AMBERES
Roberto Bolaño
Roberto Bolaño
ÍNDICE
ANARQUÍA TOTAL: VEINTIDÓS AÑOS DESPUÉS.
1. FACHADA..
2. LA TOTALIDAD DEL VIENTO..
3. CUADROS VERDES, ROJOS Y BLANCOS.
4. SOY MI PROPIO HECHIZO..
5. AZUL..
6. GENTE RAZONABLE Y GENTE IRRAZONABLE..
7. EL NILO..
8. LOS UTENSILIOS DE LIMPIEZA..
9. UN MONO..
10. NO HABÍA NADA..
11. ENTRE LOS CABALLOS.
12. LAS INSTRUCCIONES.
13. LA BARRA..
14. TENÍA EL PELO ROJO..
15. LA SÁBANA..
16. MI ÚNICO Y VERDADERO AMOR..
17. INTERVALO DE SILENCIO..
18. HABLAN PERO SUS PALABRAS NO SON REGISTRADAS.
19. LITERATURA PARA ENAMORADOS.
20. SINOPSIS. EL VIENTO..
21. CUANDO NIÑO..
22. EL MAR..
23. PERFECCIÓN..
24. PASOS EN LA ESCALERA..
25. VEINTISIETE AÑOS.
26. UN SILENCIO EXTRA..
27. A VECES TEMBLABA..
28. UN LUGAR VACÍO CERCA DE AQUÍ.
29. AMARILLO..
30. EL ENFERMERO..
31. UN PAÑUELO BLANCO..
32. LA CALLE TALLERS.
33. LA PELIRROJA..
34. RAMPAS DE LANZAMIENTO..
35. UN HOSPITAL..
36. GENTE QUE SE ALEJA..
37. TRES AÑOS.
38. LA PISTOLA EN LA BOCA..
39. GRANDES OLAS PLATEADAS.
40. LOS MOTOCICLISTAS.
41. EL VAGABUNDO..
42. AGUA CLARA DEL CAMINO..
43. COMO UN VALS.
44. NUNCA MÁS SOLO..
45. EL APLAUSO..
46. EL BAILE..
47. NO HAY REGLAS.
48. BAR LA PAVA, AUTOVÍA DE CASTELLDEFELS.
49. AMBERES.
50. EL VERANO..
51. NO PUEDES REGRESAR..
52. MONTY ALEXANDER..
53. BARRIOS OBREROS.
54. LOS ELEMENTOS.
55. NAGAS.
56. POSTSCRIPTUM..
para Alexandra Bolaño y Lautaro Bolaño
ANARQUÍA TOTAL: VEINTIDÓS AÑOS DESPUÉS.
1. FACHADA..
2. LA TOTALIDAD DEL VIENTO..
3. CUADROS VERDES, ROJOS Y BLANCOS.
4. SOY MI PROPIO HECHIZO..
5. AZUL..
6. GENTE RAZONABLE Y GENTE IRRAZONABLE..
7. EL NILO..
8. LOS UTENSILIOS DE LIMPIEZA..
9. UN MONO..
10. NO HABÍA NADA..
11. ENTRE LOS CABALLOS.
12. LAS INSTRUCCIONES.
13. LA BARRA..
14. TENÍA EL PELO ROJO..
15. LA SÁBANA..
16. MI ÚNICO Y VERDADERO AMOR..
17. INTERVALO DE SILENCIO..
18. HABLAN PERO SUS PALABRAS NO SON REGISTRADAS.
19. LITERATURA PARA ENAMORADOS.
20. SINOPSIS. EL VIENTO..
21. CUANDO NIÑO..
22. EL MAR..
23. PERFECCIÓN..
24. PASOS EN LA ESCALERA..
25. VEINTISIETE AÑOS.
26. UN SILENCIO EXTRA..
27. A VECES TEMBLABA..
28. UN LUGAR VACÍO CERCA DE AQUÍ.
29. AMARILLO..
30. EL ENFERMERO..
31. UN PAÑUELO BLANCO..
32. LA CALLE TALLERS.
33. LA PELIRROJA..
34. RAMPAS DE LANZAMIENTO..
35. UN HOSPITAL..
36. GENTE QUE SE ALEJA..
37. TRES AÑOS.
38. LA PISTOLA EN LA BOCA..
39. GRANDES OLAS PLATEADAS.
40. LOS MOTOCICLISTAS.
41. EL VAGABUNDO..
42. AGUA CLARA DEL CAMINO..
43. COMO UN VALS.
44. NUNCA MÁS SOLO..
45. EL APLAUSO..
46. EL BAILE..
47. NO HAY REGLAS.
48. BAR LA PAVA, AUTOVÍA DE CASTELLDEFELS.
49. AMBERES.
50. EL VERANO..
51. NO PUEDES REGRESAR..
52. MONTY ALEXANDER..
53. BARRIOS OBREROS.
54. LOS ELEMENTOS.
55. NAGAS.
56. POSTSCRIPTUM..
para Alexandra Bolaño y Lautaro Bolaño
Escribí este libro para mí mismo, y ni de eso estoy muy seguro. Durante mucho tiempo sólo fueron páginas sueltas que releía y tal vez corregía convencido de que no tenía tiempo. ¿Pero tiempo para qué? Era incapaz de explicarlo con precisión. Escribí este libro para los fantasmas, que son los únicos que tienen tiempo porque están fuera del tiempo. Después de la última relectura (ahora mismo) me doy cuenta de que no sólo el tiempo importa, de que no sólo el tiempo es un motivo de terror. También el placer puede aterrorizar, también el valor puede aterrorizar. En aquellos años, si mal no recuerdo, vivía a la intemperie y sin permiso de residencia tal como otros viven en un castillo. Por supuesto, nunca llevé esta novela a ninguna editorial. Me hubieran cerrado la puerta en las narices y habría perdido una copia. Ni siquiera la pasé, como se suele decir, a limpio. El manuscrito original tiene más páginas: el texto tendía a multiplicarse y a reproducirse como una enfermedad. Mi enfermedad, entonces, era el orgullo, la rabia y la violencia. Estas cosas (rabia, violencia) agotan y yo me pasaba los días inútilmente cansado. Por las noches trabajaba. Durante el día escribía y leía. No dormía nunca. Me mantenía despierto tomando café y fumando. Conocí, naturalmente, gente interesante, alguna producto de mis propias alucinaciones. Creo que fue mi último año en Barcelona. El desprecio que sentía por la así llamada literatura oficial era enorme, aunque sólo un poco más grande que el que sentía por la literatura marginal. Pero creía en la literatura: es decir no creía ni en el arribismo ni en el oportunismo ni en los murmullos cortesanos. Sí en los gestos inútiles, sí en el destino. Aún no tenía hijos. Aún leía más poesía que prosa. En aquellos años (o en aquellos meses), sentía predilección por algunos escritores de ciencia ficción y por algunos pornógrafos, en ocasiones autores antinómicos, como si la caverna y la luz eléctrica se excluyeran una a otra. Leía a Norman Spinrad, a James Tiptree, Jr. (que en realidad se llamaba Alice Sheldon), a Restif de la Bretonne y a Sade. También a Cervantes y a los poetas arcaicos griegos. Cuando caía enfermo releía a Manrique. Una noche concebí un sistema para ganar dinero fuera de la ley. Una pequeña empresa criminal. En el fondo todo consistía en no hacerse rico de golpe. Mi primer cómplice o proyecto de cómplice, un amigo argentino tristísimo, me contestó con un refrán que más o menos venía a decir que cuando uno está en la cárcel o en el hospital, lo mejor es estar también en su propio país, supongo que por las visitas. Su respuesta no me afectó en lo más mínimo, pues me sentía a una distancia equidistante de todos los países del mundo. Más tarde abandoné mi plan al descubrir que era peor que trabajar en una fábrica de ladrillos. En la cabecera de mi cama había pegado con una chincheta un papel que decía, en polaco, Anarquía Total, que una amiga de esta nacionalidad había escrito para mí. No creía que iba a vivir más allá de los treintaicinco años. Era feliz. Luego llegó 1981 y, sin que yo me diera cuenta, todo cambió.
Blanes, 2002
Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente —memoria hospitis unius diei praetereuntis—, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí, porque no existe ninguna razón de estar aquí y no allí, ahora y no en otro tiempo. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y voluntad de quién este lugar y este tiempo han sido destinados a mí?
Pascal
La vida concluye en el momento en que se la fotografía. Es casi un símbolo de Hollywood. Tara no tenía habitaciones en su interior. Era sólo una fachada.
David O. Selznick
El muchacho se acerca a la casa. Vereda de alerces. La Fronda. Collar de lágrimas. El amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo (Burroughs). La mansión sólo es fachada y la desmantelan para instalarla en Atlanta. 1959. Todo está envejecido. No es un fenómeno reciente. Todo cagado desde hace mucho tiempo. Y los españoles imitan tu modo de hablar. El tono sudamericano. Una vereda de palmeras. Todo lento y asmático. Biólogos aburridos contemplan la lluvia desde los ventanales de su corporación. No sirve cantar con sentimiento. Querida mía, donde quiera que estés: ya no hay nada que hacer, no es necesario el gesto que nunca llegó. «Era sólo una fachada.» El muchacho camina hacia la casa.
David O. Selznick
El muchacho se acerca a la casa. Vereda de alerces. La Fronda. Collar de lágrimas. El amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo (Burroughs). La mansión sólo es fachada y la desmantelan para instalarla en Atlanta. 1959. Todo está envejecido. No es un fenómeno reciente. Todo cagado desde hace mucho tiempo. Y los españoles imitan tu modo de hablar. El tono sudamericano. Una vereda de palmeras. Todo lento y asmático. Biólogos aburridos contemplan la lluvia desde los ventanales de su corporación. No sirve cantar con sentimiento. Querida mía, donde quiera que estés: ya no hay nada que hacer, no es necesario el gesto que nunca llegó. «Era sólo una fachada.» El muchacho camina hacia la casa.
2. LA TOTALIDAD DEL VIENTO
Carreteras gemelas tendidas sobre el atardecer, cuando todo parece indicar que la memoria y la delicadeza kaputt, como el automóvil alquilado de un turista que penetra sin saberlo en zonas de guerra y ya no vuelve más, al menos no en automóvil, un hombre que corre a través de carreteras tendidas sobre una zona que su mente se niega a aceptar como límite, punto de convergencia (el dragón transparente), y las noticias dicen que Sophie Podolski kaputt en Bélgica, la niña del Montfaucon Research Center (un olor indigno de una mujer), y los labios exangües dicen «veo camareros de temporada caminando por una playa desierta a las ocho de la noche»... «Gestos lentos, no sé si reales o irreales»... «Un grupo barrido por el viento cargado de arena»... «Una niña de once años muy gorda iluminó por un instante la piscina pública»... «¿Y a ti también te persigue Colan Yar?»... «¿Una pradera negra incrustada en la autopista?»... El tipo está sentado en una de las terrazas del ghetto conjetural. Escribe postales pues su respiración le impide hacer poemas como él quisiera. Quiero decir: poemas gratuitos, sin ningún valor añadido. Sus ojos retienen una visión de cuerpos desnudos que se mueven con lentitud fuera del mar. Después sólo resta el vacío. «Camareros de temporada caminando por la playa»... «La luz del atardecer descompone nuestra percepción del viento»...
