Título original de la obra:
Manifeste pour la philosophie.
Traducción de Victoriano Alcantud.
© Editions du Seiul, 1989
Ediciones Cátedra, S. A., 1990.
Josefa Valcárcel, 27. 28027-Madrid
Depósito Legal: M. 29.757-1990
ISBN: 84-376-0928-3.
Manifeste pour la philosophie.
Traducción de Victoriano Alcantud.
© Editions du Seiul, 1989
Ediciones Cátedra, S. A., 1990.
Josefa Valcárcel, 27. 28027-Madrid
Depósito Legal: M. 29.757-1990
ISBN: 84-376-0928-3.
Alain Badiou
Manifiesto por la filosofía.
Índice.
1. Posibilidad.
2. Condiciones.
3. Modernidad
4. Heidegger considerado como lugar común
5. ¿Nihilismo.
6. Suturas.
7. La edad de los poetas.
8. Acontecimientos.
9. Problemas.
10. Gesto platónico.
11. Genérico.
1. Posibilidad.
2. Condiciones.
3. Modernidad
4. Heidegger considerado como lugar común
5. ¿Nihilismo.
6. Suturas.
7. La edad de los poetas.
8. Acontecimientos.
9. Problemas.
10. Gesto platónico.
11. Genérico.
[9]
1. Posibilidad.
No hay muchos filósofos vivos en Francia hoy en día, aunque haya sin duda más que en otros países. Se podrían contar fácilmente con los dedos de las dos manos. Si consideramos filósofos a aquellos que proponen para nuestro tiempo enunciados singulares, identificables, y si ignoramos por lo tanto a los comentadores, a los indispensables eruditos y a los vanos ensayistas, nos quedamos con una escasa decena.
¿Diez filósofos? ¿O más bien «filósofos»? Pues lo extraño es que en su mayoría dicen que la filosofía es imposible, está acabada, delegada a sí misma. Laucoue-Labarthe por ejemplo: «Ya no hay que tener deseo de filosofía.» Y casi al mismo tiempo Lyotard: «La filosofía como arquitectura está arruinada.» ¿Pero acaso podemos concebir una filosofía que no sea de algún modo arquitectónica? Una «escritura de ruinas», una «micrologia», una paciencia del «graffiti» (metáforas para Lyotard del estilo de pensamiento contemporáneo), ¿mantienen con la «filosofía», sea cual sea el sentido en que la tomemos, una relación distinta de la pura homonimia? Además: ¿nuestro autor muerto más insigne, Lacan, no se consideraba «antifilósofo»? ¿Y cómo interpretar que Lyotard no pueda evocar el destino de la Presencia más que en el comentario de los pintores, que el último gran [10] libro de Deleuze sea sobre cine, que Lacoue-Labarthe (o en Alemania Gadamer) se consagren a la anticipación poética de Celan, o que Derrida recurra a Genet? Casi todos nuestros «filósofos» andan en busca de una escritura desviada, de soportes indirectos, de referentes oblicuos. Pretenden así ocupar, mediante una transición evasiva, el lugar supuestamente inhabitable de la filosofía. Y en el centro de este desvío —el sueño angustiado de quien no es poeta, ni creyente, ni «judío»...— nos encontramos con que se aviva la intimación brutal concerniente al compromiso nacional-socialista de Heidegger: ante el juicio al que esta época nos intenta someter, tras la lectura del expediente de este juicio, cuyos argumentos principales son Kolyma y Auschwitz, nuestros filósofos, echándose el siglo sobre las espaldas, y finalmente todos los siglos desde Platón, han decidido declararse culpables. Ni los científicos, tan raras veces sentados en el banquillo, ni los militares, ni tan siquiera los políticos han considerado que las masacres de este siglo afectaran seriamente a su gremio. Los sociólogos, los historiadores, los psicólogos, todos medran en la inocencia. Tan sólo los filósofos han interiorizado que el pensamiento, su pensamiento, tropezaba con los crímenes históricos y políticos de este siglo, y de todos los siglos de los que éste procede, a la vez como obstáculo a toda continuación y como tribunal de una felonía intelectual colectiva e histórica.
Naturalmente podríamos pensar que hay demasiado orgullo en esta singularización filosófica de la intelectualidad del crimen. Cuando Lyotard otorga a Lacoue-Labarthe «la primera determinación filosófica del nazismo», da por supuesto que dicha determinación pueda ser competencia de la filosofía. Sin embargo, esto puede ser todo lo que se quiera menos evidente. Sabemos, por ejemplo, que la «determinación» de las leyes del movimiento no es en absoluto competencia de la filosofía. [11] Sostengo por mi parte que incluso el antiguo problema del ser-en-tanto-que-ser no es competencia exclusivamente suya: es un problema del campo matemático. Es pues imaginable que la determinación del nazismo, por ejemplo del nazismo como política, esté sustraída por principio a la forma específica de pensamiento que, desde Platón, merece el nombre de filosofía. Nuestros modestos partidarios del impasse de la filosofía podrían mantener, detentar, la prosecución de la idea según la cual «todo» es competencia de la filosofía. Ahora bien, r hay que reconocer que el compromiso nacional-socialista de Heidegger fue uno de los resultados de este totalitarismo especulativo. ¿Qué hizo en efecto Heidegger sino presumir que la «decisión resuelta» del pueblo alemán, encarnada por los nazis, era transitiva a su pensamiento de profesor hermeneuta? Plantear que la filosofía es —y ella sola— responsable de los avatares, sublimes o repugnantes, de la política en este siglo, es algo así como la astucia de la razón hegeliana en lo más íntimo del dispositivo de nuestros antidialécticos. Es sostener la existencia de un espíritu del tiempo, una determinación esencial cuyo principio de captura y concentración es la filosofía. Comencemos más bien por imaginar que, por ejemplo, el nazismo no es en sí un objeto posible de la filosofía, que no se encuentra entre las condiciones que el pensamiento filosófico es capaz de configurar en su orden propio. Que no es un acontecimiento para este pensamiento. Lo que no significa en absoluto que sea impensable.
Porque donde el orgullo se torna en peligrosa carencia, es cuando, del axioma que asigna a la filosofía la responsabilidad de los crímenes del siglo, nuestros filósofos concluyen simultáneamente el impasse de la filosofía y el carácter impensable del crimen. El impasse es en efecto flagrante para quien supone que debemos ponderar filosóficamente la exterminación de los judíos de [12] Europa desde el interior del pensamiento de Heidegger. Sólo se evitará exponiendo que hay en ello algo impensable, inexplicable, un escombro para cualquier concepto. Se estará dispuesto a sacrificar incluso la filosofía para salvar el orgullo: puesto que la filosofía debe pensar el nazismo y sin embargo se muestra incapaz de ello, lo que ocurre es que lo que debe pensar es impensable; la filosofía se encuentra así atravesando un impasse. Propongo sacrificar el imperativo y decir: si la filosofía es incapaz de pensar la exterminación de los judíos de Europa, es porque no está ni en su deber, ni en su poder, pensarlo. Porque hacer este pensamiento efectivo recae en otro orden del pensamiento. Por ejemplo, en el pensamiento de la historicidad, es decir de la Historia examinada desde la política.
