París: Galilée, 2001, 51 págs.
Traducción de Juan Manuel Garrido Wainer
La comunidad enfrentada
Jean-Luc Nancy
A Maurice Blanchot.
El estado actual del mundo no es una guerra de civilizaciones. Es una guerra civil: es la guerra intestina de una ciudad, de una civilidad, de una ciudadanidad, que están desplegándose hasta los límites del mundo y, por eso, hasta el extremo de sus propios conceptos.
No es tampoco una guerra de religiones, o bien toda guerra llamada de religiones es una guerra intestina al monoteísmo, esquema religioso de Occidente y, en él, de una división que es llevada, otra vez, hasta los bordes y las extremidades: hasta el Oriente de Occidente y hasta la fractura y apertura en la mismísima mitad de lo divino. De ahí que Occidente sólo habrá sido la extenuación de lo divino, en todas las formas del monoteísmo, y se deba al ateísmo o al fanatismo.
Lo que nos está ocurriendo es una extenuación del pensamiento de lo Uno y de una destinación única del mundo, cosa que se agota en una única ausencia de destinación, en una expansión ilimitada de la equivalencia general o bien, inversamente, en los sobresaltos violentos que reafirman la omnipotencia y omnipresencia de un Uno que se ha vuelto –o que ha vuelto a ser– su propia monstruosidad[1]. ¿Cómo poder ser seriamente, absolutamente, incondicionalmente ateos, siendo al mismo tiempo capaces de sentido y de verdad? ¿Cómo poder, no ya salir de la religión –pues en el fondo eso ya está hecho, y las imprecaciones furiosas son impotentes frente a eso (inclusive son más bien el síntoma de ello, como el “dios” grabado en el dólar)–, sino salir de nuestro monolitismo de pensamiento (simultáneamente: Historia, Ciencia, Capital, Hombre y/o la Nulidad de todo eso…)? Es decir, ¿cómo llegar al borde del monoteísmo y de su ateísmo constitutivo (o de lo que podría llamarse su “ausenteísmo”) para poder captar allí, en el reverso de su agotamiento, lo que podría escapar al nihilismo, lo que podría salir desde el interior? ¿Cómo pensar el nihil sin convertirlo en monstruosidad omnipotente y omnipresente?
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La apertura que se forma es la del sentido, de la verdad o del valor. Todas las formas de fractura y de ruptura, social, económica, política, cultural, poseen en esta apertura la condición de su posibilidad y su esquema fundamental. No se lo puede ignorar: la cuestión fundamental debe ser planteada como una cuestión del pensamiento, inclusive cuando se trata de sus implicaciones más materiales (de la muerte a causa del Sida en África o de la miseria en Europa o de las luchas por el poder en los países árabes, por ejemplo, entre cien ejemplos). La estrategia política y militar es necesaria, la regulación económica y social es necesaria, y la obstinación en la exigencia de justicia, la resistencia y la rebelión, lo son también. Pero es menester sin embargo pensar sin sosiego un mundo que se sale, de manera a la vez lenta y brutal, de todas sus condiciones adquiridas de verdad, de sentido y de valor.
El enorme desequilibrio económico, vale decir el desequilibrio de la vida, del hambre, de la dignidad, del pensamiento, es el corolario del desarrollo de un mundo que ya no se reproduce (que ya no conduce ni su propia existencia ni su propio sentido), sino que produce una ilimitación de su propia mundialidad, hasta tal punto que parece ya sólo poder explotar: pues en el centro de la ilimitación se surca una separación que es una desigualdad del mundo consigo mismo, una imposibilidad de dotarse de sentido, de valor o de verdad, una precipitación en la equivalencia general que se convierte progresivamente en la civilización como obra de muerte. No sólo una forma de civilización, sino la civilización, quizás la historia del hombre y quizás junto con ella la historia de la naturaleza. Y no hay otra forma en el horizonte, ni nueva ni vieja.
Por una y otra parte se quiere vendar la herida con los oropeles de siempre: dios o dinero, petróleo o músculo, información o hechizo, lo que siempre termina siendo una u otra forma de omnipotencia y omnipresencia.
Omnipotencia y omnipresencia: eso es lo que siempre se exige de la comunidad, o lo que se busca en ella: soberanía e intimidad, presencia a sí sin falla y sin afuera. Se desea el “espíritu” de un “pueblo” o el “alma” de una asamblea de “fieles”, se desea la “identidad” de un “sujeto” o su “propiedad”.
No basta, para nada basta con denunciar aquí un imperialismo y allá un integrismo (designaciones que se pueden colocar en forma de quiasma, por lo demás). Estas denuncias son justas, así como es justo denunciar el efecto de una explotación y de una humillación de poblaciones enteras, que se vuelven disponibles para otras explotaciones e instrumentalizaciones. Pero a fin de cuentas, desde 1939, las guerras ya no tienen lugar como enfrentamientos al interior de un mundo que les da lugar (aun si este lugar es desastroso): la guerra se ha vuelto la guerra de un mundo que se desgarra porque está mal parado para ser o para hacer lo que debe: a saber, un mundo; vale decir, un espacio de sentido, aun con el sentido perdido y con la verdad vacía[2].
Hablar de “sentido” y de “verdad” en medio de la agitación militar, de los cálculos geopolíticos, de los sufrimientos, de gestos de estupidez o de mentira no es ser “idealista”: es tocar la cosa misma.
Por una y otra parte de la apertura del mundo surcada con el nombre de “globalización” es la comunidad la separada y enfrentada a sí misma. Otrora las comunidades pudieron pensarse distintas y autónomas sin buscar su absorción en una humanidad genérica. Pero cuando el mundo termina por volverse mundial y cuando el hombre termina por volverse humano (es en ese sentido, también, que se vuelve “el último hombre”), cuando “la” comunidad se pone a farfullar una extraña unicidad (como si sólo pudiera haber una y como si debiera haber una esencia única de lo común), entonces “la” comunidad comprende que es ella la que está abierta –apertura abierta sobre su unidad y sobre sus esencias ausentes– y es ella la que enfrenta, en ella, esta fractura. Es comunidad contra comunidad, extranjera contra extranjera y familiar contra familiar, desgarrándose ella misma al desgarrar a las otras que quedan sin posibilidad de comunicación ni de comunión. Por esta razón, el monoteísmo en sí mismo enfrentado a sí mismo, como teísmo y ateísmo, es el esquema de nuestra condición actual.
Que este enfrentamiento consigo misma pueda ser una ley del estar-en-común y su sentido mismo: eso es lo que está en el programa del trabajo de pensamiento –inmediatamente acompañado por este otro programa, a saber, que el enfrentamiento, al comprenderse a sí mismo, comprende que la destrucción mutua destruye incluso la propia posibilidad del enfrentamiento, y con él la posibilidad del estar-en-común o del coestar.
Pues si lo “común” es el “con”, el “con” designa el espacio sin omnipotencia y sin omnipresencia. En el “con” no puede haber sino fuerzas que se enfrentan en virtud de su juego mutuo y de presencias que se separan en virtud de que siempre han de volverse otra cosa que meras presencias (objetos dados, sujetos acomodados en sus certidumbres, mundo de la inercia y de la entropía).
¿Cómo volvernos capaces de mirar a la cara nuestra apertura y nuestro enfrentamiento, no para sumergirse en ellos, sino para hallar, pese a todo, la fuerza de enfrentarnos, primero con conocimiento de causa, luego de manera tal que podamos realmente encararnos –sin lo cual el enfrentamiento no es más que un empellón indistinto y ciego?
Pero mirar a la cara un abismo y enfrentarnos con la mirada no dejan de ser análogos, porque la mirada de lo otro sólo puede abrir a lo insondable: a la extrañeza absoluta, a una verdad que no puede ser verificada pero a la que sin embargo hay que sostener.
Triple extrañeza: la de lo otro alejado, la de lo mismo retirado, la de la historia vuelta sobre lo inocurrido, quizás insostenible. Hay que sostener, en contra de una moral “altruista” recitada con demasiada mojigatería, la severidad de la relación con lo extraño cuya extrañeza es condición estricta de existencia y de presencia. Y hay que sostener eso que, delante de nosotros, nos expone al sombrío resplandor de nuestro propio devenir y de nuestra propia desgarradura. No se trata ni de culpar a Occidente ni de reivindicar un Oriente mítico: se trata de pensar un mundo en sí mismo y por sí mismo fracturado, con una fractura que proviene de lo más recóndito de su historia y que debe, de un modo u otro –acaso para lo peor y, ¿quién sabe?, para lo un poco menos peor–, constituir hoy día su sentido oscuro, un sentido no oscurecido pero cuya oscuridad es su elemento. Es difícil, es necesario. Es nuestra necesidad en los dos sentidos del término: nuestra menesterosidad y nuestra obligación.
El presente texto aparece en Italia, de donde lo solicitaron, en las condiciones que son indicadas (aparecerá como prefacio de una nueva edición de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot, en una traducción revisada, en las ediciones SE de Milán; agradezco a Alessandro Fanfoni por su invitación).
Las ediciones SE, de Milán, me piden que presente una traducción revisada de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot. El público italiano, me dicen, no cuenta con una visión clara de las circunstancias en que este libro fue escrito y publicado, al mismo tiempo en que su autor expresaba explícitamente que hacía eco a un artículo que publiqué con el título de La comunidad inoperante. El pedido me pareció pues presentar el interés bien preciso de invitarme a volver sobre un episodio cuya importancia obvié medir con exactitud.
