viernes, 17 de junio de 2011

Oyarzún, P. & Thayer, W., Perdidas palabras, prestados nombres.



En: Marchant, P. Escritura y Temblor. Santiago: Cuarto Propio, 2000, pp. 9-13.



PRESENTACIÓN: PERDIDAS PALABRAS, PRESTADOS NOMBRES

Pablo Oyarzún y Willy Thayer


En diversos tonos y contextos Patricio Marchant se refería a la situación experiencial provocada por el golpe de Estado de 1973 como la de una pérdida de la palabra. Con esto no aludía únicamente a la violenta interdicción que pesó durante tantos años sobra toda emisión siquiera microscópicamente pública de contenidos o símbolos ideológicos identificables con la “cultura de izquierda”, que en los sesenta y a comienzos de los setenta había alcanzado visos de hegemonía. Se trataba, ante todo, de la relación entre el pueblo y los nombres, nombres de su habitar histórico o, en todo caso, de la posibilidad histórica de tal habitar.
El carácter que tenía esta experiencia para Marchant era primaria, primordial, no determinable por conceptos, no reducible a explicaciones, no articulable en ningún  esfuerzo de comprensión. Desbordando ilimitadamente los argumentos y relatos de identidad de los sujetos, la pérdida de la palabra se ahondaba como la orfandad irrescatable de la lengua con la cual y en la cual delimitar lo que –literalmente– no tiene nombre y que, en esa misma medida, da que pensar; don, ciertamente, al cual se debe quien, a pesar suyo, lo recibe. Esta deuda, por el lado de su estricta negatividad, fue sufrida en carne propia por Marchant como aterimiento: entre 1973 y 1979 no escribe ni publica. A partir de ese último año, comienza sus indagaciones sobre la poesía chilena y, especialmente, la de Gabriela Mistral, en cuya obra reconoce un planteo absolutamente decisivo de aquella relación de pueblo y nombres.
La mencionada experiencia era, pues, no un tema de inspección teórica, sino un padecimiento, una magulladura indeleble en el cuerpo biográfico de los individuos, y así era asumida por Marchant. Vale la pena recordar que la “pérdida de la palabra” es en verdad un dato nuclear para entender la eclosión de un grupo muy diverso de intelectuales y artistas chilenos, cuyos trabajos, entre la segunda mitad de los setenta y la primera de los ochenta, enseñaban el trazo común de buscar hacerse desde esa experiencia. En todos ellos, la biografía cobró la valencia de un sensor esencial, de un espacio extrañado de exploración de sentidos. Para decirlo con una expresión de Marchant, la biografía –la escritura de la propia vida– es la “zona temblor” de la historia. Se la asumió y trabajó como la única instancia depositaria de una garantía minúscula y estéril, una certeza sólo comparable a la del estado físico del dolor, allí donde la historia, reventada la unidad del sentido que se le atribuía, se ha hecho astillas. O, mejor dicho, la biografía –la remisión a la desventura individual– fue experimentada como esquirla de una historia estallada, y así, como único lugar en que todavía era posible establecer, inventar una relación con lo histórico. En la mayoría de los caso, la escritura biográfica tuvo un sesgo experimental, que caracterizó a las manifestaciones neo-vanguardistas del periodo mencionado. En el caso de Marchant, había una preponderancia del aspecto patético, una constante exposición a la fuerza irresistible de la experiencia misma[1]. Esto, precisamente, determinaba el temblor como la persistente disponibilidad, la rendida entrega al poder excesivo del acontecimiento, de lo irruptivo e interruptivo.
Por cierto, el carácter de esta experiencia la distinguía acusadamente de aquella que fue típica de los intelectuales formados en la aprehensión, interpretación y proyección político-social de la historia. Esta última tuvo la índole de la perplejidad: ¿cómo explicar, cómo, ante todo, comprender, a partir de qué antecedentes, el quiebre ocurrido? ¿Qué revisiones de la historia nacional, qué hipótesis sobre su estructura y su curso se hacían precisas para dar cuenta de lo imprevisto? Esta perplejidad, en el contexto de los sujetos determinados por el discurso de las ciencias sociales y de la organización política, no fue sufrida como una trizadura de la propia identidad, sino más bien como una reacción de defensa ante esta amenaza. Tal reacción (auto)protectiva selló  la praxis política de los sectores de la izquierda organizada, que, en el mejor de los casos, emprendió un proceso –ciertamente también protectivo– de autocrítica.
Pero la diversidad profunda de experiencia a que aludimos no suponía, en Marchant, abstinencia política en favor de la especulación sobre los signos ambiguos de la facticidad. Es la misma relación de pueblo y nombres la que da la medida para la comprensión que Marchant llegó a tener de la política, esto es, de la política de izquierdas. Desde una definición primariamente afectiva de su adhesión a la izquierda –bastante característica, por lo demás, de la tradición de los intelectuales humanistas y de los artistas en Chile–, desde una definición que no era, por lo tanto, ideológica (fundada en postulados científicos o en la disciplina militante), sino que permanecía abierta en la fragilidad conceptual de la ferviente responsabilidad por el cambio histórico, Marchant avanzó cada vez más decididamente hacia una inteligencia mesiánica de la política de izquierda, hacia lo que podría llamarse una radicalización mesiánica de la política. La relación entre el pueblo y los nombres de su posible habitar –que no tiene que ser entendida como residencia garantizada, que puede ser errancia también, y sobre todo– se teje como promesa, suspendida débilmente en el instante fugaz de un atisbo, como aquél que quedó acuñado en la palabra “compañero”.