Nunca resulta realmente modesto enunciar un «final», un término, un impasse social. El anuncio del «final de los grandes relatos» es tan inmodesto como el gran relato mismo, la certeza del «final de la metafísica» se mueve en el elemento metafísico de la certeza, la desconstrucción del concepto de sujeto exige una categoría central —el ser, por ejemplo— cuya prescripción historial es aún más determinante, etc. Transida por lo trágico de su objeto supuesto —la exterminación, los campos de concentración— la filosofía transfigura su propia imposibilidad en postura profética. Se adorna con los sombríos colores del tiempo, sin percatarse de que esta estetización también es un perjuicio infligido a las victimas. La prosopopeya contrita de la abyección es tanto una postura, una impostura, como la caballería trompetera de la parusía del Espíritu. El final del Final de la Historia está cortado del mismo paño que este Final.
Una vez delimitado lo que está en juego en la filosofía, el pathos de su «final» deja lugar a otra cuestión, la de sus condiciones. No sostengo que la filosofía sea posible [13] en todo momento. Propongo examinar en general en qué condiciones lo es, conforme a su destino. A lo que no hay que dar crédito sin previo examen es a que las violencias de la historia puedan interrumpirla. Sería conceder una extraña victoria a Hitler y a sus esbirros, declararlos directamente capaces de haber introducido lo impensable en el pensamiento, y haber así rematado la cesación de su ejercicio estructurado. ¿Hay que conceder esta revancha, tras su aplastamiento militar, al anti-intelectualismo fanático de los nazis? ¿El pensamiento, político o filosófico, es realmente incapaz de ponderar aquello que se proponía aniquilarlo? Lo digo tal como lo pienso: sería matar por segunda vez a los judíos, si su muerte fuera la causa del final de aquello a lo que han contribuido decisivamente, política revolucionaria de un lado, filosofía racional del otro. La piedad más esencial en consideración a las víctimas no puede residir en el estupor del espíritu, en la vacilación autoacusadora frente al crimen. Reside, siempre, en la continuación de aquello que los ha designado como representantes de la Humanidad a los ojos de los verdugos.
No sólo mantengo que la filosofía es hoy posible, sino además que esta posibilidad no tiene la forma de la travesía de un final. Se trata, al contrario, de saber lo que quiere decir: dar un paso más. Un sólo paso. Un paso en la configuración moderna, que vincula, desde Descartes, a las condiciones de la filosofía los tres conceptos nodales que son el ser, la verdad y el sujeto.
[15]
2. Condiciones.
La filosofía tuvo un comienzo, no ha existido en todas las configuraciones históricas, su modo de ser es la discontinuidad, tanto en el tiempo como en el espacio. Debemos suponer por lo tanto que exige condiciones particulares. Si consideramos las divergencias que existen entre las ciudades griegas, las monarquías absolutas del Occidente clásico, y las sociedades burguesas y parlamentarias, es obvio que toda esperanza de determinar las condiciones de la filosofía a partir del único zócalo objetivo de las «formaciones sociales», o incluso a partir de los grandes discursos ideológicos, religiosos, míticos, está abocada al fracaso. Las condiciones de la filosofía son transversales, se trata de procedimientos uniformes, reconocibles a distancia, y cuya relación con el pensamiento es relativamente invariable. El nombre de esta invariación es evidente: se traía del nombre «verdad». Los procedimientos que condicionan a la filosofía son los procedimientos de verdad, reconocibles como tales en su repetición. Ya no podemos creernos los relatos por los que un grupo humano confiere encanto a su origen o su destino. Sabemos que el Olimpo es sólo una colma, y que el Cielo no está lleno más que de hidrógeno o de helio. Sin embargo, demostramos hoy en día que la sucesión de los números primos es ilimitada exactamente [16] como en los Elementos de Euclides, no nos cabe duda que Fidias sea un gran escultor, la democracia ateniense es un invento político cuyo tema nos ocupa aún, y comprendemos que el amor designa la circunstancia de un Dos donde el sujeto está transido leyendo a Safo o a Platón igual que leyendo a Corncille o a Beckett.
No obstante, todo esto no ha existido siempre. Hay sociedades sin matemáticas, otras cuyo «arte», en alianza con funciones sagradas obsoletas, nos resulta opaco, otras donde el amor está ausente o es indecible, otras por último donde el despotismo nunca cedió a la invención política, y ni siquiera toleró que tal invención fuera pensable. Todavía menos puede suponerse que estos procedimientos hayan existido siempre conjuntamente. Si Grecia vio nacer la filosofía, no es en verdad porque detentara lo Sagrado en el recurso mítico del poema, o porque lo velado de la Presencia le fuera familiar en la guisa de una declaración esotérica sobre el Ser. Numerosas son las civilizaciones antiguas que han procedido al depósito sagrado del ser en el proferimiento poético. La singularidad de Grecia es más bien la de haber interrumpido el relato de los orígenes por la declaración laicizada y abstracta, la de haber mermado el prestigio del poema por el del matema, la de haber concebido la Ciudad como un poder abierto, disputado, vacante, y la de haber llevado a la escena pública las tormentas de la pasión.
La primera configuración filosófica que se propone disponer estos procedimientos, el conjunto de estos procedimientos, en un espacio conceptual único, testimoniando así en el pensamiento que son composibles[1], es [17] la que lleva el nombre de Platón. «No entre aquí quien no sea geómetra», prescribe el matema como condición de la filosofía. El despido doloroso de los poetas, desterrados de la ciudad a causa de sus cualidades imitativas —entendamos: de captura demasiado sensible de la Idea—, indica a la vez que el poema está en tela de juicio, y que hay que confrontarlo a la ineluctable interrupción del relato. El Banquete o el Fedón articulan amor y verdad en textos insuperables. Por último, la invención política está argumentada como textura misma del pensamiento: al final del libro 9 de la República, Platón indica expresamente que su Ciudad ideal no es ni un programa, ni una realidad, ya que la cuestión de saber si existe o puede existir es indiferente y, por lo tanto, no se trata aquí de política, sino de política como condición del pensamiento, de la formulación intrafilosófica de las razones por las cuales no hay filosofía sin que la política tenga el estatuto real de una invención posible.
Plantearemos pues que hay cuatro condiciones de la filosofía, y que la falta de una sola arrastraría su disipación, así como la emergencia de su conjunto condicionó su aparición. Estas condiciones son: el matema, el poema, la invención política y el amor. Llamaremos a estas condiciones procedimientos genéricos, por razones sobre las cuales volveré más adelante y que son centrales en El Ser y el Acontecimiento[2]. Estas mismas razones establecen que los cuatro tipos de procedimientos genéricos especifican y clasifican, hasta hoy, todos los procedimientos susceptibles de producir verdades (sólo hay verdad científica, artística, política o amorosa). Podemos decir por lo tanto que la filosofía tiene como condición el que existan verdades en cada uno de los órdenes donde éstas son atestiguables.
