domingo, 3 de octubre de 2010

Déotte, J. L., Un Mundo sin Horizonte



UN MUNDO SIN HORIZONTE
Jean Louis Déotte.

Traducción de  María Ángeles Calvo.


Desde el momento que una guerra “postmoderna” comienza con la destrucción de un lugar reconocido, que pertenece al patrimonio de la humanidad, como Dubrovnik, o cuando uno de los museos más importantes del mundo, la Galería de los Uffizi, se convierte en blanco de atentados, se establece una nueva relación entre guerra y turismo. El turismo ya no se alimenta únicamente del acontecimiento de la guerra (Verdun o las playas del Desembarco); ya no es solamente la forma contemporánea, suave, de la conquista y de la occidentalización del mundo, sino que se convierte en un objetivo militar esencial. El turismo de guerra se asocia con la guerra al turismo.
¿No fue éste el caso de Verdun, ciudad imperial y, a la vez, lugar al que acudía en masa la plebe invitada por el mismo Petain en el momento crucial de la batalla con el fin de “vivir” en directo el asalto, de ver y de hacerse ver (Proust)?
Todo sería más sencillo si los museos y las ciudades históricas fueran sólo parte de la riqueza de una nación, incluso en su forma simbólica. Habría más razones para destruirlos, puesto que su destrucción supondría un ataque al significado en sí mismo, en su forma capitalista más elaborada, aquella del valor, del valor del símbolo (Baudrillard). Pero un museo nunca es tan sólo un lugar donde se capitalizan tales valores; es el lugar donde ocurre una operación mucho más compleja, donde el significado se transmuta en ruina.
El deseo de hacer que una ruina desaparezca (cualquier cuadro de un museo o la ciudad histórica más bella es necesariamente una ruina), de arrasar con ella y convertirla en cenizas, nos conduce al corazón de la política postmoderna, a la desaparición y desvanecimiento de aquello que, desde los tiempos modernos, había tomado la forma de la subjetividad, de la representación, del horizonte del mundo.
1. Si volvemos sobre los tratados de perspectiva y pintura, que comienzan en la época moderna con Della Pittura de Alberti, es evidente que, según el orden metodológico y constructivo, la línea del horizonte precede al punto de fuga, al que Viator denominó punto del sujeto. También sabemos que, aunque los artesanos griegos que trabajaban para los romanos fueron los primeros en elaborar un cuadro plano transparente, no concebían el espacio como representado de forma sistemática. No pretendieron que las líneas constructivas, o líneas de fuga, convergieran en un mismo punto que representara su infinitud (Panofsky). De esta manera, no necesitaban una línea constructiva horizontal, sino una vertical, un eje, que sirviera de espina dorsal para aquello que los especialistas llamaron estructura de espina de pez.
Esto implicaría, filosóficamente, que entre los Antiguos y los Modernos la división está entre el privilegio de la verticalidad y el de la horizontalidad. Además, implicaría  que los Antiguos no pudieron deducir la existencia de un sujeto como un nuevo lugar de la verdad (Hegel a propósito de Descartes), a partir de ese punto geométrico que es válido para todas las líneas rectas del plano de horizonte de la tierra,  que idealmente se prolongan al infinito. La Antigüedad no habría hecho ningún proyecto dependiente de una línea de horizonte, de la misma forma que desconocía el sujeto de la filosofía y el infinito.
Pero el sujeto moderno de la pintura representativa tiene inmediatamente un horizonte para la acción. Puesto que en la pintura del Quattrocento (si seguimos con Alberti), inmediatamente después de abrir y circunscribir ficticiamente la ventana del cuadro —ese marco cuadrado que destaca la escena que vamos a ver— se debe trazar la línea del horizonte. Ésta se dibuja paralela a la línea de la tierra, dos tercios más arriba. El punto del sujeto se selecciona arbitrariamente a lo largo de esta línea. El sujeto, en ese punto, en el fondo del cuadro, se sujeta sólo de un hilo, y a lo largo de ese hilo se puede mover. Este sujeto, todavía enteramente abstracto, surge del interior del cuadro. Esta pintura  representativa siempre privilegiará la inclusión y la inmanencia, en contraposición con la exclusión y la transcendencia medievales.