La historia de los textos filosóficos sobre la “comunidad” en los años 80 sería digna de ser escrita con precisión, puesto que es, entre otras historias pero más que otras, reveladora de un movimiento profundo del pensamiento en Europa en aquella época –un movimiento que todavía nos transporta, aun si es en otro contexto muy diferente, y en el cual el motivo de la “comunidad”, en lugar de salir a la luz, parece estar hundiéndose en una peculiar oscuridad (sobre todo en el momento de escribir estas líneas: en la mitad de octubre de 2001). En La comunidad inoperante evoqué el comienzo de esta historia, pero de manera demasiado escueta. Vuelvo ahora, con ocasión de este prefacio, y con el distanciamiento del tiempo que permite entender mejor.
Al mismo tiempo, el cargado contexto a que acabo de aludir –las devastaciones y las guerras comunitaristas de todo tipo y de todo “mundo” (el Antiguo, el Nuevo, el tercer y el cuarto, el Norte y el Sur, el Este y el Oeste)– vuelven quizás deseable retrazar un movimiento que proviene del pensamiento sólo porque proviene en primer lugar de la existencia.
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En 1983, Jean-Christophe Bailly proponía un tema para un número de la revista Aléa que en ese entonces salía en Christian Bourgois[3]. El tema propuesto rezaba: “La comunidad, el número.”
La elipse perfectamente lograda de este enunciado –donde la seguridad compite con la elegancia, conforme al gran arte de Bailly– me conquistó apenas me llegó la petición de un artículo, y desde entonces no he dejado de admirar la ocurrencia.
La “comunidad” era una palabra entonces ignorada por el discurso del pensamiento. Se la reservaba sin duda al uso institucional de la “comunidad europea”, uso que, lo sabemos hoy casi 20 años después, malogra el concepto que emplea: y eso no es ajeno al asunto de la “comunidad” tal como nos pena, tal como nos abandona o tal como nos apremia. Se haya sabido o no a la sazón, esa palabra y su concepto sólo podían caer presa de la celada de la Volkgemeinschaft nazi, “la comunidad del pueblo” en el sentido que se conoce. (En Alemania, por lo demás, la palabra Gemeinschaft desencadenaba todavía una dura resistencia en la izquierda, y la traducción de mi libro, en 1988, fue tratada de nazi en un periódico berlinense de izquierda. En 1999, en cambio, otro periódico de Berlín, venido del antiguo Este, hablaba del mismo libro de manera positiva bajo el título de “Retorno del comunismo”. Esta doble anécdota me parece resumir la anfibología, el equívoco y quizás la aporía, pero también la insistencia obstinada, no necesariamente obsesiva, que conlleva la palabra “comunidad”.) Por otra parte, lo que todavía quedaba en 1983 de confianza socializante, cualquiera sea su grado y su forma, conservaba su inclinación por la palabra “comunismo” (al menos bajo la condición, se entiende, de adoptar la exigencia primera contra el “comunismo real”, que ya no quedaba por descubrir).
Pero el “comunismo” indica una idea y un proyecto, mientras que la “comunidad” parecer tomar nota de un hecho, de un dato. El “comunismo” se declara en favor de una “comunidad” que no está dada, que se da como meta. En el enunciado de Bailly, escuché inmediatamente: “¿Qué hay con la comunidad?” –como una pregunta que se sustituía silenciosamente a esta otra: “¿Qué proyecto comunista, comunitario o comulgante?”; “¿Qué hay con…?”, es decir: “¿Cuál es el ser de la comunidad, qué ontología da cuenta de eso que indica una palabra conocida –común– pero cuyo concepto se ha vuelto quizás muy incierto?”
El puro concepto pedía examen, y por ello la invitación manifestaba cierta prudencia respecto del orden mismo del proyecto en general. (Bailly venía de una izquierda fuerte, si no extrema, no comunista en el sentido de los partidos.) La mera exhibición de la palabra lo proponía como programa de análisis y sin duda de problematización.
El “número” también era algo imprevisto, de otro modo. Súbitamente recordaba la evidencia no sólo de la multiplicación considerable de la población mundial, sino que también –como su efecto o corolario cualitativo– de una multiplicidad que se sustraía a las absorciones unitarias, de una multiplicidad que multiplicaba sus diferencias, dispersándose en pequeños grupos, o individuos, multitudes o poblaciones. En este sentido, el “número” significaba la repetición y el desplazamiento de lo que había sido “la masa” o “la muchedumbre” en no pocos análisis de la pre-guerra (Le Bon, Freud, etc.), o bien, desde otro ángulo, de la post-guerra. Y sabíamos bien cómo los fascismos habían sido operaciones conducidas sobre las “masas”, mientras que los comunismos lo habían sido sobre “clases”, unas y otras asignadas como residencia de misión histórica.
El enunciado podía pues leerse como un abreviado fulgurante del problema que habíamos heredado en cuanto que problema del o de los “totalitarismo(s)”; aunque ya no planteado en términos directamente políticos (como si se tratara de un problema de “buen gobierno”), pero sí en términos que debían entenderse como ontológicos: ¿qué es entonces la comunidad, si el número es su único fenómeno –o incluso la cosa en sí– y si ya ningún “comunismo” o “socialismo”, nacional o internacional, expresa ni la más mínima figura, ni la forma, ni el más mínimo esquema identificable? ¿Y qué es entonces el número si su multiplicidad ya no cuenta como masa a la espera de una puesta en forma (formación, conformación, información), sino que vale por sí misma, en una dispersión que no podríamos saber si llamar diseminación (exhuberancia seminal) o desperdigamiento (pulverización estéril)?
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Ocurrió que, en el momento en que Bailly proponía el tema, me encontraba terminando un año de curso consagrado a Bataille, considerado desde la perspectiva política. Trataba de encontrar en él, muy precisamente, la posibilidad de un recurso inédito que escapara al fascismo y al comunismo, tanto como al individualismo demócrata o republicano (no todavía “ciudadano”, conforme a esta noción que, desde entonces, ha buscado responder al mismo problema, pero casi sin hacerlo progresar). De hecho, buscaba en Bataille porque sabía que ya estaba circulando la palabra y el motivo de la comunidad –y el móvil de esta búsqueda era también aquél del enunciado de Bailly (que obviamente conocía a Bataille, sin no obstante referirse a él). Este índice de investigación significaba ciertamente para ambos, pero sin una conciencia clara de lo que se jugaba, un planteamiento ante todo no directamente o no exclusivamente político del problema: delante o detrás de lo “político”[4] hay esto: a saber, lo “común”, lo “conjunto” y lo “numeroso”, y que quizás ya no sabemos en absoluto cómo pensar este orden de lo real.
El trabajo del curso me había dejado insatisfecho. Bataille no me había dado la posibilidad de acceder a una política inédita. Al contrario, en más de un sentido relegó la posibilidad política como tal. En sus textos de la post-guerra, y hasta el final, se apartó del clima político de su pensamiento de la pre-guerra. De manera análoga, se había apartado de toda rivalidad con una “ciencia” sociológica así como de toda tentativa de fundación de grupo o de “colegio”. Y ya no era posible que una “sociología sagrada” tomara de los fascismos la energía pulsional y “activista” en que él había visto su principal vigor. La agitación heterológica había fracasado y la guerra, terminada con la victoria de las democracias, en lugar de haber desnudado las fuerzas extáticas dejaba en la sombra los proyectos políticos.
Y así como Bataille hacía de la “soberanía” un concepto no político sino ontológico y estético –ético, como se diría hoy–, consideraba el fuerte vínculo (pasional o sagrado, íntimo) de la comunidad como reservada a lo que llamaba la “comunidad de los amantes”. Esta se hallaba pues en contraste con el vínculo social y como su contra-verdad. Lo que supuestamente debía estructurar a la sociedad –no fuera sino abriendo una brecha transgresora– era colocado fuera de ella en ella, en una intimidad para la cual lo político queda fuera de alcance.
Me parecía poder reconocer allí un aspecto de la constatación que toda la época comenzaba a hacer oscuramente: un divorcio de la política y del estar-en-común[5]. Pero tanto por un lado como por el otro, comunidad de intimidad intensa o sociedad de un vínculo homogéneo y extensivo, el punto de referencia de Bataille me pareció ser el siguiente: la posición deseada (alcanzada en el amor o depuesta en la sociedad) de una comunidad como absorción en interioridad, como presencia a sí de una unidad realizada. Me pareció entonces que había que analizar este presupuesto de la comunidad –aun si era designado claramente como lo imposible y, junto con ello, convertida en una “comunidad de aquellos que están sin comunidad” (expresión que cito de memoria y sin saber ya si es de Bataille o de Blanchot; decidí escribir estas líneas sin volver sobre los textos, dejando aquí espacio para la memoria, única capaz de devolver el movimiento que seguí y que quedó impreso en mí: releer me haría reescribir la historia).
De ese modo se me imponía el pensamiento que se había prolongado a través de la tradición filosófica, y hasta en su sobrepasamiento o desborde bataillano (y antes, sin duda, en el de Marx), una representación de la comunidad a la que la reflexión sobre el “totalitarismo” –que lo marcaba todo en esos años, que exigía de todos un profundo respiro– me hacía conferir este carácter esencial: la comunidad que se realiza como su propia obra[6]. Lo que en cambio la reflexión difícil y en parte desdichada de Bataille invitaba a pensar –con ella pero más allá de ella– era lo que me pareció que se podía denominar la “communauté désœuvrée”, la “comunidad inoperante”.