Ahora él, o la mitad de él, se sube a una marea. La marea es blanca. Ha tomado un tren en dirección contraria a la que deseaba. Sólo él ocupa el compartimento, las cortinas están descorridas y el atardecer se pega en el vidrio sucio. Colores rápidos, oscuros, intensos, se despliegan sobre el cuero negro de los asientos. Hemos creado un espacio silencioso para que él de alguna manera trabaje. Enciende un cigarrillo. La cajita de los fósforos es sepia. Sobre la cubierta está dibujado un hexágono compuesto de doce fósforos. El título es: «Jugar con fósforos», y, como indica un número 2 en el ángulo superior izquierdo, éste es el segundo juego de la colección. El juego se llama «La increíble fuga de triángulos». Ahora su atención se detiene en un objeto pálido, al cabo de un rato advierte que es un cuadrado que empieza a fragmentarse. Lo que antes reconoció como pantalla se transforma en marea blanca, palabras blancas, vidrios que finalizan su transparencia en una blancura ciega y permanente. De improviso un grito concentra su atención. El breve sonido le parece como un color tragado por una fisura. ¿Pero qué color? La frase «El tren se detuvo en un pueblo del norte» no le deja ver un movimiento de sombras que se desarrolla en el asiento de enfrente. Se cubre el rostro con los dedos lo suficientemente separados como para atisbar cualquier objeto que se le aproxime. Busca cigarrillos en los bolsillos de la chaqueta. Cuando exhala la primera bocanada piensa que la fidelidad se mueve con la misma rigidez que el tren. Una nube de humo opalino cubre su rostro. Piensa que la palabra «rostro» crea sus propios ojos azules. Alguien grita. Observa sus pies fijos en el suelo. La palabra «zapatos» jamás levitará. Suspira, vuelve el rostro hacia la ventana, el campo parece envuelto por una luz más oscura. Como la luz de mi cabeza, piensa. El tren se desliza junto a un bosque. En algunas zonas se puede ver la huella de incendios recientes. A él no le extraña no ver a ninguna persona en las orillas del bosque. Pero el jorobadito vive allí, siguiendo un sendero para bicicletas, un kilómetro más adentro. Le dije que prefería no escuchar más. Aquí puedes encontrar conejos y ratas que parecen ardillas. El bosque está delimitado por la carretera hacia el oeste y la línea del ferrocarril hacia el este. En los alrededores hay huertos y campos de labranza, y próximo a la ciudad un río contaminado en cuyas riberas hay cementerios de coches y campamentos de gitanos. Más allá está el mar. El jorobadito abre una lata de conservas apoyando la mitad de su espalda contra un pino pequeño y podrido. Alguien gritó en el otro extremo del vagón, posiblemente una mujer, se dijo mientras apagaba el cigarrillo con la suela del zapato. La camisa es de cuadros verdes, rojos y blancos, de manga larga y hecha de algodón. Con la mano izquierda el jorobadito sostiene una lata de sardinas con salsa de tomate. Está comiendo. Sus ojos escudriñan el follaje. Escucha pasar el tren.
Se pasean los fantasmas de la Plaza Real por las escaleras de mi casa. Tapado hasta las cejas, inmóvil en la cama, transpirando y repitiendo mentalmente palabras que no quieren decir nada los oigo revolverse, encender y apagar las luces, subir con una morosidad insoportable hacia la azotea. Yo soy la luna, propone alguien. Pero antes fui el pandillero y tuve al árabe en mi mira y apreté el gatillo en el minuto menos propicio. Calles estrechas en el interior del Distrito V, sin posibilidades de salir o de cambiar el destino que planeaba como una chilaba sobre mis pelos grasientos. Palabras que se alejan unas de otras. Juegos urbanos concebidos desde tiempos inmemoriales... «Frankfurt»... «Una muchacha rubia en la ventana más grande de la pensión»... «Ya no puedo hacer nada»... Soy mi propio hechizo. Mis manos palpan un mural en donde alguien, veinte centímetros más alto que yo, permanece en la sombra, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, preparando la muerte y su ulterior transparencia. El lenguaje de los otros es ininteligible para mí. «Cansado después de muchos días sin dormir»... «Una muchacha rubia bajó las escaleras»... «Me llamo Roberto Bolaño»... «Abrí los brazos»...
El camping La Comuna de Calabria según nota sensacionalista aparecida en PEN. Hostigados por la gente del pueblo: en el interior los campistas se paseaban desnudos. Seis chicos muertos en las cercanías. «Eran campistas»... «Bueno, del pueblo no son»... Meses antes recibieron una visita de la Brigada Antiterrorista. «Se desmadraban, follaban en todas partes, quiero decir: follaban en grupo y en donde les venía en gana»... «Al principio guardaron las distancias, sólo lo hacían dentro del camping, pero este año armaron orgías en la playa y en los alrededores del pueblo»... La policía interroga a los campesinos: «Yo no lo hice», dice uno, «si alguien hubiera prendido fuego al camping podrían echarme la culpa, más de una vez lo pensé, pero no tengo corazón para balear a seis muchachos»... Tal vez fue la mafia. Tal vez se suicidaron. Tal vez ha sido un sueño. El viento entre las rocas. El Mediterráneo. Azul.
«Me sospecharon desde el principio»... «Tipos pálidos comprendieron lo que había detrás de ese paisaje»... «Un camping, un bosque, un club de tenis, un picadero, la carretera te lleva lejos si quieres ir lejos»... «Me sospecharon un espía pero de qué diablos»... «Entre gente razonable y gente irrazonable»... «Ese tipo que corre por allí no existe»... «Él es la verdadera cabeza de este asunto»... «Pero también soñé muchachas»... «Bueno, gente conocida, los mismos rostros del verano pasado»... «La misma gentileza»... «Ahora el tiempo es el borrador de todo aquello»... «La muchacha ideal me sospechó desde el primer momento»... «Un invento mío»... «No había espionaje ni hostias»... «Era tan claro que lo desecharon»...
7. EL NILO
El infierno que vendrá... Sophie Podolski se suicidó hace varios años... Ahora tendría veintisiete, como yo... Patrones egipcios en el cielorraso, los empleados se acercan lentamente, campos polvorientos, es el fin de abril y les pagan con heroína... He encendido la radio, una voz impersonal hace el recuento por ciudades de los detenidos en el día de hoy... «Hasta las cero horas, sin novedad»... Una muchacha que escribía dragones, totalmente podrida en algún nicho de Bruselas... «Metralletas, pistolas, granadas decomisadas»... Estoy solo, toda la mierda literaria ha ido quedando atrás, revistas de poesía, ediciones limitadas, todo ese chiste gris quedó atrás... El tipo abrió la puerta con la primera patada y te puso la pistola debajo del mentón... Edificios abandonados de Barcelona, casi una invitación para suicidarse en paz... El sol detrás de la cortina de polvo en el atardecer junto al Nilo... El patrón paga con heroína y los campesinos esnifan en los surcos, tirados sobre las mantas, bajo palmeras escritas que alguien corrige y hace desaparecer... Una muchacha belga que escribía como una estrella... «Ahora tendría veintisiete, como yo»...
Alabaré estas carreteras y estos instantes. Paraguas de vagabundos abandonados en explanadas al fondo de las cuales se yerguen supermercados blancos. Es verano y los policías beben en la última mesa del bar. Junto al tocadiscos una muchacha escucha canciones de moda. Alguien camina a estas horas lejos de aquí, alejándose de aquí, dispuesto a no volver más. ¿Un muchacho desnudo sentado junto a su tienda en el interior del bosque? La muchacha entró en el baño con pasos inseguros y se puso a vomitar. Bien mirado, es poco el tiempo que nos dan para construir nuestra vida en la tierra, quiero decir: asegurar algo, casarse, esperar la muerte. Sus ojos en el espejo como cartas desplegadas en una habitación en penumbra; el bulto que respira, hundido en la cama con ella. Los hombres hablan de rateros muertos, precios de chalets en la costa, pagas extras. Un día moriré de cáncer. Los utensilios de limpieza comienzan a levitar en su imaginación. Ella dice: podría seguir y seguir. El muchacho entró en la habitación y la cogió de los hombros. Ambos lloraron como personajes de películas diferentes proyectadas en la misma pantalla. Escena roja de cuerpos que abren la espita del gas. La mano huesuda y hermosa hizo girar la llave. Escoge una sola de estas frases: «Escapé de la tortura»... «Un hotel desconocido»... «No más caminos»...
Enumerar es alabar, dijo la muchacha (dieciocho, poeta, pelo largo). En la hora de la ambulancia detenida en el callejón. El camillero aplastó la colilla con el zapato, luego avanzó como un oso. Me gustaría que apagaran las luces de las ventanas y que esos desgraciados se fueran a dormir. ¿Quién fue el primer ser humano que se asomó a una ventana? (Aplausos.) La gente está cansada, no me asombraría que un día de éstos nos recibieran a balazos. Supongo que un mono. No puedo hilar lo que digo. No puedo expresarme con coherencia ni escribir lo que pienso. Probablemente debería dejarlo todo y marcharme, ¿no lo hizo así Teresa de Ávila? (Aplausos y risas.) Un mono asomado a una ventana purulenta viendo declinar el día. El camillero se acercó a donde estaba fumando el sargento; apenas se saludaron con un movimiento de cabeza sin llegar a mirarse. A simple vista uno podía notar que no había muerto de un ataque cardiaco. Estaba bocabajo y en la espalda, sobre el suéter marrón, se apreciaban varios agujeros de bala. Le descargaron una ametralladora entera, dijo un enano que estaba a la izquierda del sargento y que el camillero no había visto. A lo lejos oyeron el ruido en sordina de una manifestación. Será mejor que nos vayamos antes de que cierren la avenida, dijo el enano. El sargento no pareció escucharle, ensimismado en la contemplación de las ventanas oscuras con gente que miraba el espectáculo. Vámonos rápido. ¿Pero adonde? No hay comisarías. Enumerar es alabar, se rió la muchacha. La misma pasión, hasta el infinito. Coches detenidos entre baches y tarros de basura. Puertas que se abren y luego se cierran sin motivo aparente. Motores, faros, la ambulancia sale en marcha atrás. La hora se infla, revienta. Supongo que fue un mono en la copa de un árbol.
No hay comisarías, no hay hospitales, no hay nada. Al menos no hay nada que puedas conseguir con dinero. «Nos movemos por impulsos instantáneos»... «Algo así destruirá el inconsciente y quedaremos en el aire»... «¿Recuerdas ese chiste del torero que salía a la arena y no había toro, no había arena, no había nada?»... Los policías bebieron brisas anárquicas. Alguien se puso a aplaudir.
Soñé con una mujer sin boca, dice el tipo en la cama. No pude reprimir una sonrisa. Las imágenes son empujadas nuevamente por el émbolo. Mira, le dije, conozco una historia tan triste como ésa. Es un escritor que vive en las afueras de la ciudad. Se gana la vida trabajando en un picadero. Nunca ha pedido gran cosa de la vida, le basta con tener un cuarto y tiempo libre para leer. Pero un día conoce a una muchacha que vive en otra ciudad y se enamora. Deciden casarse. La muchacha vendrá a vivir con él. Se plantea el primer problema: conseguir una casa lo suficientemente grande para los dos. El segundo problema es de dónde sacar dinero para pagar esa casa. Después todo se encadena: un trabajo con ingresos fijos (en los picaderos se trabaja a comisión, más cuarto, comida y una pequeña paga al mes), legalizar sus papeles, seguridad social, etc. Por lo pronto necesita dinero para ir a la ciudad de su prometida. Un amigo le proporciona la posibilidad de escribir artículos para una revista. Él piensa que con los cuatro primeros puede pagar el autobús de ida y vuelta y tal vez algunos días de alojamiento en una pensión barata. Escribe a su chica anunciando el viaje. Pero no puede redactar ningún artículo. Pasa las tardes sentado a una mesa de la terraza del picadero intentando escribir, pero no puede. No le sale nada, como vulgarmente se dice. El tipo reconoce que está acabado. Sólo escribe breves textos policiales. El viaje se aleja de su futuro, se pierde, y él permanece apático, quieto, trabajando de manera automática entre los caballos.