Una vez que se ha escogido el punto del sujeto se pueden dibujar las líneas de fuga, y la posición ideal del espectador se puede determinar,  en un sentido, por la proyección simétrica de ese punto del sujeto fuera del cuadro. El punto del sujeto, interior, precede al establecimiento de un punto de vista externo, o lo que comúnmente llamamos el sujeto (espectador). La consecuencia principal de esta construcción es que el punto del sujeto está siempre ahí, dentro del cuadro o del dibujo, y precede, por tanto, a cualquier visión. No ocurre entonces que el cuadro sea subjetivo porque lo vea un sujeto externo. El espectador subjetiviza lo que ve sólo al descubrir que ya había un sitio para él, como sujeto, dentro del cuadro. En otras palabras, el espectador pasa a ser sujeto, en el sentido de las Meditaciones Cartesianas y de toda la tradición filosófica moderna, como efecto de un dispositivo que marcó una época: la perspectiva, dispositivo de proyección del que Brunelleschi dio a conocer algunos de sus aspectos más especulativos[1]. Ver, como espectador, el punto de fuga, es encontrarse en el cuadro en una posición determinante, a priori.
Lo que importa aquí es la serie de decisiones metodológicas y ontológicas: decidir que, en lo sucesivo, el mundo puede darse en una mirada (ya no es el Texto); que un cuadrilátero dibujado en un muro puede tener la cuasi-sustancia de una ventana a través de la cual se percibe este mundo; inscribir en esa ventana las huellas de aquello que podría estar allí (objetivándolo por tanto); trazar la línea del horizonte en la que se situaría el punto del sujeto; proyectar hacia “el exterior” el punto de vista obtenido simétricamente; obtener a partir de ahí los puntos de distancia, para perfeccionar la racionalización del espacio así representado.
Nuestra hipótesis consiste en pensar que esta serie metodológica que tiene una aplicación profesional, tiene también un valor ontológico: el valor de una deducción de las condiciones de posibilidad de la subjetividad, valor no sólo filosófico, sino también antropológico y, por tanto, político, legal, sicológico, económico, etc. Nuestra hipótesis indicaría que, en este dominio, los pintores y escritores han tenido una primacía absoluta con respecto a los físicos, geómetras, filósofos.
Si el sujeto, de aquí en adelante,  tiene siempre un horizonte (por su voluntad, por ejemplo, no podrá hacer proyectos sin un horizonte del proyecto, etc.) es porque el horizonte es su condición de posibilidad y, tal como indica el horizein griego, sus límites. El límite (¿finitud?) precede lo que limita, a saber, la experiencia del campo que se abre a partir de ese punto de vista. La experiencia del sujeto moderno tiende, de esta forma, a ser exclusivamente horizontal, destruyendo la  trascendencia de los dioses por la inmanencia de lo que se proyecta para un sujeto como huellas en una pantalla transparente. Esto es lo que llamamos humanismo, una primera forma del inmanentismo.
Como muestra la serie de medidores de perspectiva, desde el portillo de Dürer a Greenaway (El Contrato del Dibujante), el dispositivo de proyección siempre incluye un visor telemétrico. El blanco no es otro que la cosa allí, proyectándose a sí misma como un objeto en la ventana ortonormal del medidor de perspectiva, dejando puntos, huellas que el dibujante tiene que unir. No hay una diferencia sustancial entre el ojo detrás del visor y el blanco que está allí en frente, pero sí hay una reversibilidad siempre posible. De igual forma, en el combate moderno, el que apunta y al que se apunta pertenecen necesariamente a la esfera de la subjetividad. El objeto al que se apunta por ego es un alter ego. La relación entre ambos es inmediatamente inter-subjetiva. Obviamente, la inter-subjetividad no es un hecho inmediato, sino una consecuencia del dispositivo de proyección. Por tanto, la inter-subjetividad no se demuestra filosóficamente a partir del hecho indubitable, ego cogito (contrariamente a Descartes y Husserl).
