguaje es el desplazamiento hacia el exterior de los sentidos humanos –como su significado– contienen en forma sublimada (lo que es lo mismo que decir en forma social e histórica) los vestigios de la primera escritura animal, refleja y cósmica.
Las gotas de aceite de máquina habitualmente caen sobre el hormigón, el cemento, el asfalto y el concreto que pavimentan calles y caminos, aeropuertos, bombas bencineras, garages y estacionamientos.
La tela de linoca y el cartón en el dispositivo gráfico de Dittborn, al ser manchadas con aceite quemado, adquieren, por desplazamiento, la función de soporte que tiene la calle, lugar de tránsito por naturaleza, respecto al derrame de aceite.
La urdimbre de la linoca y el espesor del canon toman por la mancha de aceite ese carácter de matriz común de la vía pública.
Las materias oleaginosas se filtran por desperfecto, se desbordan por incontinencia de las arterias de lubricación de los vehículos sobre la banda de la calle.
El aceite quemado es la ceniza líquida, es el lubricante fatigado, es el excremento de la máquina. Su último uso: la aplicación, como barniz y pintura. a las construcciones de madera barata para resguardarlas de las inclemencias del clima.

La táctica del camuflaje puede instruir sobre algunas virtudes de la mancha. Como arma ofensiva o defensiva la mancha es utilizada para ocultar, para despistar, en definitiva, para que algo o alguien no sea visto.
La capacidad de la mancha de invisibilizar descansa en un momento filogenético de la evolución del sujeto. Por la mancha se cita una etapa arcaica y constituyente de la historia de la visualidad: aquellos primeros tanteos de la visión en sus esfuerzos por identificar los objetos que en ese estadio sólo logran organizarse a través de los desenfoques más crasos como meras manchas, difusas nebulosas, en el cielo de la retina.
Por tanto, en la mancha se halla en estado de recuerdo dicha ceguera inicial, como, a la vez, ese ojo recién nacido, que en su indefinición total (indefinición a la que también pertenece la indistinción entre sujeto/objeto, entre afuera/adentro) recién principia como una antena a palpar a tocar, a esculpir, a construir, a pintar y a discernir los primeros objetos sujetos dentro de la mancha.

Detrás de la mancha, verdadero embrión visual, llama la seducción de un posible ente querible, pero se agazapa también la amenaza de un objeto no identificado conformable en su monstruosidad.
En la medida que desmanche la mancha, el sujeto podrá erigirse en tal, y, constituir los sujetos/objetos que lo rodean. El sujeto sólo se hace posible como diferencia, como negación de la mancha. De ahí el terror que habita toda mancha: ella es la marca de la ausencia del sujeto.
Lo desconcertante para quien es agredido desde el camuflaje es la infantilización a la que se ve reducido: se lo desarma, poniéndole como señuelo su turbada y propia mirada primigenia.

Paños, algodones, trapos, toallas higiénicas, gasas, en fin las varias telas y materias que se utilizan para absorber las excreciones, operan como una especie de receptáculo de las mucosidades, como una suerte de molde de los sudores, podría decirse como un género de negativo de las sangres, donde sus improntas, los garabatos de sus poluciones quedan, aunque sea pasajeramente, retenidas.
Sus impresiones no solo son amparadas por la matriz que las acepta, sino que los líquidos y fluidos (esas primeras tintas) invaden, y penetran los filamentos, empapan, infiltran y tiñen las urdimbres del tejido absorbente. Impregnados de su influjo, entremezclados y a él confundidos, son alterados físicamente por su contaminación.
La mancha, expresión formal de la indiscriminada interacción de las materias que se encuentran, la mancha habla de dicha simbiosis, pública aquel mimetismo recíproco, divulga esa promiscuidad. Materia viva, ahora exterior y todavía caliente terminando en materia inanimada.

Retroactivamente se puede afirmar que la escritura, la pintura y luego la fotografía son la versión corregida y calculada de las expresiones directas y orgánicas, de las impresionantes revelaciones del cuerpo, de su efusión difusa, de su extrovertida difusión incontinente y confusa.



Cuadros de Honor.



El orden instituido fotografía para reconocer, exactamente para reconocer y hacer reconocer a los infractores de su ley: lo que implica un punto de vista e incluso una toma de vista precisa; eso explica también entre otras cosas, por qué no se tiene la misma cabeza en una foto de familia que en una ficha antropométrica.
Al orden establecido le es fácil fabricar las imágenes de marca (registrada) que le sirven, porque él fabrica para él la imagen de cada cual; (comienza con la cédula de identidad y la foto reglamentaria que reglamentariamente debe ser colocada en su lugar reglamentario).
En la foto carnet, el rostro humano es encuadrado, encasillado, encerrado y tipificado por el orden, escenificando todo un simulacro de identidad, puesto que en el lapso de su toma, la cara del hombre es sometida a una máxima extorsión; so-pretexto de registrarla en lo que de única y distintiva nene. La toma, de hecho, hace exactamente lo contrarío: aplicándole una y la misma norma fotográfica, la estandariza, cortándola a la medida del orden, y la masifica, multiplicando el orden en ella para que éste se reproduzca mediante ella irrestricta y definitivamente.

Al acoplar el sujeto esta pasada de gato por liebre, abdicando en su propia cara a lo único e intransferible a que aspira –nada menos que a su propia identidad– él comete (sin saberlo) su primer y fundamental delito, el de ser cómplice (y no víctima) del chantaje, al entregar y ceder lo inalienable. Cualquier delito posterior se hace inmediatamente plausible y reconocible en su imagen, a consecuencia de que el sujeto en cuestión fue captado por el lente infraganti, con las manos (la cara) en la masa, cometiendo su primer delito –la enajenación irrenunciable, con el consentimiento y la prestación de su propio cuerpo, de lo único irrenunciable– que indeleble quedó fotográficamente inscrito en su rostro, para ser citable en y por la foto antropomórfica en cualquier otra ocasión, corroborando su calidad de delincuente.
No debe causar extrañeza entonces, que una vez reproducida una foto de carnet por un medio de información y cualesquiera sea su finalidad, a primera vista e invariablemente, ésta aparece mediante y en dicha publicación como la de un delincuente. Nunca se imprime una foto carnet en un periódico cuando alguien gana los 100 m. planos o dona una suma de dinero al Hogar de Cristo.