Salí de la ciudad con instrucciones dentro de un sobre. No era mucho lo que tenía que viajar, tal vez 17 o 20 kilómetros hacia el sur, por la carretera de la costa. Debía comenzar las pesquisas en los alrededores de un pueblo turístico que poco a poco había ido albergando en sus barrios suburbanos a trabajadores llegados de otras partes. Algunos tenían, en efecto, trabajos en la gran ciudad; otros no. Los lugares que debía visitar eran los de siempre: un par de hoteles, el camping, la comisaría de policía, la gasolinera, el restaurante. Más tarde probablemente visitaría otros sitios. El sol batía con fuerza las ventanas de mi coche, algo poco común si se tiene en cuenta que era octubre. Pero el aire era frío y la autopista estaba casi vacía. Dejé atrás el primer cordón de fábricas. Después un cuartel de artillería por cuyos portones abiertos pude ver a un grupo de reclutas fumando en actitud poco marcial. A los diez kilómetros de marcha me interné en una especie de bosque roto a tramos por chalets y edificios de apartamentos. Estacioné el coche detrás del camping. Anduve un rato, mientras terminaba el cigarrillo, sin saber qué haría. A unos doscientos metros, justo frente a mí, apareció el tren. Era un tren de color azul y cuatro vagones a lo sumo. Iba casi vacío. Desanduve el camino. Toqué varias veces el claxon pero nadie salió a abrirme la barrera. Dejé el coche en el bordillo del camino de entrada y pasé por debajo de la barrera. El camino de entrada era de gravilla, sombreado por altos pinos; a los lados había tiendas y roulottes camufladas por la vegetación. Recuerdo haber pensado en su similitud con la selva aunque yo nunca había estado en la selva. Al final del camino, en un recodo, se movió algo, después apareció un cubo de basura sobre una carretilla y un viejo empujándola. Le hice una seña con la mano. Al principio aparentó no verme, después se acercó sin soltar la carretilla y con gesto de resignación. Soy policía, dije. Me juró que jamás en su vida había visto a la persona que buscaba. ¿Está seguro?, le pregunté mientras le alargaba un cigarrillo. Dijo que estaba completamente seguro. Más o menos ésa fue la respuesta que me dieron todos. El anochecer me encontró dentro del coche aparcado en el Paseo Marítimo. Saqué del sobre las instrucciones. No funcionaba la luz, así que tuve que utilizar el encendedor para poder leerlas. Un par de hojas escritas a máquina con algunas correcciones hechas a mano. En ninguna parte se decía lo que yo debía hacer allí. Junto a las hojas encontré algunas fotos en blanco y negro. Las estudié con cuidado: era el mismo tramo del Paseo Marítimo en donde yo me encontraba, tal vez con un poco más de luz. «Nuestras historias son muy tristes, sargento, no intente comprenderlas»... «Nunca hemos hecho mal a nadie»... «No intente comprenderlas»... «El mar»... Arrugué las hojas y las arrojé por la ventanilla. Por el espejo retrovisor creí ver cómo el viento las arrastraba hasta desaparecer. Encendí la radio, un programa musical de la ciudad; la apagué. Me puse a fumar. Cerré la ventanilla sin dejar de observar, delante de mí, la calle solitaria y los chalets cerrados. Me pasó por la cabeza la idea de vivir en uno de ellos durante la temporada de invierno. Seguramente serían más baratos, me dije sin poder evitar los temblores.
13. LA BARRA
Las imágenes emprenden camino y sin embargo nunca llegarán a ninguna parte, simplemente se pierden, es inútil, dice la voz, y el jorobadito se pregunta ¿inútil para quién? Los puentes romanos son ahora el azar, piensa el autor mientras las imágenes aún fulguran, no demasiado lejanas, como pueblos que el automóvil va dejando atrás. (Pero en este caso el tipo no se mueve.) «He hecho un recuento de cabezas huecas y cabezas cortadas»... «Sin duda hay más cabezas cortadas»... «Aunque en la eternidad se confunden»... Le dije a mi amiga judía que era muy triste estar horas en un bar escuchando historias sórdidas. No había nadie que tratara de cambiar de tema. La mierda goteaba de las frases a la altura de los pechos, de tal manera que no pude seguir sentado y me aproximé a la barra. Historias de policías a la caza del emigrante. Bueno, nada espectacular, por supuesto, gente nerviosa por el desempleo, etc. Éstas son las historias tristes que puedo contarte.
Recuerdo que andaba de un lado para otro sin detenerse demasiado tiempo en ningún lugar. A veces tenía el pelo rojo, los ojos eran verdes. El sargento se le acercó y le pidió los papeles. Miró hacia las montañas, allí estaba lloviendo. Hablaba poco, la mayor parte del tiempo se limitaba a escuchar las conversaciones de los jinetes del picadero vecino, de los albañiles o de los camareros del restaurante de la carretera. El sargento procuró no mirarla a los ojos, creo que dijo que era una pena que estuviera lloviendo en las vegas, después sacó una cajetilla de cigarrillos y le ofreció uno. En realidad buscaba a otra persona y pensó que ella podía darle información. La muchacha contemplaba el atardecer apoyada en la cerca del picadero. El sargento caminó por un sendero en la hierba, tenía las espaldas anchas y llevaba una chaqueta azul marino. Lentamente empezó a llover. Ella cerró los ojos en el momento en que alguien le contaba que había soñado un pasillo lleno de mujeres sin boca; luego caminó en dirección contraria al bosque. Un empleado viejo y gastado apagó las luces del picadero. Con la manga limpió los cristales de la ventana. El policía se alejó sin decir adiós. A oscuras, se sacó los pantalones en el dormitorio. Buscó su rincón mientras los vellos se le erizaban y permaneció unos instantes sin moverse. La muchacha había presenciado una violación y el sargento pensó que podía servirle de testigo. Pero en realidad él iba detrás de otra cosa. Puso sus cartas sobre la mesa. Fundido en negro. De un salto estuvo de pie sobre la cama. A través de los vidrios sucios de la ventana se veían las estrellas. Recuerdo que era una noche fría y clara, desde el lugar donde se hallaba el policía se dominaba casi todo el picadero, los establos, el bar que casi siempre estaba cerrado, las habitaciones. Ella se asomó a la ventana y sonrió. Oyó pisadas que subían la escalera. El sargento dijo que si no quería hablar no lo hiciera. «Mis nexos con el Cuerpo son casi nulos, sobre todo desde el punto de vista de ellos»... «Busco a un tipo que hace un par de temporadas vivió aquí, tengo motivos para pensar que usted lo conoció»... «Imposible olvidar a nadie con esas características físicas»... «No quiero hacerle daño»... «Bordeando la costa encontraron bosques dorados y cabañas abandonadas hasta el verano siguiente»... «El paraíso»... «La muchacha pelirroja miraba el atardecer desde el establo en llamas»...
15. LA SÁBANA
El inglés dijo que no valía la pena. Largo rato estuvo pensando a qué se refería. Enfrente de él la sombra de un hombre se deslizó por el bosque. Masajeó sus rodillas pero no hizo ademán de levantarse. El hombre surgió detrás de un matorral. En el antebrazo, como un camarero aproximándose al primer cliente de la tarde, llevaba una sábana blanca. Sus movimientos tenían algo de desmañados y sin embargo se traslucía una serena autoridad en su manera de caminar. El jorobadito supuso que el hombre se había fijado en él. Con un cordel amarillo ató una punta de la sábana a un pino, luego ató la otra punta a la rama de otro árbol. Realizó la misma operación con los extremos inferiores hasta que el jorobadito sólo pudo ver sus piernas pues el resto del cuerpo quedaba oculto por la pantalla. Lo escuchó toser. Después volvió a aparecer por el otro lado y contempló los nudos que mantenían fija la sábana a los pinos. No está mal, dijo el jorobadito, pero el hombre no le hizo caso. Puso la mano izquierda en el ángulo superior izquierdo y la fue deslizando, la palma contra la tela, hasta el centro. Llegado allí, retiró la mano y dio algunos golpecitos con el dedo índice para comprobar la tensión de la sábana. Se volvió de cara al jorobadito y suspiró satisfecho. Después chasqueó la lengua. El pelo le caía sobre la frente mojada en transpiración. Tenía la nariz roja y larga. En efecto, no está mal, dijo. Voy a pasar una película. Sonrió como si se disculpara. Antes de marcharse miró el techo del bosque, cada vez más oscuro.
En la pared alguien ha escrito mi único y verdadero amor. Se puso el cigarrillo entre los labios y esperó a que el tipo se lo encendiera. Era blanca y pecosa y tenía el pelo color caoba. Alguien abrió la puerta posterior del coche y ella entró silenciosamente. Se deslizaron por calles vacías de la zona residencial. La mayoría de las casas estaban deshabitadas en esa época del año. El tipo aparcó en una calle estrecha, de casas de una sola planta, con jardines idénticos. Mientras ella se metía en el cuarto de baño preparó café. La cocina tenía baldosas marrones, con arabescos, y parecía un gimnasio. Abrió las cortinas, en ninguna de las casas de enfrente había luz. Se quitó el vestido de satén y el tipo le encendió otro cigarrillo. Antes de que se bajara las bragas el tipo la puso a cuatro patas sobre la mullida alfombra blanca. Lo sintió buscar algo en el armario. Un armario empotrado en la pared, de color rojo. Lo observó al revés, por debajo de las piernas. El tipo le sonrió. Ahora alguien camina por una calle donde sólo hay coches estacionados al lado de sus respectivas guaridas. En la avenida pende como un ahorcado el letrero luminoso del mejor restaurante del barrio, cerrado hace mucho tiempo. Las pisadas se pierden calle abajo, a lo lejos se ven las luces de algunos automóviles. Ella dijo no. Escucha. Alguien está afuera. El tipo se acercó a la ventana, después regresó desnudo hacia la cama. Era pecosa y a veces fingía dormir. La miró con una especie de dulzura desasida desde el marco de la puerta. Alguien crea silencios para nosotros. Pegó su rostro al de ella hasta hacerle daño y se lo metió de un solo envión. Tal vez gritó un poco. Desde la calle, sin embargo, no se oyó nada. Se quedaron dormidos sin llegar a despegarse. Alguien se aleja. Vemos su espalda, sus pantalones sucios y sus botas con los tacones gastados. Entra en un bar y se acomoda en la barra como si sintiera escozor en todo el cuerpo. Sus movimientos producen una sensación vaga e inquietante en el resto de los parroquianos. ¿Esto es Barcelona?, preguntó. De noche los jardines parecen iguales, de día la impresión es diferente, como si los deseos se canalizaran a través de las flores y parterres y enredaderas. «Cuidan sus coches y sus jardines»... «Alguien ha creado un silencio especial para nosotros»... «Primero se movía de dentro hacia fuera y luego con un movimiento circular»... «Sus nalgas quedaron completamente arañadas»... «La luna se oculta detrás del único edificio grande del sector»... «¿Es esto Barcelona?»...
Observe estas fotos, dijo el sargento. El hombre que estaba sentado en el escritorio las fue descartando con indiferencia. ¿Cree usted que podemos sacar algo de aquí? El sargento parpadeó con un vigor similar al de Shakespeare. Fueron tomadas hace mucho tiempo, empezó a decir, probablemente con una vieja Zenith soviética. ¿No ve nada raro en ellas? El teniente cerró los ojos, luego encendió un cigarrillo. No sé a qué se refiere. Mire, dijo la voz... «Un descampado al atardecer»... «Larga playa borrosa»... «A veces tengo la impresión de que nunca antes había usado una cámara»... «Paredes descascaradas, terraza sucia, camino de gravilla, un letrero con la palabra oficina»... «Una caja de cemento a la orilla del camino»... «Ventanales desdibujados de restaurante»... No sé adónde diablos quiere llegar. El sargento vio por la ventana el paso del tren; llevaba gente hasta en el techo. No aparece ninguna persona, dijo. La puerta se cierra. Un poli avanza por un largo pasillo tenuemente iluminado. Se cruza con otro que lleva un expediente en la mano. Apenas se saludan. El poli abre la puerta de una habitación a oscuras. Permanece inmóvil dentro de la habitación, la espalda apoyada contra la puerta de zinc. Observe estas fotos, teniente. Ya no importa. ¡Mire! Ya nada importa, regrese a su oficina. «Nos han metido en un intervalo de silencio.» Lo único que quiero es una autorización para volver al lugar donde alguien tomó estas fotos. Una autorización verbal. Estas cajas de cemento son para la electricidad, allí se colocan los fusibles o algo parecido. Puedo localizar la tienda donde fueron reveladas. Esto no es Barcelona, dice la voz. Por la ventana empañada vio pasar el tren repleto de gente. La luz recorta los contornos del bosque sólo para que unos ojos entornados disfruten del espectáculo. «Tuve una pesadilla, desperté al caer de la cama, luego estuve casi diez minutos riéndome.» Por lo menos hay dos colegas que reconocerían al jorobadito, pero justo ahora están lejos de la ciudad, en misiones especiales, mala suerte. Ya no importa. En una foto pequeña, en blanco y negro como todas, puede verse la playa y un pedacito del mar. Bastante borrosa. Sobre la arena hay algo escrito. Puede que sea un nombre, puede que no, tal vez sólo sean las pisadas del fotógrafo.
