domingo, 3 de octubre de 2010

Celan, P., El Meridiano.



El meridiano

Paul Celan

Discurso a propósito de la concesión
del Premio Georg Büchner
Darmstadt, 22 de octubre de 1960


       Señoras y señores:


1     El arte es, ustedes lo recuerdan, un ser marionetesco, yámbico-pentápodo, y — esta propiedad está refrendada también mitológicamente por la alusión a Pigmalión y su creatura— falto de hijos.
          Bajo tal especie, constituye el objeto de una conversación, que tiene lugar en un cuarto, no, pues, en la Conserjería, una conversación que, esto lo barruntamos, podría ser proseguida sin fin si nada interviniese.
          Pero algo interviene.

2     El arte viene otra vez. Viene otra vez en otro poema de Georg Büchner, en el“Woyzeck”, entre otras anónimas gentes y —si se me permite llevar por esta senda una expresión de Moritz Heimann acuñada a propósito de “La muerte de Dantón”— bajo una todavía “más lívida luz de tormenta”. El mismo arte vuelve, también en este tiempo enteramente otro, a aparecer abiertamente, presentado por un pregonero de feria, ya no referible, como durante aquella conversación, a la “ardiente”, “bullente” y “radiante” creación, sino al lado de a la creatura y a la “nada” que “lleva puesta” esa creatura, —el arte aparece esta vez en figura simiesca, pero es el mismo, al punto lo hemos reconocido por su “casaca y sus calzas”.
          Y viene también —el arte— con un tercer poema de Büchner a nosotros, con “Leoncio y Lena”, aquí ya no se puede reconocer tiempo ni iluminación, pues estamos “en fuga hacia el Paraíso”, “todos los relojes y calendarios” deben ser prontamente “destrozados”, o bien “prohibidos”, —pero poco antes son exhibidas “dos personas de ambos sexos”, “dos autómatas famosos en todo el mundo han llegado”, y un hombre, que a propósito de sí mismo proclama que él es “acaso el tercero y más notable de ambos”, nos insta, “en tono estridente”, a admirar lo que tenemos ante los ojos: “¡Nada más que arte y mecanismo, nada más que cubierta de cartón y relojería!”
          El arte aparece aquí con mayor cortejo que hasta ahora, pero, y salta a la vista, está entre sus similares, es el mismo arte: el arte que ya conocemos. —Valerio, ése es sólo otro nombre para el pregonero.

3     El arte, señoras y señores, es también, con todo lo que le pertenece y lo que habrá de añadírsele, un problema, y uno, como se ve, susceptible de transformación, de vida tenaz y prolongada, es decir, eterna.
          Un problema que permite a un mortal, Camille, y a uno que sólo puede ser comprendido a partir de su muerte, Dantón, hilvanar palabras y palabras unas tras otras. Del arte se puede hablar con fácil abundancia.

4     Pero, cuando se habla del arte, nunca falta alguien que está presente y... en verdad no escucha.
          De manera más exacta: alguien que escucha y aguza el oído y observa... y luego no sabe de qué se hablaba. Pero que escucha al que habla, que lo “ve hablar”, que ha percibido habla y figura, y también, a la vez —¿quién podría, aquí, en el dominio de este poema, ponerlo en duda?—, y también, a la vez, aliento, es decir, dirección y destino.
          Esa es, ustedes lo saben desde hace rato, pues ella, que tantas veces es citada y no por azar, viene a ustedes con cada nuevo año —ésa es Lucile.

5     Lo que ha intervenido durante la conversación se abre paso sin miramientos, llega con nosotros a la Plaza de la Revolución, “arriban las carretas y se detienen”.
          Los pasajeros están allí, en número total, Dantón, Camille, los otros. Todos ellos, aquí también, tienen palabras, palabras ricas en arte, que profieren persuasivamente, Büchner sólo necesita aquí citar de vez en vez, se habla del ir-juntos-a-la-muerte, Fabre hasta quisiera morir “doblemente”, cada uno está a la altura, —sólo un par de voces, “algunas” —anónimas— “voces”, encuentran que todo esto “ya sucedió una vez y es aburrido”.
          Y aquí, donde todo toca a su fin, en los largos instantes en que Camille —no, él no, no él mismo, sino uno que ha llegado en la carreta—, en que este Camille muere teatralmente —casi querría uno decir: yámbicamente— una muerte que sólo dos escenas después, por una palabra ajena a él —y que le es tan próxima—, podemos sentir como la suya, cuando alrededor de Camille el pathos y la sentenciosidad afirman el triunfo del “muñeco” y los “hilos”, allí está Lucile, la ciega para el arte, la misma Lucile, para quien el lenguaje tiene algo personal y perceptible, una vez más, con su repentino “¡Viva el Rey!”
          Después de todas las palabras habladas en la tribuna (es el cadalso) —¡qué palabra!
          Es la contra-palabra, es la palabra que rompe el “hilo”, la palabra que ya no se inclina ante los “mirones y los caballitos de gala de la historia”, es un acto de libertad. Es un paso.

6     Por cierto, se lo escucha —y puede que esto no sea ninguna casualidad, en vista de lo que ahora, hoy, por tanto, oso decir sobre ello—, se lo escucha, de buenas a primeras, como una convicta adhesión al “ancien régime”.
          Pero aquí no se honra —permítanle ustedes destacar esto expresamente a uno que creció también con los escritos de Piotr Kropotkin y Gustav Landauer—, aquí no se rinde homenaje a ninguna monarquía y a ningún ayer que merezca ser conservado.
          Se rinde homenaje aquí a la majestad de lo absurdo que da testimonio de la presencia de lo humano.

7     Esto, señoras y señores, no tiene ningún nombre fijo de una vez por todas, pero creo que es... la poesía.

8     “—¡ah, el arte!” Me quedé suspendido, ya lo ven ustedes, de esta frase de Camille.
          Se puede, estoy enteramente consciente de ello, leer esta frase de una manera u otra, se le puede poner diversos acentos: el agudo de hoy, el grave de lo histórico —también de lo histórico-literario—, el circunflejo —signo extensivo— de lo eterno.
          Pongo —no me queda otra elección—, pongo el agudo.

9     El arte —”ah, el arte”: éste posee, junto a su capacidad de transformación, también el don de la ubicuidad—: también se lo puede volver a encontrar en el “Lenz”, también aquí —me permito enfatizarlo—, tal como en la “Muerte de Dantón”, a manera de episodio.

10   “En la sobremesa Lenz estaba otra vez de buen humor: se habló de literatura, se hallaba en su dominio...”
          “...El sentimiento de que todo lo creado posee vida está por encima de esas dos cosas, y es el único criterio en asuntos de arte...”