[18] Encontramos en tal caso dos problemas. En primer lugar, si los procedimientos de verdad son las condiciones de la filosofía, ello significa que por ella misma no produce verdades. De hecho, esta situación es bien conocida: ¿quién puede citar un sólo enunciado filosófico del que tenga sentido decir que es «verdadero»? Pero entonces ¿qué es exactamente lo que está en juego en la filosofía? En segundo lugar, asumimos que la filosofía es «una», por el hecho de que es lícito hablar de «la» filosofía, de reconocer un texto como filosófico. ¿Qué relación mantiene esta presunta unidad con la pluralidad de las condiciones? ¿Cuál es este nudo del cuatro (los procedimientos genéricos, matema, poema, invención política y amor) y del uno (la filosofía)? Voy a mostrar que estos dos problemas tienen una misma respuesta, contenida en la definición que considera la filosofía como veracidad inefectiva bajo condición de la efectividad de lo verdadero.
Los procedimientos de verdad, o procedimientos genéricos, se distinguen de la acumulación de saberes por su origen de acontecimiento[3]. Mientras no sucede nada sino lo que es conforme a las reglas de un estado de cosas, puede haber conocimiento, enunciados correctos, saber acumulado; pero no puede haber verdad. Lo paradójico de una verdad estriba en que es al mismo tiempo una novedad, por lo tanto algo raro, excepcional, y que además, por tocar al ser mismo de lo que ella es verdad, es también lo más estable, más próximo, ontológicamente [19] hablando, al estado de cosas inicial. El tratamiento de esta paradoja exige largos y profundos desarrollos, pero lo que está claro es que el origen de una verdad pertenece al orden del acontecimiento.
Llamaremos «situación», para abreviar, a un estado de cosas, una multipicidad cualquiera. Para que se despliegue un procedimiento de verdad relativo a la situación, hace falta que un acontecimiento puro suplemente esta situación. Este suplemento no es ni nombrable, ni representable por los recursos de la situación (su estructura, la lengua establecida que nombra los términos, etc...). Está inscrito por una nominación singular, la puesta en juego de un significante de más. Y son los efectos en la situación de esta puesta en juego de un nombre-de-más los que van a tramar un procedimiento genérico y disponer la suspensión de una verdad de la situación. Pues de entrada, si ningún acontecimiento la suplementa, no hay ninguna verdad en la situación. Sólo hay lo que llamo su carácter verídico[4]. En diagonal, agujereando todos los enunciados verídicos, es posible que advenga una verdad, desde el momento en que un acontecimiento ha encontrado su nombre supernumerario.
La tarea específica de la filosofía es proponer un espacio conceptual unificado, donde encuentren su lugar las nominaciones de acontecimientos que sirven de punto de partida a los procedimientos de verdad. La filosofía busca reunir todos los nombres-de-más. Trata, en el pensamiento, el carácter composible de los procedimientos que la condicionan. No establece ninguna verdad, pero dispone un lugar de las verdades. Configura los procedimientos genéricos por medio de una acogida, un abrigo edificado con respecto a su simultaneidad dispar. La filosofía se propone pensar su tiempo por la puesta-en-lugar-común [20] del estado de los procedimientos que la condicionan. Sus operadores, cualesquiera que sean, tienden siempre a pensar «conjuntamente», a configurar en un ejercicio de pensamiento único la disposición histórica del matema, del poema, de la invención política y del amor (o estatuto de acontecimiento del Dos). En este sentido, es cierto que la única cuestión de la filosofía es la de la verdad, no porque produzca ninguna, sino porque propone un modo de acceso a la unidad de un momento de las verdades, un emplazamiento conceptual en donde se reflexionan como composibles los procedimientos genéricos.
Por supuesto, los operadores filosóficos no deben ser entendidos como sumas, totalizaciones. El carácter heterogéneo y de acontecimiento de los cuatro tipos de procedimientos de verdad excluye totalmente su alineamiento enciclopédico. La enciclopedia es una dimensión del saber, no de la verdad, la cual agujerea el saber. Incluso no siempre es necesario que la filosofía mencione los enunciados, o estados locales, de los procedimientos genéricos. Los conceptos filosóficos traman un espacio general en el cual el pensamiento accede al tiempo, a su tiempo, a condición de que los procedimientos de verdad de este tiempo encuentren en él el abrigo de su composibilidad. La metáfora adecuada no es pues del registro de la adición, tampoco de la reflexión sistematica. Es más bien la de una libertad de circulación, un mover-se del pensamiento en el elemento articulado de un estado de sus condiciones. En el medio conceptual de la filosofía, figuras locales tan intrínsecamente heterogéneas como pueden serlo las del poema, el matema, la invención política y el amor son remitidas, o remitibles, a la singularidad del tiempo. La filosofía pronuncia, no la verdad, sino la coyuntura —es decir la conjunción pensable— de las verdades.
Dado que la filosofía es un ejercicio de pensamiento [21] en la brecha del tiempo, una torsión reflexiva sobre lo que la condiciona, se sostiene frecuentemente en condiciones precarias, nacientes. Se instituye en las inmediaciones de la nominación interviniente por lo cual un acontecimiento engancha un procedimiento genérico. Lo que condiciona una gran filosofía, por oposición a los saberes instituidos y consolidados, son las crisis, aperturas y paradojas de la matemática, las sacudidas en la lengua poética, las revoluciones y provocaciones de la política inventada, las vacilaciones de la relación entre los dos sexos. Anticipando en parte el espacio de acogida y abrigo en el pensamiento por estos procedimientos frágiles, disponiendo como composibles trayectorias cuya simple posibilidad no está aún firmemente establecida, la filosofía agrava los problemas. Heidegger tiene razón al escribir que «es en verdad la tarea auténtica de la filosofía agravar y sobrecargar el ser-ahí (historial)» porque «la agravación es una de las condiciones fundamentales decisivas para el nacimiento de todo lo que es grande». Dejando a un lado los equívocos de la «grandeza», convendremos en que la filosofía sobrecarga lo posible de las verdades por su concepto de composible. La filosofía tiene por función «agravante» disponer los procedimientos genéricos en la dimensión, no de su pensamiento propio, sino de su historicidad conjunta.
Respecto al sistema de sus condiciones, cuyo devenir dispar configura la filosofía mediante la construcción de un espacio de los pensamientos del tiempo, la filosofía sirve de pasaje entre la efectividad de procedimiento de las verdades y la libre cuestión de su ser temporal.
[23]
3. Modernidad.
Los operadores conceptuales mediante los que la filosofía configura sus condiciones sitúan, en general, el pensamiento de su tiempo bajo el paradigma de una o varias de sus condiciones. Un procedimiento genérico, próximo al emplazamiento de su acontecimiento de origen, o confrontado a los impasses de su persistencia, sirve de referente principal para el despliegue de la composibilidad de las condiciones. Así, en el contexto de la crisis política de las ciudades griegas y del replanteamiento «geométrico» —tras Eudoxo— de la teoría de las magnitudes, Platón emprende la tarea de hacer de las matemáticas y de la política, de la teoría de las proporciones y de la Ciudad como imperativo, los referentes axiales de un espacio de pensamiento cuya función de ejercicio designa la palabra «dialéctica». ¿Cómo son ontológicamente composibles las matemáticas y la política? Tal es la cuestión platónica a la que el operador de la Idea va a suministrar una dirección resolutiva. La poesía va a hacerse sospechosa —pero esta sospecha es una forma aceptable de configuración—, y el amor, según la expresión misma de Platón, va a vincular lo «repentino» de un encuentro con el hecho de que una verdad —en este caso, la de la Belleza— advenga como indiscernible, no siendo ni discurso (logos) ni saber (episteme).