Es absurdo ver princesas encantadas en todas las muchachas que pasan. ¿Quién te crees que eres, un trovador? El adolescente flaco silbó con admiración. Estábamos en la orilla de la represa y el cielo era muy azul. A lo lejos se veían algunos pescadores y el humo de una chimenea ascendía sobre el bosque. Madera verde, para quemar brujas, dijo el viejo casi sin mover los labios. En fin, hay un montón de chicas bonitas acostadas en este momento con tecnócratas y ejecutivos. A cinco metros de donde me hallaba saltó una trucha. Apagué el cigarrillo y cerré los ojos. Primer plano de muchacha mexicana leyendo. Es rubia, tiene la nariz larga y los labios delgados. Levanta la vista, mira hacia la cámara, sonríe: calles húmedas después de las lluvias de agosto, septiembre, en un DF que ya no existe. Camina por una calle de barrio vestida con abrigo blanco y botas. Con el dedo índice aprieta el botón del ascensor. El ascensor baja, ella abre la puerta, pulsa el número del piso y se mira en el espejo. Sólo un instante. Un hombre de treinta años, sentado en un sillón rojo, la mira entrar. El sujeto es moreno y le sonríe. Hablan pero sus palabras no son registradas en la banda sonora. De todas maneras se deben de decir cosas como qué tal te ha ido, estoy cansada, en la cocina hay una torta de aguacate, gracias, gracias, una cerveza en el refrigerador. Afuera llueve. La habitación es cálida, con muebles mexicanos y alfombras mexicanas. Ambos están estirados en la cama. Leves relámpagos blancos. Abrazados y quietos, parecen niños agotados. Aunque no tienen motivos para estarlo. La cámara los toma en gran picado. Dame toda la información del mundo. Una franja azul parte la ventana en dos mitades. ¿Como un jorobadito azul? El es un cerdo pero sabe mantener la ternura. Es un cerdo, pero la mano que rodea su talle es dulce. El rostro de ella se hunde entre la almohada y el cuello de su amante. La cámara los toma en primer plano: rostros impasibles que de alguna manera, y sin desearlo, te segregan. El autor mira largo rato las mascarillas de yeso, después se cubre la cara. Fundido en negro. Es absurdo pensar que todas las muchachas hermosas salen de allí. Se suceden imágenes vacías: la represa y el bosque, la cabaña con la chimenea encendida, el amante con bata roja, la muchacha que se vuelve y te sonríe. No hay nada diabólico en todo esto. El viento mueve los árboles de los barrios residenciales. ¿Un jorobadito azul en el otro lado del espejo? No lo sé. Una muchacha se aleja arrastrando su moto hasta el fondo de la avenida. De seguir en la misma dirección llegará al mar. Pronto llegará al mar.
Me quedé en silencio un momento y luego pregunté si él creía realmente que Roberto Bolaño ayudó al jorobadito sólo porque hacía años había estado enamorado de una mexicana y el jorobadito también era mexicano. Sí, dijo el guitarrista, parece mala literatura para enamorados, pero no encuentro otra explicación, quiero decir que en esa época Bolaño no iba muy sobrado de solidaridad o desesperación, dos buenas razones para ayudar al mexicano. En cambio, de nostalgia...
Sinopsis. El jorobadito en el bosque al lado del camping y las pistas de tenis y el picadero. Agoniza en Barcelona un sudamericano en un dormitorio que apesta. Redes policiales. Tiras que follan con muchachas sin nombre. El escritor inglés habla con el jorobadito en el bosque. Agonía y un sudamericano canalla viajando. Cinco o seis camareros regresan al hotel por una playa solitaria. Comienzos del otoño. El viento levanta arena y los cubre.
Escenas libres kaputt, tipos de pelo largo otra vez por la playa, pero esta vez puede que esté soñando, árboles, humedad, libros de bolsillo, toboganes al final de los cuales te espera una niña o un amigo o un automóvil negro. Dije espera un movimiento de cuerpos, pelos, brazos tatuados, elegir entre la cárcel o la cirugía plástica, dije no me esperes a mí. El jorobadito recortó algo que parecía un póster en miniatura y nos sonrió desde la rama de un pino. Estaba encaramado sobre un pino, no sé cuánto tiempo llevaba allí arriba. «No puedo registrar las frecuencias velocísimas de la realidad»... «El giro de una muchacha que sin embargo no se mueve, clavada sobre una cama que está clavada sobre el parquet que está clavado, etc.»... «Cuando niño solía soñar algo así »... «La línea recta es el mar en calma, la curva es el mar con oleaje y la aguda es la tempestad»... «Bueno, supongo que ya poca estética queda en mí»... «nnnnnnn»... «Un barquito»... «nnnnnnnn»... «nnnnnnnn»...
Fotos de la playa de Castelldefels... Fotos del camping... El mar contaminado... Mediterráneo, octubre en Cataluña... Solo... El ojo de la Zenith...
Se alternaban. La línea recta me producía calma.
La ondulada me inquietaba, presentía el peligro pero me gustaba la suavidad: subir y bajar. La última línea era la crispación. Me dolía el pene, el vientre, etc.
Se alternaban. La línea recta me producía calma.
La ondulada me inquietaba, presentía el peligro pero me gustaba la suavidad: subir y bajar. La última línea era la crispación. Me dolía el pene, el vientre, etc.
Hamlet y la Vita Nova, en ambas obras hay una respiración juvenil. La inocencia, dijo el inglés, léase inmadurez. En la pantalla sólo hay risas, risas silenciosas que sorprenden al espectador como si estuviera escuchando su propia agonía. «Cualquiera es capaz de morir» enuncia algo distinto que «Cualquiera muere». Una respiración inmadura en donde aún es dable encontrar asombro, juego, perversión, pureza. «Las palabras están vacías»... «Si quitara de allí esa pistola tal vez podríamos negociar»... El autor escribe estas amenazas cerca de una piscina a principios del mes de octubre, con un promedio de tres horas diarias de sueño. La inocencia, casi como la imagen de Lola Muriel que deseo destruir. (Pero no se puede destruir lo que no se posee.) Un impulso, a costa de los nervios que quedan destrozados en habitaciones baratas, propulsiona la poesía hacia algo que los detectives llaman perfección. Callejón sin salida. Sótano cuya única virtud es su limpieza. Pero quién ha estado aquí sino la Vita Nova y Hamlet. «Escribo en la piscina del camping, en octubre, cada vez hay menos personas y más moscas; a mediados de mes no quedará nadie y los servicios de limpieza desaparecerán; las moscas serán las dueñas de esto hasta finales de mes o algo así.»
24. PASOS EN LA ESCALERA
Nos acercamos con suavidad. Lo que en su memoria se denomina pasado inmediato está amueblado con colchones apenas tocados por la luz. Colchones grises con franjas rojas y azules en algo que parece un pasillo o una sala de espera demasiado alargada. De todas maneras la memoria está inmovilizada en pasado inmediato como un tipo sin rostro en la silla del dentista. Hay casas y avenidas que bajan al mar, ventanas sucias y sombras en los rellanos. Escuchamos que alguien dice «hace mucho fue mediodía», la luz rebota contra el centro de pasado inmediato, algo que no es pantalla ni intenta sugerir imágenes. La memoria dicta con lentitud frases sin sonido. Suponemos que todo esto se ha hecho para que no aturda, una capa de pintura blanca recubre la película del suelo. Huir juntos se transformó hace mucho en vivir juntos y así la fidelidad del gesto quedó suspendida; el brillo de pasado inmediato. ¿Realmente hay sombras en los rellanos?, ¿realmente hubo un jorobadito que escribió poemas felices? (Alguien aplaude.) «Supe que eran ellos cuando oí sus pasos en la escalera»... «Cerré los ojos, la imagen de la pistola no correspondía a la realidad pistola»... «No me molesté en abrirles la puerta»... «Eran las dos de la mañana y entró una rubia que parecía un hombre»... «Sus ojos se fijaron en la luna a través de la cortina»... «Una sonrisa estúpida se dibujó lentamente en su rostro embadurnado de blanco»... «La pistola sólo era una palabra»... «Cierren la puerta, dije»... «Trizadura no es real, es chantaje»...
La única escena posible es la del tipo que corre por el sendero del bosque. Alguien parpadea un dormitorio azul. Ahora tiene veintisiete años y sube al autobús. Fuma, lleva el pelo corto, bluejeans, camiseta oscura, chaqueta con capucha, botas, lentes de comisario político. Está sentado del lado de la ventana; junto a él un obrero que regresa de Andalucía. Se sube a un tren en la estación de Zaragoza, mira hacia atrás, la neblina cubre hasta las rodillas a un inspector de ferrocarriles. Fuma, tose, pega la frente contra la ventanilla del autobús. Ahora camina por una ciudad desconocida, en la mano carga un bolso azul, tiene levantado el cuello de la chaqueta, hace frío, cada vez que respira expele una bocanada de humo. El obrero duerme con la cabeza apoyada sobre su hombro. Enciende un cigarrillo, mira la llanura, cierra los ojos. La siguiente escena es amarilla y fría y en la banda sonora revolotean algunos pájaros. (Como chiste privado, él dice: soy una jaula; luego compra cigarrillos y se aleja de la cámara.) Está sentado en una estación de trenes al atardecer, llena un crucigrama, lee las noticias internacionales, sigue el vuelo de un avión, se humedece los labios con la lengua. Alguien tose en la oscuridad, una mañana clara y fría desde la ventana de un hotel; él tose. Sale a la calle, levanta el cuello de su chaqueta azul, abotona todos los botones menos el último. Compra una caja de cigarrillos, saca uno, se detiene en la acera junto al escaparate de una joyería, enciende un cigarrillo. Lleva el pelo corto. Camina con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, el cigarrillo le cuelga de los labios. La escena es un primer plano del tipo con la frente apoyada en la ventanilla. El resto son pasillos minúsculos que en raras ocasiones llevan a alguna parte. El vidrio está empañado. Ahora tiene veintisiete años y baja del autobús. Avanza por una calle solitaria.
Las imágenes borrosas del jorobadito y el policía empiezan a alejarse en direcciones opuestas. La escena es negra y líquida. En el espacio sin memoria aparece un tipo con el pelo corto y la barba recién afeitada. Destacan su palidez y su lentitud. Una voz dice que el sudamericano no murió. (Es de suponer que la figura que reemplaza al vapor-jorobadito y al vapor-policía es la del sudamericano.) Lleva puesta una chaqueta azul marino que induce a creer que estamos en el final del otoño. Sin duda ha estado enfermo, su palidez y el rostro demacrado así lo sugieren. La pantalla se rasga por la mitad, verticalmente. El sudamericano camina por una calle solitaria. Ha reconocido al autor y ha seguido de largo. La pantalla se recompone como si acabara de llover. Aparecen edificios grises tocados por el sol en una tarde vacía y familiar. El macadam de las calles es limpio y gris. Viento en avenidas de árboles rojos. Las nubes se reflejan, brillantes, en los ventanales de oficinas donde no hay nadie. Alguien ha creado un silencio extra. Por el fondo de la calle se desliza el monte. Casitas de tejados bermejos desperdigadas por la ladera; de algunas chimeneas escapan tenues espirales de humo. Arriba está la represa, una barraca de camineros, unos servicios de baño provisionales. A lo lejos un labriego se inclina sobre la tierra negra. Lleva un bulto envuelto en papeles de periódico amarillentos. Desaparecen las cabezas borrosas del jorobadito y el policía. «El sudamericano abrió la puerta»... «Vale, llévenselo»... «No sé si podré entrar»...