El “désœuvrement”, la “inoperancia”, salía de Blanchot, por ende de lo más próximo a Bataille, de la comunidad o comunicación llamada “amistad” y “diálogo infinito” entre ambos. De esta singularísima y muy silenciosa, y en cierto sentido secreta comunicación, me llegaba una palabra para tratar de lanzar de nuevo los dados de este asunto.
Los años que vendrían iban a mostrar en qué medida la comunidad, ya retomada una primera vez, concitaba el interés, y en qué medida se volvía necesario tratar de volver a calificar esta región del hombre o del ser que ningún proyecto comunista o comunitarista sostenía ya. Calificarla de otro modo significaba en el fondo dejar de calificarla por sí misma, salir de la tautología en que la comunidad tenía sustancia y valor en sí (y sin duda siempre con un índice más o menos cristiano: comunidad primitiva de los apóstoles, comunidad religiosa, iglesia, comunión– los orígenes de Bataille eran por lo demás muy explícitos en este punto). Hubo, tras los libros de Blanchot y el mío, una serie de trabajos que tematizaban y calificaban a la comunidad; continúa hoy, pero en un contexto en que se reinventó, en los Estados Unidos, un “comunitarismo” que pediría un examen aparte[7].
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Blanchot escribe La comunidad inconfesable en respuesta al artículo que publiqué con el título de La comunidad inoperante, y mientras ya lo trabajaba para convertirlo en libro. Me conmovió esa respuesta, primero porque la atención de Blanchot demostraba la importancia del motivo, no sólo para él sino que, a través de él, para todos quienes experimentaban una necesidad imperiosa, acaso violenta, de reconsiderar lo que el comunismo había ocultado tan poderosamente y que lo había hecho surgir: la instancia de lo “común” –pero también su enigma o su dificultad, su carácter no dado, no disponible y, en este sentido, lo menos “común” del mundo…
Pero también me conmovió el hecho de que la respuesta de Blanchot era al mismo tiempo un eco, una resonancia y una réplica, una reserva, inclusive en cierto sentido un reproche.
Nunca aclaré completamente esta reserva o este reproche, ni en un texto, ni para mí mismo, ni en la correspondencia con él. Hablo de ello por primera vez, con ocasión de este prefacio.
No lo hice porque no me sentía (no menos que hoy) ni capaz de, ni autorizado a dilucidar el secreto que Blanchot designa claramente con su título –e incluso con su texto que hacia el final dice “lo inconfesable” de una muerte dada por amor, de un amor dado en la muerte (y esto mismo, precisamente, no es confesable incluso cuando se dice).
El secreto no confesable, sin duda, tiene que ver con esto (pero no radica en esto): ahí donde yo intentaba sacar a la luz la “obra” comunitaria como la condena a muerte de la sociedad[8] y, correlativamente, establecer la necesidad de una comunidad que se rehúsa a obrar, que preserva de ese modo la esencia de una comunicación infinita (comunicándose un “sentido ausente”, para decirlo con Blanchot, y la pasión de este ab-sens, o bien la pasión en que este ab-sens consiste), ahí mismo, entonces, Blanchot me significa o señala lo inconfesable. En aposición pero también en oposición a lo désœuvrée de mi título, este adjetivo propone pensar que tras la inoperancia todavía hay la obra, una obra inconfesable.
Da que pensar (lo advierto de nuevo, escribo sin releer los textos, escribo no para resolver, sino para abrir la atención de futuros lectores) el que la comunidad de aquellos que están sin comunidad (todos nosotros), la comunidad inoperante, no se deje revelar como el secreto develado del estar-en-común. Y por consiguiente que no se deje comunicar, aun si es lo común mismo y sin lugar a dudas porque lo es.
Más bien agrava este secreto, subraya su imposibilidad, o mejor el iterdicto de penetrarlo –o incluso la inhibición, el pudor o la vergüenza de penetrarlo (todos estos acentos figuran, creo, en el texto de Blanchot).
Lo que es inconfesable no es indecible. Al contrario, lo inconfesable no termina de ser dicho o de decirse en el silencio íntimo de quienes podrían pero no pueden confesar. Imagino que Blanchot quería intimarme con este silencio y con lo que dice: prescribírmelo y hacerlo entrar en mi intimidad, como la propia intimidad –la intimidad de una comunicación o de una comunidad, la intimidad de un modo de obra íntima que se retiraba más allá de toda inoperancia, volviéndolo posible y necesario pero no disolviéndose en él. Blanchot me pedía que no permaneciera en la negación de la comunidad comulgante, que pensara más allá de esta negatividad, hacia un secreto de lo común que no es un secreto común.
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Hasta ahora no he retomado el análisis de todo eso, como podría haberlo hecho con una respuesta al texto de Blanchot. No lo hice en mi correspondencia con él, pues las cartas apenas deben mezclarse con los textos: éstos comunican entre ellos según un orden propio. (¿Qué es, por otra parte, una correspondencia? ¿Qué especie de co- o de com- está implicado?) Tampoco lo hice en un texto, pues sucedió que, en el orden del trabajo propiamente dicho, no proseguí en la veta ni en el tema de la palabra “comunidad”.
En efecto, preferí ir reemplazando poco a poco las malogradas expresiones de “estar-juntos”, de “estar-en-común” y finalmente de “coestar”. Había razones para estos desplazamientos y para la resignación, al menos provisoria, de estas infelices ocurrencias lingüísticas. Por todos lados veía venir los peligros suscitados por la palabra “comunidad”: su resonancia invenciblemente plena, léase henchida de sustancia y de interioridad, su referencia inevitablemente cristiana (comunidad espiritual y fraternal, comulgante), o más en general religiosa (comunidad judía, comunidad de la plegaria, comunidad de los creyentes –‘umma), su uso en apoyo a presuntas “etnicidades”, todo eso no podía sino poner en guardia[9]. Quedaba claro que el acento puesto sobre el concepto necesario pero todavía muy poco clarificado iba por lo menos emparejado, en esa época, con un reavivamiento de pulsiones comunitaristas, y a veces fascinadoras. (En 2001, se puede ver en qué punto estamos y por dónde hemos pasado en materia de pulsiones de este tipo.)
Preferí entonces concentrar el trabajo en torno al “con”: prácticamente indiscernible del “co-“ de la comunidad, conlleva sin embargo un índice más neto de la separación en el corazón de la proximidad y de la intimidad. El “con” es seco y neutro: ni comunión ni atomización, compartir apenas un lugar, a lo sumo un contacto: un estar-juntos sin ensamblaje. (En este sentido, hay que profundizar un análisis del Mitdasein que Heidegger dejó en suspenso.)
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Quizás esto me llevará de nuevo al libro de Blanchot. Esta nueva edición italiana es una primera ocasión. Como si Blanchot, más allá de los años que han transcurrido y de algunos otros signos intercambiados, me dirigiera de nuevo su precepto: “¡Resguarde lo inconfesable!” Creo entenderlo de este modo: sospeche de toda absorción de la comunidad, incluso bajo el nombre de “inoperante”. O bien, prosiga aún más en la indicación de esta palabra. La inoperancia viene después de la obra pero proviene de ella. No basta con detener a la sociedad que se hace obra en el sentido en que lo quieren los Estados-naciones o -partidos, las Iglesias universales o autoacéfalas, las Asambleas y los Concejos, los Pueblos, las compañías o las fraternidades. Hay que pensar también que hubo ya, siempre ya, una “obra” de comunidad, una operación de reparto que siempre habrá precedido toda existencia singular o genérica, una comunicación y un contagio sin los cuales no podría haber, de modo absolutamente general, ninguna presencia ni ningún mundo, pues cada uno de estos términos implica en él una co-existencia o una co-pertenencia –aun si esta “pertenencia” sólo es la pertenencia al hecho del estar-en-común. Ya hubo entre nosotros –todos juntos y en conjuntos distintos– la participación en algo común que sólo consiste en esa participación, pero que al participar hace existir y toca entonces la existencia misma en lo que ésta tiene de exposición a su propio límite. Eso es lo que nos ha hecho “nosotros”, separándonos y aproximándonos, creando la proximidad con el alejamiento entre nosotros –“nosotros” en la indecisión mayor en que se halla este sujeto colectivo o plural, condenado (pero ésa es su gloria) a no poder encontrar nunca su propia voz.
¿Qué ha sido compartido? Sin duda algo –lo “inconfesable”, pues– que Blanchot indica en la segunda parte de su libro[10] y por el hecho mismo de emparejar en este libro una reflexión sobre un texto teórico y otra sobre un relato de amor y de muerte[11]. En ambos casos, Blanchot escribe en relación a y escribe su relación con estos textos, que de ese modo relaciona también entre ellos. Los distingue, según me pareció ver, como dos textos, uno se quedaba en una consideración negativa o huera de la “inoperancia”, mientras el otro daría acceso a una comunidad ya no “obrada”, sino operada en secreto (lo “inconfesable”), en la participación de una experiencia de los límites: la experiencia del amor y de la muerte, de la vida misma expuesta a sus límites.
Quizás dice –es lo que una relectura debe buscar– que estos dos accesos a la esencia sin esencia de la “comunidad” se recortan en alguna parte, entre las dos partes del libro como entre el orden social-político y el orden pasional-íntimo. En alguna parte habría que pensar el enigma de intensidad, de surgimiento y pérdida, o de abandono, que posibilita a la vez la existencia plural (el nacimiento, la separación, la oposición) y la singularidad (la muerte, el amor). Pero siempre lo inconfesable está implicado en el nacimiento y la muerte, el amor y la guerra.
