lunes, 28 de julio de 2008

Avelar, La práctica de la tortura y la historia de la verdad

La práctica de la tortura y la historia de la verdad.

Idelber Avelar.
Tulaine University.


A lo largo de la última década una serie de escritos articulados alrededor del vocablo “postdictadura”, han puesto en escena saberes que se quieren irreductibles al marco de las transiciones democráticas. Dicha irreductibilidad no se confunde, en estos escritos, con una exterioridad pura y simple, sino que despliega un carácter suplementario en el sentido fuerte de la palabra: la transición no emerge en cuanto tal hasta que reprima y excluya de su campo aquello que la hace posible. Silenciadas para que el marco transicional se estableciera como único horizonte político inteligible en las naciones postdictatoriales, dichas experiencias movilizaron, para su elaboración teórica, un vocabulario en el que ciertos términos se hicieron recurrentes: duelo, melancolía y trauma han sido simplemente los más ubicuos de ellos. El trabajo acumulado a lo largo de estos años en los campos de la filosofía, de las críticas literaria, cultural y de las artes plásticas, sean cuales fueren sus ambigüedades e insuficiencias, ha tenido el mérito de desplazar el debate pragmático e informacional de la transición hacia un terreno donde tales tensiones experienciales han encontrado voz.
La bibliografía es diversificada, pero la unifica una cierta atención lexical ausente en otras elaboraciones (ya social-científicas, ya periodístico-testimoniales) del legado de las dictaduras. Sin agotar la contribución de tales textos en los límites de un recuento esquemático, habría que mencionar, entre los desplazamientos lexicales más significativos: 1) una operación sobre la palabra “transición”, sacándola del terreno social-científico (en el que designa la vuelta a la “normalidad” democrático-parlamentaria) y reservándola para designar la transición verdaderamente epocal, es decir la que realizan las dictaduras mismas al transitar los países latinoamericanos del estado nacional al mercado globalizado; esta operación sobre la comprensión del vocablo, tiene el mérito no sólo de sustraerle el énfasis a un problema empírico-accidental y dirigirlo hacia un problema de carácter fundante, sino también de hacer visible la verdad de la transición, a saber el hecho de que ésta nos ha transitado hacia un lugar que parece no estar en tránsito, un estado de cosas que nos amenaza con su estadía definitiva (Thayer). 2) una disección crítica del testimonialismo postdictatorial, atenta a las complejas redes compuestas por los motivos de la traición, la confesión y la culpa; esta operación ha tenido el mérito de focalizar las ambigüedades y aporías propias del discurso restitutivo, aun de aquellos que traen a la luz verdades censuradas y ocultadas por el poder dictatorial (Richard). 3) una demostración de que las desgarraduras y quiebres en la representación puestos de manifiesto en la postdictadura se retrotraen a una tradición latinoamericana de literatura de objeto perdido (Lezama, Borges, Piñera, Elizondo) que, al articular un tercer espacio irreductible a cualquier especularismo colonizado o nativista, le confiere a las narrativas enlutadas de la postdictadura su genealogía (Moreiras). 4) un argumento teórico-historiográfico que vincula la primacía de la alegoría en la ficción postdictatorial a la ruptura del oximorónico paradigma identitario-modernizante del boom, ruptura que habría abierto el camino para la emergencia de una literatura que investiga la crisis de la transmisibilidad de la experiencia desde una tropología alegórica, en la cual todo lo que accede a la significación, lo hace en tanto ruina (Avelar).
Dentro del complejo de problemas que la transición epocal representada por las dictaduras ha ofrecido al pensamiento, ninguno delimita un terreno más minado que la práctica de la tortura, cientifizada por los regímenes conosureños hacia límites no conocidos hasta entonces en América Latina. El cuerpo de escritos acerca de la práctica de la tortura durante las dictaduras nos ofrece un amplio corpus para reflexión, a la vez que nombra las fronteras de toda reflexión. Los testimonios de presos políticos sometidos a la tortura, al enfrentarse con el problema de la traducción de su experiencia al lenguaje, inevitablemente dejan de manifiesto los límites de toda representabilidad. Los escritos de denuncia oriundos de las organizaciones de defensa de los derechos humanos o de agrupaciones familiares de desaparecidos, ofrecen material mnemónico y jurídico indispensable en el establecimiento de la verdad acerca de cada cuerpo torturado. Los escritos social-científicos sobre el tema, basados fundamentalmente en la lectura de estos testimonios y en valiosas investigaciones empíricas, muestran la ubicuidad de la práctica de la tortura en las dictaduras recientes, verdad ya no contestada por nadie, ya indesignable como “accidentes” o “excesos”, y universalmente reconocida como pieza central de la política represiva de esos regímenes. Ante todo este material, y conociéndose bien cuán minado es este campo temático, cuán diseminadas son las sospechas que la reflexión acerca de él suele originar, ¿qué pueden la literatura y la filosofía decir sobre el tema? Más que nada, ¿por qué decir algo sobre el tema?
Según un viejo procedimiento retórico, mencionamos los testimonios, denuncias e investigaciones empíricas, claro, para adelantar que se tratará aquí de algo diverso. Nos deparamos entonces con la primera carga explosiva propia del ángulo desde el que nos acercamos al problema: los escritos testimoniales, denunciatorios o empíricos sobre la tortura, tienen, en general, que enfrentarse con el dilema básico de la legitimidad para hablar que a menudo acosa los textos literarios y filosóficos que deciden arriesgarse en este tema. En el caso de los testimonios de torturados, obviamente, el problema ni siquiera se plantea: no hay legitimidad más incontestable que aquélla que preside la entrada de este sujeto en el lenguaje, pues lo que entra en el lenguaje es la experiencia misma – o más bien ésta se constituye en cuanto tal precisamente por su entrada en el lenguaje, por su conversión en materia narrable. Para los escritos de denuncia, la legitimación tiene lugar por remisión a un objetivo práctico, político, también incuestionable, la diseminación más universal posible de información que pueda auxiliar en el combate a la tortura. Para las investigaciones social-científicas, por más que su crudeza cuantitativa pueda chocar a aquellos que ven allí una traición a la irreductible verdad experiencial de la tortura, su justificación implícita - la importancia de acumularse datos empíricos verificables acerca del dónde, cuándo, por quién y sobre quién de la tortura - suele bastar para confererirle fuerte legitimidad discursiva.
No es así en el terreno que habitamos, la literatura. En cuanto saber que no puede eludir el problema de la mediación, ella tiembla y retrocede ante toda experiencia donde la mediación desaparezca. El dolor de la tortura, lo indecible, la atrocidad de la tortura, le aparece a la literatura como imagen misma de lo inmediable, inenarrable, ya que la resistencia al lenguaje no es algo que pueda ser visto como accidental a la existencia del dolor, sino que es constituyente de su esencia misma. A partir de la observación de Virginia Woolf de que se leía muy poco dolor en la literatura, y que ésta parecía totalmente desprovista de mecanismos que le permitieran representar el dolor extremo, Elaine Scarry, en su indispensable The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World, nota la ausencia de representaciones literarias del dolor físico, por oposición a otras formas de sufrimiento. Habría algo en la representación literaria del dolor que la tendería a convertir en formulaica, estereotípica, reconfortante o simplemente tímida. Tal quiebre del aparato representacional de la literatura ante el dolor dice mucho sobre la naturaleza brutalmente literal de éste, pero también sobre los límites de ella, literatura, límites que una vez mapeados nos podrían – y ésta es la apuesta de este escrito – decir algo sobre lo que práctica de la tortura le hace a la representación, o más bien en qué medida la tortura posibilita y (puede) cancela(r) la representación en cuanto tal – pero también, por otro lado, como la representación posibilita y (puede) cancela(r) la tortura en cuanto tal. En el límite de estas preguntas, muchas consecuencias, entre ellas la comprensión del vínculo entre la práctica de la tortura y la democracia.

Permitiéndonos una última vuelta a la indagación inicial, entonces: dado el hecho de que los testimonios, las denuncias y los estudios empíricos nos han dicho todo lo que sabemos sobre la diseminación planetaria de la tortura (incluso en el primer mundo, donde su invisibilidad garantiza al liberal librepensante el conforto de creerla monopolio de regímenes “terroristas” para, en un segundo momento de la dialéctica de la mala fe, verla en Cuba y no en Guatemala, en Cambodia y no en Timor Este, en Libia y no en Chile o en el Brasil), sobre el carácter orgánico y sistemático de la tortura en las recientes dictaduras latinoamericanas y sobre la persistencia de su práctica dentro de las democracias transicionales (como práctica cotidiana sufrida por los pobres, los negros, los sintierra, los inmigrantes), ¿qué puede un saber literario o filosófico – un saber no anclado en la experiencia – todavía decir sobre el fenómeno? Si los estudios literarios – y más específicamente los estudios literarios que mantienen un diálogo más estrecho con la filosofía – han dedicado sus últimas décadas al mapeo de las condiciones, las posibilidades y los límites de la representación, ¿no sería postulable la hipótesis de decir desde los estudios literarios algo sobre este fenómeno cuya primera y más inmediata operación parece ser su violento quiebre de cualquier aparato representacional? A partir de esta apuesta, entonces, arriesgaremos una primera tesis sobre la inseparabilidad entre la práctica de la tortura y la (no)representación. Esta tesis se elabora en diálogo con The Body in Pain, de Elaine Scarry, libro capital con el cual coincidimos en su atención a los efectos devastadores de la tortura sobre el lenguaje y el mundo, pero del cual nos distanciamos en su postulación de tales términos – “mundo”, “lenguaje”, “representación”, “cuerpo” – como contenidos ya constituidos de antemano y sólo a posteriori amenazados o destruidos por la tortura. Las tres tesis intermediarias – sobre la tortura y su relación con el habla, la narrativa, la diferencia sexual– detallarán tal diferendo. Nuestras objeciones al estudio de Scarry nos llevarán entonces a la quinta tesis, elaborada bajo inspiración de un libro revolucionario de Page DuBois, titulado Torture and Truth, que postula la coextensividad entre, por un lado, la práctica de la tortura como fundamento del mecanismo de incorporación del esclavo al aparato jurídico griego y, contemporáneamente, los orígenes del concepto filosófico-occidental de verdad (alêtheia, veritas). Estas reflexiones no serían posibles sin el atisbo de “La verdad y las formas jurídicas”, de Michel Foucault, que vislumbra la posibilidad de una historia de la tortura en su relación con dos paradigmas jurídicos de producción de la verdad, a saber la prueba (l’épreuve) y el interrogatorio (l’enquête). En el límite de nuestra reflexión, el axioma de que la tortura también es capítulo central de cualquier historia de la verdad.


Primera Tesis: sobre la tortura y la representación.

El nombre de la atrocidad –Holocausto, Apartheid– es un nombre propio, escrito con mayúscula y por definición intraducible. La función nombre propio marca su singularidad, su resistencia a transformarse en sustantivo común. La insistencia de Derrida en el Apartheid como último nombre del racismo actualiza tal resistencia en un programa léxico-político: manteniéndose y radicalizándose la intraducibilidad, la inconvertibilidad del nombre, es decir su rechazo a devenir signo y así adentrarse en la intercambiabilidad general de los signos, se adelantaría un proyecto mnemónico que mantendría la pendencia del pasado, su condición de pasado que trae en sí un reclamo. Obviamente no se trata, como ha argumentado cierto poscolonialismo norteamericano, de que Derrida, con el llamado a la mantención de “Apartheid” como último nombre del racismo, quiera sugerir que el racismo se acabó, que aquélla ha sido su última manifestación, etc. La confusión de tal objeción estriba en su ceguera ante todo lo que el nombre puede realizar como índice interruptor del continuum histórico e instrumento de constitución de una mónada arrancada del flujo temporal. Tal singularización monádica e interruptora era, para Benjamin, como es sabido, condición misma de la elaboración de un saber histórico no cómplice de los vencedores. En el nombramiento más singularizador de la catástrofe – estrategia derridiana – no se encontraría, por cierto, cualquier negación del postulado benjaminiano de que “el ‘estado de excepción’ en que vivimos en la regla” (una negación de la ubicuidad del racismo, según la objeción políticamente correcta a Derrida), sino una estrategia lexical que agarra el racismo en el momento de su consumación - Apartheid – y, a través del cuidado y atención a su irreductibilidad, deja que con este nombre se nombre su esencia, su verdad, su naturaleza odiosa y deleznable. Proteger el nombre contra el signo, en cierto sentido, es una operación con el odio de clase, con su indispensabilidad. Pero el carácter reacio del nombre propio a cualquier conversión en sustantivo común indica ya, de antemano, que se libra una guerra al interior del lenguaje: una guerra entre dicha resistencia y lo que Roland Barthes una vez llamó “la naturaleza gregaria del signo”. La gregariedad del signo amenaza el nombre propio con su conversión en metáfora, primer paso hacia su naturalización en el lenguaje como sustantivo común. Hay dos movimientos, entonces, contrapuestos y antitéticos: la corriente de la intercambiabilidad que nos fuerza a leer en “Apartheid” una metáfora del racismo y, como tal, un nombre ya en vías de “des-mayusculizarse”, adentrarse en la morada de los nombres comunes, diccionarizables y semantizables. Por otro lado, una resistencia a la metaforicidad que empuja, contracorriente, tal nombre hacia la mantención de su carácter de nombre propio; y, como tal, mayúsculo e intraducible, es decir, en sentido riguroso, alegórico y, por ende, inmetaforizable. La guerra no tiene lugar entre el lenguaje y algo que lo acose desde afuera, sino que se juega al interior del lenguaje mismo. La “resistencia al lenguaje”, ya apuntada y analizada como rasgo insistente de los testimonios de torturados, no sería sino – y ésta es la hipótesis nuestra – un librar, desde el nombre propio, una guerra contra el poder gregario del signo, que amenaza la experiencia con la dilución de su singularidad. Para el sobreviviente, tal guerra vale lo que vale la experiencia misma, y él se acerca a ella con la urgencia del que sabe que mantener la experiencia – mantenerla en cuanto materia narrable, es decir mantenerla en cuanto tal – es condición misma del sobrevivir, su momento constitutivo. La lectura de los documentos publicados por Amnistía Internacional revela una burda repetición de una pieza del aparato torturador: su propia exhibición, su propio despliegue, su propia representación al sujeto torturado. De la forzada contemplación de los objetos de tortura en la Grecia de la Junta (1967-71), al insistente sonido del cerrar y abrir de la cerradura (anunciando la llegada del torturador) en el País Vasco, a las histéricas verbalizaciones de la tortura por los torturadores conosureños, o su exhibición visual o auditiva a familiares (prisioneros o no) de torturados: la técnica moderna de la tortura sistemáticamente incluye, como pieza central del aparato terrorífico, su propio doble en el mundo de los signos, su propia semantización farsesca, su propio despliegue. Tal representación es, por supuesto, componente fundamental del terror mismo, un plus sin el cual la ciencia moderna de la tortura no hubiera tomado las formas que tomó, un plus constituyente y frecuentemente experienciado como el peor dolor posible, el dolor de la anticipación, de la representación del dolor que viene. La tecnología de la tortura evoluciona de un momento premoderno, caracterizado por su despliegue público, acompañado por espectadores que lo testimonian como un “espectáculo de sufrimientos,” a un momento moderno, que mantiene al condenado en su clásica condición de “heraldo de su propia condena” (47), pero ahora desplazado, confinado, escondido en las celdas y cámaras. Si la tortura premoderna “establece el suplicio como el momento de verdad” (47), el aparato moderno mantiene la ecuación entre verdad y castigo, pero ahora la retira de toda esfera pública, haciendo de ésta, de hecho, el terreno de batalla posible contra la tortura – puesto que el espacio confinado moderno ha sido tecnologizado y racionalizado al punto de conferirle al torturador un poder no amenazable. Si premodernamente “un suplicio bien ejecutado justifica la justicia, en la medida en que publica la verdad del crimen en el cuerpo mismo del supliciado” (48), la ciencia moderna de la tortura convierte la inscripción de esa verdad en información y, como tal, pasible de apropiación y monopolización por el estado. En ambos momentos de la tecnología del castigo, sin embargo, la tortura reposa sobre un acto de representación que no es posterior a la acción del verdugo, sino su momento constitutivo. Las prácticas y los aparatos de representación – auditivos, visuales, táctiles – no son instrumentos agregados a la tortura, sino que son capítulos fundamentales de su historia, momentos de su esencia. Propia de la tortura es la exhibición obscena, pública o
privada, de su propio poder. De ahí la verdad capturada por la alegoría kafkiana de la tortura moderna y racionalizada, “En la colonia penal”, relato que es menos la narración de un acto que la descripción de un aparato.


Segunda Tesis: sobre la tortura y la voz.

La experiencia del dolor en la Biblia, sugiere Elaine Scarry, se articula a través de un patrón: la repetida acción de la voz de Dios sobre el cuerpo de los hombres. Ser Dios es no tener un cuerpo y al hablar, por ejemplo, desde el fuego, “ser sólo una voz” (Deuterónimo
4:12); ser hombre es tener un cuerpo sobre el cual se imprime la voz divina. La voz comanda el cuerpo, el verbo se imprime sobre la carne. Tanto en el viejo testamento como en los evangelios, “la ‘realidad’ experienciable del cuerpo no es leída como un atributo del cuerpo sino como un atributo de su referente metafísico” (184). La funcionalización repetida del dolor en la Biblia hebrea (proveer el lazo que ate al sujeto a la creencia) hace del cuerpo una instancia de actualización de una verdad metafísica encarnada en el verbo. El dolor imprime la creencia en la carne. No hay, en realidad, separación clara entre el acto de creación divina y el acto de inflicción de dolor (generation y wounding): “fuera del cuerpo humano, Dios mismo no tiene realidad material excepto en las innúmeras armas en cuyo lado invisible y desencarnado vive él” (200). El hacerse presente de la realidad trascendente de la voz de Dios, es el dolor mismo que se siente en el cuerpo: “Dios se permite materializarse en dos lugares, en los cuerpos de hombres y mujeres y en el arma” (235). El arma con el que se hiere el cuerpo: he ahí la incarnación privilegiada de la voz de Dios en la Biblia hebrea. De ahí la prohibición estricta emblematizada en el mandamento: no representar a Dios, no conferirle un cuerpo, no materializarlo. Su poder infinito depende de su mantención en el reino de la pura voz.
En los orígenes mismos de la civilización se encuentra tal sujeción, la misma sujeción descrita como característica del acto de tortura: la inflicción de dolor de la voz sobre el cuerpo. La reflexión de Elaine Scarry sobre lo que llama ella “la estructura de la tortura” presenta una contundente tesis acerca de la “transformación del cuerpo en voz” (45-51). La magnificación del cuerpo para el sujeto torturado, provocada por la experiencia del dolor extremo, lo convertiría en sujeto desprovisto de mundo, desprovisto de voz y de yo (self). “La transformación del cuerpo en voz” sería la operación realizada por el torturador, cuyo cuerpo está marcadamente ausente, torturador que monopoliza mundo, voz y yo (self). Según el axioma de Scarry, entonces, “el torturador no tiene cuerpo, sólo voz, y el sujeto torturado no tiene voz, sólo un cuerpo”. En la medida en que la voz misma del torturador, la demanda o la pregunta misma, es obviamente, “sea cual fuere su contenido, un acto de herir” (46), la voz torturadora se sobredimensiona, se hace instrumento central de la tortura sobre un sujeto convertido en cuerpo – cuerpo que le duele al sujeto, le hiere y por lo tanto, según el cálculo odioso de la tortura, se presta a provocar en el sujeto la separación, la alienación de su cuerpo, su conversión en cuerpo traidor.
El punto de partida de Scarry para pensar la voz es una verdad fundamental en la lucha contra la práctica de la tortura, en la labor de quitarle toda legitimidad política, de hacer visible su odiosidad: se tortura, sabemos, no porque el sujeto torturado posea alguna información utilizable por el torturador. La pregunta es siempre, en la tecnología moderna de la inflicción de dolor, un componente del dolor mismo, que se justifica porque provoca dolor, no porque sea pragmatizable en un trozo de información revelado. El interrogatorio no es, obviamente, aquello que, una vez resuelto satisfactoriamente para el verdugo, pueda significar el fin de la sujeción del otro a la tortura. El interrogatorio es contituyente de la tortura misma. El autonombramiento culposo – o la delación del compañero o del ser amado – no es el punto de llegada del acto de tortura, no es su objetivo, no es su telos final, no es su cierre, y por lo tanto sólo hipócritamente puede ser lanzado como su justificación. Tal producción forzada de un enunciado por el sujeto torturado es, como la lectura de harto material puede comprobar, el acto torturador mismo.
De ahí que el propio punto de partida del notable estudio de Scarry nos lleve a oponernos a una de sus tesis centrales: no se trataría, para nosotros, de describir el acto de tortura con una fenomenología que relate el “deshacerse” (unmaking) del mundo – tesis de Scarry sostenida bajo la observación de la desfuncionalización del mundo para el torturado, su percepción de que “un refrigerador ya no es un refrigerador, una silla ya no es una silla”. Si tal pérdida de contenido pragmático de los objetos sí ocurre, sería un paso arriesgado agregarle, nos parece, el postulado de que esto equivaldría a una “suspensión de la civilización”, una civilización ya hipostasiada como algo necesariamente “opuesto” a tal práctica (21). La tesis de Scarry presupone la incontaminación completa entre los contenidos destruidos por la tortura – “civilización”, “mundo” – y la tortura misma. Por lo tanto, le impide interrogar cualquier posible vínculo o complicidad de ellos en la tecnología del dolor, ya que se asume un mundo ordenado de antemano, destruido por la tortura, o una civilización que es civilización precisamente porque es el opuesto de la tortura. Oponiéndonos a esta tesis de Scarry, optamos por la tesis de que la tortura que ha entrado, desde siempre, en la construcción misma de lo que se entiende y vive como “civilización” – y no sólo como “civilización”, sino también como “democracia” (en la política) y como “verdad” (en la filosofía y en la jurisprudencia).
Nuestro diferendo se cristaliza en el comentario de Scarry acerca de Kafka: “Aun representaciones ficcionales de la tortura como “En la colonia penal” de Kafka . . . registran el hecho de que el deshacerse de la civilización [the unmaking of civilization] inevitablemente requiere un retorno a y una mutilación de lo doméstico, el suelo de todo hacer [making]” (45). Pero el relato kafkiano sugiere, nos parece, precisamente lo opuesto: que la tecnología moderna de la tortura consiste no en el simple perfeccionamiento técnico del aparato, sino en su conversión en aparato poseíble, doméstico, privado, reacio a cualquier subsunción y justificación en la inteligencia estatal. Si hay algo que se sabe sobre el aparato de tortura kafkiano, es que se trata del aparato del oficial, su proyecto personal, independiente de cualquier aprobación colectiva en la polis: la tortura no nos aparece allí como algo que viene a destruir una domesticidad incontaminada, un hacer o construir [making] hipostasiado y preexistente, sino que ya se ha convertido en fundamento mismo de lo doméstico. En Kafka la tortura no interrumpe la existencia de la civilización y de la domesticidad, sino que las hace y rehace en su imagen y semejanza.
De allí nuestra oposición a la tesis de Scarry sobre la voz y la tortura: oponerse a la tesis de una “voz destruida” por la tortura no es una simple querella filosófica alejada de la dura verdad de la atrocidad. Se propone aquí una postura política fundamentada en diversas prácticas terapéuticas con las víctimas: la hipostasiación de un sujeto y una civilización constituidos de antemano, expresándose en una “voz” subsiguientemente destruida por la tortura, sólo puede llevar a una práctica curativa nostálgica, derrotista, merodeada por el proyecto de una imposible restauración de la subjetividad pretraumática. En este terreno se juega la polémica acerca del topos de la voz en la tortura.
Alejándose de un fijo binarismo “presencia de la voz (en el torturador) x su ausencia (en el torturado)” hacia premisas más pluralistas (que no vean la voz simplemente como un “bien” apropiado por el torturador), se abre la posibilidad de que la práctica terapéutica desenrede todo lo que en las voces, las enunciaciones del sujeto torturado – no importa cuándo: antes, durante o después de la tortura – compactuó con ella, coexistió con ella, se dejó apropiar por ella, resistió a ella. Se abre para el sujeto un campo más amplio donde reesculpirse la subjetividad.
Segunda tesis, entonces: en la crítica a la tesis liberal-fonocentrista sobre la tortura se juega no sólo la pérdida de ilusiones respecto a la no contaminación de la civilización en la atrocidad, sino un espacio positivo donde la producción de una subjetividad postraumática se hace posible.


Tercera Tesis: sobre las condiciones narrativas de la representabilidad del trauma.

Componente fundamental de la tortura es la producción de un enunciado en el sujeto torturado, su transformación en portavoz de los enunciados del torturador. La tortura funciona también, entonces, como producción de habla, no porque – repetimos – se torture para realizar exitosamente un interrogatorio, sino porque el interrogatorio es la tortura misma en su realización. La tecnología de la tortura es la producción calculada de un efecto. La delación extraida bajo tortura sólo muy raramente puede servir al aparato torturador en el mapeo de sus próximas víctimas. Invariablemente, su objetivo es producir en el sujeto torturado mismo un efecto: autodesprecio, odio, vergüenza. La producción forzada de lenguaje durante el acto de tortura prepara uno de sus efectos más odiosos, la prevención de un lenguaje postraumático, la producción en el sujeto de una imposibilidad básica de articular la experiencia en el lenguaje. Hacer hablar para que no pueda hablar, producir lenguaje para manufacturar el silencio. “ El ‘no contarse’ de una historia sirve como una perpetuación de su tiranía” (Laub 64).
El dilema del sujeto torturado es siempre, entonces, un dilema de representabilidad. El insulto mayor a la experiencia de las víctimas - lo que Primo Levi una vez llamó “la obscenidad de la interpretación”, es decir la racionalización y supuesta comprensión de las causas, de la experiencia, del efecto - merodea cualquier intento de pensar la esencia de la tortura. Toda operación racionalizadora a posteriori, es una ofensa de la inteligencia a la experiencia. Ésta reacciona preservando un irreductible, enunciando desde ella misma, desde su intraducibilidad un residuo traumático no pensable. Sabemos, empero, desde el psicoanálisis, que ningún trabajo de cicatrización, ningún genuino trabajo del duelo, puede proceder sin intentar precisamente tal interpretación. El sujeto traumatizado se encuentra, entonces, atrapado en una encrucijada: no hay elaboración y superación del trauma sin la articulación de una narrativa en la que la experiencia traumática se inserte significativamente, se inserte en tanto significación. Pero esta misma inserción no puede sino ser percibida por el sujeto como una verdadera traición de la singularidad e intractabilidad de la experiencia: “curarse – ya sea con drogas o contando la historia de uno,
o ambos – le parece a muchos sobreviventes implicar el abandono de una realidad importante, o la dilución de una verdad especial en los términos confortantes de la terapia. De hecho, en los tempranos escritos de Freud sobre el trauma, la posibilidad de integrar el hecho perdido en una serie de recuerdos asociativos, como parte de la cura, era visto precisamente como un modo de permitir que el acontecimiento fuese olvidado” (Caruth vii). El recuerdo terapéutico tendría, entonces, la meta de producir su olvido, anticipación que produce en el sujeto traumatizado una profunda sospecha.
Y es la contaminación básica de todo lenguaje el obstáculo que enfrenta el sujeto que trata de articular la experiencia traumática. El sujeto torturado percibe que la experiencia ha ocasionado una implosión en el lenguaje, lo ha manchado irreversiblemente. De ahí la sensación de impotencia recurrente en las memorias de sobrevivientes: la suciedad impuesta al lenguaje por la experiencia la impide convertirse en materia narrable, es decir la impide constituirse en cuanto tal. Uno de los efectos calculados de la tortura es hacer de la experiencia una no experiencia – negarle a ella una morada en el lenguaje. Contra tal efecto de comprometimiento esencial del lenguaje debe laborar toda terapia verdadera, todo esfuerzo real de confrontación con la palabra traumática, aun cuando, y quizás especialmente cuando, esa misma terapia deba incluir la sospecha de toda narrativización como uno de sus momentos. Sólo al interior de una narrabilidad conquistada se puede articular el enfrentamiento con las narrativizaciones espúreas, fantásmicas del pasado.
Si es cierto, como quiere Slavoj Žižek, que “la meta última del tratamiento psicoanalítico no es que el analisando organice su experiencia de vida confusa en (otra) narrativa coherente, con todos los traumas propiamente integrados”, y que habría que sospechar de la narrativización misma como síntoma, puesto que “la narrativa en cuanto tal emerge para resolver algún antagonismo fundamental al rearreglar sus términos en una sucesión temporal” (32-3), también es cierto, por otro lado, que el trabajo de sutura que hace la narrativa – precisamente al obnubilar la verdad traumática, al organizar un relato que la mantenga innombrable – instala tal agujero negro como lugar de enfrentamiento posible, prometido, futuro. Es bienvenida la insistencia de Žižek en que la narrativización también es parte del edificio ideológico, y puede de hecho ser lo más enmascarador que hay – ver el caso del obsesivo, cuya gran máscara denegadora en el tratamiento consistiría, según Žižek, en “estar activo todo el tiempo, contar historias, presentar síntomas, etc. para que las cosas sigan en lo mismo, para que nada realmente cambie, para que el analista permanezca inmóvil e no intervenga efectivamente – puesto que su gran miedo es el momento de silencio que revelará la completa vacuidad de su actividad incesante” (34). El argumento de Žižek acerca de la narrativización en el neurótico devela su carácter denegador, su papel en la producción de una fantasía ideológica. El argumento terapéutico lleva a Žižek a formular también un argumento teórico, acerca, precisamente, del carácter neurótico de gran parte del pensamiento contemporáneo, su desesperado intento de organizar los antagonismos y quiebres en un relato (ya de caída, ya de realización).
Aquí, precisamente, los estudios del trauma desplazan el énfasis propio de la crítica psicoanalítica de la ilusión neurótica. Las dos empresas deben necesariamente sostener énfasis distintos, ya que para el sobreviviente la narrativa es precisamente lo que se promete, lo que no puede sino prometerse. Esa promesa toma una forma, la construcción retrospectiva de un testigo, allí donde todo atestiguar había sido eliminado. Si la atrocidad absoluta instala un mundo en que uno ya no puede ser testigo, puesto que el mismo imaginar al otro, el mismo postular un “tú” a quien dirigirse, ha sido ya impedido, abortado, cancelado de antemano por la interioridad absoluta de la víctima a dicha atrocidad. A tal interioridad destruidora de la misma posibilidad de un atestiguar debe ser remitida, creemos, la sensación de culpa y complicidad que aterroriza al sobreviviente. La tarea de construcción de una narrabilidad debe ser entendida, entonces, menos como la elaboración de una secuencia diegética coherente y enunciable sobre el pasado (la narrativización contra cuyos efectos ideológicos nos advierte Žižek), y más como la postulación de la narrativa como una posibilidad, es decir, en otras palabras, la postulación de un virtual lugar de testigo: como el niño sobreviviente del Holocausto, que se agarraba a la fotografía de la madre sabiéndose que allí, en aquella foto, se constituía su testigo, se dejaba prometer el acto de testimonio que la atrocidad había intentado eliminar.
La manufacturación de una narrativa no cómplice de la perpetuación del trauma incluye como uno de sus momentos, de nuevo, una guerra al interior del lenguaje, alrededor del acto de nombrar. Cuando los generales argentinos lograron difundir el odioso nombre, su nombre, su firma, el Proceso, como nombre propio supuestamente neutral y descriptivo – de tal manera que incluso gran parte de las víctimas pasaran a referirse al periodo 1976-1983 como los años del Proceso –, su victoria en el terreno del lenguaje no se dejó de ser considerable. La gran victoria del torturador es definir en cuál lengua se nombrará la atrocidad. Como señala Tununa Mercado, en el abandono de los nombres “dictadura” y “genocidio”, y en la adopción del nombre acuñado por el aparato torturador mismo (“Proceso de reorganización nacional”), ya se experiencia una importante derrota. Todo intento de relato individual o colectivo estará, de alguna manera, comprometido por esa derrota. Tercera tesis, entonces: enfrentarse con el trauma es conquistar el espacio de una narrabilidad en el que incluso el desenmascaramiento de la narrativización pueda tener lugar; la conquista de ese espacio de narrabilidad depende de una operación permanente, colectiva sobre el lenguaje. Para la tarea política y terapítica y terapéutica de representación del trauma, el léxico es un campo de batalla. El futuro de la democracia no es indiferente a esta confrontación.


Cuarta Tesis: sobre la tortura y la diferencia sexual.

La obra cinemática de Roman Polanski/Ariel Dorfman, La muerte y la doncella – bueno, en realidad Death and the Maiden, y ya se verá por qué el idioma en que se nombra el título no es indiferente aquí – postula una convergencia que Foucault llamaría propia de un paradigma “jurídico-discursivo:” la convergencia o el colapso entre confesión y verdad, característica de la comprensión de ésta última como verdad enterrada, estática, por arrancar. Se trata de una película que se dedica a imaginar una escena de verdad que no podría sino ser una escena confesional. La película presupone, en sus entrañas ideológicas mismas, la identidad entre lo confesado y lo verdadero. Como se verá, tal identidad es propia de una estrategia de representación que subsume la problemática de la tortura bajo la figura del interrogatorio. Dicha subsunción sería constitutiva de una cierta concepción de verdad, ella misma dependiente de la delimitación y abyección de lo femenino. Los problemas que nos ocuparán aquí, entonces, serán las relaciones históricamente establecidas entre tortura, confesión, diferencia sexual y verdad, y asimismo la sintomatización específica (y a la vez muy típica) de tales relaciones en la película de Dorfman/Polanski.
La instalación de la tensión dramática en la película ocurre cuando el espectador da con una escena de restitución, de pago (o de reclamo de pago) provocada por el azar: Gerardo Escobar (Stuart Wilson), importante abogado, líder de la nueva comisión gubernamental sobre las violaciones de derechos humanos durante la reciente dictadura, y esposo de la ex prisionera política y torturada Paulina Lorca (Sigourney Weaver), recibe un amable aventón a su casa (en una noche de lluvia y gomas pinchadas) de Roberto Miranda (Ben Kingsley), ex torturador y ahora bonachón, amigable punto de apoyo ante lo imprevisible de la casualidad. La voz de Miranda es reconocida– por Paulina, aunque no inmediatamente por el autor implícito, ni por el espectador necesariamente – como la voz perteneciente al médico que la había violado durante y después de las sesiones de tortura que experienció durante la dictadura. Toda la acción de la película se despliega dentro de la casa de Paulina y Gerardo, entre los dos y el ex torturador Roberto Miranda (o más precisamente entre Paulina y los dos hombres), hasta la resolución final, ante un precipicio, en una de las únicas escenas externas de la película. Pese a las apariencias, no se trata, aquí, de un triángulo.
Para empezar, vemos el interior de un teatro donde se toca el cuarteto de Schubert que nombra la obra teatral y la película. En la audiencia, y revelados en tomas que se alternan con los planos de media distancia sobre los músicos, Sigourney Weaver y el marido representado por Stuart Wilson. El cuerpo y las reacciones faciales de aquélla ya se muestran como visiblemente más centrales para la película que las de éste, diferencia ya denotada en el closeup sobre la mano de ella que agarra la de él, y luego en el closeup de los rostros, el de él impotentemente intentando descifrar la tensión emocional latente en el de ella (impotencia replicada hasta lo inverosímil durante toda la obra). El plano encuadra a Weaver frontalmente; esto no deja de ser curioso si puesto en contrapunto con el final de la diegesis fílmica, cuando el closeup regresa, en la escena de confesión del torturador ante el precipicio. Ya se ve, claro, que las coincidencias formales nunca son coincidencias, y nunca son meramente formales. La coincidencia que acabamos de señalar indicia la ecuación que realiza la película entre la confesión de la torturada y la del torturador, o mejor dicho la convalidación de la confesión de aquélla en la confesión de éste, realizada al final. Pero no nos adelantemos.
Digamos, por ahora, que sólo el corte y la imagen violenta del agua golpeando las piedras durante una tormenta nocturna, interrumpen la escena inicial, que quedará suelta hasta el fin, cuando la cámara nos traerá de vuelta a ese teatro donde se ejecuta “La muerte y la doncella”. A la imagen de la tormenta que indica el comienzo del tiempo diegético, se sobrepone la explicación: “A country in South America, after the fall of the dictatorship” [un país en Sudamérica, después de la caída de la dictadura – subrayados míos, I.A.]. En este procedimiento más o menos típico de cierta retórica de la ubicación histórico-geográfica en el cine, en sí mismo no necesariamente digno de nota, me llamó la atención los incongruentes usos de los pronombres “a” y “the”: si estamos en un país de Sudamérica, no localizado, ¿como puede la referencia a un momento de la historia de este país indefinido, hacerse con el pronombre definido “the”? ¿Qué puede significar “la dictadura” si estamos en “un país” de Sudamérica? Aunque este indefinido país sólo hubiera tenido en su historia una única dictadura, ¿no demandaría la estructura misma del enunciado el uso del pronombre indefinido? Ya veremos que aquí tampoco la interrogación formal indicaría un mero formalismo nuestro: sólo en UN país sudamericano puede la referencia a LA dictadura hacerse así, sin calificativos. Brasileños, argentinos, peruanos, ecuatorianos, hemos conocido muchas dictaduras. Sólo en un país sudamericano puede la referencia a la dictadura mantenerse en la singularidad absoluta del pronombre definido. Tal dato no es de poca monta para la película, ya que todo el logro y el fracaso de la obra de Polanski / Dorfman se retrotraen a la manera cómo ella sintomatiza (y traiciona) la experiencia que el artículo indefinido (“a country”) a la vez alude y esconde, la experiencia chilena. Tal acto de alusión y elisión (de elisión de sus alusiones constitutivas) es, ya veremos, la espina dorsal de toda la retórica de la película.
La alusión al trauma de Paulina, tematizado en la apertura de la película y metaforizado por el cuarteto de Schubert, regresa en la escena siguiente, que muestra la llegada de Gerardo a su casa después del anuncio, hecho en la radio y escuchado por Paulilna, de su aceptación del liderazgo de la comisión, a la cual – “locamente”, “irrazonablemente”, hablando desde una experiencia totalmente fetichizada - se opone Paulina. Gerardo es llevado por Roberto Miranda, quien lo encuentra con una goma pinchada en la carretera. Cuando los faros de un auto se vislumbran a lo lejos, Paulina empieza a desesperadamente cerrar todas las puertas, apagar luces y candelas, y preparar el revólver guardado en un cajón. En esto la Paulina de
Dorfman/Polanski replica el cliché hollywoodense del personaje de clase alta que defiende “su propiedad” contra la invasión de un “delicuente” humano o sobrenatural. Tal propiedad es, ella misma, una mansión suburbana-norteamericana en el mejor estilo, ubicada al lado de carreteras que recortan semibosques residenciales más imaginables en Illinois o Iowa que en Chile.La reacción de “defensa de la propiedad” del personaje femenino tampoco tiene nada que ver, obviamente, con lo que sería verosímil en ninguna activista latinoamericana (impensable aun en una ex militante ahora de clase alta, esposa de ministro, y ya debidamente “transitada”). La “alarma falsa” de Paulina se repite algunos minutos después, cuando Miranda regresa para devolver la goma pinchada de Gerardo, y en una secuencia de cortes vemos una alternancia de los dos ambientes, el living donde los dos hombres “razonables” conversan sobre el futuro del país (living iluminado) y el dormitorio (oscuro) donde la loca frenéticamente prepara sus ropas para lo que se anuncia como una fuga - y que será en realidad la preparación del robo alocado del auto de Miranda, y luego su lanzamiento al precipicio, en otra escena completamente inverosímil histórica y diégeticamente.
Las reacciones “no razonables” de Paulina articulan un patrón en la película. Ella sistemáticamente revela su “obsesión”, incomprensible para ella, pero no para los dos personajes masculinos de la obra, tampoco para el autor implícito (también presupuesto masculino), o el lector implícito (idem). Leemos la “locura” de la personaje en la preparación del revólver antes de las dos llegadas del auto, ya al botar la comida de su esposo (cuando ella recibe de él el rechazo a relatar su conversación con el presidente), ya al llorar a gritos de “yo no existo” (cuando el marido sugiere la salida parlamentaria, razonable, legal), ya más adelante al lanzar al precipicio – como una loca – el auto de Miranda que había, inicialmente, traído a su marido y luego su goma pinchada. Para resumir la posición del personaje femenino, diríamos que Dorfman/Polanski la sitúan en el lugar de la histérica: aquélla que sintomatiza la verdad pero es incapaz de decirla, de articularla. Tal reducción de lo femenino a una experiencia fetichizada e histerizada es curiosa, contradictoria, porque la película quiere – muy claramente – también hacer un gesto hacia el feminismo. Para eso, obviamente, reserva la confirmación melodramática del final, de que Paulina estaba correcta al identificar la voz de Miranda. Tal confirmación sólo es dada, empero, con la confesión del torturador, sólo convalidada en tanto que enunciada por la boca de él. Y más: en aquel momento ésta ya es la única salida posible para la película, ya que sea cual fuere la resolución acerca del testimonio de Paulina (¿verdad o mentira? ¿verdadera a pesar de loca o verdadera porque loca?), la aclaración sólo podría advenir de la confirmación del torturador.
Se trata aquí de la ecuación mapeada por Foucault como propia del paradigma jurídico-discursivo de verdad, la ecuación entre lo verdadero y lo confesado. Tal ecuación es no sólo presupuesta por la película, sino que sórdidamente trasladada a la confesión del torturador, ubicada al final como clave de resolución del pseudosuspenso construido a costa de la estereotipia del personaje femenino. A lo largo de la película el cuerpo irrazonable de Paulina, su experiencia histerizada, es incapaz de convencer completamente al espectador virtual (el espectador imaginado por la película) de la culpabilidad de Miranda. En realidad, la presunción de irresolución de esta pregunta representa la única invitación que nos hace la película para que la sigamos mirando. El espectador imaginado por la película sería, por tanto, una suerte de réplica del marido Gerardo, el liberal idiotizado e ingenuo, incapaz de apreender la verdad gritada por la histérica. El pseudofeminismo de la resolución es coherente, entoces, con el retrato caricaturesco, patético del esposo, casi un retardado mental, incapaz de ver lo más obvio, de creerle a la mujer que soportó la tortura por él, pero curiosamente capaz de ser líder de una comisión del gobierno postdictatorial sobre derechos humanos y, a la vez, ignorar lo que sabe cualquier latinoamericano sobre la tortura – o sea, que la tortura sobre la mujeres invariablemente incluye la violación y la violencia sexual. En otras palabras, para intentar ser feminista la película de Polanski/Dorfman construye una pareja compuesta por una histérica y un idiota. El único no patológico, el único razonablemente creíble, el único que razona y es verosímil, en la galería de los personajes de Dorfman es, entonces, el torturador. Dato que tiene, por supuesto, importantes consecuencias teóricas y políticas: la obra que se pretende una convalidación de la experiencia de la torturada, termina por ser una sórdida psicología del torturador, coronada con la imagen del “padre de familia normal” asistiendo a un concierto con la mujer y los hijos, odiosa toma que cierra la película.
La gran parte de la película se dedica a darle vuelta a la grotesca “jaula de la justicia” instalada por Paulina: después de lanzar el auto de Miranda al precipicio, ella lo golpea, inmoviliza, y lo ata a una silla. Demanda una confesión. Histérica, grita. El marido oscila entre defender al torturador y buscar un “juicio justo”. En la conversación privada que mantiene con el marido en el balcón, Paulina confiesa su violación en manos del médico ahora atado. El “detalle” de la violación había sido omitido por Paulina en sus conversaciones con el marido y es ahora confesado - dato también significativo y que refuerza el sórdido paradigma de la película, de igualar torturador y torturada bajo la figura de la confesión. El diálogo entre Paulina y Gerardo es el siguiente:

“Quiero que él . . . que él converse conmigo [to talk to me], quiero que confiese ¿Que confiese?
Sí, quiero . . . quiero tenerlo en video, confesando todo lo que hizo, no sólo a mí, sino a todas nosotras [all of us]
¿Y después que haya confesado lo liberas [you let him go]?
Sí.
No te creo.”