La desconocida se abrió de piernas debajo de las sábanas. Un policía puede mirar como quiera, todos los riesgos de la mirada ya han sido traspuestos por él. Quiero decir que en la gaveta hay miedo y fotos y tipos a los que es imposible encontrar, además de papeles. Así que el poli apagó la luz y se bajó la bragueta. La muchacha cerró los ojos cuando él la puso bocabajo. Sintió la presión de sus pantalones contra las nalgas y el frío metálico de la hebilla del cinturón. «Hubo una vez una palabra»... (Toses)... «Una palabra para designar todo esto»... «Ahora sólo puedo decir: no temas»... Imágenes empujadas por el émbolo. Sus dedos se hundieron entre los glúteos y ella no dijo nada, ni siquiera un suspiro. El tipo estaba de lado, pero ella siguió con la cabeza hundida entre las sábanas. Los dedos índice y medio entraron en su culo, relajó el esfínter y abrió la boca sin articular sonido. (Soñé un pasillo repleto de gente sin boca, dijo él, y el viejo le contestó: no temas.) Metió los dedos hasta el fondo, la chica gimió y alzó la grupa, sintió que sus yemas palpaban algo que instantáneamente nombró con la palabra estalagmita. Después pensó que podía ser mierda, sin embargo el color del cuerpo que tocaba siguió fulgurando en verde y blanco, como la primera impresión. La muchacha gimió roncamente. Pensó en la frase «la desconocida se perdió en el metro» y sacó los dedos hasta la primera articulación. Luego los volvió a hundir y con la mano libre tocó la frente de la muchacha. Sacó y metió los dedos. Apretó las sienes de la muchacha mientras pensaba que los dedos entraban y salían sin ningún adorno, sin ninguna figura literaria que les diera otra dimensión distinta que un par de dedos gruesos incrustados en el culo de una desconocida. Las palabras se detuvieron en el centro de una estación de metro. No había nadie. El policía parpadeó. Supongo que el riesgo de la mirada era algo superado por el ejercicio de su profesión. La muchacha sudaba profusamente y movía las piernas con sumo cuidado. Tenía el culo mojado y a veces temblaba. Más tarde se acercó a mirar por la ventana y se pasó la lengua por los dientes. (Muchas palabras dientes se deslizaron por el cristal. El viejo tosió después de decir no temas.) El pelo de ella estaba desparramado sobre la almohada. Se subió encima, dio la impresión de decirle algo al oído antes de ensartarla. Supimos que lo había hecho por el grito de la desconocida. Las imágenes viajan en cámara lenta. Pone agua a calentar. Cierra la puerta del baño. La luz del baño desaparece suavemente. Ella está sentada en la cocina, los codos apoyados en las rodillas. Fuma un cigarrillo rubio. El policía, la impostura que es el policía, aparece con un pijama verde. Desde el pasillo la llama, la invita a ir con él. Ella vuelve la cabeza hacia la puerta. No hay nadie. Abre un cajón de la cocina. Algo fulgura. Cierra la puerta.
«Tenía los bigotes blancos o grises»... «Pensaba en mi situación, de nuevo estaba solo y trataba de entenderlo»... «Ahora junto al cadáver hay un hombre flaco que saca fotos»... «Sé que hay un lugar vacío cerca de aquí, pero no sé dónde»...
El inglés lo vio entre los arbustos. Caminó sobre la pinaza alejándose de él. Probablemente eran las ocho de la noche y el sol se ponía entre las colinas. El inglés se volvió, le dijo algo pero no pudo escuchar nada. Pensó que hacía días que no oía cantar a los grillos. El inglés movió los labios pero hasta él sólo llegó el silencio de las ramas movidas por el viento. Se levantó, le dolía una pierna, buscó cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta. La chaqueta era de mezclilla azul, desteñida por el tiempo. El pantalón era ancho y de color verde oscuro. El inglés movió los labios en el bosque. Notó que tenía los ojos cerrados. Se miró las uñas: estaban sucias. La camisa del inglés era blanca y los pantalones que llevaba parecían aún más viejos que los suyos. Los troncos de los pinos tenían escamas marrones, pero cuando un rayo de luz los tocaba se volvían amarillentos. Al fondo, donde acababan los pinos, había un motor abandonado y unas paredes de cemento en parte destruidas. Sus uñas eran grandes e irregulares por la costumbre que tenía de mordérselas. Sacó una cerilla y encendió el cigarrillo. El inglés había abierto los ojos. Flexionó la pierna y después sonrió. Amarillo. Flash amarillo. En el informe aparece como un jorobado vagabundo. Vivió unos días en el bosque. Al lado había un camping pero él no tenía dinero para pagar, así que allí sólo iba de vez en cuando a tomarse un café en el restaurante. Su tienda estaba cerca de las pistas de tenis y frontón. A veces iba a ver cómo jugaban. Entraba por la parte de atrás, por un hueco que los niños habían hecho en el cañizo. Del inglés no hay datos. Posiblemente lo inventó.
Un muchacho obsesivo. Quiero decir que si lo conocías no podías dejar de pensar en él. El sargento se acercó al bulto caído en el parque. Advirtió gente mirando por las ventanas. Las pisadas del enfermero vinieron detrás de él. Encendió un cigarrillo. El enfermero parpadeó y preguntó si se lo podían llevar de una puta vez. Apagó la cerilla con un bostezo. «No tengo idea de en qué ciudad estoy»... «La pantalla aparece permanentemente ocupada por la imagen del muchacho imbécil»... «Hace muecas en las afueras del infierno»... «Constantemente me toca el hombro con sus dedos flacos para preguntarme si puede entrar»... El enfermero escupió. Sintió deseos de tirarse un pedo. En lugar de eso se acuclilló al lado del cadáver. Gente desvestida acodada en las ventanas oscuras. Sin sentir desde hacía mucho tiempo una sensación real de peligro. El escritor, creo que era inglés, le confesó al jorobadito cuánto le costaba escribir. Sólo me salen frases sueltas, le dijo, tal vez porque la realidad me parece un enjambre de frases sueltas. Algo así debe de ser el desamparo, dijo el jorobadito. «Vale, llévenselo»...
Camino por el parque, es otoño, parece que hay un tipo muerto. Hasta ayer pensaba que mi vida podía ser diferente, estaba enamorado, etc. Me detengo en el surtidor, es oscuro, de superficie brillante, sin embargo al pasar la palma de la mano compruebo su extrema aspereza. Desde aquí veo a un poli viejo acercarse hacia el cadáver con pasos vacilantes. Sopla una brisa fría que eriza los pelos. El poli se arrodilla al lado del cadáver: con la mano izquierda se tapa los ojos con expresión de abatimiento. Surge una bandada de estorninos. Vuelan en círculo sobre la cabeza del policía y luego desaparecen. Este registra los bolsillos del cadáver y amontona lo que encuentra sobre un pañuelo blanco que ha extendido sobre la hierba. Hierba de color verde oscuro que da la impresión de querer chupar el cuadrado blanco. Tal vez sean los papeles viejos y oscuros que el poli deja sobre el pañuelo los que me inducen a pensar así. Creo que me sentaré un rato. Los bancos del parque son blancos con patas de hierro negras. Por la calle aparece un coche patrulla. Se detiene. Bajan dos agentes. Uno de ellos avanza hacia donde está inclinado el poli viejo, el otro se queda junto al automóvil y enciende un cigarrillo. Poco después aparece silenciosamente una ambulancia que estaciona detrás del coche patrulla. «No he visto nada»... «Un tipo muerto en el parque»... «Un poli viejo»...
32. LA CALLE TALLERS
Solía caminar por el casco antiguo de Barcelona. Usaba una gabardina larga y vieja, olía a tabaco negro y casi siempre llegaba con algunos minutos de anticipación a los escenarios más insólitos. Quiero decir que la pantalla se abría a la palabra insólito para que él apareciera. «Me gustaría hablar con usted con más calma», decía. La avenida paralela al Paseo Marítimo de Castelldefels. Un obrero camina por la acera, las manos en los bolsillos, masticando un cigarrillo con movimientos regulares. Chalets vacíos, cerradas las contraventanas de madera. «Sáquese la ropa lentamente, no voy a mirar.» La pantalla se abre como molusco. Recuerdo haber leído hace tiempo las declaraciones de un escritor inglés que decía cuánto trabajo le costaba mantener un tiempo verbal coherente. Utilizaba el verbo sufrir para dar una idea de sus esfuerzos. Debajo de la gabardina no hay nada, tal vez un ligero aire de jorobadito inmovilizado en la contemplación de la judía, pisos arruinados de la calle Tallers (el flaco Alan Monardes avanza a tropezones por el pasillo oscuro), héroes de inviernos que van quedando atrás. «Pero usted escribe, Montserrat, y resistirá estos días.» Se sacó la gabardina, la sujetó de los hombros y luego la abofeteó. El vestido de ella cayó en cámara lenta sobre su abrigo de piel. En frío se puso a cuatro patas y le ofreció la grupa. Lo vi todo desde la otra habitación a través del orificio que alguien había taladrado para tal fin. Restregó su pene fláccido sobre sus nalgas. Descuidadamente miró a un lado: la lluvia resbalaba por la ventana. La pantalla ofrece la palabra «nervio». Luego «arboleda». Luego «solitaria». Luego la puerta se cierra.