Lo inconfesable designa un secreto vergonzoso. Vergonzoso porque involucra, bajo dos figuras posibles –la soberanía y la intimidad– una pasión que no puede ser expuesta sino como lo inconfesable en general: su confesión sería insostenible, pero al mismo tiempo destruiría la fuerza de esta pasión. Pero sin ella habríamos renunciado a toda especie de estar-juntos, vale decir de estar a secas. Habríamos renunciado a aquello que, según el orden de una soberanía y de una intimidad retraídas en la discreción sin fondo, nos coloca en el mundo. Pues lo que nos coloca en el mundo es también lo que de primera nos lleva hasta los extremos de la separación, de la finitud, y del encuentro infinito en que cada uno desfallece al contacto con los otros (o sea también consigo) y del mundo como mundo de los otros. Lo que nos pone en el mundo reparte al mismo tiempo el mundo, lo destituye de toda unidad primera o última.
“Inconfesable” es entonces una palabra que mezcla, indiscerniblemente, el impudor y el pudor. Impúdica, anuncia un secreto; púdica, declara que el secreto seguirá secreto.
Lo callado se sabe por quien se calla. Pero este saber no ha de ser comunicado, al ser él mismo al mismo tiempo el saber de la comunicación, cuya ley debe ser la de no comunicarse porque no pertenece al orden de lo comunicable, sin ser por eso inefable: pero abre toda palabra.
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Concluiré retomando el acontecimiento que se propaga hoy (lo señalo otra vez, octubre de 2001) a través del mundo y particularmente a través del mundo occidental y en sus bordes, en sus confines internos y externos (si los hay externos), adoptando todos los rasgos de un desencadenamiento pasional. Es obvio que las figuras de la pasión –ya sean las de la de un Dios Omnipotente o la de una Libertad no menos teúrgica– recubren y revelan con sus gestos enfrentados todo lo que ya conocemos de extorsiones, explotaciones, manipulaciones que despliega el movimiento actual del mundo. Pero no basta con quitar las máscaras, aun si es lo primero que deba hacerse. Hay que considerar también que estas figuras pasionales no ocupan casualmente un lugar vacío: es el lugar de una verdad de la comunidad. El llamado a un dios encolerizado o la afirmación “In God we trust” instrumentalizan de manera simétrica una necesidad, un deseo, una angustia del estar-juntos. Hacen de ella otra vez una obra –a la vez un gesto heroico, un espectáculo imponente, un tráfico insaciable. Al hacerlo, aseguran revelar el secreto al tiempo en que resguardan su resplandor. En verdad, ocultan el secreto, y precisamente con el nombre demasiado confesable de “Dios”. Nos ocurre pensar desde ahí: sin dios ni señor, sin sustancia común, ¿cuál es el secreto de la comunidad, o del coestar?
No hemos pensado todavía suficientemente la inoperancia de la comunidad, en qué consiste la posibilidad de compartir un secreto sin divulgarlo: compartirlo precisamente sin divulgarnos a nosotros mismo, entre nosotros.
En frente de las monstruosidades de pensamiento (o de “ideología”) que se enfrentan en razón de no menos monstruosas cuestiones de poder y de usufructo, hay una tarea, que consiste en pensar lo impensable, lo inasignable, lo intratable del coestar sin someterlo a ninguna hipóstasis. No es una tarea política ni económica, es algo más grave y gobierna, a fin de cuentas, tanto lo político como lo económico. No nos encontramos en una “guerra de civilizaciones”, nos encontramos en una desgarradura interna de la civilización única que civiliza y barbariza el mundo con el mismo movimiento, pues ya tocó la extremidad de su propia lógica: ha devuelto el mundo enteramente a sí mismo, ha devuelto la comunidad humana enteramente a sí misma y a su secreto sin dios y sin valor de mercado. Con eso es con lo que hay que trabajar: con la comunidad enfrentada a sí misma, con nosotros enfrentados a nosotros, con el con que se enfrenta al con. Un enfrentamiento que sin duda pertenece esencialmente a la comunidad: se trata a la vez de una confrontación y de una oposición, de un adelantarse a sí mismo para desafiarse y ponerse a prueba, para dividirse en su ser con una separación que es también la condición de este ser.
15 de octubre de 2001
[1] No es casual que las regiones que hasta el momento han sido más bien observadoras de la guerra (al mismo tiempo en que pertenecen, también, al proceso de mundialización, ya sea por su crecimiento, ya sea por su empobrecimiento) sean aquellas en que la dialéctica o la desconstrucción del monoteísmo no se ha ejecutado, ora porque el cristianismo (me refiero, aquí, al latinoamericano) ha estructurado de otro modo el pensamiento (de modo más “pagano”, como se dice, o menos “metafísico”), ora porque el monoteísmo no ha penetrado pensamientos que le son heterogéneos (India o China no piensan, para decirlo groseramente, según lo Uno, ni según la Presencia). Por una parte, Occidente y su auto-extenuación se han expandido por todas partes, y, por otra parte, esta disparidad profunda de al menos tres mundos en el mundo entraña ciertamente las oportunidades y los riesgos del porvenir.
[2] Cuando Roma hacía la guerra policial en los confines del Imperio (al igual que los Estados Unidos lo hacen todo el tiempo), Roma no era al mismo tiempo una mitad del mundo enfrentando a otra mitad: el Imperio era un orden aparte, y los pueblos singulares otro.
[3] La pararía pocos años después, y buscaría entonces fundar otra revista, más importante, con algunos otros entre los que me encuentro (así como Lacoue-Labarthe, Alferi, Froment-Meurice…). No hubo editor con quien tratar este proyecto esencialmente complejo y diverso, porque nos negábamos a definirnos por una “línea” o por un manifiesto. La época de las revistas fundadas por una “ideología” nos parecía clausurado (con Tel Quel y algunas otras). Es decir, también la época de las revistas que formaban “comunidad”, sin que la palabra, en todo caso, fuera empleada. Nuestro grupo, por lo demás variable, no formaba comunidad. La historia de las revistas en Francia después de 1950 sería seguramente esclarecedora acerca de la desaparición progresiva de los grupos, colectividades o comunidades de “ideas”, y, a través de ello, de una mutación de la representación de una “comunidad” en general. La revista fundada por Bataille, Critique, poseía un presupuesto completamente distinto, alejado por principio de toda identidad teórica. No dejaba, eso sí, de producir en los años 60 y 70 un efecto de “red”: era un lugar común para aquellos que se apartaban de toda comunidad.
[4] En 1981, Philippe Lacoue-Labarthe y yo habíamos propuesto el concepto de “retrait du politique” como motivo inicial de trabajo para un “Centro de investigaciones filosóficas sobre lo político”, acogido por la Escuela Normal de la calle Ulm, gracias a Derrida y también a Althusser (que sin embargo no pudo participar). Esta expresión quería expresar la exigencia de un retrazo y no de una retirada (como algunos creyeron) de la instancia política, privada de sus contornos distintos e identificados. Este trabajo era paralelo al que vino enseguida sobre la comunidad: pero, en cierto sentido, estos paralelos no se tocan y demuestran precisamente la imposibilidad de fundar una política sobre una comunidad bien comprendida, así como la imposibilidad de definir una comunidad a partir de una política supuesta como verdadera o justa. Diría hoy que esta separación de los motivos de lo “político” y de lo “comunitario” era también un síntoma de una dificultad que no ha dejado de precisarse. Era también, a fin de cuentas, una separación persistente entre Lacoue-Labarthe (más bien político) y yo al interior de nuestro trabajo común… (para él, “comunidad” remitía siempre primero a la embriaguez fascista, sobre lo cual volveremos). Eso no es casual, ni personal: se podrían vincular estos detalles con otros trabajos y con otros nombres en la historia de esos años.
[5] Desaparición de la política como “destino de los pueblos” a través de la desaparición de los “pueblos” mismos, al menos en su absorción política bajo la forma del Estado-nación. Simétricamente, desaparición de la política de Estado en provecho de la entidad renovadamente llamada “sociedad civil” (a través de la historia de la Solidarnosc en Polonia), o bien reducción de la política al ejercicio vigilante de los “derechos humanos”.
[6] Sobre este punto preciso se producía un cruce con la reflexión de Lacoue-Labarthe sobre el nazismo –y en particular sobre el de Heidegger– como “nacional-esteticismo”.
[7] Recuerdo aquí simplemente y en desorden algunos trabajos, cuyos títulos contengan o no la palabra “comunidad”: de Agamben, de Rancière, de Laclau y Mouffe, más tarde de Ferrari, Esposito, entre otros.
[8] Y esto dicho en todos los sentidos que la expresión admite, incluido aquél tocante a la institución de la pena de muerte en una comunidad política –si algo como eso existe, si la “comunidad” puede ser, como tal y directamente, “política”. Pero, al contrario, hay que preguntarse si la pena de muerte, cuando la hay, no expresa una certidumbre, fundada o ilusoria, de estar en una sociedad que puede pensarse como comunidad y no solamente como sociedad.
[9] Rápidamente llegaron objeciones o reservas, incluso amistosas como la de Derrida que se oponía en este punto a Blanchot y a mí, o como la de Badiou que exigía sustituir la “igualdad” a la “comunidad”.
[10] La primera parte (que trata de la Comunidad inoperante) se titula “La comunidad negativa”, y la segunda “La comunidad de los amantes”.
[11] La maladie de la mort, de Marguerite Duras.
