miércoles, 24 de febrero de 2010

Benjamin, Para una Crítica de la Violencia.

Walter Benjamin.

Para una Crítica de la Violencia
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Noticia, traducción y notas de
Pablo Oyarzún R.





Noticia.


En los últimos años el ensayo “Para una crítica de la violencia” ha sido objeto de una atención preferente. Célebre es la polémica desatada por Jacques Derrida con su comentario “Nombre de pila de Benjamin”, que se deja seducir, si puede decirse así, por la paradójica apelación de Benjamin a una violencia incruenta y su inquietante proximidad con el Holocausto. Célebre también es el recurso de Giorgio Agamben al concepto de nuda vita (bloßes Leben) que, procedente de las reflexiones benjaminianas, es elemento central de su trilogía Homo sacer.
«Zur Kritik der Gewalt» fue publicado originalmente en el Archiv fûr Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, 47 (1920/21), pp. 809-832 (Heft, 3, agosto de 1921). El texto base se encuentra en: W. Benjamin, Gesammelte Schriften, II-2. Edición de Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1991, pp. 179-203.
Hay traducción al castellano de Jesús Aguirre en: W. Benjamin, Para una crítica de la violencia y otro ensayos, Iluminaciones IV, Madrid: Taurus, 1998. Lamentablemente, esta versión contiene diversos errores que, en numerosos casos, tergiversan gravemente el sentido del texto, el cual ciertamente presenta dificultades de relieve para el traductor, que como bien se puede comprobar inquietan igualmente a los comentaristas. Se sigue de esto último que la presente versión –elaborada en el marco de un proyecto de investigación[1]– tiene carácter provisorio.
En cuanto al ensayo, los editores antes mencionados sitúan su redacción en tres semanas que aproximadamente debieran corresponder al fin de 1920 y el comienzo del año siguiente o bien al mes de enero de este último. Pertenece a un conjunto de trabajos sobre política que Benjamin se propuso llevar a cabo entre 1919 y 1920, que aparentemente tenían a la violencia como problema esencial. Tres trabajos habrían sido redactados, al menos parcialmente, pero sólo ha quedado el presente.
Las notas numeradas corresponden a las del original. Los asteriscos remiten a las notas del traductor. Las observaciones de este último que acompañan a las notas del autor van adjuntadas a éstas en párrafo aparte con la indicación correspondiente.


Walter Benjamin
Para una crítica de la violencia.


La tarea de una crítica de la violencia* puede circunscribirse a la exposición de su relación con el derecho y la justicia. Pues una causa eficiente deviene violencia en su sentido rotundo sólo cuando incide en relaciones éticas (sittliche). La esfera de estas relaciones está indicada por los conceptos de derecho (Recht) y de justicia (Gerechtigkeit). En lo que ante todo toca al primero, está claro que la relación básica más elemental de todo orden legal (Rechtsordnung) es el de medio y fin. Luego, [está claro también] que la violencia sólo puede buscarse, por lo pronto, en el reino de los medios y no en el de los fines. Con estas afirmaciones ya se han proporcionado más, y cierto que también distintos [elementos] para la crítica de la violencia, de lo que tal vez pareciera. En efecto, si la violencia es medio, un criterio para su crítica podría sin más parecernos dado. Ese criterio se impone en la pregunta si la violencia es, en determinados casos, medio para fines justos o injustos. Por lo tanto, su crítica estaría dada implícitamente en un sistema de fines justos. Pero no es así. Pues lo que contendría semejante sistema, asumiendo que estuviera asegurado contra toda duda, no es un criterio de la violencia misma como principio, sino un criterio para los casos de su utilización (Anwendung). Siempre quedaría abierta la cuestión de si la violencia, en cuanto principio, es ética como medio para alcanzar un fin. Para su decisión, esta pregunta requiere un criterio más preciso, una distinción dentro de la esfera de los medios, sin consideración de los fines a los que sirven.
La exclusión de esta más precisa interrogación crítica caracteriza, tal vez como su rasgo más sobresaliente, a una gran corriente en la filosofía del derecho: el derecho natural. Éste ve tan poco problema en la utilización de medios violentos para fines justos, como encuentra el ser humano en el «derecho» de mover su cuerpo hacia la meta apetecida. Según su visión (que sirvió de basamento ideológico al terrorismo de la Revolución Francesa), la violencia es un producto natural, por decir así, una materia prima, cuyo empleo no está sujeto a problemática alguna, salvo en los casos en que se utiliza la violencia para fines injustos. Si, de acuerdo a la teoría del Estado del derecho natural, las personas renuncian a toda su violencia en beneficio del Estado, ello ocurre bajo el supuesto (que Spinoza, por ejemplo, establece expresamente en el Tratado teológico-político*) que el individuo, en y para sí, y antes de sellar semejante contrato conforme a razón, practica cualquiera forma de violencia que posee de facto también de jure. Quizá estas visiones fueron aún reavivadas tardíamente por la biología darviniana, la cual, de manera totalmente dogmática, sólo reconoce la violencia, junto a la selección natural, como medio originario y el único adecuado para todos los fines de la naturaleza. La filosofía popular darwiniana a menudo ha dado muestras de cuán pequeño es el paso que separa a este dogma de la historia natural de uno más burdo de la filosofía del derecho, a saber, que aquella violencia, adecuada casi sólo a fines naturales, ya por ello es también legítima (rechtmäßig).
A esta tesis del derecho natural acerca de la violencia como dato natural (natürlicher Gegebenheit), se opone diametralmente la del derecho positivo acerca de la violencia como algo históricamente devenido (historischer Gewordenheit). Así como el derecho natural sólo puede juzgar todo derecho establecido en la crítica de sus fines, el derecho positivo puede juzgar todo derecho en proceso de establecimiento únicamente a través de la crítica de sus medios. Si la justicia es el criterio de los fines, la legitimidad es el de los medios. No obstante, sin perjuicio de esta oposición, ambas escuelas convergen en un dogma fundamental: fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para fines justos. El derecho natural aspira a «justificar» los medios por la justicia de sus fines, el derecho positivo, a «garantizar» la justicia de los fines a través de la legitimación de los medios. La antinomia se evidenciaría insoluble si el común supuesto dogmático fuese falso, es decir, si, por una parte, medios legítimos y, por otra, fines justos estuviesen en contradicción irreconciliable. Pero la claridad al respecto no podría darse en ningún caso antes de que se abandone el círculo y se establezcan criterios independientes para fines justos así como también para medios legítimos.
Por lo pronto, el reino de los fines, y con ello también la pregunta por un criterio de la justicia, quedan fuera de esta investigación. En cambio, está en su centro la pregunta por la legitimación de ciertos medios que constituyen la violencia. Los principios del derecho natural no pueden decidirla, sino que sólo conducen a una casuística sin fondo. Porque, si el derecho positivo es ciego para la incondicionalidad de los fines, el derecho natural lo es para la condicionalidad de los medios. En cambio, la teoría positiva del derecho puede ser adoptada como fundamento hipotético en el punto de partida de la investigación, porque asume una distinción de principio en vista de las diferentes especies de violencia, independientemente de los casos en que se aplica. Esta [distinción] se establece entre la violencia históricamente reconocida, la así llamada violencia sancionada y la no sancionada. Si las reflexiones que siguen arrancan de esta [distinción], ello naturalmente no significa que las violencias dadas se clasifiquen según sean o no sancionadas. Porque en una crítica de la violencia su criterio de derecho positivo no puede concernir a su utilización, sino más bien sólo a su enjuiciamiento. Se trata de la pregunta por lo que se sigue para a la esencia de la violencia si un tal criterio o distinción es siquiera posible a su respecto, o, en otras palabras, la pregunta por el sentido de esa distinción. Pues no tardará en mostrarse significativa esta distinción del derecho positivo, perfectamente fundamentada en sí misma y no sustituible por ninguna otra, y con ello se echará luz a la vez sobre aquella esfera que es la única en la cual puede tener lugar esta distinción. En una palabra: si el criterio que erige el derecho positivo para la legitimación de la violencia sólo puede ser analizado en vista de su sentido (Sinn), entonces la esfera de su aplicación tiene que ser criticada en vista de su valor (Wert). Luego, hay que encontrar el punto de mira para esta crítica fuera de la filosofía del derecho positivo, pero también fuera del derecho natural. Ya se verá en qué medida sólo la consideración filosófico-histórica del derecho puede aportarlo.