33. LA PELIRROJA
Tenía dieciocho años y estaba metida en el negocio de las drogas. En aquel tiempo solía verla a menudo y si ahora tuviera que hacer un retrato robot de ella creo que no podría. Seguramente tenía nariz aguileña y durante algunos meses fue pelirroja; seguramente alguna vez la oí reírse detrás de los ventanales de un restaurante mientras yo aguardaba un taxi o simplemente caminaba bajo la lluvia. Tenía dieciocho años y una vez cada quince días se metía en la cama con un tira de la Brigada de Estupefacientes. En los sueños ella aparece vestida con vaqueros y suéter negro y las pocas veces que se vuelve a mirarme se ríe tontamente. El tira la ponía a cuatro patas y se agachaba junto al enchufe. El vibrador ya no tenía pilas y él se las ingenió para hacerlo funcionar con electricidad. El sol se filtra por el verde de las cortinas, ella duerme con las medias hasta los tobillos, bocabajo, el pelo le cubre el rostro. En la siguiente escena la veo en el baño, asomada al espejo, luego exclama buenos días y sonríe. Era una muchacha dulce y que no evitaba ciertos compromisos: quiero decir que en ocasiones podía levantarte el ánimo o prestarte algo de dinero. El tira tenía una verga enorme, por lo menos ocho centímetros más larga que el consolador, y se la metía raras veces. Supongo que de esa manera era más feliz. Miraba con ojos acuosos su polla erecta. Ella lo contemplaba desde la cama... Fumaba cigarrillos rubios y posiblemente alguna vez pensó que los muebles del dormitorio y hasta su amante eran cosas huecas a las que debía dotar de sentido... Escena teñida de morado: aún sin bajarse las medias hasta los tobillos, relata lo que le ha pasado durante el día... «Todo está asquerosamente inmóvil, fijo en algún punto del aire.» Lámpara de cuarto de hotel. Cenefa verde oscura. Alfombra desgastada. Muchacha a cuatro patas que gime mientras el vibrador entra en su coño. Tenía las piernas largas y dieciocho años, en aquel tiempo estaba en el negocio de la droga y no le iba mal, incluso abrió una cuenta corriente y se compró una moto. Tal vez parezca extraño pero yo nunca deseé acostarme con ella. Alguien aplaude desde un rincón oscuro. El policía se acurrucaba a su lado y la tomaba de las manos. Luego guiaba éstas hasta su entrepierna y ella podía estar una hora o dos haciéndole una paja. Durante ese invierno llevó un abrigo de lana, rojo y largo hasta las rodillas. Mi voz se pierde, se fragmenta. Creo que sólo se trataba de una muchacha triste, extraviada ahora entre la multitud. Se asomó al espejo y dijo «¿hoy has hecho cosas hermosas?». El tira de Estupefacientes se aleja por una avenida sombreada de alerces. Sus ojos eran fríos, a veces aparece en mis pesadillas sentada en la sala de espera de una estación de autobuses. La soledad es una vertiente del egoísmo natural del ser humano. La persona amada un buen día te dirá que no te ama y no entenderás nada. Eso me pasó a mí. Hubiera querido que me explicara qué debía hacer para soportar su ausencia. No dijo nada. Sólo sobreviven los inventores. En mi sueño un vagabundo viejo y flaco aborda al policía para pedirle fuego. Al meter la mano en el bolsillo para sacar el encendedor el vagabundo le ensartó una navaja. El poli cayó sin emitir ruido. (Estoy sentado en mi habitación del Distrito V, inmóvil, sólo muevo el brazo para llevarme el cigarrillo a la boca.) Ahora le toca a ella perderse. Se suceden rostros de adolescentes en el espejo retrovisor de un automóvil. Un tic nervioso. Fisura, mitad saliva, mitad café, en el labio inferior. La pelirroja se aleja arrastrando su moto por una avenida arbolada... «Asquerosamente inmóvil»... «Le dice a la niebla: todo está bien, me quedo contigo»...
En la escena sólo hay cuadrados. Se aguantan durante todo el día, como una foto fija, en la pantalla. Anochece. A lo lejos hay un grupo de chalets de cuyas chimeneas comienza a salir humo. Los chalets están en un valle rodeado de colinas de color marrón. Se humedecen los cuadrados. De sus rectas brota una especie de sudor cartilaginoso. Ahora es indudable que es de noche; al pie de una de las colinas un labrador entierra un paquete envuelto en periódicos. Podemos ver una noticia: en uno de los suburbios de Barcelona existe un parque infantil tan peligroso como un campo minado. En una de las fotografías que ilustran el artículo se observa un tobogán a pocos metros de un abismo; dos niños, con los pelos erizados, saludan desde lo alto del tobogán. Volvamos a los cuadrados. La superficie se ha transformado en algo que vagamente nos recuerda, como los dibujos de Rorschach, a oficinas de policía. Desde los escritorios un tipo que babea y respira con dificultad mira los cuadrados intentando reconocer los chalets, las colinas, las pisadas del labrador que se pierden en la oscuridad marrón y sepia. Ahora los cuadrados parpadean. Un policía vestido de paisano recorre un pasillo solitario y estrecho. Abre una puerta. Enfrente de él se extiende un paisaje de rampas de lanzamiento. Las pisadas del policía resuenan en los patios silenciosos. La puerta se cierra.
Aquella muchacha ahora pesa 28 kilos. Está en el hospital y parece que se apaga. «Destruye tus frases libres.» No entendí hasta mucho después a qué se refería. Pusieron en duda mi honestidad, mi eficiencia, dijeron que dormía cuando me tocaba guardia. En realidad ellos estaban enjuiciando a otra persona y yo llegué casualmente en el momento menos indicado. La chica pesa ahora 28 kilos y es difícil que salga del hospital con vida. (Alguien aplaude. El pasillo está lleno de gente que abre la boca sin emitir sonido alguno.) ¿Una muchacha que yo conocí? No recuerdo a nadie con ese rostro, dije. En la pantalla se proyecta una calle, un muchacho borracho se dispone a cruzarla, aparece un autobús. ¿El apuntador dijo Sara Bendeman? De todas maneras no entendí nada en ese momento. Sólo me acuerdo de una muchacha flaca, de piernas largas y pecosas, desnudándose al pie de la cama. La escena ahora transcurre en un callejón mal iluminado: una mujer de cuarenta años fuma un cigarrillo apoyada en el quicio de una ventana en el cuarto piso. Por la escalera sube resoplando un poli de paisano, sus facciones son parecidas a las mías, pero con una sobredosis de cortisona. (El único que aplaudió ahora cierra los ojos. En su mente se forma algo que con otro sentido de la vida podría ser un hospital. En uno de los cuartos está acostada la muchacha. Las cortinas permanecen descorridas y la luz se desparrama por toda la habitación.) «Destruye tus frases libres»... «Un policía sube por la escalera»... «En su mirada no existe el jorobadito ni la judía ni el traidor»... «Pero aún podemos insistir»...
No hay nada estable, los ademanes netamente amorosos del niño se precipitan al vacío. Escribí: «grupo de camareros retornando al trabajo» y «arena barrida por el viento» y «vidrios sucios de septiembre». Ahora puedo darle la espalda. El jorobadito es la estrella de tu camino. Casas blancas desperdigadas por las faldas de las montañas. Carreteras desiertas, chillidos de pájaros entre el follaje. Y ¿lo hice todo?, ¿la besé cuando ella ya no esperaba más besos? (Bueno, a bastantes kilómetros de aquí la gente aplaude y ése es mi desconsuelo.) Ayer soñé que vivía en el interior de un árbol hueco, al poco rato el árbol empezaba a girar como un carrusel y yo sentía que las paredes se comprimían; desperté con la puerta del bungalow abierta de par en par. La luna ilumina el rostro del jorobadito... «Palabras solitarias, gente que se aleja de la cámara y niños como árboles huecos»... «Adondequiera que vayas»... Me detuve en las jodidas «palabras solitarias». Escritura sin disciplina. Eran como cuarenta tipos, todos con sueldos de hambre. Cada mañana el andaluz se reía estrepitosamente después de leer el periódico. Luna creciente en agosto. En septiembre estaré solo. En octubre y noviembre recogeré piñas.
La única regla que existe es una niña pelirroja observándonos al final de la reja. Bruno lo entendió igual que yo, sólo que con pasiones distintas. Los polis están cansados, hay escasez de gasolina y miles de jóvenes desempleados dando vueltas por Barcelona. (Bruno está en París, me dicen que tocando el saxo afuera del Pompidou y ya sin compañera.) Con pasos oleosos se acercan los cuatro o cinco camareros al barracón donde duermen. Uno de ellos escribió poesía, pero de eso hace demasiado tiempo. El autor dijo: «no puedo ser pesimista ni optimista, todo está determinado por el compás de espera que se manifiesta en lo que llamamos realidad». No puedo ser un escritor de ciencia ficción porque he perdido gran parte de mi inocencia y aún no me he vuelto loco... Palabras que nadie dice, que nadie está obligado a decir... Manos en proceso de fragmentación geométrica: escritura que se sustrae así como se sustrae el amor, la amistad, los patios recurrentes de las pesadillas... Por momentos tengo la impresión de que todo esto es «interior»... Tal vez por esa razón viví solo y durante tres años no hice nada... (El tipo rara vez se lavaba, no necesitaba escribir a máquina, le bastaba sentarse en un sillón desvencijado para que las cosas huyeran por iniciativa propia)... ¿Un atardecer sorpresivo para el jorobadito? ¿Facciones de policía a menos de cinco centímetros de su rostro? ¿La lluvia realmente limpió los vidrios de la ventana?
38. LA PISTOLA EN LA BOCA
Biombo de pelo rubio. Detrás el jorobadito dibuja piscinas, ciudades-dormitorio, avenidas vacías. La delicadeza o la cortesía estriba en los ademanes adecuados para cada situación. El jorobadito dibuja una persona de facciones gentiles. «Me quedé bocarriba en la cama, oí chirriar de grillos y alguien que recitaba a Manrique.» Bajo los árboles secos de agosto, escribo para ver qué pasa con la inmovilidad y no para gustar. ¡Una persona gentil! Sea el arte o la aventura de cinco minutos de un muchacho corriendo escaleras arriba. «Escapó al ojo del autor mi despedida.» Un ah y un ay y postales de pueblos encalados. El jorobadito se pasea por la piscina vacía, se sienta en la parte más honda y saca un cigarrillo. Pasa la sombra de una nube, una araña se detiene junto a su uña, expele el humo. «La realidad apesta.» Supongo que todas las películas que he visto no me servirán de nada cuando me muera. Error. Te servirán, créeme. Sigue yendo al cine. Escena de ciudades-dormitorio vacías, el viento arrastra periódicos viejos, costras de polvo en bancos y restaurantes. La guerra la he tenido en mí mismo desde hace tiempo, de ahí que no me afecte interiormente, escribió Klee. ¿Vi por primera vez al jorobadito en México DF? ¿Era Gaspar el que contaba historias de policías y ladrones? Le pusieron la pistola en la boca y con dos dedos le taparon la nariz... Tuvo que abrir la boca para respirar y entonces empujaron el cañón hacia dentro... En el centro del telón negro hay un círculo rojo... Creo que el tipo dijo mierda o mamá, no sé...
El extranjero estuvo en este camping. Esa tienda que ves allí fue su tienda. Entra. Bajo aquel árbol se quedaba mucho rato pensando, pero en realidad parecía muerto. Desde donde estamos se veía la transpiración que le cubría el rostro. En su barbilla se formaban gruesas gotas que luego caían en la hierba. Aquí, toca, entre estos matorrales él durmió durante horas, como si estuviera muerto. El tipo entró en el bar y bebió una cerveza. Pagó con dinero francés y metió el cambio en el bolsillo sin contarlo. Hablaba perfectamente español. Tenía una cámara fotográfica que ahora está en los almacenes de la policía. Nadie lo vio jamás tomar una foto. Paseaba por la playa al atardecer. En esa escena la playa adquiría tonalidades pálidas, amarillo pálido, con desvanecientes manchas doradas. El tipo se dejó caer sobre la arena, como si estuviera muerto. La única banda sonora era la tos seca y obsesiva de alguien a quien nunca pudimos ver. Grandes olas plateadas, el tipo de pie en la playa, sin zapatos y la tos. ¿Hace mucho usted también fue feliz dentro de una tienda? En alguna parte de su memoria hay una escena donde él está encima de una muchacha delgada y morena. Es la noche de un camping desierto, en el interior de Portugal. La muchacha está bocabajo y él se lo mete y saca mientras le muerde el cuello. Después la voltea. Ajusta las piernas de ella sobre sus hombros y ambos se vienen. Al cabo de una hora volvió a montarla. (O como dijo un chulo de Conde del Asalto: «pim pam pim pam hasta el infinito».) No sé si estoy hablando de la misma persona. Su cámara está ahora en los almacenes de la policía y tal vez a nadie se le ha ocurrido revelar los carretes. Pasillos interminables, de pesadilla, por donde avanza un técnico gordo de la Brigada de Homicidios. Han apagado la luz roja, ahora puedes entrar. El rostro del policía se distiende en una sonrisa. Por el fondo del pasillo avanza la silueta de otro policía. Éste recorre el tramo que lo separa de su compañero y luego ambos desaparecen. Al quedar vacío, el color gris del pasillo tiembla o tal vez se hincha. Luego aparece la silueta de un policía en el otro extremo. Avanza hasta quedar en primer plano, se detiene, por el fondo aparece otro poli. La sombra avanza hasta la sombra del poli en primer plano. Ambos desaparecen. La sonrisa de un técnico de la Brigada de Homicidios vigila estas escenas. Mejillas gordas empapadas de sudor. En las fotografías no hay nada. (Intento de aplauso frustrado.) Nada que podamos ver. «Llamen a alguien, hagan algo»... «Una maldita tos recorriendo la playa»... «La tienda llena de telarañas»... «Todo se destroza»... «Rostros, escenas libres, kaputt»...
