domingo, 3 de octubre de 2010

Oyarzún, P., Traducción y Melancolía.

LA LETRA VOLADA
PABLO OYARZÚN

© Pablo Oyarzún
© Ediciones Universidad Diego Portales

Primera Edición: mayo de 2009
Inscripción en el Registro de Propiedad Intelectual nº 177.209
ISBN 978-956-314-057-6

pp. 264-273.


TRADUCCIÓN Y MELANCOLÍA[1]


El título “Traducción y melancolía” debiera despertar sospechas. Es como si ya se tomara partido anticipadamente, fuera de toda discusión, sobre el carácter mismo del ejercicio del traductor. Bien podría salírsele al paso arguyendo que lo mismo valdría un título como  “Traducción y gozo”, o “Traducción y júbilo”. ¿Por qué no podría pensarse que ese ejercicio es gozoso, por todo lo que importa de riqueza en saber y experiencia para quien lo emprende, dondequiera que el texto a que se aboca trae consigo abundantes réditos de esa índole? Imputar tristeza a la traducción sería abusivo. Acaso, si cabe la mención de la melancolía, debiera serlo de una que no excluye el gozo, sino, muy al contrario, que hace parte de éste como de un ciclo mayor. O, también, siempre en esta hipótesis secundaria, de una  melancolía productiva, como la que Frances Yates atribuye al grabado de San Jerónimo que pergeñó Durero, a diferencia de su ángel celebérrimo.
Por eso, es preciso aducir algunas precisiones. La verdad, no hablo, al menos no inmediatamente, de una “traducción melancólica”, ni designo inexcusablemente a Saturno como patrono de los traductores. La “y” que separa a ambos términos, traducción y melancolía, exige ser leída con prudencia. Pongo para ello un ejemplo que no creo sea meramente puntual, y que salta a la vista cuando uno las emprende en pos de articular un concepto de traducción. Pues, en efecto, puede resultar particularmente interesante para un examen crítico de la traducción atender a las traslaciones que dejan, por decir así, entre paréntesis la remisión al significado, y laboran casi maquinalmente en el plano del significante. Piensen ustedes en las transliteraciones. Digo esto, porque al fin y al cabo lo que me gustaría llamar provisoriamente el “momento mecánico” es, me temo, indisociable de todo ejercicio de traducción, por mucho que éste se deje imantar por el polo del sentido. A lo que apunto es a una paradoja que pasa calladamente y que tal vez es desde todo punto de vista capital: si por una parte la traducción exige escrúpulo, diré, por la letra y por el espíritu, que la distingue de la espontaneidad del habla natural con los rasgos del trabajo, la atención y la conciencia, y que a menudo, o a cada paso, le impone el ejercicio reiterativo de la decisión, quizá no sea posible traducir, de veras traducir, sin que se dé ese “momento”, sin una voladura, una ausencia y una pérdida de sí. Que sería la decisión misma. Y esto me resulta de primerísima importancia, porque indica el punto en que la teoría de la traducción se cruza con la teoría del sujeto.
Lo que trato de establecer, pues, suscribe lo de traducción y melancolía bajo la rúbrica de esta otra conjunción: traducción y sujeto. Un poco a partir de mi propia experiencia, me interesa sugerir que hay eso en el ejercicio de la traducción, un “momento”, como lo llamaba, de ausencia, un acceso, un síncope, un espasmo crepuscular, en que el sujeto literalmente no está. Un momento, digo, esto es, un movimiento que descentra, que desvincula al sujeto de sí, sin que por eso quiera hablar de inconsciencia o de inconsciente, porque es, creo, otra cosa, ese desliz indecible en que todavía puedo decir yo, sin que sea, sin embargo, dueño de mi palabra. ¿Será preciso decir que esta voladura no tiene por qué necesariamente llevar el signo de la aflicción, y sí, quizás, el de unas albricias? Pero claro, entonces, ¿a qué vendría lo de enlazarlo, como hago, a la melancolía? Una conjetura me estaría a la mano: melancolía del sujeto, de su pérdida, pero júbilo, también, de su pérdida. Sólo que esta conjetura es muy precipitada, tanto más cuanto que para siquiera aventurarla tendría yo que disponer, en esbozo al menos, de una teoría del humor, de los humores de la traducción. Y no dispongo.
A cambio de ello, opto por un rodeo, que en realidad es un poco paradójico, porque el verdadero rodeo consiste en hablar de esos humores, y la vía directa es interrogar a la traducción, en el estatuto de su forma y de su ejercicio. Y esta interrogación no puede sino arrancar de una diferencia que es la obviedad misma.
La diferencia aparente (en el doble sentido de la palabra, porque es manifiesta, pero en su manifestación no está inmediatamente acreditada, como no sea por el efecto de obviedad, que no es otra cosa que ese doble sentido), la diferencia, digo, y aparente, entre una traducción y un original es que aquella opera ya a partir de un sentido constituido, en tanto que el original implica un proceso de constitución de sentido. Se abogue por la fidelidad o la libertad, la traducción, antes, está atada a una dependencia, una derivación, un primario servilismo. Y sería eso una evidencia. Porque es evidente que si no se asume esta diferencia se abren las puertas para confundir entre traducción y original (digo, por cierto, en el plano teórico), y entonces sería imposible llegar a alguna claridad acerca de la traducción misma. Se tiene que afirmar, aunque sólo sea provisoriamente para la teoría, la anterioridad del original en el proceso del sentido. Y ésta es, por lo pronto, una diferencia empírica. Sostener la prioridad del original es mera espontaneidad de sentido común, que desde luego anda muy lejos de asignar un valor metafísico o teológico de la noción de origen.
Es, en consecuencia, lo que debiera adoptarse como punto de partida.