El marido que enuncia este “no te creo” es el mismo que acaba de recibir la confesión de la violación de Paulina, que queda por lo tanto completamente invalidada. Tal inverosímil idiotización del personaje masculino (y consecuente devaluación del femenino) contrasta con el clima cinemático de producción de verdad que cerca la confesión del torturador al final, después de una hora y algo de denegaciones (con alibis, y todo el arsenal de mentiras enunciadas por él “convincentemente”, de forma a mantener al espectador “en suspenso”).
Tal clima de producción de verdad es construido a través de una serie de clichés técnicos usados por la película para valorar la confesión del torturador, y conferirle el estatuto de resolución de la trama: su ubicación al final, presuntamente resolviendo una tensión dramática, el closeup estático sobre Ben Kingsley, su rostro “humanizado”, emocionado, la cursi música muzak al fondo, la lluvia sobre su rostro, la confesión de “sentimientos” (“me gustaba, me sentía así, asado”), en fin, todo el patético aparato melodramático que produce la verdad de la confesión del torturador, es decir nos fuerza, como espectadores, a leer su confesión como verdadera, e implícitamente igualar lo confesado y lo verdadero. La ecuación entre confesión y verdad no es algo singular y único de la película de Dorfman y Polanski – en realidad tal ecuación es lo que caracteriza la episteme moderna en cuanto tal, si seguimos a Foucault en el tema. Lo que caracteriza más singularmente la película, nos parece, es la literalidad de su puesta en escena de la fantasía del torturador, el poder de reducir la confesión y la verdad a una grosera violación, a una burda metáfora de la penetración, es decir reducir el tema de la tortura a la sicología del torturador. El liberalismo confesional hollywoodense sueña, entonces, que nos entrega la verdad de la tortura, precisamente en el momento en que su melodrama pone en escena la confesión del torturador. Nunca la ecuación entre confesión y verdad ha tomado forma tan obscena.


Quinta Tesis: Tortura y Verdad.

Torture and Truth es un revolucionario libro de la pensadora Page DuBois sobre el papel de la práctica judicial de la tortura en el proceso de producción de la concepción filosófica, occidental, de verdad. El libro parte de una premisa de reconocible raigambre para los que hemos dedicado alguna atención a la insistencia benjaminiana en la inseparabilidad entre el documento de cultura y el documento de barbarie. Dice DuBois: “La llamada alta cultura – filosófica, forénsica, prácticas y discursos civiles – ha ido de la mano [is of a piece], desde el comienzo, desde la antigüedad clásica, con la inflicción deliberada de sufrimiento humano” (4). En el caso específico de Torture and Truth, se trata de mapear el proceso a través del cual, en la polis ateniense, el cuerpo del esclavo se convierte, jurídicamente, a la vez en lugar de la tortura y lugar de producción de la verdad. DuBois sigue la ruta de la palabra griega que designa la tortura, basanos, de sus usos más antiguos como “la piedra de toque que testaba el oro”, luego “teste para definir si algo es genuino o real”, hasta que se llega al sentido específico de “interrogatorio con tortura”, y “tortura”, en un recorrido que incluye las epopeyas homéricas, poetas aristocráticos (Teognis y Píndaro), trágicos (Sófocles y Esquilo), la sátira de Aristófanes, y la historiografía de Heródoto, los discursos de Demóstenes, Licurgo y Antífone, además de las obras de Platón y Aristóteles. El mapa es amplio, pero se diseña dentro de él un lazo constitutivo entre tortura y verdad, que sería capítulo central de cualquier proyecto de historia de la verdad, nietzscheanamente concebido.
Se sabe que el testimonio jurídico del esclavo, en la democracia griega, es ecuacionado con la verdad cuando – y solamente cuando – tal testimonio es extraido bajo tortura [basanos]. Se sabe también que es la prerrogativa del amo ofrecer su esclavo a la práctica de la tortura, y que ésta no se puede aplicar a los ciudadanos, a los libres. La práctica así entra, nos demuestra DuBois, también como operación fijadora, controladora de la inestabilidad propia del binarismo entre ciudadano y esclavo. La separación entre los libres y los esclavos nunca se deja naturalizar completamente, tanto porque los libres de hoy pueden mañana, después de ser derrotados en una guerra, convertirse en esclavos, como porque el pensamiento griego jamás pudo fundamentar, biológica u ontológicamente, el hecho social de la esclavitud, jamás pudo justificarlo a partir de una esencia predeterminada, pese a los mejores intentos de Aristóteles (quien se complica bastante, hay que decirlo, al intentar fundamentar esencialmente al esclavo y al hombre libre). Se nota en la historia de los usos de la palabra basanos, argumenta DuBois, una fuerte operación que fija el límite entre el ciudadano y el esclavo a través de la práctica de la tortura. Esclavo es todo aquél a quien se puede torturar. ¿Y por qué se tortura a los esclavos? Porque por la tortura [basanos], sale la verdad [alêtheia].
Demóstenes es el que articula más claramente la justificación de la práctica de la tortura en Grecia, con el argumento de que “nunca se ha probado que alguna afirmación hecha como resultado de la tortura fuera falsa” (30.37). En realidad, no se trata exactamente de una justificación, ya que la deseabilidad y la necesidad de la tortura sobre el esclavo en el tribunal, no es, para el pensamiento griego, algo que necesite defensa explícita, sino que habita lo intematizable, se delimita de antemano como perteneciente a lo no dicho, lo que se presupone y se da por sentado. También en Licurgo la ecuación entre la práctica de la tortura y la revelación de la verdad (siempre cuando, y solamente cuando, el testigo es un esclavo) no necesita ninguna defensa retórica. Para probar la culpa de Leócrates, Licurgo nos dice que le hizo la oferta de dejar que la prueba dependiera de la tortura de los propios esclavos de Leócrates. El rechazo del acusado a esta oferta sería prueba indudable de su culpabilidad, porque “naturalmente [kata physin] cuando torturados ellos [los esclavos] habrían contado toda la verdad [pasan tên alêtheian] sobre todos los crímenes” El hecho de que se deba torturar a los esclavos, y el hecho de que a través de la tortura sobre ellos se revelará la verdad, jamás es puesto en cuestión. La hipótesis de DuBois es que la operación del aparato discursivo que instaura el cuerpo del esclavo como cuerpo torturable (y no sólo como torturable, sino como necesariamente verdadero cuando torturado) habría jugado un papel en la constitución misma del concepto de alêtheia. El problema aquí sería, entonces, la relación entre el testimonio del esclavo como instancia de establecimiento de la verdad jurídica, como instancia de la alêtheia que emerge como resolución de una pendencia, y la concepción de verdad como esencia enterrada, estática, escondida, por ser develada y traída a la luz, ex-traída de la interioridad no conocida que el acto de conocimiento intenta penetrar, en la comúnmente sexualizada metáfora griega. Habría una organicidad no sólo histórica, sino conceptual, entre estos dos procesos, ya que la verdad que se produce en el testimonio del esclavo sólo emerge jurídicamente, por definición, en el interior del basanos. El basanos funde la resistencia, trae a la luz, saca a la visibilidad y a la comprobabilidad. Replica, en la arquitectura de la metafórica armada para describirlo, el mismísimo movimiento del filósofo que saca la verdad de su condición enterrada y desconocida. Tal movimiento, si no deja de evocar el proceso jurídico de la verdad a través del esclavo, tampoco es desprovisto de operacionalidad en la producción de la diferencia de género. Son conocidas las vastas conexiones, establecidas en la poesía y filosofía griegas, entre alêtheia y “lo escondido, el secreto, la potencialidad femenina, la tentadora, encerrada interioridad del cuerpo humano, sus lazos, en fin, tanto con el tesoro como la muerte, con los misterios del otro” (91). Tanto la mujer como el esclavo son receptáculos, contenedores de la verdad, pero no tienen, ellos mismos, acceso a ella como sujetos; su función es proveerle tal acceso al hombre libre, al ciudadano. No hay verdad que se constituya independiente de la abyección de estos contenedores.
Sería El sofista el diálogo platónico donde más se nota el vínculo entre la extorsión de la verdad (realizada por el filósofo sobre el sofista, a través de la cual aquél saca a la luz la verdad de la cual éste permanece, por supuesto, inconsciente) y el proceso descrito en los textos de Demóstenes, Antífone y otros, como característico de la producción jurídica de la verdad a partir del cuerpo del esclavo: “la mejor manera de obtener una confesión de la verdad puede ser someter la afirmación misma a un leve grado de tortura [basanistheis]” (237b). El parentesco al cual llama la atención DuBois aquí es que “así como el esclavo, el Sofista libera [yield] la verdad sólo bajo violenta interrogación y presión [stress]” (115). Sería mapeable en el pensamiento griego que culmina en Platón, sugiere DuBois, una concepción antidemocrática de verdad como aquello que hay que develar a través del cuerpo del otro. Tal concepción estaría implicada en la instrumentalización del otro en el camino filosófico hacia una verdad ya reificada, enterrada, en (la) necesidad de ser sacada a la luz. El proceso, claramente, no deja de evocar la tortura, el basanos en su contexto legal, de tal manera que se justifica claramente la pregunta: ¿hasta qué punto la concepción misma de verdad que se instala en la filosofía occidental se retrotrae a ese procedimiento sobre un cuerpo bastardo? La metáfora platónica transforma el argumento del sofista en cuerpo que deberá soportar el sufrimiento, el acoso del ataque del logos. La lógica y la dialéctica también son artes de la tortura, están implicadas en ella, y así se teorizan en Platón, muy explícitamente, en el momento mismo de su constitución y sistematización definitiva. Del recorrido nuestro por Foucault, Scarry y DuBois se desprende, entonces, un proyecto doble, o quizás dos proyectos que en algún momento de sus recorridos, tendrán que encontrarse: 1. el interminable (irrealizable en su totalidad, pero ineludible como horizonte) proyecto nietzscheano de reconstitución, diseño, elaboración, recuento, reimaginación de lo que ha sido la historia de la verdad en Occidente – y no sólo y no exclusivamente en Occidente, ya que tal historia de la verdad no se daría, por supuesto, sin poner en cuestión el propio proceso a través del cual se constituyen y se nombran las fronteras de “Occidente”; 2. el estudio, disección crítica y denuncia del aparato discursivo – filosófico, legal, literario, sociológico – que ha justificado el acto de tortura y que, como tal, no es inocente en la concatenación de la historia de la verdad descrita en el punto 1, dadas las conexiones históricas y conceptuales entre la práctica de la tortura y la producción de la verdad. Tanto la caza y el arrinconamiento del sofista en Platón como la derrota impuesta a la duda en Descartes, representarían momentos privilegiados de metaforización de la verdad en tanto encarcelamiento. Tal encarcelamiento – lo sabemos por Luce Irigaray y Judith Butler – no sólo es sexualizado, sino que funda el binarismo sexual en cuanto tal – funda tanto lo masculino, término marcado, como lo feminino que llega a ser, precisamente, como momente abyectado por lo masculino, como su suplemento ineludible (lo masculino, a su vez, claro, no preexiste a tal acto, sino que se constituye en él).
En otras palabras: la producción misma de la oposición masculino/femenino tiene lugar a través del recurso a la metáfora privilegiada del estar atrapado, encerrado, cirscunscrito en cuanto interioridad (y a la vez revelado en cuando verdad que se des-prende de tal contenedor, traída a la luz, en un proceso de extorsión). De allí derivamos un proyecto de relectura infinito, entonces, con el cual concluiríamos: en la fundación misma de la diferencia sexual (su invención, su constitución, su llegada inicial a la inteligibilidad), encontraríamos un capítulo fundamental, constitutivo, tanto de la historia de la tortura, como de la historia de la verdad. No hay que subestimar, ya sabemos, el lazo constitutivo que liga estas últimas dos historias entre sí.



Notas:

Ver especialmente: Willy Thayer, La crisis no moderna de la universidad moderna: Epílogo del conflicto de las facultades (Santiago: Cuarto Propio, 1996), Nelly Richard, Residuos y metáforas: Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición (Santiago: Cuarto Propio, 1998), Alberto Moreiras, Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina (Santiago: ARCIS-LOM, 1999); Idelber Avelar, Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo (Santiago: Cuarto Propio, 2000).

Sólo después de formular esta frase, repensarla, proyectar a través de ella toda una lectura del libro de Scarry, y además hacerla sobrevivir varias reescrituras de este artículo, vine a darme cuenta de que reproducía, casi idénticamente, la fórmula con la que había especificado su desacuerdo Page DuBois, en Torture and Truth, pp.148. Mantengo mi cita inicialmente inconsciente como tributo al notable libro de DuBois.

Michel Foucault, “La verité y les formes juridiques”, Dits et écrits II, p. 586. Se trata aquí, curiosamente, de un texto capital de Michel Foucault que hasta 1994 sólo había circulado, salvo equívoco mío, en portugués (publicación original de 1974, de una secuencia de charlas dictadas en la Universidad Católica de Río de Janeiro entre el 21 y el 25 de mayo de 1973) y en castellano (traducción de E. Lynch de 1980). Retrospectivamente, con la publicación completa de los Dits et écrits, podemos tener más claridad acerca de cuán capital es este texto en el pensamiento de Foucault: se trata de la más fina exposición del combate entre dos concepciones de verdad – el mapeo de la verdad en tanto prueba, juego, pelea (en la épica homérica y – derrotada – en la tragedia sofocleana), contra una concepción de verdad como develamiento arrancado, sacado, traído a la luz (en la práctica del interrogatorio).

El despliegue de estos dos polos, en toda su maleabilidad, acompañado de riguroso desmontaje de la concepción progresista-mítica del derecho, constituyen temas centrales en el texto. Por su longitud, por la radicalidad de sus hipótesis, la contudencia de sus formulaciones, y su logro como texto sintético del proyecto genealógico de su autor, es de importancia comparable a La historia de la sexualidad y Vigilar y castigar. La radicalidad del texto de Foucault como lectura alternativa del Edipo (ya no como historia de los deseos y represión del yo, sino como puesta en escena del vínculo entre producción de la verdad y constitución del poder), ya la había notado, en 1989, Julio Ramos. Ver Desencuentros de la modernidad en América Latina, 233-4. Salvo otro equívoco mío, este texto de Foucault no ha sido tratado en las docenas de libros escritos sobre Foucault en EUA. El texto sólo recibe traducción inglesa el 2000, con la publicación del tercer volumen de los Essential Works (una traducción parcial de los Dits et écrits).

Ver Jacques Derrida, “Le derniers mot du racisme.” Psyche: Inventions de l’autre. París: Galilée, 1987.

Walter Benjamin. “Über Sprache überhaupt and über die Sprache des Menschen.” G S. II-1, pp. 140-57.

Foucault, Surveiller et punir, 50.

Dori Laub, “Truth and Testimony: the Process and the Struggle.” Trauma: Explorations in Memory, ed. Cathy Caruth, pp. 64.

Remito a “La casa está en orden”, manuscrito con la charla dada en Duke University en 1994. Ignoro si Tununa ha publicado alguna versión de este texto.

Se trata, como se sabe, de película dirigida por Roman Polanki (1994), basada en obra teatral homónima de Ariel Dorfman. El guión es colaboración de Rafael Yglesias y Ariel Dorfman. El mismo Dorfman acompañó el proceso de filmaje, terminando de conferirle a la obra cinemática el carácter de coautoría.

Entre las expresiones que obnubilan, más que aclaran, la comprensión de este proceso, cuento el término “feminismo francés.” Ante el problema de la verdad y la diferencia sexual habría que diferenciar, por ejemplo, las posiciones de Julia Kristeva y de Luce Irigaray no sólo como distintas, sino como radicalmente opuestas. Como muestra Judith Butler, Kristeva acepta de antemano la distinción entre la racionalidad (lo simbólico, lo masculino, lo fálico) y la indistinción corpórea de la khora (lo semiótico, lo femenino), y luego romantiza a ésta última como fuente de subversión – precisamente a partir de los atributos conferidos a ella por la binarización platónica, que queda así incuestionada. En Irigaray, desde luego, otra posición, muy distinta: un proceso de investigación genealógica de la constitución del binarismo mismo, que muestra el venir-a-ser de la oposición razón-cuerpo como proceso inseparable de la emergencia de una masculinidad presupuesta y normativa, y de la sujeción de un “femenino” que no preexiste a tal operación, sino que se constituye también en ella. No hay anterioridad recuperable de la khora en Irigaray, al contrario de Kristeva. La lectura de Irigaray nos lleva, por supuesto, mucho más lejos que la cristianización pía y redentora del psicoanálisis que propone Kristeva.

Para un desarrollo de tal diferendo, ver Judith Butler, Bodies that Matter, especialmente el notable texto que nombra el volumen, pp. 27-55.

Otra alusión singularizante, claro, es la que hace Sigourney Weaver a cómo la secuestraron en frente a las “librerías” de “Huérfanos street.” Atroz, la alusión, ya que es 1) incomprensible para los que no conocen la geografía del centro de Santiago, y 2) para los que sí son capaces de reconocer la alusión, queda poco más que la sensación de que la experiencia de la calle ha sido profundamente traicionada.

El teatro y la novelística latinoamericanas conocen, por supuesto, varias otras representaciones de la convergencia entre confesión y verdad. Aunque desde premisas éticas y narrativas menos odiosas y reductoras, la obra teatral de Mario Benedetti sobre la tortura comparte, con la obra de Dorfman, la creencia romántica e ingenua en la enunciabilidad confesional de la verdad, y en la negociabilidad discursiva de la atrocidad de la tortura. Ver Pedro y el capitán.

Entre los muchos ejemplos citados por DuBois, ver especialmente Antífone (6.23, 6.25)

Contra Licurgo, 32. Para este texto, y para todos las demás fuentes griegas aquí citadas, remitimos a la biblioteca virtual Perseus, un archivo ya considerable de obras clásicas, en el original y en traducción al inglés, manejado desde Tufts University. Ver http://www.perseus.tufts.edu/



Obras citadas:

Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Cuarto Propio, 2000.

Benedetti, Mario. Pedro y el capitán. México: Nueva Imagen, 1979.

Benjamin, Walter. “Über Sprache überhaupt and über die Sprache des Menschen.” Gesammelte Schriften. Ed. Rolf Tiedemann y Hermann Schwepenhäuser. Frankfurt a.M.: Suhrkamp Verlag, 1982. Vol.II-1, pp.140-57.

Butler, Judith. Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. Londres: Routledge, 1990.

––––. Bodies that Matter: On the Discursive Limits of “Sex”. Nueva York y Londres: Routledge, 1993.

Caruth, Cathy. “Preface.” Trauma: Explorations in Memory. Ed. Cathy Caruth. Baltimore y Londres: Johns Hopkins UP, 1995.

Death and the Maiden. Dir. Roman Polanski. Guión de Ariel Dorfman y Rafael Yglesias. 1994.

Derrida, Jacques. “Le derniers mot du racisme.” Psyche: Inventions de l’autre. París: Galilée, 1987.

DuBois, Page. Torture and Truth. New York and London: Routledge, 1991.

Foucault, Michel. Surveiller et punir: Naissance de la prison. París: Gallimard, 1975.

––––. “La vérité et les formes juridiques.” Dits et Écrits 1954-1988. Vol. II: 1970-75. París: Gallimard, 1994. Consultados también: publicación original en portugués, “A Verdade e as Formas Jurídicas.” Trad. J.W. Prado Jr. Cadernos da PUC 16 (1974): 5-133. Castellano: La verdad y las formas jurídicas. Trad. E. Lynch. Barcelona: Gedisa, 1980. Inglés: “Truth and Juridical Forms.” Power: The Essential Works of Michel Foucault III. Trad. Robert Hurley et al. Nueva York: The New Press, 2000.

Irigaray, Luce. Ce sexe qui n'en est pas un. Paris : Éditions de Minuit, 1977.

––––. Ethique de la différence sexuelle Paris : Editions de Minuit, 1984.

Laub, Dori. “Truth and Testimony: The Process and the Struggle.” Trauma: Explorations in Memory, ed. Cathy Caruth, 117-48.

Mercado, Tununa. “La casa está en orden.” Manuscrito.

Moreiras, Alberto. Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina. Santiago: ARCIS-LOM, 1999.

Richard, Nelly. Residuos y metáforas: Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición. Santiago: Cuarto Propio, 1998.

Scarry, Elaine. The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World. Oxford: Oxford UP, 1985.

Thayer, Willy. La crisis no moderna de la universidad moderna (Epílogo del conflicto de las facultades). Santiago: Cuarto Propio, 1996.

Žižek, Slavoj. The Plague of Fantasies. Londres: Verso, 1997.

Walter Benjamin, El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán

Título original: Der Begriff der Kunstkritik in der deutschen Romantik.
© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main, 1974.
Primera edición: septiembre de 1988.
Segunda edición: septiembre de 1995.
© de esta edición: Edicions 62 sa., Provença 278, 08008-Barcelona.
Depósito legal: B. 35.128-1995.
ISBN: 84-297-2805-8.







Walter Benjamin.

El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán.


Traducción y prólogo de J. F. Ycars y Vicente Jarque.

Ediciones Península.
Barcelona.
El romanticismo profético de Walter Benjamin


1.

Los escritos más significativos de Walter Benjamin, aquellos que le han situado en lugar de privilegio en el tibio purgatorio de los heterodoxos, aparecen teñidos por ese destino veleidoso que una vez los puso á l’écart de tous les courants, nimbados por un aura sutil de excepcionalidad. Unos resultan atípicos a causa de la originalidad extrema de su prosa o del carácter particularmente provocador de las ideas que expresan; otros lo son en razón de su temática, de su estructura inhabitual, o acaso por las singulares circunstancias en que fueron pensados. El texto que ahora presentamos por primera vez al lector de habla hispana es también, sin duda, un libro insólito.
Benjamin fue un personaje prismático al que jamás bastaron dos caras, como ese «rostro de Jano» que se adjudicaría a sí mismo con sibilina modestia tras su heroica conversión al credo materialista, sino múltiples y bien diferenciadas. Así, entre la multitud de criaturas extrañas que nuestro autor nos ha legado, hallaremos ejemplares de todo lo que buenamente queramos imaginar: dejando al margen su voluminosa e iluminadora correspondencia, parcialmente inédita, podemos escoger entre una nutrida selección de artículos de la más diversa índole formal y temática: comentarios críticos, exposés y ensayos de todos los tonos y para todos los gustos —desde las Afinidades electivas de Goethe o el drama barroco alemán hasta Brecht, pasando por Kafka, Kraus o Baudelaire. No faltan tampoco encendidas piezas oratorias, conferencias esotéricas, alocuciones radiofónicas dialogadas; ni siquiera desenfadadas crónicas de la actualidad cultural europea –por entonces todavía animadísima– e incontables reseñas redactadas unas veces por encargo, otras por disciplina personal. También nos ha legado anotaciones apresuradas de uso más o menos privado –como su primer apunte sobre El lenguaje en general o su Filosofía del futuro, que luego se revelarían como textos de un valor programático fundamental. Escritos de suave coloratura mística y diarios íntimos –como el de su viaje a Moscú–, colecciones de aforismos al estilo de Einbahnstrasse, e incluso una obra compuesta únicamente por miles de citas y fragmentos heterogéneos —sus inacabados y fantasmagóricos Passages parisinos. Pero nos quedan todavía otros escritos de intención más resueltamente literaria: juveniles poemas fúnebres consagrados a la muerte de su amigo Heinle, que le precedió premonitoriamente en la vía del suicidio, breves textos en prosa, traducciones quizás demasiado libres —Proust, Baudelaire—, libros de memorias (Berliner Chronik, Infancia en Berlín hacia 1900). Y para que nada falte, textos didácticos no siempre verosímiles ni comprensibles, panfletos voluntariamente provocadores, sin olvidar sus pormenorizados protocolos que dan testimonio de sus escasas pero intensas excursiones, en la buena compañía de Bloch, por el mundo de la ensoñación inducida por los estupefacientes (Haschisch).
Excuse el lector esta prolija enumeración, por lo demás incompleta. Pero sucede que cuando se escribe acerca de Benjamin no es nada fácil evitar el recurso a la aséptica yuxtaposición de motivos, a modo de montaje, puesto que éste era uno de sus métodos de trabajo predilectos. Enlazar esos motivos tan dispares resulta por lo general imposible, y además no siempre quedan justificados los esfuerzos. En nuestro caso, pensamos, se trata de la forma más directa y eficaz de presentar el trasfondo sobre el que se recorta el perfil singular del libro que nos ocupa: en ese proteico repertorio de formas y estilos que constituyen la herencia intelectual de Benjamin, no encontraremos ni un solo estudio de alguna extensión del que se pueda realmente decir que haya sido concebido, en rigor, según los cánones universalmente aceptados del pensamiento discursivo racional. Ninguno, ciertamente, salvo este libro que el lector tiene en sus manos.
En efecto se trata de una temprana investigación académica escrita entre la primavera de 1918 y el verano del año siguiente, de apariencia escrupulosamente ortodoxa, de una arquitectura puntillosamente equilibrada, tan pesada, contada y medida como el juicio del bíblico rey Salomón: dividida en dos partes de casi idéntica extensión, apoyadas en igual número de notas, precedidas de un prólogo sobriamente informativo del plan argumental y las fuentes, bien conocidas, de las que su autor se ha servido sin otra irregularidad manifiesta que un escueto apéndice cautamente separado del resto del texto. A primera vista no parece sino lo que, a su manera, pretendía ser efectivamente: una seria e impecable tesis de doctorado, el estudio universitario y erudito que todavía se exige a los jóvenes aspirantes a profesor en el disciplinado mundo de la cultura alemana. En nada se adivinan lo que habrán de ser los tonos característicos de uno de los pensadores menos académicos que haya existido jamás. Pero esa misma singularidad que determina la posición del presente trabajo en la obra de Benjamin comporta también, con todo, una invitación a considerar la posibilidad de que nos hallemos ante un texto de importancia crucial para la comprensión del peligroso laberinto en el que se arriesgó ilusoriamente su pensamiento.


2.

En cuanto a ese presunto «pensamiento discursivo», puede parecer tal vez una tautología imperdonable, pero se trata de una expresión de Gershom Scholem, el amigo mas fiel de Benjamin, y nos interesa sobremanera porque se sirve de ella justamente para referirse al estudio sobre el Romanticismo que nos ocupa. En él veía un ejemplo, o mejor, el único ejemplo con el que poder demostrar ante el mundo el verdadero alcance de las dotes de Benjamin para la argumentación racional, para la exposición de un riguroso desarrollo conceptual» que habitualmente quedaba oculto en su obra, pero de ninguna manera ausente. En realidad, lo que Scholem pretendía con esa fórmula era defender el sentido voladamente «metafísico» subyacente incluso en los escritos de carácter histórico, político y literario que constituyen el grueso de la obra de su amigo. En esta perspectiva Benjamín se mostraría como un auténtico «filósofo», aunque más o menos emboscado, según aconsejasen las tácticas y sus circunstancias, bajo la hojarasca de un «proceder descriptivo» que se fundamenta en la yuxtaposición de un conjunto de representaciones relativamente autónomas, con vocación de instantáneas fotográficas, según una dialéctica propia establecida entre imágenes detenidas en el tiempo y en el espacio, un poco al estilo de aquellas fugaces «iluminaciones profanas» que tanto admiraba en el universo surrealista.
En esta misma línea hablaba Scholem de Infancia en Berlín, con entusiasmo evidente, como de una inesperada culminación del más hermoso sueño de Schelling: una «filosofía narrativa». De este modo, pues, los fragmentos de ese libro, breve y espléndido, constituirían otras tantas imágenes infantiles recuperadas y transfiguradas, en virtud de una rememoración matizada por el arte de la escritura, en una suerte de tableau de experiencia filosófica que aspiraría a una validez no menor que un discurso sometido a la tiranía de la argumentación lógica, es decir, al implacable correlato de premisas y conclusión, a la sintaxis del «antes y el después», según había de formular Adorno, con disgusto mal disimulado, como estigma del razonamiento fundado sobre la forzada identidad racional.
Acaso nos asalte la tentación de dar estas ideas por buenas y cerrar aquí el comentario. Pero lo cierto es que no parece del todo prudente olvidar que el sueño de Schelling quedó ya desacreditado por Hegel, en nombre de la razón, como el sueño de la noche donde todos los gatos son pardos. Y es así como sucede que, a pesar de su perspicacia y todavía mejores intenciones, hasta el propio Scholem puede estimular involuntariamente graves e innecesarios malentendidos cuando añade a su comentario de Infancia en Berlín una frase quizás no del todo afortunada: «Bajo la mirada del recuerdo —escribe— su filosofía se transforma en poesía» [Dichtung]. No cabe duda de que esto podría llevar a dudosos resultados, si no para la poesía, sí al menos para la filosofía. Tal vez no sea del todo caprichoso vislumbrar de nuevo en ese pensamiento, por decirlo de una forma amable, el inquietante brillo nocturno de los ojos de un gato pardo.

3.

Si dejamos a Scholem y nos atenemos a Adorno, las cosas no van a resultar menos ambiguas. También Adorno, crítico tan sagaz y demoledor como regular apologeta, se ha esforzado en blanquear la promiscuidad estilística de Benjamin, su intencional claroscuro de escritor, recubriendo su pensamiento de vagas representaciones utópicas. Así, por ejemplo, la apariencia de «efectismo mágico» tan frecuente en su obra, la «suave irresistibilidad» destilada por una escritura que parecía enraizar «en los dominios del misterio» (aus dem Geheimnis), la interpreta Adorno como figura y exponente de la heroica incapacidad de Benjamin para renunciar a la promesa de felicidad que todo hombre atisbaría en sus años de infancia, para olvidarla después: «Suena —dice Adorno, preso de la más noble y sincera perplejidad— como si el pensamiento recogiera las promesas de los cuentos y los libros infantiles, en vez de rechazarlas con la despectiva madurez del adulto.» Y bien pudiera ser que, después de todo, no fuese la peor forma de presentarlo. El apasionado y constante interés de Benjamin por algunos aspectos del mundo de la infancia, por la condición de su experiencia más acá de la lógica, libre de identidad subjetiva, por su lenguaje y su literatura imaginativa, por los cuentos de hadas, parece confirmar en buena medida la impresión de Adorno. Sólo en la sobria fidelidad a esa «experiencia no reglamentada» que prefigura la aventura infantil habría podido Benjamin hallar la fuerza necesaria para resistirse a la división del trabajo espiritual, en busca de una más perfecta libertad de tránsito desde los dominios del pensamiento filosófico a los de la literatura.
Como se ha repetido hasta el tópico, en Benjamin reconoció Adorno a su maestro en la batalla contra el pensamiento sistemático. La estructura del sistema que se comprende a sí mismo como algo ya cumplido, concluso, sería expresión de un discurso predeterminado por la obediencia a las falsas imposiciones de la identidad racional. A este propósito nos resulta del mayor interés el hecho que el propio Adorno, al igual que Benjamin, remita en diversas ocasiones al proceder fragmentario del Holderlin tardío como el modelo acabado de una escritura «paratáctica», construida sobre rupturas y dislocaciones del discurso, sometida, por así decir, al duro régimen de un lenguaje sin concesiones a la comunicación, que va como de abismo en abismo a la espera de ser literalmente asaltado por un sentido «no intencional», libre de sujeto. Ése tendería a ser el sentido sugerido por la figura de la «constelación» de conceptos que se cierran contra su objeto para iluminarlo en su concreción específica, sin ajustarlo a las reglas establecidas por el pensamiento abstractamente identificador. En definitiva, esta forma de exposición habría conducido a Benjamín, de manera poco menos que natural, a la opción por la forma del «ensayo» como alternativa al discurso filosófico acabado y compacto, como encarnación de una conciencia crítica ejemplarmente representada, entre otros, por Simmel, el primer Lukács y el propio Adorno.
Pero el asunto se presenta hoy tanto más espinoso cuanto que, en efecto, la imagen de Benjamin que parece haberse impuesto con el paso de los años —tras la casi entrañable resaca marxista de aquel sesentayochismo en el que estuvo a punto de sucumbir cual profeta oracular de la por entonces nueva izquierda— respondería con bastante aproximación a esa misma «caracterización» prismática que Adorno deseaba en el fondo concederle, aunque no, preciso es recordarlo, sin las justas y oportunas reservas. Es la imagen de un Benjamín cercado por la doble aureola del «refinado literator» y del «ensayista» original, figura ésta en realidad muy dudosa y terriblemente elusiva que, de no quedar bien matizada, correría el peligro de acabar por deshilacharse entre las abstracciones rigoristas del filósofo, poco complaciente por naturaleza, y el aspecto inofensivo y hasta conmovedor de quien escribe literatura del pensamiento sin otro apoyo que una vergonzante invocación a la utopía.

4.

Verdad es que esa imagen difusa y estetizante se ajusta sólo forzadamente con el auténtico significado de ese rasgo que Adorno y Scholem tanto estimaban en la escritura de Benjamín: su profundidad metafísica cercana a la teología, su afán por lograr la máxima concreción en todos los aspectos, su búsqueda de lo universal más sagrado y duradero en el corazón de la singularidad también más extrema y concisa. En otras palabras, en la exacta determinación de lo infinitesimal como exponente de lo absoluto. Esta tendencia nos ofrece la clave de su atenta mirada hacia lo discontinuo y de su proverbial desconfianza respecto a la argumentación deductiva en mayor o menor medida convencional, con su «antes» y su fatídico «después». La envergadura de estos esfuerzos, en los que no cejó a lo largo de toda su vida, nos obliga a excluir por principio su reducción a mero ejercicio «poético» en torno a unas categorías privilegiadas por la historia de la cultura, en razón sencillamente de su presunta elevación y dignidad. Al contrario, si de algo no queda duda es de que Benjamin escribía en serio, con una seriedad animal, como diría Adorno. Su divisa, al igual que la de su admirado Simmel, bien pudo haber sido aquella que tan certeramente formulase Aby Warburg: «El buen Dios se esconde en el detalle.» En consecuencia, en efecto, la prioritaria exigencia teológica que le orienta tiende a la destrucción de la bella apariencia, borra las huellas de la ilusión y, parafraseando a Mallarmé, «roture sa vague littérature...».
En efecto, esta clave de orientación teológica es la que a duras penas se revela como la mejor ajustada al sentido del pensamiento y la escritura de Benjamín. Sólo que tampoco en ella dejan de multiplicarse los malentendidos Para Scholem, Benjamín era un pensador religioso demasiado gentil e insuficientemente judío; para Adorno, su teología no era suficientemente negativa y respetuosa con la utopía. Por lo demás, nada tiene de extraño que el trasfondo religioso de sus ideas más creativas, incluso en su fase «materialista», haya quedado encubierto y mal comprendido en un siglo nacido ya bajo la jactanciosa enseña de la muerte de Dios. Es verdad que se trata de una religiosidad sui generis, que él mismo denominaba humildemente «profana» y que le llevó de un extremo al otro de la cultura sin apenas compañía —como Juan el Precursor en el desierto, pero sin nadie a quien bautizar. En este confín solitario acrisoló su gesto esotérico y la apariencia inverosímil de sus visiones. Todo ensayo de interpretación de la obra de Benjamin, y del libro que nos ocupa todavía en mayor medida, habrá de sortear los peligros derivados de la tensa vecindad de ese abismo del sinsentido.
Puesto que en Benjamin es bien patente, e incluso pretende la hegemonía un elemento regresivo; el mismo, por cierto, que le había inducido a renegar de una interesada racionalidad ilustrada, que un día se autoproclamó portadora de la libertad de pensamiento, destruyó la autoridad de la tradición religiosa y se arrogó el monopolio de todas las promesas de felicidad. Benjamin jamás se sintió a gusto ni llegó a identificarse con afirmaciones tan rotundas. Podemos ver en este escepticismo originario una muestra de aquella firme voluntad crítica cuyo sentido ha sido asimilado y formulado luego, si bien con matices importantes, en los distintos desarrollos que habría de alcanzar en figuras como Adorno y Horkheimer. También puede afirmarse que la Dialéctica de la Ilustración fue de alguna forma la mayor victoria lograda por Benjamin después de muerto. Pero la perspectiva crispadamente negaba que en ese libro se anuncia que apenas ha progresado más tarde con la maduración posbélica de la Escuela de Frankfurt, no se había manifestado todavía en Benjamin en toda su crudeza. Su resistencia a la estrategia fatal del progreso mal entendido y a la orgánica razón instrumental que haría las veces de un deplorable sujeto vicario, bárbaramente autocomplacido en su propia capacidad dominadora, no le indujo en ningún momento a predicar, a la manera de Adorno, la consabida paradoja de una racionalidad otra, inhallable, enigmáticamente sutil y sencillamente ausente. No se permitía ese tipo de ilusiones dialécticas. Pues lo que Benjamín encontraba del otro lado del dique ilustrado no era sino eso mismo que el buen sentido común podía esperar: la opacidad de la materia universal preñada de poderes irresistibles, la sinrazón oscilante entre la mística y la mistificación. Es decir, el mundo del que han nacido todos los fantasmas frente a los cuales se erigen los mitos como preparados mágicos contra ese terror inmemorial.


5.

Queda delimitado así el marco en el que puede situarse el encuentro de Benjamín con el universo romántico. Además, se trataba de una cita ineludible. A ella le empujaba el ambiente intelectual que su destino de burgués asimilado señalaba desde sus tempranos años de estudio, en aquellos tiempos confusos de los comienzos de siglo, cuando Europa, quizás sin saberlo, empezaba a deslizarse hacia su catástrofe. Los años de formación de Benjamin estuvieron presididos por una extraña militancia en las filas de la Jugendbewegung, un «movimiento juvenil» fundado y dirigido por el pedagogo Gustav Wyneken, su primer maestro, sostenido por una ideología de signo radical y casi fanáticamente espiritualista, cuya ambición fundamental se orientaba a la consecución y desarrollo de una «cultura juvenil» propugnada como modelo de toda cultura posible. La relación educativa quedaba transformada de este modo en una visión del mundo elitista, y el joven entusiasta que era Benjamín entonces podía sentirse llamado sin remordimientos a cultivar, proteger y transmitir los sagrados valores espirituales, la gran tradición cultural europea, en beneficio de una humanidad resueltamente perezosa y en proceso creciente de barbarización.
En los círculos de la Jugendbewegung los aspirantes al liderazgo espiritual leían con fruición a Stefan George (una figura decisiva en la recuperación del interés por el Romanticismo), trataban de emular su anhelo por instaurar una «benéfica dictadura espiritual» en la república literaria y adoptaban ante la poesía una actitud de admiración sagrada, incondicional, fundada en el culto a los grandes demiurgos y el olvido arrogante de sus compromisos históricos reales. Pero el joven Benjamín no podía compartir por entero esas actitudes sin haberles conferido previamente un sello y un sentido propios. Ya en 1913 redactó una breve charla titulada justamente Romantik, en la que deploraba el componente esteticista que lastraba la recepción del Romanticismo desde el punto de vista imperante. Condenaba el «falso Romanticismo» narcotizante, individualista, diletante y filisteo, de exaltación del espíritu como refugio de urgencia frente a un mundo hostil, y lo contraponía al Romanticismo que llamaba «verdadero», que no sería otra cosa sino una «voluntad romántica» de belleza, de verdad y de acción. Así, todavía en la ambigua estela del movimiento de Wyneken, se percibía ya la orientación mesiánica del interés de Benjamin por tales temas. Puesto que esa «voluntad romántica» nada quería saber de complacencias, la verdad, la belleza y la acción se remiten necesariamente a la historia como espacio privilegiado de realización del Espíritu.
Durante el invierno de 1914-1915, a punto de romper con Wineken, cuyo amor por los jóvenes no le habría impedido curiosamente enviarlos a morir en las trincheras, Benjamin se concentra por vez primera en esa figura grandiosa que con alguna frecuencia aparece en este libro como el «espíritu» que, celado discretamente, habría reinado como un dios escondido en la poesía y el pensamiento del Romanticismo temprano. Por supuesto, hablamos de Hölderlin, a dos de cuyos poemas dedicó Benjamin un largo y densísimo «comentario estético» en el que ya se anunciaban no pocos de los motivos que un lustro más tarde desarrollaría en el presente estudio. La idea de Benjaminiana consistía en exponer la «forma interna» de los poemas, su contenido de verdad, la imagen sin figura que daría cumplimiento a la «tarea poética» prescrita en cada caso. Ya entonces remitía a la definición fundacional de Novalis, que tantas veces volvería a citar a lo largo de su vida: «Cada obra de arte lleva en sí un ideal a priori, una necesidad interna para existir.» Era esa necesidad objetiva, independiente del carácter y las intenciones del presunto creador, la que el crítico debía determinar en su comentario. Más aún, el cometido del crítico estribaría en establecer «lo poetizado» como un sentido «producto y objeto» a la vez de la investigación. Puesto que, en definitiva, «la idea de la poesía es la prosa», y el contenido filosófico de verdad, el único que Benjamin reconocía en el arte, sólo pude ser representado en la forma de la exposición.
Los poemas en cuestión eran las dos versiones de «Dichtermut» y «Blödigkeit». Y quiso la ironía, la auténtica ironía romántica, que este último fuera también, en cierta medida, una tercera versión del primero. Finalmente el ánimo del poeta se disolvía en la serena necedad, en el completo estupor de quien se siente poseído en cuerpo y alma por el lenguaje. Según la interpretación de Benjamin, es la vida del poeta lo que se pone en juego en la tarea, y es el ánimo lo que termina sometiéndose también a la misma, reducida a una actitud de perfecta docilidad, de absoluta «pasividad» ante el lenguaje. La obra cumplida es un «mundo poéticamente muerto, saturado de peligro», donde habrían quedado conjuradas todas las amenazas extrañas en un vínculo sagrado que Hölderlin articulaba en función del mito como «íntima unidad de dios y destino». Así, la absoluta sumisión del poeta a su tarea se corresponde con la objetiva necesidad a la que debe su existencia la obra, como quería Novalis. La fatídica extinción del sujeto en la escritura vivida como destino- éste es el núcleo de las reflexiones de Benjamin acerca de Hölderlin, y ésta es también la clave recóndita que encierra el verdadero sentido de su libro sobre el Romanticismo temprano. No sorprende, pues, según testimonia Scholem, que Benjamín considerase la escritura de Hölderlin como una escritura sagrada.


6.