Los enemigos modernos, antes de entrar en batalla, se apuntan y se convierten de esta forma en sujetos – objetos los unos para los otros. No es, por tanto, la supuestamente común condición de pertenecer a la humanidad la que hace posible la fraternización, como en Verdun en 1916. Es inútil aquí presuponer un sentimiento humano innato. Este sentimiento es la consecuencia de una cierta determinación epocal de la superficie de la inscripción, aquí bajo los rasgos del dispositivo de perspectiva. La figura del enemigo está entonces subordinada al dispositivo técnico y mental por el cual se concibe y percibe, lo que Cassirer llamó una forma simbólica.
2. A contrario, en sus interminables guerras, las comunidades amerindias consideraban a los otros no como humanos, atributo que reservaban para ellos mismos,  sino como una categoría por debajo de lo humano,  fantasma o animal (liendre, utilizando el término del Levi-Strauss). El único ser que era similar, y por tanto humano, era aquel que llevaba en su cuerpo los mismos rasgos de escritura, las mismas escarificaciones y los mismos cortes. Cualquier otro vocabulario de escarificaciones u otras marcas en el cuerpo, les impedía ser semejantes (la fórmula: “Todos son humanos porque todos están escritos, incluso aunque los signos no sean iguales” no podía ser aceptable siendo suficientemente cristiano). La identificación de las marcas de otra tribu no significaba que esa tribu pudiera entrar en el hermético círculo de la humanidad. Este tipo de escritura —se trata indudablemente de escritura, de un sistema diferencial de marcas y cortes, incisiones y extracciones— colapsó la universalidad de lo leíble y, por tanto, del significado de la singularidad comunitaria. La escritura no dio paso a la universalidad del significado, ya que estaba totalmente territorializada, idiomática, completamente no-vocalizable, y, por tanto, ilegible en el sentido estricto de la palabra, tanto que la marca o la letra apresaba de forma singular al significado, como en Michaux. Es sólo una ilusión óptica creer que podemos leer esos trazos, dándoles el estatus de “símbolos” gráficos, abiertos a comentario indefinidamente. Sus grafemas no eran intercambiables, sino profundamente repetitivos, invariables e incapaces de ser traducidos de un sistema gráfico a otro.
No podemos mostrar aquí cómo la vocalización progresiva de estas marcas implicó una desterritorialización, una universalización del significado, ni cómo se liberó, o, mejor, se produjo, un espacio, que dejó de ser para la escritura y se convirtió en un espacio para la vista; vista que dejó de ser la de la escritura. Paradójicamente, mientras que sistemáticamente hablamos de “salvajes” en términos de oralidad (Debray), su experiencia era la del cuerpo —la Tierra— completamente cubierto de letras (grafemas, muescas, dibujos, etc.).
Los “salvajes” no tenían, por tanto, horizonte, ya que el mundo (la Tierra, los cuerpos, las calabazas) no estaba ahí para que lo vieran, sino para que lo leyeran, de acuerdo con una experiencia siempre renovada de trayectoria de lectura y, de forma accesoria, de escritura, porque las estrellas han estado ahí siempre, en el firmamento, como un libro abierto. Es este primer texto —el cielo— el que creó el primer lector, y no cualquier escribiente que se autorizó a si mismo a inventarse por medio de la escritura en la pared rocosa de una caverna.
3. Pasear por las playas del Desembarco, adoptando la perspectiva del asaltante del mar, para quien la línea del horizonte es una línea de crestas de olas, algunas más fortalecidas que otras, o la postura del defensor del muro Atlántico, que se esconde tras su fortín como en Longues-sur-Mer, protegido por un simple bloque de cemento que se apoya en cuatro elegantes postes de acero, es experimentar, a pesar de las apariencias, la reversibilidad de los puntos de vista.
Si los puntos de vista son tales, es porque los enemigos comparten la misma definición de espacio, el mismo plano geométrico, lo que hace posible comparar todos los puntos de vista, e instituir de hecho un mundo común, una misma objetividad, una misma tecno-realidad, incluso entre los más incomparables (los Nazis y los Aliados).