Sin embargo, no bien se empieza a pensar en ello, también comienzan a acumularse las aporías y las paradojas, si se tiene suficiente paciencia y ocio para darles el tiempo de su afluencia. Así, por  ejemplo, desde un primer punto de vista, se querrá sostener que no existe nada parecido a un original virginal, que fuese pura donación o fundación de sentido. Todo original opera en un campo de sentido preconstituido, como quiera que no hay acción lingüística fuera de la historia de la lengua y exenta de predisposición retórica. Pero si por una parte esta afirmación es consistente con la idea de no dar pie a los prejuicios metafísicos y mantenerse en un horizonte meramente empírico en el cual la palabra “origen” no lleva ninguna carga especial, por otra, sin quererlo concede la hipótesis de esa carga. Por eso, para asegurar la prescindencia que encarece este punto de vista se debe agregar que no existe algo así como una primera donación de sentido, ni dentro ni fuera de su acuñación lingüística o, en general, simbólica. Las operaciones lingüísticas ocurrirían en un campo de circulación y traslaciones cuyo régimen mismo no sería muy distinto de lo que implica la traducción. Hablaba hace un momento de necesarias precauciones para no ir a dar al punto a un atolladero. Bien sabemos que el prurito metafísico (o teológico) es perfectamente compatible con la idea de que el lenguaje pertenece al régimen de la caída, y que la metafísica depende en buena medida de una tesis como ésta, para asegurar, por decir así, la indemnidad de lo inteligible. Y, sin embargo, el cauto regateo de un concepto puro de original, si inscribe toda primaria acuñación de sentido en el sistema de la lengua, arriesga entender esa misma acuñación un poco a la manera de la traducción.
Desde otro punto de vista (siempre que, como decía, se deje tiempo para los devaneos), y por razones en cierto modo inversas a las anteriores, se objetará la subordinación absoluta de la traducción al original, no sólo porque aquella, cuando llega alto en la versión de obras señeras, descubre latencias ignoradas y verdaderamente recrea, sino también porque, a fin de cuentas, ¿cuál es el criterio inconcuso para discernir una de otro, de qué certificación irrebatible disponemos para trazar esa frontera? Y por cierto no hablo ya de las señas empíricas de reconocimiento y de las perogrulladas del sentido común, sino de aquello que sería pertinente a una explicación teórica, analítica, que pudiese sólidamente asentar el concepto de traducción. ¿Se llamará en auxilio a la mirada metafísica para garantizar la originalidad del original? Pero a estos efectos ella está aquejada por una paradoja que ya sugerí: la misma metafísica que tendría por misión acreditar la pura condición del origen excluye al original de ese lugar incólume en virtud de las condiciones que ella misma estipula; es lo que indicaba hace un momento.
¿Y qué decir de los humores? Porque, así parece, también se podrá objetar la supeditación del traductor al autor, implícita en la misma diferencia que comentamos, sobre todo si –suponiéndosele algún viso de validez a mi hipótesis– se tiene en cuenta la imputación anímica que va envuelta en la apelación a la melancolía. ¿Por qué no habría de concebirse también la operación primera como una faena melancólica, sobre todo si se piensa que sólo se es autor a condición de ser evacuado de la propia obra, que se es autor por la pérdida de sí en lo producido, en lo escrito, y que la firma sólo confirma esa deportación? La pregunta deja insanablemente comprometida la conjunción que propuse desde el título de esta nota; y si además se arguye que no hay razones para distinguir entre una dicha productiva y un spleen reproductivo, tampoco parece haber salida del atolladero, así como tampoco parece que se puede iniciar nada teóricamente útil con las meras evidencias empíricas. Desde luego, aquella objeción tiene un efecto preciso: si el estado en cuestión no sirve para distinguir con nitidez entre una traducción y su original, entonces tampoco puede ser esgrimido como razón o principio de la traducción, si es que eso se quería insinuar.
Alguien podría sentirse tentado, a la vista de estas aporías (y sé que las expongo precariamente), a creer que se puede o se debe conceder una inferencia abusiva, admitiendo que, al fin y al cabo, todo es traducción. Por cierto, para ganar la mínima fuerza que haga posible mantener este aserto ante los primeros y más elementales embates, se cae de inmediato en la cuenta de que el concepto de traducción con que comenzamos a trajinar –vago y carente de análisis, pero espontáneamente persuasivo– no calzaría con el aserto mismo. Para concebir que todo es traducción hay que abolir la diferencia entre traducción y original, y entonces se tiene que ofrecer un nuevo concepto de traducción. El problema con este nuevo concepto es que, para apoyar el aserto en toda su magnitud, lo más probable es que se cubra con la noción de literatura o, peor, con la de lenguaje sin más. A nadie le quedaría claro para qué sirvió, entonces, la bravata, a menos que su utilidad sea brindarnos una nueva mirada en la índole de la literatura o del lenguaje mismo.
Pues bien: yo diría que este “a menos que” es la clave de la atención que contemporáneamente se ha dirigido hacia el fenómeno y la práctica de la traducción. Su plausibilidad está sostenida sobre nombres como los de Benjamin, Rosenzweig, Heidegger, Derrida, pero quizá su soporte más eminente –porque en vez de razones labora con insidias, y me temo que la insidia tiene mucho que ver con la traducción–, el más eminente, creo, es Borges. Borges, que aboga por la primera cobertura.
Pongo por caso cuatro instancias.
La primera, que propone el concepto de que traducir es corregir, la tomo de un cúmulo de muestras de la inteligencia y la praxis de la traducción que, según un estudioso, tuvo Borges. Me refiero a un libro reciente de Efraín Kristal[2]. Entre todas las muestras, escojo una flagrante enmienda de The Purloined Letter, relato casi sagrado de Poe:

“Perhaps it is the very simplicity of
the thing which puts you at fault,” said
my friend.
“What nonsense you do talk!” replied
the Prefect, laughing heartily.
“Perhaps the mystery is a little too
plain,” said Dupin.
“Oh, good heavens! who ever heard
of such an idea?”
“A little too self-evident”.
“Ha! ha! ha! - ha! ha! ha! - ho! ho!
ho!” roared our visiter, profoundly
amused, “oh, Dupin, you will be the
death of me yet!”.
“And what, after all, is the matter on
hand?”.
Poe, The Purloined Letter

–Tal vez el misterio es demasiado simple–,
dijo Dupin.
–¿Cuál es el misterio?– pregunté.
Borges, La carta robada
–Quizá lo que los induce a error sea
precisamente la sencillez del asunto–
observó mi amigo.
–¡Qué absurdos dice usted! –repuso
el prefecto, riendo a carcajadas.
Quizá el misterio es un poco demasiado
sencillo– dijo Dupin.
–¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede
ocurrir semejante idea?
–Un poco demasiado evidente.
–¡Ja, ja! ¡Oh, oh! –reía el prefecto,
divertido hasta más no poder–. Dupin,
usted acabará por hacerme morir de
risa.
–Veamos, ¿de qué se trata? –pregunté.
Cortázar, La carta robada

–Tal  vez el misterio es demasiado
simple –, dijo Dupin.
–¿Cuál es el Misterio? –, pregunté.
Borges, La carta robada.