El sentido de la distinción entre violencia legítima e ilegítima no está sin más a la mano. Muy decididamente ha de rechazarse el malentendido propio del derecho natural, según el cual ese sentido consistiría en la distinción entre violencia para fines justos e injustos. Es más, se indicó ya que el derecho positivo exige de cada violencia una credencial sobre su origen histórico que, bajo ciertas condiciones, recibe su legitimación, su sanción. Dado que el reconocimiento de las violencias fundadas en derecho (Rechtsgewalten) se anuncia de la manera más palmaria en la sumisión a sus fines, fundamentalmente sin resistencia, entonces ha de ponerse por base, como principio hipotético de clasificación de las violencias, la presencia o falencia de un reconocimiento histórico general de sus fines. Los fines que carecen de este reconocimiento pueden ser llamados naturales, los otros, fines legales. Y la función diferenciada de la violencia, según sirva a fines naturales o legales, es susceptible de ser apreciada de la manera más visible teniendo como fundamento cualesquiera relaciones jurídicas determinadas. En pro de la sencillez, permítase que los siguientes comentarios se refieran a las relaciones europeas actuales.
Con respecto a estas relaciones jurídicas (Rechtswerhältnisse), y en lo que atañe a la persona individual como sujeto de derecho, es característica la tendencia actual de no permitir fines naturales a estas personas en todos los casos eventuales en que tales fines puedan ser perseguidos idóneamente de manera violenta. Es decir: este orden legal (Rechtsordnung) pugna, en todos los dominios en que las personas individuales puedan perseguir fines idóneamente con violencia, por erigir fines legales (Rechtszwecke) que precisamente sólo la violencia fundada en derecho pueda llevar a efecto de ese modo. Es más: pugna por limitar también aquellos dominios en que los fines naturales gozan, en principio, de gran libertad, como el de la educación, mediante fines legales tan pronto como aquellos fines naturales son perseguidos con un grado excesivo de violencia, tal como lo hace en las leyes que delimitan las competencias educativas de castigo. Puede formularse como una máxima relativa a la legislación europea actual la siguiente: todos los fines naturales de las personas individuales tienen que entrar en colisión con fines legales, si son perseguidos, en mayor o menor medida, con gran violencia. (La contradicción en que con ello se encuentra el derecho a la defensa propia debería hallar por sí sola su explicación en el curso de las consideraciones siguientes.) De esta máxima se sigue que el derecho considera la violencia en manos de personas individuales como un peligro que amenaza con sepultar el orden legal. ¿Acaso como el peligro de abortar los fines legales y las ejecutorías legales? De ninguna manera; pues entonces no se juzgaría la violencia en general, sino sólo aquella que se vuelve contra los fines legales. Se dirá que un sistema de fines legales no podrá sostenerse dondequiera que aún se pueda perseguir fines naturales con violencia. Pero eso, por lo pronto, es un mero dogma. En cambio, podría tal vez considerarse la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho en la monopolización de la violencia frente a la persona particular no se explica por la intención de defender los fines legales, sino, más bien, el derecho mismo. Es decir, que la violencia, cuando no está en las manos del derecho correspondiente, lo pone en peligro, no por los fines que pueda perseguir, sino por su mera existencia fuera del derecho. La misma conjetura puede ser allegada de manera más drástica ponderando cuán a menudo ha suscitado la secreta admiración del pueblo la figura del «gran» criminal, por más repugnantes que hayan sido sus fines. Esto no es posible en virtud de su fechoría, sino sólo de la violencia de la que ella da testimonio. En este caso, realmente, irrumpe amenazadora la violencia que el derecho actual busca arrebatar al individuo en todos los ámbitos de la acción, y que todavía provoca, en la derrota, una simpatía de la multitud, en contra del derecho. En virtud de qué función pueda parecer la violencia algo tan amenazador para el derecho, ser algo tan temido por él, tiene que mostrarse precisamente allí donde, incluso según el actual orden jurídico, todavía se permite su despliegue.
Éste, por lo pronto, es el caso de la lucha de clases en la figura del derecho a huelga garantizado de los trabajadores. La clase trabajadora organizada ciertamente es hoy, junto a los Estados, el único sujeto de derecho al que se concede un derecho a la violencia. Es cierto que contra esta visión está pronta la objeción de que abstención de actuar, un no hacer que es, en última instancia, aquello en que consiste la huelga, no puede en modo alguno caracterizarse como violencia. Ciertamente, tal consideración le ha facilitado también a la violencia de Estado la supresión del derecho de huelga cuando ya no era posible evitarla. Pero la consideración no es irrestrictamente válida, porque no lo es incondicionalmente. Desde luego, abstenerse de una actividad o también de un servicio, dondequiera que equivalga a una «ruptura de relaciones», puede ser un medio puro (reines Mittel), totalmente exento de violencia. Y como en la visión del Estado (o del derecho) en el derecho a huelga de los trabajadores no está permitido de ninguna manera también el derecho a la violencia, sino más bien un [derecho] a sustraerse de ella donde haya de ser indirectamente ejercida por los patrones, ciertamente puede darse, de vez en cuando, un caso de huelga que corresponda a ello y que sólo deba dar cuenta de una «aversión» o «distanciamiento» respecto de los patrones. Pero el momento violento aparece necesariamente en dicha abstención, y en forma de chantaje, cuando se presenta en la disposición de principio a volver a ejercitar la actividad interrumpida bajo ciertas condiciones que nada tienen que ver con ella o bien que sólo modifican algo exterior en ella. Y en este sentido el derecho a huelga constituye, desde la perspectiva de los trabajadores, que se enfrenta a la del Estado, el derecho de utilizar la violencia para llevar a efecto determinados fines. La contradicción de ambas concepciones se manifiesta en toda su agudeza en la huelga general revolucionaria. En ella, los trabajadores reclamarán siempre su derecho a huelga, mientras que el Estado señalará ese reclamo como un abuso, porque el derecho a huelga no se ha concebido «así», y promulgará sus medidas extraordinarias. Pues siempre sería muy dueño de declarar que el ejercicio simultáneo de una huelga en todos los sectores laborales es contrario al derecho, puesto que no tendría un motivo especial entre todos los que el legislador ha previsto. En esta diferencia de interpretación se expresa la contradicción práctica (sachliche) de la situación jurídica (Rechtslage), según la cual el Estado reconoce una violencia, frente a cuyos fines, en cuanto naturales, se mantiene indiferente, pero en el caso extremo (Ernstfall) (de la huelga general revolucionaria) se les opone de manera hostil. Sin embargo, aunque esto a primera vista parezca paradójico, un comportamiento, bajo determinadas condiciones, ha de ser caracterizado como violento aunque sea emprendido en el ejercicio de un derecho. Y ciertamente un comportamiento semejante, cuando es activo, podrá considerarse violencia si ejerce un derecho que le compete para derribar el orden jurídico en virtud del cual le está concedido aquel, y cuando es pasivo, no será menos susceptible de ser considerado violento si es un chantaje en el sentido de la consideración desarrollada más arriba. Por eso, cuando a los huelguistas que perpetran actos violentos, bajo ciertas condiciones, se les opone violencia, se evidencia solamente una contradicción práctica en la situación jurídica, y no una contradicción lógica del derecho. Pues en la huelga, el Estado teme más que a todas las demás a aquella función de la violencia cuya determinación es la que esta investigación propone como único fundamento seguro de su crítica. Si la violencia, tal como parece de primeras, fuese el mero medio para asegurarse de manera inmediata algo cualquiera que en la ocasión se persiga, sólo podría cumplir su fin como violencia usurpadora (raubende Gewalt). Sería totalmente incapaz para fundar o modificar relaciones de modo relativamente constante. Pero la huelga demuestra que aquella lo puede, que está en condiciones de fundar o modificar relaciones jurídicas (Rechtsverhältnisse) por más que con ello pueda sentirse dañado el sentido de la justicia. Pronta está la objeción de que semejante función de la violencia es ocasional y aislada. Pero la consideración de la violencia bélica la refutará.