11   Aquí he solamente entresacado dos frases, mi mala conciencia con respecto al acento grave me prohibe no llamar la atención de ustedes sobre esto enseguida, —este pasaje tiene, más que todos los otros, relevancia histórico-literaria, se lo debe saber leer en conjunto con la ya citada conversación en la “Muerte de Dantón”, aquí la concepción estética de Büchner encuentra su expresión, desde aquí se llega, abandonando el fragmento sobre Lenz de Büchner, a Reinhold Lenz, el autor de las “Observaciones sobre el teatro”, y más allá de éste, es decir, del Lenz histórico, aun más lejos, atrás, al literariamente tan pródigo "Elargissez l'Art” de Mercier, este pasaje abre perspectivas, aquí está el naturalismo, aquí está anticipado Gerhart Hauptmann, aquí también han de buscarse y hallarse las raíces sociales y políticas de la poesía de Büchner.

12   Señoras y señores, el que yo no deje sin mención aquello, tranquiliza, en verdad, aunque sólo pasajeramente, mi conciencia, pero también les muestra a ustedes, y con esto intranquiliza mi conciencia de nuevo, —les muestra a ustedes que no llego a desembarazarme de algo que parece estar estrechamente relacionado con el arte.
          Lo busco también aquí, en el “Lenz”, —me permito llamarles la atención al respecto.
          Lenz, o sea, Büchner, tiene, “ah, el arte”, palabras muy despreciativas para el “idealismo” y sus “muñecos de madera”. Les contrapone, y aquí siguen las inolvidables líneas sobre la “vida de lo ínfimo”, las “palpitaciones”, las “insinuaciones”, la “mímica sutilísima, apenas perceptible”, —les contrapone lo natural y creatúrico. Y esta concepción del arte la ilustra él de la mano de una experiencia:

13   “Cuando ayer ascendí, bordeando el valle, vi sentadas sobre una piedra a dos muchachas: una se enlazaba el cabello, la otra la ayudaba; y caía la dorada cabellera, y un rostro grave y pálido, y sin embargo tan joven, y el vestido negro, y la otra afanada tan meticulosamente. Los cuadros más bellos, más íntimos de la vieja escuela alemana apenas pueden dar un atisbo de todo eso. Uno quisiera ser a veces una cabeza de Medusa, para poder convertir en piedra a un grupo así, y llamar a las gentes.”

14   Señoras y señores, atiendan ustedes, por favor: “Uno quisiera ser una cabeza de Medusa”, para... ¡aferrar lo natural como lo natural por medio del arte!
          Uno quisiera no significa aquí, por cierto: yo quisiera.

15   Este es un salirse de lo humano, un aventurarse fuera en un dominio vuelto hacia lo humano, y extrañador —el mismo en que la figura simiesca, los autómatas y, por lo tanto, ...ay, también el arte, parecen estar en casa.
          No habla así el Lenz histórico, así habla el Lenz de Büchner, aquí hemos escuchado la voz de Büchner: el arte preserva para él, también aquí, algo extrañador.

16   Señoras y señores, he puesto el acento agudo; lo mismo que a mí no quiero ocultarles a ustedes que he tenido, con esta pregunta por el arte y por la poesía —una pregunta entre otras preguntas—, que con esta pregunta he tenido que ir a Büchner por propia iniciativa, aunque no a pleno arbitrio, para buscar la suya.
          Pero ya ven ustedes: el “tono estridente” de Valerio, cada vez que hace su aparición el arte, no se ha de pasar por alto.
          Estas son, y ciertamente la voz de Büchner me impulsa a esta conjetura, antiguas y antiquísimas extrañezas. Que hoy me detenga en esto con semejante obstinación está quizás en el aire —en el aire que tenemos que respirar.

17   ¿No hay acaso —así tengo que preguntar ahora—, no hay en Georg Büchner, en el poeta de la creatura, un cuestionamiento, quizá sólo a medias audible, a medias consciente, pero no por ello menos radical o, por eso mismo, precisamente, radical en el sentido más propio, un cuestionamiento del arte, desde esta dirección? ¿Un cuestionamiento al cual tiene que volver toda poesía de hoy, si quiere seguir preguntando? En otras palabras, las cuales se saltan algunas cosas: ¿hemos de partir, como acontece hoy en muchas partes, del arte como de algo dado y que tiene que presuponerse incondicionadamente, debemos, para expresarlo con toda concreción, pensar —digamos— hasta las últimas consecuencias a Mallarmé, ante todo?

18   Me he anticipado, me he adelantado —no lo suficiente, lo sé—, vuelvo al “Lenz” de Büchner, al —episódico— diálogo, pues, que se mantuvo “de sobremesa” y en el cual Lenz “estuvo de buen humor”.
          Lenz ha hablado largamente, “ya sonriente, ya serio”. Y ahora, después que el diálogo ha terminado, se dice de él, y, por tanto, de aquél que se ocupa de las cuestiones del arte, pero al mismo tiempo, también, del artista Lenz: “Se había olvidado completamente de sí mismo.”
          Pienso en Lucile, al leer esto: leo: él, él mismo.
          Quien tiene el arte en la mira y en la mente, ése —estoy aquí en la narración sobre Lenz—, ése está olvidado de sí. El arte procura lejanía del yo. El arte exige aquí, en una determinada dirección, una determinada distancia, un determinado camino.

19   ¿Y la poesía? ¿La poesía, que tiene que andar, con todo, el camino del arte? ¡Entonces aquí estaría dado efectivamente el camino hacia la cabeza de Medusa y hacia el autómata!

20   No busco ahora una salida, sólo sigo preguntando, en la misma dirección, y, así lo creo, también en la dirección dada por el fragmento sobre Lenz.
          ¿Quizás —sólo pregunto—, quizás camina la poesía, como el arte, con un yo olvidado de sí, hacia eso extrañador y ajeno, y se pone —pero ¿dónde?, pero ¿en qué lugar?, pero ¿con qué?, pero ¿cómo qué?— otra vez en libertad?
          Entonces sería el arte el camino que la poesía tendría que recorrer —ni menos, ni más.
          Lo sé, hay otros caminos, más cortos. Pero también la poesía se nos adelanta a veces. La poésie, elle aussi, brûle nos étapes.

21   Dejo al olvidado de sí, al que se ocupa del arte, al artista. En Lucile creí encontrarme con la poesía, y Lucile percibe el habla como figura y dirección y aliento—: busco, también aquí, en este poema de Büchner, lo mismo, busco a Lenz mismo, lo busco —como persona, busco su figura: por mor del lugar de la poesía, por mor de la liberación, por mor del paso.

22   El Lenz de Büchner, señoras y señores, quedó como fragmento. ¿Debemos indagar al Lenz histórico para enterarnos de la dirección tuvo esta existencia?
          “Su existencia era para él una carga necesaria. —Así iba viviendo...” Aquí se interrumpe la narración.
          Pero la poesía intenta, como Lucile, ver la figura en su dirección, la poesía se adelanta. Sabemos hacia dónde va viviendo, cómo va viviendo hacia allá.
          “La muerte”, se lee en una obra aparecida en 1909 sobre Jakob Michael Reinhold Lenz —viene de la pluma de un docente moscovita, de nombre M. N. Rosanov—, “la muerte como redentora no se hizo esperar largamente. En la noche del 23 al 24 de mayo de 1792 fue encontrado Lenz, exánime, en una de las calles de Moscú. Fue sepultado a costa de un noble. Su última morada permaneció desconocida.”
          Así había ido viviendo hacia allá.
              Él: el verdadero, el Lenz de Büchner, la figura büchneriana, la persona, que pudimos percibir en la primera página de la narración, el que “anduvo el 20 de enero por la montaña”, él —no el artista ni el que se ocupaba con cuestiones del arte, él como un yo.