[24] Acordaremos llamar «periodo» de la filosofía una secuencia de su existencia en la que persiste un tipo de configuración especificada por una condición dominante. A lo largo de dicho periodo, los operadores de composibilidad dependen de esta especificación. Un periodo anuda los cuatro procedimientos genéricos en el estado singular, post-acontecimiento, en el que se encuentran; y ello bajo la jurisdicción de los conceptos a través de los cuales uno de dichos procedimientos se inscribe en el espacio de pensamiento y de circulación que, filosóficamente, hace las veces de determinación del tiempo. En el ejemplo platónico, la Idea es manifiestamente un operador cuyo principio «verdadero» subyacente es el matema, la política se inventa como condición del pensamiento bajo la jurisdicción de la Idea (de ahí el Rey-filósofo, y el notable papel jugado por la aritmética y la geometría en la educación de este Rey, o guardián), y la poesía imitativa es mantenida a distancia, tanto más cuanto que, como lo muestra Platón en el Gorgias o en el Protágoras, existe una complicidad paradójica entre poesía y sofística: la poesía es la dimensión secreta, esotérica, de la sofística, porque agudiza la flexibilidad, la variación de la lengua.
Por consiguiente, nuestra pregunta será: ¿existe un periodo moderno de la filosofía? La acuidad de esta pregunta obedece hoy a que la mayoría de los filósofos declaran que existe efectivamente dicho periodo, aunque por otro lado sostienen que somos contemporáneos de su conclusión. No es otro el sentido de la expresión «posmoderno», pero incluso entre los que economizan esta expresión, el tema de un «final» de la modernidad filosófica, de un agotamiento de los operadores que le eran propios —especialmente la categoría de Sujeto—, está siempre presente aunque sea bajo el esquema del final de la metafísica. Por lo demás, este final es asignado, casi siempre, al proferimiento nietzscheano.
[25] Es cierto que si designamos empíricamente «tiempos modernos» al periodo que va del Renacimiento hasta hoy, resulta difícil hablar de un periodo, en el sentido de una invariabilidad jerárquica en la configuración filosófica de las condiciones. En efecto, resulta evidente que:
— en la edad clásica, la de Descartes y Leibniz, la condición matemática es la dominante, bajo el efecto del acontecimiento galileano, el cual tiene por esencia introducir el infinito en el matema;
— a partir de Rousseau y Hegel, escandida por la Revolución francesa, la composibilidad de los procedimientos genéricos se halla bajo la jurisdicción de la condición histórico-política;
— entre Nietzsche y Heidegger, el arte, cuyo corazón es el poema, recae, por una retroacción antiplatónica, en los operadores por los que la filosofía designa nuestro tiempo como el de un nihilismo olvidadizo.
Hay pues, a lo largo de esta secuencia temporal, un desplazamiento del orden, del referente principal a partir del cual se dibuja la composibilidad de los procedimientos genéricos. La coloración de los conceptos es un buen testimonio de este desplazamiento, entre el orden de las razones cartesiano, el pathos temporal del concepto en Hegel, y la metafórica meta-poética de Heidegger.
No obstante, este desplazamiento no debe disimular la invariabilidad del tema del Sujeto, al menos hasta Nietzsche, aunque proseguida y extendida tanto por Freud y Lacan como por Husserl. Este tema se resiste a una deconstrucción radical salvo en la obra de Heidegger y de sus sucesores. Las refundiciones a las que es sometido por la política marxista o por el psicoanálisis (que es el tratamiento moderno de la condición amorosa) testimonian la historicidad de las condiciones, y no la rescisión del operador filosófico que trata esta historicidad.
[26] Resulta por lo tanto cómodo definir el periodo moderno de la filosofía mediante el uso organizador central que se ha hecho, de la categoría de Sujeto. Aunque esta categoría no prescribe un tipo de configuración, un régimen estable de la composibilidad, es suficiente respecto a la formulación de la pregunta: ¿concluyó el periodo moderno de la filosofía? Lo que quiere decir: proponer para nuestro tiempo un espacio de composibilidad en el pensar de las verdades que en él se prodigan, ¿exige el mantenimiento, el uso, incluso profundamente alterado, o subvertido, de la categoría de Sujeto? O al contrario, ¿el pensamiento de nuestro tiempo exige que esta categoría sea deconstruida? A esta pregunta, Lacan responde con una reorganización radical de una categoría mantenida (lo que significa que para él el periodo moderno de la filosofía continúa, perspectiva que es también la de Jambet, Lardreau y la mía), Heidegger (aunque también Deleuze, matizándolo, o abiertamente Lyotard, Derrida, Lacoue-Labarthe y Nancy) responde que nuestra época es aquella en la que «la subjetividad es llevada hasta su culminación». En consecuencia el pensamiento no puede culminarse sino más allá de esta «culminación», que no es sino la objetivación destructora de la Tierra; la categoría de Sujeto debe ser deconstruida y considerada como el último avatar (moderno, precisamente) de la metafísica; y el dispositivo filosófico del pensamiento racional, del que esta categoría es el operador central, está en lo sucesivo mantenido a tal punto en el olvido sin fondo de lo que lo funda, que «el pensamiento sólo comenzará cuando hayamos aprendido que la Razón, tan glorificada desde hace siglos, es la más encarnizada enemiga del pensamiento».
¿Somos aún, y con qué título, galileanos y cartesianos? ¿Son o no Razón y Sujeto todavía aptos para servir de vector a las configuraciones de la filosofía, incluso con un Sujeto descentrado o vacío, y una Razón sometido [27] al azar supernumerario del acontecimiento? ¿Es la verdad la no-ocultación velada cuyo riesgo sólo el poema acoge en palabras? ¿O es aquello por lo que la filosofía designa en su espacio propio los procedimientos genéricos disyuntos que traman la continuación oscura de los Tiempos modernos? ¿Debemos continuar o detentar la meditación de una espera? Tal es la única cuestión polémica significativa hoy en día: decidir si la forma del pensamiento de nuestro tiempo, filosóficamente instruida por los acontecimientos del amor, del poema, del matema y de la política inventada, permanece, o no, ligada a esta disposición que Husserl designaba aún como la «meditación cartesiana».
[29]
4. Heidegger considerado como lugar común.
¿Qué dice el Heidegger «corriente», el que organiza una opinión? Lo siguiente:
1) La figura moderna de la metafísica, tal como se ha articulado en torno a la categoría de Sujeto, ha entrado en la época de su conclusión. El proceso universal de objetivación libera el verdadero sentido de la categoría de Sujeto. El nombre apropiado de este proceso es reinado de la técnica. El devenir-sujeto del hombre no es sino la última transcripción metafísica de la instalación de este reinado: «El hecho mismo de que el hombre devenga sujeto y el mundo objeto no es más que una consecuencia de la instalación de la esencia de la técnica.» Precisamente porque es un efecto del despliegue planetario de la técnica, la categoría de Sujeto es incapaz de dirigir el pensamiento hacia la esencia de este despliegue. Ahora bien, pensar la técnica como último avalar histórico, y clausura, de la época metafísica del ser, es hoy el único programa posible para el pensamiento. El pensamiento no puede pues establecer su emplazamiento a partir de lo que nos prescribe mantener la categoría de Sujeto: esta conminación es indistinguible de la de la técnica.