Mas allá de toda captación de lo “real” por el uso preponderante, definitorio y sistemático que nuestras sociedades han hecho de los procedimientos fotográficos, ellos son una de las formas más eficaces de mantener el orden público.
La operación de alienación a la que el individuo está “sujeto” en la foto de cédula, va aún más lejos: el orden establecido le devuelve la individualidad hipotecada, en forma denigrante, y lo restituye a la condición de sujeto en el sentido peyorativo de la palabra (“varios sujetos fueron aprehendidos por efectivos de la Brigada de Homicidios...”) cuando éste supuesta o efectivamente ha infringido la ley. En esa coyuntura, le estampa toda su carga negativa, le imprime todo su repudio, lo estigmatiza a fin de marcarlo inexorablemente en cuanto individuo - antisocial. La condición de sujeto sólo le es restituida por la sociedad a alguien bajo la forma de la culpa.

Ese es el minuto y el espacio reducido que precariamente habitan los sujetos de la gráfica de Dittborn –en especial los de los Cuadros de Honor– donde entregan y rinden su persona, donde apenas sobreviven inmortalizados.
Por la intervención reguladora y formalizadora del ojo mecánico, en el cuadrilátero de la foto de identidad se instituye un espacio de intercambio, donde la ansiedad de lo íntimo y el sueño de lo singular se transan por el estereotipo.
La duración técnicamente memorizada impone un espacio de interdicción, donde cualquier alternativa, cualquier movimiento, cualquier interlocución es drásticamente denegada: hay que estarse más tranquilo que una foto.
El momento automáticamente multiplicado que encuentra su destino en el recuadro del carnet ciñe un espacio de agonía, donde todo lo personal se pierde en lo típico, donde el retratado públicamente expira, donde él es, él pasa, él pasa a ser nada.
(Demasiada información crea la indiferencia. Cuando todo parece igual, la sensibilidad pierde la capacidad de hacer distinciones. Los Cuadros de Honor por exagerar la similitud liberan lo múltiple en rostros de apariencia análoga: al enfocar el género, fuerzan encontrar las diferencias.)
La espacialización mecánica del tiempo demarca en el área de su reproducción una zona de culpa, donde al fotografiado, habiendo cedido a la fuerza, habiendo renunciado oficialmente a lo único a que se aspira, a lo que quizás nunca tuvo y nunca tendrá, se le programa el delito en la información de su rostro. Por lo mismo, los detenidos el recuadro fotográfico tienen aquellas facciones confusas, aquella traza de tristeza incurable, condenados a perpetuidad a pervivir en la latencia del delito.
Mediante la sustitución de la instantánea por la demora de la mano mediante el desplazamiento de lo fotografiado al cartón, mediante la ampliación de la escala, mediante la ordenación y señalización, el aparato gráfico de Dittborn despliega y pormenoriza ante la vista la combinación operatoria de elementos que, elegidos y dosificados según leyes precisas, decodifica ese momento delicado de transacción que como encrucijada vuelve ininterrumpidamente en toda vida colectiva: el reemplazo de la presencia por el facsímil, la transfiguración de las impresiones inmediatas en recuerdo codificado, la conversión del original en su copia, la transformación del contexto en cita descontextualizada, la metamorfosis de lo único en una serie, la traducción de lo perecedero a lo que no deja de ser visible.
Momento de transacción y de suspenso donde por última vez se asoman en la anestesia inmemorial de la foto, antes de extinguirse por completo, las pulsiones vivas del individuo que aún contradicen y resisten la estandarización. Las convulsiones que aún palpitan en sus rostros congestionados, imborrables y desposeídos, conforman al interior, como su negativo fiel, una zona de resistencia, la huella desprendida y fantasmal de la irreductible presencia carnal del sujeto.
En el sitio eriazo de la geografía facial de los Cuadros de Honor: “En vano”, “Sudor y lágrimas”, “Sus mejores años”, “Su condición”, “Acuarelas en rosa”, se confabulan con redoblado ímpetu las energías que se niegan a ser del todo encuadradas, porque dañadas, sus mentes por desesperanza, en un enredo de lucidez y compulsión, buscaron el vía crucis de la ilegalidad como forma soliviantada de distinción. Esta elección determinó que el positivo de su identidad entrara a los archivos y a la prensa de los anales policiales. De las implacables fichas de antecedentes editadas en revistas de criminología y de policía científica, Dittborn extrajo, con la precisión de un cirujano, su obstinada pasión, su desviado padecimiento. Este insatisfecho modo de no participar como simple tautología de la ley, esta manera destructiva e intransigente de reivindicar su personalidad expropiada sólo los hizo (y por cierto no a todos) caer en otro tipo de repetición, en el cuadro de convenciones fuera del marco de la ley: en los avatares de la estafa, de la violación, del hurto, del asalto, del homicidio. Y sin embargo, y es aquí donde sufrimos un inasimilable revés, a este no doblegamiento, a esta intransigencia de los enemigos públicos del orden, se acoplan todos los deseos inconscientes de transgredir la ley: y no es en vano que, por el trabajo exacto e insobornable del sueño, estos infractores se entronicen en el escenario luminoso del deseo como sus grandes ídolos.
El rechazo a cualquier identificación oficial se reedita en el manejo que estos suicidas a largo plazo hacen del nombre. Endosan su suelta identidad en cualquier otro simulacro de nombre, suplantando indefinidamente su filiación a fin de escapar al rigor de la ley: de una ficha extractada del “Detective”, No 29. mayo 1936:

MATEO HERMOSILLA VERGARA
NOMBRES SUPUESTOS: Cosme Vergara González, o Floridor Fuentes Cordero, o Julio Hermosilla Vergara, o José Gómez Vergara, o Segundo Vergara Hermosilla.-
P. 2843. (a) “El Chaplín” o “El Cabro Mateo” o “El poco te cunde”....................