23   ¿Encontramos tal vez ahora el lugar en que estaba lo ajeno, el lugar en que la persona pudo liberarse, como un yo —enajenado—? ¿Encontramos un lugar semejante, un semejante paso?
          “...sólo se le hacía incómodo a veces no poder andar de cabeza.” Este es él, Lenz. Este es, creo yo, él y su paso, él y su “Viva el rey”.

24   “...sólo se le hacía incómodo a veces no poder andar de cabeza.”
          Quien anda de cabeza, señoras y señores, —quien anda de cabeza tiene al cielo como abismo bajo sí.

25   Señoras y señores, hoy es cosa de todos los días reprocharle a la poesía su “oscuridad”. —Permítanme ustedes, en este sitio y sin rodeos —¿pero es que no hay algo aquí que se ha abierto abruptamente?—, permítanme ustedes citar aquí una sentencia de Pascal, una sentencia que he leído hace algún tiempo en León Chestov: “Ne nous reprochez pas le manque de clarté puisque nous en faisons profession” —Esto es, creo yo, si no la oscuridad congénita, en todo caso la que le sobreviene a la poesía, por mor de un encuentro, desde una lejanía o ajenidad —acaso proyectada por ella misma—.

26   Pero tal vez hay, y en una misma y única dirección, dos clases de ajenidad —una al lado de la otra, estrechamente.

27   Lenz —es decir, Büchner— anduvo aquí un paso más que Lucile. Su “Viva el Rey” ya no es una palabra, es un enmudecimiento terrible, le corta a él —y también a nosotros— el aliento y la palabra.
          Poesía: eso puede significar un cambio de aliento. ¿Quién sabe, quizá la poesía recorre el camino —también el camino del arte— por mor de un cambio de aliento semejante? ¿Quizá logre ella, puesto que lo ajeno, es decir, el abismo y la cabeza de Medusa, el abismo y los autómatas, parecen estar, sí, en una dirección, —quizá logre ella aquí discernir entre ajeno y ajeno, tal vez aquí precisamente se atrofie la cabeza de Medusa, tal vez aquí precisamente fracasen los autómatas —por este único breve instante? ¿Tal vez aquí, con el yo —con el yo enajenado, liberado aquí y de esta manera—, tal vez aquí se libere también un Otro?
          ¿Quizás el poema a partir de allí es él mismo... y puede, entonces, de este modo carente de arte, libre de arte, andar sus otros caminos, y, entonces, también los caminos del arte —andarlos una y otra vez?
          Quizás.

28   ¿Quizás sea lícito decir que en cada poema queda inscrito su “20 de enero”? ¿Quizás lo nuevo en los poemas que hoy se escriben sea precisamente esto: que aquí se intenta, de la manera más clara, permanecer en el pensativo recuerdo de tales datas?
          ¿Pero no trazamos todos la escritura de nuestros destinos a partir de tales datas? ¿Y hacia qué datas seguimos escribiéndonos?

29   ¡Pero si el poema habla! Permanece en el recuerdo pensativo de sus datas, pero —habla. Ciertamente, siempre habla únicamente por propia cuenta de la cosa que le es propia, personalísima.
          Pero pienso —y este pensamiento apenas puede sorprender a ustedes ahora—, pienso que desde siempre pertenece a las esperanzas del poema hablar precisamente de este modo también por cuenta de la cosa ajena —no, esta palabra no puedo emplearla más—, hablar precisamente de este modo por la cosa de un Otro —quién sabe, quizás por la cosa de un totalmente Otro.
          Este “quién sabe”, al que me veo arribar ahora, es lo único que por mi cuenta puedo añadir, también hoy y aquí, a las antiguas esperanzas.
          Quizás, así tengo que decirme ahora, —quizás hasta es pensable un mutuo encuentro de este “totalmente Otro” —me valgo aquí del socorro de un consabido giro— con un “otro” no demasiado lejano, un “otro” muy cercano —pensable siempre y nuevamente.
          El poema se demora o porfía en espera —una palabra que ha de ser referida a la criatura— en tales pensamientos.
          Nadie puede decir cuán largamente la pausa de aliento —el esperar y el pensamiento— perdurará todavía. Lo “célere”, que desde siempre estuvo “afuera”, ha ganado en aceleración; el poema lo sabe, pero se dirige impertérritamente a ese “Otro”, que él piensa como algo alcanzable, algo que ha de ser puesto en libertad, vacante acaso, y, a la vez, vuelto —digamos: como Lucile— hacia él, hacia el poema.

30   Ciertamente, el poema —el poema hoy— muestra, y esto tiene que ver, creo yo, pero sólo indirectamente, con las dificultades —que no han de ser menospreciadas— de la elección de las palabras, con la caída más rápida de la sintaxis o con el sentido más despierto para la elipsis, —el poema muestra, esto es inconfundible, una fuerte proclividad al enmudecimiento.
          Se afirma —permítanme ustedes, después de tantas formulaciones extremas, también ésta, ahora—, el poema se afirma en el borde de sí mismo, se llama y se trae de vuelta, para poder persistir, incesantemente, desde su Ya-no-más a su Siempre-todavía.

31   Pero este Siempre-todavía del poema sólo puede ser un hablar. No, por tanto, lenguaje a secas, y tampoco, es presumible, “correspondencia” basada en la palabra.
          Sino habla actualizada, puesta en libertad bajo el signo de una individuación ciertamente radical, pero que permanece advertida, al mismo tiempo, de los límites que le están trazados por el lenguaje, de las posibilidades que le están abiertas por el lenguaje.
          Pero este Siempre-todavía del poema sólo puede encontrarse en el poema del que no olvida que habla bajo el ángulo de inclinación de su existir, el ángulo de inclinación de su creaturidad.
          Entonces el poema sería —todavía más nítidamente que hasta ahora— lenguaje, vuelto figura, de un individuo solo —y, en su ser más íntimo, presente y presencia.

32   El poema es solitario. Es solitario y está en camino. Quien lo escribe, le permanece entregado.
          Pero ¿no está el poema, por eso mismo, y así, pues, ya aquí, en el encuentro —en el misterio del encuentro?

33   El poema quiere ir hacia un Otro, necesita a ese Otro, necesita un enfrente. Lo busca, se profiere en pos de él.
          Cada cosa, cada ser humano es para el poema, que se endereza a lo Otro, una figura de ese Otro.
          La atención que el poema trata de dedicarle a todo lo que sale a su encuentro, su más agudo sentido para el detalle, para el contorno, la estructura, el color, pero también para las “palpitaciones” y las “insinuaciones”, todo eso no es, creo yo, ningún logro del ojo que compite (o concurre) con aparatos que día a día son más perfectos, es más bien una concentración que permanece memoriosa de todas nuestras datas.
          “La atención” —permítanme ustedes citar aquí, del ensayo sobre Kafka de Walter Benjamin, una frase de Malebranche—, “la atención es la oración natural del alma.”