Imagina la situación: la desconocida se oculta en el descansillo de la escalera. Es un edificio viejo, mal iluminado y con ascensor de rejilla. Detrás de la puerta un tipo de unos cuarenta años murmura, con acento de confesión, que también a él lo persigue Colan Yar. El tinglado marrón y negro desaparece casi instantáneamente dando paso a un panorama en profundidad, con tiendas de techos multicolores. Después: árboles verde oscuro. Después: cielo rojo y nublado. ¿Un muchacho dormía en aquel momento dentro de la tienda de campaña? ¿Soñando Colan Yar, coches policiales detenidos frente a un edificio humeante, malhechores de veinte años? «Toda la mierda del mundo», o bien: «Un camping debe de ser lo más parecido al Purgatorio», etc. Con manos temblorosas y secas apartó los visillos. Abajo los motociclistas encendieron los motores y se piraron. Murmuró «muy lejos» y apretó los dientes. Rubias gordas, jóvenes andaluzas seguras de gustar y entre ellas la muchacha desconocida, su boca de guillotina, paseando por el pasado y el futuro como un rostro cinematográfico. Imaginé mi cuerpo abandonado en el campo, a pocos metros de las primeras casas del pueblo. Un campista me descubrió, paseaba y fue él quien avisó a la policía. Ahora, bajo el cielo nublado, me rodean hombres de uniformes azules y blancos. Guardias civiles, fotógrafos de periódicos sensacionalistas o tal vez sólo turistas aficionados a fotografiar cadáveres. Curiosos y niños. No es el Paraíso, pero se le parece. La muchacha baja las escaleras lentamente. Abrí la puerta del consultorio y corrí escaleras abajo. En las paredes vi ballenas furiosas, un alfabeto incomprensible. El ruido de la calle me despertó. En la acera de enfrente un tipo se puso a gritar y luego a llorar hasta que llegó la policía. «Un cadáver en las afueras del pueblo»... «Se pierden los motociclistas por la carretera»... «Nadie volverá a cerrar esta ventana»...
Recuerdo una noche en la estación ferroviaria de Mérida. Mi amiga dormía dentro del saco y yo velaba con un cuchillo en el bolsillo de la chaqueta, sin ganas de leer. Bueno... Aparecieron frases, quiero decir, en ningún momento cerré los ojos ni me puse a pensar, sino que las frases literalmente aparecieron, como anuncios luminosos en medio de la sala de espera vacía. En el otro lado, en el suelo, dormía un vagabundo, y junto a mí dormía mi amiga y yo era el único despierto en toda la silenciosa y asquerosa estación de Mérida. Mi amiga respiraba tranquila bajo el saco de dormir rojo y eso me tranquilizaba. El vagabundo a veces roncaba, a veces hablaba en sueños, hacía días que no se afeitaba y usaba su chaqueta de almohada. Con la mano izquierda se cubría el pecho. Las frases aparecieron como noticias en un marcador electrónico. Letras blancas, no muy brillantes, en medio de la sala de espera. Los zapatos del vagabundo estaban puestos a la altura de su cabeza. Uno de los calcetines tenía la punta completamente agujereada. A veces mi amiga se movía. La puerta que daba a la calle era amarilla y la pintura presentaba en algunos lugares un aspecto desolador. Quiero decir muy tenue y al mismo tiempo completamente desolador. Pensé que el vagabundo podía ser un tipo violento. Frases. Cogí el cuchillo sin llegar a sacarlo del bolsillo y esperé la siguiente frase. A lo lejos escuché el silbato de un tren y el sonido del reloj de la estación. Estoy salvado, pensé, íbamos camino a Portugal y eso sucedió hace tiempo. Mi amiga respiró. El vagabundo me ofreció un poco de coñac de una botella que sacó de su hatillo. Hablamos unos minutos y luego nos callamos hasta que llegó el amanecer.
Lo que vendrá. El viento entre los árboles. Todo es proyección de un muchacho desamparado. Camina solo por una carretera comarcal. La boca se mueve. Vi a un grupo de gente que abría la boca sin poder hablar. La lluvia se cuela entre las agujas de los pinos. Alguien corre por el bosque. No puedes ver su rostro. Sólo la espalda. Pura violencia. (En esta escena aparece el autor con las manos en las caderas observando algo que queda fuera de la pantalla.) El viento y la lluvia entre los árboles, como una cortina de locos. Similar a un fantasma en una playa desierta: el viento mueve, levanta el pijama, lo aleja por la arena hasta hacerlo desaparecer en medio de un ataque de asma o de un largo bostezo. «Como un cohete abierto en canal»... «El modo poético de decir que ya no amas los callejones iluminados por coches patrulla»... «La melódica voz del sargento hablando con acento gallego»... «Chicos de tu edad que se conformarían con tan poco»... «Es una pena»... «Existe una especie de danza que se transforma en labios»... «Los labios modulan frases silenciosas»... Pozos de agua clara en el camino. Viste a un tipo tirado entre los árboles y seguiste corriendo. Las primeras moras silvestres de la temporada. Como los ojitos de la emoción que salía a tu encuentro.
En el vagón una muchacha solitaria. Mira por la ventanilla. Afuera todo se desdobla: campos arados, bosques, casas blancas, pueblos, suburbios, basureros, fábricas, perros y niños que levantan la mano y dicen adiós. Apareció Lola Muriel. Agosto 1980. Sueño rostros que abren la boca y no pueden hablar. Lo intentan pero no pueden. Sus ojos azules me miran pero no pueden. Después camino por el pasillo de un hotel. Despierto transpirando. Lola tiene los ojos azules y lee los cuentos de Poe junto a la piscina, mientras las otras chicas hablan de pirámides y de selvas. Sueño que veo llover en barrios que reconozco pero en los cuales no he estado jamás. Camino por una galería solitaria. Veo rostros que abren la boca y no pueden hablar y cierran los ojos. Despierto transpirando. ¿Agosto 1980? ¿Una andaluza de dieciocho años? ¿El vigilante nocturno, loco de amor?
El silencio ronda en los patios sin dejar papeles escritos, aquello que después llamaremos obra. El silencio lee cartas sentado en un balcón. Pájaros como ronquera, como mujer de voz grave. Ya no pido toda la soledad del amor ni la paz del amor ni los espejos. El silencio esplende en los pasillos vacíos, en las radios que ya nadie escucha. El silencio es el amor así como tu voz ronca es un pájaro. Y no existe obra que justifique la lentitud de movimientos y los obstáculos. Escribí «una muchacha desconocida», vi una radio junto a la ventana y una muchacha sentada en una silla y un tren. La muchacha estaba atada y el tren en movimiento. Repliegue de alas. Todo es repliegue de alas y silencio, así en la muchacha gorda que no se atreve a meterse en la piscina como en el jorobadito. La mano de ella apagó la radio... «He visto algunos matrimonios felices, el silencio construye una especie de victoria para dos, vidrios empañados y nombres escritos con el dedo»... «Tal vez fechas y no nombres»... «En el invierno»... Escena de policías que irrumpen en un edificio gris, ruido de balas, radios encendidas a todo volumen. Fundido en negro. La ternura de puta vieja y su capa de silencio plateado. Y ya no pido toda la soledad del mundo sino tiempo. Ellos disparan. Frases como «he perdido hasta el humor», «tantas noches solo», etc., me devuelven el sentido del repliegue. No hay nada escrito. El extranjero, inmóvil, supone que eso es la muerte. El jorobadito tiembla en la piscina vacía. He encontrado un puente en el bosque. Relámpago de ojos azules y pelo rubio... «Hasta dentro de un tiempo, nunca más solo»...
Dijo que amaba los días movidos. Miré el cielo. «Días movidos», además de insectos y nubes que descendían hasta los matorrales. Este tarro con flores que abandono en el campo es mi prueba de amor por ti. Después volví con mi red para cazar mariposas en medio de la niebla. La muchacha dijo: «calamidad», «caballos», «cohetes abiertos en canal» y me dio la espalda. Su espalda habló. Como chirriar de grillos en la tarde de chalets solitarios. Cerré los ojos, los frenos chirriaron y los policías descendieron velozmente de sus coches. «No dejes de mirar por la ventana.» Sin hablar, dos de ellos alcanzaron la puerta y dijeron «policía», el resto apenas lo pude escuchar. Cerré los ojos, chirriar de grillos, los muchachos murieron en la playa. Cuerpos llenos de agujeros. El coche chirrió y se bajó la pasma. Hay algo obsceno en esto, dijo el enfermero cuando nadie lo escuchaba. Seguramente no volveré al claro del bosque, ni con flores, ni con red, ni con un jodido libro para pasar la tarde. La boca se abrió pero el autor no pudo escuchar nada. Pensó en el silencio y después pensó «no existe», «caballos», «luna menguante de agosto». Alguien aplaudió desde el vacío. Dije que suponía que eso era la felicidad.
En la terraza del bar sólo bailan tres niñas. Dos son delgadas y tienen el pelo largo. La otra es gorda, lleva el pelo más corto y es subnormal... El tipo al que perseguía Colan Yar se esfumó como mosquito en invierno... A propósito, supongo que en invierno sólo quedan los huevos de los mosquitos... Tres niñas felices y diligentes... 7 de agosto de 1980... El tipo abrió la puerta de su cuarto, encendió la luz... Tenía el rostro desencajado... Apagó la luz... No temas, aunque sólo pueda contarte estas historias tristes, no temas...
Las grandes estupideces. Muchacha desconocida que retorna a la escena del camping desierto. Bar desierto, recepción desierta, parcelas desiertas. Este es tu pueblo fantasma del Oeste. Dijo: finalmente nos destrozarán a todos. (¿Hasta a las muchachas bonitas?) Me reí de su desamparo. El doble lleno de aprensión hacia sí mismo porque no podía evitar enamorarse una vez al año por lo menos. Después una sucesión de letrinas portátiles, reediciones baratas, muchachos vomitando mientras en la terraza silenciosa baila una niña subnormal. Toda escritura en el límite esconde una máscara blanca. Eso es todo. Siempre hay una jodida máscara. El resto: pobre Bolaño escribiendo en un alto en el camino. «Coches policiales con las radios encendidas: les llueve información inútil de todos los barrios por donde pasan.» «Cartas anónimas, amenazas sutiles, la verdadera espera.» «Querida, ahora vivo en una zona turística, la gente es morena, hace sol todos los días, etc.» No hay reglas. («Díganle al estúpido de Arnold Bennet que todas las reglas de construcción siguen siendo válidas sólo para las novelas que son copias de otras.») Y así, y así. Yo también huyo de Colan Yar. He trabajado con subnormales, en un camping, recogiendo piñas, vendimiando, estibando barcos. Todo me empujó hasta este lugar, el descampado donde ya no queda nada que decir... «Sin embargo estás con muchachas hermosas»... «Creo que lo único hermoso aquí es la lengua»... «Me refiero a su sentido más estricto»... (Aplausos.)
48. BAR LA PAVA, AUTOVÍA DE CASTELLDEFELS
(¡Todos han comido más de un plato o un plato que vale más de 200 pesetas, menos yo!)
Querida Lisa, hubo una vez que hablé contigo por teléfono más de una hora sin apercibirme de que habías colgado. Fue desde un teléfono público de la calle Bucareli, en la esquina del Reloj Chino. Ahora estoy en un bar de la costa catalana, me duele la garganta y tengo poco dinero. La italiana dijo que regresaba a Milán a trabajar, aunque se cansara. No sé si citaba a Pavese o realmente no tenía ganas de volver. Creo que le pediré al enfermero del camping algún antibiótico. La escena se disgrega geométricamente. Aparece una playa solitaria a las ocho de la noche, altos cirros anaranjados; a lo lejos caminan, en dirección contraria al que observa, un grupo de cinco personas en fila india. El viento levanta una cortina de arena y los cubre.