La foto de carnet, desprovista de toda carga dramática, de cualquier patetismo o significación sensacional con qué alimentar el imaginario del espectador, aparentemente defrauda a un interés y análisis visual mayor. Su ilusoria neutralidad e insignificancia sirven como reactivo revelador de aquellas compulsiones que nos enceguecen y nos obligan a adherir los “grandes sentidos” a otro tipo de foto (la foto ‘trágica’, ‘impactante’. ‘estética’, productos empaquetados por nuestro culpable sentimentalismo lacrimógeno).
Por lo demás, los circuitos significativos de la foto carnet no son perceptibles en un ejemplar único de ella, sino en su reedición, su ordenación, su seriación dentro de la copiosa matriz de su repetición. Las varias semejanzas, las familias de analogías y las mínimas oposiciones provocadas por la construcción de su reiteración, van configurando las invariantes y las relaciones significativas entre ellas, y, por las distintas posibilidades de permutación, van estructurando el sistema que las genera. Flagrante contradicción: en esa multiplicidad de rostros trasladados por la mano desde las fichas de identificación a los peladeros de cañón de los Cuadros de Honor, se cristalizan simultáneamente, por una parte, el fundamento regulador que restringe a cada individualidad a ser representante de un tipo clasificable y multiplicador del sistema que lo ficha; y por otra, en la alineación de esos espectros de persona, se aglomeran, se sobreponen y hacen masa, en el sentido eléctrico de conectarse) los distintos estratos reprimidos, recluidos y secados de los variados sujetos expuestos, que aunados y puestos en contacto, detonan a inmensa energía de sus fuerzas sometidas, y resquebrajan la seguridad y certeza de la mecánica uniformadora.
En toda imagen, por la praxis en que está inserta, pugnan energías colectivas antagónicas; en cada imagen, por el lugar concreto que ocupa en una contingencia y en un contexto determinado, se señalan los triunfos, los chantajes, las adulteraciones, las derrotas, los connatos, las extorsiones de las fuerzas que están en lucha. Detrás de cada imagen está la huella todavía fresca de la exclusión de otras y la inminencia de ser suplantadas por nuevas.

Clases de Caligrafía.


Dittborn hace copiar los textos que se citan en sus serigrafías, (p. ej. “Estampas deportivas”, “Reinas”), a adultos que alguna vez cursaron contra viento y marea las preparaciones de la escuela pública; copistas iletrados que son verdaderos modelos antropológicos de una educación racionada.

La caligrafía torpe, patéticamente escrupulosa de estos anfibios culturales, es de una letra que apenas entiende lo que traza, concentrada obsesivamente durante el acto de escribir en su propia impericia, y, a la vez, poseída por el exhibicionismo en cámara lenta de sí misma, para ostentar un saber casi en vano y a duras penas adquirido, apoyada antes que nada en las líneas de cuaderno de composición, líneas férreas de la institución, más que en la letra del texto, su libertad.

Sobre el trazado caligráfico caen dos miradas, dos recepciones técnicas: la de la fotografía (kodalit), la cual permite citarlo y ampliarlo, y la de la impresión fotográfica, la cual faculta verlo en su forma reproducida, multiplicada y pública. El mero hecho de que la letra manuscrita sea puesta en escena por la cita, la ampliación y la impresión, en un espacio alterno tan ajeno a sus propios alcances, hace que se sensibilice una considerable energía subsidiaria almacenada en ella. Las mediaciones técnicas que conteniendo la letra manuscrita intacta, la transforman, (porque materialmente establecen una diferencia con la sacrificada copia manual en sus modos de generar sentido)producen en su interior aquella distancia teórica que posibilita que la energía retenida afloje, se desprenda y hable.

Porque las mediaciones mecánicas están apartadas en el tiempo, del facsímil a tinta, es decir, porque son históricamente posteriores, funcionan como una especie de telescopio temporal. Este catalejos atrae, hace tangible y distingue los eventos que matrizan la grafía más allá, o mejor dicho, más acá, del tenor de lo deletreado por esa manota que prioritariamente está constreñida a despachar la obra de mano, sea en la cocina, sea detrás del arado, sea al remo.

Un primer enfoque del doblaje fotográfico de “Reinas” distingue dos movimientos entreverados que lo impulsan: - uno convulso, perturbado y reticente (en) que (se) despliega la violencia de la introducción del alfabeto a la mente y al cuerpo del sujeto (la letra con sangre entra) y, de más a más, la obediencia ciega a ella, y - otro florido, caracoleado y lelo por el que se trasluce la fascinación, el cortejo y la conquista de la escritura.

La disputa entre las dos pulsiones, resistencia y atracción, la grieta alojada en medio, es como la boca de una herida, sellada por la grafía, su incipiente cicatriz.

En el curso que la muñeca le dio a la estrofa “¿Y las pobres muchachas muertas,” se reedita una de las etapas de la peripecia humana, estando presente en esa reCitación caligráfica, en estado fósil, un determinado estado de recepción: el recibimiento dificultoso y la acogida por la mente de la escritura, inventada por ella misma. De esa modificación de la mente y de su conmoción, provocada por su ingreso a la escritura, vale decir, a la historia, encontramos los vestigios en el duplicado manuscrito, o reformulado invertidamente de su interminable salida de la prehistoria.