El pensamiento de Benjamin continuó girando durante años en torno a las relaciones entre mito, religión y lenguaje. Hacia 1917 sus intereses apuntan al estudio de Kant —y de nuevo hemos de agradecerle a Scholem el testimonio preciso. Su orientación, sin embargo, le exige superar la fijación kantiana en una experiencia de «grado cero», la experiencia sensible ilustrada sostenida por el empirismo, y buscar los fundamentos de una «experiencia absoluta» en la que quedasen incluidas filosofía, teología y religión. El punto nodal es ahora la identificación entre «sistema» y «doctrina». Pero estos objetivos no podían alcanzarse en el marco del sistema kantiano que, además, se desentendía por completo de las tres esferas que a Benjamin le interesaban: el lenguaje, la religión y la historia. Por eso volvió al Romanticismo.
Benjamin se enfrenta al Romanticismo temprano desde un punto de vista explícitamente histórico-teológico. Con todo, este enfoque parece quedar relegado a un discreto segundo plano en el estudio académico que presentamos, pero el lector atento sabrá descubrirlo sin demasiados problemas. A pesar de que Benjamín reconoce la influencia romántica en la constitución de la crítica moderna, es evidente también que su interés apunta hacia el Romanticismo como «último movimiento que una vez más salvó la tradición desesperadamente», que había tratado incluso de «lograr en la religión» lo que Kant había
conseguido a propósito de los objetos teoréticos: mostrar su forma. Y añade: «Pero, ¿existe una forma de la religión?» El aspecto romántico de la filosofía de Benjamin se explica mejor a partir de esa necesidad de dar respuesta a la pregunta formulada. El Romanticismo intuía en su mística del arte y del lenguaje un camino posible para fundar esa religión formal, sin contenidos dogmáticos determinados, pero asumiendo consecuentemente la relación religiosa frente a lo absoluto —un absoluto que no va más allá de los medía en que se manifiesta. Y aquí es de nuevo el arte el mediador privilegiado.
La centralidad que en el pensamiento de Benjamin se concede a la constelación formada por las esferas del Romanticismo temprano y de Goethe, se puede explicar así como una consecuencia de su descomunal batalla contra el sujeto, esto es, contra el sujeto autónomo según el modelo ilustrado entendido en un sentido amplio, en tanto que supuesto protagonista de la historia y del progreso, de la cultura y el arte. La «sobriedad» que Hölderlin urgía implicaba el sometimiento del creador al «oficio», a la «maestría artesanal», a los imperativos de la tradición artística y de la escritura: una variante de la «docilidad» frente al lenguaje. De tal modo, el precio de la auténtica creación sería la renuncia a la subjetividad aparente. Pero esa apariencia es, además, una apariencia necesaria en virtud del principio de individuación y como defensa ante las asechanzas de la barbarie o la locura. Benjamin no pudo dejar de reconocerlo e incluso de vivirlo intensamente. En consecuencia, su postura frente a la Ilustración tiene que ser por fuerza ambigua: su orientación teológica revela su desconfianza hacia la tradición fuerte del pensamiento moderno: la ciencia y la Ilustración permanecerían en el dominio del mito, «son mito en segundo grado». Pero lo que Benjamín concibe como sagrado no es sino, paradójicamente, esa misma tradición, un fragmento más de la tradición de la escritura. La interpretación y el comentario, la «crítica inmanente», se convierten en una tarea sagrada porque sólo en ella se hace posible la continuidad de la tradición. Sin embargo, esa tradición no puede sostenerse más que la precio de abandonar la quimera de un sujeto autónomo. La tradición no es, al fin de cuentas, otra cosa que la esfera del destino universal, la historia del mito. Ése fue el tema de Hölderlin y en igual medida también el del propio Benjamin.


**

Por nuestra parte, nada más. Eludiremos la ridícula presunción de emitir siquiera una opinión acerca de cómo habría que leer a Benjamin, al Benjamin de este libro arduo y complejo. La reflexión benjaminiana sobre el Romanticismo nos ofrece una ocasión inmejorable para reflexionar sobre los riesgos de acomodarse a ciertas lecturas categóricas, quizás tan benevolentes como estériles, que en nada mejoran la falacia estetizante que terminaría por anularlo como pensador filosófico. Esto es, y para decirlo con claridad, negarlo como pensador puro y simple para convertirlo de manera fraudulenta en selecta mercancía cultural, en «ensayista». Si en verdad se pretende confirmar el sentido de esa escritura plural, y en este caso es preciso atender las sugerencias de Scholem y Adorno, acaso no sea posible ya conformarse sencillamente con evocar su cualidad «descriptiva» o «paratáctica» como algo contrapuesto al ordenamiento «discursivo» o «sistemático» al que con tanta obstinación Benjamín se resistía. Sin embargo, esta línea de defensa parece haber perdido tiempo atrás casi toda su eficacia. En efecto, un leve desplazamiento de acentos nos vuelve a poner ante la evidencia de esa imagen benjaminiana dominada por la media luz del escritor que nunca acabaría de ser una cosa ni otra, una imagen propiciada en buena medida por las profundas afinidades benjaminianas con el Romanticismo temprano, lo que no deja de ser asimismo una consecuencia inesperada de aquella dudosa contraposición inicial, que puede alcanzar además, tal vez como castigo de su culpable insuficiencia, los tonos propios de una lamentable neutralización, cuando no de una franca cursilería, si se abandona en las manos de la incuria publicística que nos envuelve. Zanjar de manera tan poco airosa la recepción de un pensamiento que no se resigna a ser una amarga parábola de nuestro tiempo es algo que Benjamin no merece.

J. F. Yvars
Vicente Jarque.
otoño de 1987.
NOTA A LA EDICIÓN.

Der Begriff der Kunstkritik in der deutschen Romantik traduce la edición de bolsillo a cargo de Hermann Schweppenhäuser (Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1973), incluida más tarde en el volumen I de las Obras Completas (p. 7-122). Se trata, como es bien sabido, de la tesis doctoral de Walter Benjamin, de la que no se han encontrado manuscritos. Contamos en la actualidad con dos ediciones impresas. La primera editada por A. Francke, de Berna, en 1920, forma parte de los Neue Abhandlungen zur Philosophie una ihrer Geschichte (Hrg. Richard Herbertz, Heft 5) y constituye el ejemplar preceptivo para la obtención del grado, como reza el retórico frontispicio: Der Begriff... Inauguraldissertation der philosophischen Fakultät der Universität Bern zur Erlangung der Doktorwürde. Vorgelegt von Walter Benjamin aus Berlin, 1920. La segunda, hoy en el Archivo Benjamin de Frankfurt, está enriquecida además con las correcciones y añadidos del autor con vistas a una edición posterior. Según testimonia Agamben, responsable de la edición italiana de las obras de Benjamin y descubridor de algunos de sus manuscritos inéditos, hasta hace bien poco (1982) todavía era posible dar con ejemplares de la primera edición del texto en librerías de ocasión suizas.
Confiemos ahora que la veleidosa Fortuna sepa conjurar tan agorera premonición y esperemos del lector hispano la recepción que texto y autor acostumbran a recibir en nuestro horizonte cultural.
EL CONCEPTO DE CRITICA DE ARTE EN EL ROMANTICISMO ALEMÁN.


A mis padres.
Sobre todo... el que lleva a cabo un análisis debería indagar, o más bien fijar su atención en la cuestión de si efectivamente se trata de una síntesis misteriosa, o si aquello de lo que se ocupa es sólo un agregado, una mera conjunción de elementos dispares..., incluso como podría todo esto ser modificado.
Goethe. WA II, sec. II, vol. II, p. 72.
INTRODUCCIÓN.


I. Delimitación Del problema.

El presente trabajo está concebido como una investigación de historia de los problemas cuyo objetivo sería la exposición del concepto de crítica de arte a lo largo de sus transformaciones. Innegablemente, tal investigación de la historia del concepto de crítica es algo por completo distinto de una historia de la crítica de arte misma; se trata de una tarea filosófica o, más exactamente, de historia de los problemas.[1] Lo que sigue no puede ser más que una contribución a su resolución, ya que no expone el conjunto de la historia de los problemas, sino tan sólo un momento del mismo: el del concepto romántico[2] de crítica de arte. En cuanto al contexto más amplio de la historia de los problemas en que se inscribe ese momento, y en el que ocupa un lugar destacado, este trabajo aspirará sólo a insinuarlo parcialmente en la conclusión.
Una determinación del concepto de crítica de arte es impensable sin unos supuestos gnoseológicos como también sin unos supuestos estéticos; no sólo porque estos últimos implican los primeros sino, sobre todo, porque la crítica contiene un momento cognoscitivo; y esto, por lo demás, tanto si se la toma por un conocimiento puro como si se la considera ligada a valoraciones. De tal modo, también la determinación romántica del concepto de crítica de arte ha sido construida enteramente sobre premisas gnoseológicas; con lo cual, como es obvio, no se pretende significar que los románticos hayan obtenido conscientemente el concepto a partir de aquéllas. Pero el concepto como tal —como, a fin de cuentas, todo concepto que pueda ser así llamado— se apoya en supuestos gnoseológicos. Así pues, éstos habrán de ser expuestos en primer lugar, y en ningún momento deberán perderse de vista. Este trabajo los examina al propio tiempo a título de momentos sistemáticamente concebibles en el pensamiento romántico, momentos cuya presencia en éste último podría quedar patente en una mayor medida y ser de importancia superior a lo que ordinariamente se supone.
Apenas es preciso diferenciar la siguiente investigación —concerniente a la historia de los problemas y, como tal, desde luego, sistemáticamente orientada— respecto de una investigación puramente sistemática sobre el concepto de crítica de arte sin más. Por el contrario, más necesarias podrían resultar estas otras dos delimitaciones: frente a la filosofía de la historia y frente a la historia de la filosofía. Sólo en el sentido más impropio las investigaciones de historia de los problemas podrían ser calificadas como estrictamente histórico-filosóficas, aun cuando en ciertos casos singulares los límites tiendan a desaparecer por necesidad. Pues la idea de que la totalidad de la historia de la filosofía constituyese al mismo tiempo, e ipso facto, el desarrollo de un único problema, es cuando menos una hipótesis metafísica. Que la exposición de la historia de los problemas está objetivamente entrelazada, de maneras bien diversas, con la propia de la historia de la filosofía, es algo evidente; presuponer que también lo estuviese metodológicamente, eso es ya desplazar los límites. Puesto que este trabajo se ocupa del Romanticismo, es inevitable una ulterior delimitación. En él no se ha hecho el intento, emprendido a menudo con medios insuficientes, de exponer la esencia histórica del Romanticismo. En otras palabras: el planteamiento histórico-filosófico queda fuera de nuestro campo. No obstante, las proposiciones que siguen, particularmente en lo que atañe a la peculiar sistemática del pensamiento de Friedrich Schlegel y a la idea temprano-romántica del arte, aportan asimismo los materiales —aunque no el punto de vista—[3] para una determinación de esa esencia histórica.
El término «crítica» lo emplean los románticos en varías acepciones. En lo sucesivo se tratará de la crítica como crítica de arte, no en tanto que método gnoseológico y punto de vista filosófico. Fue entonces, como habrá de mostrarse, cuando la palabra quedó elevada a la altura de esta última significación, en conexión directa con Kant, como término esotérico para el acabado e inconmensurable punto de vista de la filosofía; aunque en el uso lingüístico general se impuso únicamente en el sentido de juicio razonado. Y puede que no fuera ajeno el influjo del Romanticismo, habida cuenta de que ha sido la fundamentación de la crítica de las obras de arte, pero no la de un criticismo filosófico, la que ha permanecido como uno de sus logros más duraderos. Más precisamente: de igual modo que el concepto de crítica será tratado con no mayor amplitud que la exigida por su conexión con la teoría del arte. así también la teoría romántica del arte se desarrollará sólo en la medida en que sea de importancia para la exposición del concepto de crítica.[4] Esto comporta una restricción esencial del campo temático; fuera quedan las teorías acerca de la conciencia y la creación artísticas, así como las propuestas de la psicología del arte, mientras que únicamente los conceptos de idea del arte y de obra de arte permanecen en el horizonte de nuestra consideración. La fundamentación objetiva que ofrece Friedrich Schlegel del concepto de crítica de arte concierne sólo a la estructura objetiva del mismo —en tanto que idea—, y de sus productos —las obras. Por lo demás, cuando habla de arte Schlegel piensa sobre todo en la poesía, mientras que las demás artes apenas le interesan, en la época que vamos a examinar aquí, como no sea por referencia a aquélla. Parece verosímil que sus leyes fundamentales representaran en su opinión las de todo arte. En lo sucesivo, bajo la expresión «arte» se entenderá siempre poesía en este sentido, y por cierto que a tenor de su posición central entre las artes; bajo la expresión «obra de arte» se entenderá la composición poética singular. Daría una falsa imagen este trabajo si pretendiese remediar esa equivocidad desde su propio marco, pues lo que ésta denota es una fundamental, carencia de la teoría poética romántica, o bien del arte en general. Ambos conceptos sólo vagamente se distinguen entre sí, y menos todavía se hallan recíprocamente orientados, de tal manera que no es posible formarse noción alguna de la peculiaridad y los límites de la expresión poética respecto a los límites propios de las demás artes.
Los juicios artísticos de los románticos no interesan, en este contexto, en tanto que hechos histórico-literarios. Pues la teoría romántica de la crítica de arte no puede extraerse de la praxis —por ejemplo, del proceder de A. W. Schlegel—, sino que debe ser expuesta sistemáticamente a partir de los teóricos románticos del arte. La actividad crítica de A. W. Schlegel tiene bien poca relación, particularmente en cuanto a su método, con el concepto de crítica que había formulado su hermano, concepto cuyo centro de gravedad se situaba precisamente en el método, y no, como en el caso de A. W. Schiegel, en la regla de medida. No obstante, el propio Friedrich Schlegel sólo por una vez alcanzó plenamente su ideal de crítica: en la recensión del Wilheim Meister, que es tanto una teoría de la crítica como una crítica de la novela goethiana.
II. Las fuentes.

A título de teoría romántica de la crítica de arte se expone a continuación la de Friedrich Schlegel. El derecho a designar esta teoría como la teoría romántica se apoya en su carácter representativo. No se trata de que todos los primeros románticos estuvieran de acuerdo con ella, ni siquiera que tuvieran noticia alguna al respecto: Friedrich Schlegel resultaba frecuentemente incomprensible incluso para sus amigos. Pero su intuición de la esencia de la crítica de arte es la voz de la escuela a ese propósito. Él hizo de este tema, en tanto que objeto problemático y filosófico, el suyo propio —cuando no el único. Para A. W. Schlegel, la crítica de arte no constituía problema filosófico alguno. Junto a los escritos de Friedrich Schlegel, únicamente los de Novalis pueden considerarse fuentes en estricto sentido, mientras que los más tempranos escritos de Fichte constituyen ciertamente fuentes insustituibles, aunque no para el propio concepto romántico de la crítica de arte, sino para su comprensión. La remisión de los escritos de Novalis a los de Schlegel[5] se justifica en virtud de la plena unanimidad manifestada por ambos tanto respecto a las premisas como respecto a las consecuencias de la teoría del arte. Novalis se interesó menos por el problema en sí mismo, pero los presupuestos de orden gnoseológico, de cuyo fundamento se ocupó Schlegel, los compartió también, y con él defendió las consecuencias de esta teoría para el arte. Bajo la forma de una peculiar mística del conocimiento y una importante teoría de la prosa, Novalis formuló algunas veces estos dos ámbitos con mayor agudeza y resolución que su amigo. Ambos contaban veinte años de edad cuando se conocieron en 1792, y desde el año 1797 mantuvieron el más estimulante intercambio epistolar, en el que se hacían partícipes por igual de sus trabajos.[6] Esa estrecha comunidad hace en buena medida imposible el examen de sus influencias recíprocas; a los efectos de nuestro planteamiento, todo esto es por completo superfluo.
El testimonio de Novali es sumamente valiosos, además, por cuanto que la tarea misma de la exposición se encuentra, en lo relativo a Friedrich Schlegel, en una difícil tesitura. Su teoría del arte, por no hablar de su crítica, está firmemente fundada sobre presuposiciones gnoseológicas, sin cuyo conocimiento resulta incomprensible. Frete a ello se erige el hecho de que Friedrich Schlegel, tanto antes en torno al año 1800, cuando publica en el Athenäum los trabajos que constituyen la fuente principal de esta disertación, no había formulado sistema filosófico alguno del que pudiera esperarse al menos una discusión concluyente de teoría del cocimiento. Los supuestos gnoseológicos del los fragmentos y artículos del Athenäum están íntimamente enlazados a determinaciones estéticas, extralógicas, y sólo con dificultad pueden desasirse de ellas y ser tratados separadamente. Schlegel no es capaz de concebir pensamiento alguno, cuando menos en este periodo, sin implicar la totalidad de sus concepciones y sus ideas en un lento movimiento. La compresión y el engarce de los puntos de vista gnoseológicos en el conjunto pictórico de las ideas de Schlegel, su carácter paradójico y su audacia, podrían haberse realzado mutuamente. Para la comprensión del concepto de crítica es indispensable la explicación y el análisis aislado, la exposición pura de aquella teoría del conocimiento. A ella esta dedicada la primera parte de nuestro trabajo. Por muy difícil que resulte, no faltan las instancias en las que se ha de continuar el resultado obtenido. Aun cuando se prescindiese del criterio inmanente de que las argumentaciones sobre teoría y crítica del arte no pierden en absoluto su apariencia de oscuridad y gratuidad en ausencia de premisas gnoseológicas, quedarían todavía los fragmentos de Novalis, a cuyo fundamental concepto gnoseológico de reflexión se tiene que remitir sin esfuerzo, de acuerdo con la pronunciada afinidad general de ideas entre ambos pensadores, la teoría schicgeliana del conocimiento. De igual modo, en efecto, una consideración más precisa enseña que aquella teoría se confunde con este concepto. Por fortuna, empero, el examen de la teoría del conocimiento de Schlegel no tiene por qué remitirse únicamente, ni en primera línea, a sus fragmentos; dispone de unos materiales de apoyo más amplios. Tales son las Lecciones Windischmann. de Friedrich Schlegel, así llamadas por el nombre de su editor. Estas lecciones, pronunciadas en París y Colonia entre los años 1804 y 1806, plenamente dominadas por las ideas de la filosofía católica de la Restauración, acogen aquellos motivos teóricos que el autor rescataría del hundimiento de la escuela romántica para las reflexiones de la fase posterior de su vida. La mayor parte de las ideas principales contenidas en estas lecciones es nueva en Schiegel, aun cuando no original. Superadas le parecen sus antiguas máximas sobre la humanidad, la ética y el arte. Pero el planteamiento gnoseológico de los años anteriores, aunque modificado, se hace aquí manifiesto por vez primera con claridad. El concepto de reflexión, que es la concepción gnoseológica fundamental de Schlegel, puede ser rastreado en sus escritos ya desde la segunda mitad de los años noventa del siglo XVIII, pero es en las lecciones donde por primera vez aparece explícitamente desarrollado. En ellas se proponía expresamente ofrecer un sistema en el que no había de faltar la teoría del conocimiento. No se dice demasiado cuando se afirma que estas básicas posiciones gnoseológicas representan justamente el componente estático, positivo, de la relación entre el Schlegel intermedio y el tardío —en cuyo caso, la interna dialéctica de su despliegue habría de ser entendida como el componente dinámico negativo. Estas posiciones son tan importantes para el desarrollo particular de Schlegel como, en general para la tradición del primer Romanticismo al Romanticismo maduro[7] Por lo demás, los argumentos siguientes ni pueden ni pretender ofrecer una imagen de las Lecciones Windischmann como un todo, sino tomar en consideración tan sólo una de sus esferas teóricas, de interés para la primera parte de nuestro trabajo. Estas lecciones se hallan respecto al conjunto de la exposición, en la misma relación que los escritos de Fichte, en conexión con los cuales serán tratadas. Ambas constituyen fuentes secundarias que sirven para la comprensión de las fuentes principales, es decir, los trabajos de Schiegel en el Lyceum y el Athenäum, y también en las Charakteristiken und Kritiken, así como aquellos fragmentos de Novalis que determinan de una forma inmediata el concepto de crítica de arte. En este contexto, que no expone el desarrollo de su concepto de crítica de arte sino el concepto mismo, los escritos tempranos de Schlegel sobre la poesía de los griegos y los romanos serán tratados sólo ocasionalmente.
PRIMERA PARTE: LA REFLEXIÓN.


I. Reflexión y posición de Fichte.


El pensamiento que se refleja sobre sí mismo en la autoconciencia es el hecho fundamental del que parten las consideraciones gnoseológicas de Friedrich Schlegel y en buena medida, también las de Novalis. La relación del pensamiento consigo mismo, que se hace presente en la reflexión, es contemplada como la más inmediata para el pensamiento en general, como aquella a partir de la cual se desarrollan todas las demás. Schlegel afirma en un pasaje de su Lucinde: «El pensamiento tiene la peculiaridad de que, en la inmediata proximidad de sí mismo, piensa preferentemente en aquello sobre lo que puede pensar sin fin.»[8] Con ello se da a entender a la par que el pensamiento podría encontrar un fin, cuando menos, en el reflexionar sobre sí mismo. La reflexión es el modelo más frecuente en el pensamiento de los primeros románticos; referir pruebas justificativas de este aserto significa remitir a sus fragmentos. Imitación, manera y estilo, tres formas que muy bien se podrían aplicar al pensamiento romántico, se encuentran acuñadas en el concepto de reflexión. Tan pronto es una imitación de Fichte (como en el primer Novalis), tan pronto manera (por ejemplo, cuando Schlegel dirige a su público la exhortación de «comprender el comprender»;[9] pero la reflexión es, sobre todo, el estilo del pensamiento[10] en el que los primeros románticos expresan, bien que no de un modo arbitrario, sino por necesidad, sus más profundos puntos de vista. «El espíritu romántico parece fantasear complacientemente sobre sí mismo»,[11] dice Schiegel a propósito del Sternbald de Tieck, y lo hace no sólo en las obras de arte del Romanticismo temprano, sino también, y por encima de todo, de un modo más riguroso y abstracto, en el pensamiento temprano-romántico. En un fragmento realmente fantástico, Novalis trata de interpretar la totalidad de la existencia terrena como reflexión de los espíritus en sí mismos, y al hombre, en este vivir terreno, como solución parcial y como «ruptura de aquella primitiva reflexión».[12] Y en las Lecciones Windischmann formula Schlegel aquel principio, tiempo atrás conocido, con estas palabras: «La facultad de la actividad que retorna a sí misma, la capacidad de ser el yo del yo, es el pensamiento. Este pensamiento no tiene otro objeto que nosotros mismos.»[13] Aquí, por consiguiente, pensamiento y reflexión son considerados equivalentes. Sin embargo, esto no sucede únicamente para asegurar al pensamiento la infinitud que se da en la reflexión y que, sin determinación ulterior, en tanto que pensamiento del pensamiento sobre sí mismo aparece como un valor dudoso. En la naturaleza reflexiva del pensamiento, los románticos vieron más bien una garantía de su carácter intuitivo. Tan pronto como la historia de la filosofía sostuvo con Kant —aunque no por vez primera, sí de un modo explícito y vigoroso—, junto a la posibilidad racional de una intuición intelectual, su imposibilidad en el ámbito de la experiencia, se hizo patente un esfuerzo múltiple y casi febril por volver a recuperar este concepto para la filosofía como garantía de sus más elevadas pretensiones. Ese esfuerzo partió sobre todo de Fichte, Schlegel, Novalis y Schelling.
Ya en su primera redacción de la Doctrina de la Ciencia (Sobre el concepto de la Doctrina de la Ciencia o de la llamada Filosofía, Weimar, 1794), Fichte insiste en el recíproco darse, el uno a través del otro, del pensamiento reflexivo y el conocimiento inmediato. Lo hace con plena claridad acerca del tema, aun cuando la expresión definitiva no se encuentre en ese escrito. Esto es de gran importancia para el concepto romántico de la reflexión. Con- viene precisar con algún detalle sus relaciones con el concepto fichteano. Ha sido ya confirmado el hecho de que aquél depende de este último, pero ello puede no bastar al fin que nos proponemos. Lo que nos importa es conocer con exactitud en qué medida secundan a Fichte los románticos tempranos, a fin de conocer claramente en qué punto se separan de él.[14] Ese punto de divergencia puede fijarse filosóficamente, pero no definirse y funda- mentarse simplemente en razón de las prevenciones del artista respecto del pensador científico y del filósofo. Pues también. entre los románticos son argumentos filosóficos —a saber, gnoseológicos— los que se sitúan en la raíz de esta separación. Son éstos precisamente los que cimientan el edificio de su teoría del arte y de la crítica. En la cuestión del conocimiento inmediato se puede todavía constatar el pleno acuerdo de los primeros románticos con la posición de Fichte en su Concepto de la Doctrina de la Ciencia. Más tarde se alejó de esta posición, y ya nunca volvería a encontrarse en una afinidad sistemática tan próxima al pensamiento romántico como lo había estado en ese escrito. En él determina la reflexión como reflexión de una forma, demostrando de este modo la inmediatez del conocimiento que en ella se da. Su argumentación al respecto es la que sigue: la doctrina de la ciencia no posee sólo un contenido, sino también una forma; ésta es «la ciencia de algo, pero no ese algo mismo». La doctrina de la ciencia lo es de la ciencia del necesario «acto de la inteligencia», el acto que es anterior a todo elemento objetivo en el espíritu y que constituye la forma de éste.[15] «Ahora bien, aquí se sintetiza toda la materia de una posible doctrina de la ciencia, pero no esta ciencia misma. Para realmente alcanzarla se requiere todavía una acción que no está contenida en el conjunto de las acciones del espíritu humano, a saber, la de elevar a conciencia su manera de actuar... En virtud de este acto libre, algo que ya es forma en sí, el necesario acto de la inteligencia, se asume como contenido en una nueva forma, la forma del saber o de la conciencia, y ésta es la razón por la que ese acto es un acto de la reflexión.»[16] Así pues, se entiende por reflexión el transformador —y sólo en calidad de transformador— reflejarse sobre una forma. Poco antes en el mismo escrito, en otro contexto pero con el mismo sentido, formula: «El acto de la libertad a través del cual la forma se convierte en forma de la forma como contenido suyo, y retorna a sí misma, es lo que llamamos reflexión.»[17] Esta observación es merecedora de consideración. Se trata manifiestamente de una tentativa de determinar y legitimar un conocimiento inmediato, lejos de su posterior fundamentación fichteana por medio de la intuición intelectual. El término intuición no se encuentra todavía en este tratado. Así, Fichte cree aquí poder fundamentar un conocimiento cierto e inmediato a través de la relación entre dos formas de conciencia (la forma y la forma de la forma, o bien el saber y el saber del saber), cada una de las cuales pasa por la otra y regresa a sí misma. El sujeto absoluto, el único al que se refiere el acto de la libertad, es el centro de esta reflexión y, por ello mismo, ha de conocerse de manera inmediata. No se trata del conocimiento de un objeto a través de la intuición, sino del autoconocimiento de un método, de una esencia formal —no otra cosa representa el sujeto absoluto. Objeto único del conocimiento son las formas de la conciencia en su recíproca traslación (Übergang) de una a otra, y ese paso es el único método que podría fundar la inmediatez y hacerla conceptualmente aprensible. Con su formalismo radicalmente místico, esta teoría presenta la más profunda afinidad con la teoría del arte del Romanticismo temprano. A ella se atuvieron los primeros románticos, desarrollándola más allá de las formulaciones de Fichte, que, por su parte y en los escritos sucesivos, fundamentaría la inmediatez del conocimiento en su naturaleza intuitiva.
Si el Romanticismo cimentó su teoría del conocimiento sobre el concepto de reflexión fue porque no sólo garantizaba la inmediatez del conocimiento sino también, en la misma medida, una peculiar infinitud de su proceso. El pensamiento reflexivo adquirió para ellos, merced a su carácter inacabado, que hace de cada reflexión precedente un objeto de la siguiente, una especial importancia sistemática. También Fichte ha llamado a menudo la atención sobre esta singular estructura del pensamiento. Su punto de vista, sin embargo, es opuesto al de los románticos, pero es importante, por un lado, con vistas a la caracterización indirecta de este último, e idóneo, por otro lado, para reducir a sus justos límites la idea de una dependencia general de los teoremas del Romanticismo temprano respecto de Fichte. Éste se esfuerza por excluir la infinitud de la acción del yo del dominio de la filosofía teorética para remitirla al de la práctica, en tanto que los románticos tratan justamente de hacerla constitutiva para la filosofía teorética y, con ello, para el conjunto de la filosofía —por lo demás, la filosofía práctica era lo que menos interesaba a Friedrich Schlegel. Fichte conoce dos modalidades infinitas de semejante acción [Aktion] del yo —es decir: aparte de la reflexión, la acción del poner. La acción [Tathandlung] fichteana puede ser concebida formalmente como una combinación de estos dos modos infinitos de acción del yo, en la que tratan de determinar y satisfacer recíprocamente su común naturaleza puramente formal, su vaciedad; la acción [Tathandlung], según la fórmula de Fichte, es una reflexión que pone, o bien un poner reflexivo, «...un ponerse como aquello que pone..., pero de ningún modo un mero poner».[18] Ambos términos significan cosas diferentes, y ambos son de gran importancia para la historia de la filosofía. En tanto que el concepto de reflexión se convierte en el principio fundamental de la filosofía del Romanticismo temprano, ..el concepto del poner —no sin relación con el otro— aparece plenamente desplegado en la dialéctica hegeliana. Quizás no se dice mucho cuando se afirma que el carácter dialéctico del poner, precisamente a causa de su combinación con el concepto de reflexión, no alcanza todavía en Fichte la plena y característica expresión que habría de adquirir en Hegel.
Según Fichte, el yo ve como su propia esencia una actividad infinita que yace en el poner. Esto se le presenta de la manera siguiente: «El yo se pone (A), y se contrapone en la imaginación un no-yo (B). La razón interviene... y determina a la misma a incluir B en el determinado A (el sujeto); pero ahora, de nuevo, el A puesto como determinado debe ser limitado por un infinito B, con respecto al cual la imaginación procede como antes; y así sucesivamente hasta la cumplida determinación de la (aquí teorética) Razón a través de sí misma, determinación en la cual ya no se tiene necesidad en la imaginación de ningún B limitador aparte de la Razón; es decir, hasta la representación del representante. En el campo práctico, la imaginación procede hasta el infinito, hasta la idea absolutamente indeterminable de la suprema unidad, que sería posible sólo en conformidad con una infinitud consumada, la cual es por sí misma imposible.»[19] Con ello, el poner no procede al infinito en la esfera teorética, cuya peculiaridad se constituye justamente por la contención del infinito poner; ésta tiene lugar en la representación. El yo se consuma y se llena teoréticamente por medio de las representaciones, y en último término por la más alta entre ellas, la del representante. Las representaciones lo son del no-yo. Como se desprende de las frases citadas, el no-yo tiene una doble función: retrotraer de nuevo a la unidad del yo en el conocimiento, introducir a la infinitud en el obrar. En lo que atañe a la relación entre la teoría del conocimiento de Fichte y la de los primeros románticos, será importante constatar que la formación del no-yo en el yo descansa en una función inconsciente del mismo. «El contenido singular de la conciencia... en la total necesidad con la que se hace valer, no puede ser explicado a partir de la dependencia de la conciencia respecto de alguna cosa en sí, sino sólo a partir del propio yo. Ahora bien, todo producir consciente está determinado por causas y presupone siempre, por ello, un contenido particular de la representación. El producir originario a través del cual el no-yo es por vez primera ganado para el yo, no puede ser consciente sino inconsciente.»[20] «La única vía de salida para explicar el contenido dado a la conciencia» la ve Fichte «en el hecho de que el contenido deriva de una especie más elevada de representación, de una representación libre y consciente».[21]
Según lo expuesto anteriormente, habría de quedar claro que la reflexión y el poner son dos actos diferentes. Y que la reflexión es fundamentalmente una forma autóctona de la posición infinita: la reflexión es la posición en la tesis absoluta, donde aparece referida no al aspecto material, sino al aspecto puramente formal del conocimiento. La reflexión surge cuando el yo se pone a sí mismo en la tesis absoluta. En las Lecciones Windischmann habla Schlegel una vez, en sentido plenamente fichteano, de una «duplicación interna»[22] en el yo.
En resumen, y para terminar, acerca de la posición cabe decir: se limita y se determina mediante la representación, mediante el no-yo, mediante la oposición. En razón de las oposiciones determinadas, la actividad del poner, que por sí procede al infinito,[23] es al fin reconducida nuevamente al yo absoluto y, allí mismo donde coincide con la reflexión, queda presa en la representación del representante. Esa limitación de la infinita actividad del poner es, por tanto, la condición de posibilidad de la reflexión. «La determinación del yo, su reflexión sobre sí mismo... es posible únicamente a condición de que se autolimite a través de un opuesto...»[24] La reflexión así condicionada es otra vez, al igual que la posición, un proceso infinito; y, frente a esta última, es evidente de nuevo el esfuerzo de Fichte por convertirla en órgano filosófico mediante la destrucción de su infinitud. Este problema se plantea en el fragmentario Ensayo de una nueva exposición de la doctrina de la Ciencia, de 1797. Aquí Fichte argumenta de la siguiente manera: «Dices que eres consciente de tu ser tú; por tanto, distingues por necesidad tu yo pensante respecto del yo pensado en el pensamiento de sí mismo. No obstante, para que puedas hacerlo, el yo pensante debe ser de nuevo —en ese pensamiento— el objeto de un pensamiento más elevado, a fin de poder ser objeto de la conciencia; y obtienes al mismo tiempo un nuevo sujeto que sería consciente a su vez de lo que un momento antes era el ser de la autoconciencia. En este punto yo argumentaría nuevamente como hice antes; y una vez hayas comenzado a proceder según esta regla, ya nunca podrás indicarme un punto en el que debamos terminar; consecuentemente, para cada conciencia necesitaremos una nueva conciencia cuyo objeto sería la conciencia precedente, y así hasta el infinito; y jamás, por tanto, lograremos acceder a una conciencia efectiva.»[25] Esta argumentación la aduce Fichte no menos de tres veces en esta obra, para llegar a la conclusión de que, sobre la base de la infinitud de la reflexión, la conciencia permanece, de este modo, «inconcebible para nosotros».[26] Así pues, Fichte busca, y encuentra, una actitud espiritual donde la autoconciencia se halle presente ya de manera inmediata y no requiera ser producida a través de una reflexión infinita por principio.-Esta actitud espiritual es el pensamiento «La conciencia de mi pensamiento no es algo casual para mi pensamiento, algo sólo añadido ulteriormente y así ligado a él, sino que le resulta inseparable.»[27] La conciencia inmediata del pensamiento es idéntica a la autoconciencia. Debido a su inmediatez, se la denomina intuición. En esta autoconciencia, en la cual coinciden intuición.y pensamiento, sujeto y objeto, la reflexión es conjurada, capturada y despojada de su infinitud, sin ser aniquilada por ello.
La infinitud de la reflexión queda superada en el yo absoluto; en el no-yo, la del poner. Aun cuando Fichte no tuviera completamente clara la relación entre estas dos actividades, es evidente, con todo, que llegó a percibir su diferencia y trató de remitirlas a su sistema, cada una en su manera particular. Este sistema no puede tolerar infinitud alguna en su parte teorética. Pero en la reflexión, como se ha mostrado, existen dos momentos: la inmediatez y la infinitud. El primero proporciona a la filosofía de Fichte la indicación para indagar, precisamente en aquella inmediatez, el origen y la explicación del mundo; el segundo, sin embargo, confunde esa inmediatez y ha de quedar eliminado de la reflexión a través de un proceso filosófico. El interés por la inmediatez de la forma superior del conocimiento lo comparten con Fichte los primeros románticos. Su culto del infinito, tal como lo imprimieron incluso en su teoría del conocimiento, les separó de Fichte y confirió a su pensamiento una orientación más peculiar.
II. El significado de la reflexión en los primeros románticos.