2) El reinado planetario de la técnica pone punto [30] final a la filosofía, en él las posibilidades de la filosofía, es decir de la metafísica, están irremediablemente agotadas. Nuestro tiempo no es ya exactamente «moderno» si entendemos por «moderno» la configuración poscartesiana de la metafísica que ha organizado hasta Nietzsche el dominio del Sujeto o de la Consciencia sobre la disposición del texto filosófico. Pues nuestro tiempo es el de la efectuación de la última figura de la metafísica, el tiempo del agotamiento de sus posibilidades y, en consecuencia, el tiempo de la expansión indiferente de la técnica. Esta no tiene por qué representarse en una filosofía, porque en ella la filosofía o, concretamente, lo que la filosofía detentaba y significaba del poder del ser, se realiza como voluntad devastadora de la Tierra.
3) La culminación técnica de la metafísica, cuyas «consecuencias necesarias» principales son la ciencia moderna y el estado totalitario, puede y debe estar determinada por el pensamiento como nihilismo, es decir, justamente como efectuación del no-pensamiento. La técnica lleva al extremo el no-pensamiento porque no hay más pensamiento que el del ser, y la técnica es el destino último del repliegue del ser en la estricta consideración del ente. La técnica es en efecto una voluntad, una relación al ser cuyo forzamiento olvidadizo es esencial, dado que realiza la voluntad de dominar el ente en totalidad. La técnica es la voluntad de inspección y dominio sobre el ente tal cual es, como fondo disponible sin limite a la manipulación esclavizadora. El único «concepto» del ser que conoce la técnica es el de materia prima, propuesta sin restricción en la activación del querer-producir y del querer-destruir desencadenados. La voluntad con respecto al ente, que constituye la esencia de la técnica, es nihilista en tanto que trata al ente sin consideración alguna al pensamiento de su ser, y en un olvido tal del ser que se olvida de este olvido mismo. De [31] ello resulta que la voluntad inmanente a la técnica convoca a la nada el ser del ente al que trata en totalidad. La voluntad de inspección y dominio es una y la misma que la voluntad de aniquilamiento. La destrucción total de la Tierra es el horizonte necesario de la técnica, no por la existencia de tal o cual práctica, militar o nuclear por ejemplo, que podría instituir este riesgo, sino porque pertenece a la esencia de la técnica movilizar al ser, tratado brutalmente por la voluntad como simple reserva de disponibilidades, en la forma latente y esencial de la nada.
Nuestro tiempo es pues nihilista tanto si se le interroga sobre el pensamiento como si se le interroga sobre el destino del ser que despliega. En cuanto al pensamiento, nuestro tiempo se desvía de él al ocultar radicalmente la eclosión, el dejar-ser que condiciona su ejercicio, y el reinado incompartido de la voluntad. En cuanto al ser, nuestro tiempo lo destina al anonadamiento, o más bien: el ser mismo está en la fase de su pro-posición como nada, desde el momento en que, retirado y sustraído, se prodiga solamente en el cierre de la materia prima, en la disponibilidad técnica de un fondo sin fondo.
4) En la edad moderna (aquella en la que el hombre deviene Sujeto y el mundo Objeto a causa de la instalación del remo de la técnica), y más tarde en nuestro tiempo, el de la técnica objetivante desenfrenada, tan sólo algunos poetas han pronunciado el ser, o al menos las condiciones de una vuelta del pensamiento, fuera de la prescripción subjetiva de la voluntad técnica, hacia la eclosión y lo Abierto. La palabra poética ha resonado, y ella sola, como posible fundación de un recogimiento de lo Abierto, contra la disponibilidad infinita y cerrada del ente que trata la técnica. Estos poetas son Hölderlin, el insuperable, y tras él Rilke y Trakl. El decir poético de estos poetas ha agujereado la tela del olvido y detentado, [32] preservado, no el ser mismo, cuyo destino histórico se realiza en el desamparo de nuestro tiempo, sino la pregunta del ser. Los poetas han sido los pastores, los guardas, de esta pregunta que el reino de la técnica hace universalmente impronunciable.
5) Dado que la filosofía está acabada, nos queda tan sólo re-pronunciar la pregunta de la que los poetas tienen la custodia, y captar cómo ha resonado en todo el transcurso de la historia de la filosofía desde sus orígenes griegos. El pensamiento está hoy bajo condición de los poetas. Bajo esta condición, retorna a la interpretación de los orígenes de la filosofía, a los primeros gestos de la metafísica. Va a buscar las claves de su propio destino, las claves de su propia conclusión efectiva, en el primer paso del olvido. Este primer paso del olvido es Platón. El análisis del «viraje» platónico, en cuanto al vínculo del ser y de la verdad, ordena la comprensión del destino histórico del ser, que concluye ante nuestros ojos en la provocación al aniquilamiento. El núcleo de este «viraje» es la interpretación de la verdad y del ser como Idea, es decir, la rescisión del poema en provecho —lo digo aquí en mi lenguaje— del matema. La interrupción platónica del relato poético y metafórico por la paradigmática ideal del matema, Heidegger la interpreta corno la orientación inaugural del destino del ser hacia el olvido de su eclosión, el desposeimiento de su apropiación inicial en la lengua poética de los griegos. Del mismo modo se puede decir que la ascensión hacia el origen, tal como recibe hoy su condición del decir de los poetas, retorna al decir de los poetas griegos, de los pensadores-poetas preplatónicos que mantenían aún la tensión de la apertura y la eclosión velada del ser.
6. El triple movimiento del pensamiento es pues: toma de condición en el decir de los poetas, ascensión interpretativa hacia el viraje platónico que ordena la época metafísica del ser, y exégesis del origen presocrático [33] del pensamiento. Este triple movimiento permite enunciar la hipótesis de un retorno de los Dioses, de un acontecimiento donde el peligro mortal al que la voluntad aniquiladora expone al hombre —ese funcionario de la técnica— sería superado o conjurado por un resguardo del ser, una re-exposición al pensamiento de su destino como apertura y eclosión, y no como fondo sin fondo de la disponibilidad del ente. Esta suposición de un retorno de los Dioses puede ser enunciada por el pensamiento que instruyen los poetas, pero no puede evidentemente ser anunciada. Decir «tan sólo un Dios puede salvarnos» significa: el pensamiento instruido por los poetas, educado por el conocimiento del viraje platónico, renovado por la interpretación de los presocráticos griegos, puede sostener, en el corazón del nihilismo, la posibilidad sin vía ni medios decibles de una resacralización de la Tierra. «Salvar» no se entiende aquí en su acepción débil de un suplemento de alma. «Salvar» quiere decir: apartar al hombre y a la Tierra del aniquilamiento, aniquilamiento que en la figura terminal técnica de su destino el ser tiene por ser de querer. El Dios del que se trata es el que aparta de un destino. No se trata de salvar el alma, sino de salvar el ser, y de salvarlo de lo único que puede ponerlo en peligro, él mismo, en la implacable prescripción terminal de su historicidad. Esta salvación en el ser de si para sí impone que se vaya al extremo del desamparo, al extremo pues de la técnica para arriesgar el apartamiento, pues no es sino en lo mas extremo del peligro donde crece también lo que salva.
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5. ¿Nihilismo?