La posibilidad de un derecho de guerra descansa exactamente en las mismas contradicciones prácticas de la situación jurídica que la de un derecho a huelga, es decir, en que sujetos de derecho sancionan violencias cuyos fines siguen siendo fines naturales para quienes sancionan, y, por eso, pueden entrar en conflicto con sus propios fines legales o naturales en el caso extremo. En todo caso, la violencia bélica se orienta a sus fines, por lo pronto, de manera totalmente inmediata y en cuanto violencia usurpadora. Sin embargo, llama poderosamente la atención que aun en relaciones primitivas ―o más bien precisamente en ellas―, que apenas si conocen primicias de relaciones jurídicas de Estados, y aun en esos casos en que el vencedor se ha instalado en una posesión de ahí en más inexpugnable, es enteramente necesaria una paz ceremonial. Es más, la palabra «paz» designa en su significado, en el cual es correlato de la palabra «guerra» (hay otro del todo diferente, igualmente no metafórico y político, que es aquel en que Kant habla de la «paz eterna»*), precisamente una semejante necesaria sanción a priori de cada victoria, independiente de todas las demás relaciones jurídicas. Ésta consiste justamente en que las nuevas relaciones son reconocidas como nuevo «derecho», con total independencia de que requieran o no de facto alguna garantía para su perpetuación. Si cabe concluir que la violencia bélica es una violencia originaria y arquetípica de toda violencia dirigida a fines naturales, entonces habita en toda violencia de esta índole un carácter de instauración de derecho (rechtsetzender Charakter). Más adelante se volverá sobre el alcance de este conocimiento. Éste explica la mencionada tendencia del derecho moderno a sustraer toda violencia, aun si sólo esté dirigida a fines naturales, al menos de la persona individual como sujeto de derecho. En el gran criminal se le enfrenta esa violencia con la amenaza de fundar un nuevo derecho, ante la cual se estremece el pueblo, aún hoy como en épocas inmemoriales, a pesar de su impotencia en muchos casos significativos. Pero el Estado teme esta violencia absolutamente en cuanto instauradora de derecho, tal como tiene que reconocerla como instauradora de derecho, cuando potencias exteriores lo fuerzan a concederles el derecho de hacer la guerra, y las clases a concederles el derecho a la huelga.
Cuando, en la última guerra, la crítica de la violencia militar se convirtió en el punto de partida para una crítica apasionada de la violencia en general, que al menos enseña que ya no se la ejerce ni se la tolera ingenuamente, no sólo fue objeto de crítica en cuanto instauradora de derecho, sino que se la enjuició de manera más aniquiladora en vista, acaso, de otra función. En efecto, es característica del militarismo una duplicidad en la función de la violencia, que sólo pudo llegar a constituirse con el servicio militar obligatorio. El militarismo es la coerción al empleo generalizado de la violencia como medio para los fines del Estado. Esta coerción al empleo de la violencia ha sido enjuiciada recientemente con igual o mayor énfasis que el empleo de la violencia misma. En ella se muestra la violencia en una función completamente distinta que en su simple empleo con vista a fines naturales. Consiste ella en un empleo de la violencia como medio para fines legales. Pues la sumisión de los ciudadanos a las leyes ―en el caso en cuestión, a la ley de servicio militar obligatorio― es un fin legal. Si aquella primera función de la violencia puede llamarse instauradora de derecho (rechtsetzende), esta última, entonces, puede llamarse conservadora de derecho (rechtserhaltende). Y como el servicio militar obligatorio es un caso de empleo que, en principio, no se diferencia en nada de la violencia conservadora de derecho, por eso mismo su crítica realmente eficaz no es con mucho más fácil que la que hacen las declamaciones de los pacifistas y los activistas. Antes bien, converge con la crítica de toda violencia legal, es decir, de la violencia legal o ejecutiva, y no se la logra con un programa de menor monta. Obviamente tampoco se la puede aportar, a menos que se quiera hacer profesión de un anarquismo infantil, desconociendo toda coacción de la persona, y se declare que «se permite lo que apetezca». Una máxima tal no hace más que desvincular la reflexión de la esfera ético-histórica, y por tanto de todo sentido de la acción y, aun más, de todo sentido de la realidad, el cual no se pueden constituir si la «acción» es arrancada al dominio que le es propio. Más importante sería que para esta crítica tampoco es en sí suficiente la apelación, tan frecuentemente ensayada, al imperativo categórico kantiano con su programa mínimo aunque indubitable: Actúa de tal modo que te valgas de la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cada uno de los otros, en todo momento a la vez como fin, nunca meramente como medio.* Es que el derecho positivo, donde quiera que sea consciente de sus propias raíces, demandará que se reconozca y fomente el interés de la humanidad en la persona de cada individuo. El [derecho positivo] ve este interés en la exposición y preservación de un orden cargado de destino (einer schicksalhaften Ordnung)**. Así como éste, que con razón afirma resguardar el derecho, no puede quedar eximido de la crítica, así es de impotente, respecto de él, toda impugnación que sólo se presente en nombre de una informe «libertad», y que no pueda designar ese orden superior de la libertad. Y es del todo impotente si no impugna el orden legal de pies a cabeza, sino solamente leyes y usos jurídicos, que el derecho toma ciertamente bajo la protección de su poder, la cual consiste en que hay un solo destino y que precisamente lo establecido y sobre todo lo amenazante pertenecen inquebrantablemente a su ordenamiento. Pues la violencia conservadora de derecho es una [violencia] amenazante. Y por cierto su amenaza no tiene el sentido de la intimidación que le atribuyen los teóricos liberales mal instruidos. A la intimidación en su sentido estricto pertenecería una determinación que contradice la esencia de la amenaza, a la que tampoco alcanza ninguna ley, porque siempre existe la esperanza de poder escapar a su brazo. Tanto más se evidencia amenazante como el destino de aquel que está en la inminencia de quedar a merced del criminal. El sentido más profundo de la indeterminación de la amenaza legal la pondrá a descubierto la posterior consideración de la esfera del destino de donde deriva. Una indicación valiosa al respecto reside en el dominio de las penas. Entre ellas, la pena de muerte es la que ha provocado la crítica más que ninguna otra desde que la validez del derecho positivo fue puesta en cuestión. Por poco fundamentales que fuesen los argumentos de esa crítica en la mayoría de los casos, sus motivos fueron y siguen siendo de principio. Sus críticos sintieron, quizá sin poder fundamentarlo, probablemente sin querer siquiera sentirlo, que la impugnación de la pena de muerte no ataca una medida de castigo ni [ciertas] leyes, sino al derecho mismo en su origen. Si la violencia, una violencia coronada con carga de destino (schicksalhaft gekrönte Gewalt), es su origen, no está lejos la conjetura de que en la violencia suprema, aquella sobre la vida y la muerte, cuando aparece en el orden legal, sus orígenes descuellan de manera representativa en lo establecido y se manifiestan allí terriblemente. Con esto concuerda que la pena de muerte, en relaciones jurídicas primitivas, recae también sobre delitos como las contravenciones a la propiedad, con respecto a los cuales parece estar completamente fuera de «contexto». Y su sentido tampoco es castigar la infracción de la ley, sino estatuir el nuevo derecho. Pues en el ejercicio de la violencia sobre vida y muerte el derecho se refuerza a sí mismo, más que en cualquiera otra ejecución jurídica (Rechtsvollzug). Pero precisamente en ella se delata a la vez, para el sentimiento más refinado, de la manera más perceptible, algo podrido (etwas Morsches) en el derecho, porque aquel se sabe infinitamente alejado de relaciones en que el destino se hubiese mostrado en su propia majestad. El entendimiento, sin embargo, tiene que tratar de aproximarse a esas circunstancias tanto más decididamente, si quiere llevar a término la crítica de la violencia instauradora así como de la conservadora.
En una combinación mucho más antinatural que en la pena de muerte, en una mezcolanza por decir así espectral (gespenstische), están presentes estas dos formas de la violencia en otra institución del Estado moderno: en la policía. Ésta es desde luego una violencia para fines de derecho (con derecho a libre disposición), pero con la facultad simultánea de fijarlos (con derecho de mandato) en amplios límites. Lo ignominioso de esta autoridad, que es sentido por pocos sólo porque las facultades de la policía rara vez alcanzan a las más groseras agresiones, y por cierto pueden actuar a su antojo tanto más ciegamente en los sectores más vulnerables y en contra de sujetos juiciosos, y contra quienes el Estado no tiene que proteger las leyes, consiste en que para ella se levanta la distinción entre derecho instaurador y derecho conservador. Si del primero se pide la acreditación en la victoria, el segundo está bajo la restricción de no fijarse nuevos fines. De ambas condiciones está emancipada la violencia policial. Es instauradora de derecho —pues su función característica ciertamente no la promulgación de leyes, sino de todo edicto que con pretensión de derecho se deje pronunciar—, y es conservadora de derecho porque se pone a disposición de esos fines. La afirmación de que los fines de la violencia policial son siempre idénticos, o están siquiera relacionados con los restantes fines legales, es totalmente falsa. Antes bien, el «derecho» de la policía señala en el fondo el punto en que el Estado, ya por impotencia, ya por los contextos inmanentes de cada orden legal, no puede ya garantizar mediante ese orden sus fines empíricos, que desea alcanzar a todo precio. De ahí que en incontables casos la policía intervenga «en nombre de la seguridad», donde no está presente una clara situación jurídica, cuando, sin referencia alguna a fines legales, acompaña como molestia brutal al ciudadano a lo largo de una vida regulada a decreto, o cuando lisa y llanamente lo vigila. En oposición al derecho, que reconoce en la «decisión», establecida en un aquí y ahora, una categoría metafísica que reclama la crítica, la consideración de la institución policial no toca nada esencial. Su violencia es informe (gestaltlos), así como su irrupción jamás concebible, por doquier difundida y espectral en la vida de los Estados civilizados. Y si la policía, tomada en particular, tiene en todas partes el mismo aspecto, no puede finalmente dejar de reconocerse que su espíritu es menos espeluznante cuando en la monarquía absoluta representa a la violencia del soberano, en la cual se conjugan la perfección del poder legislativo y ejecutivo, que lo es en las democracias, en las cuales su existencia, no enaltecida por ninguna relación de esa índole, da testimonio de la máxima degeneración de la violencia.