Es conveniente basar la exposición de la teoría romántica del conocimiento en la paradoja fichteana de la conciencia que se apoya en la reflexión.[28] En efecto, los románticos no se escandalizaron en absoluto ante la infinitud de la reflexión que Fichte había rechazado. Se plantea con ello el problema de cuál sería entonces el sentido en que concibieron, e incluso acentuaron, la infinitud de la reflexión. Es evidente que, para que esto último pudiera suceder, Ía reflexión, con su pensamiento del pensamiento del pensamiento et sic de coeteris, tenía que constituir para los románticos algo más que un proceso vacío y sin fin; pero lo cierto es que, por extraño que a primera vista parezca, en orden a la comprensión de su pensamiento, todo se reduce a seguirles de cerca en este asunto y admitir hipotéticamente su afirmación, para averiguar de este modo en qué sentido apuntaban al enunciarla. Por lo demás, este sentido no se ha de revelar abstruso, sino más bien rico en consecuencias y fructífero en el ámbito de la teoría del arte. Para Schlegel y Novalis, la infinitud de la reflexión no es en primer término una infinitud del proceso, sino una infinitud de la relación. Y es decisivo, junto a y antes incluso que el carácter temporalmente inacabable del proceso, que todo esto no debería ser entendido como un proceso vacío. Hölderlin —que sin contacto con los primeros románticos dijo en alguno de los contextos teóricos, con los que todavía nos volveremos a encontrar, la última e incomparablemente más profunda palabra—, en un pasaje, además, en el que trata de expresar el nexo más íntimo y justo, escribe: «Se relacionan exactamente) de modo infinito.»[29] En esto mismo pensaban Schlegel y Novalis cuando entendían la infinitud de la reflexión como una cumplida infinitud de la relación; todo en ella debía conectarse en una infinita multiplicidad de modos: sistemáticamente, como diríamos hoy; «exactamente», como dice Hölderlin con mayor sencillez. De manera mediata, esta relación puede concebirse a partir de una infinita multiplicidad de niveles de la reflexión, mientras que las restantes reflexiones en conjunto seguirán gradualmente su curso en todas direcciones. Sin embargo, en la mediación a través de las reflexiones no existe oposición de principio a la inmediatez del aprehender en el pensamiento, ya que toda reflexión es inmediata en sí.[30] Se trata, por tanto, de una mediación a través de la inmediatez reiterada; Friedrich Schiegel no supo de ninguna otra, y en este sentido hablaba ocasionalmente del «paso» que «debe ser siempre un salto».[31] Esta inmediatez de principio, aun cuando no absoluta sino mediada, se sustenta en la naturaleza viviente de la relación. Por cierto que es también virtualmente pensable una inmediatez absoluta en la aprehensión del nexo de la reflexión; con ella, este nexo se aprehendería a sí mismo en la reflexión absoluta. Lo que con estos argumentos se nos ofrece no es más que un esquema de la teoría romántica del conocimiento, y el mayor interés lo constituyen las cuestiones de, en primer lugar, cómo los románticos construyen ese esquema en lo particular y, en segundo, cómo lo llenan después.
En lo relativo a la construcción, por de pronto ésta presenta ya en su punto de partida una cierta afinidad con la teoría fichteana de la reflexión según el Concepto de la Doctrina de la Ciencia. Es el mero pensar, con su correlato de un algo pensado, lo que constituye la materia de la reflexión. Frente a lo pensado, aquélla es ciertamente forma, es un pensar de algo, y por ello debe estarnos permitido, por razones terminológicas, denominarla primer nivel de la reflexión; en Schlegel se la denomina «el sentido».[32] Pero la reflexión propiamente dicha, en su significación plena, no surge sino en el segundo nivel, en el pensamiento de aquel primer pensamiento. La relación entre ambas formas de la conciencia, entre el primer y el segundo pensamiento, ha de ser imaginada en exacta conformidad con los argumentos que Fichte nos da en el escrito mencionado. En el segundo pensamiento, o bien, para decirlo con Friedrich Schlegel, en la «Razón»,[33] el primer pensamiento retorna, en efecto, transfigurado en un plano superior: se ha convertido en «forma de la forma como su contenido»;[34] el segundo nivel ha surgido del primero, y lo ha hecho por tanto inmediatamente, a través de una reflexión. En otras palabras, el pensar del segundo nivel tiene su origen en el primero, por sí mismo y por acción espontánea,[35] como su autoconciencia. «El sentido que se ve a sí mismo deviene espíritu»,[36] se dice ya en el Athenäum, en concordancia con la posterior terminología de las lecciones. No hay duda de que, desde el punto de vista del segundo nivel, el mero pensamiento es materia y el pensamiento del pensamiento es su forma. Así pues —y esto es fundamental para la concepción del Romanticismo temprano—, la forma gnoseológica normativa del pensamiento no es la lógica, que más bien pertenece al primer grado del pensamiento, al pensamiento en tanto que material, sino que esta forma es el pensamiento del pensamiento. A causa de la inmediatez de su origen en el pensamiento del primer grado, el pensamiento del pensamiento es identificado con el conocer del pensamiento. Para los primeros románticos, éste constituye la forma fundamental de todo conocimiento intuitivo, y asi alcanza la dignidad del método; en tanto que conocer del pensamiento incluye en sí a todo otro conocimiento de rango inferior y de tal modo configura el sistema.
Aun con todas sus semejanzas, en esta deducción romántica de la reflexión no puede pasarse por alto una característica diferencia respecto de la fichteana. Acerca de su principio absoluto de todo saber, dice Fichte: «Antes que él ofreció Descartes un principio semejante: cogito ergo sum..., que... muy bien pudo haber considerado como un hecho inmediato de la conciencia. Así, esta proposición rezaría igualmente: cogitans sum, ergo sum... Pero el añadido cogitans es entonces por completo superfluo; no se piensa necesariamente cuando se existe/pero se existe necesariamente si se piensa. El pensamiento no es en absoluto la esencia, sino únicamente una particular determinación del ser...»[37] Aquí no interesa el hecho de que el punto de vista romántico no sea el de Descartes, ni puede tampoco plantearse la cuestión de si, con esta observación de sus Fundamentos de la entera doctrina de la ciencia, no desbarata Fichte su propio procedimiento, sino que se trata sólo de llamar la atención sobre el hecho de que la oposición en que Fichte se sabe frente a Descartes actúa también entre él y los románticos. Mientras que Fichte cree poder trasladar la reflexión a la posición originaria, al ser originario, los románticos suprimirían aquella determinación ontológica particular que se da en la posición. En la reflexión, el pensamiento romántico supera tanto el ser como la posición. Los románticos parten del mero pensarse-a-sí-mismo como fenómeno; éste resulta apropiado para todo, pues todo es sí mismo. Para Fichte, sólo al yo le corresponde un sí mismo,[38] es decir, que una reflexión existe única y exclusivamente en correlación con una posición. Para Fichte, la conciencia es «yo», para los románticos es «sí mismo»; dicho de otro modo: en Fichte, la reflexión se refiere al yo, en los románticos remite al mero pensar; y, como pronto se mostrará con mayor claridad, es justamente en virtud de esta última relación como se constituye el propio concepto romántico de reflexión. La reflexión fichteana reside en la tesis absoluta; es una reflexión en el interior de ésta y nada puede significar fuera de la misma, pues conduciría al vacío. En el interior de esa posición, aquélla funda la conciencia inmediata, esto es, la intuición, y también, en cuanto que reflexión, la intuición intelectual de la misma. La filosofía de Fichte parte, ciertamente, de una acción [Tathandlung], no de un hecho
[Tatsache], pero la palabra «Tat» [hecho/acto] remite pese a todo, en un significado secundario, al «hecho» [Tatsache], al «fait accompli». Esta acción [Tathandlung], en el sentido del acto [Handiung] que se origina en el hecho [Tat], esta acción y sólo ella, es fundada mediante el concurso de la reflexión. Fitche afirma: «Dado que el sujeto de la proposición[39] es el sujeto absoluto, el sujeto por antonomasia, en este único caso, con la forma de la proposición es puesto a la vez su contenido intrínseco.»[40] Él no conoce, por consiguiente, más que un solo caso de utilización fructífera de la reflexión: el de la intuición intelectual. Lo que surge de la función de la reflexión en la intuición intelectual es el yo absoluto, una acción, y el pensamiento de la intuición intelectual es, en consecuencia, un pensamiento relativamente objetivo. En otras palabras, no es la reflexión el método de la filosofía fichteana; éste debe ser contemplado más bien en la dialéctica del poner. La intuición intelectual es pensamiento que engendra su objeto; la reflexión en el sentido de los románticos, por el contrario, es pensamiento que engendra su forma. Pues aquello que para Fichte sólo acontece en un «único» caso, es decir, el cumplimiento de una función necesaria de la reflexión, que en este caso único asume una significación constitutiva para una instancia relativamente objetiva, cual es la acción, aquella conversión del espíritu en «forma de la forma como su contenido» tiene lugar, según la intuición romántica, de manera ininterrumpida, y constituye ante todo no el objeto sino la forma, el carácter infinito y puramente metodológico del verdadero pensamiento.
De acuerdo con ello, el pensamiento del pensamiento deviene pensamiento del pensamiento del pensamiento (y así sucesivamente), y alcanza de este modo el tercer nivel de la reflexión. Sólo en el análisis de este último se manifiesta plenamente la envergadura de la diferencia existente entre el pensamiento de Fichte y el de los primeros románticos; se hace comprensible de qué argumentos filosóficos procede la hostil actitud de las Lecciones Windischmann frente a Fichte, y cómo en su recensión acerca de este último en 1808, aunque no sin cautela, pudo Schlegel calificar los contactos tempranos de su círculo con Fichte como un malentendido, causado por la actitud polémica que análogamente se les imponía contra un mismo enemigo.[41] Comparado con el segundo, el tercer nivel de la reflexión implica algo cualitativamente nuevo. El segundo, el pensamiento del pensamiento, es la forma originaria, la forma canónica de la reflexión; también Fichte lo ha reconocido como tal en la «forma de la forma como su contenido». Pero a partir del tercero y en cada uno de los sucesivos y más elevados niveles de la reflexión, esta forma originaria queda sometida a un proceso de descomposición que se manifiesta en una peculiar ambivalencia. La apariencia sofística del análisis siguiente no puede representar obstáculo alguno para nuestra investigación; pues una vez se ha entrado en la discusión del problema de la reflexión, según exige el contexto, no pueden obviamente ser evitadas ciertas distinciones sutiles; entre ellas, la que sigue adquiere una importancia esencial: el pensamiento del pensamiento del pensamiento puede ser doblemente concebido y llevado a cabo. Si se parte de la expresión «pensamiento del pensamiento», éste puede ser, en el tercer, nivel, o el objeto pensado, pensamiento (del pensamiento del pensamiento), o bien el sujeto pensante (pensamiento del pensamiento) del pensamiento. La estricta forma originaria de la reflexión del segundo nivel resulta agredida y conmocionada por la ambigüedad del tercero. Pero ésta se desplegaría en cada nivel sucesivo en una equivocidad crecientemente plural. En ese estado de cosas estriba la peculiaridad de la infinitud de la reflexión exigida por los románticos: la disolución de la forma propia de la reflexión frente al absoluto. La reflexión se expande sin límites, y el pensamiento formado en la reflexión se convierte en pensamiento desprovisto de forma que se orienta hacia el absoluto. Esta disolución de la forma estricta de la reflexión, que es idéntica a la reducción de su inmediatez, sólo es tal, por supuesto, para el pensamiento limitado. Ya en su momento se indicó que el absoluto se concibe a sí mismo reflexivamente, en la inmediatez de la reflexión consumada, en tanto que las reflexiones inferiores no pueden aproximarse a la más elevada sino en la mediación a través de la inmediatez; apenas ésta ha sido mediada, debe además renunciar a su vez a la plena inmediatez tan pronto como las reflexiones inferiores alcanzan la reflexión absoluta. El teorema de Schlegel pierde su abstrusa apariencia en cuanto se conoce la premisa en que fundamenta su argumentación. Esta primera suposición, axiomática, afirma que la reflexión no discurriría en una vacía infinitud, sino que constituiría un proceso sustancial y completo en sí mismo. Sólo por referencia a esta intuición puede diferenciarse la reflexión simplemente absoluta respecto de su polo opuesto, la simple reflexión originaria. Vistos desde sí mismos y no desde el absoluto, ambos polos de la reflexión son perfectamente simples, en tanto que los demás lo son sólo relativamente. A los efectos de esa distinción habría que admitir que la reflexión absoluta abarcaría el máximo de realidad, y la reflexión originaria el mínimo, en el sentido de que, si bien es cierto que en ambos casos queda cabalmente encerrado el contenido de la realidad entera, la totalidad del pensamiento, sólo en el primero se encuentra desplegado con suprema claridad, mientras que en el otro se presenta indiferenciado y sin desarrollar. Esa diferenciación de grados de claridad, al contrario que la teoría de la reflexión consumada, es sólo una construcción auxiliar con vistas a la ordenación lógica de un argumento teórico que los románticos no examinaron en profundidad, con perfecta nitidez. Mientras que Fichte interrumpía en las posiciones el conjunto de lo real —sólo, por supuesto, merced a un telos que depositaba en ellas—, Schlegel, por su parte, de un modo inmediato y sin considerar necesaria demostración alguna al respecto, ve la totalidad de lo real, en la plenitud de su contenido, desplegarse en las reflexiones con evidencia creciente hasta la suprema claridad en el absoluto. Lo que todavía deberá mostrarse es la manera en que se determina la sustancia de esta realidad.
La oposición de Schlegel respecto a Fichte le indujo a entablar en las Lecciones Windischmann una reiterada y enérgica polémica contra su concepto de intuición intelectual. Para Fichte, la posibilidad de la intuición del yo descansaba en la posibilidad de captar y fijar la reflexión en la tesis absoluta. Precisamente por esto la in- tuición fue rechazada por Schlegel. En referencia al yo, él habla de la gran «dificultad... incluso imposibilidad de asirlo con certeza en la intuición»,[42] y confirma «el error de toda concepción en donde la fija intuición de sí mismo sea erigida en fuente de conocimiento».[43] «Acaso yace justamente en el camino elegido,[44] que parte de la intuición de sí mismo..., el hecho de que al final no haya sido capaz de vencer completamente al realismo.»[45] [46] «No podemos intuirnos a nosotros mismos; con ello, el yo desaparece siempre. Pero, desde luego, sí podemos pensarnos. Nos aparecemos entonces, para nuestra sorpresa, como infinitos, cuando en la vida cotidiana nos sentimos, sin embargo, tan absolutamente finitos.»[47] La reflexión no es un intuir, sino un pensar absolutamente sistemático, un concebir. Con todo, para Schlegel parece que la inmediatez del conocimiento ha de ser preservada; para hacerlo, no obstante, era precisa una ruptura con la doctrina kantiana según la cual las intuiciones aseguran única y exclusivamente un conocimiento inmediato. Incluso Fichte se había atenido por completo a ella;[48] sin duda, de aquí se deriva la consecuencia paradójica de que en la «conciencia común» se presentan «sólo conceptos..., en modo alguno intuiciones como tales»; «inopinadamente, sólo en virtud de la intuición... es llevado a término el concepto».[49] Por el contrario, dice Schiegel: «Tomar el pensamiento... como puramente mediato y sólo la intuición como inmediata es un proceder completamente arbitrario, propio de aquellos filósofos que establecen una intuición intelectual. Lo auténticamente inmediato es, por cierto, el sentimiento, pero existe asimismo un pensamiento inmediato.»[50]
A través de este pensar inmediato de la reflexión penetran los románticos en el absoluto. En él buscan y encuentran algo totalmente distinto de aquello que Fichte perseguía. La reflexión es para ellos, al contrario que para Fichte, una reflexión plena, pero aun así, cuando menos en la época de la que se habrá de tratar más adelante, no constituye un método que se colme con un contenido ordinario, ni con el contenido de la ciencia. Lo que parece derivado de la Doctrina de la Ciencia es, y seguirá siendo, la imagen del mundo propia de las ciencias positivas. Gracias a su método, los primeros románticos disuelven completamente esta imagen del mundo en el absoluto, en el que buscan otro contenido que el de la ciencia. De tal modo, una vez que se ha respondido al interrogante sobre la construcción del esquema, se plantea la cuestión de su cumplimiento; tras el problema de la exposición del método, el del sistema. El sistema de las lecciones, única fuente para el conjunto de las concepciones filosóficas de Schlegel, difiere respecto del período del Athenäum, que es, a fin de cuentas, el que aquí se trata. Sin embargo, como se expuso en la introducción, el análisis de las Lecciones Windischmann continúa siendo una condición necesaria en orden a la comprensión de la filosofía del arte de Schegel hacia 1800. Este análisis ha de mostrar qué momentos gnoseológicos del período en tomo a 1800 puso Schlegel, entre cuatro y seis años más tarde, como fundamentos de aquellas lecciones, única y exclusivamente para afianzarlos de este modo en la tradición, y qué nuevos elementos que no habían podido ser tomados en consideración en su pensamiento temprano hicieron entonces su entrada. El punto de vista de estas lecciones es, sobre todo, el de un compromiso entre el pensamiento rico en ideas del joven Schlegel y la filosofía de la Restauración, que aquí se anuncia, del posterior secretario de Metternich. La esfera conceptual anterior ha quedado ya poco menos que disuelta en el ámbito del pensamiento práctico y estético, en tanto que sigue viva en el teorético. La separación de lo nuevo respecto de lo viejo no es difícil de llevar a cabo. La siguiente consideración del sistema de las lecciones se propone tanto justificar lo que ya se ha explicado acerca del significado metodológico del concepto de reflexión, como también exponer algunos pormenores de este sistema, importantes para su período juvenil, así como, por último, describir lo característico de sus tempranas intenciones frente a las de los años intermedios.
La segunda tarea es prioritaria: ¿cómo se figura Schlegel la plena infinitud del absoluto? En las lecciones se dice: «No pretenda aparecer en modo alguno evidente que... debamos ser infinitos, pero a la vez hemos de conceder que el yo, en cuanto que recipiente de todas las cosas, no podría ser sino infinito... Si no podemos negar, al reflexionar, que todo está en nosotros, no podemos explicamos el sentimiento de la limitación... de otro modo que admitiendo que somos únicamente un fragmento de nosotros mismos. Esto llevaría directamente a la creencia en un tú no contrapuesto, semejante al yo (como en la vida)..., como un genérico anti-yo, y con ello se aquilata pues, necesariamente, la creencia en un yo originario.»[51] Este yo originario es el absoluto, la substancia de la reflexión infinitamente plena. El ser pleno de la reflexión, como ya se ha indicado, constituye una diferencia decisiva del concepto schlegeliano de la reflexión respecto del fichteano; está bien claro que estas frases se pronuncian contra Fichte: «si el pensamiento del yo no es uno con el concepto del mundo, puede decirse que este puro pensar de lo pensado del yo conduce sólo a un eterno autorreflejarse, a una infinita serie de imágenes reflejas, que siempre contienen lo mismo y jamás nada nuevo».[52] A la misma esfera de ideas del Romanticismo temprano pertenece la certera definición del pensamiento debida a Schleiermacher: «Intuición de sí mismo e intuición del universo son conceptos correlativos; por ello, toda reflexión es infinita.»[53] También Novalis participa vivamente de esta idea, y por cierto que justo del lado en que se opone a la fichteana. «Tú has sido llamado a proteger de la magia de Fichte a los florecientes pensadores del sí mismo [Selbstdenker]»,[54] escribe a Friedrich Schiegel ya en 1797. Lo que por su parte, entre otras muchas cosas, tenía que objetar a Fichte, queda indicado en las siguientes palabras: «¿Sería Fichte inconsecuente en la aserción de que el yo no puede limitarse a sí mismo? La posibilidad de autolimitación es la posibilidad de toda síntesis, de todo milagro. Y un milagro es lo que hay en el origen del mundo.»[55] Pero en Fichte, como es notorio, el yo se limita a sí mismo a través del no-yo —sólo que de manera inconsciente. Esta observación de Novalis, así como la exigencia de un auténtico «fichteísmo sin escándalo, sin eso que llama no-yo»,[56] sólo puede significar, por consiguiente, que la limitación del yo no podría ser inconsciente, sino única-mente consciente y, con ello, relativa. Aquí apunta de hecho la tendencia de la objeción temprano-romántica, tal como puede todavía reconocerse en las Lecciones Windischmann, donde se afirma: «El yo originario, aquello que todo lo abarca en el yo originario, es todo; fuera de él no hay nada; no podemos admitir nada salvo la yoidad. La limitación no es un mero reñejo apagado del yo, sino un yo real; ningún no-yo, sino un anti-yo, un tú.56 bis. Todo es sólo una parte de la infinita yoidad.»[57] O bien, en una referencia más explícita a la reflexión: «La facultad de la actividad que retorna a sí misma, la capacidad de ser yo del yo, es el pensamiento. Este pensamiento no tiene otro objeto que nosotros mismos.»[58] Los románticos sentían aversión por la limitación a través del inconsciente; no debe caber otra limitación que la relativa, y ésta debe darse en la propia reflexión consciente. También para esta cuestión ofrece Schlegel en sus lecciones citadas una solución debilitada y de compromiso en relación a su punto de vista precedente: la limitación de la reflexión no se da en ella misma, no es por tanto propiamente relativa, sino que se efectúa, por medio de la voluntad consciente. La «capacidad de suspender la reflexión y de orientar a placer la intuición hacia cualquier objeto determinado»[59] es lo que Schlegel denomina voluntad.
Con lo que precede queda suficientemente determinado, en contraposición a Fichte, el concepto de absoluto en Schlegel. En sí mismo, este absoluto se definiría con la máxima exactitud como el medium de la reflexión.[60] Con este término se ha de designar en síntesis la totalidad de la filosofía teorética de Schlegel, y será frecuentemente bajo esta expresión como habrá de entenderse en lo que sigue. Es necesario, por tanto, elucidarla y fijarla todavía con mayor precisión. La reflexión constituye el absoluto, y lo constituye como un medium. Aun cuando el propio Schlegel no haga uso de la expresión medium, no deja de conceder el mayor valor en sus exposiciones a la conexión constante y regular en el absoluto o en el sistema, y ambos han de ser interpretados como la conexión de lo real, no en su sustancia (que en todas partes es la misma), sino en los grados de su despliegue manifiesto. Así, dice: «La voluntad... es la facultad del yo de engrandecerse o de reducirse a sí mismo[61] hasta un máximo o un mínimo absolutos; puesto que es libre, no tiene límites.»[62] Y ofrece una imagen clara para esta relación: «El retornar a sí, el yo del yo, es el elevar a la potencia en matemáticas; el salir de sí[63] es la extracción de la raíz.»[64] Novalis describió de un modo análogo este movimiento en el medium de la reflexión. Se le aparece en tan estrecha relación con la esencia del Romanticismo, que le reserva la expresión «romantizar». «Romantizar no es sino un cualitativo elevar a la potencia. La mismidad inferior es identificada en esta operación con una mismidad de superior naturaleza. Así como nosotros somos propiamente una tal serie cualitativa de potencias..., la filosofía romántica... [es] alternancia de elevación y rebajamiento.»[65] Para expresarse con absoluta claridad sobre la naturaleza mediadora del absoluto en que está pensando, Schlegel propone compararlo con la luz: «El pensamiento del yo... ha de ser contemplado como la luz interior de todos los pensamientos. Éstos son sólo espectros luminosos refractados por esa luz interior. Es el yo la luz escondida en cada pensamiento, y en cada uno se encuentra; se piensa siempre únicamente en sí o en el yo, pero no, como es obvio, en el sí común, derivado, ...sino en su más alta significación.»[66] Esta misma idea de la mediación del absoluto ha sido anunciada abierta y entusiásticamente por Novalis en sus escritos. Para designar la unidad de reflexión y mediación acuñó una espléndida expresión: «autopenetración» [Selbstdurchdringung], y nunca cejaría de pronosticar y estimular ese estado del espíritu. «La posibilidad de toda filosofía..., [i. e.] que la inteligencia, por medio de un contacto consigo misma, se dote de un movimiento autorregulado, esto es, de una forma propia de actividad»,[67] es decir, la reflexión, es a un tiempo «el comienzo de una verdadera autopenetración del espíritu, que nunca termina».[68] Al mundo venidero le llama el «caos que se penetra a sí mismo».[69] «El primer genio que penetró en sí mismo encontró en ello el germen prototípico de un mundo inconmensurable. Hizo un descubrimiento que no pudo sino ser el más extraordinario de la historia universal, puesto que así dio comienzo una nueva época de la humanidad —y sólo a partir de este punto se hace posible una verdadera historia de la clase que fuere, pues el camino que hasta entonces se había recorrido integra, desde este momento, un todo auténtico, enteramente explicable.»[70]
Las intuiciones teoréticas fundamentales anteriormente expuestas difieren en un punto decisivo, en el sistema de las Lecciones Windischmann, de las de Schiegel en el período del Athenaum. En otras palabras: mientras que en el conjunto del sistema y del método de este tardío pensamiento schiegeliano se depositan y se conservan por vez primera motivos gnoseológicos de su pensamiento temprano, éstos se desvían, en una cierta relación, respecto de la esfera conceptual precedente. La posibilidad de esta desviación, en medio de la mayor concordancia, yace en una determinada peculiaridad del propio sistema de la reflexión. En Fichte se encuentra caracterizada de la siguiente manera: «El yo regresa a sí mismo, se afirma. ¿No existe para sí, pues, ya antes de este retornar e independientemente de él? ¿No debe existir ya para si en orden a poder hacer de sí mismo el fin de una acción...? ...De ningún modo. Sólo a través de este acto..., por medio de un obrar referido al propio obrar, al cual determinado obrar no precede ningún obrar en absoluto, deviene originariamente el yo para sí mismo. Únicamente para el filósofo existe de antemano como un hecho, pues éste ha llevado a término ya la totalidad de la experiencia.»[71][72] En su exposición de la filosofía de Fichte, Windelband formula estas ideas con particular claridad: «En tanto que generalmente se contempla la actividad como algo que presupone un ser, todo ser es para Fichte sólo un producto del hacer originario. La función sin un ser funcional es su primer principio metafísico... El espíritu pensante no “es” primeramente para después, merced a un motivo cualquiera, llegar a la autoconciencia, sino que jamás tiene lugar con anterioridad al inderivable e inexplicable acto de la autoconciencia.»[73] Cuando Friedrich Schiegel, en su Diálogo sobre la poesía de 1800, afirma lo mismo[74] al sostener que el idealismo habría «surgido como de la nada»,[75] este argumento puede ser resumido aquí en la proposición de que la reflexión es lógicamente lo primero. Puesto que, por ser la forma del pensamiento, éste no es lógicamente posible sin ella, aun cuando sea en el propio pensamiento donde ésta se refleja. Sólo con la reflexión surge el pensamiento en el que es reflejada. Se puede entonces decir que cualquier simple reflexión surgiría absolutamente a partir de un punto de indiferencia. Qué cualidad metafísica se pudiese atribuir a este punto de indiferencia de la reflexión es una cuestión abierta. En este lugar divergen respectivamente las dos inciertas esferas del pensamiento de Schlegel. En conexión con Fichte las Lecciones Windischmann determinan ese punto central, el absoluto, en calidad de un yo. En los escritos schlegelianos del período del Athenäum, este concepto
desempeña un reducido papel, no sólo más exiguo que en Fichte, sino más todavía que en Novalis. En el sentido del primer Romanticismo, el centro de la reflexión es el arte, no el yo. Las determinaciones fundamentales del sistema que Schlegel propone en las lecciones como sistema del yo absoluto, en los razonamientos precedentes tienen por objeto al arte. En este absoluto diferentemente concebido es otra reflexión la que actúa. La intuición romántica del arte descansa en el hecho de que por pensamiento del pensamiento no se entiende ninguna conciencia del yo. La reflexión libre de yo es una reflexión en el absoluto del arte. Al examen de este absoluto según los principios aquí expuestos está dedicada la segunda parte de nuestra investigación. Ésta tratará de la crítica como reflexión en el medium del arte. El esquema de la reflexión no ha sido analizado más arriba como referencia al concepto del yo, sino al de pensamiento, por cuanto que aquél no desempeña papel alguno en la época de Schlegel que aquí nos interesa. El pensamiento del pensamiento, por el contrario, en tanto que esquema originario de toda reflexión, se halla también en los cimientos de la concepción de Schlegel acerca de la crítica. Ya Fichte la había determinado de manera decisiva como forma. Él mismo interpretaba esta forma como un yo, como la célula originaria del concepto intelectual del mundo; el romántico Friedrich Schlegel la interpretó hacia 1800 como forma estética, como célula originaria de la idea del arte.
III. Sistema y concepto.


Frente a la propuesta de tender bajo el pensamiento de los primeros románticos, en relación al concepto de medium de la reflexión, un retículo metodológico en el que se pudiesen inscribir tanto sus soluciones a los problemas como sus posiciones sistemáticas en general, dos serán las cuestiones que se alzarán ante nosotros. La primera de ellas —una y otra vez planteada en la literatura crítica en tono escéptico, cuando no retóricamente negativo— se pregunta si los románticos habrían pensado en general sistemáticamente, o perseguido en su pensamiento intereses sistemáticos. La segunda, por qué tales principios sistemáticos, concedida su existencia, quedaron formulados en un discurso tan llamativamente oscuro, tan mistificador incluso. En lo que concierne a la primera cuestión es preciso, ante todo, determinar con exactitud qué es lo que se debería probar aquí. A este respecto, quizás cupiera facilitar las cosas y hablar con Schlegel del «espíritu del sistema, que es algo totalmente distinto de un sistema»;[76] estas palabras conducen a lo decisivo. En efecto, aquí no se trata de demostrar nada que pudiera verse refutado por una evidencia de orden intelectual, como el hecho de que Schlegel y Novalis tuviesen hacia 1800 un sistema, ya fuera en común o cada uno el suyo propio. Sin embargo, más allá de toda duda, sí es posible demostrar que su pensamiento estuvo determinado por tendencias y conexiones sistemáticas que, de todos modos, sólo parcialmente alcanzaron en ellos mismos claridad y madurez; o bien, por expresarlo en forma más exacta e incuestionable: que su pensamiento puede ser referido a razonamientos sistemáticos, que puede ser efectivamente inscrito en un sistema de coordenadas escogido oportunamente, tanto si los propios románticos formularon en su integridad este sistema como si no lo hicieron. A los efectos de la presente tarea, no pragmáticamente históricofilosófica sino de historia de los problemas, puede bastar sin más con la demostración de esta afirmación limitada. Pero probar esa remisibilidad al sistema no significa otra cosa que demostrar efectivamente la legitimidad y la posibilidad de un comentario sistemático de los argumentos temprano-románticos. Frente a las extraordinarias dificultades en las que se ve envuelta la comprensión histórica del Romanticismo, esa legitimidad ha sido propugnada en un escrito recientemente publicado (Elkuß, Zur Beurteilung der Romantik und zur Kritik ihrer Erforschung), justamente por un historiador de la literatura y, por tanto, desde el punto de vista de una ciencia que debe proceder en esta misma cuestión mucho más escrupulosamente que nuestra investigación de historia de los problemas. Elkuß defiende el análisis de los escritos románticos en base a
una interpretación sistemáticamente orientada, con las siguientes palabras: «A ese[77] estado de cosas se puede uno aproximar partiendo de la teología, de la historia de la religión, del derecho vigente, del pensamiento histórico actual: la situación para el conocimiento... de una formación de ideas será siempre más favorable que cuando se la aborda sin presupuestos en el más funesto sentido de la expresión, sin posibilidad de someter a examen el núcleo material de las cuestiones planteadas en las teorías temprano-románticas; en una palabra, tratándolas como "literatura", donde la fórmula puede a menudo convertir- se, hasta cierto punto, en un fin en sí misma.»[78] «Un análisis así orientado[79] conduce a menudo, como es natural, más allá de aquel sentido “literario” del que cierto escritor ha dicho que se proponía o incluso que estaba en condiciones de formular. Este análisis no aprehende los actos intencionales sino cuando ya conoce lo que de ellos debiera resultar.»[80] «Para la historia de la literatura... se justifica... a partir de aquí una consideración que se retrotrae hasta las premisas, aun cuando éstas, las más de las veces, no entren en la reflexión del autor.»[81] Tal es la consideración que directamente se exige de la historia de los problemas. Para ésta, de un modo todavía más incondicional que para la historia de la literatura, sería un baldón que se pudiese decir de ella, como ha hecho Elkuß a propósito de cierto análisis histórico-literario, que en la confrontación de un autor, «en la caracterización de su mundo espiritual», permanecería «prisionero de las mismas antítesis que habían constituido para el autor el contenido de su conciencia», que juzga «los poderes espirituales únicamente en la estilización a que los somete» y que desemboca «en esa estilización como un... resultado que ya no requiere a su vez del análisis».[82] En cualquier caso, apenas es necesario remontarse mucho más allá de lo explícitamente manifestado por Friedrich Schlegel para percibir la resuelta tendencia sistemática de su pensamiento, cuando menos en torno al cambio del siglo; la concepción que ordinariamente se tiene de su actitud para con el pensamiento sistemático ha de entenderse más bien como derivada de la escasa atención que se le ha prestado, y no al revés. El hecho de que un autor se exprese en aforismos no podrá nadie utilizarlo, a fin de cuentas, como una prueba contra su intención sistemática. Nietzsche, por ejemplo, escribió en forma aforística, se definió además como enemigo del sistema y, no obstante, concibió plenamente su filosofía de una manera global y unitaria según unas ideas rectoras, y finalmente comenzó a escribir su sistema. Schlegel, por el contrario, no se sintió jamás enemigo de los sistemáticos. Aun con todo su aparente cinismo, es significativo que en su madurez, incluso según sus propias palabras, no haya sido un escéptico en ningún momento. «En tanto que estado provisional, el escepticismo es la insurrección lógica; en tanto que sistema, es la anarquía. El método escéptico sería, por tanto, más o menos como un gobierno insurgente»,[83] se afirma en los fragmentos del Athenäum. Allí mismo califica la lógica como una «ciencia que parte de la exigencia de la verdad positiva y de la suposición de la posibilidad de un sistema».[84] Los fragmentos publicados por Windischmann[85] ofrecen abundante testimonio de que a partir de 1796 estuvo reflexionando rigurosamente sobre la esencia del sistema y sobre la posibilidad de su fundamentación; se trataba del desarrollo del pensamiento que desembocaría en el sistema de las lecciones. Filosofía cíclica [86] es el título bajo el que por entonces imaginaba Schlegel el sistema. Entre las pocas definiciones que ofrece de ella, la más importante es la que da razón de su nombre: «En la base de la filosofía no puede darse sólo una prueba recíproca, sino también un concepto recíproco. Con cada concepto, así como con cada prueba, se puede indagar de nuevo acerca de un concepto y acerca de su prueba. Ésta es la razón por la cual la filosofía debe comenzar por el medio, como la poesía épica, y es imposible exponerla y dar cuenta de ella fragmento a fragmento, de manera que ya el primero quedase en sí mismo totalmente fundamentado y explicado. Se trata de un todo, y la vía para reconocerlo no es, por consiguiente, una línea recta, sino un círculo. La totalidad de la ciencia fundamental ha de ser deducida a partir de dos ideas, proposiciones o conceptos... sin ninguna otra materia.»[87] Estos conceptos recíprocos serán más tarde, en las lecciones citadas, los dos polos de la reflexión, que en último término volverán a confluir circularmente como simple reflexión originaria y como simple reflexión absoluta. Que la filosofía comienza por el medio significa que no identifica ninguno de sus objetos con la reflexión originaria, sino que los ve como un punto de intersección en el medium. En Schlegel se plantea además en esa época, como un argumento ulterior, la cuestión del realismo gnoscológico y el idealismo, que se resuelve por sí misma en las lecciones Por consiguiente, sólo a partir de su ignorancia de las Lecciones Windischmann se explica que a propósito de los fragmentos de 1796 pudiese Kirchcr decir: «Friedrich Schlegel no llevó a término el sistema de la filosofía cíclica; lo que de ello se ha conservado son meros preparativos y presuposiciones; son los fundamentos subjetivos del sistema, los impulsos y las necesidades de su espíritu filosófico configurados en conceptos.»[88]
Muchas son las razones que se pueden aducir, sin embargo, para entender por qué Schlegel no podía alcanzar una claridad plena acerca de su intención sistemática en la época del Athenäum. Las ideas sistemáticas no poseían entonces preeminencia en su espíritu; y esto se corresponde, por un lado, con el hecho de que adolecía de la fuerza lógica suficiente para elaborarlas a partir de su propio pensamiento, a la sazón todavía rico y apasionado; por otro lado, con el hecho de que no mostraba comprensión alguna para con el sistema de valores de la ética... El interés estético prevalecía sobre todo lo demás. «Friedrich Schlegel fue un filósofo-artista o un artista que filosofaba; como tal, por una parte, seguía las tradiciones del gremio filosófico y trataba de conectar con la filosofía de su tiempo; por otra parte, era demasiado artista para mantenerse en lo puramente sistemático.»[89] Por volver a la comparación precedente, en Schlegel casi nunca se hace manifiesto el retículo de sus pensamientos bajo el diseño que lo recubre. Si el arte, en tanto que médium absoluto de la reflexión, constituye la concepción sistemática fundamental en la época del Athenäum, ésta se encuentra constantemente sustituida por otras denominaciones que suscitan la apariencia de desconcertante multiformidad de su pensamiento. El absoluto aparece tan pronto como formación, tan pronto como armonía, como genio o ironía, como religión, organización o historia. Y apenas puede negarse que en otros contextos podría resultar concebible asignar a ese absoluto una de las otras determinaciones —no el arte, por tanto, sino acaso la historia—, en la medida en que al menos siguiese conservando su carácter en tanto que medium de la reflexión. No obstante, es incuestionable que en la mayor parte de estas denominaciones se echa a faltar precisamente aquella fecundidad filosófica que debiera ponerse de manifiesto, en el análisis del concepto de crítica, en orden a la determinación del medium de la reflexión como arte. En la época del Athenäum, el concepto de arte es el cumplimiento legítimo —y tal vez el único, aparte de la historia— de la intención sistemática de Friedrich Schlegel.[90] Aquí podía encontrar su lugar, si bien anticipadamente, uno de sus típicos desplazamientos y encubrimientos: «A partir del impulso de la espiritualidad en tensión, el arte enlaza, en formas siempre nuevas, con el acontecer de la vida entera del presente y del pretérito. El arte no se adhiere a los acontecimientos singulares de la historia, sino a su totalidad; en su acción de reunir y expresar, resume el complejo de los acontecimientos desde el punto de vista de la humanidad en eterno proceso de perfeccionamiento. La crítica... trata de preservar el ideal de la humanidad en tanto que... se orienta hacia aquella ley que, enlazándose con leyes previas, garantiza el acercamiento al
eterno ideal de la humanidad.»[91] Ésta es una paráfrasis del pensamiento del primer Schlegel en la Condorcet-Kritik (1795). Tal como se habrá de mostrar, en los escritos en derredor de 1800 se multiplican de manera exagerada semejantes amalgamas y oscurecimientos mutuos de numerosos conceptos de absoluto que, obviamente, pierden en esa mezcolanza toda su fecundidad. Quien pretendiera formarse a partir de esas proposiciones una imagen de la esencia profunda de la concepción schlegeliana del arte, erraría por necesidad.
Los múltiples ensayos de determinación del absoluto por parte de Schlegel no surgen sólo de una carencia, ni tampoco de una falta de claridad. En su base yace más bien una peculiar tendencia positiva de su pensamiento. En ella encuentra su respuesta la cuestión arriba planteada sobre la razón de la oscuridad de tantos fragmentos schlegelianos y, más precisamente, de sus intenciones sistemáticas. En cualquier caso, el absoluto era para Schlegel, en la época del Athenäum, el sistema bajo la figura del arte. Pero no buscó este absoluto sistemáticamente, sino que, por el contrario, trató de concebir absolutamente el sistema. Ésa era la esencia de su mística, y, sí bien se mostró acorde con ella en lo fundamental, no se le ocultó lo funesto de esta tentativa. De Jacobi —Enders ha mostrado que Schlegel se volvía contra Jacobi para de este modo fustigar públicamente sus propios errores— se dice en los fragmentos windischmannianos: «Jacobi cayó en medio de la filosofía absoluta y la sistemática, y allí quedó aplastado y dislocado su espíritu»,[92] una observación que, algo más malignamente matizada, ha encontrado también un lugar en los fragmentos de Athenäum.[93] Tampoco el propio Schlegel ha podido renunciar al impulso místico de una concepción absoluta del sistema, a la «antigua tendencia hacia el misticismo».[94] A Kant le reprocha lo contrario: «No polemiza en modo alguno contra la razón trascendente, sino contra la absoluta —cuando no contra la sistemática.»[95] Esta idea de la comprensión absoluta del sistema la caracteriza insuperablemente con la pregunta: «¿No son individuos todos los sistemas...?»[96] Puesto que obviamente, si éste fuera el caso, sería concebible penetrar un sistema en su totalidad de un modo tan intuitivo como una individualidad. Schlegel ha visto igualmente claras las consecuencias extremas de la mística: «El místico consecuente no debe limitarse a dejar en suspenso la comunicabilidad de todo saber, sino negarla directamente; y esto debe ser demostrado con mayor profundidad de la que alcanza la lógica habitual.»[97] Combínese con esa proposición del año 1796 esta otra contemporánea suya: «La comunicabilidad del verdadero sistema puede sólo ser limitada; y esto se puede demostrar a priori»,[98] para reconocer lo conscientemente que Schlegel se sentía ya desde bien temprano un místico. Este pensamiento alcanzó después, en las Lecciones Windischmann, la expresión más evidente: «El saber va hacia el interior, es en sí y para sí mismo incomunicable, de igual manera que, incluso según la expresión de uso ordinario, el que medita se pierde en sí mismo... Sólo por medio de la exposición adviene... la comunión... Se puede admitir que hay un saber anterior a toda exposición o más allá de la misma; pero éste es... incomprensible en la misma medida en que está privado de exposición.»[99] Novalis concuerda en ello con Schlegel; la filosofía «es una idea mística... penetrante, que nos impele imparablemente en todas direcciones».[100] Donde la tendencia mística del filosofar de Friedrich Schlegel quedó expresada de la manera más nítida fue en su terminología. En el año 1798 escribe su hermano a Schleiermacher: «Las glosas marginales de mi hermano las considero un logro; puesto que le resultan bastante mejor que las cartas enteras, al igual que los fragmentos mejor que los tratados y las palabras expresamente acuñadas mejor que los fragmentos. Al fin, todo su genio se reduce a terminología mística.»[101] En efecto, eso que muy certeramente llama A. W. Schlegel termilogía mística se halla en estrecha relación con el genio de Friedrich Schlegel, con sus concepciones más significativas y su modo característico de pensar. Ello le obligaba a buscar una mediación entre el pensamiento discursivo y la intuición intelectual, dado que el uno no bastaba a su intención orientada hacia el concebir intuitivo, ni la otra tampoco a su interés sistemático. Así, dado que su pensamiento, por entero sistemáticamente orientado, no se había desplegado sistemáticamente, se topó de frente con el problema de aunar el máximo de amplitud sistemática de las ideas con la limitación extrema del pensamiento discursivo. En lo que concierne particularmente a la intuición intelectual, el modo de pensar de Schlegel, al contrario que el de numerosos místicos, se caracteriza por su indiferencia frente a la intuibilidad; no remite a intuiciones intelectuales y estados extáticos. Mas bien busca, por resumirlo en una fórmula, una intuición no intuible del sistema, y es precisamente en el lenguaje donde la encuentra. La terminología es la esfera en la que se mueve su pensamiento, más allá de la discursividad y de la evidencia intuitiva. Pues el término, el concepto, contenía en su opinión el germen del sistema, y no era en el fondo sino un sistema preformado. El pensamiento de Schlegel es un pensamiento absolutamente
conceptual, esto es, lingüístico. La reflexión es el acto intencional de la absoluta comprensión del sistema, y la forma de expresión adecuada para este acto es el concepto. En esta intuición yace el motivo de los numerosos neologismos de Friedrich Schlegel y la más profunda razón de sus incesantemente renovadas denominaciones del absoluto. Esta forma de pensar es característica del pensamiento temprano-romántico y se expresa incluso en Novalis, aunque menos marcadamente que en Schlegel. Este último ha mostrado claramente en las lecciones la relación existente entre el pensamiento terminológico y el sistema: «Es justamente ese pensamiento, en el que se puede recoger el mundo en una unidad, para luego poder ampliarse de nuevo hasta formar un mundo, ...lo que se denomina concepto.»[102] «... Del mismo modo, un sistema habría de ser designado como un concepto omnicomprensivo.»[103] Aun cuando en el Athenaum se afirma: «Es fatal para el espíritu tener un sistema y también no tener ninguno. Tal vez habrá que decidirse, por consiguiente, a enlazar ambas cosas»,[104] con todo, como órgano de este lazo no puede entenderse tampoco otra cosa que el término conceptual. Únicamente en el concepto puede alcanzar expresión incluso la naturaleza individual que Schlegel reivindica para el sistema. De una manera general se dice de los hombres de bien: «Un cierto misticismo de la expresión que, acompañado de una fantasía romántica y unido a una sensibilidad gramática,[105] puede ser algo bueno y atrayente, les sirve a menudo como símbolo para sus bellos misterios.»[106] A la par escribe Novalis: «Con qué frecuencia se siente la penuria en palabras para acertar con varias ideas de un solo golpe.»[107] Y viceversa: «Tener varios nombres resulta ventajoso para una idea.»[108]
La forma más general en que esta terminología mística desempeñó su papel en el Romanticismo temprano fue la del juego de palabras [Witz], Junto a Friedrich Schlegel, también Novalis y Schleiermacher se han interesado por su correspondiente teoría, que ocupa un amplio espacio en los fragmentos del primero. En el fondo, no es otra que la teoría de la terminología mística. Se trata del intento de llamar al sistema por su nombre, es decir, de apresarlo en un concepto místico e individual, de tal modo que las conexiones sistemáticas queden comprendidas en él. Subyace aquí la presuposición de una permanente conexión mediática, de un medium de reflexión de los conceptos. En el juego de palabras, como en el término místico, hace su relampagueante aparición ese médium conceptual. «Si todo juego de palabras es principio y órgano de la filosofía universal, y toda filosofía no es otra cosa que el espíritu de la universalidad, la ciencia de todas las ciencias que eternamente se mezclan y se separan, una química lógica, entonces el valor y la dignidad del juego de palabras absoluto, entusiástico, enteramente material, en el que Bacon y Leibniz... fueron, aquél uno de los primeros y éste uno de los más grandes virtuosos, es infinito.»[109] Si el juego de palabras queda caracterizado como «socialidad lógica»,[110] o bien como «espíritu... químico»,[111] como «genialidad fragmentaria»,[112] o como «facultad profética»,[113] si es definido por Novalis como «juego mágico de colores»,[114] todo esto se afirma a propósito del movimiento de los conceptos en su propio medium, que actúa en el juego de palabras y aparece designado en el término místico. «El juego de palabras constituye la aparición, el relámpago externo de la fantasía. De ahí... la semejanza de la mística con el juego de palabras.»[115] En el artículo titulado Über die Unverständlichkeit [Sobre la incomprensibilidad] trata Schlegel de mostrar «que a menudo las palabras se comprenden mejor a sí mismas que por quienes hacen uso de ellas; ...bajo los términos filosóficos... deben existir secretos órdenes vinculantes; ...la más pura e impenetrable incomprensibilidad se obtiene precisamente de la ciencia y del arte, los cuales apuntan con total propiedad, partiendo de la filosofía y de la filología, al comprender y al hacer comprensible».[116] Schlegel ha hablado ocasionalmente de una «razón densa, fogosa, que hace que el juego de palabras sea propiamente tal y confiere al estilo sólido su elasticidad y su electricidad». En tanto que la contraponía a «lo que se acostumbra llamar razón»,[117] estaba definiendo manifiestamente, de la manera más acertada, su propia forma de pensar. Ésta era la de un hombre en el que cualquier ocurrencia singular ponía en movimiento la totalidad de una enorme masa de ideas, que reunía la flema con el ardor en la expresión tanto de su fisionomía espiritual como corporal. Conviene plantear finalmente la cuestión de si a aquella tendencia terminológica, que sobresale en Schlegel de un modo tan claro y determinante, no le correspondería una significación típica de todo el pensamiento místico, sobre la cual valdría la pena emprender un examen más detenido que conduciría, en definitiva, al a priori que se halla en la base de la terminología de todo pensador.
El «lenguaje del arte»[118] romántico, de cuyo «desarrollo hipertrófico»[119] habla Elkuß, tomaría forma no tanto por motivos polémicos y puramente literarios, cuanto en razón más bien de aquellas tendencias profundas que hemos expuesto. Pero Elkuß no deja de reconocer: «Aquellas especulaciones habrán tenido ciertamente una función del todo real para la conciencia de cada individuo, de manera que se plantea la difícil tarea de desarrollar el contenido global de necesidad... y de conocimiento que la escuela romántica creía poseer en todos aquellos jeroglíficos, desde la poesía trascendental hasta el idealismo mágico.»[120] Grande es, en efecto, el número de esas expresiones jeroglíficas; acerca de algunas de ellas, como el concepto de poesía trascendental y el de ironía, se dará una explicación en el curso de este trabajo; otros conceptos, como los de lo romántico y el arabesco, pueden ser tratados aquí sólo muy brevemente; y aun otros, como el de filología, por ejemplo, no serán tratados en absoluto. Por lo demás, el propio concepto romántico de crítica es un caso ejemplar de terminología mística, y por este motivo el presente trabajo no es tampoco una restitución de la teoría romántica de la crítica de arte, sino el análisis de su concepto. Este análisis no puede aquí todavía referirse a su contenido, sino sólo a sus relaciones terminológicas. Éstas conducen más allá del estricto significado de la palabra crítica como crítica de arte; conviene echar una ojeada, por consiguiente, sobre la curiosa concatenación en virtud de la cual el concepto de crítica se convirtió, junto al término que le da el nombre, en el concepto esotérico fundamental de la escuela romántica.
De entre todas las expresiones técnicas, filosóficas y estéticas que aparecen en los escritos de los primeros románticos, las palabras «crítica» y «crítico» son probablemente las más frecuentes. «Tú has creado una crítica»,[121] escribe Novalis a su amigo en el año 1796, con la intención de cubrirle de la mayor alabanza; y dos años más tarde declara Schlegel, con plena autoconciencia, que él había comenzado «desde las profundidades de la crítica». «Criticismo superior»[122] es, entre ambos amigos, una designación corriente para todos sus esfuerzos teoréticos. A través de la obra de Kant, el concepto de crítica había adquirido un significado casi mágico para la joven generación; en cualquier caso, en absoluto se le atribuía preponderantemente el sentido de una actitud espiritual evaluadora, no productiva, sino que para los románticos y para la filosofía especulativa el término «crítico» significaba algo así como objetivamente productivo, creativo desde la prudencia. Ser crítico quería decir impulsar la elevación del pensamiento sobre todas las ataduras hasta el punto de que, como por encanto, a partir de la inteligencia de lo falso de esas ataduras vibre el conocimiento de la verdad. En virtud de este significado positivo adquiere el proceder crítico una afinidad estrechísima con el reflexivo, y ambos se superponen en expresiones como la siguiente: «En toda filosofía que empiece con la observación[123] de su propio proceder, con la crítica, el comienzo tiene siempre algo de peculiar.»[124] Lo mismo significa la presunción de Schlegel: «La abstracción, y en particular la práctica, no es al fin y al cabo sino crítica.»[125] Pues había leído en Fichte que «ninguna abstracción... es posible sin reflexión, y ninguna reflexión sin abstracción».[126] Así pues, ya no resultará incomprensible el hecho de que, para disgusto de su hermano, que lo llama «verdadero misticismo»,[127] formule la tesis «todo fragmento es crítico», y que postular «crítico y fragmentario sería una tautología»;[128] ya que un fragmento —también éste es un término místico— es para él, como todo lo espiritual, un medium de la reflexión.[129] —Esta positiva acentuación del concepto de crítica no se encuentra tan lejos de la acepción kantiana como se pudiera creer. Kant, cuya terminología encierra no poco espíritu místico, les había preparado ya el camino en la medida en que a los dos puntos de vista rechazados, el dogmatismo y el escepticismo, contraponía no tanto la verdadera metafísica, en la que debía culminar su sistema, cuanto la «crítica», en cuyo nombre quedó éste abierto. Podría por tanto decirse que ya en Kant juega el concepto de crítica con un doble significado, y que esta duplicidad se potencia en los románticos, debido a que con la palabra crítica, aluden también simultáneamente al conjunto de la prestación histórica de Kant, y no sólo a su concepto de crítica. En fin, supieron también preservar y hacer uso del momento ineludiblemente negativo de este concepto. A la larga, los románticos no podían dejar de percatarse de la enorme discrepancia existente entre las pretensiones y los resultados de su filosofía teorética. Aquí se presenta de nuevo en el momento oportuno la palabra crítica. Pues el término implica que, por muy altamente que se estimase la validez de una obra crítica, ésta no puede ser algo concluyente. En ese sentido, bajo el nombre de crítica los románticos asumían a un tiempo la inevitable insuficiencia de sus esfuerzos, trataban de definirla como una insuficiencia necesaria y, a la postre, evocaban con este concepto lo que podríamos llamar la necesaria imperfección de la infalibilidad.
Hay que advertir finalmente, al menos a título de sugerencia, una especial relación terminológica concerniente al concepto de crítica en su estricta significación para la teoría del arte. Sólo con los románticos se afirmó definitivamente la expresión crítico de arte [Kunstkritiker] frente a la más antigua de juez de arte [Kunstrichter]. De este modo se evitaba la representación del hecho de sentar en el banquillo a propósito de las obras de arte, de una sentencia dictada sobre leyes escritas o no escritas; se pensaba al respecto en Gottsched, cuando no incluso en Lessing y Winckelmann. Sin embargo, otro tanto podría aducirse en oposición a los teoremas del Sturm und Drang. Conducían, y por cierto que no a través de tendencias dudosas, sino por una fe ilimitada en los derechos de la genialidad, a la abolición de toda fundamentación sólida y cualquier criterio para el juicio. Aquella orientación cabría concebirla como dogmática; ésta, como escéptica en cuanto a sus efectos; de tal modo, nada parecía más natural que llevar a cabo la superación de ambas en la teoría del arte bajo la misma enseña en cuyo nombre había limado Kant aquel contraste en la teoría del conocimiento. Cuando se lee el panorama que Schlegel ofrece de las corrientes artísticas de su tiempo, al comienzo del artículo Über das Studium der Griechischen Poesie, se le podría suponer más o menos claramente consciente de la analogía del estado de la cuestión en el dominio de la teoría del arte y en el de la teoría del conocimiento: «Aquí recomendaba,[130] como eterno modelo a imitar, obras sancionadas por el sello de su autoriadad; allí postulaba la absoluta originalidad como supremo patrón de medida de todo valor artístico, y cubría con un oprobio infinito la más remota sospecha de imitación. Exigía rigurosamente, bajo una armadura escolástica, la sumisión incondicionada incluso a las leyes más gratuitas y manifiestamente necias; o divinizaba el genio en místicas sentencias oraculares, hacía de una artificiosa carencia de reglas el primer principio, y veneraba con orgullosa idolatría manifestaciones que no raramente, lo eran de una considerable ambigüedad.»[131]
IV. La teoría temprano-Romántica del conocimiento de la naturaleza.