La pérdida de la palabra no indicaba, pues, el fenómeno de una privación de algo que alguna vez había sido posesión o pertenencia efectiva, de una supuesta habla originaria, por ejemplo, ni menos de una simple sustracción coyuntural o transitoria, como tantas veces se quiso insistir (y en cierto modo hasta hoy mismo) al querer ver en la dictadura un “paréntesis” dentro de la tradición democrática de Chile[2]. Se trata de una pérdida desde siempre acontecida. No consiste, pues, en que una palabra, presuntamente poseída en un hipotético presente, haya sido inhibida o destrozada, o borrada, que haya ido a pérdida. Consiste en que la nuestra es palabra perdida, nuestra palabra es palabra perdida, nos ocurre como palabra perdida. Que nuestra posibilidad de hablar, de escribir (y aquí esto quiere decir sobre todo: de insistir históricamente) estriba en experimentar la pérdida como la esencia de nuestra palabra (posible): hablar y escribir (con) perdidas palabras y prestados nombres[3].
La falta de palabra, no sería, sin embargo, una cuestión asegurada, un punto de partida expedito desde el cual la escritura irrumpe espaciosamente y con holgura. La falta de palabra, como lugar de la escritura, sería, antes que nada, lo que no tiene lugar. Un no-lugar que permanentemente se nos roba en el todo de la palabra puesta, es decir, de la palabra instituida (social, política, culturalmente) que nos hace, que nos impone decir. Palabra instituida que secuestra, pues, lo escrito: la existencia histórica, y, ante todo, lo primeramente escrito de lo escrito: la poesía, la “gran poesía chilena”.
Pero la falta de palabra no es un dato, no es –no podría ser, en ningún sentido, por dialéctica o irónicamente que se lo pensara– un “haber”. Como lugar, la falta es el lugar que insistentemente ha de ser producido, abierto por la escritura que resiste, en múltiples direcciones, a la posibilidad de sucumbir, de acomodarse imperceptiblemente en los contextos de la presencia, en el régimen general de la imposición que se despliega como actualidad. Si la falta remite a la pérdida, ésta no tiene sólo el carácter del padecimiento, sino que también, y esencialmente, es activa: un discernimiento brusco en el seno de la palabra, que, por una parte, desprende la palabra impuesta y, por otra, se abre –sin garantía– en la lengua a la relación de la lengua con la palabra perdida, una relación que, precisamente, constituye a la poesía. En este sentido, la tarea –y aquí este término recibe una modulación benjaminiana, en que resuena el sentido de la renuncia–, la tarea que define Marchant es la del rescate del poema desde esa condición de secuestro. La forma más evidente de esta condición –pero de ninguna manera la única–, y aquella, también, contra la cual se dirige más notoriamente el “rescate” marchantiano es la administración del poema por la institución académica.
Ninguna plenitud, ninguna presencia, ningún origen o identidad pueden ser obra de ese rescate, ni la confianza de ningún “ser” en que pudiese ser fijada la temblorosa estancia histórica de nuestros pueblos: ningún Nombre mayúsculo en el cual reposar. La relación entre el pueblo y los nombres, determinada por la experiencia radical de la pérdida de la palabra, fue acuñada por Marchant, al fin, en la noción del préstamo; el habitar, pensado como exilio. Esa misma noción –esa palabra que nombra la experiencia de la pérdida– fue la apuesta de Marchant; en ella confluyen las dos vertientes esenciales de su pensamiento: Heidegger (el “estar” como traducción del Dasein) y el pensamiento judío del exilio.



[1] Desde aquí, quizás, se debería considerar lo que Patricio Marchant llamaba el “Matías-Buch”, “Amor de la foto”, como el punctum de este libro, un poema en el alto sentido del término. Se lo debería entender, tal vez, como el temblor que mantiene en permanente y rítmica oscilación todo lo escrito aquí.
[2] El debate ritual sobre este asunto podrá proseguir hasta su extenuación y su olvido (que ya mayormente acaeció). Las ciencias sociales podrán completar su evolución hasta entender cabalmente la dictadura como desembocadura de la democracia histórica chilena, sin jamás haberse propuesto pensar en el secreto de esa relación; la memoria pública podrá terminar de tranquilizarse componiendo el continuum de un único curso histórico. En clave marchantiana, sin embargo, el único verdadero paréntesis (si todavía le asignamos eficacia de sentido a esta palabra) habrán sido los tres años de “fiesta” de la Unidad Popular.
[3] Esta experiencia de la pérdida “esencial” está ligada, para Patricio Marchant, inseparablemente con lo “grande” de “Chile”: la “gran poesía chilena”. Se la debe vincular, a su vez, al “estar”: palabra perdida-desolación-derrota; se debe enfatizar que la reflexión de PM concierne a la “estancia histórica” del pueblo chileno.