Toda violencia como medio es, o bien instauradora de derecho o bien conservadora de derecho. Si no reivindica ninguno de estos dos predicados, renuncia con ello incluso a toda validez. De ahí se sigue que, en el mejor de los casos, toda violencia como medio participa en la problemática del derecho en general. Y aunque su significado no se puede divisar con certeza a esta altura de la investigación, de lo expuesto ya aparece el derecho bajo una luz de ambigüedad ética tal, que se impone por sí misma la pregunta de si no hay otros medios que no sean violentos para la regulación de los intereses humanos en conflicto. Ante todo, requiere ella establecer que una eliminación no violenta de conflictos no puede jamás resultar en un contrato de derecho. Y es que éste, por más que pueda haber sido sellado pacíficamente por los contratantes, conduce en última instancia a una violencia posible. Pues él confiere a cada parte el derecho de recurrir en contra de la otra a la violencia en alguna forma, en caso de que incurriere en infracción del contrato. Y eso no es todo: tal como el resultado, el origen de todo contrato remite también a la violencia. Ésta no requiere estar inmediatamente presente como instauradora de derecho, pero está representada en él, en la medida de que el poder que garantiza el contrato de derecho, es a su vez de origen violento, sin excluir que aquel esté legalmente incluido por violencia en ese contrato. Si desaparece la conciencia de la presencia latente de la violencia en una institución de derecho, ésta se corrompe. Valgan los parlamentos como ejemplos de ello en nuestros días. Ofrecen el lamentable espectáculo que conocemos porque no han conservado la conciencia de las fuerzas revolucionarias a que deben su existencia. Especialmente en Alemania, también la más reciente manifestación de tales violencias transcurrió sin consecuencia para los parlamentos. Carecen del sentido de la violencia instauradora que está representada en ellos; no sorprende que no lleguen a determinaciones dignas de esa violencia, sino que cultiven, en el compromiso, un modo de tratamiento presuntamente pacífico de los asuntos políticos. Sin embargo, esto sigue siendo «un producto que, por más que censure toda violencia abierta, es, no obstante, inherente a la mentalidad de la violencia, porque la tendencia que lleva al compromiso no está internamente motivada, sino desde fuera, precisamente por la tendencia contraria, puesto que en todo compromiso, por voluntariamente que haya sido adoptado, no se puede suprimir su carácter coercitivo. “Mejor hubiera sido de otra manera” es el sentimiento básico de todo compromiso».[2] Es significativo que la degeneración de los parlamentos ha apartado tal vez a tantos espíritus del ideal de una resolución pacífica de los conflictos políticos, como los que la guerra le había aportado. Bolcheviques y sindicalistas se enfrentan a pacifistas. Han ejercido una crítica aniquiladora de los parlamentos actuales, y a grandes rasgos acertada. Por más deseable y alentador que comparativamente sea un parlamento prestigioso, la discusión de medios de acuerdo político en principio pacíficos no podrá tratar del parlamentarismo. Pues lo que logre en asuntos vitales no podrán ser sino aquellos órdenes legales cargados de violencia, tanto en su origen como en su resultado.
¿Es acaso posible la solución no violenta de conflictos? Sin duda. Las relaciones entre personas privadas ofrecen abundantes ejemplos de ello. Avenencia no violenta se encuentra dondequiera que la cultura del corazón del ser humano haya puesto al alcance de la mano medios puros de concordancia. A los medios legítimos e ilegítimos de toda especie, que en total y cada cual contienen violencia, puede oponerse como medios puros los no violentos. Sus presuposiciones subjetivas son cortesía sincera, afinidad, amor a la paz, confianza y todo aquello que aquí se deje nombrar. Pero su aparición objetiva la determina la ley (cuya envergadura violenta no se discutirá aquí), de modo que los medios puros jamás son soluciones inmediatas, sino sólo y siempre mediatas. Por lo tanto, jamás se refieren directamente al arreglo de conflictos entre hombre y hombre, sino sólo a través de las cosas. En la relación más concreta de los conflictos humanos a propósito de bienes se abre el dominio de los medios puros. Por eso la técnica, en el sentido más amplio de la palabra, es su reino más propio. El ejemplo que más cala profundamente es quizá la conversación como técnica de concordancia civil. Pues en ella la avenencia no violenta no sólo es posible, sino que la exclusión por principio de la violencia puede ser documentada expresamente con ocasión de un contexto significativo: la no penalización de la mentira. No hay quizá ninguna legislación en la tierra que originariamente la penalizara. En ello se expresa que hay en la esfera de la concordancia humana no violenta a tal grado que es enteramente inaccesible a la violencia: la esfera del «mutuo entendimiento», el lenguaje. Sólo tardíamente y en un peculiar proceso de decadencia se infiltró en ella la violencia legal, al poner el engaño bajo castigo. En efecto, mientras en su origen el orden legal se contenta, en la confianza de su violencia victoriosa, con abatir la violencia ilegítima precisamente allí donde ésta asome, y el engaño, puesto que no conlleva nada de violencia, estaba libre de castigo, en el derecho romano y en el germánico antiguo, según el principio ius civile vigilantibus scriptum est*, o bien «ojo por dinero», el derecho de un tiempo posterior, habiéndose quebrado su confianza en su propia violencia, ya no se sintió, como el más antiguo, a la altura de toda [violencia] ajena. Es más, el temor ante ésta y la desconfianza en sí mismo designan su [propia] conmoción. Comienza a proponerse fines con la intención de ahorrarle manifestaciones más fuertes al derecho conservador. Por lo tanto, se vuelve contra el engaño no por escrúpulos morales, sino por temor a las reacciones violentas que pueda desencadenar entre los engañados. Puesto que dicho temor está en conflicto con la propia naturaleza violenta caracteriza del derecho desde sus orígenes, fines de esta índole son inadecuados a los medios legítimos del derecho. En ellos se anuncia no sólo la decadencia de su propia esfera, sino también a la vez una mengua de los medios puros. Pues en la prohibición del engaño el derecho restringe el uso de medios enteramente no violentos, porque éstos podrían generar violencia de manera reactiva. La mencionada tendencia del derecho contribuyó también al retiro del derecho a huelga, que contradice los intereses del Estado. El derecho lo autoriza, porque mantiene a raya acciones violentas a las que teme enfrentarse. Antes, los trabajadores recurrían inmediatamente al sabotaje e incendiaban las fábricas. Para mover a los seres humanos al arreglo pacifico de sus intereses más acá de todo orden legal, hay después de todo, y con prescindencia de todas las virtudes, un motivo eficaz, que muy a menudo suministra incluso a la voluntad más áspera aquellos medios puros en lugar de violentos, por temor a las desventajas comunes que amenazan con surgir de la confrontación violenta, como quiera que resulte. Claramente se presentan en incontables casos a propósito del conflicto de intereses entre personas privadas. Distinto es cuando clases y naciones se hallan en disputa, con ocasión de lo cual aquellos órdenes superiores que amenazan con sobrepujar por igual al vencedor y al vencido, quedan ocultos al sentimiento de la mayoría y a la inteligencia de casi todos. Aquí la búsqueda de tales órdenes superiores y de los intereses comunes que les corresponden, los cuales proporcionan el motivo más persistente para una política de los medios puros, nos llevaría demasiado lejos.[3] Por ello, bastará remitir sólo a los medios puros de la política siquiera como análogo de aquellos que gobiernan el trato pacífico entre personas privadas.