Traducción de Juan Manuel Garrido Wainer
La comunidad enfrentada
Jean-Luc Nancy
A Maurice Blanchot.
El estado actual del mundo no es una guerra de civilizaciones. Es una guerra civil: es la guerra intestina de una ciudad, de una civilidad, de una ciudadanidad, que están desplegándose hasta los límites del mundo y, por eso, hasta el extremo de sus propios conceptos.
No es tampoco una guerra de religiones, o bien toda guerra llamada de religiones es una guerra intestina al monoteísmo, esquema religioso de Occidente y, en él, de una división que es llevada, otra vez, hasta los bordes y las extremidades: hasta el Oriente de Occidente y hasta la fractura y apertura en la mismísima mitad de lo divino. De ahí que Occidente sólo habrá sido la extenuación de lo divino, en todas las formas del monoteísmo, y se deba al ateísmo o al fanatismo.
Lo que nos está ocurriendo es una extenuación del pensamiento de lo Uno y de una destinación única del mundo, cosa que se agota en una única ausencia de destinación, en una expansión ilimitada de la equivalencia general o bien, inversamente, en los sobresaltos violentos que reafirman la omnipotencia y omnipresencia de un Uno que se ha vuelto –o que ha vuelto a ser– su propia monstruosidad[1]. ¿Cómo poder ser seriamente, absolutamente, incondicionalmente ateos, siendo al mismo tiempo capaces de sentido y de verdad? ¿Cómo poder, no ya salir de la religión –pues en el fondo eso ya está hecho, y las imprecaciones furiosas son impotentes frente a eso (inclusive son más bien el síntoma de ello, como el “dios” grabado en el dólar)–, sino salir de nuestro monolitismo de pensamiento (simultáneamente: Historia, Ciencia, Capital, Hombre y/o la Nulidad de todo eso…)? Es decir, ¿cómo llegar al borde del monoteísmo y de su ateísmo constitutivo (o de lo que podría llamarse su “ausenteísmo”) para poder captar allí, en el reverso de su agotamiento, lo que podría escapar al nihilismo, lo que podría salir desde el interior? ¿Cómo pensar el nihil sin convertirlo en monstruosidad omnipotente y omnipresente?
*
La apertura que se forma es la del sentido, de la verdad o del valor. Todas las formas de fractura y de ruptura, social, económica, política, cultural, poseen en esta apertura la condición de su posibilidad y su esquema fundamental. No se lo puede ignorar: la cuestión fundamental debe ser planteada como una cuestión del pensamiento, inclusive cuando se trata de sus implicaciones más materiales (de la muerte a causa del Sida en África o de la miseria en Europa o de las luchas por el poder en los países árabes, por ejemplo, entre cien ejemplos). La estrategia política y militar es necesaria, la regulación económica y social es necesaria, y la obstinación en la exigencia de justicia, la resistencia y la rebelión, lo son también. Pero es menester sin embargo pensar sin sosiego un mundo que se sale, de manera a la vez lenta y brutal, de todas sus condiciones adquiridas de verdad, de sentido y de valor.
El enorme desequilibrio económico, vale decir el desequilibrio de la vida, del hambre, de la dignidad, del pensamiento, es el corolario del desarrollo de un mundo que ya no se reproduce (que ya no conduce ni su propia existencia ni su propio sentido), sino que produce una ilimitación de su propia mundialidad, hasta tal punto que parece ya sólo poder explotar: pues en el centro de la ilimitación se surca una separación que es una desigualdad del mundo consigo mismo, una imposibilidad de dotarse de sentido, de valor o de verdad, una precipitación en la equivalencia general que se convierte progresivamente en la civilización como obra de muerte. No sólo una forma de civilización, sino la civilización, quizás la historia del hombre y quizás junto con ella la historia de la naturaleza. Y no hay otra forma en el horizonte, ni nueva ni vieja.
Por una y otra parte se quiere vendar la herida con los oropeles de siempre: dios o dinero, petróleo o músculo, información o hechizo, lo que siempre termina siendo una u otra forma de omnipotencia y omnipresencia.
Omnipotencia y omnipresencia: eso es lo que siempre se exige de la comunidad, o lo que se busca en ella: soberanía e intimidad, presencia a sí sin falla y sin afuera. Se desea el “espíritu” de un “pueblo” o el “alma” de una asamblea de “fieles”, se desea la “identidad” de un “sujeto” o su “propiedad”.
No basta, para nada basta con denunciar aquí un imperialismo y allá un integrismo (designaciones que se pueden colocar en forma de quiasma, por lo demás). Estas denuncias son justas, así como es justo denunciar el efecto de una explotación y de una humillación de poblaciones enteras, que se vuelven disponibles para otras explotaciones e instrumentalizaciones. Pero a fin de cuentas, desde 1939, las guerras ya no tienen lugar como enfrentamientos al interior de un mundo que les da lugar (aun si este lugar es desastroso): la guerra se ha vuelto la guerra de un mundo que se desgarra porque está mal parado para ser o para hacer lo que debe: a saber, un mundo; vale decir, un espacio de sentido, aun con el sentido perdido y con la verdad vacía[2].
Hablar de “sentido” y de “verdad” en medio de la agitación militar, de los cálculos geopolíticos, de los sufrimientos, de gestos de estupidez o de mentira no es ser “idealista”: es tocar la cosa misma.
Por una y otra parte de la apertura del mundo surcada con el nombre de “globalización” es la comunidad la separada y enfrentada a sí misma. Otrora las comunidades pudieron pensarse distintas y autónomas sin buscar su absorción en una humanidad genérica. Pero cuando el mundo termina por volverse mundial y cuando el hombre termina por volverse humano (es en ese sentido, también, que se vuelve “el último hombre”), cuando “la” comunidad se pone a farfullar una extraña unicidad (como si sólo pudiera haber una y como si debiera haber una esencia única de lo común), entonces “la” comunidad comprende que es ella la que está abierta –apertura abierta sobre su unidad y sobre sus esencias ausentes– y es ella la que enfrenta, en ella, esta fractura. Es comunidad contra comunidad, extranjera contra extranjera y familiar contra familiar, desgarrándose ella misma al desgarrar a las otras que quedan sin posibilidad de comunicación ni de comunión. Por esta razón, el monoteísmo en sí mismo enfrentado a sí mismo, como teísmo y ateísmo, es el esquema de nuestra condición actual.
Que este enfrentamiento consigo misma pueda ser una ley del estar-en-común y su sentido mismo: eso es lo que está en el programa del trabajo de pensamiento –inmediatamente acompañado por este otro programa, a saber, que el enfrentamiento, al comprenderse a sí mismo, comprende que la destrucción mutua destruye incluso la propia posibilidad del enfrentamiento, y con él la posibilidad del estar-en-común o del coestar.
Pues si lo “común” es el “con”, el “con” designa el espacio sin omnipotencia y sin omnipresencia. En el “con” no puede haber sino fuerzas que se enfrentan en virtud de su juego mutuo y de presencias que se separan en virtud de que siempre han de volverse otra cosa que meras presencias (objetos dados, sujetos acomodados en sus certidumbres, mundo de la inercia y de la entropía).
¿Cómo volvernos capaces de mirar a la cara nuestra apertura y nuestro enfrentamiento, no para sumergirse en ellos, sino para hallar, pese a todo, la fuerza de enfrentarnos, primero con conocimiento de causa, luego de manera tal que podamos realmente encararnos –sin lo cual el enfrentamiento no es más que un empellón indistinto y ciego?
Pero mirar a la cara un abismo y enfrentarnos con la mirada no dejan de ser análogos, porque la mirada de lo otro sólo puede abrir a lo insondable: a la extrañeza absoluta, a una verdad que no puede ser verificada pero a la que sin embargo hay que sostener.
Triple extrañeza: la de lo otro alejado, la de lo mismo retirado, la de la historia vuelta sobre lo inocurrido, quizás insostenible. Hay que sostener, en contra de una moral “altruista” recitada con demasiada mojigatería, la severidad de la relación con lo extraño cuya extrañeza es condición estricta de existencia y de presencia. Y hay que sostener eso que, delante de nosotros, nos expone al sombrío resplandor de nuestro propio devenir y de nuestra propia desgarradura. No se trata ni de culpar a Occidente ni de reivindicar un Oriente mítico: se trata de pensar un mundo en sí mismo y por sí mismo fracturado, con una fractura que proviene de lo más recóndito de su historia y que debe, de un modo u otro –acaso para lo peor y, ¿quién sabe?, para lo un poco menos peor–, constituir hoy día su sentido oscuro, un sentido no oscurecido pero cuya oscuridad es su elemento. Es difícil, es necesario. Es nuestra necesidad en los dos sentidos del término: nuestra menesterosidad y nuestra obligación.
El presente texto aparece en Italia, de donde lo solicitaron, en las condiciones que son indicadas (aparecerá como prefacio de una nueva edición de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot, en una traducción revisada, en las ediciones SE de Milán; agradezco a Alessandro Fanfoni por su invitación).
Las ediciones SE, de Milán, me piden que presente una traducción revisada de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot. El público italiano, me dicen, no cuenta con una visión clara de las circunstancias en que este libro fue escrito y publicado, al mismo tiempo en que su autor expresaba explícitamente que hacía eco a un artículo que publiqué con el título de La comunidad inoperante. El pedido me pareció pues presentar el interés bien preciso de invitarme a volver sobre un episodio cuya importancia obvié medir con exactitud.