No admitiremos que la palabra «técnica», ni siquiera haciendo resonar el griego τέχνη, sea apta para designar la esencia de nuestro tiempo, ni que haya ninguna relación útil para el pensamiento entre «remo planetario de la técnica» y «nihilismo». Las meditaciones, suputaciones y diatribas sobre la técnica, por extendidas que estén, no son menos uniformemente ridiculas. Y hay que decir en voz alta lo que muchos heideggerianos refinados piensan en voz baja: los textos de Heidegger sobre este tema no escapan en absoluto a este énfasis. La «senda del bosque», el ojo claro del campesino, la devastación de la tierra, el enraizamiento en el emplazamiento natural, la eclosión de la rosa, todo ese pathos, desde Vigny («en este toro de hierro que humea y brama, el hombre ha montado demasiado pronto») hasta nuestros publicistas pasando por Georges Duhamel y Giono, no esta entretejido más que con nostalgia reaccionaria. El carácter estereotipado de estas rumias, que entran dentro de lo que Marx llamaba «socialismo feudal» es, por otra parte, la mejor prueba de su escaso sentido pensable.
Si tuviera que decir algo sobre la técnica, cuya relación con las exigencias contemporáneas de la filosofía es bastante pobre, sería más bien lamentar que sea aún [36] tan mediocre, tan tímida. ¡Tantos instrumentos útiles faltan o existen sólo en versiones torpes e incómodas! Tantas aventuras importantes se estancan, o vienen del «la vida es demasiado lenta», por ejemplo la exploración de los planetas, la energía por fusión termonuclear, el ingenio volador para todos, las imágenes en relieve en el espacio... Sí, hay que decir: «¡Señores técnicos, todavía otro esfuerzo si realmente quieren el reino planetario de la técnica!». Una escasez técnica, una técnica aún muy zafia, tal es la verdadera situación: el reinado del capital frena y simplifica la técnica, cuyas virtualidades son infinitas.
Es además totalmente inadecuado presentar la ciencia en el mismo registro, en cuanto al pensamiento se refiere, que la técnica. Es cierto que entre ciencia y técnica existe una relación de necesidad, pero esta relación no implica ninguna comunidad de esencia. Los enunciados que pregona la «ciencia moderna» como el efecto, incluso el efecto principal, del reino de la técnica son indefendibles. Si se considera, por ejemplo, un gran teorema de la matemática moderna, supongamos, puesto que es de mi especial interés, el que demuestra la independencia de la hipótesis del continuo (Cohen, 1963), encontramos una concentración de pensamiento, una belleza inventiva, una sorpresa del concepto, una ruptura arriesgada, en resumen una estética intelectual de tal magnitud, que podríamos compararlo a los mayores poemas de este siglo, o a las audacias político-militares de un estratega revolucionario, o a las emociones más intensas del encuentro amoroso, pero no ciertamente a un molinillo de café eléctrico o a una televisión en color, por útiles o ingeniosos que sean estos objetos. La ciencia, en tanto que ciencia, es decir considerada en su procedimiento de verdad, es por lo demás profundamente inútil, salvo para afirmar, de manera incondicionada, el pensamiento como tal. No hay que volverse a [37] plantear el enunciado de los griegos (la inutilidad de la ciencia, salvo como ejercicio puro y condición genérica del pensamiento), ni siquiera bajo el falaz pretexto de que la sociedad griega era esclavista. El dogma de la utilidad viene siempre a excusar que no se quiera realmente, lo que se llama querer, la inutilidad para todos.
Por lo que respecta al «nihilismo», admitiremos que nuestra época testimonia de ello, en la exacta medida en que entendemos por nihilismo la ruptura de la figura tradicional del vínculo, la desvinculación como forma de ser de todo lo que tiene apariencia de vinculo. Es indudable que nuestro tiempo se sustenta en una especie de atomística generalizada, ya que ninguna sanción simbólica del vínculo es capaz de resistir al poder abstracto del capital. Si todo lo que está vinculado revela que en tanto que ser está desvinculado, si el reino de lo múltiple es el fondo sin fondo de lo que se presenta sin excepción, si lo Uno no es mas que el resultado de operaciones transitorias, es a causa del efecto ineluctable de la ordenación universal de los términos de nuestra situación, en el movimiento circulante del equivalente general monetario. Como lo que se presenta tiene siempre una substancia temporal, y como el tiempo está para nosotros —literalmente— contado, nada existe que se halle intrínsecamente vinculado a otra cosa, puesto que uno y otro término de esta supuesta vinculación esencial están proyectados indiferentemente sobre la superficie neutra de la cuenta. No hay absolutamente nada que cambiar a la descripción hecha por Marx de este estado de cosas hace ciento cuarenta años:
«Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido la relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado sin piedad las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus superiores naturales las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vinculo entre los hombres que el frío interés, [38] el cruel «pago al contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo pequeño-burgués en las aguas heladas del calculo egoísta.»
Lo que Marx pone en evidencia es, concretamente, el final de las figuras sagradas del vínculo, la caducidad de la garantía simbólica acordada al vínculo por el estancamiento productivo y monetario. El capital es el disolvente general de las representaciones sacralizantes que postulan la existencia de relaciones intrínsecas y esenciales (entre el hombre y la naturaleza, entre los hombres, entre los grupos y la ciudad, entre la vida mortal y la vida eterna, etc.). Es revelador que la denuncia del «nihilismo técnico» venga siempre relacionada con la nostalgia de dichas relaciones. La desaparición de lo sa-grado es tema usual en Heidegger mismo, y la predicación de su retorno se identifica con el tema, tomando de Hölderlin, del «retorno de los Dioses». Si entendemos por «nihilismo» la desacralización, el capital, cuyo reino planetario está fuera de duda —pero «técnica» y «capital» sólo están apareados en una secuencia histórica, y no en el concepto—, es en verdad el único poder nihilista del que los hombres han conseguido ser los inventores y la presa.
No obstante, tanto para Marx como para nosotros, la desacralización no es en absoluto nihilista, en tanto que «nihilismo» debe designar aquello que pronuncia que el acceso al ser y a la verdad es imposible. Al contrario, la desacralización es una condición necesaria para que dicho acceso se abra al pensamiento. Es evidentemente lo único que se puede y que se debe saludar en el capital: pone al descubierto lo múltiple puro como fondo de la presentación, denuncia todo efecto de Uno como simple configuración precaria, destituye las representaciones simbólicas donde el vínculo encontraba una apariencia de ser. El hecho de que esta destitución opere en la más [39] absoluta barbarie no debe disimular su virtud propiamente ontológica. ¿A qué debemos la emancipación del mito de la Presencia, de la garantía que ésta acuerda a la substancialidad de los vínculos y a la perennidad de las relaciones esenciales, sino a la automaticidad errante del capital? Para pensar mas allá del capital y de su prescripción mediocre (la cuenta general del tiempo) hay que partir de lo que ha revelado: el ser es esencialmente múltiple, la Presencia sagrada es pura apariencia, y la verdad, como todas las cosas, si existe, no es una revelación, y mucho menos la proximidad de lo que se retira. Es un procedimiento regulado, cuyo resultado es un múltiple suplementario.