En lo que atañe a las luchas de clase, la huelga tiene que valer en ellas, bajo ciertas condiciones, como un medio puro. Dos tipos esencialmente diferentes de la huelga, cuya posibilidad ya fue ponderada, han de ser caracterizados más ceñidamente aquí. Sorel —más basado en consideraciones políticas que puramente teóricas— tiene el mérito de haberlos discernido por primera vez.* Los contrapone en cuanto huelga general política y proletaria. Entre ellas hay también una oposición en lo que respecta a la violencia. De los partidarios de la primera se dice: «El fortalecimiento de la violencia estatal es la base de sus concepciones; en sus organizaciones actuales, los políticos (es decir, los moderadamente socialistas) preparan ya la instauración de una fuerte violencia centralizada y disciplinada, que no se dejará extraviar por la crítica de la oposición, que sabrá imponer el silencio y dictar sus decretos falaces...».[4] «La huelga general política... demuestra cómo el Estado no perderá nada de su fuerza, cómo se traspasa el poder de privilegiados a privilegiados, cómo la masa de los productores trocará sus amos.»[5] confrontada a esta huelga general política (cuya fórmula, por lo demás, parece ser la de la fallida revolución alemana), la proletaria se pone como única tarea la aniquilación de la violencia estatal. Ella «elimina todas las consecuencias ideológicas de toda posible política social; sus partidarios consideran burguesas incluso las reformas más populares ».[6] «Esta huelga general anuncia claramente su indiferencia con respecto al beneficio material de la conquista, al declarar que quiere suprimir el Estado; el Estado fue ciertamente... la razón de existencia de los grupos dominantes que se llevan el provecho de todas las empresas cuya carga soporta el conjunto...».[7] Mientras que la primera forma de la suspensión del trabajo es violenta, puesto que provoca una modificación exterior de las condiciones de trabajo, la segunda es, como medio puro, no violenta. Y es que ella no ocurre con la predisposición de reanudar el trabajo tras concesiones externas y unas modificaciones cualesquiera de las condiciones laborales, sino con la resolución de reanudar sólo un trabajo completamente modificado, no forzado por el Estado, subversión que este tipo de huelga, más que provocar, lleva a cabo. De ahí, pues, que la primera de estas empresas es instauradora de derecho, la segunda, en cambio, anarquista. En referencia a unas ocasionales afirmaciones de Marx, Sorel rechaza todo tipo de programas, de utopías, en una palabra, de instauraciones de derecho: «Con la huelga general desaparecen todas esas cosas bonitas; la revolución aparece como una revuelta clara, simple, y no se reserva un lugar ni a los sociólogos, ni a los elegantes amateurs de las reformas sociales, ni a los intelectuales que han hecho profesión de pensar por el proletariado».[8] A esta concepción profunda, ética y genuinamente revolucionaria tampoco puede salirle al paso ninguna reflexión que, en virtud de sus posibles consecuencias catastróficas, quisiera estigmatizar semejante huelga general como violencia. Si bien cabría decir con razón que la economía de hoy, vista como un todo, se parece mucho menos a una máquina que se detiene cuando el fogonero la abandona, y más a una bestia suelta que se dispara tan pronto como su guardián le da las espaldas, aun así no ha de juzgarse acerca de la violencia de una acción según sus fines ni tampoco según sus consecuencias, sino sólo según la ley de sus medios. Por cierto, la violencia de Estado, que sólo tiene en la mira los efectos, se enfrenta a semejante huelga, en oposición a las huelgas parciales que mayormente son de hecho extorsionadoras, precisamente como una violencia putativa. Sorel expuso con razones muy ingeniosas hasta qué punto, por lo demás, una concepción tan rigurosa de la huelga general es apropiada para aminorar el despliegue de violencia en sentido estricto en las revoluciones. En contraste, la huelga de los médicos, tal como se vio en varias ciudades alemanas, es un caso sobresaliente de abstención violenta, carente de ética y más cruda que la huelga general política, emparentado como está con el bloqueo. En ella se evidencia de la manera más repugnante el empleo inescrupuloso de violencia, que es derechamente abyecto en el caso de una clase profesional que durante años, sin el más mínimo intento de resistencia, «le ha asegurado su botín a la muerte», para luego, a la primera oportunidad, ponerle arbitrariamente precio a la vida. Con más claridad que en las recientes luchas de clase, se han ido formando, en la historia milenaria de los Estados, medios no violentos de avenencia. Sólo ocasionalmente consiste la tarea de los diplomáticos, en su trato recíproco, en la modificación de órdenes legales. En lo esencial, en perfecta analogía con la avenencia entre personas privadas, han de solucionar, en nombre de sus Estados, sus conflictos pacíficamente y sin contrato, caso a caso. Tarea delicada, que es solucionada de manera más resolutiva por árbitros, pero que es un método fundamentalmente más elevado que el arbitral, porque trasciende todo orden legal y, por lo tanto, la violencia. Así, pues, tal como el trato entre personas privadas, también el de los diplomáticos ha producido formas y virtudes que, no por haberse convertido en exteriores, lo han sido siempre así.
En todo el reino de las violencias que prevé tanto el derecho natural como el positivo, no hay una que esté exenta de la grave problemática mencionada de toda violencia legal. No obstante, dado que toda representación de una solución imaginable a las tareas humanas, para no hablar de una redención respecto del círculo jurisdiccional de todas las precedentes condiciones de existencia de la historia universal, permanece irrealizable bajo exclusión total y por principio de toda violencia, se hace imperiosa la pregunta por otras especies de violencia que las que la teoría del derecho tiene en la mira. Y a la vez la pregunta por la verdad del dogma común a esas teorías: fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados con vista a fines justos. ¿Qué sucedería, si aquella especie de violencia conforme a destino (schicksalsmäßiger Gewalt), en tanto que aplica medios legítimos, estuviese en sí misma en antagonismo irreconciliable con fines justos, y si a la vez debiera hacerse concebible una violencia de otra especie, que por cierto no podría ser ni el medio legítimo ni el ilegítimo para esos fines, sino que no se relacionara en absoluto con ellos como medio, sino, antes bien, de alguna otra manera? Con ello se echaría una luz sobre la extraña y por lo pronto desalentadora experiencia de la indecidibilidad en última instancia de todos los problemas del derecho (que quizá sólo es comparable en su falta de perspectivas a la imposibilidad de una decisión concluyente entre «correcto» y «erróneo» en el devenir de las lenguas). Pues no decide jamás la razón sobre la legitimidad de los medios y la justicia de los fines, sino sobre aquellos la violencia conforme a destino, sobre éstos, en cambio, Dios. Una comprensión que sólo es extraña porque reina la porfiada costumbre de pensar que aquellos fines justos como fines de un derecho posible, es decir, no sólo como universalmente válidos (lo que se sigue analíticamente del atributo de la justicia), sino también como susceptibles de ser universalizados, lo cual contradice, como podría mostrarse, a este atributo. Y es que reconocer universalmente fines que son universalmente válidos para una situación, no lo son para ninguna otra, por similar que ésta sea en otros respectos. Una función no mediata de la violencia como la que aquí está en cuestión ya la evidencia la experiencia cotidiana. En lo que toca a los seres humanos, la ira, por ejemplo, conduce a los desbordes más visibles de violencia que no se refiere como medio a un fin propuesto. No es medio, sino manifestación. Y, en efecto, esta violencia conoce manifestaciones absolutamente objetivas en las cuales puede ella ser sometida a la crítica. Se las encuentra de la manera más significativa ante todo en el mito.
La violencia mítica en su forma arquetípica (urbildlichen Form) es mera manifestación de los dioses. No es medio para sus fines, apenas si manifestación de sus voluntades, primariamente manifestación de su existencia. La leyenda de Níobe es un excelente ejemplo.* Podría parecer que la acción de Apolo y de Artemisa sólo sería un castigo. Sin embargo, su violencia erige mucho más un nuevo derecho, que castiga la trasgresión de uno ya establecido. La arrogancia de Níobe conjura sobre sí la fatalidad, no porque ultrajar el derecho, sino porque desafía al destino a una lucha en que éste tiene que vencer, y en que, en todo caso por vez primera, trae a la luz un derecho. Las leyendas heroicas, en que el héroe, como por ejemplo Prometeo**, desafía con digno coraje al destino, lucha con él con suerte variable y no es abandonado por la leyenda sin esperanza de traer a los seres humanos, algún día, un nuevo derecho, evidencian cuán poco era semejante violencia divina, en el sentido antiguo, una violencia conservadora de derecho. Este héroe y la violencia de derecho del mito que le es congénito es, en sentido propio, lo que el pueblo, aún hoy, busca actualizar cuando admira al gran malhechor. Por lo tanto, la violencia se abate sobre Níobe desde la insegura, ambigua esfera del destino. No es propiamente destructiva. A pesar de que causa la muerte sangrienta de los hijos de Níobe, se detiene ante la vida de la madre, a la cual deja indemne, pero tanto más culpable que antes, a causa del fin de sus hijos, como depositaria eterna y muda de esa culpa, así como hito de la frontera entre humanos y dioses. Si se quiere mostrar que esta violencia inmediata en las manifestaciones míticas está emparentada, o que es incluso idéntica, a la instauradora de derecho, repercute desde aquella una problemática sobre ésta, en la medida que a ésta se la caracterizó antes, en la exposición de la violencia bélica, sólo como una violencia de índole mediata. Al mismo tiempo, entonces, este nexo promete echar más luz sobre el destino, que está en todos los casos en la base de la violencia legal, y llevar a término su crítica a grandes trazos. La función de la violencia en la instauración de derecho es doble, en el sentido de que la instauración de derecho aspira, con la violencia como medio, como su fin a aquello que es implantado como derecho, pero no renuncia a la violencia en el momento de la instauración de lo que como fin se busca en cuanto derecho, sino que sólo entonces se convierte, en sentido estricto y ciertamente de manera inmediata, en instauradora de derecho, al instaurar un fin. que no está libre ni es independiente de violencia, sino que está necesaria e íntimamente ligado a ella, como derecho bajo el nombre de poder (Macht). Instauración de derecho es instauración de poder (Machtsetzung), y es en esa medida un acto de manifestación inmediata de la violencia. La justicia (Gerechtigkeit) es el principio de toda fundación divina de fines (göttlichen Zwecksetzung). Poder es el principio de toda instauración mítica de derecho (mythischen Rechtsetzung).