Paradójicamente, incluso si las líneas de ataque horizontal se oponen, delimitando temporalmente el espacio de la batalla, es esta realidad del límite visible de la Tierra la que a la vez divide a los enemigos y los une en su común pertenencia a la esfera de la subjetividad.
No pueden tener la misma línea (incluso en la experiencia “ideal” del frente, donde una línea de tierra separa las dos trincheras), pero al tener una línea, pertenecen al mismo mundo de confrontación tecno-científica, cuyo sustrato es aquí la mirada. Luego no es la confrontación la que acerca, al crear un lugar común, como haría la cesura viviente que siempre surge de la diferencia (Hölderlin). El espacio moderno de la confrontación, que presupone lo público (res publica) es bastante republicano (y esto se ve de forma evidente en las plazas públicas de las ciudades italianas del Renacimiento y más específicamente en sus representaciones en pintura), incluso si la confrontación es entre democracias parlamentarias y un régimen totalitario. Además, las divergencias básicas sociopolíticas no impidieron que se establecieran museos de guerra, que, desde el momento en que se construyeron para exhibir las ruinas de la guerra, no pudieron evitar hacer a los enemigos semejantes, es decir, de la misma sustancia metafísica. El Museo es esencialmente republicano.
El ideal que busca el museo de Caen es mostrar, por medio de una película, la movilización total de todas las fuerzas de los dos lados del Canal de la Mancha; sin esta movilización las dos líneas del horizonte no se habrían podido concretar como los límites visibles de la línea de fuego. La voluntad no es nada sin el horizonte de su ejercicio.
Sea que el Museo Arromanches, situado en la antigua zona de combate, atraiga a una mezcla de público de veteranos de los dos campos, a la que sigue una inevitable retaguardia de turistas de guerra, o que el Museo de Caen tenga produzca una mayor fascinación en los vencedores y sus descendientes, que llegan en busca de una línea de horizonte paradójicamente universal y que, para conseguirla, se transforman en un sentido de historia después de la Shoah (la Paz), los dos permanecen en un estado de común horizontalidad, cuyo surgimiento es co-extensivo con el de los Tiempos Modernos (Heidegger: La Pregunta por la Cosa).
4. Al final, el Museo de Arromanches, con el tiempo, se convertirá, al igual que el Memorial del campo de batalla de Douaumont, en un museo por la paz, pues es un hecho que las batallas contemporáneas, en las que las masas guerreras se enfrentan en el mayor anonimato, son en realidad lugares que albergan el derrumbe de todos los valores por los que los combatientes están destinados a luchar. Como escribió Patocka acerca de la “experiencia” en el frente en la Gran Guerra, los héroes en el campo de batalla no pueden ser sino desconocidos y los soldados permanentemente alterados, sobreviviendo solamente en un estado fraternal de suspensión, más allá de los valores perdidos del derecho universal, o de la sangre, o de la tierra. La batalla contemporánea ya no es el lugar de la experiencia (probablemente desde Stendhal), sino el de la destrucción de la experiencia subjetiva, en el que todas las líneas del horizonte se desvanecen.
5. Un héroe ya no puede siquiera grabar su propia huella en el campo de batalla (esto se convierte en lo más peligroso de todo, dejar una huella para el satélite de reconocimiento, un olor para el perro de combate, un eco para el radar nocturno, un destello o un indicio de calor para el sensor infrarrojo).
Brecht aconsejó a los habitantes del “país sin proletariado” en los años 30: “No dejéis huellas”. Con estas palabras, no estaba criticando la apropiación de otros, de cuerpos, de cosas, etc., sino más bien reclamando la necesaria ruptura con la antigua superficie de inscripción  —en realidad, la moderna— demasiado confusa y obsesivamente saturada (la extensión extraordinaria del campo patrimonial).