Querida Lisa, hubo una vez que hablé contigo por teléfono más de una hora sin apercibirme de que habías colgado. Fue desde un teléfono público de la calle Bucareli, en la esquina del Reloj Chino. Ahora estoy en un bar de la costa catalana, me duele la garganta y tengo poco dinero. La italiana dijo que regresaba a Milán a trabajar, aunque se cansara. No sé si citaba a Pavese o realmente no tenía ganas de volver. Creo que le pediré al enfermero del camping algún antibiótico. La escena se disgrega geométricamente. Aparece una playa solitaria a las ocho de la noche, altos cirros anaranjados; a lo lejos caminan, en dirección contraria al que observa, un grupo de cinco personas en fila india. El viento levanta una cortina de arena y los cubre.
En Amberes un hombre murió al ser aplastado su automóvil por un camión cargado de cerdos. Muchos de los cerdos también murieron al volcar el camión, otros tuvieron que ser sacrificados al pie de la carretera y otros se escaparon a toda velocidad... «Has oído bien, querida, el tipo reventó mientras los cerdos pasaban por encima de su automóvil»... «En la noche, por las carreteras oscuras de Bélgica o Cataluña»... «Conversamos durante horas en un bar de las Ramblas, era verano y ella hablaba como si llevara mucho tiempo sin hacerlo»... «Cuando lo soltó todo me acarició la cara como una ciega»... «Los cerdos chillaron»... «Ella dijo me gustaría estar sola y yo pese a estar borracho entendí»... «No sé, es algo que se parece a la luna llena, chicas que en realidad son como moscas, aunque no es eso lo que quiero decir»... «Cerdos aullando en medio de la carretera, heridos o alejándose a toda prisa del camión destrozado»... «Cada palabra es inútil, cada frase, cada conversación telefónica»... «Dijo que quería estar sola»... También yo quise estar solo. En Amberes o en Barcelona. La luna. Animales que huyen. Accidente en la carretera. El miedo.
Hay una enfermedad secreta llamada Lisa. Es indigna como toda enfermedad y aparece de noche. En el tejido de un lenguaje misterioso cuyas palabras significan sin excepción que el extranjero «no está bien». Y yo quisiera que ella supiera por algún medio que el extranjero «lo pasa mal», «en tierras desconocidas», «sin grandes posibilidades de escribir poesía épica», «sin grandes posibilidades de nada». La enfermedad me lleva a baños extraños e inmóviles donde el agua funciona con una mecánica imprevista. Baños, sueños, cabellos largos que salen de la ventana hasta el mar. La enfermedad es una estela. (El autor aparece sin camisa, con gafas negras, posando con un perro y una mochila en el verano de algún lugar.) «El verano de algún lugar», frases carentes de tranquilidad aunque la imagen que refractan permanezca quieta, como un ataúd delante de una cámara fija. El escritor es un tipo sucio, con las mangas de la camisa arremangadas y el pelo corto mojado en transpiración acarreando tambores de basura. También es un camarero que se observa filmado mientras camina por una playa desierta, de regreso al hotel... «El viento arrastra granos de arena»... «Sin grandes posibilidades»... La enfermedad es estar sentado bajo el faro mirando hacia ninguna parte. El faro es negro, el mar es negro, la chaqueta del escritor también es negra.
No puedes regresar. Este mundo de policías y ladrones y extranjeros sin papeles en regla es demasiado fuerte para ti. La palabra fuerte significa que es cómodo, un mundo liviano, sin entropía, un mundo que conoces y del que no puedes desprenderte. Como un tatuaje. A cambio, sin embargo, recuperarías el país natal, una especie de país natal, y las reglas protectoras, y el derecho a conocer a una muchacha muy hermosa y con voz de estúpida. Una muchacha de pie en la puerta de tu habitación, la camarera que viene a hacer la cama. Me detuve en la palabra «cama» y cerré el cuaderno. Sólo tuve fuerzas para apagar la luz y dejarme caer en la «cama». Inmediatamente empecé a soñar con una ventana de maderas gruesas y labradas como aquellas que aparecían en los cuentos infantiles ilustrados. Con el hombro me apoyaba en la ventana y ésta se abría. Afuera no había nadie. Noche silenciosa entre los bloques de bungalows. El policía extendió su chapa procurando no tartamudear. Automóvil con matrícula de Madrid. El que estaba sentado junto al conductor iba con una camiseta con los colores del Barcelona, pero no en vertical sino en horizontal. Un tatuaje indeleble en el brazo izquierdo. Detrás de ellos brilló una masa de niebla y sueño. Pero el poli tartamudeó y yo sonreí. No pu-pu-puedes re-re-regresar. «Regresar.»
Así es como es, dijo, una ligera sensación de fracaso se va acentuando y el cuerpo se acostumbra a eso. No puedes evitar el vacío de la misma manera que no puedes evitar cruzar calles si vives en la ciudad, con el agravante de que a veces la calle es interminablemente ancha, los edificios parecen bodegas de películas de gángsters y algunos tipos escogen las peores horas para pensar en sus madres. «Gángsters» corresponde a «madres». En la hora azul nadie pensó en el jorobadito. Así es como es, el nombre de una pieza de Monty Alexander grabada a principios de los sesenta en un local de Los Ángeles. Tal vez «bodegas» esté junto a «madres», en las sobreimposiciones es dable un amplio margen de error. Todo pensamiento es registrado en la senda del bosque que el extranjero anduvo y desanduvo. Si lo miraras desde arriba tendrías la impresión de que se trata de una hormiga solitaria. Impulso de desconfianza: siempre hay otra hormiga que la cámara olvida. En todo poema falta un personaje que acecha al lector. «Bodegas», «gángsters», «madres», «para siempre». Tenía la voz dura, dijo, timbre sólido como derrumbe de pesadora de vacas o fardo con forraje de vacas en una piscina. Todo lo decía mientras babeaba, algunas frases eran jeroglíficos que nadie se daba el trabajo de descifrar. Ray Brown al bajo, Milt Jackson al vibráfono y otros dos más al saxo y a la batería. El propio Monty Alexander tocó el piano. ¿Manne Hole, 1961? La última imagen que el tipo vio fue la playa a las nueve de la noche. En julio atardecía muy tarde, a las nueve y media aún estaba claro. Un grupo de camareros alejándose del ojo. (Pero el ojo piensa en «bodegas», no en «camareros».) El viento levanta suaves cortinas de arena. Desde aquí parece que intentaran regresar.
La muchacha desconocida camina por barrios obreros de Barcelona. ¿Una muchacha de padres españoles, nacida en Francia? La playa se extiende en línea recta hasta el siguiente pueblo. Abrió la ventana, estaba nublado pero hacía calor. Regresó al baño. Los ojos de ella miraban con curiosidad los edificios que se extendían a lo largo de la avenida. Todo esto es paranoia, pensó. Ella tiene dieciocho años pero no existe, nació en una ciudad industrial de Francia y se llama Rosario o María Dolores, pero no puede existir puesto que aún estoy aquí. ¿El tipo de control está dormido? Miró el reloj, al volver a la ventana encendió un cigarrillo. A través de los visillos los muchachos dormitaban entre las sombras de la calle. Siluetas intermitentes, sonido de voces apenas audibles. Observó la luna que colgaba sobre el edificio de enfrente. Desde la calle llegaron las palabras «barco», «olimpia», «restaurante». La muchacha se sentó en la terraza de un «restaurante» y pidió un vaso de vino blanco. Sobre su cabeza estaba la lona verde y un poco más arriba el verano. Así como encima del edificio sobresalía la luna y ella la miraba pensando en los motociclistas y en el nombre del mes: julio. Nacida en Francia de padres españoles, pelo rubio, absolutamente más allá del restaurante y de las palabras con que tratan de distraerla. «Desperté pues tu silueta se confundía con las sombras del dormitorio»... «Una explosión muy fuerte»... «Quedé sordo por el resto del día»... Soñó automóviles vacíos en solares negros como el carbón. Ya no hay pueblos ni barrios obreros para este actor. Dieciocho años, muy lejos. Regresa al baño. Muchacha kaputt.
Cine entre los pinos del camping Estrella de Mar. Los espectadores miran la pantalla y con las manos espantan mosquitos. Un rostro amarillo surge de improviso entre las rocas y pregunta: ¿a ti también te persigue Colan Yar? (Rostro amarillo cruzado de anchas cicatrices oscuras, árboles quemados, sillas blancas de plástico abandonadas frente a los bungalows, una bicicleta en medio de la maleza.) Colan Yar, por supuesto, y placas iluminadas tenuemente por la luz de la luna. Abandoné el puesto; con pasos lentos me dirigí al restaurante aún abierto a esas horas de la noche. «Colan Yar detrás de mí, justo detrás de mí», oí que decían a mis espaldas. Al volverme no vi más que siluetas de árboles y tiendas oscuras. En el cine uno de los actores dijo «nos persigue un volcán». Otro personaje, una mujer, en algún momento comentó: «es difícil llegar a ser mayor del Ejército inglés». Perseguidos por los Nagas, guerreros diabólicos con cascos de cuero negro, adoradores del volcán, tal vez sacerdotes y no guerreros; en todo caso, eliminados pronto. La actriz: «estoy cansada de luchar contra estos seres horribles». Un actor le responde: «¿quieres que te lleve en brazos hasta el avión?». Cinco figuras huyen a través de un valle en llamas. Un rompehielos de la Armada los espera a las 20.30 horas, ni un minuto más. El capitán: «si seguimos aquí, después no podremos salir». El capitán tiene el pelo completamente cano y lleva uniforme azul de invierno. Modula con lentitud: «no podremos salir». Aparté la mirada de la pantalla. A lo lejos las luces de las pistas de tenis se asemejaban a un aeródromo clandestino. Desde allí el que huye de Colan Yar escribe una carta sentado en un banco al aire libre. Aeródromo clandestino. Espejos. Otros elementos.
¿Cine entre los árboles? El operador duerme la siesta sobre una tumbona en el patio trasero de su bungalow. La muchacha desconocida desapareció tan mansamente como la primera vez que la vi. Avancé sin temor, mis huellas quedaron impresas levemente en el polvo. Era medianoche y vi coches policiales detenidos en la carretera. Dejé sin contestar la última carta de Mara. La muchacha caminó de regreso a su tienda y nadie pudo asegurar si había salido o no. A la mañana siguiente ya no estaba. «No puedo escribir nada más»... «Sólo queda una niña pequeña, diez años, que me saluda cada vez que nos cruzamos»... «Se sentaba sola en la terraza del bar, junto a la pista de baile, y no era difícil encontrarla»... En la pantalla aparecen los Nagas. Espectadores y una nube de mosquitos. Miré a la derecha: luces lejanas de las pistas de tenis. Tuve deseos de dormirme allí mismo. Éstos son los elementos: «impasibilidad», «perseverancia», «pelo rubio». A la mañana siguiente ya no estaba en su tienda. Por las carreteras europeas condenadas a muerte se desliza el automóvil de sus padres. ¿Hacia Lyon, Ginebra, Brujas? ¿Hacia Amberes? El tipo miró con gesto cansado: luna creciente, copas de pino recortadas contra el cielo, sonido de sirenas a lo lejos. Pero aquí estoy seguro, dijo, el que venía a matarme no me reconoció y se ha ido. Escena en blanco y negro de un hombre que se adentra en el bosque después de la sesión de cine. Últimas imágenes de adultos durmiendo la siesta mientras un automóvil desconocido rueda al encuentro de una luminosidad mayor.
De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más. (Significativo, dijo el extranjero.) A lo humano y a lo divino. Como esos versos de Leopardi que Daniel Biga recitaba en un puente nórdico para armarse de coraje, así sea mi escritura.
Barcelona, 1980
Barcelona, 1980
No hay comentarios:
Publicar un comentario