34   El poema se convierte —¡bajo qué condiciones!— en poema de uno que percibe —que todavía sigue percibiendo—, vuelto hacia lo que aparece, que interroga e interpela a esto que aparece; se convierte en diálogo —a menudo es un diálogo desesperado.
          Sólo en el espacio de este diálogo se constituye lo interpelado, se reúne en torno al yo que lo interpela y lo nombra. Pero en este presente lo interpelado y que, a través del nombrar, ha llegado a ser, por decirlo así, tú, trae consigo su ser otro. Aún en el aquí y ahora del poema —el poema mismo siempre tiene, pues, únicamente este presente único, irrepetible, puntual—, aún en esta inmediatez y cercanía.
          Nosotros, cuando hablamos así con las cosas, insistimos siempre en la pregunta por su procedencia y su destino: una pregunta “que permanece abierta”, “que no llega a ningún término”, que señala hacia lo abierto y vacío y libre —estamos bien lejos, afuera.
          El poema busca, creo yo, también este lugar.

35   ¿El poema?
       ¿El poema con sus imágenes y tropos?

36   Señoras y señores, ¿de qué hablo, entonces, propiamente, cuando hablo, desde esta dirección, con estas palabras, del poema —no, de el poema?
          ¡Hablo, pues, del poema que no hay!
          El poema absoluto —¡no, esto ciertamente no hay, no puede haberlo!
          Pero bien hay, con cada poema real, hay, con el poema menos pretencioso, esta pregunta irrecusable, esta pretensión inaudita.

37   ¿Y qué serían entonces las imágenes?
          Lo percibido y por percibir por única vez, siempre de nuevo por única vez y sólo ahora y sólo aquí. Y el poema sería, por lo tanto, el lugar en que todos los tropos y metáforas quieren ser conducidas ad absurdum.

38   ¿Exploración de topos?
          ¡Desde luego! Pero a la luz de lo que ha de ser explorado: a la luz de la u-topía.
          ¿Y el hombre? ¿Y la criatura?
          En esta luz.
          ¡Qué preguntas! ¡Qué demandas!
          Es tiempo de revirar.

39   Señoras y señores, estoy al final —estoy de nuevo al comienzo.
          Elargissez l'Art! Esta pregunta viene a nosotros con su antigua, con su nueva, inquietante, extrañeza. Fui con ella a Büchner —he creído volver a encontrarla allí.
          Tenía también preparada una respuesta, una contrapalabra “luciliana”, quería oponer algo, estar allí con mi contradicción:
          ¿Ampliar el arte?
          No. Sino que anda con el arte a tu estrechez más propia. Y ponte en libertad.
          Yo he, también aquí, en presencia de ustedes, andado este camino. Fue un círculo.
          El arte, y, entonces, la cabeza de Medusa también, el mecanismo, los autómatas, lo extrañador y tan difícil de discernir, acaso, por último, no más que una ajenidad —el arte sigue viviendo.

40   Dos veces, con la frase de Lucile “Viva el Rey”, y cuando bajo Lenz se abrió el cielo como abismo, pareció estar allí el cambio de aliento. Quizá también, cuando traté de hacer rumbo hacia aquello lejano y ocupable, que finalmente sólo se hizo visible en la figura de Lucile. Y una vez habíamos arribado también, desde la atención dedicada a las cosas y a la creatura, en la cercanía de algo abierto y libre. Y por último en la cercanía de la utopía.

41   La poesía, señoras y señores —: ¡esta declaración de infinitud de aquello que es pura mortalidad y puro balde!


42   Señoras y señores, permítanme ustedes, puesto que de nuevo estoy en el comienzo, volver a preguntar una vez más, en toda brevedad y desde otra dirección, por lo mismo.
          Señoras y señores, hace algunos años escribí una pequeña cuarteta —ésta:
          “Voces desde el camino de la ortiga: / Ven sobre tus manos hacia nosotros. / Quien solitario está con la lámpara, / no tiene más que su mano para leer.”
          Y hace un año, en recuerdo de un fallido encuentro en Engadina, llevé al papel una pequeña historia, en la cual hice andar a un hombre “como Lenz” por la montaña.
          Había trazado la escritura de mi destino, lo mismo una vez que la otra, desde un “20 de enero”, desde mi “20 de enero”.
          Me encontré... conmigo mismo.

43   ¿Se anda, entonces, cuando se piensa en poemas, se anda con poemas por tales caminos? ¿Son estos caminos sólo caminos en círculo, rodeos de ti a ti? Pero son también, a la vez, entre tantos otros caminos, caminos por los cuales el lenguaje adquiere voz, son encuentros, caminos de una voz a un tú que percibe, caminos creaturales, proyectos de existencia acaso, un anticipado enviarse hacia sí mismo, en busca de sí mismo... Una suerte de regreso al hogar.


44   Señoras y señores, llego al final —llego, con el agudo que tenía que poner, al final de... “Leoncio y Lena”.

45   Y aquí, en las últimas dos palabras de este poema, tengo que andar prevenido.
          Tengo que cuidarme, como Karl Emil Franzos, el editor de aquella “Primera Edición Crítica Completa de las Obras y Manuscritos Póstumos de Georg Büchner”, que apareció hace ochenta y un años en Sauerländer, en Frankfurt am Main, —¡tengo que cuidarme de no leer, como mi coterráneo, aquí reencontrado, Karl Emil Franzos, el “commode”, que ahora se usa, como un “venidero”!
          Y no obstante: ¿no hay precisamente en “Leoncio y Lena” esas comillas que invisiblemente le sonríen a las palabras, que tal vez no quieren ser entendidas como patitas de ganso, sino, más bien, como orejitas de liebre, vale decir, pues, como algo no del todo impávido que escucha más allá de sí mismo y de las palabras?
          Desde aquí, desde el “commode”, por tanto, pero también a la luz de la utopía, emprendo —ahora— exploración de topos:
          Busco la región desde la cual vienen Reinhold Lenz y Karl Emil Franzos, que me salieron al encuentro de camino acá, y en Georg Büchner. Busco también, puesto que estoy de nuevo donde empecé, el lugar de mi propia procedencia.
          Busco todo eso, es cierto, con dedo muy impreciso, porque inquieto, sobre el mapa —sobre un mapa infantil, como inmediatamente debo confesar.
       Ninguno de estos lugares puede encontrarse, no los hay, pero yo sé donde tendría, sobre todo ahora, que haberlos, y... ¡encuentro algo!

46   Señoras y señores, encuentro algo que me consuela también un poco de haber andado en presencia de ustedes este imposible camino, este camino de lo imposible.
          Hallo lo que vincula y, como el poema, conduce al encuentro.
          Hallo algo —como el lenguaje— inmaterial, pero terreno, terrestre, algo en forma de círculo, que vuelve sobre sí a través de ambos polos, y —de modo más jovial— que, al hacerlo, cruza incluso los trópicos, los tropos—: hallo... un meridiano.