La historia de los textos filosóficos sobre la “comunidad” en los años 80 sería digna de ser escrita con precisión, puesto que es, entre otras historias pero más que otras, reveladora de un movimiento profundo del pensamiento en Europa en aquella época –un movimiento que todavía nos transporta, aun si es en otro contexto muy diferente, y en el cual el motivo de la “comunidad”, en lugar de salir a la luz, parece estar hundiéndose en una peculiar oscuridad (sobre todo en el momento de escribir estas líneas: en la mitad de octubre de 2001). En La comunidad inoperante evoqué el comienzo de esta historia, pero de manera demasiado escueta. Vuelvo ahora, con ocasión de este prefacio, y con el distanciamiento del tiempo que permite entender mejor.
Al mismo tiempo, el cargado contexto a que acabo de aludir –las devastaciones y las guerras comunitaristas de todo tipo y de todo “mundo” (el Antiguo, el Nuevo, el tercer y el cuarto, el Norte y el Sur, el Este y el Oeste)– vuelven quizás deseable retrazar un movimiento que proviene del pensamiento sólo porque proviene en primer lugar de la existencia.
*
En 1983, Jean-Christophe Bailly proponía un tema para un número de la revista Aléa que en ese entonces salía en Christian Bourgois[3]. El tema propuesto rezaba: “La comunidad, el número.”
La elipse perfectamente lograda de este enunciado –donde la seguridad compite con la elegancia, conforme al gran arte de Bailly– me conquistó apenas me llegó la petición de un artículo, y desde entonces no he dejado de admirar la ocurrencia.
La “comunidad” era una palabra entonces ignorada por el discurso del pensamiento. Se la reservaba sin duda al uso institucional de la “comunidad europea”, uso que, lo sabemos hoy casi 20 años después, malogra el concepto que emplea: y eso no es ajeno al asunto de la “comunidad” tal como nos pena, tal como nos abandona o tal como nos apremia. Se haya sabido o no a la sazón, esa palabra y su concepto sólo podían caer presa de la celada de la Volkgemeinschaft nazi, “la comunidad del pueblo” en el sentido que se conoce. (En Alemania, por lo demás, la palabra Gemeinschaft desencadenaba todavía una dura resistencia en la izquierda, y la traducción de mi libro, en 1988, fue tratada de nazi en un periódico berlinense de izquierda. En 1999, en cambio, otro periódico de Berlín, venido del antiguo Este, hablaba del mismo libro de manera positiva bajo el título de “Retorno del comunismo”. Esta doble anécdota me parece resumir la anfibología, el equívoco y quizás la aporía, pero también la insistencia obstinada, no necesariamente obsesiva, que conlleva la palabra “comunidad”.) Por otra parte, lo que todavía quedaba en 1983 de confianza socializante, cualquiera sea su grado y su forma, conservaba su inclinación por la palabra “comunismo” (al menos bajo la condición, se entiende, de adoptar la exigencia primera contra el “comunismo real”, que ya no quedaba por descubrir).
Pero el “comunismo” indica una idea y un proyecto, mientras que la “comunidad” parecer tomar nota de un hecho, de un dato. El “comunismo” se declara en favor de una “comunidad” que no está dada, que se da como meta. En el enunciado de Bailly, escuché inmediatamente: “¿Qué hay con la comunidad?” –como una pregunta que se sustituía silenciosamente a esta otra: “¿Qué proyecto comunista, comunitario o comulgante?”; “¿Qué hay con…?”, es decir: “¿Cuál es el ser de la comunidad, qué ontología da cuenta de eso que indica una palabra conocida –común– pero cuyo concepto se ha vuelto quizás muy incierto?”
El puro concepto pedía examen, y por ello la invitación manifestaba cierta prudencia respecto del orden mismo del proyecto en general. (Bailly venía de una izquierda fuerte, si no extrema, no comunista en el sentido de los partidos.) La mera exhibición de la palabra lo proponía como programa de análisis y sin duda de problematización.
El “número” también era algo imprevisto, de otro modo. Súbitamente recordaba la evidencia no sólo de la multiplicación considerable de la población mundial, sino que también –como su efecto o corolario cualitativo– de una multiplicidad que se sustraía a las absorciones unitarias, de una multiplicidad que multiplicaba sus diferencias, dispersándose en pequeños grupos, o individuos, multitudes o poblaciones. En este sentido, el “número” significaba la repetición y el desplazamiento de lo que había sido “la masa” o “la muchedumbre” en no pocos análisis de la pre-guerra (Le Bon, Freud, etc.), o bien, desde otro ángulo, de la post-guerra. Y sabíamos bien cómo los fascismos habían sido operaciones conducidas sobre las “masas”, mientras que los comunismos lo habían sido sobre “clases”, unas y otras asignadas como residencia de misión histórica.
El enunciado podía pues leerse como un abreviado fulgurante del problema que habíamos heredado en cuanto que problema del o de los “totalitarismo(s)”; aunque ya no planteado en términos directamente políticos (como si se tratara de un problema de “buen gobierno”), pero sí en términos que debían entenderse como ontológicos: ¿qué es entonces la comunidad, si el número es su único fenómeno –o incluso la cosa en sí– y si ya ningún “comunismo” o “socialismo”, nacional o internacional, expresa ni la más mínima figura, ni la forma, ni el más mínimo esquema identificable? ¿Y qué es entonces el número si su multiplicidad ya no cuenta como masa a la espera de una puesta en forma (formación, conformación, información), sino que vale por sí misma, en una dispersión que no podríamos saber si llamar diseminación (exhuberancia seminal) o desperdigamiento (pulverización estéril)?
*
Ocurrió que, en el momento en que Bailly proponía el tema, me encontraba terminando un año de curso consagrado a Bataille, considerado desde la perspectiva política. Trataba de encontrar en él, muy precisamente, la posibilidad de un recurso inédito que escapara al fascismo y al comunismo, tanto como al individualismo demócrata o republicano (no todavía “ciudadano”, conforme a esta noción que, desde entonces, ha buscado responder al mismo problema, pero casi sin hacerlo progresar). De hecho, buscaba en Bataille porque sabía que ya estaba circulando la palabra y el motivo de la comunidad –y el móvil de esta búsqueda era también aquél del enunciado de Bailly (que obviamente conocía a Bataille, sin no obstante referirse a él). Este índice de investigación significaba ciertamente para ambos, pero sin una conciencia clara de lo que se jugaba, un planteamiento ante todo no directamente o no exclusivamente político del problema: delante o detrás de lo “político”[4] hay esto: a saber, lo “común”, lo “conjunto” y lo “numeroso”, y que quizás ya no sabemos en absoluto cómo pensar este orden de lo real.
El trabajo del curso me había dejado insatisfecho. Bataille no me había dado la posibilidad de acceder a una política inédita. Al contrario, en más de un sentido relegó la posibilidad política como tal. En sus textos de la post-guerra, y hasta el final, se apartó del clima político de su pensamiento de la pre-guerra. De manera análoga, se había apartado de toda rivalidad con una “ciencia” sociológica así como de toda tentativa de fundación de grupo o de “colegio”. Y ya no era posible que una “sociología sagrada” tomara de los fascismos la energía pulsional y “activista” en que él había visto su principal vigor. La agitación heterológica había fracasado y la guerra, terminada con la victoria de las democracias, en lugar de haber desnudado las fuerzas extáticas dejaba en la sombra los proyectos políticos.
Y así como Bataille hacía de la “soberanía” un concepto no político sino ontológico y estético –ético, como se diría hoy–, consideraba el fuerte vínculo (pasional o sagrado, íntimo) de la comunidad como reservada a lo que llamaba la “comunidad de los amantes”. Esta se hallaba pues en contraste con el vínculo social y como su contra-verdad. Lo que supuestamente debía estructurar a la sociedad –no fuera sino abriendo una brecha transgresora– era colocado fuera de ella en ella, en una intimidad para la cual lo político queda fuera de alcance.
Me parecía poder reconocer allí un aspecto de la constatación que toda la época comenzaba a hacer oscuramente: un divorcio de la política y del estar-en-común[5]. Pero tanto por un lado como por el otro, comunidad de intimidad intensa o sociedad de un vínculo homogéneo y extensivo, el punto de referencia de Bataille me pareció ser el siguiente: la posición deseada (alcanzada en el amor o depuesta en la sociedad) de una comunidad como absorción en interioridad, como presencia a sí de una unidad realizada. Me pareció entonces que había que analizar este presupuesto de la comunidad –aun si era designado claramente como lo imposible y, junto con ello, convertida en una “comunidad de aquellos que están sin comunidad” (expresión que cito de memoria y sin saber ya si es de Bataille o de Blanchot; decidí escribir estas líneas sin volver sobre los textos, dejando aquí espacio para la memoria, única capaz de devolver el movimiento que seguí y que quedó impreso en mí: releer me haría reescribir la historia).
De ese modo se me imponía el pensamiento que se había prolongado a través de la tradición filosófica, y hasta en su sobrepasamiento o desborde bataillano (y antes, sin duda, en el de Marx), una representación de la comunidad a la que la reflexión sobre el “totalitarismo” –que lo marcaba todo en esos años, que exigía de todos un profundo respiro– me hacía conferir este carácter esencial: la comunidad que se realiza como su propia obra[6]. Lo que en cambio la reflexión difícil y en parte desdichada de Bataille invitaba a pensar –con ella pero más allá de ella– era lo que me pareció que se podía denominar la “communauté désœuvrée”, la “comunidad inoperante”.