Esto último recibe una aplicación enormemente preñada de consecuencias en el derecho estatal. Pues en su dominio, el establecimiento de fronteras, tal como se lo propone la «paz» de todas las guerras de la época mítica, es el fenómeno originario de toda violencia instauradora en general. En ella se muestra con la mayor claridad que el poder debe ser garantizado por toda violencia instauradora de derecho más que como la ganancia más superabundante de posesiones. Allí donde se fijan fronteras, el oponente no es aniquilado de manera absoluta, sino que se le reconocen derechos, aun cuando el vencedor dispone de una violencia enteramente superior. Y, ciertamente, de manera demoníacamente ambigua (in dämonisch-zweideutiger Weise), una «igualdad» de derechos: para ambas partes firmantes del contrato, la línea que no puede franquearse es la misma. Aparece así con terrible originariedad la misma ambigüedad mítica de las leyes que no deben ser «transgredidas», de las que habla satíricamente Anatole France cuando dice: prohíben por igual a ricos y pobres pernoctar bajo los puentes.* También parece que Sorel roza no sólo una verdad histórico-cultural, sino metafísica, cuando aventura que en los comienzos todo derecho es privilegio («Vor»recht) de reyes y grandes, en breve, de los poderosos. Y así permanecerá mutatis mutandis en tanto exista. Pues desde la perspectiva de la violencia, que sólo el derecho puede garantizar, no existe igualdad, sino, en el mejor de los casos, violencias igualmente grandes. Pero el acto de establecimiento de fronteras es, aun en otro respecto, significativo para el conocimiento del derecho. Las leyes y fronteras circunscritas, al menos en los tiempos primitivos, son leyes no escritas. El ser humano puede transgredirlas desprevenidamente y condenarse por ello a la expiación. En efecto, aquella agresión al derecho, que suscita la infracción de la ley no escrita y desconocida reclama, a diferencia del castigo, la expiación. Pero por desdichadamente que pueda alcanzar al desprevenido, su irrupción no es azar, en el sentido del derecho, sino destino que aquí se presenta otra vez en su ambigüedad pletórica de designio. Ya Hermann Cohen, en una observación ocasional sobre la representación antigua del destino, había dicho que es «una comprensión que se torna inevitable» el que sus «propios ordenamientos son los que parecen provocar y traer esa extralimitación, esa caída».[9] De este espíritu del derecho da testimonio todavía el principio moderno, según el cual la ignorancia de la ley no exime del castigo, tal como la batalla por el derecho escrito de las comunidades antiguas ha de entenderse como una rebelión contra el espíritu de las prescripciones míticas.
Lejos de abrir una esfera más pura, la manifestación mítica de la violencia inmediata se muestra profundamente idéntica a toda violencia legal, y hace del barrunto de su problemática la certeza de la depravación de su función histórica, cuya aniquilación se convierte, por lo tanto, en tarea. Precisamente esta tarea plantea una vez más, en última instancia, la pregunta por una violencia inmediata pura, que pudiese poner término a la violencia mítica. Tal como en todos los ámbitos al mito se opone Dios, así a la violencia mítica la divina. Y en efecto, ésta designa el opuesto de aquella en todos los aspectos. Si la violencia mítica es instauradora de derecho, la divina es destructora de derecho (rechtsvernichtend), si aquella establece límites, la segunda los aniquila ilimitadamente, si la mítica es culpabilizadora (verschuldend) y expiatoria (sühnend) a la vez, la divina es redentora (entsühnend)*, si aquella amenaza, ésta golpea, si aquella es sangrienta, esta otra es letal de modo incruento. La leyenda de Níobe puede contraponerse, como ejemplo de esta violencia, el juicio de Dios sobre la banda de Koraj*. Alcanza a privilegiados, levitas, los alcanza sin previo anuncio, sin amenaza, golpeándolos, y no se detiene ante la aniquilación. Pero en ésta es a la vez redentor, y no se puede desconocer que hay una profunda relación entre el carácter incruento y el redentor de esta violencia. Pues la sangre es símbolo de la mera vida (des bloßen Lebens). La exculpación (Auslösung) de la violencia legal se remite, y aquí no se lo puede exponer de manera más exacta, a la culpabilización de la mera vida natural, que entrega al inocente y desdichado viviente a la expiación, la cual «purga» («sühnt») esa culpa, y que también, es cierto, redime al culpable, mas no de una culpa, sino del derecho. Pues con la mera vida cesa el dominio del derecho sobre el ser viviente. La violencia mítica es violencia sangrienta [que se ejerce] sobre la mera vida por causa de ella [misma], la pura violencia divina lo es sobre toda vida por causa del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta.
Esta violencia divina no sólo da testimonio de sí a través de la tradición religiosa, antes bien se encuentra al menos en una manifestación sacralizada también en la vida actual. Aquello que, como violencia educadora está fuera del derecho en su forma consumada, es una de sus formas de aparición. Éstas no se definen, pues, tanto por que las ejerza Dios mismo directamente en milagros, sino por esos momentos de realización incruenta, contundente, redentora. Y en fin, por la ausencia de toda instauración de derecho. En esta medida se justifica también llamar a esta violencia aniquiladora; por lo es sólo de manera relativa, es decir, con respecto a bienes, derecho, vida y lo cosas semejantes, jamás absoluta con respecto al alma del viviente. Parecida extensión de la violencia pura o divina provocará, por cierto, precisamente en la actualidad, los ataques más vehementes, y se le saldrá al paso con la indicación de que ella también autoriza a los seres humanos, en recta consecuencia de su deducción, de manera condicional, la violencia letal de unos contra otros. Esto no debe admitirse. Pues a la pregunta «¿me es lícito matar?» surge la respuesta inamovible, como mandamiento: «no matarás» («Du sollst nicht töten»). Este mandamiento está antes (vor) del acto, como si Dios «se interpusiera» («davor sei») para que no acaezca. Pero, ciertamente, así como es verdad que lo que conmina a su obediencia no ha de ser el temor al castigo, [el mandamiento] deviene inaplicable, inconmensurable ante el hecho consumado. No se sigue de él juicio alguno sobre éste. Y es así, entonces, es imposible de antemano prever el juicio divino sobre el acto ni su fundamento. Por lo tanto, carecen de razón quienes fundamentan en el mandamiento la condena de toda muerte violenta de un ser humano por su prójimo. No se erige aquel como criterio del juicio, sino como pauta del actuar para la persona o la comunidad agente, que debe ajustar cuentas con él en su soledad, y que en casos terribles tiene que asumir la responsabilidad de prescindir de él. Así lo entendió también el judaísmo, que rechazó expresamente a la condena del homicidio en el caso de la legítima defensa. Pero aquellos pensadores se remiten a un teorema más lejano, desde el cual, acaso, se imaginan incluso [posible] fundamentar por su cuenta el mandamiento. Éste es el principio de la sacralidad de la vida (Heiligkeit des Lebens), que ya refieren ellos a toda vida animal o incluso vegetal, ya la restringen a la humana. Su argumentación, en un caso extremo ejemplificado en el asesinato revolucionario del opresor, reza así: «si no mato, ya no podré jamás erigir el reino universal de la justicia... así piensa el terrorista espiritual... Nosotros, sin embargo, declaramos que más elevada que la felicidad y justicia de una existencia... está la existencia en sí».[10] Tan cierto como que este último enunciado es falso, y hasta innoble, tan cierto es que revela la obligación de no buscar más la razón del mandamiento en lo que el hecho hace al asesinado, sino en lo que hace a Dios y al hechor. Falso y vil es el enunciado de que la existencia es más elevada que la existencia justa, si existencia no ha de significar más que la mera vida, y éste es el significado que tiene en la mencionada reflexión. Sin embargo, contiene una poderosa verdad, si existencia (Dasein), o mejor dicho, vida (Leben) —palabras cuyo doble sentido, enteramente análogo a la de la palabra «paz», tiene que resolverse a partir de su respectiva referencia a dos esferas [distintas]—, significa la inamovible condición agregada de «ser humano». Cuando lo que quiere decir el enunciado es que el no-ser del humano (Nichtsein des Menschen) es algo más terrible que el (indefectiblemente: mero) no-ser-aún del humano justo (Nochnichtsein des gerechten Menschen). A este doble sentido debe la frase su verosimilitud. A ningún precio coincide el ser humano con la mera vida del ser humano, no más que con la mera vida en él, ni con cualquier otro de sus estados o propiedades, y ni siquiera con la singularidad de su persona corpórea. Por más sagrado que sea el ser humano (o también esa vida en él que reside idénticamente en la vida terrenal, la muerte y posteridad), no lo son sus estados, no lo es su vida corpórea, vulnerable por sus prójimos. ¿Qué lo diferencia esencialmente de animales y plantas? Y aunque éstos fuesen sagrados, no lo podrían ser en virtud de su mera vida, no en ella. Investigar el origen del dogma de la sacralidad de la vida podría ser provechoso. Tal vez, y muy probablemente, es reciente, como el último extravío de la debilitada tradición occidental, de querer recuperar al santo que ha perdido en lo cosmológicamente inescrutable. (La antigüedad de todos los mandamientos religiosos contra el asesinato no dice nada en contra de esto, porque en su base hay otros pensamientos diferentes al teorema moderno.) Finalmente, ha de pensarse que lo que aquí se declara sagrado, es, para el antiguo pensamiento mítico, el señalado portador de la culpabilidad: la mera vida (das bloße Leben*).