Cuando el héroe desconocido se libera de su viejo destino, se convierte en una figura histórica de la movilización para las masas con el fin de darles forma (siendo las masas una especie de cuasi-materia). Este héroe ya no tiene ningún horizonte, sino algo en un sentido no proyectivo, una línea de fuga (Deleuze) o, mejor todavía, una línea de área (Deligny).
Los turistas de guerra modernos sienten nostalgia por la línea del horizonte, mientras que la experiencia del soldado fue más bien la de devenir-animal, o incluso de devenir-mineral. Estos turistas tratan de reconstruir una cierta normalidad, que se alimenta de la dialéctica de los dos horizontes antagonistas, porque esperan el retorno del significado, precisamente donde más faltaba.
Pero es posible otro análisis: la esperanza nostálgica de la resurrección del significado o de la línea del horizonte se puede mezclar con una admiración por el lugar (el campo de batalla) donde se han sacrificado ese significado y ese horizonte. Después de Bataille, esto se puede entender como una expulsión y destrucción que ennoblece a la víctima del sacrificio, o después de Patocka, como metanoïa, como una conversión filosófica más allá del sentido, no en locura siquiátrica, sino hacia el límite de la realidad, del hecho, de lo dado, hacia aquello que le da significado.
Estos turistas podrían estar buscando  lo más auténtico (sin poder alcanzarlo): la huella de los valores socio-políticos que se han desplomado en este lugar mientras el nihilismo activo ha triunfado por encima de cualquier esfuerzo, dando lugar a una comunidad irreconocible, una comunidad sin comunidad o comunidad negativa, definida por Nancy como la diferencia o la división de voces. Una comunidad inoperante, que está hecha de elementos singulares, que se vislumbran entre ellos, o más bien, que se ven entre ellos, en un espacio que no existe antes de ellos, pero que ellos contribuyen a definir, sin ningún horizonte, porque éste se articula de mil maneras.
Es evidente que la museografía no sería capaz actualmente de  procurar un cambio como éste. Al contrario, por medio de recursos educativos,  se esfuerza por tranquilizarnos con la noticia de que no se ha alterado el significado como, por ejemplo,  en el Memorial  de Perónne, donde se afirma que la experiencia en el frente era la misma que la de las guerras anteriores, porque la correspondencia privada de los soldados era también similar.
Poco importa que, unos años después, Freud, al tratar numerosos casos de “neurosis de guerra”, decidiera alterar su doctrina económica del aparato psíquico al introducir la noción, contra-natura, de pulsión de muerte, que indicaba el poder del retorno repetitivo, incluso eterno, contra el horizonte del proyecto. Ni que Heidegger, en Ser y Tiempo, elaborara el concepto de un ser para la muerte, o Benjamin, aquel otro del final de la narrativa y consecuentemente de la experiencia en El Narrador y en Experiencia y Pobreza.
Si se proponen seudo-continuidades es porque la historia, para el Museo, es siempre un sueño, y porque sólo el despertar crítico (Benjamín) provoca las discontinuidades y las rupturas históricas. Los franceses tienen también excelentes razones para inclinarse hacia la longue durée (¡Ah! la belleza de la longue durée de los climas) más que hacia ciertos resurgimientos que son dolorosos para la memoria nacional. La amnesia pasiva, blanda y dulce podría bien convertirse en una terapia recomendada por el mismo Renan (¿Qué es una nación?)
6. Los museos de guerras masivas son instituciones a las que los turistas van para apropiarse de la obra, de la huella (utilizando todos los recursos que esa nueva versión de la industria de guerra llamada la industria cultural pone a su disposición) mientras que, irónicamente, el soldado, si no fuera un novato, haría cualquier cosa para asegurar su desaparición, sin dejar huella.
No dejar huella se debe entender todavía de otra manera más. No creer posible dejar alguna, porque cualquier huella sería falsa y engañosa, puede llevar a un malentendido. Tiene que ver con la verdad de la batalla, la autenticidad de la experiencia y la relación entre ambas. Como con cualquier acontecimiento contemporáneo, la respuesta no admite la frase de Pirandello “a cada uno su verdad”, que resulta muy perspectivista (incluso en el sentido Nietzscheano).