El “désœuvrement”, la “inoperancia”, salía de Blanchot, por ende de lo más próximo a Bataille, de la comunidad o comunicación llamada “amistad” y “diálogo infinito” entre ambos. De esta singularísima y muy silenciosa, y en cierto sentido secreta comunicación, me llegaba una palabra para tratar de lanzar de nuevo los dados de este asunto.
Los años que vendrían iban a mostrar en qué medida la comunidad, ya retomada una primera vez, concitaba el interés, y en qué medida se volvía necesario tratar de volver a calificar esta región del hombre o del ser que ningún proyecto comunista o comunitarista sostenía ya. Calificarla de otro modo significaba en el fondo dejar de calificarla por sí misma, salir de la tautología en que la comunidad tenía sustancia y valor en sí (y sin duda siempre con un índice más o menos cristiano: comunidad primitiva de los apóstoles, comunidad religiosa, iglesia, comunión– los orígenes de Bataille eran por lo demás muy explícitos en este punto). Hubo, tras los libros de Blanchot y el mío, una serie de trabajos que tematizaban y calificaban a la comunidad; continúa hoy, pero en un contexto en que se reinventó, en los Estados Unidos, un “comunitarismo” que pediría un examen aparte[7].
*
Blanchot escribe La comunidad inconfesable en respuesta al artículo que publiqué con el título de La comunidad inoperante, y mientras ya lo trabajaba para convertirlo en libro. Me conmovió esa respuesta, primero porque la atención de Blanchot demostraba la importancia del motivo, no sólo para él sino que, a través de él, para todos quienes experimentaban una necesidad imperiosa, acaso violenta, de reconsiderar lo que el comunismo había ocultado tan poderosamente y que lo había hecho surgir: la instancia de lo “común” –pero también su enigma o su dificultad, su carácter no dado, no disponible y, en este sentido, lo menos “común” del mundo…
Pero también me conmovió el hecho de que la respuesta de Blanchot era al mismo tiempo un eco, una resonancia y una réplica, una reserva, inclusive en cierto sentido un reproche.
Nunca aclaré completamente esta reserva o este reproche, ni en un texto, ni para mí mismo, ni en la correspondencia con él. Hablo de ello por primera vez, con ocasión de este prefacio.
No lo hice porque no me sentía (no menos que hoy) ni capaz de, ni autorizado a dilucidar el secreto que Blanchot designa claramente con su título –e incluso con su texto que hacia el final dice “lo inconfesable” de una muerte dada por amor, de un amor dado en la muerte (y esto mismo, precisamente, no es confesable incluso cuando se dice).
El secreto no confesable, sin duda, tiene que ver con esto (pero no radica en esto): ahí donde yo intentaba sacar a la luz la “obra” comunitaria como la condena a muerte de la sociedad[8] y, correlativamente, establecer la necesidad de una comunidad que se rehúsa a obrar, que preserva de ese modo la esencia de una comunicación infinita (comunicándose un “sentido ausente”, para decirlo con Blanchot, y la pasión de este ab-sens, o bien la pasión en que este ab-sens consiste), ahí mismo, entonces, Blanchot me significa o señala lo inconfesable. En aposición pero también en oposición a lo désœuvrée de mi título, este adjetivo propone pensar que tras la inoperancia todavía hay la obra, una obra inconfesable.
Da que pensar (lo advierto de nuevo, escribo sin releer los textos, escribo no para resolver, sino para abrir la atención de futuros lectores) el que la comunidad de aquellos que están sin comunidad (todos nosotros), la comunidad inoperante, no se deje revelar como el secreto develado del estar-en-común. Y por consiguiente que no se deje comunicar, aun si es lo común mismo y sin lugar a dudas porque lo es.
Más bien agrava este secreto, subraya su imposibilidad, o mejor el iterdicto de penetrarlo –o incluso la inhibición, el pudor o la vergüenza de penetrarlo (todos estos acentos figuran, creo, en el texto de Blanchot).
Lo que es inconfesable no es indecible. Al contrario, lo inconfesable no termina de ser dicho o de decirse en el silencio íntimo de quienes podrían pero no pueden confesar. Imagino que Blanchot quería intimarme con este silencio y con lo que dice: prescribírmelo y hacerlo entrar en mi intimidad, como la propia intimidad –la intimidad de una comunicación o de una comunidad, la intimidad de un modo de obra íntima que se retiraba más allá de toda inoperancia, volviéndolo posible y necesario pero no disolviéndose en él. Blanchot me pedía que no permaneciera en la negación de la comunidad comulgante, que pensara más allá de esta negatividad, hacia un secreto de lo común que no es un secreto común.
*
Hasta ahora no he retomado el análisis de todo eso, como podría haberlo hecho con una respuesta al texto de Blanchot. No lo hice en mi correspondencia con él, pues las cartas apenas deben mezclarse con los textos: éstos comunican entre ellos según un orden propio. (¿Qué es, por otra parte, una correspondencia? ¿Qué especie de co- o de com- está implicado?) Tampoco lo hice en un texto, pues sucedió que, en el orden del trabajo propiamente dicho, no proseguí en la veta ni en el tema de la palabra “comunidad”.
En efecto, preferí ir reemplazando poco a poco las malogradas expresiones de “estar-juntos”, de “estar-en-común” y finalmente de “coestar”. Había razones para estos desplazamientos y para la resignación, al menos provisoria, de estas infelices ocurrencias lingüísticas. Por todos lados veía venir los peligros suscitados por la palabra “comunidad”: su resonancia invenciblemente plena, léase henchida de sustancia y de interioridad, su referencia inevitablemente cristiana (comunidad espiritual y fraternal, comulgante), o más en general religiosa (comunidad judía, comunidad de la plegaria, comunidad de los creyentes –‘umma), su uso en apoyo a presuntas “etnicidades”, todo eso no podía sino poner en guardia[9]. Quedaba claro que el acento puesto sobre el concepto necesario pero todavía muy poco clarificado iba por lo menos emparejado, en esa época, con un reavivamiento de pulsiones comunitaristas, y a veces fascinadoras. (En 2001, se puede ver en qué punto estamos y por dónde hemos pasado en materia de pulsiones de este tipo.)
Preferí entonces concentrar el trabajo en torno al “con”: prácticamente indiscernible del “co-“ de la comunidad, conlleva sin embargo un índice más neto de la separación en el corazón de la proximidad y de la intimidad. El “con” es seco y neutro: ni comunión ni atomización, compartir apenas un lugar, a lo sumo un contacto: un estar-juntos sin ensamblaje. (En este sentido, hay que profundizar un análisis del Mitdasein que Heidegger dejó en suspenso.)
*
Quizás esto me llevará de nuevo al libro de Blanchot. Esta nueva edición italiana es una primera ocasión. Como si Blanchot, más allá de los años que han transcurrido y de algunos otros signos intercambiados, me dirigiera de nuevo su precepto: “¡Resguarde lo inconfesable!” Creo entenderlo de este modo: sospeche de toda absorción de la comunidad, incluso bajo el nombre de “inoperante”. O bien, prosiga aún más en la indicación de esta palabra. La inoperancia viene después de la obra pero proviene de ella. No basta con detener a la sociedad que se hace obra en el sentido en que lo quieren los Estados-naciones o -partidos, las Iglesias universales o autoacéfalas, las Asambleas y los Concejos, los Pueblos, las compañías o las fraternidades. Hay que pensar también que hubo ya, siempre ya, una “obra” de comunidad, una operación de reparto que siempre habrá precedido toda existencia singular o genérica, una comunicación y un contagio sin los cuales no podría haber, de modo absolutamente general, ninguna presencia ni ningún mundo, pues cada uno de estos términos implica en él una co-existencia o una co-pertenencia –aun si esta “pertenencia” sólo es la pertenencia al hecho del estar-en-común. Ya hubo entre nosotros –todos juntos y en conjuntos distintos– la participación en algo común que sólo consiste en esa participación, pero que al participar hace existir y toca entonces la existencia misma en lo que ésta tiene de exposición a su propio límite. Eso es lo que nos ha hecho “nosotros”, separándonos y aproximándonos, creando la proximidad con el alejamiento entre nosotros –“nosotros” en la indecisión mayor en que se halla este sujeto colectivo o plural, condenado (pero ésa es su gloria) a no poder encontrar nunca su propia voz.
¿Qué ha sido compartido? Sin duda algo –lo “inconfesable”, pues– que Blanchot indica en la segunda parte de su libro[10] y por el hecho mismo de emparejar en este libro una reflexión sobre un texto teórico y otra sobre un relato de amor y de muerte[11]. En ambos casos, Blanchot escribe en relación a y escribe su relación con estos textos, que de ese modo relaciona también entre ellos. Los distingue, según me pareció ver, como dos textos, uno se quedaba en una consideración negativa o huera de la “inoperancia”, mientras el otro daría acceso a una comunidad ya no “obrada”, sino operada en secreto (lo “inconfesable”), en la participación de una experiencia de los límites: la experiencia del amor y de la muerte, de la vida misma expuesta a sus límites.
Quizás dice –es lo que una relectura debe buscar– que estos dos accesos a la esencia sin esencia de la “comunidad” se recortan en alguna parte, entre las dos partes del libro como entre el orden social-político y el orden pasional-íntimo. En alguna parte habría que pensar el enigma de intensidad, de surgimiento y pérdida, o de abandono, que posibilita a la vez la existencia plural (el nacimiento, la separación, la oposición) y la singularidad (la muerte, el amor). Pero siempre lo inconfesable está implicado en el nacimiento y la muerte, el amor y la guerra.