La crítica implica el conocimiento de su objeto. Por consiguiente, la exposición del concepto temprano-romántico de crítica exige una caracterización de la teoría del conocimiento objetivo que la subyace. Ésta debe distinguirse del conocimiento del sistema o del absoluto, cuya teoría ha sido expuesta más arriba. Pero debe derivarse de ella; concierne a los objetos naturales y las obras de arte, cuya problemática gnoseológica preocupó a los primeros románticos de una manera especial. La teoría temprano-romántica del conocimiento del arte fue desarrollada en primer lugar por Friedrich Schlegel bajo el título de crítica; la del conocimiento natural, por Novalis entre otros. En esas configuraciones, los distintos rasgos de una teoría general del conocimiento objetivo aparecen interpenetrados recíprocamente con tal claridad que, en orden a una comprensión exacta de la una, también la otra ha de ser brevemente considerada. Para la exposición del concepto de crítica es indispensable una mirada sobre la teoría del conocimiento de la naturaleza. Ambas dependen en la misma medida de supuestos sistemáticos comunes y, en tanto que proceden juntamente de ellos, concuerdan entre sí.
La teoría del conocimiento del objeto se determina mediante el despliegue del concepto de reflexión en su significado relativo al objeto. El objeto, como todo lo real, yace en el medium de la reflexión. No obstante, desde un punto de vista metodológico o gnoseológico, el medium de la reflexión es el medium del pensamiento, dado que se forma según el esquema de la reflexión del pensamiento, de la reflexión canónica. Esta reflexión del pensamiento deviene reflexión canónica por cuanto que en ella se encuentran impresos con la mayor evidencia los dos momentos de toda reflexión: actividad espontánea y conocimiento. Pues en ella se refleja y se piensa el único posible sujeto de la reflexión: el pensamiento. Éste es pensado, por tanto como espontáneamente activo. Y porque es pensado como reflexionante en sí mismo, es pensado como inmediatamente autocognoscente. Como ya se indicó, en este conocimiento del pensamiento a través de sí mismo está comprendido todo conocimiento. Pero el hecho de que aquella mera reflexión, el pensamiento del pensamiento, fuese concebida a priori por los románticos como un conocer del pensamiento, proviene de su previa suposición de aquel primer pensamiento originario y material, el sentido, como algo ya pleno. En razón de este axioma, el medium de la reflexión se converte en el sistema, y el absoluto metodológico en ontológico. Éste puede pensarse como determinado de múltiples maneras: como naturaleza, como arte, como religión, etc. Pero no perderá nunca el carácter de medium del pensamiento, de nexo de una relación pensante. Por consiguiente, el absoluto permanece como pensante en todas sus determinaciones, y una esencia pensante es todo cuanto lo llena. Con ello está dado el principio romántico fundamental de la teoría del conocimiento del objeto. Todo lo que está en el absoluto, todo lo real piensa; puesto que este pensamiento lo es también de la reflexión, puede sólo pensarse a sí mismo, o más exactamente, sólo su propio pensamiento; y porque este propio pensamiento es una sustancialidad plena, se conoce a sí mismo a la vez que se piensa. Sólo desde un punto de vista totalmente particular puede el absoluto, y aquello .en lo que éste consiste, ser designado como un yo. Así lo entienden las Lecciones Windischmann, aunque no los fragmentos del Athenäum, incluso Novalis parece a menudo poner a un lado esta consideración. Todo conocimiento es autoconocimiento de una esencia pensante que no requiere ser un yo. Cuanto más completamente se contrapone el yo fichteano al no-yo, a la naturaleza, tanto más significa, para Schlegel y Novalis, una forma inferior entre las infinitas formas de la mismidad. Desde el punto de vista del absoluto no se da, para los románticos, ningún no-yo, ninguna naturaleza o esencia que no devenga sí misma. «La mismidad es el fundamento de todo conocimiento»,[132] escribe Novalis. En consecuencia, la célula germinal de todo conocimiento es un proceso de reflexión en una esencia pensante, a través del cual ésta se conoce a sí misma. Todo ser conocido de una esencia pensante presupone su autoconocimiento. «Todo lo que se puede pensar, piensa a su vez:[133] es un problema de pensamiento»,[134] reza la frase que, no por azar, coloca Friedrich Schlegel a la cabeza de los fragmentos en su edición de las obras del amigo muerto.
Novalis no se cansó de reiterar esta relatividad de todo conocimiento objetivo respecto de la autoconciencia del objeto. Y lo hizo mediante la figura más paradójica y luminosa a un tiempo, en el breve aserto: «la perceptibilidad, o sea, la atención».[135] No es relevante al respecto si en esta frase, acerca de la atención del objeto hacia sí mismo, se refiere además a la del percipiente; pues justamente cuando explica con claridad este pensamiento: «En todos los predicados en los que vemos un fósil, éste nos está viendo también a nosotros»,[136] esa atención hacia el observador no puede ser sensatamente entendida sino como síntoma de la capacidad de las cosas para verse a sí mismas. Más allá de la esfera del pensar y del conocer, aquella legalidad fundamental del medium de la reflexión abarca también, por lo tanto, la de la percepción y finalmente incluso la de la actividad. «Un material debe tratarse a sí mismo para ser tratado»,[137] reza la ley a la que obedece esta esfera. —Conocer y percibir, en particular, deben estar de alguna manera remitidos a todas las dimensiones de la reflexión, y en todas estar basadas: «¿Es que acaso no vemos cada cuerpo sólo en la medida en que ¿él se ve a sí mismo y nos vemos a nosotros mismos?»[138] Así como todo conocimiento no parte sino del sí mismo, sólo sobre éste se despliega: «Los pensamientos están llenos únicamente de pensamientos; no son sino funciones del pensamiento, como las visiones son funciones de los ojos y la luz. El ojo no ve nada sino ojo, el órgano del pensamiento, nada sino órganos del pensamiento o bien el elemento que le corresponde.»[139] «Así como el ojo sólo ve ojos, asimismo el intelecto sólo ve intelecto; el alma, al- mas; la razón, razón; el espíritu, espíritus, etc.; la imaginación, sólo imaginaciones; los sentidos, sentidos; Dios puede ser conocido únicamente por otro Dios.»[140] En este último fragmento, la idea de que cada esencia se conoce solo a sí misma aparece modificada en la afirmación de queseada esencia conoce sólo aquello que es similar a sí misma y sólo podrá ser conocida por esencias que se le asemejen. Con ello se aborda el problema de la relación entre sujeto y objeto en el conocimiento, que no desempeña el menor papel en el autoconociminto según la concepción romántica.
¿Cómo es posible el conocimiento más allá del autoconocimiento? Es decir: ¿cómo es posible el conocimiento del objeto? De hecho, según los principios del pensamiento romántico, no es posible. Donde no hay autoconocimiento, no hay conocimiento en absoluto; donde hay autoconciencia, la correlación sujeto-objeto ha quedado abolida o, si se quiere, se da un objeto sin correlato objetivo. Pese a ello, la realidad no constituye un agregado de mónadas cerradas en sí, incapaces de entrar en una relación real las unas con las otras. Muy al contrario, todas las unidades, aparte del absoluto, son sólo relativas en el ámbito de lo real. Tan poco encerradas en sí y carentes de relación están que más bien pueden, por medio del incremento de su reflexión (potenciar, romantizar), incorporar más y más esencias o centros de reflexión en su propia autoconciencia. Pero esta manera romántica de considerar las cosas no concierne únicamente a los centros de reflexión individuales y humanos. No solamente los hombres pueden ampliar su conocimiento a través de los grados superiores del autoconocimicnto en la reflexión, sino también, y en la misma medida, los llamados objetos naturales. En éstos presenta el proceso una relación esencial con lo que comúnmente se denomina su ser conocido. Es decir: la cosa, en la medida en que incrementa en sí misma la reflexión y comprehende otras esencias en su autoconocimiento, irradia sobre éstas su autoconocimiento originario. También de este modo puede el hombre hacerse partícipe de aquel autoconocimiento de otras esencias; esta vía coincidirá con la precedente en el autoconocimiento de dos esencias, la una a través de la otra, que es, en el fondo, el autoconocimiento de su síntesis reflexivamente producida. Al respecto, todo lo que se presenta al hombre como su conocimiento de una esencia es, en el hombre, reflejo del autoconocimiento del pensamiento en ella misma. Así pues, no se da un mero ser conocido de una cosa, pero menos aún se limita la cosa o esencia a un mero conocerse sólo a través de sí misma. Más bien sucede que el incremento[141] de la reflexión suprime en la cosa el límite entre el ser conocida a través de sí misma y a través de otra, en tanto que la cosa y la esencia cognoscente se traspasan recíprocamente en el medium de la reflexión. Ambas son únicamente unidades relativas de la reflexión. No hay, pues, en efecto, conocimiento de un objeto por un sujeto. Todo conocimiento es una conexión inmanente en el absoluto, o, si se quiere, en el sujeto. El término objeto no designa una relación en el conocimiento, sino más bien una falta de relación, y pierde su sentido dondequiera que se presenta una relación de conocimiento. Como indican los fragmentos de Novalis, el conocimiento está anclado en la reflexión: el ser conocido de una esencia a través de otra coincide con el autoconocimiento de lo que está siendo conocido, con el del cognoscente y con el ser conocido del cognoscente a través de la esencia que conoce. Ésta es la forma más exacta del principio fundamental de la teoría romántica del conocimiento del objeto. Su importancia para la teoría del conocimiento de la naturaleza estriba ante todo en los enunciados que de ella se siguen, tanto acerca de la percepción como de la observación.
La primera no tiene ninguna influencia sobre la teoría de la crítica, de manera que puede ser aquí pasada por alto. En cualquier caso, queda claro que esta teoría del conocimiento no puede conducir a distinción alguna entre verdad y conocimiento, y que, en lo esencial, reviste también al conocimiento de los rasgos característicos de la percepción. De ella se sigue que el conocimiento es inmediato en un grado tan elevado como pueda serlo la percepción; y la más simple fundamentación de la inmediatez de la percepción procede igualmente a partir de un medium común al percipiente y al percibido, como enseña la historia de la filosofía de Demócrito, quien hace provenir la percepción de una penetración parcialmente material de sujeto y objeto. Así también se lee en Novalis que «la estrella aparece en el telescopio y lo penetra... La estrella... es un ser luminoso espontáneo; el telescopio y el ojo, receptivos».[142]
Con la doctrina del medium del conocimiento y la percepción se corresponde la de la observación, que es de interés inmediato para la comprensión del concepto de crítica. La «observación» y el título de experimento, muy a menudo sinónimo suyo, son a su vez acepciones de la terminología mística; en ellos culmina lo que el primer Romanticismo debía aclarar y ocultar acerca del principio del conocimiento de la naturaleza. La cuestión a la que responde el concepto de observación reza: ¿qué actitud debe adoptar el investigador para, bajo el supuesto de que lo real fuese un medium de la reflexión, conocer la naturaleza? Sabrá ya que no es posible conocimiento alguno sin el autoconocimiento de aquello que ha de ser conocido, y que éste puede sólo ser estimulado por un centro de reflexión (el observador) en otro (la cosa), en tanto que el primero se potencia a través de reiteradas reflexiones hasta comprehender al segundo. De una manera significativa para la filosofía pura, esta teoría fue expresada por vez primera por Fichte, con lo cual se obtiene una indicación de lo profundamente que coincide con los motivos gnoseológicos puros del pensamiento temprano-romántico. De la doctrina de la ciencia dice, en oposición a las demás filosofías: «Lo que ésta hace objeto de su pensamiento no es un concepto muerto que se comporte sólo pasivamente respecto a su examen..., sino que es algo viviente y activo, que produce conocimiento a partir de sí mismo y por medio de sí mismo, y que el filósofo meramente contempla. Su cometido en el tema no va más allá de trasladar ese viviente a una actividad conforme a fines, contemplar su actividad, comprenderla y concebirla como una unidad. El filósofo pone en marcha un experimento...; el modo en que el objeto se manifieste es... asunto del objeto mismo... En las filosofías opuestas... existe únicamente un hilo de pensamiento, el de los pensamientos del filósofo, puesto que su material no es introducido como pensante por sí mismo.»[143] Lo que en Fichte vaha para el
yo vale en Novalis para el objeto de la naturaleza, y se convierte en una tesis central de la filosofía natural de entonces.[144] La caracterización de este método como experimento, que ya Fichte había adelantado, resultaba particularmente obvia respecto del objeto natural. El experimento consiste en la evocación de la autoconciencia y del autoconocimiento en el objeto observado. Observar una cosa significa únicamente empujarla hacia el autoconocimiento. Que el experimento alcance el éxito depende de en qué medida el experimentador esté en condiciones de aproximarse al objeto y de incluirlo en sí, a la postre, en virtud del incremento de su propia conciencia, de la observación mágica, se diría. En este sentido afirma Novalis del auténtico experimentador: la naturaleza «se manifiesta en él tanto más perfectamente cuanto más armónica con ella sea su constitución»;[145] y acerca del experimento añade que es «la mera dilatación, desmembración, variación, vigorización del objeto».[146] A este propósito cita con aprobación el parecer de Goethe: «Toda sustancia guarda sus mas estrechas relaciones consigo misma, como el hierro en el magnetismo.»[147] Ve en estas relaciones la reflexión del objeto; aquí debe quedar en suspenso la cuestión de hasta que punto acertaba con la opinión de Goethe. –En los románticos coinciden el medium de la reflexión y los del conocimiento y la percepción. El termino observación se erige sobre esta identidad de los media; lo que en el experimento ordinario se presenta diferenciado como percepción y como planeado enderezo del curso del ensayo, queda unificado en la observación mágica, que es efectivamente un experimento en sí misma, el único experimento posible según la teoría. Esta observación mágica podría ser igualmente denominada irónica en el sentido de los románticos: es decir, no observa en su objeto nada individual, nada determinado. En la base de este experimento no yace ninguna interrogación a la naturaleza. Antes bien, la observación considera el autoconocimiento germinal en el objeto, o más bien ella misma, la observación, constituye ese autoconocimiento germinal del objeto. Con razón se la podría entonces denominar irónica, ya que en el no saber —en el observar— alcanza a saber mejor y es idéntica al objeto. Nos estaría permitido, por tanto, aunque no fuese del todo correcto, dejar absolutamente fuera de juego esta correlación y hablar de una coincidencia del lado objetivo y del subjetivo en el conocimiento. Todo conocimiento del objeto es simultánea- mente el propio devenir de este objeto mismo. Pues el conocimiento es, según el principio del conocimiento del objeto, un proceso que hace del objeto por conocer aquello que deviene conocido. Por ello escribe Novalis: «El proceso de observación es un proceso a la vez subjetivo y objetivo, un experimento ideal y real a un tiempo. Tesis y producto, si es que aquélla es perfecta, deben cumplirse a un tiempo. Si el objeto observado es ya una tesis y el proceso está totalmente en el pensamiento, el resultado será... la misma tesis, sólo que en un segundo grado superior.»[148] Con esta última Notación pasa Novalis de la teoría de la observación de la naturaleza a la teoría de la observación de productos espirituales. La «tesis», según su acepción, puede ser una obra de arte.
SEGUNDA PARTE: LA CRÍTICA DE ARTE.

I. La teoría temprano-romántica del conocimiento del arte.


El arte es una determinación del medium de la reflexión presumiblemente la más fecunda que ha recibido. La crítica de arte es conocimiento del objeto en este medium. En la siguiente indagación se habrá de exponer, por consiguiente, cuál es el alcance de la concepción del arte como médium de la reflexión para el conocimiento de su idea y el de sus productos, así como para la teoría de este conocimiento. Esta última cuestión ha sido ampliamente examinada en las páginas precedentes, de tal modo que basta sólo con una recapitulación al fin de trasladar la consideración desde el método de la crítica de arte romántica hasta sus resultados objetivos. Obviamente, sería del todo errado buscar en los románticos una razón particular por la cual contemplasen el arte como un medium de la reflexión. Esta interpretación de todo lo real, y por tanto igualmente del arte, era para ellos un credo metafísico. Como ya se indicó en la introducción, no fue éste el principio metafísico central de su visión del mundo, cosa para la que su peso específicamente metafísico resultaba, por cierto, demasiado reducido. Pero por mucho que este contexto pueda orientarse hacia el tratamiento de esa proposición de principio en analogía con una hipótesis científica, a esclarecerla sólo inmanentemente y a desarrollarla en relación con sus resultados en orden a la comprensión de los objetos, no hay que olvidar tampoco el hecho de que esta intuición metafísica de todo lo real como pensante, en una investigación de la metafísica romántica y del concepto romántico de historia, haría salir a la luz otros aspectos además de los que aparecen en relación con la teoría del arte, para la cual es su contenido gnoseológico lo que cuenta por encima de todo. Por contra, su significado metafísico no es propiamente concebido, sino apenas rozado en la teoría romántica del arte, que por su parte alcanza, sin duda, de manera inmediata y con una seguridad incomparablemente mayor, el fondo metafísico del pensamiento romántico.
En un pasaje de las Lecciones Windischmann se puede percibir todavía el débil eco del pensamiento que estimulaba poderosamente a Schlegel y que determinó su teoría del arte en la época del Athenäum. «Existe... un género de pensamiento que produce algo y que, por ello, presenta gran afinidad formal con la capacidad creadora que atribuimos al yo de la naturaleza y al yo del mundo. A saber: el poetizar, que crea en cierto modo su propia materia.»[149] Aquel pensamiento no tiene ya importancia alguna en este pasaje. Sin embargo, constituye una clara expresión del más antiguo punto de vista de Schlegel según el cual la reflexión, que antes concebía como arte, sería absolutamente creadora, llena de contenido. Asimismo, en el período al que se refiere esta investigación no conocía tampoco aquel moderantismo ulterior en el concepto de reflexión, conforme al cual contraponía en sus lecciones la reflexión a la voluntad delimitadora. Anteriormente sabía sólo de una limitación relativa y autónoma de la reflexión a través de sí misma que, tal como se demostrará, desempeña un papel importante en la teoría del arte. La debilidad y la moderación de la obra tardía de Schlegel descansa en una restricción de la omnipotencia creadora de la reflexión, que antaño se le había manifestado con la mayor evidencia en el arte. En su primera época, sólo una vez definió el arte como un medium de la reflexión con una claridad semejante a la de aquel pasaje citado de las lecciones: en el célebre fragmento 116 del Athenäum, donde dice de la poesía romántica que puede «flotar entre lo representado y lo representante,[150] con el máximo de libertad respecto de todo... interés, sobre las alas de la reflexión poética, y potenciar una y otra vez esta reflexión y multiplicarla como en una infinita serie de espejos». De la relación productiva y receptiva para con el arte, afirma Schlegel: «La esencia del sentimiento poético reside tal vez en que puede conmoverse a partir sólo de sí mismo.»[151] Es decir, el punto de. indiferencia de la reflexión, en el que ésta nace a partir de la nada, constituye el sentimiento poético. Difícil será decidir si en esta formulación existe alguna relación con la teoría de Kant acerca del libre juego de las facultades del alma, en la que el objeto retorna elidido para constituir tan sólo la ocasión de una espontánea disposición interna del espíritu. Por lo demás, en el marco de esta monografía sobre el concepto romántico de la crítica de arte no entra una investigación de la relación entre la teoría temprano-romántica del arte y la teoría kantiana, pues esa relación no puede ser concebida a partir de aquí. —También Novalis ha dado a entender, en muchas de sus expresiones, que la estructura fundamental del arte sería la del medium de la reflexión. «Tal vez el arte poético es sólo un uso arbitrario, activo, productivo, de nuestros órganos —y el propio pensamiento no sería quizás algo demasiado diferente— y pensar y poetizar son, por consiguiente, lo mismo»:[152] esta frase se asemeja mucho a la ya citada sentencia schlegeliana de las lecciones, y apunta en aquella dirección. Con toda evidencia, Novalis concibe el arte como el médium de la reflexión χατ’ έξοχήυ y se sirve de la palabra arte directamente como un terminus technicus para ese medium, como cuando afirma: «El principio del yo es puramente ideal... el comienzo surge con posterioridad al yo; el yo no puede, en consecuencia, haber tenido un comienzo. Por ello vemos que aquí nos hallamos ya en el ámbito del arte.»[153] Y cuando pregunta: «¿Existe un arte de la invención sin datos, un arte de la invención absoluta?»,[154] esto equivale, por un lado, a la interrogación por el orden absoluto y neutral de la reflexión; sin embargo, por otro lado, él mismo caracterizó a menudo en sus escritos el arte poético como aquel arte absoluto de la invención que prescinde de datos. Se opone a la teoría de los hermanos Schlegel a propósito de la artificiosidad de Shakespeare, y les recuerda que el arte «es, por así decir, la naturaleza que se contempla, que se imita y se plasma a sí misma».[155] Aquí no se trata tanto de la idea de que la naturaleza sea el substrato de la reflexión y del arte, como de que la integridad y unidad del medium de la reflexión debería quedar salvaguardada. Por todo ello, naturaleza le parece a Novalis, en este pasaje, más correcta expresión que arte, de tal modo que para los fenómenos poéticos debe reservarse asimismo esta designación que, no obstante, sólo corresponde al absoluto. Pero a menudo, en total concordancia con Schlegel, considerará el arte como el prototipo del medium de la reflexión, para entonces decir: «la naturaleza engendra, el espíritu hace. Il est beaucoup plus commode d'étre fait que de se faire lui-même (sic)»[156] Así pues, la reflexión es lo originario y lo constructivo tanto en el Arte, como en todo lo espiritual. De este modo, la religión surge sólo cuando «el corazón... se siente a sí mismo»,[157] y para la poesía es regla el ser «una esencia que
se forma a sí misma».[158]
El conocimiento en el medium de reflexión del arte es la tarea de la crítica. Rigen para ella todas las leyes que en el medium de la reflexión ordenan el conocimiento del objeto en general. En consecuencia, la crítica es, respecto a la obra de arte, lo mismo que la observación respecto al objeto natural; son las mismas leyes que, modificadas, se imprimen en diversos objetos. Cuando Novalis sostiene: «Aquello que es a la vez pensamiento y observación es un germen... crítico»,[159] con ello está expresando —por cierto que en un discurso tautológico, pues la observación constituye un proceso de pensamiento— la estrecha afinidad entre la crítica y la observación. Así, la crítica es algo semejante a un experimento en la obra de arte, en virtud del cual se estimula la reflexión por la que la obra
es elevada a la conciencia y al conocimiento de sí misma. «La auténtica recensión debería ser... el resultado y la exposición de un experimento filológico y una recherche literaria.»[160] Por lo demás, Schlegel denomina a esa «sedicente recherche... un experimento histórico»;[161] y en 1800, en una mirada retrospectiva a su actividad crítica, decía: «No me privaré de experimentar, como he hecho hasta ahora, con las obras del arte poético y filosófico, y ello tanto en mi provecho como en el de la ciencia.»[162] El sujeto de la reflexión es, en el fondo, el producto artístico mismo, y el experimento no consiste en la reflexión sobre un producto, que no podría esencialmente transformarlo, según la intención de la crítica romántica del arte, sino en el despliegue de la reflexión —esto es, del espíritu— en
el producto.
En la medida en que la crítica es conocimiento de la obra de arte, constituye su autoconocimiento; en la medida en que la juzga, su autoevaluación. En esta última expresión la crítica va más allá de la observación; se muestra en ella la diferencia del objeto artístico respecto del natural, que no permite juicio alguno. La idea de la autoevaluación sobre la base de la reflexión no es extraña a los románticos, ni siquiera fuera del ámbito del arte. Así, se lee en Novalis: «La filosofía de las ciencias presenta... tres períodos. El tético de la autorreflexión de la ciencia; el de la opuesta y antinómica autoevaluación de la ciencia, y el de la sincrética autorreflexión y simultánea autoevaluación.»[163] En lo que concierne a la autoevaluación en el arte, en la recensión del Wilheim Meister, característica de la teoría de Schlegel, se dice: «Por fortuna, éste es precisamente uno de esos libros que se juzgan a sí mismos.»[164] Novalis escribe: «La recensión es el complemento del libro. Ciertos libros no necesitan recensión alguna, únicamente un anuncio; ya contienen en sí la recensión.»[165]
Con todo, este autoenjuiciamiento en la reflexión sólo impropiamente puede ser denominado juicio. En efecto, en él queda atrofiado por completo un momento necesario de todo juicio, el momento negativo. Por cierto que el espíritu se alza en cada reflexión sobre todos los niveles anteriores de reflexión y con ello los niega —y es precisamente esto lo que da a la reflexión su coloración crítica—; pero el momento positivo de este incremento de la conciencia sobrepasa con creces al negativo. Esa estimación del proceder de la reflexión queda bien expresada en las palabras de Novalis: «El acto del superarse a sí mismo es en cualquier caso el punto supremo, el punto originario, la génesis de la vida... Así, toda filosofía se erige allí donde el que filosofa se filosofa a sí mismo, esto es, se destruye... y se renueva al mismo tiempo... Así, toda moralidad viviente comienza con el hecho de que por mor de la virtud actúa contra la virtud; y así comienza la vida de la virtud, por medio de la cual aumenta quizá su capacidad hasta el infinito.»[166] Desuna manera paralelamen- te positiva valoran los románticos la autorreflexión en la obra de arte. Para referirse al incremento de la conciencia de la obra a través de la crítica, Schlegel halló una expresión característica en un juego de palabras. En efecto, a su artículo del Athenäum titulado Über Goethe’s Meister lo designa sucintamente, en carta a Schleiermacher, como el Übermeister[167] una expresión excelente para la intención última de esta crítica, que más que ninguna otra se corresponde absolutamente con su concepto de crítica de arte. También en otros lugares emplea de buen grado expresiones semejantes, sin que se pueda decidir si en su base yace la misma disposición, ya que no están escritas en una sola palabra.[168] El momento de la autoanulación, la negación posible en la reflexión, carece de peso, por tanto, frente a la cabal positividad de la elevación de la conciencia en quien reflexiona. Así, un análisis del concepto romántico de crítica conduce a aquel rasgo que se manifestará en su proceder con una evidencia creciente y que se fundará en puntos de vista cada vez más variados: la plena positividad de esta crítica, por la que se distingue radicalmente de su concepto moderno, que no contempla en ella sino una instancia negativa.
Todo conocimiento crítico de un producto formado, en cuanto que reflexión ínsita en él, no es otra cosa que un grado más elevado de su conciencia, espontáneamente surgido. Este incremento de la conciencia en la crítica es infinito por principio, de tal modo que la crítica es el medium en el que la limitación de la obra singular se refiere metodológicamente a la infinitud del arte y, en conclusión, es remitida a ella; puesto que el arte, en tanto que medium de la reflexión, es obviamente infinito. Como se ha indicado más arriba, Novalis describió genéricamente la reflexión mediática como un romántizar, y por cierto que no pensaba entonces solamente en el arte. Pues bien: lo que así describe es exactamente el proceder de la crítica de arte. «Absolutización, universalización, clasificación del momento individual... tal es la esencia auténtica del romantizar.»[169] «En tanto que yo... confiera a lo infinito una apariencia infinita, lo estoy romantizando.»[170] También a partir del crítico, pues como tal ha de ser concebido el «verdadero lector» de la siguiente observación, define la tarea crítica: «El verdadero lector debe ser el autor ampliado. Él es la instancia superior que recibe la materia ya previamente elaborada por la instancia inferior. El sentimiento... distingue nuevamente en la lectura lo grosero y lo formado del libro, y, si el lector reelaborase el libro según su idea, un segundo lector lo purificaría más aún,,y así, la masa... deviene finalmente... parte del espíritu activo.»[171] Esto significa que la obra de arte individual debe ser disuelta en el médium del arte; este proceso puede ser representado aceptablemente por una multiplicidad de críticos que se alternan los unos a los otros, pero sólo cuando éstos no son intelectos empíricos, sino niveles de reflexión personificados. Es evidente que la potenciación de la reflexión en la obra puede ser designada como tal incluso en su crítica, la cual, por su parte, tiene efectivamente infinitos niveles. Es en este sentido en el que Schlegel escribe: «Toda recensión filosófica[172] debería ser a la vez filosofía de las recensiones.»[173] —Este procedimiento crítico no puede jamás entrar en conflicto con la recepción originaria y puramente sentimental de la obra de arte, puesto que tanto se trata de la intensificación de la obra misma como de su comprensión y recepción. En la crítica del Wilheim Meister dice Schlegel: «Es hermoso y necesario entregarse por entero a la impresión de una poesía... y tal vez reforzar, bien que sólo en el detalle, el sentimiento a través de la reflexión... completarlo... y elevarlo a pensamiento. Pero no es menos necesario poder hacer abstracción de toda singularidad, aprehender lo universal en estado de suspensión.»[174] Esta comprensión del universal es calificada como en suspensión en tanto que es un cometido de la reflexión que se eleva infinitamente, que no se posa permanentemente en ninguna consideración, tal como indica Schlegel en el fragmento 116 del Athenäum. Así pues, la reflexión comprende justamente los momentos centrales, o sea universales, de la obra y los sumerge en el medium del arte, como habría de hacerse evidente precisamente en la crítica del Wilheim Meister. En una consideración más precisa Schlegel pretende encontrar allí veladamente indicada en el papel que las distintas artes desempeñaban en la formación del héroe, una sistemática cuyo patente despliegue y cuya ordenación en el todo artístico sería tarea de la crítica de la obra. A este respecto, ésta no debe hacer otra cosa que descubrir la secreta disposición de la obra misma, ejecutar sus recónditas intenciones. Según el sentido de la propia obra, esto es, en su reflexión, aquélla debe ir más allá de la misma, hacerla absoluta. En efecto, para los románticos la crítica es mucho menos el juicio sobre una obra que el método de su consumación. En este sentido propugnaron una crítica poética, abolieron la diferencia entre crítica y poesía y afirmaron: «La poesía puede ser criticada sólo por la poesía. Un juicio artístico que no es él mismo una obra de arte... como exposición de la necesaria impresión en Su devenir...[175] no tiene ningún derecho de ciudadanía en el reino del arte.»[176] «Aquella crítica poética... representará la exposición de nuevo desde un principio, querrá formar una vez más lo ya formado... completará la obra, la rejuvenecerá, la configurará nuevamente.»[177] Puesto que la obra está incompleta: «Sólo lo incompleto puede ser concebido, puede conducirnos más allá. Lo que está completo es sólo gozado. Si queremos concebir la naturaleza, tenemos que suponerla incompleta.»[178] Esto vale también para la obra de arte, pero no como ficción sino considerada en calidad de verdad. Toda obra es por necesidad incompleta frente al absoluto del arte o bien —lo que significa lo mismo— es incompleta frente a su propia idea absoluta. «Por ello deberían existir revistas críticas que tratasen a los autores médica o quirúrgicamente, y que no sólo rastreasen la enfermedad y la dieran a conocer con maligna alegría... La auténtica policía... trata de mejorar la disposición enfermiza.»[179] En ejemplos de esta crítica positiva y plenificadora está pensando Novalis cuando, a propósito de cierta clase de traducciones a las que denomina míticas, dice: «Éstas representan el carácter acabado y puro de la obra de arte individual. No nos dan la obra de arte real, sino el ideal de la misma. Todavía no existe, según creo, ningún modelo cuajado. Pero en el espíritu de muchas críticas y reseñas de obras de arte se entrevén nítidas huellas. Se requiere para ello una cabeza en la que el espíritu poético y el espíritu filosófico se hayan compenetrado en su entera plenitud.»[180] En la medida en que aproxima recíprocamente crítica y traducción, tal vez Novalis piensa en una permanente transposición mediática de la obra desde un lenguaje al otro, una concepción que, partiendo de la naturaleza infinitamente enigmática de la traducción, resulta tan lícita como cualquier otra.
«Si se quiere y se debe ver lo característico del espíritu crítico moderno en la negación de todo dogmatismo, en el respeto a la intransferible soberanía de la productiva fuerza creadora del artista y del pensador, han sido los Schlegel quienes han despertado este moderno espíritu crítico y lo han llevado a su más suprema manifestación.»[181] Con estas palabras está pensando Enders en la entera familia literaria de los Schlegel. A Friedrich Schlegel se debe, antes que a todos los restantes miembros de la familiar la superación de los principios del dogmatismo estética así como —cosa que Enders no menciona aquí— la defensa igualmente importante de la crítica de arte frente a la tolerancia escéptica que brotaba, en definitiva, del culto ilimitado de la fuerza creadora como mera fuerza expresiva del artista. Desde aquel primer punto de vista superó las tendencias del racionalismo; desde el segundo, los momentos de disgregación ínsitos en la teoría de los escritores del Sturm una Drang; y, en este último aspecto, la crítica de los siglos XIX y XX ha ido radicalmente decayendo desde las posiciones schlegelianas. Él ha conjurado las leyes del espíritu en labora de arte, en lugar de hacer de ésta un mero producto accesorio de la subjetividad, como los autores modernos que, pese a seguir este rasgo de su propio pensamiento, con tanta frecuencia lo han malentendido. Hay que valorar cuánta vivacidad espiritual, pero también qué firmeza se precisaría para salvaguardar este punto de vista que se ha convertido parcialmente, en tanto que superación del dogmatismo, en la cómoda herencia de la crítica moderna; desde cuyo horizonte, que aún no está determinado por ninguna teoría, sino sólo por una praxis deteriorada, no puede ciertamente medirse la multitud de presuposiciones positivas que se encuentra engastada en la negación de los dogmas racionalistas. Esta negación pasa por alto el hecho de que tales supuestos, aparte de su resultado liberador, aseguraban un concepto fundamental que anteriormente no podía ser introducido con claridad: el de obra. El concepto de crítica de Schlegel no solamente conseguía la libertad respecto de doctrinas estéticas heterónomas; más bien las hacía posibles en virtud del hecho de que establecía otro criterio para la obra de arte en lugar de la regla: el criterio de una precisa construcción inmanente de la obra misma. Lo hizo no con los conceptos generales de armonía y de organización, que ni en Herder ni en Moritz habían sido capaces de conducir a la fundamentación de una crítica de arte, sino valiéndose de una auténtica teoría del arte, aun cuando sistematizada en los conceptos: del arte como un medium de la reflexión y de la obra como un centro de reflexión. Con ello aseguró en el ámbito del arte, por el lado del objeto o del producto, aquella autonomía que Kant había conferido a la facultad del juicio en su crítica respectiva. El principio cardinal de la actividad crítica posterior al Romanticismo, la valoración de las obras según criterios inmanentes, ha sido obtenido en razón de las teorías románticas, las cuales, por cierto, ya no satisfacen plenamente en su forma pura a ningún pensador actual. Schiegel transfiere la acentuación de su principio de la crítica absolutamente nuevo al Wilheim Meister, cuando lo califica de «libro absolutamente nuevo y único al que sólo se puede aprender a comprender a partir de sí mismo».[182] Novalis está de acuerdo con Schlegel también en este principio fundamental: «Encontrar fórmulas para individualidades artísticas, por medio de las cuales éstas sean comprendidas en su auténtico significado, constituye el cometido del crítico artístico, cuyos trabajos preparan la historia del arte.»[183] Acerca del gusto, al cual se remitía el racionalismo para legitimar sus reglas, en la medida en que éstas no quedaban fundamentadas de un modo puramente histórico, dice: «El gusto juzga tan sólo negativamente.»[184]
Un concepto exactamente determinado de obra se convirtió así, a través de esta teoría romántica, en un concepto correlativo del concepto de crítica.
II. La obra de arte.