Nuestra época no es ni técnica (pues lo es mediocremente), ni nihilista (pues es la primera época en que la destitución de los vínculos sagrados abre a la genericidad de lo verdadero). Su enigma propio, contrariamente a las especulaciones nostálgicas del socialismo feudal, cuyo emblema más consumado fue Hitler, reside en primer lugar en el mantenimiento local de lo sagrado, intentado, pero también negado, por los grandes poetas desde Hölderlin. Y en segundo lugar en las reacciones antitécnicas, arcaizantes, que anudan ante nuestros ojos restos de religión (del suplemento de alma al islamismo), políticas mesiánicas (marxismo incluido), ciencias ocultas (astrología, plantas blandas, masajes telepáticos, terapia de grupo por cosquilleo y borborigmos...), y toda clase de pseudovínculos de los que el amor acaramelado de las canciones, el amor sin amor, sin verdad ni encuentro, constituye la blanda matriz universal.
La Filosofía no está en absoluto acabada. Pero la tenacidad de estos residuos del imperio del Uno, que sí que constituyen el nihilismo anti-«nihilista» —pues se atraviesan a los procedimientos de verdad y designan el obstáculo repetido y opuesto a la ontología sustractiva cuyo medio histórico es el capital— nos incita a pensar que [40] la filosofía ha estado durante mucho tiempo suspendida. Avanzo la paradoja siguiente; hasta hace poco la filosofía apenas si ha sabido pensar a la altura del capital, ya que ha dejado vía libre, hasta lo más íntimo de ella misma, a las vanas nostalgias de lo sagrado, a la obsesión de la Presencia, a la dominación oscura del poema, a la duda sobre su propia legitimidad. No ha sabido cambiar en pensamiento el hecho de que el hombre se haya hecho, irreversiblemente, «dueño y señor de la naturaleza», y de que ello no se trate ni de una pérdida, ni de un olvido, sino de su más alto destino —no obstante figurado, todavía, en la estupidez opaca del tiempo contado. La filosofía ha dejado inacabada la «meditación cartesiana», perdiéndose en la estetización de la voluntad y el pathos de la terminación, del destino del olvido, del rastro perdido. No ha querido reconocer sin ambages el carácter absoluto de lo múltiple y el no-ser del vínculo. Se ha aferrado a la lengua, a la literatura, a la escritura, como si fueran los últimos representantes posibles de una determinación a priori de la experiencia, o como el lugar que preservara un claro del Ser. Ha declarado desde Nietzsche que lo que había comenzado con Platón entraba en su crepúsculo, pero esta arrogante declaración encubría la impotencia para continuar este comienzo. La filosofía denuncia o incensad «nihilismo moderno» sólo en la medida de su propia dificultad para captar por dónde transita la positividad actual, y ello por no concebir que hemos entrado ciegamente en una nueva etapa de la doctrina de la verdad, que es la del multiple-sin-Uno, o de las totalidades fragmentarias, infinitas e indiscernibles. «Nihilismo» es un significante tapa-agujeros. La verdadera cuestión sigue siendo: ¿qué le sucedió a la filosofía para que rehusara cobardemente la libertad y el poder que una época desacralizante le propuso?
[41]
6. Suturas.
Si la filosofía es, como yo mantengo, la configuración en el pensar de aquello que sus cuatro condiciones genéricas (poema, matema, política, amor) son composibles en la forma de acontecimiento que prescribe las verdades del tiempo, una suspensión de la filosofía puede resultar de que el libre juego requerido para que defina un régimen de tránsito, o de circulación intelectual entre los procedimientos de verdad que la condicionan, se encuentre restringido, o bloqueado. La causa más frecuente de dicho bloqueo es que, en lugar de edificar un espacio de composibilidad a través del cual se ejerza un pensamiento del tiempo, la filosofía delegue sus funciones a una u otra-de sus condiciones, entregue el todo del pensamiento a un procedimiento genérico. En tal caso la filosofía se efectúa, en provecho de este acontecimiento, en el elemento de su propia supresión.
Llamaré sutura a este tipo de situación. La filosofía queda suspendida cada vez que se presenta suturada a una de sus condiciones, y se prohíbe por ello edificar libremente un espacio sui generis donde las nominaciones de los acontecimientos que indican la novedad de las cuatro condiciones vengan a inscribirse y afirmar, en un ejercicio de pensamiento que no se confunda con ninguna de ellas, su simultaneidad y, por lo tanto, [42] cierto estado configurable de las verdades de la época.
Podemos explicarnos así el eclipse que la filosofía parece sufrir en el siglo XIX, entre Hegel y Nietzsche. Por el amplio dominio de las suturas. La principal de estas suturas fue la sutura positivista o cientifista, que esperó que la ciencia configurara por ella misma el sistema acabado de las verdades del tiempo. Esta sutura domina aún la filosofía académica anglosajona, aunque su prestigio esté mermado. Sus efectos más visibles recaen naturalmente sobre el estatuto de las otras condiciones. Tratándose de la condición política, se le priva de todo estatuto de acontecimiento, y se le reduce a la defensa pragmática del régimen liberal-parlamentario. El enunciado, a la vez latente y central, es de hecho que la política no es competencia en modo alguno del pensamiento. La condición poética está prescrita, registrada como suplemento cultural o propuesta como objeto a los análisis lingüísticos. La condición amorosa es ignorada: debo a Jean-Luc Nancy la profunda reflexión de que la esencia de los EE.UU. es la de ser un país donde la sentimentalidad y el sexo coexisten a expensas del amor. La sutura de la filosofía a su condición científica la reduce progresivamente a no ser más que un raciocinio analítico, donde el lenguaje, en todos los sentidos del término, cubre los gastos. Se deja así el campo libre a una religiosidad difusa, que sirve de algodón hidrófilo para las heridas y chichones de la brutalidad capitalista.
En su forma canónica dominante, el marxismo mismo propuso una sutura, la de la filosofía a su condición política. Es todo el equívoco de la famosa tesis sobre Feuerbach, que pretende substituir a la «interpretación» del mundo su transformación revolucionaria. La política es aquí designada filosóficamente como la única apta para configurar de forma práctica el sistema general del sentido, y la filosofía queda abocada a su supresión realizante. [43] Si la política, por otra parte ampliamente identificada por Marx al movimiento real de la Historia, es la forma última de la totalización de la experiencia, destituye entonces, simultáneamente, a las otras condiciones y a la filosofía que pretendía inscribir la composibilidad con la política. Conocidos son los desengaños de Marx y de los marxistas en todo lo que concierne la actividad artística, cuya singularidad no alcanzaron a pensar, ni a respetar su rigor inventivo. En cuanto a los efectos de verdad de la diferencia de los sexos, experimentaron a fin de cuentas la doble ocultación del puritanismo «socialista» y del desprecio con el que se consideraba al psicoanálisis (el cual es, a mi entender, la única tentativa moderna real para hacer del amor un concepto).
En lo que respecta a la condición científica, el asunto es más complejo. Marx y sus sucesores, en ello tributarios de la sutura positivista dominante, mantuvieron constantemente la pretensión de promover la política revolucionaria al rango de ciencia. Alimentaron el equívoco entre «ciencia de la Historia» —el materialismo histórico— y movimiento controlado de la Historia por el sesgo de la política. Desde el principio opusieron su socialismo «científico» a los diversos socialismos «utópicos». Podemos sostener que el marxismo ha cruzado dos suturas, a la política y a la ciencia. Por otra parte, es a la red compleja de esta doble sutura a la que, en concreto, Stalin llama filosofía —o materialismo dialéctico. El resultado es que dicha «filosofía» se presenta bajo la extraña forma de «leyes», las «leyes de la dialéctica», equívocamente aplicables a la Naturaleza y a la Historia.