Lo inconfesable designa un secreto vergonzoso. Vergonzoso porque involucra, bajo dos figuras posibles –la soberanía y la intimidad– una pasión que no puede ser expuesta sino como lo inconfesable en general: su confesión sería insostenible, pero al mismo tiempo destruiría la fuerza de esta pasión. Pero sin ella habríamos renunciado a toda especie de estar-juntos, vale decir de estar a secas. Habríamos renunciado a aquello que, según el orden de una soberanía y de una intimidad retraídas en la discreción sin fondo, nos coloca en el mundo. Pues lo que nos coloca en el mundo es también lo que de primera nos lleva hasta los extremos de la separación, de la finitud, y del encuentro infinito en que cada uno desfallece al contacto con los otros (o sea también consigo) y del mundo como mundo de los otros. Lo que nos pone en el mundo reparte al mismo tiempo el mundo, lo destituye de toda unidad primera o última.
“Inconfesable” es entonces una palabra que mezcla, indiscerniblemente, el impudor y el pudor. Impúdica, anuncia un secreto; púdica, declara que el secreto seguirá secreto.
Lo callado se sabe por quien se calla. Pero este saber no ha de ser comunicado, al ser él mismo al mismo tiempo el saber de la comunicación, cuya ley debe ser la de no comunicarse porque no pertenece al orden de lo comunicable, sin ser por eso inefable: pero abre toda palabra.
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Concluiré retomando el acontecimiento que se propaga hoy (lo señalo otra vez, octubre de 2001) a través del mundo y particularmente a través del mundo occidental y en sus bordes, en sus confines internos y externos (si los hay externos), adoptando todos los rasgos de un desencadenamiento pasional. Es obvio que las figuras de la pasión –ya sean las de la de un Dios Omnipotente o la de una Libertad no menos teúrgica– recubren y revelan con sus gestos enfrentados todo lo que ya conocemos de extorsiones, explotaciones, manipulaciones que despliega el movimiento actual del mundo. Pero no basta con quitar las máscaras, aun si es lo primero que deba hacerse. Hay que considerar también que estas figuras pasionales no ocupan casualmente un lugar vacío: es el lugar de una verdad de la comunidad. El llamado a un dios encolerizado o la afirmación “In God we trust” instrumentalizan de manera simétrica una necesidad, un deseo, una angustia del estar-juntos. Hacen de ella otra vez una obra –a la vez un gesto heroico, un espectáculo imponente, un tráfico insaciable. Al hacerlo, aseguran revelar el secreto al tiempo en que resguardan su resplandor. En verdad, ocultan el secreto, y precisamente con el nombre demasiado confesable de “Dios”. Nos ocurre pensar desde ahí: sin dios ni señor, sin sustancia común, ¿cuál es el secreto de la comunidad, o del coestar?
No hemos pensado todavía suficientemente la inoperancia de la comunidad, en qué consiste la posibilidad de compartir un secreto sin divulgarlo: compartirlo precisamente sin divulgarnos a nosotros mismo, entre nosotros.
En frente de las monstruosidades de pensamiento (o de “ideología”) que se enfrentan en razón de no menos monstruosas cuestiones de poder y de usufructo, hay una tarea, que consiste en pensar lo impensable, lo inasignable, lo intratable del coestar sin someterlo a ninguna hipóstasis. No es una tarea política ni económica, es algo más grave y gobierna, a fin de cuentas, tanto lo político como lo económico. No nos encontramos en una “guerra de civilizaciones”, nos encontramos en una desgarradura interna de la civilización única que civiliza y barbariza el mundo con el mismo movimiento, pues ya tocó la extremidad de su propia lógica: ha devuelto el mundo enteramente a sí mismo, ha devuelto la comunidad humana enteramente a sí misma y a su secreto sin dios y sin valor de mercado. Con eso es con lo que hay que trabajar: con la comunidad enfrentada a sí misma, con nosotros enfrentados a nosotros, con el con que se enfrenta al con. Un enfrentamiento que sin duda pertenece esencialmente a la comunidad: se trata a la vez de una confrontación y de una oposición, de un adelantarse a sí mismo para desafiarse y ponerse a prueba, para dividirse en su ser con una separación que es también la condición de este ser.
15 de octubre de 2001
[1] No es casual que las regiones que hasta el momento han sido más bien observadoras de la guerra (al mismo tiempo en que pertenecen, también, al proceso de mundialización, ya sea por su crecimiento, ya sea por su empobrecimiento) sean aquellas en que la dialéctica o la desconstrucción del monoteísmo no se ha ejecutado, ora porque el cristianismo (me refiero, aquí, al latinoamericano) ha estructurado de otro modo el pensamiento (de modo más “pagano”, como se dice, o menos “metafísico”), ora porque el monoteísmo no ha penetrado pensamientos que le son heterogéneos (India o China no piensan, para decirlo groseramente, según lo Uno, ni según la Presencia). Por una parte, Occidente y su auto-extenuación se han expandido por todas partes, y, por otra parte, esta disparidad profunda de al menos tres mundos en el mundo entraña ciertamente las oportunidades y los riesgos del porvenir.
[2] Cuando Roma hacía la guerra policial en los confines del Imperio (al igual que los Estados Unidos lo hacen todo el tiempo), Roma no era al mismo tiempo una mitad del mundo enfrentando a otra mitad: el Imperio era un orden aparte, y los pueblos singulares otro.
[3] La pararía pocos años después, y buscaría entonces fundar otra revista, más importante, con algunos otros entre los que me encuentro (así como Lacoue-Labarthe, Alferi, Froment-Meurice…). No hubo editor con quien tratar este proyecto esencialmente complejo y diverso, porque nos negábamos a definirnos por una “línea” o por un manifiesto. La época de las revistas fundadas por una “ideología” nos parecía clausurado (con Tel Quel y algunas otras). Es decir, también la época de las revistas que formaban “comunidad”, sin que la palabra, en todo caso, fuera empleada. Nuestro grupo, por lo demás variable, no formaba comunidad. La historia de las revistas en Francia después de 1950 sería seguramente esclarecedora acerca de la desaparición progresiva de los grupos, colectividades o comunidades de “ideas”, y, a través de ello, de una mutación de la representación de una “comunidad” en general. La revista fundada por Bataille, Critique, poseía un presupuesto completamente distinto, alejado por principio de toda identidad teórica. No dejaba, eso sí, de producir en los años 60 y 70 un efecto de “red”: era un lugar común para aquellos que se apartaban de toda comunidad.
[4] En 1981, Philippe Lacoue-Labarthe y yo habíamos propuesto el concepto de “retrait du politique” como motivo inicial de trabajo para un “Centro de investigaciones filosóficas sobre lo político”, acogido por la Escuela Normal de la calle Ulm, gracias a Derrida y también a Althusser (que sin embargo no pudo participar). Esta expresión quería expresar la exigencia de un retrazo y no de una retirada (como algunos creyeron) de la instancia política, privada de sus contornos distintos e identificados. Este trabajo era paralelo al que vino enseguida sobre la comunidad: pero, en cierto sentido, estos paralelos no se tocan y demuestran precisamente la imposibilidad de fundar una política sobre una comunidad bien comprendida, así como la imposibilidad de definir una comunidad a partir de una política supuesta como verdadera o justa. Diría hoy que esta separación de los motivos de lo “político” y de lo “comunitario” era también un síntoma de una dificultad que no ha dejado de precisarse. Era también, a fin de cuentas, una separación persistente entre Lacoue-Labarthe (más bien político) y yo al interior de nuestro trabajo común… (para él, “comunidad” remitía siempre primero a la embriaguez fascista, sobre lo cual volveremos). Eso no es casual, ni personal: se podrían vincular estos detalles con otros trabajos y con otros nombres en la historia de esos años.
[5] Desaparición de la política como “destino de los pueblos” a través de la desaparición de los “pueblos” mismos, al menos en su absorción política bajo la forma del Estado-nación. Simétricamente, desaparición de la política de Estado en provecho de la entidad renovadamente llamada “sociedad civil” (a través de la historia de la Solidarnosc en Polonia), o bien reducción de la política al ejercicio vigilante de los “derechos humanos”.
[6] Sobre este punto preciso se producía un cruce con la reflexión de Lacoue-Labarthe sobre el nazismo –y en particular sobre el de Heidegger– como “nacional-esteticismo”.
[7] Recuerdo aquí simplemente y en desorden algunos trabajos, cuyos títulos contengan o no la palabra “comunidad”: de Agamben, de Rancière, de Laclau y Mouffe, más tarde de Ferrari, Esposito, entre otros.
[8] Y esto dicho en todos los sentidos que la expresión admite, incluido aquél tocante a la institución de la pena de muerte en una comunidad política –si algo como eso existe, si la “comunidad” puede ser, como tal y directamente, “política”. Pero, al contrario, hay que preguntarse si la pena de muerte, cuando la hay, no expresa una certidumbre, fundada o ilusoria, de estar en una sociedad que puede pensarse como comunidad y no solamente como sociedad.
[9] Rápidamente llegaron objeciones o reservas, incluso amistosas como la de Derrida que se oponía en este punto a Blanchot y a mí, o como la de Badiou que exigía sustituir la “igualdad” a la “comunidad”.
[10] La primera parte (que trata de la Comunidad inoperante) se titula “La comunidad negativa”, y la segunda “La comunidad de los amantes”.
[11] La maladie de la mort, de Marguerite Duras.
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