La crítica de la violencia es la filosofía de su historia. «Filosofía» de esta historia, porque sólo la idea de su punto de partida posibilita una postura crítica, discernidora y decisiva con respecto a sus datos cronológicos. Una visión dirigida a lo más cercano podrá a lo sumo percibir un ir y venir dialéctico de las configuraciones de la violencia como instauradora de derecho y conservadora de derecho. Su ley de oscilación descansa en que toda violencia conservadora de derecho, a la larga, debilita indirectamente a la instauradora de derecho que está representada en ella misma, por medio de la represión de las hostiles violencias opuestas. (A algunos de estos síntomas se hizo referencia en el curso de investigación.) Esto perdura hasta que, ya sea nuevas violencias, ya las anteriormente reprimidas, triunfan sobre la violencia instauradora hasta entonces establecida, y fundan con ello un nuevo derecho destinado a una nueva caída. Sobre la ruptura de este ciclo [que se mantiene] bajo el conjuro de las formas míticas de derecho, sobre la destitución del derecho en conjunto con las violencias a las que está referido, como ellas a él, en fin, por lo tanto, de la violencia de Estado, se funda una nueva época histórica. Si la dominación del mito está ya quebrada aquí y allá, entonces, esa novedad no reside en un punto de fuga tan inimaginable que una palabra en contra del derecho se anulara por sí sola. Pero si a la violencia le está asegurada su consistencia aun más allá del derecho, como pura e inmediata, se prueba con ello que también la violencia revolucionaria es posible y cómo lo es, nombre ése con el cual ha de designarse la más elevada manifestación de la violencia por medio del ser humano. Pero para los seres humanos no es ya posible ni tampoco urgente decidir cuándo fue real una violencia pura en cada caso determinado. Pues sólo la violencia mítica, no la divina, se dejará reconocer con certeza como tal, aunque sea en efectos no comparables entre sí, porque la fuerza redentora de la violencia no está a la luz del día para los seres humanos. De nuevo están a disposición de la violencia divina todas las formas eternas que el mito bastardeó con el derecho. Puede aparecer en la verdadera guerra del mismo modo que en el juicio divino de la multitud a propósito del criminal. Execrable es, empero, toda violencia mítica, la instauradora de derecho, que merece ser llamada la despótica (schaltende). Execrable también la conservadora de derecho, la violencia administrada (verwaltete), que le sirve. La violencia divina, que es insignia y sello, jamás medio de ejecución sagrada (heiliger Vollstreckung), puede llamarse la soberana (waltende).


[1] Proyecto FONDECYT 1040530, realizado entre 2004 y 2007 bajo el título “Figuras del poder. Contribuciones a una analítica filosófica del poder desde una perspectiva metafísico-estética” (investigador responsable: P. Oyarzun R., co-investigadores: Alejandro Madrid, Rodrigo Zúñiga y Pablo Chiuminatto; tesistas: Marcela Rivera y Jean-Paul Grasset), Universidad de Chile, Departamento de Teoría de las Artes / Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Departamento de Filosofía.
* La traducción de la palabra Gewalt ofrece dificultades que deben ser advertidas. La opción por “violencia” está bien fundada en la significación fundamental con que la emplea Benjamin, pero no debe desconsiderarse que también remite al poder instituido, que tiene la capacidad de hacerse sentir y seguir mediante el uso actual de la violencia, pero que regularmente no requiere apelar a ésta, sino a su autoridad.
Tanto la diferencia entre una “violencia” actual y una potencial, como aquella entre una “violencia” fundada en la naturaleza y otra que posee una sanción y una garantía instituidas, serán convocadas prontamente por Benjamin en la discusión con el derecho natural y el derecho positivo. Propósito central del ensayo es argüir en pro de un tercer concepto de violencia, divina, que rompe el círculo de aquellas otras dos. En su sentido primario, Gewalt significa “fuerza bruta, poder, ímpetu, coerción”. El verbo walten significa “dominar, tener poder sobre alguien o algo”, y proviene de la raíz indoeuropea *ųal- “ser fuerte”, que da el latino valere “ser fuerte, robusto, saludable”.
* La edición utilizada por Benjamin es: Baruch de Spinoza, Theologisch-politischer Traktat. Übertragen und eingeleitet nebst Anmerkungen und Register von Carl Gebhardt. Leipzig, 1908. Para una versión castellana, véase B. Spinoza, Tratado teológico-político. Traducción, prólogo y notas de Atilano Domínguez Basalo. Madrid: Alianza Editorial, 1988. El Tractatus theologico-politicus fue publicado anónimamente en 1670, con pie de imprenta falso. La referencia es al capítulo XVI (“Sobre las bases del Estado, sobre el derecho natural y civil del individuo y sobre el derecho de los poderes supremos”).
* La alusión es a Immanuel Kant, Zum ewigen Frieden (Sobre la paz perpetua), publicado por primera vez en 1795 y, en segunda edición, al año siguiente. Cf. I. Kant, Werke in zwôlf Bänden, XI. Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1968, pp.193-251; versión castellana: I. Kant, La paz perpetua. Traducción de F. Rivera Pastor. Madrid: Espasa Calpe, 1979.
* Benjamin cita —con algunas modificaciones ortográficas— el tercer enunciado del imperativo categórico, conocido como el “imperativo de la humanidad”, contenido en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres: “Handle so, daß du die Menschheit, sowohl in deiner Person, als in der Person eines jeden andern, jederzeit zugleich als Zweck, niemals bloß als Mittel brauchest” (I. Kant, Grundlegung der Metaphysik der Sitten, II, p. 66 s. según la paginación original).
** El término schicksalhaft se vierte regularmente por “fatal”. Sin embargo, la importancia que tiene el tema del destino (Schicksal) en éste y otros textos de Benjamin de la época sugiere la conveniencia de mantener explícita la referencia al mismo en la traducción por medio de la perífrasis que utilizamos.
[2] Erich Unger, “Politik und Metaphysik”. (Die Theorie. Versuche zu philosophischer Politik, I. Veröffentlichung.), Berlín 1921, p. 8.
“Internamente” (von sich aus, “desde sí misma”) está en cursiva en el original, tal como se indica en el paréntesis. (N. del t.)
* “El derecho civil se ha escrito para los que vigilan [sus derechos].”
[3] No obstante, véase Unger, op. cit., pp. 18 y sigs.
* Georges Sorel (1847-1922) estudió en la Escuela Politécnica de Perpignan y se tituló de ingeniero civil. Retirado del servicio tempranamente, evolucionó desde posturas monárquicas y conservadoras hacia el marxismo al final del siglo XIX y se consagró a la filosofía social. Fue dirigente del movimiento sindicalista revolucionario, y en este espíritu —pero también bajo la influencia de Bergson y Nietzsche— escribió su célebre libro Réflexions sur la violence (1908), que se convirtió en texto fundamental del sindicalismo (versión castellana: G. Sorel, Reflexiones sobre la violencia. Madrid: Alianza Editorial, 2005). En su concepción, la violencia es el poder creador del proletariado, opuesto a la fuerza, como poder coercitivo de la burguesía. Su oposición recalcitrante al orden burgués establecido lo llevó a apoyar a la Acción Francesa, movimiento de ultra-derecha liderado por Charles Maurras, y la Revolución Bolchevique. Su crítica sindicalista del marxismo ortodoxo inspiró significativamente al fascismo.