Resulta a todas luces obvio que la mano que trasunta la estrofa de la Mistral: “Todas íbamos a ser reinas”, es una que desfallece ante el sentido, el que –inalcanzado– habla a viva voz de lo que en la realidad le pasa a esa mano que “iba a ser reina”.

El conato de cultura que se detecta en ese sismograma mortificado y escolar, literalmente demarca la frontera entre dos culturas, la línea divisoria entre dos clases: encefalogramas de una conmoción cerebral, calamidad publica.

Estos gratos delineados con la exactitud desacertada y megalómana de una criatura que aprende a hablar, traen a la superficie el aturdido paisaje cultural de un irrecuperable atraso.

El mencionado recurso de retrotraer en forma material la recepción, o sea, la incomprensión de un código informacional, a uno anterior en la evolución de la mente y práctica humana (en este caso la poesía culta chilena del sido XX a su copia manuscrita semiágrafa), ilumina significativamente uno de los procedimientos generales del trabajo de Eugenio Dittborn: el de la relación foto–pintura–dibujo. La fotografía en sus obras es captada, traducida, recepcionada y, por tanto, comprendida por un aparato social sígnico técnicamente más primitivo, vale decir, por el código del dibujo y de la pintura. La mano –analfabeta fotográfica– tropieza, se entromete como un cuerpo extraño, interfiere, arcaiza al remedar corporalmente, al retrazar con lápiz, tiza y pintura acrílica, la hiperinformación automática y autónoma de la indiferente máquina fotográfica.
Este modo de recepción, invenida, no obedece a un mero arbitrio, por el contrario, explícita ejemplarmente el modo de recepción inveterado en Latinoamérica, y, al hacerlo patente lo eleva a modelo de intelección de los sustratos perceptivos efectivamente en acción en este espacio social.
Los hábitos de percepción de la tecnología importada, tanto industrial como informacional (de la cual la cultura es sólo un sub-ítem) son conspicuamente ineficientes, demodés y, en parte o del todo, obsoletos respecto a los circuitos de producción, distribución y consumo de los complejos sociales de los que provienen.
Los signos “desarrollados” tanto son importados por las instituciones receptivas anacrónicas, como impuestas a ellas. Por esta relación desequilibrada son puestas renovadamente en desventaja. Invariablemente se está a la zaga. Quizás (en) esta relación (se) trate de la producción de esa creciente desventaja. El registro retrasado solo alcanza a trasladar los signos extranjeros. La integración a las más elementales operaciones productivas de signos de la comunidad a la que se injertan, es solo parcial e inconclusa. No habiendo circulación no se realiza la comunicación. Lo que se realiza (receptio praecox) todavía no tiene nombre.
Los soportes receptivos desconectados y desplazados refractan entonces los signos alógenos, los interceptan y frustran antes de que se disemine su sentido generativo en una práctica significante que logre que una comunidad se reconozca (aún en su diferencia) y, por lo tanto, se constituya en esos signos.
Como signos no compartidos, como rudimentos distorsionados y emasculados van acumulando una sobreinformación improcesada, que queda flotando como un excedente que más que facultar la comunicación entre los distintos órganos sociales, la obstruye.
En el caso especifico del arte, la recepción, para ocultar la desventáis en que es puesta y aparentar de todas maneras una acogida, se dedica o a la copia y sus variaciones (la que repetirá lo que la mano semiculta hace de la escritura) o a la mera contemplación, la que desvinculada del cuerpo social se ensimisma privativamente en el fetiche, al que ha sido reducido el signo por su inutilización. En ciertos círculos esta mirada deslocalizada se apellida refinamiento.
Conjugación: mi opción incongruente que es un futuro pasado respecto a los signos percibidos; por tanto, un registro que los arruina, destrozando la utopia contenida en ellos. Una recepción que, en vez de trasladar y comunicar el informado al programa inédito por realizar que contiene el mensaje, lo reenquista, –inactivo–, en un pretérito imperfecto, donde contempla extático y deslumbrado, en esos signos ilusoriamente propios, nada menos que su propia extinción, a la que sobrevive en calidad de espectro solo para reiterarla por enésima vez.



La historia que falta.



Para revelar el trato íntimo que Dittborn tiene con la matriz histórica, vale la pena contrastarlo con los artificios de la moda retro.
Emblema de los vencedores, la moda retro –aurática y nostálgica por antonomasia– responde al imperativo de olvidar el sacrificio de los derrotados. A fin de desentenderse, se retrotraen al pretérito.
No es azaroso que los que dominan localicen su futuro en el pasado, y que éste sea aquél donde se repite con antelación lo consumado por ellos.
Escamotear lo perpetrado, borrar las manchas y las huellas de la actualidad por la vía de una regresión, borronea los contornos de la historia presente y con ello se desdibuja todo concepto de historia. Los vencedores, erosionada así su corporeidad histórica, van al pasado como a una fiesta a duplicarse especularmente en los triunfos de los antepasados para cobrar cuerpo.
En este revival la moda oficia de alcahueta. Con su pompa y su ciencia restaura, reviste y suplanta ortopédicamente la desdatada inmaterialidad de los recién arribados con las fáciles e indolentes reencarnaciones del lujo. Con las mismas tiras de antes, la moda los hace iguales a los iguales de siempre. En el espejismo de su semejanza reproducen su vacío, presos.

Dittborn no vuelve el pasado, ni para resarcirse en él, ni para perpetuarlo. Más bien se mueve en el tiempo a la pesquisa del presente.