47   Con ustedes y Georg Büchner y el país de Hesse he creído volver a rozarlo ahora mismo.


Traducción de Pablo Oyarzún R.


Déotte, J. L., Un Mundo sin Horizonte



UN MUNDO SIN HORIZONTE
Jean Louis Déotte.

Traducción de  María Ángeles Calvo.


Desde el momento que una guerra “postmoderna” comienza con la destrucción de un lugar reconocido, que pertenece al patrimonio de la humanidad, como Dubrovnik, o cuando uno de los museos más importantes del mundo, la Galería de los Uffizi, se convierte en blanco de atentados, se establece una nueva relación entre guerra y turismo. El turismo ya no se alimenta únicamente del acontecimiento de la guerra (Verdun o las playas del Desembarco); ya no es solamente la forma contemporánea, suave, de la conquista y de la occidentalización del mundo, sino que se convierte en un objetivo militar esencial. El turismo de guerra se asocia con la guerra al turismo.
¿No fue éste el caso de Verdun, ciudad imperial y, a la vez, lugar al que acudía en masa la plebe invitada por el mismo Petain en el momento crucial de la batalla con el fin de “vivir” en directo el asalto, de ver y de hacerse ver (Proust)?
Todo sería más sencillo si los museos y las ciudades históricas fueran sólo parte de la riqueza de una nación, incluso en su forma simbólica. Habría más razones para destruirlos, puesto que su destrucción supondría un ataque al significado en sí mismo, en su forma capitalista más elaborada, aquella del valor, del valor del símbolo (Baudrillard). Pero un museo nunca es tan sólo un lugar donde se capitalizan tales valores; es el lugar donde ocurre una operación mucho más compleja, donde el significado se transmuta en ruina.
El deseo de hacer que una ruina desaparezca (cualquier cuadro de un museo o la ciudad histórica más bella es necesariamente una ruina), de arrasar con ella y convertirla en cenizas, nos conduce al corazón de la política postmoderna, a la desaparición y desvanecimiento de aquello que, desde los tiempos modernos, había tomado la forma de la subjetividad, de la representación, del horizonte del mundo.
1. Si volvemos sobre los tratados de perspectiva y pintura, que comienzan en la época moderna con Della Pittura de Alberti, es evidente que, según el orden metodológico y constructivo, la línea del horizonte precede al punto de fuga, al que Viator denominó punto del sujeto. También sabemos que, aunque los artesanos griegos que trabajaban para los romanos fueron los primeros en elaborar un cuadro plano transparente, no concebían el espacio como representado de forma sistemática. No pretendieron que las líneas constructivas, o líneas de fuga, convergieran en un mismo punto que representara su infinitud (Panofsky). De esta manera, no necesitaban una línea constructiva horizontal, sino una vertical, un eje, que sirviera de espina dorsal para aquello que los especialistas llamaron estructura de espina de pez.
Esto implicaría, filosóficamente, que entre los Antiguos y los Modernos la división está entre el privilegio de la verticalidad y el de la horizontalidad. Además, implicaría  que los Antiguos no pudieron deducir la existencia de un sujeto como un nuevo lugar de la verdad (Hegel a propósito de Descartes), a partir de ese punto geométrico que es válido para todas las líneas rectas del plano de horizonte de la tierra,  que idealmente se prolongan al infinito. La Antigüedad no habría hecho ningún proyecto dependiente de una línea de horizonte, de la misma forma que desconocía el sujeto de la filosofía y el infinito.
Pero el sujeto moderno de la pintura representativa tiene inmediatamente un horizonte para la acción. Puesto que en la pintura del Quattrocento (si seguimos con Alberti), inmediatamente después de abrir y circunscribir ficticiamente la ventana del cuadro —ese marco cuadrado que destaca la escena que vamos a ver— se debe trazar la línea del horizonte. Ésta se dibuja paralela a la línea de la tierra, dos tercios más arriba. El punto del sujeto se selecciona arbitrariamente a lo largo de esta línea. El sujeto, en ese punto, en el fondo del cuadro, se sujeta sólo de un hilo, y a lo largo de ese hilo se puede mover. Este sujeto, todavía enteramente abstracto, surge del interior del cuadro. Esta pintura  representativa siempre privilegiará la inclusión y la inmanencia, en contraposición con la exclusión y la transcendencia medievales.
Una vez que se ha escogido el punto del sujeto se pueden dibujar las líneas de fuga, y la posición ideal del espectador se puede determinar,  en un sentido, por la proyección simétrica de ese punto del sujeto fuera del cuadro. El punto del sujeto, interior, precede al establecimiento de un punto de vista externo, o lo que comúnmente llamamos el sujeto (espectador). La consecuencia principal de esta construcción es que el punto del sujeto está siempre ahí, dentro del cuadro o del dibujo, y precede, por tanto, a cualquier visión. No ocurre entonces que el cuadro sea subjetivo porque lo vea un sujeto externo. El espectador subjetiviza lo que ve sólo al descubrir que ya había un sitio para él, como sujeto, dentro del cuadro. En otras palabras, el espectador pasa a ser sujeto, en el sentido de las Meditaciones Cartesianas y de toda la tradición filosófica moderna, como efecto de un dispositivo que marcó una época: la perspectiva, dispositivo de proyección del que Brunelleschi dio a conocer algunos de sus aspectos más especulativos[1]. Ver, como espectador, el punto de fuga, es encontrarse en el cuadro en una posición determinante, a priori.
Lo que importa aquí es la serie de decisiones metodológicas y ontológicas: decidir que, en lo sucesivo, el mundo puede darse en una mirada (ya no es el Texto); que un cuadrilátero dibujado en un muro puede tener la cuasi-sustancia de una ventana a través de la cual se percibe este mundo; inscribir en esa ventana las huellas de aquello que podría estar allí (objetivándolo por tanto); trazar la línea del horizonte en la que se situaría el punto del sujeto; proyectar hacia “el exterior” el punto de vista obtenido simétricamente; obtener a partir de ahí los puntos de distancia, para perfeccionar la racionalización del espacio así representado.
Nuestra hipótesis consiste en pensar que esta serie metodológica que tiene una aplicación profesional, tiene también un valor ontológico: el valor de una deducción de las condiciones de posibilidad de la subjetividad, valor no sólo filosófico, sino también antropológico y, por tanto, político, legal, sicológico, económico, etc. Nuestra hipótesis indicaría que, en este dominio, los pintores y escritores han tenido una primacía absoluta con respecto a los físicos, geómetras, filósofos.
Si el sujeto, de aquí en adelante,  tiene siempre un horizonte (por su voluntad, por ejemplo, no podrá hacer proyectos sin un horizonte del proyecto, etc.) es porque el horizonte es su condición de posibilidad y, tal como indica el horizein griego, sus límites. El límite (¿finitud?) precede lo que limita, a saber, la experiencia del campo que se abre a partir de ese punto de vista. La experiencia del sujeto moderno tiende, de esta forma, a ser exclusivamente horizontal, destruyendo la  trascendencia de los dioses por la inmanencia de lo que se proyecta para un sujeto como huellas en una pantalla transparente. Esto es lo que llamamos humanismo, una primera forma del inmanentismo.