[4] Georges Sore1, Réflexions sur la violence, 5ª edición, París, 1919, p. 250.
En el texto francés: “Le renforcement de l'État est à la base de toutes leurs conceptions ; dans leurs organisations actuelles les politiciens préparent déjà les cadres d'un pouvoir fort, centralisé, discipliné, qui ne sera pas troublé par les critiques d'une opposition, qui saura imposer le silence et qui décrétera ses mensonges.” “El reforzamiento de la violencia estatal es la base de todas sus concepciones; en sus organizaciones actuales, los políticos preparan ya los cuadros de un poder fuerte, centralizado, disciplinado, que no será perturbado por las críticas de una oposición, que sabrá imponer el silencio y que decretará sus mentiras.” (N. del t.)
[5] Op. cit., p. 265.
En el texto francés: “La grève générale politique concentre toute cette conception dans un tableau d'une intelligence facile ; elle nous montre comment l'État ne perdrait rien de sa force, comment la transmission se ferait de privilégiés à privilégiés, comment le peuple des producteurs arriverait à changer de maîtres.” “La huelga general política [...] nos muestra cómo el Estado no perderá nada de su fuerza, cómo se la transmisión se hará de privilegiados a privilegiados, cómo el pueblo de los productores llegará a cambiar de amos.” (N. del t.)
[6] Idem., p. 195.
En el texto francés: “La grève générale supprime toutes les conséquences idéologiques de toute politique sociale possible; ses partisans regardent les réformes, même les plus popu­laires, comme ayant un caractère bourgeois…” “La huelga general suprime todas las consecuencias ideológicas de toda política social posible; sus partidarios ven las reformas, incluso las más populares, como provistas de un carácter burgués…” (N. del t.)
[7] Idem., p. 249.
En el texto francés: “Cette grève générale marque, d'une manière très claire, son indifférence pour les profits matériels de la conquête, en affirmant qu'elle se propose de supprimer l'État ; l'État a été, en effet, l'organisateur de la guerre de conquête, le dispensateur de ses fruits, et la raison d'être des groupes dominateurs qui profitent de toutes les entreprises dont l'ensemble de la société supporte les charges.” “Esta huelga general marca, de una manera muy clara, su indiferencia hacia las ventajas materiales de la conquista, al afirmar que se propone suprimir el Estado; el Estado ha sido, en efecto, [...] la razón de existencia de los grupos dominantes que profitan de todas las empresas cuya carga soporta el conjunto de la sociedad [...]” (N. del t.)
[8] Idem, p. 200.
En el texto francés: “Avec la grève générale, toutes ces belles choses disparaissent; la révolution appa­raît comme une pure et simple révolte et nulle place n'est réservée aux sociologues, aux gens du monde amis des réformes sociales, aux Intellectuels qui ont embrassé la profession de penser pour le prolétariat.” “Con la huelga general desaparecen todas esas bellas cosas; la revolución aparece como una pura y simple revuelta, y no se reserva ningún lugar a los sociólogos, a la gente de mundo amiga de las reformas sociales, a los intelectuales que han abrazado la profesión de pensar por el proletariado.” (N. del t.)
* Níobe, hija de Tántalo, es una de las figuras más trágicas de la mitologia griega. Reina de Tebas, consorte del rey Anfión, tuvo con él siete hijas y siete hijos (los Nióbidas), que colmaban su orgullo. En una ceremonia en honor a Latona, madre de dos hijos, Apolo y Artemisa, hizo escarnio de ella declarándose siete veces más dichosa, y ordenó interrumpir los rituales. Indignada, la diosa envió a sus dos hijos: sus arcos vibraron al arrojar las saetas que mataron, uno a uno, a los varones de Níobe y luego a sus hijas. Anfión quiso, enfurecido, incendiar el templo de Apolo, pero cayó también bajo su flecha. Aniquilada su familia, transformados en piedra los habitantes de Tebas por los dioses, Níobe tomó en sus brazos el cadáver de la más pequeña de sus crías y huyó enloquecida a Asia Menor. Llegada al monte Sigilo, la sangre dejó de fluir por sus venas y, paralizada por el dolor, se convirtió en roca, pero sus lágrimas sempiternas dieron origen a un torrente (el Aqueloo). En un risco del monte hay tallada la imagen borrosa de una mujer, que los griegos consideraron la efigie de Níobe; la roca, porosa, parece efectivamente llorar cuando la lluvia se filtra a través de ella.
Cf. Homero, Ilìada, 24 (vv. 605-617), Ovidio, Metamorfosis, 6 (vv. 146-312).
** Cf. Hesíodo, Teogonía (vv. 507-616), Días y Trabajos (vv. 47-105).
* La boutade de Anatole France se encuentra en Le lys rouge (El lirio rojo), publicado en París, en 1894: “A los pobres les incumbe mantener a los ricos en su poder y su ocio. A ese fin deben trabajar bajo la mayestática igualdad de la ley, que prohíbe a ricos y pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y hurtar el pan.”
[9] Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens, 2ª ed. rev., Berlín, 1907, p. 362.
Cohen (1842-1918), uno de los grandes filósofos alemanes del cambio de siglo, fue la figura más reconocida de la escuela neokantiana de Marburgo, donde enseñó desde 1876 hasta 1912, y, en esa vertiente, su nombre debe inscribirse junto al de Paul Natorp, cuyo pensamiento fue fuertemente influido por el de Cohen. Su recepción del legado kantiano se caracterizó por una voluntad de confrontación con los problemas fundamentales de la moderna civilización científico-técnica. Su contribución a la cultura judaica fue también de alto relieve, particularmente desde su actividad en el Instituto para la Ciencia del Judaísmo, en Berlín, a partir de 1912. Es, junto a Heinrich Rickert , Emil Lask y, por supuesto, Ernst Cassirer, uno de los grandes miembros de la pléyade de filósofos neokantianos que gravitaron la escena intelectual alemana a principios del siglo veinte. (N. del t.)
* El término entsühnend es un neologismo de Benjamin. Su traducción por “redentor” debe entenderse no en el sentido de la “salvación” (Erlösung) o de la remisión de los pecados, sino en el de la emancipación respecto del círculo de la culpa y la expiación: significa, en este sentido, la exención de la necesidad de expiar la culpa.
* El relato de la rebelión de Koraj contra Moisés y contra Aarón como sumo sacerdote se encuentra en la Torá, Números 16-18. Koraj reúne a doscientos cincuenta levitas descontentos (la referida “banda”) e impugna las decisiones de Moisés arguyendo que en ellas se expresa favoritismo y arrogación indebida. Los levitas elevan ofrendas a Dios, pero éste rechaza la de los rebeldes, que se precipitan a una hendidura de la tierra que se abre ante ellos. Yahvé envía una plaga para castigar a quienes aún reivindican a Koraj y sus seguidores. La plaga diezma a la población, pero se interrumpe merced a las oraciones de Moisés. A la mañana siguiente de haber depositado éste, según instrucción divina, diversas varas en el santuario con los nombres de las tribus, la vara de Leví, con el nombre de Aarón, amanece brotada en flor y almendras, en signo del beneplácito divino con el sumo sacerdote.
[10] Kurt Hiller, «Anti-Kain. Ein Nachwort», en Das Ziel. Jahrbücher für geistige Politik, edit. por Kurt Hiller. Vol. 3, Munich, 1919, p. 25.
Hiller (1885-1972), doctorado en derecho, fue un brillante escritor y activista del pacifismo. En su juventud estuvo vinculado al expresionismo literario, fruto de lo cual es el volumen Der Kondor, editado por él en 1912, que reúne poemas de Heym, Lasker-Schüler, Brod, Werfel, Blass y, entre otros, del mismo Hiller. En 1926 fundó el “Grupo de Pacifistas Revolucionarios”. En su cuádruple condición de pacifista, socialista, judío y homosexual fue internado en un campo de concentración a comienzos del régimen nazi. Después de su liberación, huyó de Alemania, a la que regresó sólo en 1955. (N. del t.)
* Como bien se sabe, Giorgio Agamben ha establecido, para esta expresión, en torno a la cual se organizan los últimos asertos de Benjamin, una versión que goza del prestigio de las reflexiones que la fundamentan: la nuda vita. Con el mismo adjetivo “nuda” ha sido traída al castellano en las traducciones de los volúmenes de Homo sacer. Ciertamente, el término alemán “bloß” admite bien esta opción.