El pasado no es un cementerio, un depósito de horas muerta. El pasado es un bien fungible que en cada instante se encuentra en el punto crítico de volverse a ir, pero ahora irrecuperablemente. En todo signo se trasladan traspuestos momentos vivos, la energía significada de esas contingencias. Cada signo es un modo de contener la vida y trasladarla. Cada signo es un modo de despertar la vida en quienes lo tratan.
Dittborn penetra la memoria colectiva como una zona de peligro, donde a toda velocidad, con la precaución requerida, antes que sea demasiado tarde, hay que salvar algunas vidas a punto de sucumbir.
Un signo es la historia de cómo se convirtió en social una experiencia individual: cada signo traslada aquella historia en el espacio y tiempo social;
a ese signo se le van sumando las improntas de los cuidados y maltratos, de las desconocidas que le hicieron, de los éxitos que tuvo a lo largo de su trasmisión; luego, su propia historia también tiene su historia;
por las marcas que en el signo quedan de quienes lo poseyeron y trataron, narra la historia de sus poseedores.
cada signo, entonces, cuenta la gesta y las peripecias de esas múltiples historias;
y al hablarnos, comienza a relatar una de sus historias posibles entretejiéndose en su trama invisible como su utópico narrador.
En cada signo está enterrada una parte viva de la humanidad.
En cada signo se anticipa la inmortalidad, único espacio en que la humanidad puede concebirse como su fin.

Dittborn no representa el mundo, sino la producción de experiencias con ciertas imágenes que fugaces poblaron la memoria popular y de experiencias que se generan a través de la modificación y desconstrucción de ciertos ritos visuales; y a esas experiencias pertenece adentrarse en el condicionamiento del hombre por la técnica. Forman parte de las últimas la indagación de aquellos mecanismos que decisivamente han transformado nuestro mundo.

Cada una de las materias empleadas –tinta de timbre, acrílico, tiza, cartón– fue codificada por el hombre en usos y aplicaciones específicas, en una época fechable. Por consiguiente la materia conlleva la memoria de sus usos y aplicaciones.
Cada técnica porta en su estructuración un modo de relación con el mundo; en esa relación el hombre, a su vez, se comprendió a sí mismo. Toda técnica es la memoria de dicha comprensión.
Trabajar simultáneamente con diferentes técnicas, exponerlas en su montaje, implica trabajar con comprensiones dispares, significa trabajar acompañado por un grupo de memorias. La reunión de memorias hace pensar y reflexionar a cada una frente a la otra, las induce a intercambiar sus recuerdos. Lo que emiten en conjunto es la vista que cada una ha ganado sobre las otras, es el trabajo que mancomunadamente han hecho.
Citar serigráficamente por procedimientos fotomecánicos una foto del “Estadio”, significa exponer un sinnúmero de técnicas sobrepuestas y montadas las unas en las otras: en el plano de la realidad, p.ej., un cuerpo construido y reglamentado por el deporte; luego, en el plano de su codificación traspuesta, la instantánea tomada por el reportero gráfico con una cámara de una marca equis, una apertura de lente ene, una película de una sensibilidad correspondiente; luego, su impresión en la revista después de haberse diagramado, ampliado, cortado y tramado, pasa a la prensa para su multiplicación mecánica con una tinta preestablecida en un papel predispuesto; para finalizar, la impresión manual serigráfica, ejecutada con otros procedimientos fotomecánicos, a través de una seda elegida con tantos y tantos números de puntos, en un soporte diferente, con una ampliación, un color, una tinta otra.
A la realidad extraída por la foto se le suman todos estos trabajos que se han hecho con ella, se le adiciona cada una de las miradas que cada técnica efectúa sobre ella.
A toda cita que Dittborn hace le ocurre un número de vicisitudes en su traslado. Transportar fotomecánicamente un positivo impreso en papel de diario a un cartón vulgar y silvestre afecta a la foto, pero sobre todo a la realidad contenida en ella. El cartón rechaza y entra en conflicto con ciertos efectos que la foto produce en la superficie plegable y lisa de la página; por otra parte, el cartón hirsuto y fijo entra en afinidad con otros ingredientes de la realidad formulada en la foto.
Para situar y calibrar las citas escritúrales y fotográficas reproducidas en el aparato gráfico de Dittborn es imprescindible valorarlas en su dimensión temporal, es preciso detenerse en su condición datada.
No basta identificar la época sedimentada en la foto (la que puede colegirse inmediatamente sea en la vestimenta o en el estilo del peinado de los sujetos que en ella emergen, como asimismo en la técnica aplicada en la toma y en el tipo de impresión usado en la publicación de donde es extraída), debe considerarse simultáneamente con cautela y detención mayor, la cualidad temporal de las mediaciones gráficas, de reproducción y traslación, como también de los materiales empleados, que ponen una cita en escena. Lo que primordialmente equivale a examinar las transformaciones que se ejercen sobre la cita en y por la puesta en escena.
Habrá que aplicar en la exégesis del espacio (social) que se pone en obra en el trabajo de Dittborn, la misma precisión que es necesario invertir en el desglose temporal.