“Perhaps the mystery is too simple”,
said Dupin.
“What is the mystery?”, I asked.
Kristal, (The Stolen Letter )[3]

Segunda: en el prólogo que escribe a la versión castellana de Le cimetière marin que hizo Néstor Ibarra sobre el admirado poema de Valéry: “Invito al mero lector sudamericano –mon semblable, mon frère– a saturarse de la estrofa quinta en el texto español, hasta sentir que el verso original de Néstor Ibarra: La pérdida en rumor de la ribera, es inaccesible, y que su imitación por Valéry: Le changement des rives en rumeur, no acierta a devolver íntegramente todo el sabor latino. Sostener con demasiada fe lo contrario, es renegar de la ideología de Valéry por el hombre temporal que la formuló”[4].
Tercera: otra vez Poe, y su situación, que Borges tiene muy en la mira, y que es el verdadero padre de la literatura francesa a fuerza de ser traducido en versiones más enérgicas y por traductores más vigorosos, dicho esto con el agravante de que en este caso la palabra “traducción” tiene riberas tan rumorosas y perdidizas que no resulta posible determinar con precisión su alcance, porque al fin y al cabo no se restringe a ejercicios puntuales sobre puntuales piezas del desdichado escritor norteamericano, sino que se propaga ilimitadamente a toda la vasta producción “original” de los sucesores.
Y cuarta: del rabo de la anterior, en virtud de una interpolación que describe a cierto autor como “un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste”[5], la idea –porque eso es, una Idea, un espectro platónico– de la traducción absoluta en la figura de la obra imposible de Pierre Menard, que es todo identidad y, al unísono, todo diferencia. Se recordará el pasaje escandaloso en que Borges coteja y avalora un trozo de Cervantes y otro de Menard, que es dos veces el mismo, y que, no obstante, gana en el émulo calidades imprevisibles que le otorgan una riqueza infinitamente mayor que la del –más parco– precedente.
Decía que Borges, que –creo– postula el “a menos que”, aboga por la primera cobertura, la que sobrepone –o supone– la traducción a la literatura. Entiendo que los ejemplos evidencian que esta apología es extensiva, y que lo definitivamente insinuado en ellos es que traducción y lenguaje se envainan mutuamente, por la sencilla razón de que el lenguaje no es otra cosa, al menos en nuestra práctica mortal, hábil o torpe, que literatura, función de cita.
He traído estos cuatro prototipos nada más que por glosar ese “a menos que”, que justificaría la ecuación de traducción y lenguaje, en la creencia de que lo que está principalmente en juego allí es cierta comprensión del “menos”, que es, así asumimos espontáneamente todos, el cuantificador manifiesto de la traducción, pero que en verdad obedece a una aritmética misteriosa, en virtud de la cual tiende a convertirse en un “más”. Un “más” que no es, diremos, adición en el sentido trivial del término, sino que tiene el carácter de un diferencial, inestimable en su entidad e incalculable en su monto, porque va del matiz y del desliz, el fallo y la omisión, el retoque y la mejora hasta el facsímil o la total transformación. Es, para decirlo de una vez, la lógica de la repetición, que Marx supo reconocer con perspicacia:

Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces (sich sozusagen zweimal ereignen). Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa[6].

Lo que no excluye la posibilidad de que esta clave genéricoliteraria del acontecer histórico se invierta, porque al fin y al cabo la primera de las “dos veces” es ya repetición, re-inscripción de un fantasma, que por conjuro apropia desde la sorda angustia de los agentes lo radicalmente inapropiable, el acontecimiento que “fue”. O, dicho de otra manera, las “dos veces” –y esto es admirable en el fraseo de Marx, que tira a sugerirlo– se duplican inevitablemente, de modo que lo que llamamos “acontecimiento”, el Ereignis en sentido propio, lo propio del Ereignis está en el punto ciego y ausente de esa sistemática proliferación. Pero me estoy desviando, o eso podría parecer. En todo caso, el arcano del diferencial a que aludo sería lo que, de manera imprudente, llamé el “momento mecánico”, y que he apostillado como espasmo, síncope o patatús.
Lo cual me trae a un motivo que en parte es personal, y que aquí evocaré –y no se me pidan explicaciones– solo por interposición de una máscara; es un motivo que quizá determina el talante melancólico –no el único, sin duda– del traductor. Es lo que llamaría el síndrome paulino:

1 Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote, 2 y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén. 3 Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, 4 cayó en tierra y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” 5 El respondió: “¿Quién eres, Señor?” Y él: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues6. Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer”7. Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie8. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Le llevaron de la mano y le hicieron entrar en Damasco. 9 Pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber.[7]