Como muestra la serie de medidores de perspectiva, desde el portillo de Dürer a Greenaway (El Contrato del Dibujante), el dispositivo de proyección siempre incluye un visor telemétrico. El blanco no es otro que la cosa allí, proyectándose a sí misma como un objeto en la ventana ortonormal del medidor de perspectiva, dejando puntos, huellas que el dibujante tiene que unir. No hay una diferencia sustancial entre el ojo detrás del visor y el blanco que está allí en frente, pero sí hay una reversibilidad siempre posible. De igual forma, en el combate moderno, el que apunta y al que se apunta pertenecen necesariamente a la esfera de la subjetividad. El objeto al que se apunta por ego es un alter ego. La relación entre ambos es inmediatamente inter-subjetiva. Obviamente, la inter-subjetividad no es un hecho inmediato, sino una consecuencia del dispositivo de proyección. Por tanto, la inter-subjetividad no se demuestra filosóficamente a partir del hecho indubitable, ego cogito (contrariamente a Descartes y Husserl).
Los enemigos modernos, antes de entrar en batalla, se apuntan y se convierten de esta forma en sujetos – objetos los unos para los otros. No es, por tanto, la supuestamente común condición de pertenecer a la humanidad la que hace posible la fraternización, como en Verdun en 1916. Es inútil aquí presuponer un sentimiento humano innato. Este sentimiento es la consecuencia de una cierta determinación epocal de la superficie de la inscripción, aquí bajo los rasgos del dispositivo de perspectiva. La figura del enemigo está entonces subordinada al dispositivo técnico y mental por el cual se concibe y percibe, lo que Cassirer llamó una forma simbólica.
2. A contrario, en sus interminables guerras, las comunidades amerindias consideraban a los otros no como humanos, atributo que reservaban para ellos mismos,  sino como una categoría por debajo de lo humano,  fantasma o animal (liendre, utilizando el término del Levi-Strauss). El único ser que era similar, y por tanto humano, era aquel que llevaba en su cuerpo los mismos rasgos de escritura, las mismas escarificaciones y los mismos cortes. Cualquier otro vocabulario de escarificaciones u otras marcas en el cuerpo, les impedía ser semejantes (la fórmula: “Todos son humanos porque todos están escritos, incluso aunque los signos no sean iguales” no podía ser aceptable siendo suficientemente cristiano). La identificación de las marcas de otra tribu no significaba que esa tribu pudiera entrar en el hermético círculo de la humanidad. Este tipo de escritura —se trata indudablemente de escritura, de un sistema diferencial de marcas y cortes, incisiones y extracciones— colapsó la universalidad de lo leíble y, por tanto, del significado de la singularidad comunitaria. La escritura no dio paso a la universalidad del significado, ya que estaba totalmente territorializada, idiomática, completamente no-vocalizable, y, por tanto, ilegible en el sentido estricto de la palabra, tanto que la marca o la letra apresaba de forma singular al significado, como en Michaux. Es sólo una ilusión óptica creer que podemos leer esos trazos, dándoles el estatus de “símbolos” gráficos, abiertos a comentario indefinidamente. Sus grafemas no eran intercambiables, sino profundamente repetitivos, invariables e incapaces de ser traducidos de un sistema gráfico a otro.
No podemos mostrar aquí cómo la vocalización progresiva de estas marcas implicó una desterritorialización, una universalización del significado, ni cómo se liberó, o, mejor, se produjo, un espacio, que dejó de ser para la escritura y se convirtió en un espacio para la vista; vista que dejó de ser la de la escritura. Paradójicamente, mientras que sistemáticamente hablamos de “salvajes” en términos de oralidad (Debray), su experiencia era la del cuerpo —la Tierra— completamente cubierto de letras (grafemas, muescas, dibujos, etc.).
Los “salvajes” no tenían, por tanto, horizonte, ya que el mundo (la Tierra, los cuerpos, las calabazas) no estaba ahí para que lo vieran, sino para que lo leyeran, de acuerdo con una experiencia siempre renovada de trayectoria de lectura y, de forma accesoria, de escritura, porque las estrellas han estado ahí siempre, en el firmamento, como un libro abierto. Es este primer texto —el cielo— el que creó el primer lector, y no cualquier escribiente que se autorizó a si mismo a inventarse por medio de la escritura en la pared rocosa de una caverna.
3. Pasear por las playas del Desembarco, adoptando la perspectiva del asaltante del mar, para quien la línea del horizonte es una línea de crestas de olas, algunas más fortalecidas que otras, o la postura del defensor del muro Atlántico, que se esconde tras su fortín como en Longues-sur-Mer, protegido por un simple bloque de cemento que se apoya en cuatro elegantes postes de acero, es experimentar, a pesar de las apariencias, la reversibilidad de los puntos de vista.
Si los puntos de vista son tales, es porque los enemigos comparten la misma definición de espacio, el mismo plano geométrico, lo que hace posible comparar todos los puntos de vista, e instituir de hecho un mundo común, una misma objetividad, una misma tecno-realidad, incluso entre los más incomparables (los Nazis y los Aliados).
Paradójicamente, incluso si las líneas de ataque horizontal se oponen, delimitando temporalmente el espacio de la batalla, es esta realidad del límite visible de la Tierra la que a la vez divide a los enemigos y los une en su común pertenencia a la esfera de la subjetividad.
No pueden tener la misma línea (incluso en la experiencia “ideal” del frente, donde una línea de tierra separa las dos trincheras), pero al tener una línea, pertenecen al mismo mundo de confrontación tecno-científica, cuyo sustrato es aquí la mirada. Luego no es la confrontación la que acerca, al crear un lugar común, como haría la cesura viviente que siempre surge de la diferencia (Hölderlin). El espacio moderno de la confrontación, que presupone lo público (res publica) es bastante republicano (y esto se ve de forma evidente en las plazas públicas de las ciudades italianas del Renacimiento y más específicamente en sus representaciones en pintura), incluso si la confrontación es entre democracias parlamentarias y un régimen totalitario. Además, las divergencias básicas sociopolíticas no impidieron que se establecieran museos de guerra, que, desde el momento en que se construyeron para exhibir las ruinas de la guerra, no pudieron evitar hacer a los enemigos semejantes, es decir, de la misma sustancia metafísica. El Museo es esencialmente republicano.
El ideal que busca el museo de Caen es mostrar, por medio de una película, la movilización total de todas las fuerzas de los dos lados del Canal de la Mancha; sin esta movilización las dos líneas del horizonte no se habrían podido concretar como los límites visibles de la línea de fuego. La voluntad no es nada sin el horizonte de su ejercicio.
Sea que el Museo Arromanches, situado en la antigua zona de combate, atraiga a una mezcla de público de veteranos de los dos campos, a la que sigue una inevitable retaguardia de turistas de guerra, o que el Museo de Caen tenga produzca una mayor fascinación en los vencedores y sus descendientes, que llegan en busca de una línea de horizonte paradójicamente universal y que, para conseguirla, se transforman en un sentido de historia después de la Shoah (la Paz), los dos permanecen en un estado de común horizontalidad, cuyo surgimiento es co-extensivo con el de los Tiempos Modernos (Heidegger: La Pregunta por la Cosa).