La página con la nota gráfica “Se debe llamar a las que faltan”, reproducida en la serigrafía “Estampas Deportivas”, fue tomada del “Organo Informativo del Deporte de la Provincia de O’Higgins” del mismo nombre que la serigrafía. Las fotos que aparecen en dicha página (amplificada en al serigrafía a una escala considerablemente mayor), no solo se clisaron en la nota gráfica, sino que construyeron la memoria de sí mismas en unos diez mil lectores (circulación aproximada del impreso) y se alojan en dicha memoria: porque más allá de su hechura física, el espacio operante de una revista es el que abre por su difusión. Por tanto, en la imagen citada por la serigrafía de las figuras de cuerpo entero de las basquetbolistas (que es la información inmediata contenida en la huella óptica de sus fotos) se transmite de modo mediato e indisolublemente entreverado con la imagen reproducida, al público lector que se encontró en y por las mismas fotos, como también se transmite la memoria común que se generó de ellas a través de la lectura, formando parte de esa memoria las costumbres visuales inculcadas por la revista semanal.
Una foto se inscribe en su público; su límite es la visión de sus espectadores: consecuentemente, una foto está poblada por su público.
Además, para dar con toda la información que connotan las fotos, no se puede excluir la fisonomía de sus lectores, mineros del cobre de El Teniente, pequeños agricultores, profesionales de provincia, habitantes de los pueblos de esa zona del Valle Central, la hinchada heterogénea del ciclismo y del fútbol; como tampoco pueden dejar de considerarse los lugares en que la revista fue leída; campamentos, liceos de Rancagua. clubes deportivos y culturales, oficinas, Casas de Socorro del Servicio Nacional de Salud. También dichos hogares, dichas salas de espera, dichas aulas se infiltraron en las mentadas fotos.
Al encontrarse de un modo concreto en la serigrafía. las fotos de las basquetbolistas Isabel Vergara y María Hormazábal con la reescritura a mano hecha por Silvia Neicul Arrepol del texto de la Mistral, cónsul chilena, campesina del Norte Chico, maestra en Punta Arenas, Estrecho de Magallanes, Premio Nóbel, se entrechocan y se relacionan físicamente, al nivel de sus signos, fuerzas sociales que nunca se han topado en el plano de la cultura. La descarga significativa que se produce por la conexión de estos dos circuitos sígnicos es de tal magnitud que ilumina la carnalidad social, la materia prima histórica contenida en los dos sistemas: el de un cuerpo hecho letra en la poesía y el de los físicos de la Hormazábal y de la Vergara formalizados ardua pero a la vez precariamente en el deporte y su difusión informativa. Los cuatro cuerpos femeninos Isabel. María, Silvia y Gabriela, en el ahora de su conexión, acceden a la conflictiva plenitud de su sentido.
En el espacio visual de la serigrafía se “llama” a los momentos “que faltan” para que el texto usurpado por el aparato de la cultura profiera lo que nunca le han dejado decir.
La ofensiva visual de Dittborn, descifra la “Canción de las muchachas muertas” por la inerpolación de aquellas instancias (que en la serigrafía invaden y ocupan el campo de batalla del texto) a las que ha sido denegado la cultura y el arte, pone decididamente en cuestión tanto los hábitos sentimentales como los académicos de leer poesía.
Dittborn da el paso ejemplar de deletrear la cultura con los cuerpos a los que ha sido negada, de leer el arte desde lo que falta, en la presencia activa de la falta.
A través de la sensibilización de las diferencias temporales, a través del auscultamiento de la discontinuidad social del tiempo, se gana la atención de la distancia productiva que permite emplazar la actualidad y obtener las mediaciones y los instrumentos para rescatar lo diferido y lo naciente, el atraso y los esperado, lo perdido y lo resuscitable: uno mismo entra al lugar desde el cual es posible instalarse en una práctica que procese e integre lo irrecuperable y lo urgente, lo fallido y lo utópico, eventos temporales que traman la modernidad que crónicamente nos contiene y abisma.
Dittborn se moviliza en la historia con la historia, para captar la modificación (y no la moda) y el movimiento mismo de ella. Al interior de dicho movimiento recoge y documenta también, y a veces privilegiadamente, el del retroceso: movido así, descifra de ida y de vuelta con la conmoción en ellos contenida, el retardo contemporáneo mediante el anterior.
El tiempo que se conflagra en el escenario visual de Dittborn por el montaje de temporalidades desconectadas, es aquél que la movilidad asociativa del sensorio del espectador tarda en identificar, porque su cuerpo es forzado a conectar duraciones interruptas, momentos anacrónicos de nacimiento, períodos derrelictos, instantes en ruina, eras del deseo que sólo afloraron en una fracción de segundo, temporadas en estado de aborto, fechas de la desolación, lapsos de fatiga, perduraciones erradicadas, ratos paralizados.

Dittborn con el cuidado y la vigilia del antropólogo que se interna en una sociedad relegada al olvido, exhuma, aplastada por los avatares del destiempo, una humanidad a punto de perderse. Con la libertad que le otorga la ternura, con la urgencia que le exige el porvenir, desnuda la frustración in crescendo que viene arrastrando la defraudada población del Nuevo Mundo, ex-sede de las más alucinantes utopías europeas.


Lección de fotografía.



Las energías vivas de una sociedad al no lograr plasmarse, ni perpetuarse a un lenguaje, perecen innominadas, o sobreviven mudas, pero peligrosamente activas en las manifestaciones disfrazadas y subterráneas de lo reprimido. Cuando no hay un signo para las energías que nacen, piden y desean, cuando no hay referencia colectiva para ellas, incomparadas e inconmensuradas se marchitan, envejecen y caducan.

Las mujeres y los hombres estampados en la gráfica de Dittborn, dobles de exclusiva procedencia fotogénica, instantáneos en su semejanza mecánica, salieron a la luz en los periódicos por sus malandanzas y malogros, en su condición estrictamente marginal, en su expresión desventurada y maldita.

La materia cósmica que se transformó y combinó en su vida, por no haber tenido trato, al no haber sido asistida humanamente, se encuentra despenada en la ceguera social como un cuerpo extraño, como un aerolito proveniente de otros universos.

Sus cuerpos negados por un olvido anticipado de lo que compulsivamente los convulsiona, de lo que late en sus semblanzas de inelaborada falencia histórica, transmiten por eso esa apariencia indefinida, ese desgaste y vaciamiento.