No es que los puntos de vista de unos y otros no puedan compararse, pero si alguno de ellos todavía tiene un punto de vista, o la ficción de una visión general, los otros no están ya en la posición de tenerlo. Es necesario que hagamos aquí un paréntesis  con toda la problemática que implica los puntos de vista, horizontes, proyectos, perspectivas, el mundo común como plano geométrico, donde todos los puntos de vista son, en definitiva, comparables. Aquí, es necesario salir de la modernidad, de la representación.
Así que la diferencia no está en el restringido punto de vista de un soldado mal informado —porque está herméticamente territorializado— y una visión general, que de forma ficticia, está totalmente informada sobre todos los elementos de la batalla. De hecho, para el actor, el soldado, los estallidos de acontecimientos de guerra extirpan cada vez cualquier deseo de tomar un sujeto para pensarlo, como sí lo hace la superficie psíquica. La consciencia bajo el fuego tiene que protegerse constantemente de los ataques desde afuera, convirtiéndose en una simple, pero absolutamente vital pantalla a prueba de emociones.
El combatiente está en la situación del hombre moderno de Baudelaire: incapaz de producir una narración de lo que ha vivido porque no puede transformar lo que le ha ocurrido en indicios que pueda interiorizar  y recordar después. En otras palabras: incapaz de pensar.
La verdad del acontecimiento obviamente no está en los comunicados que se envían desde los cuarteles generales, ni en una historiografía que no conoce más que los archivos,  sino más bien en una literatura nocturna cuyo punto de partida es el reconocimiento de la imposibilidad de ser testigo de una experiencia vivida, a pesar de o por la aparente multiplicidad de testimonios. ¿No podemos, por tanto, considerar la multitud de testimonios diurnos escritos sobre Verdun en el decenio posterior como intentos personales de reconstrucción psíquica?
Es necesario lamentarse por la experiencia vivida, una experiencia que nos llevaría a una extrema pobreza de testimonio, e incluso al silencio. El silencio solo autentifica el desastre de lo vivido. La huella sola (literaria, pictórica o cinematográfica) establece el ser al suplir  la ausencia de la experiencia vivida. Esta compenetración con la huella no se le prohíbe al público,  siempre y cuando esté de acuerdo en no apropiarse de aquello que se convertiría en objeto de consumo, sino más bien en habitarlo, a la manera del verdadero coleccionista que, de acuerdo a Benjamin, penetra las cosas que adquiere para atrapar su enigma.
Una regla para esta literatura, que encontramos en Duhamel a propósito de Verdun, “Para cualquier cosa que toque al Verdún del año 16, no, no, no hay poesía, ni olvido, ni indulgencia transfigurativa del infierno.
7. Desde “No dejéis huellas”, pasando por “ La escritura sola instituye de forma auténtica la huella del acontecimiento”, unos cuantos temas toman forma, entre los cuales “No hay eventos sin huella” representa la hebra más enigmática.
Si la línea del horizonte es la condición para señalar al sujeto, subjetivizando todo lo que esté dentro del encuadre del dispositivo de perspectiva, y transformándolo en un objeto, entonces el otro, el enemigo, es siempre otro “yo mismo”. La guerra moderna le otorga al enemigo un estatuto jurídico (Convención de Ginebra).
Pero desde el momento en que a ese otro se le retiran todos sus derechos, cuando se le desnacionaliza, instituyendo, como hicieron los nazis, un estatus de ciudadano de segunda clase, hasta el punto que todo lo que le quedaba a ese ciudadano —en un sentido temporal del todo— era su existencia biológica y su mano de obra (Arendt), entonces no se le podía considerar un enemigo  contra el cual había que hacer la guerra. Para la política salvaje conducida en el corazón de la modernidad (Lyotard), el horizonte ya no es el límite ideal de un proyecto. El imperio nazi, de arraigo en sangre y tierra, estrictamente continental e incapaz de luchar en el mar, no tenía manejo del horizonte.