La teoría romántica de la obra de arte es la teoría de su forma Los primeros románticos identificaron la naturaleza limitadora de la forma con la limitación precisa de toda reflexión finita, y fue así, en virtud de esta sola consideración, como determinaron el contenido de obra de arte en el interior de su mundo intuitivo. De manera análoga a aquel pensamiento con el que, en su primer escrito sobre la Doctrina de la Ciencia, Fichte ve manifestarse la reflexión en la mera forma del conocimiento, la pura esencia de la reflexión se anuncia a los románticos en la manifestación puramente formal de la obra de arte. La forma es, por consiguiente, la expresión objetiva de la reflexión propia de la obra, que constituye su esencia. Ésa es la posibilidad de reflexión en la obra, y de este modo se sitúa a priori en su base como un principio de existencia; en virtud de su forma, la obra de arte es un centro viviente de reflexión. En el medium de la reflexión, en el arte, toman forma centros de reflexión siempre nuevos. Según sea su germen espiritual, abarcan reflexivamente conjuntos mayores o menores. Sólo en un centro semejante adviene por primera vez a la reflexión, como un valor límite, la infinitud del arte; es decir: alcanza la autocomprensión y con ello la comprensión en general. Este valor límite es la forma de exposición de la obra singular. En esa forma descansa la posibilidad de una relativa unidad y de una configuración cerrada de la obra en el medium del arte. Sin embargo, dado que toda reflexión singular en este medium únicamente puede ser una reflexión individualizada, casual, la unidad de la obra es igualmente frente a la del arte, sólo relativa; la obra queda presa en un momento de casualidad. Admitir esta particular casualidad como necesaria por principio, esto es. como inevitable; reconocerla por medio de la estricta auolimitación de la reflexión, ésa es la función precisa de la forma. La reflexión práctica -o sea, determinada- y la autolimitacion configuran la individualidad y la forma de la obra de arte. En efecto, para que la crítica pueda llegar a ser supresión de toda limitación, la obra debe descansar en ésta. La crítica cumple su cometido en la medida en que, cuanto más cerrada es la reflexión y más rigurosa la forma de la obra, tanto más variada e intensamente las empuja fuera de sí, resuelve la reflexión originaria en una más elevada y así continúa sucesivamente. En esta labor, aquélla se apoya en las células germinales de la reflexión, en los momentos positivamente formales de la obra, resueltos por la crítica en momentos universalmente formales. De tal modo expone la relación de la obra singular con la idea del arte y, por tanto, con la idea misma de la obra singular.
Es cierto que Schlegel ofrece también, en particular alrededor de 1800, algunas determinaciones acerca del contenido de la verdadera obra de arte; con todo, éstas se apoyan en los ya mencionados recubrimientos y opacidades del concepto fundamental de medium de la reflexión, en los que diluye su fuerza metodológica. Cuando determina el medium de la reflexión no ya como arte sino como religión, no hace sino concebir oscuramente la obra de arte por el lado de su contenido, sin poder explicar, pese a todo el esfuerzo, su atisbo de un contenido digno, que se queda en tendencia; Schlegel aspira a reencontrar en éste[185] los rasgos característicos de su cosmos religioso, en tanto que, bajo el signo de esa oscuridad, su idea de la forma no alcanza a ganar prácticamente nada.[186] Antes de esta modificación de su imagen del mundo, cuando las antiguas doctrinas se mantenían todavía residualmente activas, Schlegel sostuvo junto con Novalis, como una nueva conquista en nombre de la escuela romántica un concepto riguroso de obra en relación con un concepto de forma que descansa en la filosofía de la reflexión: «Lo que encontráis formulado en los libros filosóficos acerca del arte y de la-forma, apenas sirve para explicar el arte del relojero. Del arte y de la forma en sentido superior no halláis por ningún lado ni el menor vislumbre.»[187] La forma superior es la autolimitación de la reflexión. En este sentido trata el fragmento 37 del Lyceum acerca del «valor y... la dignidad de la autolimitación, que es, tanto para el artista como para el hombre... lo más necesario y lo más elevado. Lo más necesario: pues dondequiera que no se limita uno a sí mismo, es el mundo el que lo limita, merced a lo cual se convierte en esclavo. Lo más elevado: pues únicamente se puede uno limitar a sí mismo en aquellos puntos y en aquellos aspectos donde se es dueño de una fuerza ilimitada;[188] autocreación y autoaniquilación... Un escritor... que puede y quiere meramente desahogarse... es algo muy de lamentar. Pero hay que guardarse... de los errores. Lo que aparece y debe aparecer como arbitrio incondicionado... debe, no obstante, seguir siendo absolutamente necesario...; de otro modo... surge la iliberalidad, y de la autolimitación nace la autoaniquilación». De esa «liberal autolimitación», que Enders llama con razón «una rigurosa exigencia de la crítica romántica»,[189] procede la forma de exposición de la obra. En ningún lugar se encuentra lo esencial de esta intuición más claramente expresado que en un fragmento de Novalis que no se refiere al arte, sino a la moral del Estado: «Puesto que es en la suprema animación del espíritu donde alcanza su máxima eficacia y donde, a un tiempo, los efectos, del espíritu son reflexiones; puesto que, sin embargo, la reflexión es configuradora según su propia esencia y la reflexión bella o perfecta está ligada, por tanto, a la suprema animación, así también la expresión del ciudadano en la proximidad del rey será expresión de la más alta y contenida plenitud de energía, expresión de los movimientos más vivaces, dominados por medio de la más respetuosa circunspección.»[190] Aquí es suficiente con sustituir el ciudadano por la obra de arte y el rey por el absoluto de arte, para encontrar formulado de manera evidente en qué sentido la potencia formativa de la reflexión, según la concepción de los primeros románticos, imprime la forma de la obra. La expresión «obra» la utilizaba enfáticamente Friedrich Schlegel en relación al producto así determinado. El Lotario del Gespräch über die Poesie habla de aquella entidad autónoma, cumplida en sí, para la cual «no encuentro en este momento otra palabra que la de obra, palabra que, por ello mismo, me gustaría reservar para este uso».[191] En el mismo contexto se lee el siguiente diálogo: «lotario: ...únicamente porque es uno y todo, una obra deviene una obra. Sólo por esta razón se distingue del estudio. antonio: Quisiera sin embargo mencionar los estudios que, en el sentido que proponéis, son también obras a su vez.»[192] La respuesta encierra aquí una referencia correctiva a la doble naturaleza de la obra: ésta es sólo una unidad relativa, y permanece como una tentativa [Essay] en la cual se encuentra reunido Uno y Todo. Todavía en el anuncio de las obras de Goethe del año 1808, dice Schiegel: «... en la plenitud de la conformación interna, el Meister supera tal vez todas las demás obras de nuestro poeta; ninguna es obra hasta ese punto.»[193] Schlegel describe resumidamente la significación de la reflexión para la obra y la forma con las siguientes palabras: «Una obra está formada cuando por todas partes queda delimitada con precisión, pero es ilimitada en el interior de los límites... cuando es totalmente fiel, por doquier igual a sí misma y, sin embargo, sublime más allá de sí misma.»[194] Si la obra de arte, en virtud de su forma, es un
momento del medium absoluto de la reflexión, la frase de Novalis: «Toda obra de arte lleva un ideal a priori en su seno, una necesidad de existir»,[195] no tiene en sí misma nada de oscuro; se trata de una formulación en la cual aparece quizás del modo más evidente la superación por principio del dogmatismo racionalista en la estética; pues éste es un punto de vista al que no podía conducir jamás una valoración de la obra según reglas, como tampoco una teoría que no entendía la obra de arte sino como el producto de una cabeza genial. «¿Tenéis por imposible construir a priori las poesías del futuro?»,[196] pregunta, en total consonancia, el Ludovico de Schlegel.
El logro más duradero del Romanticismo ha sido, junto a la traducción de Shakespeare, la conquista de las formas artísticas romances para la literatura alemana. Su esfuerzo estaba orientado con plena conciencia a la conquista, perfeccionamiento y purificación de las formas. Sin embargo, su relación para con ellas fue bien distinta de la propia de las generaciones precedentes. Los románticos no concibieron la forma, a la manera de la Ilustración, como una regla de belleza del arte, ni su observancia como una previa condición necesaria para el efecto placentero o edificante de la obra. La forma no valía para ellos ni como regla ella misma ni como dependiente de reglas. Esta concepción, sin la cual es impensable el trabajo, verdaderamente importante, de A. W. Schlegel como traductor del italiano, del español y del portugués, fue filosóficamente desarrollada por su hermano. Toda forma, en calidad de tal, constituye una modificación particular de la autolimitación de la reflexión y, dado que no es medio para la exposición de un contenido, no requiere de ninguna otra justificación. El afán romántico de pureza y universalidad en el uso de las formas descansa en la convicción que les lleva a concebirlas reunidas en su conexión en tanto que momentos en el medium en la disolución crítica de su pregnancia y su mutiplicidad (en la absolutización de la reflexión ligada a ellas). La idea del arte como medium proporciona así por vez primera la posibilidad de un formalismo libre o no dogmático, un formalismo liberal, como dirían los románticos. La teoría temprano-romántica fundamenta la validez de las formas independientemente del ideal de los productos. Determinar la totalidad del alcance filosófico de este planteamiento en su aspecto positivo y también en el negativo, es una de las principales tareas del presente trabajo. —Así, cuando Friedrich Schlegel exige del pensamiento sobre los objetos artísticos que sea de tal índole que contenga en sí una «absoluta liberalidad unida a rigorismo absoluto»,[197] esta exigencia podría ser referida por igual a la propia obra de arte respecto de su forma. Esa unificación la calificaba de «correcta en el más noble y originario sentido de la palabra, puesto que significa elaboración premeditada... de lo más íntimo... de la obra según el espíritu del todo, reflexión práctica[198] del artista».[199]
Ésta es la estructura de la obra, para la que exigen los románticos una crítica inmanente. Este postulado oculta en sí una peculiar paradoja. Puesto que no se alcanza a ver cómo una obra podría ser criticada en sus propias tendencias, ya que, en la medida en que éstas son incuestionablemente constatables, están cumplidas; y en la medida en que no están cumplidas, no son incuestionablemente constatables. Esta última posibilidad, en los casos extremos, debería manifestarse en el hecho de que las tendencias internas faltasen por completo, de tal modo que la crítica inmanente se hiciera imposible. El concepto romántico de critica de arte facilita la solución de ambas paradojas. La tendencia inmanente de la obra y, en correspondencia con ella, el patrón de su crítica inmanente, es la reflexión que se encuentra en la base de aquélla e impresa en su forma. En realidad, sin embargo, esta reflexión no es tanto el patrón del juicio cuanto, ante todo y en primera línea, el fundamento de una clase de crítica totalmente diferente que no se erige en instancia evaluadora y cuyo peso no reside en la estimación de la obra singular, sino en la exposición de sus relaciones con todas las demás obras y, en fin, con la idea del arte. Friedrich Schlegel la califica como la tendencia de su obra crítica: «A pesar de una frecuentemente penosa diligencia en el detalle... sin embargo, en el conjunto, no se trata tanto de emitir un juicio como de comprender y explicar.»[200] Por consiguiente, en total oposición a la concepción actual de su
esencia, la crítica no es, en su intención central, juicio; sino, por un lado, consumación, complementación, sistematización de la obra; por otro lado, su resolución en el absoluto. Como se demostrará, ambos procesos coinciden en última instancia. El problema de la crítica inmanente pierde su carácter de paradoja[201] en la definición romántica de ese concepto, según la cual éste no se refiere a una evaluación de la obra, para la que sería contradictorio ofrecer un patrón inmanente. La crítica de la obra es más bien su reflexión, que obviamente no puede sino proceder a desarrollar el germen crítico que le es inmanente a la obra misma.
En cualquier caso, esta teoría de la crítica extiende sus consecuencias incluso a la teoría de la evaluación de las obras. Estas consecuencias pueden quedar formuladas en tres proposiciones fundamentales que dan, por su parte, la réplica inmediata a la paradoja ya mencionada de la idea de evaluación inmanente. Estas tres proposiciones fundamentales de la teoría romántica de la evaluación de las obras de arte pueden ser formuladas como el principio del carácter inmediato de la evaluación, el de la imposibilidad de una escala de valores positiva y el de la no criticabilidad de lo malo.
El primer principio, clara consecuencia de cuanto hemos expuesto, afirma que la evaluación de una obra no debe nunca ser explícita, sino implicada en el factum mismo de su crítica romántica (o sea, de su reflexión). Ya que el valor de la obra depende única y exclusivamente de la cuestión de si hace posible su crítica inmanente o no la hace. Si ésta es posible, si existe en la obra, por tanto, una reflexión que se pueda desplegar, absolutizar y resolver en el medium del arte, entonces se trata de una obra de arte. La mera criticabilidad de una obra representa la evaluación positiva de la misma; y esta evaluación no puede ser emitida a través de una investigación particularizada, sino más bien sólo por el hecho mismo de la crítica, pues no existe ningún otro patrón, ningún otro criterio para la presencia de una reflexión salvo la posibilidad de su fecundo despliegue, que se denomina crítica. En segundo lugar, esa evaluación implícita de las obras de arte en la crítica romántica es notable por el hecho de que no se encuentra a su disposición ninguna escala de valores. Si una obra es criticable, es una obra de arte; en otro caso no lo es —es impensable una vía intermedia entre estos dos casos, como inhallable es también, por lo demás, un criterio de diferenciación de valor entre las propias obras de arte auténticas. Es esto lo que Novalis pretende decir con las palabras: «La crítica de la poesía es un absurdo. Ya es difícil decidir, y ésta es sin embargo la única decisión posible, si algo es poesía o no lo es.»[202] Y lo mismo formula Friedrich Schlegel al sostener que la materia de la crítica «sólo puede ser lo clásico, lo eterno por antonomasia».[203] En el principio fundamental de la no criticabilidad de lo malo yace una de las acuñaciones más características de la concepción romántica del arte y de su crítica. Schlegel lo ha expresado con la mayor nitidez en la conclusión de su artículo sobre Lessing: «La verdadera crítica no puede en absoluto tomar en cuenta obras que en nada contribuyen al desarrollo del arte...; en consecuencia, no será nunca posible una verdadera crítica de aquello que no se encuentre en relación con el organismo de la cultura y del genio, de aquello que no exista propiamente para el todo y en el todo.»[204] «Sería antiliberal no presuponer que todo filósofo es... susceptible de recensión; ...pero sería presuntuoso tratar de este modo a los poetas, puesto que el resultado debería ser total y cabalmente poesía, algo semejante a una obra de arte viviente y activa», reza el fragmento 67 del Athenäum. El terminus technicus romántico para el proceder que, no sólo en el arte sino en todos los ámbitos de la vida espiritual, corresponde al principio fundamental de la no criticabilidad de lo malo, es el de «aniquilar». Este término designa la refutación indirecta de lo nulo por medio del silencio, por medio de su glorificación irónica, o bien a través de la magnificación de lo bueno. La mediatez de la ironía es, en la concepción de Schlegel, el único modo a través del cual podría la crítica afrontar directamente lo nulo.
Preciso es repetir que los primeros románticos no han elaborado una idea de conjunto de estas importantes determinaciones objetivas sobre la crítica de arte; que las formulaciones acuñadas en su filo sistemático les quedaron, en buena parte, ciertamente lejanas; que ninguna de las tres proposiciones fundamentales ha sido seguida rigurosamente en su praxis. No se trata aquí ni de una investigación de sus hábitos críticos, ni de una recopilación de todo lo que en este o aquel sentido puede encontrarse en ellos acerca de la crítica de arte, sino de un análisis de este concepto según sus propias intenciones filosóficas. La crítica, que para la concepción actual es lo más subjetivo, era para los románticos la instancia regulativa de toda subjetividad, de todo azar y arbitrariedad en el nacimiento de la obra. Mientras que, según el concepto actual, la crítica se compone a partir del conocimiento objetivo y la valoración de la obra, lo característico del concepto romántico es no reconocer una particular estimación subjetiva de la obra en el juicio del gusto. La valoración es inmanente a la investigación objetiva y al conocimiento de la obra. No es el crítico el que pronuncia un juicio sobre ésta, sino el arte mismo, en tanto que, o bien asume en sí la obra en el medium de la crítica, o bien la repudia y, justamente por ello, la evalúa por debajo de toda crítica. La crítica debería establecer, con aquello de lo que tratar la selección entre las obras. Su intención objetiva no se ha expresado sólo en sus teorías. Cuando menos, si es que la perduración histórica de la validez de las valoraciones ofrece en los asuntos estéticos una referencia de aquello que sólo puede ser designado sensatamente como su objetividad, la validez de los juicios críticos del Romanticismo queda confirmada. Éstos han determinado hasta el presente los fundamentos de la estimación de las obras históricas de Dante, Boccaccio, Shakespeare, Cervantes, Calderón, así como la de la aparición, en su caso contemporánea, de Goethe.[205]
La fuerza de las intenciones objetivas en el temprano Romanticismo ha sido poco valorada por la mayor parte de los autores. Puesto que el propio Friedrich Schlegel se había distanciado conscientemente de la época de su «revolucionario furor de objetividad», de la veneración incondicionada del espíritu artístico griego, en los escritos de su tiempo de madurez se andaba sobre todo a la zaga de los testimonios de su reacción contra estas ideas juveniles y se encontraban en abundancia. Por numerosas que sean las pruebas de una exaltada subjetividad la consideración de los inicios ultraclasicistas y de la salida estrictamente católica de este escritor es suficiente, no obstante para moderar los acentos de las fórmulas subjetivistas o formulaciones del período comprendido entre 1796 y 1800. Ya que, de hecho, de meras formulaciones se trata, en parte, en sus expresiones más subjetivas; son enunciaciones que no siempre hay que tomar como moneda corriente. La mayor parte de las veces se ha caracterizado el punto de vista filosófico de Friedrich Schlegel, en la época del Athenäum, por su teoría de la ironía, que debe ser abordada en este punto, porque a título suyo circulan objeciones de principio contra la acentuación de los momentos objetivos de su pensamiento; y también, además, porque esa teoría, en una determinada relación con estos momentos, bien lejos de contradecirlos, se halla en estrecha conexión con ellos.
Son numerosos los elementos a diferenciar en las diversas declaraciones sobre la ironía; hasta cierto punto, podría incluso resultar totalmente imposible reunir sin contradicción en un concepto estos elementos heterogéneos. En Schiegel, precisamente, el concepto de ironía recibió su significado central no sólo en virtud de su relación con un determinado estado de cosas en un sentido teorético, cuanto, más aún, de un planteamiento puramente intencional. Como tal, este planteamiento no ponía sus miras en ninguna circunstancia objetiva, sino que servía de exteriorización de una oposición siempre viva contra las ideas dominantes y, a menudo, como una máscara de su desamparo frente a ellas. El concepto de ironía puede por consiguiente ser fácilmente sobrevalorado, no en cuanto a su significación para la individualidad de Schlegel, sino más bien para su imagen del mundo. La clara intelección de este concepto resulta obstaculizada por el hecho de que incluso allí donde incontestablemente alude a circunstancias precisas, entre las múltiples relaciones en las que entra, no siempre es fácil fijar las referidas al caso singular, y muy difícil cuando se traía de las que dan la norma general. En la medida en que tales circunstancias no conciernen al arte sino a la teoría del conocimiento y a la ética, deben quedar aquí al margen.
El concepto de ironía tiene un doble significado para la teoría del arte; en uno de sus sentidos es, en efecto, expresión de un puro subjetivismo. Sólo en ese sentido ha sido hasta ahora entendido en la literatura crítica sobre el Romanticismo, y precisamente a consecuencia de esta unilateral concepción ha sido absolutamente sobre valorado como testimonio de subjetivismo. La poesía romántica reconoce «como su primera ley... que el arbitrio del poeta no padece bajo ley alguna»,[206] se dice de un modo aparentemente ambiguo. Sólo en una más exacta consideración se plantea el interrogante de si en esta frase se ofrecería una declaración positiva sobre la esfera de competencias del artista creador, o bien sólo una formulación exaltada de la exigencia que la poesía romántica propone a sus poetas. En ambos casos habrá que decidirse a hacer comprensible y llenar de senlido esa frase interpretándola. A partir del segundo caso habría de entenderse que el poeta romántico deber ser «total y cabalmente poesía»,[207] como Schlegel propone en otro lugar, sin demasiada convicción, a título de ideal paradójico. Si el artista es la poesía misma, entonces su arbitrio no tolera en ningún caso ley alguna sobre sí, pues no es otra cosa que una pobre metáfora de la autonomía del arte. La frase queda vacía. En el primer caso, por el contrario, la proposición se concebirá como un juicio sobre el ámbito de competencias del artista, pero entonces habrá que decidirse a entender por poeta algo diferente de un ser que hace algo que él mismo llama poema. Por poeta debe entenderse el verdadero poeta, el poeta prototípico, con lo cual se habrá entendido el arbitrio como arbitrio del verdadero poeta, que es limitado. El autor de obras de arte auténticas encuentra su límite en aquellas relaciones en las que la obra se somete a una legalidad objetiva del arte; si es que no se pretende concebir al autor como la mera personificación del arte (en el sentido de la otra interpretación), lo que constituía tal vez la opinión de Schlegel en este punto y en muchos otros pasajes suyos. La legalidad objetiva a la que está sometida la obra a través del arte consiste, como ya se indicó, en su forma. Por tanto, el arbitrio del verdadero poeta tiene su espacio sólo en la materia y, en la medida en que actúa consciente y lúdicamente, se convierte en ironía. Ésta es la ironía subjetivista. Su espíritu es el del autor que se eleva sobre la materialidad de la obra en tanto que la desprecia. Por lo demás, a este propósito aparece en Schlegel la idea de que la materia misma podría eventualmente ser «poetizada», ennoblecida en ese proceder, aun cuando sea verdad que, según su punto de vista, todavía necesitaría de otros momentos, positivos, de la idea del arte de vivir, momentos que se exponen en la materia. Con razón denomina Enders ironía a la capacidad «de moverse inmediatamente desde lo representado en la invención hasta el centro representante y desde allí contemplar al primero»,[208] aun sin tomar en consideración el hecho de que, según la intuición romántica, este proceder sólo puede tener lugar en confrontación con la materia.
Sin embargo, como muestra una mirada a la producción poética de los primeros románticos, existe una ironía que no sólo ataca los materiales, sino que pasa también por encima de la unidad de la forma poética. Es esta ironía la que ha favorecido un subjetivismo romántico sans phrase,[209] al no ser reconocida con claridad suficiente la diversidad total de esta ironización de la forma artística respecto de la propia del material. Ésta depende del proceder del sujeto, aquélla representa un momento objetivo en la obra. Al igual que en la mayoría de las oscuridades que persisten en sus doctrinas, también en ésta tuvieron los románticos su parte de responsabilidad: jamás expresaron como tal esa distinción, objetivamente evidente por lo demás. —La ironización de la forma consiste en su destrucción voluntaria, según evidencian en la forma más extrema, entre las producciones románticas y probablemente en toda la literatura en general, las comedias de Tieck. De entre todas, es la forma dramática la que puede ser ironizada en más alta medida y de la manera más profunda y eficaz puesto que contiene la más alta medida de fuerza de ilusión y, merced a ello, puede absorber un elevado grado de ironía sin disolverse completamente. De la destrucción de la ilusión en las comedias de Aristófanes, dice Schlegel: «Esa transgresión no es impericia, sino resolución voluntaria, rebosante plenitud vital, y no produce en general mal efecto sino que más bien eleva, pues, con todo, no puede aniquilar la ilusión. La-máxima intensidad de la vida... hiere..., para estimular sin destruir.»[210] El mismo pensamiento vuelve a expresar Pulver cuando escribe: «Si resumimos lo que empujaba a Friedrich Schlegel a la más alta valoración de una comedia perfectamente pensada, veremos que es su juego creativo consigo misma, su estado puramente estético, que ninguna transgresión y violación de la ilusión podría destruir.»[211] Por lo tanto, según estas afirmaciones, la ironización de la forma la ataca sin destruirla, y es a esta irritación a la que debe apuntar la destrucción de la ilusión en la comedia. Este procedimiento muestra una llamativa afinidad con la crítica, que, seria e irrevocablemente, disuelve la forma para transfigurar la obra singular en obra de arte absoluta, para romantizarla.

«Sí: también la obra que tanto costó, siga siendo estimada por ti;
Pero si tanto la amas, dale tú mismo la muerte,
Fijando la vista en la obra que mortal ninguno habrá de culminar;
Pues de la muerte del individuo florece, por cierto, la figura del todo.»[212]

«Debemos elevarnos sobre nuestro amor propio y ser capaces de aniquilar en el pensamiento aquello que adoramos, si es que no nos falta... el sentido para el infinito.»[213] En estas manifestaciones se ha expresado Schlegel claramente sobre el elemento destructor en la crítica, sobre su acción disgregadora de la forma artística. Así pues, muy lejos de representar una subjetiva veleidad del autor, esta destrucción de la forma es la tarea de la instancia objetiva en el arte, la tarea de la crítica. Mas, por otro lado, de esto mismo exactamente hace Schlegel la esencia de la expresión irónica del poeta, al definir la ironía como una disposición «que todo lo pasa por alto y que se eleva infinitamente sobre todo lo condicionado, incluso sobre el arte mismo, sobre la propia virtud o genialidad».[214] En esta clase de ironía, que nace de la relación con lo incondicionado, no se trata de subjetivismo y de juego, sino de la asimilación de la obra limitada al absoluto, de su plena objetivación al precio de su ruina. Esta forma de la ironía proviene del espíritu del arte, no de la voluntad del poeta. Esta forma, por supuesto, como la crítica, únicamente puede exponerse en la reflexión.[215] Reflexiva es tambien la ironización de la materia, pues descansa en una reflexión subjetiva, lúdica, del autor. La ironía sobre la materia aniquila a ésta; es negativa y subjetiva, en tanto que la de la forma, por el contrario, es positiva y objetiva. La peculiar positividad de esta ironía es a la vez su signo distintivo respecto de la crítica, asimismo orientada objetivamente. ¿En qué relación se encuentra la destrucción de la ilusión en la forma artística mediante la ironía con la destrucción de la obra mediante la crítica? La crítica sacrifica totalmente la obra en nombre de la coherencia de lo Uno. Por el contrario, aquel procedimiento que en la conservación de la obra misma podía evidenciar todavía su plena remisión a la idea del arte es la ironía (formal). No sólo no destruye la obra objeto de su ataque, sino que propiamente la aproxima a la indestructibilidad. Merced a la destrucción irónica de la forma determinada de exposición de la obra, la unidad relativa de la obra singular queda remitida más profundamente a la del arte como obra universal, plenamente referida a ésta, irremisiblemente perdida, puesto que la unidad de la obra singular no se distingue sino gradualmente de la del arte, hacia la cual se desplaza continuamente en la ironía y la crítica. Los propios románticos no habrían podido sentir la ironía como artística si no hubieran visto en ella la destrucción absoluta de la obra. Por ello, en la observación citada, Schlegel acentúa la indestructibilidad de la obra. —Con vistas a hacer definitivamente inteligible esta relación, hay que introducir un doble concepto de forma. La forma determinada de la obra singular, que se podría definir como la forma de exposición, deviene víctima de la destrucción irónica. Pero, por encima de ella, la ironía rasga un cielo de forma eterna, la idea de las formas, que podría ser designada como la forma absoluta, y testimonia-la supervivencia de la obra que extrae de esta esfera su indestructible subsistir, después de que la forma empírica, la expresión de su reflexión aislada, haya sido consumida por ella. La ironización de la forma de representación es semejante a la tempestad que levanta el velo ante el orden trascendental del arte y lo descubre, junto al inmediato subsistir de la obra en él, como un misterio. La obra no es esencialmente, como la consideraba Herder, una revelación y un misterio de genialidad creadora, que bien podría ser llamado misterio de la substancia; es un misterio del orden, revelación de su dependencia absoluta de la idea del arte, de su eterno e indestructible ser superada en aquella. En este sentido reconoce Schlegel unos «límites de la obra visible»[216] más allá de los cuales se revela el ámbito de la obra invisible, de la idea del arte. La fe en la indestructibilidad de la obra, tal como se explícita en los dramas irónicos de Tieck o en las desgarradas novelas de Jean Paul, constituía una fundamental convicción mística del Romanticismo temprano. Sólo a partir de ella se hace comprensible por qué los románticos no se contentaron con la exigencia de la ironía como una disposición interna del artista, sino que aspiraban a verla expresada en la obra. La ironía tiene otra función, que no la de ciertas disposiciones que, por muy dignas de desear que fueran, precisamente porque sólo son perceptibles en relación con el artista, no pueden emerger autónomamente en la obra. La ironía formal no es, como el esfuerzo o la sinceridad, un procedimiento intencional del autor. No puede-ser entendida, según es costumbre, como índice de una subjetiva carencia de límites, sino que debe ser apreciada como un momento objetivo en la obra misma. Representa el intento paradójico de construir en los productos formados, aun a través de una demolición: de demostrar en la obra misma su relación con la idea.
II. La idea del arte.

La teoría romántica del arte culmina en el concepto de idea del arte, en cuyo análisis hay que buscar la confirmación de todas las demás doctrinas y la clave acerca de sus últimas intenciones. Lejos de constituir simplemente un esquemático punto de referencia para los teoremas singulares sobre la crítica, la obra, la ironía, etc., este concepto está objetivamente configurado del modo más significativo. No es sino aquí donde ha de encontrarse aquello que guió a los románticos como inspiración íntima en su reflexión acerca de la esencia del arte. Metodológicamente, la entera teoría romántica del arte reposa en la determinación del medium absoluto de la reflexión como arte, o más exactamente, como la idea del arte. Dado que el órgano de la reflexión artística es la forma, la idea del arte queda definida como el medium de reflexión de las formas. En éste coinciden de manera constante todas las formas de exposición, se conectan recíprocamente y se unifican en la forma absoluta del arte, que es idéntica a su idea. La idea romántica de la unidad del arte anida, por consiguiente, en la idea de un continuum de las formas. Así, por ejemplo, la tragedia enlazaría para el espectador, sin solución de continuidad, con el soneto. En este contexto se puede indicar sin dificultad una clara diferencia entre el concepto kantiano de juicio y el romántico de reflexión; la reflexión no es, como el juicio, un procedimiento reflexivo subjetivo, sino que se halla encerrada en la forma de exposición de la obra y se despliega en la crítica para finalmente colmarse en el continuum de las formas. —En el Herkules Musagetes, con referencia a aquella diferencia descrita más arriba en los términos de forma de exposición y forma absoluta, se dice del poeta: «Para él, cualquier forma... será la suya propia, / Puede con su ingenio... / enlazar más altamente las formas a la forma en un leve tejido.»[217] Con mayor concreción, en el fragmento 116 del Athenaum se encuentra definida, como carácter determinante de la poesía romántica, «la de reunir nuevamente todos los géneros escindidos de la poesía... Ella abarca todo lo que es poético, desde el más grande sistema del arte (que a su vez contiene más sistemas en sí), hasta el suspiro, el beso que el niño poeta exhala en un canto espontáneo... El estilo poético [Dichart] romántico es el único que es algo más que un estilo, que es casi el arte poético mismo». Apenas podía ser descrito más claramente el continuum de las formas artísticas. Al definir esta unidad del arte como poesía o estilo poético romántico, Schlegel se propone a un tiempo asignarle la más precisa caracterización objetiva. Es en ese estilo poético romántico en el que está pensando cuando dice: «Disponemos ya de tantas teorías del estilo poético... ¿Por qué no poseemos todavía un concepto de estilo poético? Quizás deberíamos contentarnos con una única teoría de los estilos poéticos.»[218] Así pues, la poesía romántica es la idea de la poesía misma, el continuum de las formas artísticas. Schiegel se esforzó con la mayor intensidad en llevar a expresión la determinación y la plenitud con las que concebía esta idea. «Si los ideales no tienen para el pensador tanta individualidad como para el artista tenían los dioses de la Antigüedad, ocuparse con las ideas no es nada sino un aburrido y fatigoso jugar a los dados con fórmulas vacías.»[219] «Sentido para la poesía... lo tiene aquel para el cual ésta es una realidad individual.»[220] Y: «¿No existen individuos que contienen en sí sistemas enteros de individuos?»[221] La poesía cuando menos, en tanto que médium de la reflexión de las formas, ha de ser un individuo semejante. Se podría ciertamente suponer que es en la obra de arte en lo que piensa Novalis cuando dice: «Un individuo infinitamente caracterizado es miembro de un infinitorium.»[222] Queda expresado, en cualquier caso, el principio de un continuum de las ideas para la filosofía y el arte; las ideas de la poesía son, según la concepción romántica, las formas de exposición. «El filósofo que en su filosofía puede transformar todos los filosofemas singulares en uno único, que puede hacer de todos los individuos de la misma un solo individuo, alcanza el culmen de su filosofía. Alcanza el máximo cuando reúne todas las filosofías en una única... El filósofo y el artista proceden orgánicamente, si puedo decirlo así... Su principio, su idea de unificación es un germen orgánico que toma forma, que se desarrolla libremente hacia una forma continente de individuos indeterminados, una figura infinitamente individual, universalmente conformadora —una idea rica en ideas.»[223] «Todo está comprehendido en el arte y la ciencia, para llegar de lo uno a lo otro, y asimismo del uno al todo, rapsódica o sistemáticamente; el espiritual arte de la sabiduría, el arte de la adivinación.»[224] Por supuesto, ese arte de la sabiduría es la crítica, que Schlegel llama también «adivinatoria».[225]
Para llevar a expresión la individualidad de la unidad del arte, Schlegel exageró sus conceptos y los concibió con arreglo a una paradoja. De otro modo la idea de expresar la suprema universalidad como una individualidad era irrealizable. Por su parte, sin embargo, esta idea no tiene en absoluto un absurdo, cuando no un error, como última motivación; más bien sucede que Schiegel, simplemente, interpretó erróneamente en ella un motivo aceptable y valioso. Ese motivo consistía en el esfuerzo de reservar el concepto de idea del arte del malentendido según el cual sería una abstracción de las obras empíricamente existentes. Pretendía determinar este concepto como una idea en el sentido platónico, como un πρότερον τη Ψύοει como el fundamento real de todas las obras empíricas, y así fue como recayó en la antigua confusión entre abstracto y universal, cuando creía que se debía hacer de ellos algo individual. Sólo a este propósito define Schiegel una y otra vez, con insistencia, la unidad del arte, el mismo continuum de las formas, como una obra. Esta obra invisible es la que acoge en sí la visible, de la que habla en otro pasaje. Esta concepción asaltó a Schlegel durante el estudio de la poesía griega, desde donde la trasladó a la poesía en general: «El sistemático Winckelmann, que leyó a todos los antiguos como si fueran un solo autor, que todo lo vio en su conjunto y concentró en los griegos toda su fuerza, puso los primeros cimientos de una doctrina concreta de la Antigüedad mediante la percepción de la diferencia absoluta entre lo antiguo y lo moderno. Sólo desde el momento en que se ha descubierto el punto de vista y las condiciones de la identidad absoluta de los antiguos y los modernos, que fue, es o será, puede decirse que estaría dado el contorno de la ciencia[226] y podría pensarse en su elaboración metodológica.»[227] «Todas las poesías de la Antigüedad se conjugan unas con otras hasta que de masas y miembros cada vez más grandes se forma el todo... Y así, verdaderamente, no es una imagen vacía el decir que la poesía antigua sería una única poesía indivisible y perfecta. ¿Por qué no había de ser de nuevo lo que ya ha sido? De otra manera, se entiende. Y ¿por qué no de una manera más bella, más grande?»[228] «Todas las poesías clásicas de los antiguos se conjugan entre sí, forman un todo orgánico inseparable y son, si bien se mira, una sola poesía, la única en la que el arte poético mismo aparece perfecto. De manera semejante, todos los libros deben constituir un solo libro en una literatura perfecta.»[229] «Así pues, ¡incluso la individualidad del arte, cuando es comprendida a fondo, ha de conducir hasta un todo inconmensurable! ¿O es que acaso creéis que todo, en efecto, salvo la poesía misma, podría ser un poema o una obra?»[230] El acuerdo y la reconciliación de las formas constituyen el proceso visible y determinante para la unidad en devenir de la poesía como obra invisible. A fin de cuentas, la mística tesis de que el arte mismo sería una obra —que Schlegel puso en la cima de sus pensamientos, particularmente hacia 1800— se encuentra en una precisa conexión con aquella frase que afirma la indestructibilidad de las obras que se purifican en la ironía. Ambas proposiciones explican que idea y obra no son opuestos absolutos en el arte. La idea es obra, de igual modo que la obra es idea, si supera los límites de su forma de exposición.[231]
De la exposición de la idea del arte en la obra total hizo Schiegel la tarea de la poesía universal y progresiva; esta caracterización de la poesía no se refiere a otra cosa que a esa tarea: «La poesía romántica es una poesía universal en progresión... El estilo poético romántico está aún en devenir; en efecto, ésta es su propia esencia, a saber, el poder únicamente llegar a ser, nunca ser de una manera perfecta.»[232] De ella puede afirmarse: «...Una idea no se deja prender en una proposición. Una idea es una serie infinita de proposiciones, una magnitud irracional, impredicable,[233] inconmensurable... Sí es posible, no obstante, establecer su progresión.»[234] —Al concepto de poesía universal y progresiva puede adherirse con facilidad un malentendido modernizante cuando no se advierte su nexo con el medium de la reflexión. Ese malentendido consistiría en concebir la progresión infinita como una mera función de la infinitud indeterminada de la tarea, por un lado o por el otro, de la vacía infinitud del tiempo. Pero ya se ha señalado cuánto luchó Schlegel por la determinación, por la individualidad de la idea que asigna su cometido a la poesía universal progresiva. Así pues, la infinitud de la progresión no puede apartar su mirada de la determinación de su tarea, y, si es que en esta determinación no existen propiamente límites, la formulación según la cual para «esta poesía en devenir... no hay límite alguno del progreso, del continuo desarrollo»,[235] podría llevar a error, puesto que ésta no pone el acento en lo esencial. Lo esencial es que la tarea de la poesía universal progresiva se ofrece en un médium de las formas, de la manera más determinada, como su más estricta dominación y ordenación. «... La belleza... no es meramente el vacío pensamiento de algo que ha de ser producido, ...sino también un factum, a saber, un factum eterno y trascendental.»[236] Lo es en tanto que continuum de las formas cuya materialización a través del caos, como escenario de la acción ordenadora, hemos encontrado ya en Novalis. Incluso en la siguiente observación de Schlegel, el caos no es otra cosa que la imagen simbólica del médium absoluto: «Pero la suprema belleza, la suprema ordenación no es pues, en efecto, sino la del caos, es decir, de algo tal que sólo espera el toque del amor para desplegarse hacia un mundo armónico...»[237] No se trata, por consiguiente, de un proceder en el vacío, de un vago poetizar-cada-vez-mejor, sino de un despliegue y una ascensión cada vez más comprehensivos de las formas poéticas. La infinitud temporal en la que tiene lugar este proceso es igualmente una infinitud mediática y cualitativa.[238] Por ello, la progresividad no es en absoluto lo que se entiende bajo la moderna expresión de «progreso»; no es una cierta proporción, apenas relativa, de los estadios de la cultura entre sí. Al igual que la entera vida de la humanidad, constituye un proceso infinito de cumplimiento, no un mero proceso de devenir. Si es innegable, pese a todo, que el mesianismo romántico no actúa con toda su fuerza, estos pensamientos no representan tampoco una contradicción respecto a la posición de principio de Schlegel frente a la ideología del progreso expresada en su Lucinde: «¿Qué buscaría ese incondicionado afanarse y progresar sin pausa y sin centro? ¿Puede ese Sturm una Drang dar jugo nutricio o conformación a la infinita planta de la humanidad, que crece quedamente y se forma a partir de sí misma? Nada es este vacío e inquieto bregar sino una aberración nórdica.»[239]
El discutido concepto de poesía trascendental puede explicarse en este contexto sin dificultad y, sin embargo, con exactitud. Como el de poesía universal progresiva, es una determinación de la idea del arte. Si éste representa en un concentrado conceptual su relación con el tiempo, el concepto de poesía trascendental remite de nuevo al centro sistemático del que ha surgido la filosofía romántica del arte. Por tanto, expone la poesía romántica como la reflexión poética absoluta; la poesía trascendental en el pensamiento de Friedrich Schiegel en la época del Athenäum es justamente lo que el concepto de yo originario en las Lecciones Windischmann. Para demostrarlo basta con seguir puntualmente las relaciones en que se presenta el concepto de trascendental en Schiegel y Novalis. Se descubre que por doquier conducen al concepto de reflexión. Así, dice Schiegel sobre el humor: «...su auténtica esencia es la reflexión. De ahí su afinidad con... todo lo que es tras-
cendental.»[240] «La suprema tarea de la formación es la de apoderarse de su mismidad trascendental, ser a un tiempo el yo de su yo»,[241] esto es, comportarse reflexivamente. La
reflexión trasciende los correspondientes niveles espirituales para pasar al más alto. Al respecto escribe Novalis, con referencia al acto de reflexión en la introspección: «Aquel lugar fuera del mundo está dado ya; y Arquímides puede ahora cumplir su promesa.»[242] El origen de la poesía superior a partir de la reflexión se halla indicado en el siguiente fragmento: «Hay en nosotros ciertos poemas que parecen poseer un carácter del todo diferente a los demás, pues van acompañados del sentimiento de una necesidad y no ha existido en absoluto, sin embargo, ninguna motivación exterior para ellos. El hombre tiene
la impresión de que toma parte en una conversación y de que alguien, una esencia espiritual desconocida, de una manera prodigiosa, lo induce al desarrollo de los pensamientos más evidentes. Este ente debe ser un ente superior, dado que establece con él una clase de relación que no le es posible a otro ente ligada a los fenómenos. Debe ser un ente homogéneo, puesto que trata al hombre como un ente espiritual y únicamente le solicita la más elevada autonomía. Este yo de clase superior se conduce para con el hombre como el hombre con la naturaleza o el sabio con el niño.»[243] Los poemas que surgen de la actividad del yo superior son los miembros de la poesía trascendental, cuyo perfil se solapa con la idea del arte impresa en la obra absoluta. «Las poesías que hasta hoy han existido actúan por lo general dinámicamente; la futura poesía trascendental podría ser denominada orgánica. Cuando se la invente, se verá que todos los auténticos poetas poetizaron hasta ahora, sin saberlo, orgánicamente —pero que esta falta de conciencia... ejercía una influencia esencial en la totalidad de sus obras, de tal manera que en su mayor parte sólo eran auténticamente poéticas en lo particular, pero habituahnente no poéticas en el conjunto.»[244] Justamente, según la visión de Novalis, la poesía de la obra total depende del conocimiento de la esencia de la absoluta unidad del arte. —La inteligencia de este claro y sencillo significado del término «poesía trascendental» se ha visto extraordinariamente dificultada por una particular circunstancia. En efecto, en aquel fragmento que de acuerdo con su pensamiento fundamental ha de ser entendido como la prueba principal del argumento examinado, Schlegel definía[245] de otro modo esa discutible expresión, diferenciándola respecto de un termino que, según su propia acepción y la de Novalis, debía serle equivalente. De hecho, «poesía trascendental» significa en Novalis —y, en buena lógica, también en Schlegel— la reflexión absoluta de la poesía, que Schlegel distingue de aquélla en el fragmento en cuestión como «poesía de la poesía»: «Existe una poesía cuyo uno y todo es la relación de lo ideal con lo real y que, por tanto, en analogía con el lenguaje filosófico, podríamos llamar poesía trascendental... Pero así como se concedería escaso valor a una filosofía trascendental que no fuese crítica, que no representase al productor junto con el producto, y que en el sistema de los pensamientos trascendentales no contuviese a la vez una caracterización del pensamiento trascendental, así también aquella poesía debería quizás unificar los materiales y tentativas preliminares trascendentales, no raros en los poetas modernos, con la reflexión artística y el autorreflejo estético, en orden a una teoría poética de la facultad de la poesía... y representarse a sí misma en cada una de sus representaciones, y en todas partes ser a la vez poesía y poesía de la poesía.»[246] Toda la dificultad que de para el concepto de poesía trascendental en la exposición de la filosofía romántica, la oscuridad que le caracteriza, depende del hecho de que, en el fragmento antes citado, esta expresión no es empleada con referencia al momento reflexivo en la poesía, sino con la mirada puesta en la vieja interrogación de Schlegel acerca de la relación entre la poesía griega y la moderna. Así como la poesía griega fue calificada por Schlegel como real y la moderna como ideal[247] acuña ahora el término «poesía trascendental» en mistificante alusión al debate filosófico, de un género totalmente distinto, entre el idealismo metafísico y el realismo, y a su resolución en Kant por medio del método trascendental. En cualquier caso, no obstante, la acepción de Schlegel coincide en última instancia con lo que Novalis llama poesía trascendental, y que él mismo denomina poesía de la poesía. Pues la reflexión a la que se alude en estas dos últimas definiciones no es sino el método para la solución de la aporía estética «trascendental» de Schiegel. Como ya se ha explicado, en la obra misma se produce, por una parte, su acabado estrictamente formal (de tipo griego), que sigue siendo relativo; pero, por otra parte, queda_redimida de su relatividad y elevada al absoluto del arte mediante la crítica y la ironía (de signo moderno).[248] —La «poesía de la poesía» es la expresión sumaria de la naturaleza reflexiva del absoluto. Es la poesía consciente de sí misma; y puesto que la conciencia, según la doctrina temprano-romántica, es sólo una forma espiritual intensificada de aquello de lo que es conciencia, así también la conciencia de la poesía es ella misma poesía. Es poesía de la poesía. La poesía superior «es ella misma naturaleza y vida...; pero es la naturaleza de la naturaleza, la vida de la vida, el hombre en el hombre; y yo pienso que esta diferencia es, en verdad, suficientemente clara y precisa para quienquiera que la perciba».[249] Estas fórmulas no son intensificaciones retóricas, sino definiciones de la naturaleza reflexiva de la poesía trascendental. «Presumo que en ti, aun a propósito de Shakespeare, pronto o tarde, el arte se reflejará en el arte»,[250] escribe Friedrich
Schlegel a su hermano.
Al órgano de la poesía trascendental, en tanto que forma que perdura en el hundimiento absoluto tras el hundimiento de las formas profanas, lo define Schlegel como forma simbólica. En la retrospectiva literaria con la que abre su Europa en 1803, dice de los cuadernos del Athenäum: «Al comienzo de los mismos, la finalidad predominante es la crítica y la universalidad; en los fragmentos posteriores, lo esencial es el espíritu del misticismo. No se tema esta palabra;[251] designa la anunciación de los misterios del arte y de la ciencia, que sin esos misterios no merecerían su nombre; pero, ante todo, evoca la vigorosa defensa de las formas simbólicas y de su necesidad frente al sentido profano.»[252] La expresión «forma simbólica» remite a dos órdenes de significados: denota, en primer lugar, la relación con los diferentes conceptos que cubren el absoluto poético, y sobre todo con la mitología. El arabesco, por ejemplo, es una forma simbólica que se refiere a un contenido mitológico. En ese sentido, la forma simbólica no pertenece a este contexto. En segundo lugar, es la expresión del puro absoluto poético en la forma. Por eso Lessing es venerado por Schlegel, «por la forma simbólica de sus obras... en virtud de la cual... pertenecen... al ámbito del arte superior, pues precisamente éste... es su único signo distintivo».[253] No es otra que la forma simbólica lo que se entiende con la expresión común de «símbolo» cuando Schlegel afirma, del supremo cometido de la poesía que habría «sido logrado a través de aquel elemento mediante el cual la apariencia de lo finito es puesta en relación con la verdad de lo eterno y, justamente por eso, queda en ella dísuelta: ... mediante los símbolos a través de los cuales el significado, lo único real en la existencia, pasa a ocupar el lugar de la ilusión».[254] Merced a la reflexión,.la forma simbólica otorga este significado, es decir, la relación con la idea de arte, a las obras poético-trascendentales. La «forma simbólica» es la fórmula en la que se resume el alcance de la reflexión para la obra de arte. «Ironía y reflexión son las propiedades fundamentales de la' forma simbólica de la poesía romántica»[255] —pero, puesto que la reflexión se encuentra también en la base de la ironía, de modo que es idéntica a la forma simbólica en la obra de arte, sería más exacto decir: las propiedades fundamentales de la forma simbólica consisten, por un lado, en una pureza tal de la forma de exposición que ésta queda depurada en mera expresión de la autolimitación de la reflexión, y diferenciada de las formas profanas de exposición;[256] por otro lado, en la ironía (formal) en la cual se eleva la reflexión hasta el absoluto. La crítica de arte expone esta forma simbólica en toda su pureza; la libera Be todos los momentos extraños a su naturaleza a los que pudiera estar ligada en la obra y culmina con la disolución de ésta. Se impone a la consideración el hecho de que, a pesar de todas las acuñaciones conceptuales, en el ámbito de las teorías románticas no se puede jamás alcanzar claridad plena en la distinción entre forma profana y simbólica, entre forma simbólica y crítica. Sólo al precio de tan borrosas delimitaciones pueden los conceptos de la teoría del arte ser incluidos, como a fin de cuentas ambicionaban los románticos, en el dominio del absoluto.
Entre todas las formas de exposición, hay una en la que los románticos hallaron la autolimitación reflexiva y la autoexpansión, configuradas ambas con la mayor nitidez, para, desde esta cima, convertirse indistintamente la una en la otra. Esta forma simbólica suprema es la novela. Ante todo, lo que salta a la vista en esa forma es su aparente libertad y carencia de reglas. La novela puede, en efecto, reflejarse a discreción en sí misma, reflejar especularmente desde una posición más elevada, en consideraciones siempre nuevas, cada nivel dado de conciencia. El hecho de que, por la naturaleza de su forma, la novela consiga lo que de otro modo es posible solamente por medio del acto violento de la ironía, neutraliza la ironía en ella. Por otra parte, sin embargo, precisamente porque la novela nunca transgrede su forma, cada una de sus reflexiones_puede entenderse como limitada por sí misma, pues lo que la limita no es una forma de exposición conforme a reglas. Esto neutraliza en la novela la forma de exposición, que en ella actúa sólo en su pureza, no en su rigor. En tanto que aquella aparente libertad, dada su inmediata evidencia, no requiere de evidencia alguna, los románticos acentuaron una y otra vez la regularidad y su nítida concentración en la forma novela. Que «el espíritu de meditación y del retorno sobre sí mismo...» es «una peculiaridad común a toda poesía altamente espiritual»,[257] lo explícita Schlegel con ocasión de la recensión del Meister. La poesía más espiritual es la novela; su carácter retardatario es la expresión de la reflexión que le es propia: «En virtud de su naturaleza retardataria, la pieza teatral puede parecer afín a la novela, que pone su esencia justamente en ello»,[258] se afirma en el mismo lugar a propósito del Hamlet. Y Novalis: «La naturaleza retardataria de la novela[259] se muestra preferentemente en el estilo.»[260] Partiendo de la consideración de que la novela la forman los omplejos reflexivamente cerrados en sí, dice: «El estilo de escritura de la novela no debe ser un continuum, sino un edificio articulado en cada período. Cada pequeña pieza debe ser algo recortado, delimitado, un auténtico todo.»[261] Es justamente este estilo de escritura el que Schlegel ensalza en el Wilheim Meister: «En virtud... de la variedad de las masas singulares... cada una de las partes necesarias de la única e indivisible novela se convierte en un sistema en sí.»[262] La exposición de la reflexión constituye para Schlegel la suprema legitimación de la maestría de Goethe en esta novela: «La exposición de una naturaleza que siempre se contempla a sí misma de nuevo, hasta el infinito, era la prueba más hermosa que un artista podría ofrecer de la insondable profundidad de su potencia.»[263] La novela es la más alta de entre todas las formas simbólicas; la poesía romántica es la idea de la poesía misma. —No hay duda de que Schlegel tomó en cuenta, si es que no la buscó, la ambigüedad existente en el apelativo «romántico». Como es notorio, en el uso lingüístico de aquel entonces, «romántico» significa «caballeresco», «medieval»; mas por detrás de este significado, como se complacía en hacer, Schlegel escondió su propia opinión, que ha de colegirse a partir de la etimología de la palabra. La expresión «romántico» hay que. entenderla por tanto, con Haym, en su significado esencial, ni más ni menos que como «romance». Según Haym, Schlegel sostiene la doctrina de que «la auténtica novela sería un non plus ultra, una summa de todo lo poético, y consecuentemente designa este ideal poético con el nombre de poesía romántica».[264] En tanto que summa de todo lo poético, según entendía la teoría schlegeliana del arte, la novela es una denominación del absoluto poético: «Una filosofía de la novela... sería la piedra angular»[265] de una filosofía de la poesía en general. A menudo se insiste en que la novela no es un género entre otros, ni el estilo poético romántico uno entre muchos, sino que ambos son ideas. «Evaluar este libro con arreglo a un concepto de género compuesto y nacido de la costumbre y la fe, de experiencias azarosas y exigencias arbitrarias: sería como si un niño quisiera asir con la mano la Luna y las estrellas y meterlas en una cajita.»[266] se dice del Wilheim Meister.
El Romanticismo temprano no sólo incluyó la novela en su teoría del arte, sino que encontró en ella su más extraordinaria confirmación trascendental, en tanto que la situó en una más vasta e inmediata relación con su concepción fundamental de la idea del arte. Según esta concepción, el arte es el continuum de las formas, y, según la concepción de los primeros románticos, la novela es la aparición perceptible de este continuum. Lo es a través de la prosa. La idea de la poesía encuentra su individualidad buscada por Schlegel en la forma de la prosa; los primeros románticos no conocen otra determinación más profunda y apropiada para ella que la de prosa. En esta intuición aparentemente paradójica, pero en verdad muy profunda, encuentran un fundamento completamente nuevo para la filosofía del arte. En este fundamento descansa tanto la entera filosofía del arte del Romanticismo temprano, como también su concepto de crítica en particular, en razón del cual hemos conducido la investigación hasta aquí a través de aparentes desviaciones. —La idea de la poesía es la prosa. Ésta es la determinación conclusiva de la idea del arte, y también el auténtico significado de la teoría de la novela, que sólo así es entendida en su profunda intención y desligada de la relación exclusivamente empírica con el Wilheim Meister: lo que los románticos entendían por prosa como idea de la poesía puede ser deducido del siguiente pasaje, de la carta que Novalis dirigió a A. W. Schlegel el 12 de enero de 1798: «Si la poesía quiere expandirse, sólo puede hacerlo limitándose; contrayéndose, se diría que deja correr su materia inflamable hasta que coagula. Adquiere una apariencia prosaica; sus partes constitutivas no se encuentran en una relación tan estrecha —y tampoco bajo unas leyes rítmicas demasiado severas—, y deviene más apta para la representación de lo limitado. Pero sigue siendo poesía —y, con ello, fiel a las leyes esenciales de su naturaleza; deviene casi un ser orgánico cuyo entero edificio traiciona su procedencia fluida, su naturaleza originariamente elástica, su ilimitación, su disponibilidad universal. Sólo la mezcolanza de sus miembros carece de reglas; su ordenación, su relación con el todo, es todavía la misma. Cada uno de los estímulos se extiende en todas direcciones. Incluso aquí los miembros se mueven en torno a lo que reposa eternamente, en torno a un todo... Cuanto más simples, uniformes y quietos son también aquí los movimientos de las frases, cuanto más concorde su mezcla en el todo, cuanto más suelta la conexión, cuanto más transparente e incolora la expresión, tanto más perfecta —a la inversa que la prosa decorativa—[267] es esta poesía descuidada, aparentemente dependiente de los objetos. La poesía parece abandonar el rigor de su exigencias y hacerse dócil y maleable. Pero a quien se aventura en la poesía con una tentativa de este género pronto se le pondrá de manifiesto lo difícil que es realizarla perfectamente en esa forma. Esta poesía dilatada es justamente el supremo problema del escritor poético —un problema que sólo puede ser resuelto por aproximación y que pertenece propiamente a la más elevada poesía... Aquí queda aún un campo inconmensurable, un territorio infinito en el más auténtico sentido. A aquella poesía superior se la podría llamar poesía del infinito.».[268] En la prosa aparece el medium de reflexión de las formas poéticas, de tal modo que aquélla podría ser denominada idea de la poesía. Es el suelo creador de las formas poéticas: todas resultan mediadas en ella y disueltas como en el canónico fundamento creativo. Ritmos conjuntamente ligados se entremezclan, se enlazan en una nueva unidad, la unidad prosaica, que en Novalis es el «ritmo romántico».[269] [270] —La poesía es la prosa entre las artes.»[271] Sólo desde este punto de vista puede comprenderse la teoría de la novela en su más profunda intención y quedar desligada de la relación empírica con el Wilheim Meister. Dado que la unidad de toda la poesía, en calidad de una única obra, representa un poema en prosa, la novela es la suprema forma poética. Presumiblemente en alusión a la función unificadora de la prosa, dice Novalis: «¿No debería comprender la novela todos los géneros estilísticos en una secuencia diversamente enlazada por el espíritu común?»[272] Este elemento prosaico lo concibió Friedrich Schlegel con menor pureza, si bien se orientó hacia él no menos profundamente que Novalis. Por ello, en su modélica novela Lucinde cultivó la multiplicidad de las formas, en cuya unificación consiste la tarea, más todavía que el elemento puramente prosaico que las colma. En la segunda parte de la novela quiso insertar numerosas poesías. Pero ambas tendencias, la multiplicidad de las formas y el elemento prosaico, tienen en común su oposición a la forma delimitada y la aspiración a lo trascendental. Sólo que todo esto no queda expuesto, esporádicamente, en la prosa de Schlegel, sino más bien postulado en ella. Ni siquiera en la teoría schlegeliana de la novela aparece la idea de la prosa claramente situada en el punto central, aun cuando no hay duda de que determina su auténtico espíritu. Lo complicó, empero, con la doctrina de la poetización de la materia.[273]
La concepción de la idea de poesía como prosa impregna la totalidad de la filosofía romántica del arte. Es a causa de esta determinación por lo que ha sido históricamente tan rica en consecuencias. No sólo se ensanchó con el espíritu de la crítica moderna, sin llegar a ser reconocida en sus presupuestos y en su auténtica esencia, sino que penetró, en forma más o menos expresa, en los principios filosóficos de escuelas artísticas posteriores, como el declinante Romanticismo francés o el neorromanticismo alemán. Ante todo, sin embargo, esta fundamental concepción filosófica establece una peculiar relación en el seno mismo de un círculo romántico de mayor amplitud, cuyo elemento común, al igual que el de la escuela en sentido estricto, sigue siendo inaprensible, como generalmente se admite, en tanto se lo busca sólo en la poesía y no en igual medida en la filosofía. Desde ese punto de vista, en este círculo más amplio, por no decir que en su centro, se percibe un espíritu que no puede ser comprendido a través de su mera valoración como poeta en el sentido moderno de la palabra (por muy altamente que pueda éste ser considerado), y cuya relación con la escuela romántica en la historia de las ideas persiste en la oscuridad cuando pasa inadvertida su particular unidad filosófica con aquélla. Este espíritu es Hölderlin, y la tesis que funda su relación filosófica con los románticos es su aserto acerca de la sobriedad del arte. Esta proposición es el pensamiento fundamental, en lo esencial enteramente nuevo y todavía invisiblemente activo, de la filosofía del arte en el Romanticismo, que tal vez define la época más grande de la filosofía occidental del arte. Es evidente la manera en que ese pensamiento se conecta con el procedimiento metodológico de aquella filosofía, es decir, con la reflexión. Lo prosaico, donde la reflexión alcanza suprema expresión como principio del arte, es directamente, incluso en el lenguaje ordinario, una designación metafórica de lo sobrio. En tanto que procedimiento pensante y esclarecedor, la reflexión es el opuesto del éxtasis, de la manía de Platón. Así entre los primeros románticos la luz se presenta ocasionalmente como símbolo del medium de la reflexión, del sentido infinito, así también dice Hölderlin:

«... wo bist du, Nachdenkliches! das immer muß
Zur Seite gehn, zu Zeiten, wo bist du, Licht?»[274]

«La prudencia es la primera musa del hombre que aspira a su educación»,[275] dice incluso el no filosófico A. W. Schlegel, y Novalis califica todo eso como un feliz «rayo de luz sobre la poesía más remota.»[276] En una hermosa imagen, muy peculiar, se expresa acerca de la sobria naturaleza de la reflexión: «¿No es la reflexión sobre sí mismo... consonante por naturaleza?...[277] Canto hacia adentro: mundo interior. Discurso-Prosa-Crítica.»[278] El entero
conjunto de la filosofía romántica del arte en su más alto grado en parte todavía por desarrollar, se encuentra esquemáticamente indicado en esas palabras.
Hölderlin trató de examinar en sus escritos tardíos, en una gran cantidad de profundísimos pensamientos, la «sacra sobriedad»[279] de la poesía. Aquí debe citarse tan sólo un destacado pasaje, para facilitar la comprensión de las proposiciones de Friedrich Schlegel y de Novalis, menos claras quizás, pero de similares intenciones: «Para asegurar a los poetas, también entre nosotros, una existencia burguesa, bueno será que la poesía, tomando en cuenta la diferencia de las épocas y de las constituciones, sea elevada asimismo entre nosotros el grado de la Μηχανή de los antiguos. —También otras obras de arte, en comparación con las de los griegos, adolecen de fiabilidad; hasta ahora, cuando menos, han sido juzgadas más según las impresiones que suscitan que no según su cálculo regulado por leyes y los restantes procedimientos en virtud de los cuales es producido lo bello. Pero lo que especialmente le falta a la poesía moderna es escuela y maestría artesanal; le falta, en efecto, que su procedimiento sea calculado y enseñado, y que, una vez aprendido, pueda siempre ser reiterado confiadamente en el ejercicio. En todas las cosas los hombres deben mirar sobre todo que se trate de un algo, esto es, que sea cognoscible en el medio (moyen) de su aparición, que la manera en que está condicionada pueda determinarse y enseñarse. Por ello, y por otras razones superiores, la poesía tiene una especial necesidad de principios y de límites seguros y característicos. —Uno de ellos es justamente aquel cálculo regulado.»[280] Novalis: «La auténtica poesía del arte es retribuible.»[281] «El arte...es mecánico.»[282] «La sede del arte auténtico está sólo en el intelecto.»[283] «La naturaleza genera, el espíritu actúa, Il est beacuoup plus commode d'être fait que de se jaire lui (sic) même.»[284] La naturaleza de ese hacer es, por consiguiente, la reflexión. Testimonio de esta actividad consciente en la obra son ante todo las «secretas intenciones... de las que, en el genio... jamás podríamos suponer demasiadas»,[285] como dice Schlegel. La «intencional... elaboración secundaria de... lo más diminuto»[286] es un certificado de maestría poética. De modo radical —en la base de este radicalismo subsiste una cierta oscuridad— se afirma en el Athenäum: «A menudo se cree ofender a una autor por medio de comparaciones con el mundo de la industria. Pero el verdadero autor ¿no debe ser también un fabricante? ¿No debe acaso dedicar su vida entera al negocio de configurar una materia literaria en formas que sean, en una escala mayor, útiles y apropiadas?»[287] «En tanto que el artista sea presa del entusiasmo se encuentra, respecto a la comunicación, en un estado cuando menos escasamente liberal.»[288] —En obras hechas con espíritu prosaico, llenas de espíritu prosaico, pensaban los románticos al formular la tesis de la indestructibilidad de la obra de arte auténtica. Lo que se disuelve en el rayo de la ironía es sólo la ilusión; indestructible, sin embargo, permanece el núcleo de la obra, porque no se sostiene sobre el éxtasis, que puede ser destruido, sino en la sobria, la intangible forma prosaica.
Por medio de la razón artesanal se constituye sobriamente la obra, aun cuando apunte al infinito —en el valor límite de las formas delimitadas. La novela es el prototipo de esta mística constitución de la obra más allá de las formas delimitadas y bellas en la apariencia (poéticas en el sentido estricto). La ruptura de esta teoría con las tradicionales intuiciones acerca de la esencia del arte se manifiesta, finalmente, en el lugar que reserva a esas «bellas» formas, a la belleza en general: como se indicó, la forma no es ya expresión de la belleza, sino del arte como la idea misma. En última instancia, el concepto de belleza debe ser apartado de la filosofía romántica del arte, no sólo porque estaba complicado con el concepto de regla según la concepción racionalista, sino ante todo porque la belleza como objeto de «diversión», del agrado, del gusto, no parecía concordar con la rigurosa sobriedad que, según la nueva concepción, determinaría la esencia del arte. «Una auténtica y propia poética habría de comenzar con la diferencia absoluta: la eternamente irreductible separación entre el arte y la todavía ruda belleza..,[289] A los apresurados diletantes sin entusiasmo y sin cultura... semejante poética debería aparecérseles como un libro de trigonometría a un niño que deseara dibujar.»[290] «Las supremas obras de arte son sencillamente no susceptibles de ser gozadas; son ideales que sólo approximando pueden complacer, y deben hacerlo, pues son imperativos estéticos.»[291] La doctrina según la cual el arte y sus obras no son esencialmente ni apariciones de la belleza ni manifestaciones de inmediata exaltación entusiasta, sino un medium de las formas que reposa sobre sí mismo, no ha caído en el olvido desde el Romanticismo, al menos en el espíritu del desarrollo artístico. Si se quisiera llevar hasta sus principios fundamentales la teoría artística de un maestro tan eminentemente consciente como Flaubert, de los Parnasianos o del círculo de George, encontraríamos sin duda los aquí expuestos. Si formulásemos esos principios fundamentales, se documentaría su origen en la filosofía del primer Romanticismo alemán. Son tan propios del espíritu de esa época que con razón podía Kircher declarar: «Estos románticos querían mantener lejos de sí incluso lo “romántico” mismo —tal como entonces
y ahora se entendía.»[292] «Empiezo a amar lo sobrio, pero lo sobrio auténticamente progresivo y en avance permanente»,[293] escribe Novalis en 1799 a Carolinc Schlegel. También a este respecto nos brinda Friedrich Schlegel la más extrema formulación: «Ésta es, en verdad, la clave: que no podamos, por mor de lo sublime, abandonamos entera y exclusivamente a nuestro sentimiento.»[294]
Queda por concluir la explicación del concepto romántico de crítica de arte a tenor de las consideraciones precedentes. No se trata ya de su estructura metodológica, que ha sido expuesta, sino únicamente de la definitiva determinación de su contenido. Ya se ha dicho al respecto que [la tarea de la crítica es el cumplimiento de la obra. Schlegel rechaza con energía toda finalidad informativa o pedagógica: «¡El fin de la crítica, se dice, sería formar
al lector! —Quien quiera ser culto, cultívese a sí mismo. Esto parece descortés: pero no puede ser de otra manera.»[295] De igual modo, como también se demostró, la crítica no es esencialmente un juicio, la expresión de una opinión sobre una obra. Más bien constituye un producto ocasionado en su origen, “ciertamente, por la obra, pero que en su existir es independiente de ésta. Como tal y por principio no puede ser diferenciada de la obra de arte. El fragmento 116 del Athenaum, que efectúa una síntesis de todos los conceptos, dice así: «La poesía romántica... pretende, e incluso, debe... combinar... genialidad y crítica.» Al mismo principio conduce igualmente otra enunciación del Athenäum: «La llamada recherche es un experimento histórico. El objeto y el resultado del mismo es un factum. Lo que deba ser un factum ha de poseer una rigurosa individualidad, ha de constituir a la vez un misterio y un experimento, a saber, un experimento de la naturaleza creadora.»[296] En este contexto es nuevo solamente el concepto de factum. Aparece otra vez en el Gespräch über die Poesie. «Un verdadero juicio artístico... una opinión elaborada y precisa sobre una obra es siempre un factum crítico, si puedo decirlo así. Pero es en todo caso un factum, y justamente por ello es fatiga vana pretender motivarlo, puesto que el motivo mismo debería contener a su vez un nuevo factum o una más próxima determinación del primero.»[297] En virtud del concepto de factum, la crítica debe aparecer diferenciada del modo más nítido respecto de la evaluación —en cuanto que mera opinión. La crítica tiene tan poca necesidad de una motivación como la tiene un experimento, que aquélla efectúa de hecho en la obra de arte, en la medida en que despliega su reflexión. Obviamente, una evaluación inmotivada sería un disparate. —La convicción teorética de la suprema positividad de toda crítica propició los resultados positivos de los críticos románticos, quienes no se propusieron tanto encabezar una pequeña guerra contra lo malo,[298] como potenciar el perfeccionamiento de lo bueno y, con ello, el aniquilamiento de lo no válido. Esta estimación de la crítica descansa, después de todo, en la valoración plenamente positiva de su medium, la prosa. La legitimación de la crítica, que confronta a ésta como instancia objetiva de toda producción poética, consiste en su naturaleza prosaica. La crítica es la exposición del núcleo prosaico en cada obra. El concepto de «exposición» es entendido aquí en el sentido químico, como producción de una materia a través de un determinado proceso al que quedan sometidas diversas sustancias. Así lo ha entendido Schlegel al decir del Wilheim Meister que la obra «no sólo se juzga a sí misma, sino que se expone a sí misma».[299] Lo prosaico es comprendido por la crítica en sus dos significados: en su sentido propio, en su forma de expresión, tal como se manifiesta de hecho en el discurso sin ataduras; y en su sentido impropio, por su objeto, que constituye la eternamente sobria consistencia de la obra. Esta crítica, tanto como proceso como producto elaborado, es una función necesaria de la obra clásica.
La teoría del arte temprano-romántica y Goethe.


La teoría de los primeros románticos y la de Goethe se contraponen en sus principios.[300] Y lo cierto es que el estudio de esta oposición amplía extraordinariamente el conocimiento de la historia del concepto de crítica de arte. Pues esa oposición representa a un tiempo el punto crítico de esta historia: en el contexto de historia de los problemas en el que el concepto romántico de crítica aparece con respecto al de Goethe, se hace inmediatamente visible en su pureza el problema de la crítica de arte. El concepto mismo de crítica de arte se sitúa, sin embargo, en clara dependencia respecto del centro de la filosofía del arte. Esta dependencia se formula con nitidez en el problema de la criticabilidad de la obra de arte. Que ésta sea negada o afirmada, es algo que depende por completo de los conceptos filosóficos fundamentales que se hallan en la base de la teoría del arte. Así, toda la actividad de los primeros románticos en filosofía del arte puede quedar resumida en el hecho de que trataron de demostrar por principio la criticabilidad de la obra. La entera teoría del arte de Goethe evidencia su intuición de la no criticabilidad de las obras. No es que acentuase este punto de vista de otro modo que ocasionalmente, ni que no haya escrito ninguna crítica. No estaba interesado en la elaboración conceptual de esta intuición, y aun en su época tardía, la que se toma aquí en consideración ante todo, compuso no pocas críticas. Pero en muchas de ellas se encontrará una cierta reserva irónica, no sólo frente a la obra, sino también respecto a la propia labor; y la intención de sus críticas, en todo caso, era sólo exotérica y pedagógica.
La categoría bajo la que los románticos concebían el arte es la idea. La idea es la expresión de la infinitud del arte y de su unidad, puesto que la unidad romántica es una infinitud. Todo lo que afirman los románticos sobre la esencia del arte no es sino la determinación de su idea, así como la forma que, en su dialéctica de autolimitación y autoelevación, lleva a expresión en la idea la dialéctica de unidad e infinitud. Por «idea» se entiende, en este contexto, el a priori del contenido respectivo. Los románticos no conocen un ideal del arte. No alcanzan sino una mera apariencia del mismo con la ayuda de ciertos conceptos de cobertura del absoluto poético, tales como la moralidad y la religión. Todas las determinaciones que Friedrich Schlegel ofreció acerca del contenido del arte, particularmente en el Gespräche über die Poesie, carecen, al contrario que su concepción de la forma, de una referencia más precisa a la especificidad del arte; menos todavía puede decirse que hubiera encontrado un a priori de este contenido. Es ese a priori el que la filosofía del arte de Goethe toma como punto de partida. Su motivo inductor es la interrogación por el ideal del arte. También el ideal constituye una suprema unidad conceptual, la propia del contenido. Su función es, por tanto, completamente distinta de la de su idea. No es un medium que se encierre en sí y que a partir de sí configure el conjunto de las formas, sino una unidad de otro género. Sólo es aprehensible en una limitada multiplicidad de puros contenidos, en los que se descompone. El ideal se manifiesta, así pues, en un limitado y armónico discontinuum de puros contenidos. En esta concepción coincide Goethe con los griegos. La idea de las Musas bajo la soberanía de Apolo es interpretada desde la filosofía del arte, la de los contenidos puros de todo arte. Los griegos contaban nueve de esos contenidos, y por cierto que ni su índole ni su número estaban arbitrariamente fijados. La suma total de los contenidos puros, el ideal del arte, puede ser definido como lo musaico [das Musische]. Del mismo modo que la íntima estructura del ideal es, al contrario que la idea, discontinua, la conexión de este ideal con el arte no se da en un medium sino que se caracteriza como una refracción. Los puros contenidos no se encuentran como tales en obra alguna. Goethe los llama arquetipos [Urbilder]. Las obras no pueden alcanzar esos arquetipos invisibles —aunque intuibles— cuyos guardianes conocían los griegos con el nombre de Musas, sino tan sólo asemejárseles en un mayor o menor grado. Este «asemejarse», que determina la relación de las obras con los arquetipos, debe quedar a salvo de un pernicioso malentendido materialista: no puede, por definición, conducir a la igualdad, ni tampoco puede ser obtenido por imitación. Ya que los arquetipos son invisibles y lo que «asemejarse» designa es precisamente la relación entre lo perceptible por excelencia y lo sólo intuible por principio. Así pues, el objeto de la intuición es la necesidad del contenido, que en el sentimiento se anuncia como puro, de llegar a ser completamente perceptible. Percibir esta necesidad significa intuir. Por consiguiente, el ideal del arte como objeto de la intuición consiste en una perceptibilidad necesaria —que nunca aparece en su forma pura en la obra de arte misma, en tanto que
ésta continúa siendo objeto de la percepción. —Según Goethe, fueron las obras de los griegos las que más se aproximaron a los arquetipos, hasta convertirse, en su opinión, en algo así como arquetipos relativos o modelos. En tanto que obras de los antiguos, tales modelos presentan una doble analogía con los arquetipos mismos; aquéllos son, como éstos, algo consumado en el doble sentido del término: son perfectos y están plenamente realizados. Pues sólo la figura plenamente acabada puede ser un arquetipo. No es en el eterno devenir, en el movimiento creador en el medium de las formas, donde se oculta la fuente originaria del arte según la concepción de Goethe. El arte no crea sus propios arquetipos: éstos residen, anteriores a toda obra creada, en aquella esfera del arte donde éste
no es creación, sino naturaleza. Aprehender la idea de la naturaleza y con ello hacerla idónea como arquetipo del arte (como puro contenido), era la finalidad última del esfuerzo de Goethe en la indagación de los fenómenos originarios [Urphänomen]. La proposición de que la obra de arte imita a la naturaleza podría entonces ser correcta, en cierto sentido, a condición de que la naturaleza misma, pero no la verdad natural, se entienda como contenido de la obra de arte. De aquí se sigue que el correlato del contenido, lo que se expone (la naturaleza, por tanto) no puede ser parangonado con el contenido. El concepto de «lo expuesto» [das Dar gestellte] encierra un doble sentido. Aquí no tiene el significado de «exposición» [Darstellung], pues ésta resulta idéntica al contenido. Por lo demás —en conexión con lo dicho más arriba sobre la intuición—, este pasaje entiende el concepto de verdadera naturaleza como idéntico sin más al ámbito de los arquetipos, fenómenos originales o ideales, sin preocuparse del concepto de naturaleza como objeto de la ciencia. No es aceptable que, de modo bien ingenuo, se defina simplemente el concepto de naturaleza como un concepto de la teoría del arte. Más bien se hace acuciante la cuestión de cómo aparece la naturaleza a la ciencia; y acaso el concepto de intuición no resulte de provecho alguno para responder a la cuestión. Éste permanece en el interior de la teoría del arte (aquí, en el lugar en donde se trata de la relación entre obra y arquetipo). Lo que se expone puede ser visto únicamente en la obra; fuera de la misma sólo puede ser intuido. Un contenido de una obra de arte fiel a la naturaleza presupondría que esta última es el patrón con el que se mide; no obstante, ese mismo contenido debe ser naturaleza visible. Goethe piensa en el sentido de la sublime paradoja de aquella antigua anécdota según la cual los gorriones volaban hacia los racimos de uva del gran maestro griego. Los griegos no eran naturalistas, y la excesiva verdad natural que refiere la narración parece ser tan sólo una grandiosa circunlocución para presentar a la verdadera naturaleza como contenido de las obras mismas. Ahora bien, todo depende aquí, en cualquier caso, de una definición más precisa del concepto de «verdadera naturaleza», en la medida en que esta «verdadera» naturaleza visible, que debe constituir el contenido de la obra de arte, no sólo no ha de ser identificada sin más con la naturaleza visible y aparente del mundo, sino que más bien debería ser, por de pronto, rigurosamente diferenciada de ella en el orden conceptual. Después, por supuesto, habría de plantearse el problema de la profunda y esencial identidad entre la «verdadera» naturaleza visible en la obra de arte y la naturaleza (quizás invisible, intuible solamente, protofenoménica) presente en los fenómenos de la naturaleza visible. Y este problema se resolvería de una manera paradójica, posiblemente de tal modo que sólo en el arte, en efecto, pero no en el mundo, se haría visible y susceptible de ser imitada la naturaleza verdadera, intuible, protofenoménica, mientras que en la naturaleza mundana se
hallaría presente, ciertamente, pero encubierta (disuelta en el fenómeno)
Con esta concepción se enuncia, sin embargo, que toda obra singular subsiste en cierta medida casualmente frente al ideal del arte, ya se designe lo musaico o la naturaleza como su puro contenido, dado que en ella se busca, como hace Goethe, un nuevo canon de la Musas. Pues aquel ideal no es algo producido sino que, en su determinación gnoseológica, es idea en el sentido platónico, y en su esfera están encerrados unidad y ausencia de comienzo, cuanto en el arte es inmóvil en sentido eleático. Acaso las obras individuales participen de los arquetipos, pero desde su reino al de las obras no se da una transición como la que sin duda existe en el medium del arte desde la forma absoluta a la singular. En su relación con el ideal, la obra singular se queda, por así decir, en torso.[301] Constituye un esfuerzo aislado por representar el arquetipo, y sólo como modelo puede perdurar junto a otros que le son semejantes, pero nunca pueden éstos crecer juntamente de una forma viva hasta la unidad del ideal mismo.
Sobre la relación de las obras con lo incondicionado y, por ende, sobre su relación entre sí, Goethe pensó en términos de renuncia. En el pensamiento romántico, sin embargo, todo se revelaba contra esta solución. El arte era aquel ámbito en el que el Romanticismo se afanaba por llevar a cabo del modo más puro la inmediata reconciliación de lo condicionado con lo incondicionado. En su primer período, en cualquier caso, Friedrich Schlegel se hallaba todavía próximo a la concepción de Goethe, concepción que formuló de manera muy aguda al definir el arte griego como aquel «cuya historia particular sería la historia natural universal del arte», para seguidamente añadir: «El pensador... necesita... una intuición perfecta. En parte como ejemplo y prueba de su idea, en parte como hecho y testimonio original de su investigación... La ley pura es vacía. Para ser colmada... necesita... de un supremo arquetipo estético... [y] ninguna otra palabra sino la de imitación puede indicar el acto de aquél... que se apropia de la legalidad de ese arquetipo.»[302] Pero lo que, a medida que iba avanzando, impedía a Schlegel alcanzar esta solución era el hecho de que conduce a una valoración altamente condicionada de la obra singular. En el mismo escrito en el que se trata de determinar su punto de vista en evolución, contrapone ya, en el fondo, necesidad, infinitud e idea, a imitación, perfección e ideal, cuando afirma: «Los fines del hombre son en parte infinitos y necesarios, en parte limitados y casuales. El arte es, por ello... un libre arte de las ideas.»[303] Más resueltamente dirá después, hacia el cambio de siglo, acerca del arte: «Cada miembro..., en esta suprema figura del espíritu humano, quiere ser-a la vez el todo, y si este deseo fuese efectivamente inalcanzable, tal como nosotros..., sofistas, queremos hacer creer, entonces preferiríamos renunciar inmediatamente y por entero al nulo y falso comienzo.»[304] [305] «Toda poesía, toda obra debe significar el todo, significarlo real y efectivamente, y en virtud del significado... serlo también real y efectivamente.»[306] La eliminación de la casualidad, del carácter de torso propio de las obras, es la intención del concepto schlegeliano de forma. Frente al ideal, el torso es una figura legítima que no encuentra lugar alguno en el médium de las formas. La obra de arte no puede ser un torso, debe ser un momento transitorio y animado en la viviente forma trascendental. En tanto que se limita en su forma, se hace fugaz en la figura casual, pero eterno en su figura transitoria a través de la crítica.[307]
Los románticos quisieron hacer absoluta la legalidad de la obra de arte. Pero el momento de lo casual únicamente puede ser resuelto, o más bien transfigurado en un orden de legalidad, con la disolución de la obra. Por ello, los románticos debieron mantener consecuentemente una polémica radical contra la doctrina goethiana de la validez canónica de las obras griegas. No podían reconocer modelos, obras autónomas y cerradas en sí, figuras definitivamente acuñadas y sustraídas a la eterna progresión. Contra Goethe se revolvió Novalis de la manera más audaz e ingeniosa: «Naturaleza e inteligencia de la naturaleza nacen a la vez,[308] al igual que Antigüedad y conocimiento de la Antigüedad; pues mucho se yerra si se cree que existe la Antigüedad. Sólo ahora comienza a nacer la Antigüedad... Con la literatura clásica pasa como con la Antigüedad; propiamente no nos ha sido dada —no está presente—, sino que debe ser producida por nosotros. Sólo mediante el estudio diligente e imaginativo de los antiguos surge para nosotros una literatura clásica —que los propios antiguos no tenían.»[309] «Pero no se crea tampoco demasiado rígidamente que lo antiguo y lo perfecto sean algo producido, es decir, eso que llamamos un hecho. Surgen como la amada tras el signo convenido del amante en la noche, como las chispas por el contacto del elemento conductor o la estrella por el movimiento en el ojo.»[310] Esto significa que la Antigüedad existe sólo allí donde un espíritu creador la reconoce; no es ningún factum en el sentido goethiano. La misma afirmación aparece en otro pasaje: «Los antiguos son producto del futuro y del pretérito a la vez.»[311] E inmediatamente después: «¿Existe una Antigüedad central o un espíritu universal de la Antigüedad?» La cuestión coincide con la tesis de Schlegel sobre la unidad constitutiva de la poesía antigua, y ambas han de ser entendidas en un sentido anticlasicista. —Al igual que las obras antiguas, según Schlegel, también los géneros antiguos han de ser disueltos unos en otros. «Vano era que los individuos expresasen perfectamente el ideal de un género, cuando los géneros mismos no estaban rigurosa y nítidamente aislados... Pero transfigurarse arbitrariamente tan pronto en esta como en aquella esfera... esto sólo puede hacerlo un espíritu que... contenga en sí un entero sistema de personas, y en cuyo interior haya madurado... el universo.»[312] Así: «Todos los géneros literarios clásicos, en su estricta pureza, son ahora ridículos.»[313] Y finalmente: «Nadie puede ser obligado a considerar a los antiguos como clásicos o como antiguos; esto depende, a fin de cuentas, de máximas.»[314]
Los románticos definen la relación de las obras con el arte como una infinitud en la totalidad —es decir: en la totalidad de las obras se realiza la infinitud del arte. Goethe la define como unidad en la pluralidad —es decir: en la pluralidad de las obras se encuentra siempre de nuevo la unidad del arte. Aquella infinitud es la de la forma pura, esta unidad es la del puro contenido.[315] El problema de la relación entre la teoría goethiana del arte y la romántica coincide con el problema de la relación entre el puro contenido y la forma pura (y como tal rigurosa). En esta esfera es de resaltar el problema de la relación entre forma y contenido, planteado a menudo de manera engañosa respecto de la obra singular, sin que se haya podido hallar jamás una solución en este terreno. Forma y contenido no son sustratos de la obra empírica, sino diferenciaciones relativas en ella a las diferenciaciones necesarias y puras de la filosofía del arte. La idea del arte es la idea de su forma, al igual que su ideal es el ideal de su contenido. El problema sistemático fundamental de la filosofía del arte puede entonces ser formulado también como el problema de la relación entre idea e ideal en el arte. La presente investigación no puede traspasar el umbral de este problema; sólo podía tratar un nexo de historia de los problemas hasta el punto en que remitía con plena claridad al plano sistemático. Esa posición de la filosofía alemana del arte hacia 1800, tal como se presenta en las teorías de Goethe y de los primeros románticos, es legítima todavía hoy. Ni los románticos ni Goethe han resuelto la cuestión, y lo cierto es que ni siquiera la plantearon. Actúan a la par con el propósito de exponerla al pensamiento que se centra en la historia de los problemas. Únicamente el pensamiento sistemático puede resolverlo. —Los románticos no fueron capaces de concebir el ideal del arte. Huelga observar que la solución
goethiana del problema de la forma no alcanza, en cuanto a su límite filosófico, su determinación del contenido del arte. Goethe interpreta la forma artística como estilo. No obstante, si vio en el estilo el principio formal de la obra de arte fue sólo porque tomaba en consideración un estilo más o menos históricamente determinado: su representación tipificadora. Los griegros representaban ese estilo en lo que atañe a las artes plásticas; en cuanto a la poesía, el propio Goethe aspiraba a constituir su modelo. Pero a pesar de que el contenido de la obra constituye el arquetipo, el tipo no tiene por qué determinar su forma. Con el concepto de estilo, por tanto, Goethe no nos brindó una definición filosófica del problema de la forma, sino sólo una indicación acerca de la autoridad de ciertos modelos. De esta manera, el problema del contenido del arte, antes bien que el problema de la forma, se convirtió en la fuente de un naturalismo sublime. En tanto que incluso respecto de la forma debía mostrarse un arquetipo y una naturaleza, como arquetipo de la forma debía producirse —puesto que la naturaleza en sí no podía serlo— algo así como una naturaleza artística [Kunstnatur] —pues eso sencillamente es el estilo en este sentido. Novalis lo ha visto con nitidez y lo llama «goethiano» con desaprobación: «Los antiguos son de otro mundo, son como caídos del cielo.»[316] Con ello define de hecho la esencia de esta naturaleza artística que Goethe propone en el estilo como arquetipo. Sin embargo, el concepto de arquetipo pierde su sentido para el problema de la forma en cuanto se lo considera como su solución. Circunscribir en toda su amplitud el problema del arte, según la forma y según el contenido, por medio del concepto de arquetipo, es una prerrogativa de los pensadores antiguos, que plantean a veces las más profundas cuestiones filosóficas bajo la forma de soluciones míticas. En última instancia, es un mito también lo que relata el concepto goethiano de estilo. La objeción contra este mito podría elevarse también sobre la base de la indistinción que domina en él entre la forma de la exposición y la forma absoluta. Pues, en efecto, respecto del problema de la forma considerado como el problema de la forma absoluta, conviene distinguir la cuestión de la forma de exposición. Por lo demás, apenas es necesario insistir en que esta última presenta en Goethe un significado totalmente diferente al de los primeros románticos. Es la medida que da fundamento a la belleza y que se manifiesta en el contenido. El concepto de medida queda lejos del Romanticismo, que no respetaba ningún a priori del contenido» ningún elemento mensurable en el arte. Con el concepto de belleza el Romanticismo rechaza no solamente la regla sino también la medida, y su poesía no es tanto carente de reglas como carente de medida. La teoría del arte goethiana no sólo deja por resolver el problema de la forma absoluta, sino también el de la
crítica. Pero mientras reconoce veladamente la primera cuestión y queda obligada a expresar su importancia, parece negar la segunda. De hecho, según la intención última de Goethe, la crítica de la obra de arte no es posible ni necesaria. Necesaria podría ser en todo caso alguna indicación del bien, una advertencia contra lo malo; y sólo para el artista que posee una intuición del arquetipo es posible el juicio apodíctico sobre las obras. Pero Goethe se niega a reconocer la criticabilidad como momento esencial en la obra de arte. Una crítica metódica, esto es, objetivamente necesaria, resulta imposible desde su punto de vista. En el arte romántico, sin embargo, la crítica no sólo es posible y necesaria, sino que en su teoría estética se da ineludiblemente la paradoja de una superior estimación de la crítica con respecto a la obra. Los románticos no poseen, ni siquiera en sus críticas, conciencia alguna del rango que ocupa el poeta sobre el recensor. La elaboración de la crítica y de las formas, en las que alcanzaron por igual los mayores méritos, se encuentran ínsitas en sus teorías como tendencias profundísimas. Aquí consiguieron la plena unanimidad del pensamiento y la acción, y cumplieron justamente lo que, según sus convicciones, constituía su empeño supremo. La falta de productividad poética que a veces se atribuye a Friedrich Schlegel no corresponde estrictamente a su imagen, pues no pretendía ser poeta en el sentido de un creador de obras. La absolutización de la obra creada, el procedimiento crítico, constituían en su opinión el supremo cometido: Éste puede quedar bien expresado en una imagen: la chispa del deslumbramiento en la obra. Este deslumbramiento —la sobria luz— extingue la pluralidad de las obras. Es la idea.
Lista de escritores citados.


