lunes, 28 de julio de 2008

Walter Benjamin, Sobre la facultad mimética

Walter Benjamin, Ensayos escogidos, Ed. Sur, Buenos Aires, 1967.
Versión castellana, H. A. Morena. 105-107.



Sobre la Facultad Mimética.


La naturaleza produce semejanzas. Basta con pensar en el mimetismo animal. Pero la más alta capacidad de producir semejanzas es característica del nombre. El don de percibir semejanzas, que posee, no es mas que él resto rudimentario de la obligación en un tiempo violenta de asimilarse y de conducirse de conformidad con ello.
Pero esta facultad tiene una historia, tanto en sentido filogenético como en sentido ontogenético. En lo que respecta a este último, su escuela es en muchos sentidos el juego. El juego infantil se halla completamente saturado de conductas miméticas, y su campo no se encuentra en modo alguno limitado a lo que un hombre puede imitar en otro. El niño no juega sólo a “hacer” el comerciante o el maestro, sino también el molino de viento y la locomotora. ¿Qué utilidad extrae de esta educación de la facultad mimética?
La respuesta presupone la comprensión del significado filogenético de la facultad mimética. Para lo cual no basta con pensar en lo que hoy entendemos mediante el concepto de semejanza. Es sabido que el ámbito vital que en un tiempo se aparecía como gobernado por la ley de la semejanza era considerablemente más amplio: tal ley gobernaba tanto en el microcosmo como en el macrocosmo. Pero esas correspondencias naturales conquistan todo su peso solamente cuando se sabe que son, en su totalidad, estimulantes y reactivos de la facultad mimética que responde a ellas en el hombre. Además es preciso tener en cuenta que ni las fuerzas miméticas ni los objetos miméticos han permanecido inalterables en el curso de los milenios. Hay que suponer en cambio que la facultad de producir semejanzas
—por ejemplo, en las danzas, cuya más antigua función es precisamente esa—, y por lo tanto también la de reconocerlas, se ha transformado en el curso de la historia.
La dirección de esta transformación parece determinada por un creciente debilitamiento de la facultad mimética. Puesto que es evidente que el mundo perceptivo del hombre moderno no contiene más que escasos restos de aquellas correspondencias y analogías mágicas que eran familiares a los pueblos antiguos. El problema aquí consiste en determinar si se trata de la decadencia de esta facultad o más bien de su transformación. A propósito de la dirección en la cual esta podría producirse, algo se puede inferir, aunque sea indirectamente, de la astrología.
Es preciso tener en cuenta el hecho de que, en tiempos más antiguos, entre los procesos considerados imitables debían entrar también los celestes. En las danzas y en otras operaciones culturales se podía producir una imitación y utilizar una semejanza de esa índole. Y si el genio mimético crea verdaderamente una fuerza determinante de la vida de los antiguos, no es difícil imaginar que debía considerarse al roción nacido como dotado de la plena posesión de esta facultad y, en particular, en estado de perfecta adecuación a la configuración actual del cosmos.
La apelación a la astrología puede proporcionar una primera indicación respecto a lo que es necesario entender con el concepto de semejanza inmaterial. Es verdad que en nuestra realidad no existe mas aquello que permitía, en un tiempo, hablar de esta semejanza y, sobre todo, evocarla. Pero también nosotros poseemos un canon que puede ayudarnos a esclarecer, por lo menos en parte, el concepto de semejanza inmaterial. Y este canon es la lengua.
Siempre le ha sido reconocido a la facultad mimética una cierta influencia sobre la lengua. Pero ello ha ocurrido sin sistema: sin que se pensase con ello en una más remota importancia o, mucho menos, historia de la facultad mimética. Y tales consideraciones han quedado sobre todo estrechamente limitadas al campo normal, sensible de la semejanza. Así se ha dado un puesto, con el nombre de onomatopeya, al comportamiento imitativo en la formación del lenguaje. Y si la lengua, como resulta obvio, no es un sistema convenido de signos, será necesario siempre acudir a ideas que se presentan, en su forma más rudimentaria, como explicaciones onomatopéyicas. Se trata de ver si pueden ser desarrolladas y adecuadas a una comprensión más profunda.
“Toda palabra y toda la lengua —se ha dicho— es onomatopéyica. Es difícil precisar aunque sólo sea el programa que podría hallarse implícito en esta proposición. El concepto de semejanza inmaterial proporciona sin embargo algunas indicaciones. Es decir que ordenando palabras de diversas lenguas que significan la misma cosa, alrededor de este significado como centro de ellas, sería necesario indagar cómo todas ellas —que pueden a menudo no tener entre sí ninguno semejanza— son similares a ese significado en su centro. Pero esta especie de semejanza es ilustrada sólo por las relaciones entre las palabras para la misma cosa en las diversas lenguas. Así como, en general, la investigación no puede limitarse a la palabra hablada. Tal semejanza tiene además relación con la palabra escrita. Y resulta sintomático que la palabra escrita esclarece –en muchos casos quizá en forma más manifiesta que la hablada–, mediante la relación que su forma escrita con el objeto significado, la naturaleza de la semejanza inmaterial. En resumen, la semejanza inmaterial fundamenta las tensiones no sólo entre lo dicho y lo entendido, sino también entre lo escrito y lo entendido y también entre lo dicho y lo escrito.
La grafología ha enseñado a descubrir en las escrituras imágenes que en ellas esconde el inconsciente de quien escribe. Es necesario pensar que el proceso mimético que se expresa asi en la actividad de quien escribe era de máxima importancia para el escribir en los tiempos remotísimos en que surgió la escritura. La escritura se ha convertido asi, junto con la lengua, en un archivo de semejanzas no sensibles, de correspondencias inmateriales.
Pero este aspecto de la lengua y de la escritura no marcha aislado junto al otro, es decir al semiótico. Todo lo que es mimético en el lenguaje puede revelarse sólo —como la llama–en una especie de sostén. Este sostén es el elemento semiótico. Así el nexo significativo de las palabras y de las proposiciones es el portador en el cual únicamente, en un rayo, se enciende la semejanza. Porque su producción por parte del hombre —como la percepción que tiene de ella– está confiada en muchos casos, y sobro todo en los más importantes, a un rayo. Pasa en un instante. No es improbable que la rapidez en el escribir y en el leer refuerce la fusión de lo semiótico y de lo mimético en el ámbito de la lengua.
“Leer lo que nunca ha sido escrito.” Tal lectura es la más antigua: anterior a toda lengua — la lectura de las vísceras, de las estrellas o de las danzas. Más tarde se constituyeron anillos intermedios de una nueva lectura, runas y jeroglíficos. Es lógico suponer que fueron estas las fases a través de las cuales aquella facultad mimética que había sido el fundamento de la praxis oculta hizo su ingreso en la escritura y en la lengua. De tal suerte la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales: un medio al cual emigraron sin residuos las más antiguas fuerzas de producción y recepción mimética, hasta acabar con las de la magia.

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