4. Al final, el Museo de Arromanches, con el tiempo, se convertirá, al igual que el Memorial del campo de batalla de Douaumont, en un museo por la paz, pues es un hecho que las batallas contemporáneas, en las que las masas guerreras se enfrentan en el mayor anonimato, son en realidad lugares que albergan el derrumbe de todos los valores por los que los combatientes están destinados a luchar. Como escribió Patocka acerca de la “experiencia” en el frente en la Gran Guerra, los héroes en el campo de batalla no pueden ser sino desconocidos y los soldados permanentemente alterados, sobreviviendo solamente en un estado fraternal de suspensión, más allá de los valores perdidos del derecho universal, o de la sangre, o de la tierra. La batalla contemporánea ya no es el lugar de la experiencia (probablemente desde Stendhal), sino el de la destrucción de la experiencia subjetiva, en el que todas las líneas del horizonte se desvanecen.
5. Un héroe ya no puede siquiera grabar su propia huella en el campo de batalla (esto se convierte en lo más peligroso de todo, dejar una huella para el satélite de reconocimiento, un olor para el perro de combate, un eco para el radar nocturno, un destello o un indicio de calor para el sensor infrarrojo).
Brecht aconsejó a los habitantes del “país sin proletariado” en los años 30: “No dejéis huellas”. Con estas palabras, no estaba criticando la apropiación de otros, de cuerpos, de cosas, etc., sino más bien reclamando la necesaria ruptura con la antigua superficie de inscripción  —en realidad, la moderna— demasiado confusa y obsesivamente saturada (la extensión extraordinaria del campo patrimonial).
Cuando el héroe desconocido se libera de su viejo destino, se convierte en una figura histórica de la movilización para las masas con el fin de darles forma (siendo las masas una especie de cuasi-materia). Este héroe ya no tiene ningún horizonte, sino algo en un sentido no proyectivo, una línea de fuga (Deleuze) o, mejor todavía, una línea de área (Deligny).
Los turistas de guerra modernos sienten nostalgia por la línea del horizonte, mientras que la experiencia del soldado fue más bien la de devenir-animal, o incluso de devenir-mineral. Estos turistas tratan de reconstruir una cierta normalidad, que se alimenta de la dialéctica de los dos horizontes antagonistas, porque esperan el retorno del significado, precisamente donde más faltaba.
Pero es posible otro análisis: la esperanza nostálgica de la resurrección del significado o de la línea del horizonte se puede mezclar con una admiración por el lugar (el campo de batalla) donde se han sacrificado ese significado y ese horizonte. Después de Bataille, esto se puede entender como una expulsión y destrucción que ennoblece a la víctima del sacrificio, o después de Patocka, como metanoïa, como una conversión filosófica más allá del sentido, no en locura siquiátrica, sino hacia el límite de la realidad, del hecho, de lo dado, hacia aquello que le da significado.
Estos turistas podrían estar buscando  lo más auténtico (sin poder alcanzarlo): la huella de los valores socio-políticos que se han desplomado en este lugar mientras el nihilismo activo ha triunfado por encima de cualquier esfuerzo, dando lugar a una comunidad irreconocible, una comunidad sin comunidad o comunidad negativa, definida por Nancy como la diferencia o la división de voces. Una comunidad inoperante, que está hecha de elementos singulares, que se vislumbran entre ellos, o más bien, que se ven entre ellos, en un espacio que no existe antes de ellos, pero que ellos contribuyen a definir, sin ningún horizonte, porque éste se articula de mil maneras.
Es evidente que la museografía no sería capaz actualmente de  procurar un cambio como éste. Al contrario, por medio de recursos educativos,  se esfuerza por tranquilizarnos con la noticia de que no se ha alterado el significado como, por ejemplo,  en el Memorial  de Perónne, donde se afirma que la experiencia en el frente era la misma que la de las guerras anteriores, porque la correspondencia privada de los soldados era también similar.
Poco importa que, unos años después, Freud, al tratar numerosos casos de “neurosis de guerra”, decidiera alterar su doctrina económica del aparato psíquico al introducir la noción, contra-natura, de pulsión de muerte, que indicaba el poder del retorno repetitivo, incluso eterno, contra el horizonte del proyecto. Ni que Heidegger, en Ser y Tiempo, elaborara el concepto de un ser para la muerte, o Benjamin, aquel otro del final de la narrativa y consecuentemente de la experiencia en El Narrador y en Experiencia y Pobreza.
Si se proponen seudo-continuidades es porque la historia, para el Museo, es siempre un sueño, y porque sólo el despertar crítico (Benjamín) provoca las discontinuidades y las rupturas históricas. Los franceses tienen también excelentes razones para inclinarse hacia la longue durée (¡Ah! la belleza de la longue durée de los climas) más que hacia ciertos resurgimientos que son dolorosos para la memoria nacional. La amnesia pasiva, blanda y dulce podría bien convertirse en una terapia recomendada por el mismo Renan (¿Qué es una nación?)
6. Los museos de guerras masivas son instituciones a las que los turistas van para apropiarse de la obra, de la huella (utilizando todos los recursos que esa nueva versión de la industria de guerra llamada la industria cultural pone a su disposición) mientras que, irónicamente, el soldado, si no fuera un novato, haría cualquier cosa para asegurar su desaparición, sin dejar huella.
No dejar huella se debe entender todavía de otra manera más. No creer posible dejar alguna, porque cualquier huella sería falsa y engañosa, puede llevar a un malentendido. Tiene que ver con la verdad de la batalla, la autenticidad de la experiencia y la relación entre ambas. Como con cualquier acontecimiento contemporáneo, la respuesta no admite la frase de Pirandello “a cada uno su verdad”, que resulta muy perspectivista (incluso en el sentido Nietzscheano).
No es que los puntos de vista de unos y otros no puedan compararse, pero si alguno de ellos todavía tiene un punto de vista, o la ficción de una visión general, los otros no están ya en la posición de tenerlo. Es necesario que hagamos aquí un paréntesis  con toda la problemática que implica los puntos de vista, horizontes, proyectos, perspectivas, el mundo común como plano geométrico, donde todos los puntos de vista son, en definitiva, comparables. Aquí, es necesario salir de la modernidad, de la representación.
Así que la diferencia no está en el restringido punto de vista de un soldado mal informado —porque está herméticamente territorializado— y una visión general, que de forma ficticia, está totalmente informada sobre todos los elementos de la batalla. De hecho, para el actor, el soldado, los estallidos de acontecimientos de guerra extirpan cada vez cualquier deseo de tomar un sujeto para pensarlo, como sí lo hace la superficie psíquica. La consciencia bajo el fuego tiene que protegerse constantemente de los ataques desde afuera, convirtiéndose en una simple, pero absolutamente vital pantalla a prueba de emociones.