No voy a incidir ahora en la gran teoría, la gran política paulina de la traducción, con su censura de la glosolalia bajo apercibimiento del imperativo de la interpretación. Mi intención es otra, no tan distante, quizá, pero distinta. A lo que apunto es al pathos de escritura. Es probable que cierto tipo de personas, desdichadas personas, que sólo pueden anotarse en el registro del ser no por fuerza propia o conato interno, sino a instancias de un ímpetu ajeno, que sólo pueden cumplir la inscripción de sentido –y de sí– a partir del estímulo de algo anterior y exterior, es probable, pues, que ese tipo experimente la traducción como un hecho melancólico. Sería ésa una característica posible –que a mí me concierne particularmente–, la determinada por el síndrome en cuestión, que viene a ser algo así como la condición de un sujeto que sólo se constituye (sólo alcanza el punto de pronunciación de su yo o de la tenencia de su nombre) en virtud de una irrupción desde fuera. El paradójico don de esa irrupción arrebatadora –y por lo general tan inadvertida como fugaz– es la desposesión de sí, para la que traigo como patrono, otra vez, al apóstol:

19 Efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. 20 Con los judíos me he hecho judío para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como quien está bajo la Ley –aun sin estarlo– para ganar a los que están bajo ella. 21 Con los que están sin ley, como quien está sin ley para ganar a los que están sin ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo. 22 Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos.[8]

El momento del patatús, del transporte, el instante volado, el minúsculo Ereignis, el Ereignis de mi yo minúsculo, da quizás esta peculiar universalidad. Claro, en lo que toca al traductor, a esta clase de traductor de que hablo, y que es acaso un perseguidor nato, y natatorio, el dios que lo asalta no es el Hijo del Hombre, sino Saturno, y su instrumento no es el deslumbre sino la negra luz. Pero participa también de la des-posesión, al menos en ese instante inconmensurable en que ocurre –esto apenas lo había sugerido antes, pero creo que va de suyo–, en que cae, sin última razón ni medida, la decisión.
No es éste el único shock, qué duda cabe. También está el que recibe aquel que quisiéramos llamar el creador. En una carta de noviembre de 1802, remitida desde Nürtingen, Hölderlin le confía al amigo Böhlendorff una experiencia desbordante:

El poderoso elemento, el fuego del cielo y lo quedo de los hombres, su vida en la naturaleza y su frugalidad y contentamiento me han cogido constantemente, y como se refiere de los héroes, bien puedo decir que Apolo me ha golpeado.[9]

[…] kann ich wohl sagen, daß mich Apollo geschlagen. La alternativa del sujeto que se afana por la inscripción, originante o derivada, parece atirantarse entre dos extremos: to be Apollo-struck o to be Saturn-struck, ser golpeado por Apolo o por Saturno. En ambos casos, la inscripción es a la vez una ec-scripción, y el sino –el signo– es el desquicio, la inmersión, quizá jubilosa, en la piscina de Narciso.

Septiembre de 2004, septiembre de 2005.



[1] Una primera versión de este texto, escasamente distinta de la actual, fue presentada en el marco del Seminario Central de Investigación del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, que durante el año 2004 estuvo dedicado al tema de la traducción; la presentación tuvo lugar en una sesión del segundo semestre. Agradezco en particular los alcances que hicieron al tema Fernando Pérez Villalón y Bruno Cuneo.
[2] E. Kristal, Invisible Work. Borges and Translation. Nashville: Vanderbilt University Press, 2002.
[3] El examen de la traducción borgiana de La carta robada se despliega en las pp. 61 a 67 del libro de Kristal. La enmienda en cuestión es presentada allí de inmediato. He incluido la impecable versión de Cortázar para dar mejor idea del efecto.
[4] Jorge Luis Borges, Obras Completas. Tomo IV. 1975-1988. Buenos Aires: EMECÉ, 1996, p. 152.
[5] J. L. Borges, Obras Completas. 1923-1972. Buenos Aires: EMECÉ, 1974, p. 447.
[6] Kart Marx, Der achzehnte Brumaire des Louis Napoleon Bonaparte, I, en: Karl Marx/Friedrich Engels, Werke, Band 8. Berlin/DDR: Dietz Verlag, 1960, p. 115.
[7] Act. 9:1-9.
[8] 1 Cor. 9:19-22.
[9] Friedrich Hölderlin, Sämtliche Werke und Briefe. Bd. II. Herausgegeben von Michael Knaupp. München, Wien: Carl Hanser, 1992, p. 921. La carta pertenece a aquellos documentos en que Hölderlin se pregunta, de la manera más radical, por la posibilidad misma de la originalidad –probablemente el concepto más melancólico de todos– como posibilidad del poema moderno o, en sus propios términos, hespérico. En el penúltimo párrafo de la carta escribe: “¡Querido mío! Pienso que no comentaremos a los poetas que [ha habido] hasta nuestro tiempo, sino que el modo del canto tomará en general otro carácter, y que si no prosperamos es porque, desde los griegos, empezamos otra vez a cantar patriótica y naturalmente, originalmente en sentido propio” (922).

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