Nunca se los mira por más de algunos segundos, ni a ellos en sus fotos, como tampoco a las fotos fundidas en sus facciones. Al descerrajar su recuerdo cancelado, al permanecer en el tiempo de exposición de sus huellas publicadas, donde queda yo, la primera persona, ese sitio del lenguaje. Con qué arte recorrer la materia impresa donde estos desahuciados se reproducen. Qué mirada sostener en la zona de emergencia de su noticia. Qué órganos crear para leer la hora en estos verdaderos relojes carnales del destiempo.

Mis sentidos quedan varados frente a sus no-labios, su epidermis apagada, su sex-appeal desértico.
Su equívoca complexión impenetrable interfiere la transparencia de usos y costumbres.
Su carisma calcinado señala los puntos ciegos de mis evidencias, confirma mis angustias.
Su vejez prematura, casi neolítica, desarticula las convenciones de la cronología.
Por su comparecencia de finado, el lenguaje se interrumpe, se bloquea; me bloqueo.
Contaminado por la precisión de su ausencia me tomo cada vez más hostil.

Más allá de cualquier asedio y más acá de toda desatención, porque el lente Zeiss-Icon y la rotativa off-set los colocó en la eternidad de lo visible, imponen su damnificada impersonalidad, su aterrante físico finiquitado.

Mientras el tiempo sigue devastando mi cuerpo contingente, ellos persisten en los recuadros fotográficos, en blanco y negro.

La prensa amarilla y la noticia policial son las únicas bocas, eso sí, bajo la solo alternativa de los titulares del crimen, del drama pasional o del suicidio, por donde pueden hacerse públicas ciertas emociones insoportables de insociales, ansiedades de puro privadas incontenibles, depresiones por descorazonantes incomunicables, sentimientos por reprimidos inabarcables, desalientos por desamparados insostenibles, hasta hacerse, de la noche a la mañana, vertiginosamente incontrolables en su urgencia de descarga, en su deseo de participarse, en su imperio por publicarse, para desembocar en el orgasmo de la sangre, en el campo santo del homicidio.

Cuando quiero remitirme a las fotos de esos desventurados, la escriturase se estrella contra el vacío que encarnan, contra esos áridos grises como de ceniza que estructura su huella óptica (toda foto es la huella de luz que un objeto grava en el negativo). El lenguaje se enrarece, tropieza, se recoge y se excede: el set de sentimientos que manejo se desarma: no corre la comprensión ni el escándalo, la simpatía y la ira fracasan frente a la inmutable actualidad fotodocumental de esos corifeos de lo inexpresivo y de lo impronunciado. Que el sin sentido y la violencia son en último término lo mismo, se certifica en sus mudos documentos enmudecedores. Tal es la materia conflictiva que transporta y expone la huella óptica en sus reproducciones. Resistente, inaccesible, el fotosímil de sus físicos contienen lo que la sociedad rechaza, su propio y construido exterior: mm2 x mm2 muestra lo que en la sociedad está fuera de función: cada átomo de esas fotografías es una zona donde la comunión se interrumpe y se coarta, donde se señala como suspendida y sin sentido. En la impronta fotográfica que el aparato registra de los portadores del crimen, en la memoria que de ellos graba, entra al campo de la visión la extraterritorialidad interna de la sociedad, ese páramo sin signos, donde la colectividad se exila con todo lo que de improcesado, de fallido, de inarticulado tiene. La automutilación que la sociedad perpetra sobre sus miembros se hace visible y no deja de ser visible, hecha carne y hueso en la figura impresa de los mentados antisociales. Dicho exterior inaprehensible e incodificable en que el hombre retoma a un estado presocial, formalizado y traspuesto en su reproductibilidad por el ojo de la cámara, se vuelve empíricamente disponible e ineludible. Lo que las normas legales, lo que las instituciones, lo que las convenciones pictóricas y los códigos lingüísticos no han podido captar ni encauzar se toma tangible para el ojo y está literalmente presente en la plenitud de su analizable aparición multiplicada. La inhumana cámara demuestra ser la única capaz de confrontar, recibir y devolver la inhumanidad social; demuestra ser la única capaz de intervenir en las instancias en que el hombre está ausente- La máquina fotográfica por la capacidad de tomar, fijar y memorizar la violencia, es más reveladora y más confiable que la sociedad que maquinalmente la niega.

No hay más conducto regular que el marco estrecho de la crónica roja que oficie la aparición de los portadores de las bajas pasiones (o de las víctimas en que fueron consumadas).

La gráfica de Dittbom. por actualizar la semejanza exteriorizada en las fotos de prensa de Marta Irenia Matamala, de Luis Cáceres Hernández y Doris Canales, –porque tienen nombre y apellido estos apasionados que recorrieron las mismas calles que transitamos hoy,– por reeditar hoy los clisés de su vida anterior, desprendidos de la retórica periodística que sólo los explotó y comercialó una vez más para provocar el hechizo de los sensacional, por reencarnarlos en su traducción cuidadosamente visual como documentos somáticos de sí mismos, estrena las vistas puramente carnales -sobre el padecimiento de estos desesperados.

La gráfica de Dittborn, les confiere un nuevo cuerpo erótico, aquel queme obliga a sostener la mirada en sus reproducciones sin glamour, a incursionar en su irreductible presencia inmovilizada, a explotar sus fisonomías exhaustas de abandonadas, a recorrer, a palpar su carne abismada, a convertirme en lo público a que se vieron forzados a llevar su mensaje indescifrado.


Caja de herramientas.

A Corina y Esperanza.
A mi madre.
A la memoria de mi padre.
A Pina y Ronald, en el espacio de allá.
A Hernán.

Debo mi trabajo a la adquisición periódica de revistas en desuso, reliquias profanas profundas rezagadas, en cuyas fotografías se sedimentaron los actos fallidos de la vida pública, roturas a través de las cuales se filtra, inconclusa, la actualidad.