El combatiente está en la situación del hombre moderno de Baudelaire: incapaz de producir una narración de lo que ha vivido porque no puede transformar lo que le ha ocurrido en indicios que pueda interiorizar  y recordar después. En otras palabras: incapaz de pensar.
La verdad del acontecimiento obviamente no está en los comunicados que se envían desde los cuarteles generales, ni en una historiografía que no conoce más que los archivos,  sino más bien en una literatura nocturna cuyo punto de partida es el reconocimiento de la imposibilidad de ser testigo de una experiencia vivida, a pesar de o por la aparente multiplicidad de testimonios. ¿No podemos, por tanto, considerar la multitud de testimonios diurnos escritos sobre Verdun en el decenio posterior como intentos personales de reconstrucción psíquica?
Es necesario lamentarse por la experiencia vivida, una experiencia que nos llevaría a una extrema pobreza de testimonio, e incluso al silencio. El silencio solo autentifica el desastre de lo vivido. La huella sola (literaria, pictórica o cinematográfica) establece el ser al suplir  la ausencia de la experiencia vivida. Esta compenetración con la huella no se le prohíbe al público,  siempre y cuando esté de acuerdo en no apropiarse de aquello que se convertiría en objeto de consumo, sino más bien en habitarlo, a la manera del verdadero coleccionista que, de acuerdo a Benjamin, penetra las cosas que adquiere para atrapar su enigma.
Una regla para esta literatura, que encontramos en Duhamel a propósito de Verdun, “Para cualquier cosa que toque al Verdún del año 16, no, no, no hay poesía, ni olvido, ni indulgencia transfigurativa del infierno.
7. Desde “No dejéis huellas”, pasando por “ La escritura sola instituye de forma auténtica la huella del acontecimiento”, unos cuantos temas toman forma, entre los cuales “No hay eventos sin huella” representa la hebra más enigmática.
Si la línea del horizonte es la condición para señalar al sujeto, subjetivizando todo lo que esté dentro del encuadre del dispositivo de perspectiva, y transformándolo en un objeto, entonces el otro, el enemigo, es siempre otro “yo mismo”. La guerra moderna le otorga al enemigo un estatuto jurídico (Convención de Ginebra).
Pero desde el momento en que a ese otro se le retiran todos sus derechos, cuando se le desnacionaliza, instituyendo, como hicieron los nazis, un estatus de ciudadano de segunda clase, hasta el punto que todo lo que le quedaba a ese ciudadano —en un sentido temporal del todo— era su existencia biológica y su mano de obra (Arendt), entonces no se le podía considerar un enemigo  contra el cual había que hacer la guerra. Para la política salvaje conducida en el corazón de la modernidad (Lyotard), el horizonte ya no es el límite ideal de un proyecto. El imperio nazi, de arraigo en sangre y tierra, estrictamente continental e incapaz de luchar en el mar, no tenía manejo del horizonte.
Para los nazis, los judíos y los gitanos no eran enemigos en el sentido estricto de la palabra; eran piojos. Como tales, fueron totalmente desubjetivizados y evidentemente, no fueron dialectizados (como en Hegel entre amo y esclavo o en Marx, entre clases). Esto nos lleva a cuestionar la tesis de que el Nazismo, y hasta su desempeño, dependía de la metafísica moderna del sujeto (Nancy, Lcoue-Labarthe). Este reingreso de lo salvaje en lo moderno es la marca de un cambio de época en la filosofía y, de la misma manera, en la antropología: la época post-moderna, por no tener un mejor término.
Lo que está en juego invariablemente es la huella, no dejar nada tras de sí, no dejar huella del crimen, exterminar por medio de la desaparición sistemática, destruir las condiciones comunes de experiencia, mostrar como increíble el acontecimiento contemporáneo. Todos estos puntos nos llevan a pensar que el tema real incluye la emergencia de una nueva superficie de inscripción, cuyo apoyo no es ya el cuerpo ni la ventana que se penetró con la mirada, de acuerdo con la fortuita etimología de la palabra perspectiva: “razón penetrante”. Una nueva época, cuyo acto de nacimiento es el crimen masivo por medio del exterminio programado, por una política de destrucción y por una estética de la desaparición (Virilio).
8. Un museo que intenta dejar constancia del crimen masivo, deja, por esa razón, de ser museo de guerra, y el turismo, con suficiente razón, prefiere volver a visitar los lugares —las playas del Desembarco— donde, podríamos decir clásicamente, se ha sacrificado brutalmente o suspendido el significado. Porque la política de las huellas de destrucción (desde la exterminación hasta la destrucción de las huellas del exterminio) no fue una guerra. Ni los judíos ni los gitanos estaban organizados en ejércitos, salvo en el último momento de la sublevación del gueto de Varsovia o en la Resistencia.
La política de la destrucción no tiene nada en común con las guerras entre comunidades salvajes; su función probablemente fue la de regenerar constantemente la diferencia entre ellos, de manera que ningún Estado central los pudiera federar (Clastres, Abensour).
En el Memorial Caen, cuando la película sobre la confrontación y su preparación (su efectividad es semejante a la “estética del shock”, por usar palabras de Benjamín) se rompe audazmente en el centro —la pantalla se parte y deja salir por el agujero imágenes de paz— se abre un nuevo espacio, que hace completamente borrosas las imágenes de guerra.
Pero esta destrucción de la confrontación es engañosa. El conflicto no se supera dialécticamente gracias al sosiego de las playas que han vuelto finalmente a su anterior calma, no se impone una nueva línea de horizonte mundial (el “Nuevo Orden Mundial”). Esta paz que no tiene contenido —aparte de las mercancías que invaden este Memorial— no está solamente amenazada por las guerras periféricas siempre reinantes; bajo el espectro de “los derechos humanos”, los intereses claramente percibidos de las naciones siempre resurgen, una especie de política postmoderna de cañonero.
Además, otra división persiste en Occidente, otra línea (roja), una barra que no se puede confundir con la cesura de Hölderlin, ni con la primacía de la diferencia que ha impregnado la filosofía continental desde entonces. Es una fractura que separa la tradición occidental legítimizada y legitimizante (desde los pre-Socráticos a la ciencia moderna) de una tradición escondida, reprimida e incluso privada de derechos, la tradición Judía o Judeocristiana en el sentido estricto del término (Arendt). Esta barra está dibujada horizontalmente, para satisfacer las necesidades de la museografía. ¿Quizás debería estar quebrada o tener forma de zigzag, como en el proyecto del ala futura dedicada al Judaísmo alemán en el Museo de Historia de Berlín?
¿Pero puede la política francesa de la, así llamada, integración —un proyecto republicano socavado por el programa “marrón” de exclusión radical— permitir la elaboración de otra filosofía de la historia finalmente irrepresentable?.



[1] En particular, la simetría exacta en relación con el plano del cuadro desde el punto de vista y desde el punto del sujeto, que se sitúan por tanto en la misma línea recta y son estrictamente reversibles.