Fuentes.1


Johann Gottlich fichte, Sämmtliche Werke, edición de I. H. Fichte, 9 vols., en 3 secciones, Berlín, 1845-1846.
Cit. Fichte (se trata siempre del primer volumen).

Friedrich schlegel, 1794-1802. Seine prosaischen Jugendschriften. Edición de J. Minor, 2 vols., Viena, 1906 (2a. ed).
Cit. Jugendschriften (no obstante, los fragmentos de las revistas Lyceum y Athenäum, como también de las Ideen, son citados con estos títulos seguidos de la indicación del número que tienen en la edición de Minor.

Id., Philosophische Vorlesungen aus den Jahren 1804 bis 1806. Nebst Fragmenten vorzüglich philosophisch-theologischen Inhalts. Edición de C. J. H. Windischmann. Suplemento a Friedrich von SchIegel’s sämmtlichen Werken, 4 partes en 2 vols., Bonn, 1846 (2a. ed.).
Cit. Vorlesungen (se trata siempre de la segunda parte).

Id., Lucinde. Novela. Universal-Bibliothek [Philip Reclam], núm. 320, Leipzig.
Cit. Lucinde.

August wilhelm y Friedrich schlegel. Antología editada por Oskar F. Walzel, Stuttgart, 1892 (Deutsche National-Literatur. Edición de Joseph Kürschner. Vol. 143). Cit. Kürschner.


Friedrich schlegel, Briefe an seinen Bruder August Wilheim. Edición de Oskar F. Wanzel, Berlín, 1890.
Cit. Briefe.

Novalis, Schriften. Nueva edición crítica con motivo del legado manuscrito de Ernst Heilborn,2 2 vols., Berlín, 1901.
Cit. Schriften (se trata siempre del segundo volumen).

Id., Briefwechsel mit Friedrich und August Wilheim, Charlotte und Caroline Schiegel. Edición de J. M. Raich, Mainz, 1880.
Cit. Briefwechsel.

Id., Aus Schleiermacher's Leben. In Briefen. Preparadas para su impresión por Ludwig Jonas, editadas tras su muerte por Wilhelm Dilthey, 4 vols., Berlín, 1858-1863.
Cit. Id.

Wilhelm dilthey, Leben Schleiermachers, vol. i. Además Denkmale der innern Entwicklung Schleiermachers, Berlín, 1870.
Cit. Id.

caroline, Briefe an ihre Geschwister, ihre Tochter Auguste, die Familie Gotter, F. L. W. Meyer, A. W. y Fr. Schlegel, J. Schelling u.a. nebst Briefen von A. W. y Fr. Schlegel u.a. Edición de G. Waitz, 2 vols., Leipzig, 1871.
Cit. Id.

goethe, Werke. Edición por encargo de la Gran Duquesa Sofía de Sajonia, 4 secciones, Weimar, 1887-1914.

hölderlin, Sämmtliche Werke. Edición histórico-crítica. Al cuidado de Norbert von Hellingrath en colaboración con Friedrich Seebaß, 6 vols. (hasta el momento han aparecido tres), Munich, Leipzig, 1913-1916.
Cit. Hölderlin.

Id., Untreue der Weisheit. Manuscrito inédito de las colecciones del cabildo de Neuburg. En Das Reich, revista cuatrimestral. Primer año, Munich, 1916 (impresión única).
Cit. Id.
Bibliografía por autores.


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Frieda margolin, Die Theorie des Romans in der Frühromantik, Stuttgart, 1909. Disertación académica de la Universidad de Berna.

Charlotte pingoud, Grundlinien der ästhetischen Doktrin Fr. Schlegels, Stuttgart, 1914. Disertación doctoral, Universidad de Munich.

Max pulver, Romantische Ironie und romantische Komödie. St. Gallen, 1912. Disertación doctoral. Universidad de Friburgo.

Elisabeth rotten, Goethes Urphänomen und die platonische Idee, Gießen, 1913. Trabajos de filosofía editados por Herman Cohen y Paul Natorp, vol. 8, cuaderno 1.

Heinrich simon, Die theoretischen Grundlagen des magischen Idealismus von Novalis, Heidelberg, 1905. Disertación doctoral, Universidad de Friburgo.

Wilheim windelband, Die Geschichte der neueren Philosophie in ihrem Zusammenhange mit der allgemeinen Kultur und den besonderen Wissenschaften, vol. 2: Die Blütezeit der deutschen Philosophie. Von Kant bis Hegel und Herbert, Leipzig. 1911 (5a. ed.).
Sumario.


El romanticismo profético de Walter Benjamin, por J. F. Yvars y Vicente Jarque.

Introducción.

I. Delimitación del problema.
II. Las fuentes.

Primera parte: la reflexión.

I. Reflexión y posición en Fichte.

El conocimiento inmediato – Delimitación de la posición – Delimitación dela reflexión.

II. El significado de la reflexión en los primeros románticos.

Los tres niveles dela reflexión – La intuición intelectual – El médium de la reflexión – El arte.

III. Sistema y concepto.

El sistema absoluto – La terminología mística – El juego de palabras – El término crítica.

IV. La teoría temprano-romántica del conocimiento de la naturaleza.

El autoconocimiento – La tesis fundamental del conocimiento del objeto.


Segunda parte: La crítica del arte.

I. La teoría temprano-romántica del conocimiento del arte.

El arte como medium de la reflexión – Crítica – La autonomía de la obra

II. La obra de arte.

Su forma – Crítica inmanente – Ironía material y formal.

III. La idea del arte.

Unidad de las formas y las obras – Poesía universal en progresión – Poesía trascendental – Novela – Prosa – Sobriedad – Crítica.

La teoría del arte temprano-romántica y Goethe.

Idea e ideal – Lo musaico – La obra incondicionada – La antigüedad – El estilo – La crítica.


Lista de escritos citados.




[1] Las investigaciones de historia de los problemas pueden concernir también a disciplinas no filosóficas. Por ello, para evitar cualquier equívoco, convendría acuñar la expresión «historia filosófica de los problemas», en tanto que la mencionada anteriormente debería constituir tan sólo una abreviación de ésta.
[2] Puesto que el Romanticismo tardío no sabe de ningún concepto unitario y teóricamente circunscrito de crítica de arte, en nuestro contexto, en el que se trata sólo —o en primera línea— del Romanticismo temprano, el simple término «romántico» puede ser utilizado sin peligro de equivocación. Lo mismo vale para el uso de las palabras «Romanticismo» y «románticos» en este trabajo.
[3] Este punto de vista podría ser rastreado en el mesianismo romántico. «El deseo revolucionario de realizar el reino de Dios es el punto de inflexión de la cultura del progreso y el comienzo de la historia moderna. En ella, lo que no se encuentra en relación con el reino de Dios es sólo bagatela» (Athenäum, 222). [El significado de las abreviaturas utilizadas se encuentra en la «lista de escritos citados» en esta edición.] «En cuanto a la religión, mi querido amigo, no es para nosotros en modo alguno una broma, sino un asunto de la más amarga seriedad, decir que ha llegado el tiempo de fundar una. Éste es el fin de todos los fines, y el punto central. Sí, ya veo despuntar el grandioso alumbramiento de la nueva era; modestamente, como el viejo cristianismo del que nadie sospechaba que pronto devoraría al Imperio Romano, así también aquella gran catástrofe engullirá finalmente la Revolución Francesa, cuyo valor más sólido tal vez consiste sólo en haberla suscitado» (Briefe, 421; véanse igualmente las Ideen de Schlegel, 50, 56, 92, la correspondencia de Novalis –Briefewechsel, pp. 82 y s.–, como también otros pasajes de ambos). «Queda desestimado el pensamiento de un ideal de la humanidad que se autorrealiza en la infinitud; se exige el “Reino de Dios” en la tierra ahora mismo... Perfección en todo punto del existir, ideal realizado en cada etapa de la vida; de esa exigencia categórica procede la nueva religión de Schlegel» (Pingoud, pp. 52 y ss.)
[4] De conformidad con lo indicado más arriba, con el simple término «crítica» se entiende en lo sucesivo, cuando del contexto no se desprenda otra cosa, crítica de obras de arte.

[5] En lo sucesivo, por el simple apellido se entiende siempre Friedrich Schlegel.
[6] «Tus cuadernos baten con fuerza en mi interior» (Briefweschen, p. 37).
[7] En su importante obra póstuma Zur Beurteilung der Ramantik und zur Kritik ihrer Erforschung, Elkuß ha demostrado, sobre consideraciones de principio, lo importantes que resultan la época tardía de Friedrich Schlegel y las teorías de los tardo-románticos para la investigación de la imagen de conjunto del Romanticismo: «...en tanto que, como hasta ahora, nos preocupemos esencialmente del primer período de estos poderosos espíritus y apenas nos preguntemos qué pensamientos salvaron en su periodo positivo no habrá tampoco posibilidad alguna de comprender y valorar su contribución histórica» (Elkuß, p. 75). Sin embargo, Elkuß parece mostrarse escéptico frente al ensayo, en cualquier caso aventurado a menudo sin éxito, de determinar exacta y positivamente los resultados de las ideas románticas juveniles. Que esto sea posible pese a todo, aun cuando no sin remitir a su época atrdía, es lo que el presente trabajo espera demostrara en el ámbito que le concierne.
[8] Lucinde, p. 83.
[9] Jugendschriften, II, p. 426.
[10] Para este uso del término estilo con referencia a los románticos, cf. Elkuß, p. 45.
[11] Athenäum, 418.
[12] Schriften, p. 11.
[13] Vorlesungen, p. 23.
[14] Con referencia a Fichte y Friedrich Schlegel, dice Haym: «¿Quién iba a pretender, en este tiempo rico en ideas, definir pedantemente las líneas de filiación de los pensamientos singulares y el derecho de propiedad de los espíritus?» (p. 264). En este contexto no se trata tampoco de una más aproximada determinación de las relaciones de ascendencia, por lo demás muy evidentes, sino de la demostración de las diferencias, sensibles pero poco observadas, entre ambos círculos de pensamiento.
[15] Cf. fichte. pp. 70 y s.
[16] fichte, pp. 71 y s.
[17] fichte, p. 67.
[18] fichte, p. 528.
[19] fichte, p. 217.
[20] windelband, II, p. 223.
[21] windelband, II, p. 224.
[22] Vorlesungen, p. 109.
[23] C/. fichte, p. 216.
[24] fichte, p.218.
[25] fichte, p. 526.
[26] fichte, p. 527.
[27] Ibid.
[28] Cf. supra, pp. 44 y s.
[29] Untreue der Weisheit, p. 309.
[30] Cf. supra, pp. 39 y s.
[31] Jugendschriften. II, p. 176.
[32] Vorlesungen, p. 6.
[33] Ibid.
[34] fichte, p. 67.
[35] «Aquí [en la filosofía] se suscita aquella reflexión viva que luego, con esmerada dedicación, se extiende hasta un universo espiritual conformado infinitamente —el núcleo y el germen de una organización que todo lo abarca» (Schriften, p. 58).
[36] Athenäum, 339.
[37] fichte, p. 99 y s.
[38] «Sí mismo presupone... el concepto de yo; y todo lo que en este punto se piensa del absoluto está tomado en préstamo de ese concepto» (fichte, p. 503. nota).
[39] I. e. de la proposición «yo soy yo»
[40] fichte, p. 69.
[41] Cf. kürschner. p. 315.
[42] Vorlesungen, p. 11.
[43] Ibid.
[44] I.e. por fichte.
[45] Que Schlegel debía de ver en la posición.
[46] Vorlesungen, p. 26.
[47] Vorlesungen, p. 13.
[48] También para Fichte el conocimiento inmediato se encuentra sólo en la intuición. Ya se ha indicado antes: puesto que el yo absoluto es inmediatamente consciente de sí, al modo en que se manifiesta lo llama Fichte intuición; y porque es consciente de sí en la reflexión, esta intuición es denominada intelectual. El motivo inductor de esta argumentación yace en la reflexión; ésta es la verdadera razón del carácter inmediato del conocimiento, y sólo ulteriormente —en asimilación al lenguaje kantiano— es calificada como intuición. De hecho, y también esto ha sido ya señalado, en el Concepto de la Doctrina de la Ciencia, de 1794, Fichte no había calificado todavía como intuitivo al conocimiento inmediato. Así pues, la intuición intelectual fichteana no presenta ninguna relación con la kantiana. Con este nombre «había designado Kant el supremo concepto límite de su metafísica del saber: Ja asunción de un espíritu creador que, a la vez que las formas de su pensamiento, produce igualmente su Contenido, los noúmeno, las cosas en sí. Este significado del concepto se le hizo a Fichte, junto al de cosa en sí, carente de objeto, caduco en definitiva. Por intuición intelectual entendía más bien únicamente la función del intelecto que se contempla a sí mismo y a sus actividades» (windelband, II, p. 230). —Si se quiere comparar el concepto schiegeliano de sentido, como célula originaria de la que procede la reflexión, con los conceptos de intuición intelectual de Kant y de Fichte, puede hacerse, dando por supuesta una más exacta interpretación, con estas palabras de Pulver: «Mientras que para Fichte la intuición intelectual es el órgano del pensamiento trascendental, Friedrich... hace fluctuar el instrumento de su aprehensión del mundo como una vía intermedia entre la determinación de la intuición intelectual en Kant y en Fichte» (pulver, p. 2). Pero esta vía intermedia no es, por consiguiente, como Pulver cree derivar a partir de sus propias palabras, algo indeterminado: el sentido tiene del intellectus archetypus de kant su facultad creadora; de la intuición intelectual de Fichte, el movimiento de reflexión.
[49] fichte, p. 533.
[50] Vorlesungen, p. 43.
[51] Vorlesungen, p. 19.
[52] Vorlesungen, p. 38.
[53] Leben Schleiermachers, Denkmale der innern Entwicklung Schleiermachers, p. 118.
[54] Briefwechsel, pp. 38 y s.
[55] Schriften, p. 570. Observaciones opuestas de Novalis pueden verse en simon, Die theoretischen Grundlagen des magischen Idealismus von Novalis, pp. 14 y s. En la incompletud de los pensamientos de Novalis y a consecuencia del estado excepcional de la tradición, en la que se conserva casi todo lo que pudiera habérsele pasado por la cabeza, para muchas de sus afirmaciones es posible hallar también otras que les son opuestas. Así pues, se presenta en este punto una coyuntura de historia de los problemas en la que Novalis puede y debe ser citado en ese sentido.
[56] Schriften. edición de Minor, III, p. 332.
56 bis. Ésta es, podría añadirse, un producto de la reflexión.
[57] Vorlesungen, p. 21 (nota).
[58] Vorlesungen, p. 23.
[59] Vorlesungen, p. 6.
[60] El doble sentido de la denominación no comporta en este caso confusión ninguna. Ya que, por un lado, la reflexión misma es un medium —merced a su permanente conexión—; y por otro lado, el medium en cuestión es tal que la reflexión se mueve en él —pues ésta, como el absoluto, se mueve en sí misma.
[61] I .e. en la reflexión.
[62] Vorlesungen, p. 35.
[63] Es decir, la reducción de los grados de la reflexión.
[64] Vorlesungen, p. 35.
[65] Schriften, pp. 304 y s.
[66] Vorlesungen. pp. 37 y s.
[67] Schriften, p. 63.
[68] Schriften, p. 58.
[69] Schriften de novalis, edición de Minor, II, p. 309.
[70] Schriften, p. 26.
[71] I.e., en razón de su participación en el yo trascendental.
[72] fichte, pp. 458 y s.
[73] windelband, II, pp. 221 y s.
[74] En las tardías Vorselungen, su pensamiento acaba perdiéndose. Por cierto que ni siquiera allí parte de un ser, pero también de un acto, sino del puro desear o del amor (Vorlungen, pp. 64 y s.).
[75] Jugendschriften, II, p. 359.
[76] Bríefe, p. m.
[77] I.e. «el implicado en las fórmulas románticas».
[78] elkuß, p. 31.
[79] I.e. «en el fundamento objetivo del problema».
[80] Elkuß, p. 74
[81] Elkuß, p. 75
[82] Elkuß. p. 33.
[83] Athenäum, 97.
[84] Athenäum, 91.
[85] Vorlesungen, pp. 405 y ss.
[86] Cf. Vorlesungen, p. 421.
[87] Vorlesungen. p. 407.
[88] kircher. p. 147.
[89] pingoud, p. 44.
[90] Es muy interesante seguir cómo se va preparando paulatinamente el paso de la determinación del medium de la reflexión como arte a la de aquél como yo absoluto. Se cumple a través de la idea de humanidad (Ideen, 45, 98). También este concepto es pensado como medium (cf. también la teoría del mediador, Athenäum, p. 234; novalis, Schriften pp. 18 y s., y en otros lugares.
[91] pingoud, pp. 32 y s.
[92] Vorlesungen, p. 419.
[93] Athenäum, 346.
[94] Jugendschriften, II, p. 387.
[95] Vorlesungen, pp. 416 y s.
[96] Athenäum, 242.
[97] Vorlesungen, p. 405.
[98] Vorlesungen, p. 408.
[99] Vorlesungen, p. 57.
[100] Schriften, p. 54.
[101] Aus Schleiermacher's Leben, III, p. 71.
[102] Vorlesungen, p. 50.
[103] Vorlesungen, p. 55.
[104] Athenäum, p. 53.
[105] Es decir: etimológica; en mística alusión a γραμμα, letra. Cf. schlegel, «La letra es la auténtica varita mágica» (novalis, Briefwechsel, p. 90).
[106] Athenäum 414.
[107] Schriften, p. 18.
[108] Schriften, p. 10.
[109] Athenäum, 220, passim.
[110] Lyceum, 56.
[111] Athenäum, 366.
[112] Lyceum, 9.
[113] Lyceum, 126.
[114] Schriften, p. 9.
[115] Ideen, 26.
[116] Jugendschríften, II, p. 387.
[117] Lyceum, 104.
[118] elkuß, p. 44.
[119] Ibid.
[120] elkuß, p. 40.
[121] Briefwechsel, p. 17.
[122] Schriften, p. 428. Y también crítica «elevada» (Athenäum, 121) o «absoluta».
[123] I.e. consciente, reflexionante.
[124] Vorlesungen, p. 23.
[125] Vorlesungen, p. 421.
[126] pichte, p. 67.
[127] Aus Schleiermacher Leben. III, p. 71.
[128] Briefe, p. 344.
[129] Cf. Athenäum, 22 y 206.
[130] I. e. el arte.
[131] Jugendschriften, I, p. 90.
[132] Schriften, p. 579.
[133] I.e. a sí mismo.
[134] Schriften. p. 285.
[135] Schriften, p. 293.
[136] Schriften, p. 285.
[137] Schriften, edición de Minor, III, p. 166.
[138] Schriften, p. 285.
[139] Schriften, p. 355.
[140] Schriften, p. 190.
[141] De hecho, en el conocimiento no puede tratarse sino de un incremento, una potenciación de la reflexión; un movimiento retrógado parece impensable, a pesar de las explicaciones falsamente esquematizadoras de Schlegel y de Novalis, tanto en lo que atañe al esquema del pensamiento en la reflexión como al conocimiento a través de la reflexión. Ellos no afirmaron tal cosa ni siquiera para el caso particular. Pues la reflexión puede acrecentarse pero no reducirse de nuevo; la reducción no brinda ni una síntesis ni un análisis; sólo es pensable una interrupción, jamás una reducción del incremento de la reflexión. El conjunto de las relaciones de los centros de reflexión entre sí, por no hablar de las relaciones con lo absoluto, pueden, por tanto, descansar únicamente en los incrementos de la reflexión. Esta objeción parece evidente, cuando menos, a través de la experiencia interna, que en cualquier caso es difícil de clarificar con precisión. Con ocasión de esta observación crítica aislada diremos que la teoría del medium de la reflexión no es perseguida en este trabajo más allá de donde los románticos la dejaron, pues es con esto suficiente para la exposición sistemática de su concepto de la crítica de arte. En función de un interés puramente lógico y crítico sería de desear una ulterior elaboración de esta teoría en los puntos en que los románticos la dejaron también en la oscuridad; pero es de temer que esa elaboración no conduciría tampoco, efectivamente, sino a la oscuridad. Esa teoría, establecida en orden a un limitado interés metafísico, algunas tesis de la cual alcanzaron una peculiar fecundidad, lleva en su totalidad a contradicciones puramente lógicas, insolubles; ante todo, en la cuestión de la reflexión originaria.
[142] Schriften, p. 563.
[143] fichte, p. 454.
[144] Esta intuición se encuentra próxima a Goethe. Por cierto que la última intención de su contemplación de la naturaleza no se corresponde en absoluto con la discutible teoría romántica, de la cual se mantuvo alejado; sin embargo, desde otras perspectivas se descubre en él un concepto de empina que sí está muy cerca del romántico de observación: «Existe una delicada empiria que se hace íntimamente idéntica al objeto, y de este modo deviene autentica teoría. Este incremento de la facultad espiritual pertenece, no obstante, a una épica de alta cultura» (WA, sec. II, vol. II, pp. 128 y s.). Esta empiria aprehende lo esencial en el objeto mismo; por ello dice Goethe: «Lo supremo sería: considerar que todo lo fáctico es ya teoría. El azul del cielo nos revela la ley fundamental de la cromática. Pero que no se busque nada tras los fenómenos; ellos mismos son la doctrina» (WA, sec. II, vol. II, p. 131). También para los románticos el fenómeno, en virtud de su conocimiento, es la doctrina.
[145] Schriften, p. 500.
[146] Schrifíen, p. 447.
[147] Schriften, p. 355.
[148] Schriften, p. 453.
[149] Vorlesungen, p. 63.
[150] El poeta y su objeto han de ser considerados aquí como polos de la reflexión.
[151] Athenäum, 433.
[152] Schriften, edición de Minor, III, p. 14.
[153] Schriften, p. 496.
[154] Schriften. p. 478.
[155] Schriften. p. 277.
[156] Schriften, p. 490.
[157] Schriften, pp. 278 y s.
[158] Schriften, p. 331.
[159] Schriften, p. 440.
[160] Athenäum, 403.
[161] Athenäum, 427.
[162] Jugendschriften, II, p. 423.
[163] Schriften, p. 441.
[164] Jugendschriften, II, p. 172.
[165] Schriften, p. 460.
[166] Schriften, p. 318.
[167] Aus Schieiermachers Leben, III, p. 75.
[168] caroline, I, p 257. Aus Schleiermachers Leben. III, p. 138.
[169] Schriften, p. 499.
[170] Schriften, p. 304.
[171] Schriften, p. 34.
[172] Un adjetivo con el cual se designaría probablemente su dignidad, no su objeto.
[173] Athenäum, 44.
[174] Jugendschriften, II, p. 169.
[175] Esto es, como despliegue de la reflexión inmanente a la obra de arte.
[176] Lyceum, 117.
[177] Jugendschríften, II, p. 177. Esta crítica poética, que según la recensión del Meister habría de ser cosa de «poetas y artistas» únicamente, es la propia de Schlegel, el género de crítica más apreciado por él mismo. Con su delimitación frente a la simple caracterización, como es el caso de la contenida en el pasaje citado, compárese al respecto la siguiente observación de la recensión del Woldemar: «Sólo una filosofía que a partir de un indispensable nivel de formación del espíritu filosófico, alcanzase totalmente, o casi, uno supremo, podría ser sistematizada, dotada de mayor coherencia consigo misma y mayor fidelidad a su propio sentido recortadas las protuberancias y colmadas las lagunas. Por el contrario, una filosofía ... cuyos fundamentos, fines, leyes y totalidad no sean ellos mismos filosóficos sino personales, apenas puede ser caracterizada» (Jugendschríften, II, pp. 89 y s.). Por un lado, pues, la caracterización es adecuada frente a la obra mediocre; por otro, según la recensión del Meister, constituye la conducta general del crítico no poético. -Con razón reconoce HAYM (p. 227), en aquella acción de sistematizar y completar, esa crítica que se constituye, en opinión de Schlegel, incluso frente al arte poético, como crítica poética en el sentido definido anteriormente. Por tanto, el título Charakteristiken wid Kritiken que dieron los hermanos Schlegel a la colección de sus recensiones, contrapone recíprocamente crítica no poética y crítica poética. La primera, es decir, la caracterización, nada tiene que ver en lo esencial con el concepto de crítica de arte en Schlegel
[178] Schriften, pp. 104 y s. Cf. supra, parte I, cap. 4: en el conocimiento, el objeto resulta potenciado, completado, y sólo puede ser conocido, por consiguiente, si es incompleto. Esta intuición se conecta con el problema del aprendizaje, del άνάμνησις, del saber aun no consciente, y con las tentativas místicas de solución, según las cuales el objeto en cuestión viene dado como tal objeto incompleto, e interiormente además.
[179] Schriften, p. 30.
[180] Schriften, pp. 16 y s.
[181] enders, p. 1.
[182] Jugendschriften, II, p. 171.
[183] Schriften. p. 13.
[184] Schriften. p. 80.
[185] Cf. Rede uber die Mythologie, Jugendschriften, II, p. 357.
[186] Por consiguiente, con referencia a los momentos formales, metodológicos, dela filosofía shlegeliana de la religión hacia 1800, HAYM (p. 481) podía confirmar ésta, «contemplada a la luz del día, consistía simplemente en el hecho de que transfirió sus categorías predilectas, configuradas en el terreno de la estética, de la poesía a la religión». No obstante, con ello no queda suficientemente caracterizada en todo su alcance la tendencia de esa filosofía a la religión.
[187] Jugendschriften, II, p. 427.
[188] I.e. reflexionante.
[189] Enders, p. 357.
[190] Schriften, p. 39.
[191] Jugendschriften. II. p. 366.
[192] Ibid.
[193] kürschner, p. 389.
[194] Athenäum, p. 297.
[195] Schriften edición de Minor, II, p. 231. -En esta expresión el termino «ideal» se confunde con el concepto que seguidamente abordaremos como «idea».
[196] Jugendschriften, II, p. 384
[197] Lyceum, 123.
[198] I.e. determinado.
[199] Athenäum, 253.
[200] Jugendschriften. II, p. 423.
[201] Semejante paradoja no se da, como es obvio, en el dominio de la ciencia, pero sí en el del arte.
[202] Schriften, pp. 379 y s.
[203] Athenäum, 404. El fragmento presenta, en conjunto, una mezcolanza místico-terminológica del concepto de crítica estética con el de crítica filológica.
[204] Jugendschriften, II. pp. 424 y s.
[205] Esta definición la llevaron a cabo, entre otros: a propósito de Dante, los fragmentos traducidos por A. W. Schlegel de la Divina Comedia y de la Vita Nuova, junto con su ensayo sobre el poeta; para Boccaccio, la Nachricht von den poetischen Werken des Johannes Boccaccio, de Friedrich Schlegel; para Shakespeare y Calderón (junto con a traducción de calderón de Gries), las traducciones de A. W. Schlegel; para Cervantes (con la de Soltaus), la de Tieck, proyectada por iniciativa de los Schlegel, que la celebraron; para Goethe, que la celebraron; para Goethe, en particular, la recensión de Friedrich Schlegel del Wilheim Meister, y la reseña de su hermano sobre Hermann y Dorotea.
[206] Athenäum, 116.
[207] Athenäum, 67.
[208] enders, p. 358.
[209] En esta opinión ha desempeñado cierto papel una falsa modernización de las doctrinas románticas extendida ampliamente, aun cuando es raro que se manifieste de un modo tan estridente como en la siguiente afirmación: «La libertad estética constituye la esencia del hombre y, por tanto, debe mostrarse en sus obras en primer plano —a esto lo llama Schlegel romántico. La obra misma adquiere su valor sólo como espejo de la personalidad; ésta crea y destruye en un eterno juego» (lerch, p. 13).
[210] Jugendschriften, I, p. 18.
[211] pulver, p. 8.
[212] Jugendschriften, II, p. 431.
[213] Jugendschriften, II, p. 169.
[214] Lyceum, 42.
[215] El carácter reflexivo de la ironía es particularmente evidente en los dramas de Tieck. En todas las comedias literarias, como es notorio, intervienen los espectadores, el autor, el personal del teatro. En cierto pasaje, Pulver avanza una cuádruple reflexión: el «ánimo del que goza» define la primera imagen refleja; «el espectador en la escena», la segunda; entonces «comienza el espectador, en su calidad de mimo», a reflejarse «sobre sí mismo», y finalmente «se sumerge en la irónica autocontemplación» (pulver, p. 21).
[216] Jugendschriften, II, p. 177.
[217] Jugendschriften, II, p. 431.
[218] Lyceum, 62.
[219] Athenäum, 121.
[220] Athenäum, 415.
[221] Athenäum, 242.
[222] Schriften, p. 505.
[223] Schriften, pp. 84 y s.
[224] Schriften. p. 139.
[225] Athenäum, 116, y en otros lugares.
[226] Es decir, de la filosofía del arte.
[227] Athenäum, 149.
[228] Jugendschriften, II, p. 358.
[229] Ideen, 95.
[230] Jugendschriften, II, p. 424; véase también Jugendschriften, II, p. 427.
[231] Sigue siendo digno de mención el hecho de que con la palabra «obra», el uso lingüístico designa una unidad «invisible» que es análoga a la unidad del arte a la que se refiere Schlegel, a saber, el entero conjunto de las creaciones de un maestro, sobre todo de un artista plástico.
[232] Athenäum, 116.
[233] Pero no, ciertamente, irrefractable. Una alusión contra Fichte.
[234] Schriften, p. 159.
[235] huch, p. 112.
[236] Athenäum, 256.
[237] Jugendschriften, II, p. 358.
[238] Que se sigue del mesianismo romántico, y no puede ser demostrado aquí.
[239] Lucinde. p. 28.
[240] Athenäum, 305.
[241] Schriften, p. 8.
[242] Schrrften, p. 27.
[243] Schriften, p. 61.
[244] Schriften, p. 82.
[245] Tal vez haya que ver en este fragmento una confrontación primeriza, y por tanto no consonante con el uso lingüístico tardío, con el término «poesía trascendental»; en otro caso habría que admitir que se trata de una consciente y jocosa equivocación.
[246] Athenäum, 238. enders (p. 376) no entiende correctamente la conclusión del fragmento cuando supone que «poesía de la poesía... no sería en el fondo sino una intensificación y un sinónimo de la poesía romántica frente a la no romántica». Pasa por alto que la expresión «poesía de la poesía» está construida según el esquema de la reflexión (pensamiento del pensamiento) y ha de ser entendida en consecuencia con todo ello. Incluso la identifica (p. 377) erróneamente con la expresión «poesía poética», sobre la base del fragmento 247 del Athenäum, donde apenas es un predicado de ella.
[247] Cf. las invectivas contra el uso diferente, esto es, no orientado histórico-filosóficamente, de la palabra «ideal» por parte de Schiller
[248] Por todo ello, para el Schiegel de la época del Athenäum, la obra de arte de modelo griego (real, ingenua) es pensable sólo con intención irónica, bajo la provisoria cautela de su disolución. Lo ingenuo vale para Schlegel únicamente, por así decir, como una reflexión de envergadura sobrenatural. Ensalza «el instinto hasta la ironía» (Athenäum, 305) y afirma: «La gran abstracción práctica (sinónima de reflexión) hace de los antiguos, entre los cuales eran apenas un instinto, propiamente antiguos» (Athenäum, 121). En este sentido concibe lo ingenuo en Homero, Shakespeare, Goethe. (Véase la Historia de la poesía de los griegos y los romanos, así como Athenäum, 51 y 305.)
[249] Jugendschriften, II, p. 428.
[250] Briefe, p. 247.
[251] Schlegel omite manifiestamente distinguir el misticismo, en tanto que algo inauténtico, de la mística.
[252] kürschner, p. 305.
[253] Jugendschriften, II, p. 426
[254] Jugendschriften, II, p. 427.
[255] margolin, p. 27
[256] Por consiguiente, la forma de exposición como tal no necesita ser absolutamente profana: puede participar, por la plenitud de su pureza, de la forma simbólica o absoluta, o bien convertirse incluso finalmente en ella.
[257] Jugendschriften, II, p. 177.
[258] Ibid.
[259] Alusión al Wilheim Meister.
[260] Schriften, editados por Minor, III, p. 17.
[261] Schriften, editados por Minor, II, pp. 307 y s.
[262] Jugendschriften, II, p. 173.
[263] Jugendschriften, II, p. 179.
[264] haym, p. 251. Aun siendo completa, la explicación de Haym según la cual Schlegel, siempre «dispuesto a nuevas construcciones y nuevas fórmulas», extrae esta doctrina del Wilheim Meister, no toca lo que Schlegel objetiva y resueltamente pretendía acentuar. Esta apreciación, como todavía habría de hacerse más evidente, debe entenderse inmanentemente respecto del universo de su pensamiento filosófico. Del mismo modo, haym (página 802) insinúa esta conexión entre reflexión, poesía trascendental y teoría de la novela cuando habla de la schlegeliana «consideración de la poesía moderna desde el punto de vista de la novela en conexión con los conceptos de autorreflexión infinita y de lo trascendental... tomados de la filosofía de Fichte».
[265] Athenäum, 252.
[266] Jugendschriften, II, p. 171.
[267] Véase el contexto en el que se encuentra en este pasaje (Raich, pp. 54 y s.). En tanto según Novalis, como ya se ha observado, el estilo de la novela no debe constituir un mero continuum, sino un orden articulado que llama prosa ornada –que ya nada tiene que ver con el arte, sino más bien con la retórica–, una prosa «fluida... como una corriente»
[268] Briefwechsel, pp. 55 y ss.
[269] Briefwechsel, p. 57.
[270] Esta misma consideración de la prosa se muestra en el aforismo 92, Prosa y poesía, en La Gaya Ciencia de Nietzsche. Sólo que allí la mirada no se orienta, como en el caso de Novalis, de las formas poéticas a la prosa, sino al revés.
[271] Schriften. p. 538.
[272] Schriften, p. 512.
[273] Doctrina que no pertenece a este contexto. Comprende dos momentos: en primer lugar, la aniquilación de la materia en la ironía subjetiva, jocosa; en segundo lugar, su elevación y ennoblecimiento en el contenido mitológico. A partir del primer principio hay que entender la ironía material, y puede que también el humor en la novela; a partir del segundo, el arabesco.
[274] Hölderlin, IV, p. 65.
«Dónde estás, ¡pensamiento!, que debes
de vez en cuando hacerte a un lado. ¿Y dónde tu luz?»
[275] Briefwechsel, p. 52.
[276] Ibid.
[277] Consonante, entendido en oposición a vocal en tanto que principio retardatario. Cf.: «Cuando la novela es de naturaleza retardataria entonces es verdaderamente poética y prosaica a la par que consonante» (Schriften, p. 539).
[278] Schriften, p. 539.
[279] Hölderlin, IV, p. 60.
[280] Hölderlin, V, p. 175. Aunque con estas palabras Hölderlin se enfrenta con las tendencias de Schlegel y Novalis, no vale en su caso, sin embargo, lo que en el resto de nuestro trabajo se ha afirmado acerca de estos. Su fundamentación de la filosofía del arte fue, en primer lugar, una tendencia poderosa pero no elaborada con total claridad que, por consiguiente, cuando alcanzó a expresarse con nitidez, reveló un punto de vista extraordinariamente anticipado de su pensamiento: el predominio de Hölderlin. Hölderlin dominó siempre y contempló este ámbito desde lo alto, mientras que para Friedrich Schlegel, e incluso para Novalis, ese ámbito seguiría siendo una tierra prometida. Prescindiendo de la idea central de la seriedad del arte, ambas filosofías del arte no son comparables entre sí de forma inmediata, al igual que sus autores tampoco mantuvieron ninguna relación personal.
[281] Schriften, editados por Minor, III, p. 195.
[282] Schriften, p. 206.
[283] Schriften, p. 69.
[284] Schriften, p. 490; cf. también: «La matemática es ciencia auténtica porque contiene nociones hechas..., porque genializa metódicamente» (Schriften, editados por Minor, p. 262).
[285] Jugendschriften, II, p. 170.
[286] Athenäum, 253.
[287] Athenäum, 367.
[288] Lyceum, 37.
[289] Cuando en otro pasaje de este fragmento, con referencia a la filosofía de la poesía, se habla de lo bello en un sentido positivo, la expresión tiene un sentido distinto: designa el ámbito del valor.
[290] Athenäum, 252. En la última frase no se alude sólo a la incomprensibilidad, sino a la aridez, a la sobriedad de una obra semejante.
[291] Schriften, p. 565.
[292] kircher, p. 43.
[293] Briefwechsel, p. 101.
[294] Jugendschriften, II, p. 361. Una de las más notables expresiones de esta actitud espiritual es el amor de Friedrich Schlegel a lo didáctico en la poesía como garantía segura de su sobriedad. Este amor aflora desde muy temprano —prueba de lo profundamente que enraizaron en él las tendencias expuestas. «Llamo a la poesía ideal aquella cuyo propósito es lo filosóficamente interesante, poesía didáctica... La tendencia de la mayor parte de las más logradas y célebres poesías modernas es filosófica. En efecto, la poesía moderna parece haber alcanzado aquí un cierto cumplimiento, un culmen en su género. La calidad didáctica constituye su orgullo y su ornamento, es su resultado más genuino... engendrado en la profundidad escondida de su fuerza originaria» (Jugendschrifíen, I, pp. 104 y s.). Este elogio de la poesía didáctica en un artículo de los años de estudio es directo precursor de la acentuación de la novela en la teoría poética posterior de Schlegel. Incluso más tarde, lo didáctico no deja de interesarle: «En este género [la poesía esotérica] no sólo incluiríamos... poesías didácticas, cuyo fin, sin embargo, no puede ser otro que... abolir y mediar de nuevo la escisión... propiamente no natural entre la poesía y la ciencia, ...sino también... la novela» (kürschner, p. 308). «Toda poesía debe ser auténticamente... didáctica, en el sentido más amplio de la palabra, que designa la tendencia hacia un sentido profundo, infinito» (Jugendschriften, II, p. 364). Por el contrario, ocho años más tarde escribe: «Y justamente porque ambas, tanto la novela como la poesía instructiva, quedan propiamente fuera de los límites naturales de la poesía, no son géneros: cada novela, cada poesía instructiva, lo verdaderamente poético, es una individualidad particular en sí» (kürschner, p. 402). He aquí el último estadio (del año 1808) de la formación de las ideas schlegelianas sobre lo didáctico; habiendo observado en un principio que éste sería un género particularmente eminente de la poesía moderna, en la época del Athenäum lo había ido disolviendo cada vez más como género —al igual que la novela— a fin de teñir con él la poesía entera, en tanto que en última instancia se vio obligado a aislarlas a las dos tanto como fue posible (las comprime en el género, no las eleva sobre él), al objeto de establecer de nuevo un concepto convencional de poesía. El significado superior de los géneros en prosa no quedó ya nunca claro en sus criterios.
[295] Lyceum, 86.
[296] Athenäum, 427. Para la expresión «recherche» en el sentido de crítica —tal vez en este pasaje con un sentido todavía más amplio— cf. el fragmento 403 del Athenäum, arriba citado.
[297] Jugendschriften. II, p. 383.
[298] A la que A. W. Schlegel condescendió por imposición externa.
[299] Jugendschriften, II, p. 172.
[300] Para la interpretación de la teoría goethiana del arte expuesta en las siguientes páginas no puede darse una prueba en nuestro marco, dado que los pasajes pertinentes, al igual que las proposiciones de los primeros románticos, requieren una interpretación en profundidad. Ésta debería ofrecerse, en el amplio contexto que demanda, en otro lugar. Para la problemática general de la exposición hay que remitir en particular a la análoga, aun cuando diferentemente tratada, en E. rotten, Goethes Urphänomen und die platonische Idee, cap. VIII.
[301] Una forma que, por su parte, sólo se hace comprensible en el interior de esta intuición del arte, a la que por derecho pertenece como el fragmento a la romántica.
[302] Jugendschriften, II, pp. 123 y s. Véase también Bríefwechsel, p. 83. —También aquí exagera Schlegel su pensamiento originario mediante el concepto de imitación.
[303] Jugendschriften, I, p. 104. «Libre arte de las ideas», también en Jugendschriften, II, p. 361.
[304] I.e. de la poesía.
[305] Jugendschriften, II, p. 427.
[306] Jugendschriften, II, p. 428.
[307] Fue una relación a lo casual, al carácter de torso de la obra singular, como se establecieron las prescripciones, las técnicas de la poesía. Goethe había estudiado, en parte también con referencia a aquéllas, las leyes de los géneros artísticos. También las investigaron, aunque no para fijar esos géneros artísticos, sino con el propósito de encontrar un medium, el absoluto en el que las obras serían críticamente disueltas. Emprendieron estas investigaciones de manera análoga a los estudios morfológicos, apropiados para indagar las relaciones de la esencia con la vida, en tanto que las nociones de poética normativa pueden ser comparadas con los conocimientos anatómicos, cuyo objeto inmediato no es tanto la vida como la rígida construcción de los organismos singulares. En los románticos, la investigación de los géneros artísticos concierne sólo al arte, mientras que en Goethe sigue además tendencias normativas, pedagógicas, respecto de la obra
singular y su elaboración.
[308] Cf. parte I, cap. IV.
[309] Schriften, pp. 69 y s.
[310] Schriften, p. 563.
[311] Schriften, p. 491.
[312] Athenäum, 121.
[313] Lyceum, 60.
[314] Athenäum, 143.
[315] En cualquier caso, aquí se percibe un equívoco en el término «puro». En efecto, éste designa primeramente la dignidad metodológica de un concepto (como en «razón pura»), pero luego también puede tener un significado positivo en cuanto al contenido, un significado, si se quiere, éticamente coloreado. En ambos significados se entendió anteriormente el concepto de «contenido puro» como lo musaico, mientras que la forma absoluta sólo puede ser designada como pura en sentido metodológico. Puesto que su determinación objetiva —que corresponde a la pureza del contenido– es presumiblemente el rigor. Es cierto que esto no lo expresaron los románticos en su teoría de la novela, en la cual la forma perfectamente pura, pero no rigurosa, quedaba sublimada como absoluta. También éste es un orden de ideas en el que Hölderlin fue más allá.
[316] Schriften, p. 491.
1 Dado que los románticos entrelazan con frecuencia varias ideas en sus fragmentos particulares, a menudo han de quedar omitidas en la cita, en interés de la claridad de exposición, aquellas partes de los fragmentos que llevarían más allá del argumento del que se trata. Como es obvio, estas omisiones han sido hechas de manera que el sentido del fragmento no quede alterado.
2 La edición de los escritos de Novalis a cargo de Minor (novalis, Schriften, edición de J. Minor, 4 vols., Jena, 1907), actualmente agotada, me ha resultado inaccesible durante la preparación de este trabajo. Por desgracia, más tarde se ha revelado imposible llevar a cabo una transcripción completa de cada cita. Algunos pocos fragmentos pudieron ser revisados solamente en Minor, pero no en Heilborn