Debo mi trabajo al cuerpo humano, peso muerto deportado e estado fotogénico al espacio cuadrilátero de diarios y revistas, memoria colectiva que consagra su perpetuo desamparo.

Debo mi trabajo al deporte de masas, arena en que los hombres enfrentan sus cuerpos en la pugna decidida por el triunfo, obstinación ciega que los mantiene bajo riguroso control:
debo mi trabajo a la gesticulación de aquellos hombres, memorizadas por la cámara fotográfica, luego impresa y publicada en diarios y revistas; impulsos iniciales (congelados), ademanes vertiginosos (petrificados), golpes de fortuna (coagulados), llegadas estrechas (abortadas), caídas instantáneas (fósiles).

Debo mi trabajo al offset y a la fotoserigrafía, medios de reproducción que posibilitaron el traslado de fotos privadas, así como de fotos encontradas en diarios y revistas, hasta el campo pictórico y gráfico, reescinificando dichas fotografías y posibilitando así su re-lectura y re-visión:

Debo mi trabajo al cartón gris, medio de amortiguar, cubrir, aislar, rellenar, embalar, dividir, absorver y tapar:
debo mi trabajo al diario uso que el cartón gris se hace en talleres de encuadernación, bodegas de embalaje, despachos, aduanas portuarias, oficinas de arquitectura, imprentas tipográficas, terminales de ferrocarril, agencias de publicidad, talleres de corte y confección, fábricas de carteras, plantillas, bobinas, estuches, archivadores y cuadernos;
debo mi trabajo al cartón gris, terreno baldío, papel inconcluso, yezca, hollejo, pista de cenizas, cama de segunda mano, carne de perro, una barata:

Debo mi trabajo a la observación de secreciones líquidas del cuerpo humano depositadas en forma de derrame sobre telas, manchas que desbaratan, interfieren, desarreglan, descomponen, interrumpen y tiñen, manchas que manchan;

Debo mi trabajo a sustancias acuosas, sustancias oleoginosas, derramadas sobre soportes pictóricos, lienzo absorvenetes, tramados, secos, opacos, lino crudo, yute, linoca de buque;
debo mi trabajo al movimiento uniformemente retratado de las sustancias nombradas habiendo penetrado los tejidos descritos;

Debo mi trabajo a la preponderancia concedida a los arreglos sistemáticos pilas, rumas, hacinamientos, repartos, láminas didácticas, insectarios, herbarios, mostrarios, listas, fosas comunes, cuadros de honor, paradigmas todos;

Debo mi trabajo al empleo de proverbios, definiciones, adagios, canciones, frases hechas, letanías, adivinanzas, estrofas, textos todos encontrados hechos en el habla y en la escritura y que al igual que la fotografía pública son moneda corriente, luceros apagados y en tránsito, lugares comunes;

Debo mi trabajo a la conexión y a la aptitud para articularse escénicamente, de lugares comunes escritos con lugares comunes fotográficos, conexión que remueve conmocionando y desnaturaliza quebrando lo archileído e dichos comunes:

Debo mi trabajo a Kodalith realizados por Froilan Hupat y Jack Ceitelis, a partir de fotos que encontré en álbumes, magazines, periódicos, semanarios, tabloides, libros y revistas:
debo mi trabajo a Luis Oviedo Guerrero, bajo cuya dirección se realizaron en Estudios Norte las impresiones serigráficas sobre papel couché y cartulina previamente impresos en offset.

Eugenio Dittborn.
[1] La percepción fotográfica mecaniza lo percibido. Como producto del instrumento, el “instante” es sustraído de la fuga cronológica e introducido a la sincronía del lenguaje fotográfico como signo icónico (el tiempo se precipita en espacio), haciéndose así disponible: por la gramática de la sincronicidad se hace anexable a otros tiempos, a otros signos.
[2] Que a las cosas de las despoje de su espacialidad es la restitución de la virtualidad que les es inherente. Esto es lo que se connota en el lenguaje coloquial con la palabra “eternizar”. La permanencia de la duración sólo puede ser producida sobre la base de esa virtualidad originaria, la de las cosas n el lenguaje.
1 Al constituir lo mecánico mediante el aparato fotográfico su propio ojo y la vista sobre sí mismo, constituye conjuntamente con este reflejo óptico propio –y de manera inmediata– la capacidad de fijar otra especie de automatismo latente en el campo óptico. Aquello que perteneciendo a lo visual (tanto en el ámbito social como en el natural) pero sustraído al dominio y al control de una intencionalidad y de una conciencia (*) una foto puede sacar sin más y detenidamente, para asegurar su imagen y conservarla en la permanencia de lo visible:
(El procedimiento fotográfico eleva el mundo en general a la semejanza mecánica, a su identidad automática)
Todo lo que sucede entre aquello que impronta y aquello que es improntado, todo lo que acontece durante ese lapso íntimo e que dos sustancias se tocan, compenetran y traducen por la luz –en ese intercambio desencadenado– es absoluta y estrictamente automático y al revés:
(*) Lo propio de una intencionalidad y de una conciencia al ser mediado fotográficamente, es sustraído de golpe al dominio y control de la conciencia y revelado en lo que de automático tiene (la transposición del mundo al pensamiento fotográfico).
2 Tal como el lenguaje oral, por la invención de la escritura tuvo repentinamente su propia exterioridad lingüística en ella.
Aunque la escritura es un cogido digital y la foto un código análogo, se puede afirmar que la escritura es al lenguaje oral lo que la fotografía es a la pintura.
3 Esas fotos, registran y documentan con una nitidez sin igual, la ausencia de pintura en América: son nada menos que extensos paisajes impintados.

1 comentario:

York Dach dijo...

muchas gracias por el aporte, en verdad muy buenos textos de dficil acceso electrónico.