Para los nazis, los judíos y los gitanos no eran enemigos en el sentido estricto de la palabra; eran piojos. Como tales, fueron totalmente desubjetivizados y evidentemente, no fueron dialectizados (como en Hegel entre amo y esclavo o en Marx, entre clases). Esto nos lleva a cuestionar la tesis de que el Nazismo, y hasta su desempeño, dependía de la metafísica moderna del sujeto (Nancy, Lcoue-Labarthe). Este reingreso de lo salvaje en lo moderno es la marca de un cambio de época en la filosofía y, de la misma manera, en la antropología: la época post-moderna, por no tener un mejor término.
Lo que está en juego invariablemente es la huella, no dejar nada tras de sí, no dejar huella del crimen, exterminar por medio de la desaparición sistemática, destruir las condiciones comunes de experiencia, mostrar como increíble el acontecimiento contemporáneo. Todos estos puntos nos llevan a pensar que el tema real incluye la emergencia de una nueva superficie de inscripción, cuyo apoyo no es ya el cuerpo ni la ventana que se penetró con la mirada, de acuerdo con la fortuita etimología de la palabra perspectiva: “razón penetrante”. Una nueva época, cuyo acto de nacimiento es el crimen masivo por medio del exterminio programado, por una política de destrucción y por una estética de la desaparición (Virilio).
8. Un museo que intenta dejar constancia del crimen masivo, deja, por esa razón, de ser museo de guerra, y el turismo, con suficiente razón, prefiere volver a visitar los lugares —las playas del Desembarco— donde, podríamos decir clásicamente, se ha sacrificado brutalmente o suspendido el significado. Porque la política de las huellas de destrucción (desde la exterminación hasta la destrucción de las huellas del exterminio) no fue una guerra. Ni los judíos ni los gitanos estaban organizados en ejércitos, salvo en el último momento de la sublevación del gueto de Varsovia o en la Resistencia.
La política de la destrucción no tiene nada en común con las guerras entre comunidades salvajes; su función probablemente fue la de regenerar constantemente la diferencia entre ellos, de manera que ningún Estado central los pudiera federar (Clastres, Abensour).
En el Memorial Caen, cuando la película sobre la confrontación y su preparación (su efectividad es semejante a la “estética del shock”, por usar palabras de Benjamín) se rompe audazmente en el centro —la pantalla se parte y deja salir por el agujero imágenes de paz— se abre un nuevo espacio, que hace completamente borrosas las imágenes de guerra.
Pero esta destrucción de la confrontación es engañosa. El conflicto no se supera dialécticamente gracias al sosiego de las playas que han vuelto finalmente a su anterior calma, no se impone una nueva línea de horizonte mundial (el “Nuevo Orden Mundial”). Esta paz que no tiene contenido —aparte de las mercancías que invaden este Memorial— no está solamente amenazada por las guerras periféricas siempre reinantes; bajo el espectro de “los derechos humanos”, los intereses claramente percibidos de las naciones siempre resurgen, una especie de política postmoderna de cañonero.
Además, otra división persiste en Occidente, otra línea (roja), una barra que no se puede confundir con la cesura de Hölderlin, ni con la primacía de la diferencia que ha impregnado la filosofía continental desde entonces. Es una fractura que separa la tradición occidental legítimizada y legitimizante (desde los pre-Socráticos a la ciencia moderna) de una tradición escondida, reprimida e incluso privada de derechos, la tradición Judía o Judeocristiana en el sentido estricto del término (Arendt). Esta barra está dibujada horizontalmente, para satisfacer las necesidades de la museografía. ¿Quizás debería estar quebrada o tener forma de zigzag, como en el proyecto del ala futura dedicada al Judaísmo alemán en el Museo de Historia de Berlín?
¿Pero puede la política francesa de la, así llamada, integración —un proyecto republicano socavado por el programa “marrón” de exclusión radical— permitir la elaboración de otra filosofía de la historia finalmente irrepresentable?.



[1] En particular, la simetría exacta en relación con el plano del cuadro desde el punto de vista y desde el punto del sujeto, que se sitúan por tanto en la misma línea recta y son estrictamente reversibles.

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