Pero en última instancia, dado que en la visión «materialista» la ciencia es reenviada a sus condiciones técnico-históricas, la doble sutura se articula bajo la dominación de la política, la cual puede totalizar también a la [44] ciencia. Así ocurrió cuando Stalin se inmiscuyó en legislar, en nombre del proletariado y de su Partido, sobre genética, lingüística o física relativista. Esta situación creó una parálisis filosófica tan enredada que cuando Louis Althusser se propuso reactivar el pensamiento marxista en los años sesenta, no vio otra salida que invertir la articulación de las dos suturas a favor de la ciencia, y hacer del marxismo filosófico algo así como la epistemología del materialismo histórico. En ningún otro lado la pregnancia de las suturas en la filosofía de esta época es tan visible como en el heroico esfuerzo de Althusser para invertir el marxismo del lado de la sutura de la filosofía a la ciencia, siendo, como era, justamente consciente de que la dominación de su sutura a la condición política era aún más perjudicial. El precio de esta operación de transferencia fue mantener la delegación de la política a un órgano tan sospechoso y deteriorado como el PCF, lo que de nuevo impedía que el pensamiento pudiera apoderarse de ella. La apertura filosófica, tras algunos éxitos iniciales, encalló en el acontecimiento de mayo del 68, cuya nominación en el pensamiento excedía por todos lados los recursos de la condición científica, y exhibía cruelmente la caducidad histórica del PCF.
La tesis que expongo es, en definitiva, la siguiente: si la filosofía está enredada en su suspensión, quizás desde Hegel, es porque está cautiva en una red de suturas a sus condiciones, especialmente a sus condiciones científicas y políticas, que le prohíben configurar su composibilidad general. Es pues exacto que algo del tiempo, de nuestro tiempo, se le ha escapado, y que ella ha dado de sí una imagen desordenada y restringida.
Un signo infalible por el que se reconoce que la filosofía está bajo el efecto dirimente de alguna sutura a una de sus condiciones genéricas es la monótona repetición del enunciado según el cual la «forma sistemática» de la [45] filosofía es, en adelante, imposible. Este axioma antisistemático es hoy día sistemático. He recordado al comienzo del libro la forma que le presta Lyotard, pero a excepción sin duda de Lardreau y Jambet, es común a todos los filósofos franceses contemporáneos, y especialmente a todos aquellos que se iluminan en esta singlar constelación típica donde encontramos a los sofistas griegos, Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein.
Si entendemos por «sistema» una figura enciclopédica dotada de una piedra angular, u ordenada a un significante supremo, estoy de acuerdo en que la desacralización moderna prohíba su despliegue. ¿Pero alguna vez la filosofía, exceptuando quizás a Aristóteles y Hegel, ha mantenido tal ambición? Si entendemos por «sistematicidad», como se debe hacer, el requisito de una configuración completa de las cuatro condiciones genéricas de la filosofía (lo que, repito, no exige en absoluto que los resultados de estas condiciones sean exhibidos o incluso mencionados), según una exposición que expone también su regla de exposición, entonces pertenece a la esencia de la filosofía el ser sistemática, y ningún filósofo lo ha dudado jamás de Platón a Hegel. Por esto, además, el rechazo de la «sistematicidad» va hoy día a la par que el sentimiento moroso, del que ha hablado al principio de este texto, de una «imposibilidad» de la filosofía misma. Se trata de la confesión de que la filosofía no es que sea imposible, sino que está trabada en la red histórica de las suturas.
No puedo conceder a Lyotard su definición de la filosofía: un discurso en busca de sus propias reglas. Hay al menos dos reglas universales sin las cuales no hay razón para seguir hablando de filosofía. La primera es que debe disponer las nominaciones de acontecimientos de sus condiciones, y hacer posible por lo tanto el pensamiento simultáneo, conceptualmente unificado, del matema, del poema, de la invención política y del Dos [46] de amor. La segunda es que el paradigma de recorrido, o de rigor, que establece este espacio de pensamiento donde los procedimientos encuentran abrigo y acogida, debe ser exhibido en el interior de este abrigo y de esta acogida. Es otra manera de decir que la filosofía sólo está de-suturada cuando es, por su cuenta, sistemática. Si a contrario la filosofía declara la imposibilidad del sistema, es porque está suturada, porque entrega el pensamiento a una sola de sus condiciones.
Si a partir del siglo XIX la filosofía ha soportado la doble sutura a su condición política y a su condición científica, se comprende perfectamente que, en especial desde Nietzsche, se haya ejercido sobre ella la tentación de liberarse por la sutura a otra condición. El arte estaba para ello perfectamente designado. Lo que culmina con Heidegger es el esfuerzo, antipositivista y antimarxista, por entregar la filosofía al poema. Cuando Heidegger designa como efectos cruciales de la técnica, por una parte la ciencia moderna, por otra el Estado totalitario, indica en realidad las dos suturas dominantes de las que el pensamiento no estará a salvo más que tras deshacerse de ellas. La vía que propone no es la de la filosofía, según él realizada en la técnica, sino aquélla, presentida por Nietzsche, incluso por Bergson, prolongada en Alemania por el culto filosófico a los poetas, en Francia por el fetichismo de la literatura (Blanchot, Derrida, Deleuze incluido...), que delega lo esencial del pensamiento a la condición artística. Sirvienta de la ciencia al Oeste, de la política al Este, la filosofía ha intentado en Europa occidental servir al menos al otro Amo, el poema. La situación actual de la filosofía es la de Arlequín criado de tres amos. Podemos incluso añadir que un Levinas, en la guisa de una proposición dual sobre el Otro y su rostro, sobre la Mujer, apunta que la filosofía puede llegar también a ser lacayo de su cuarta condición, el amor.
[47] Expongo que es hoy día posible, por lo tanto necesario, romper con todos estos contratos. El gesto que propongo es pura y simplemente el de la filosofía, el de la de-suturación. Nos encontramos con que la apuesta principal, la dificultad suprema, es de-suturar la filosofía de su condición poética. Positivismo y marxismo dogmático no constituyen más que posiciones osificadas. Son suturas puramente institucionales o académicas. Al contrario lo que ha dado poder a la sutura poetizante, por lo tanto a Heidegger, está lejos de hallarse agotado, puesto que ni siquiera ha sido examinado.
¿Qué fueron y qué pensaron los poetas, en el tiempo en que la filosofía perdía su espacio propio, suturada como estaba al matema o a la política revolucionaria?.
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7. La edad de los poetas.
En el periodo que se abre, en líneas generales, justo después de Hegel, periodo en el que la filosofía suele estar suturada o bien a la condición científica, o bien a la condición política, la poesía ha cargado con ciertas funciones de la filosofía. A tal punto es así que todos se ponen de acuerdo en decir que se trata de un periodo excepcional para este arte. No obstante, la poesía y los poetas de los que hablamos no son ni toda la poesía, ni todos los poetas. Se trata de aquellos cuya obra es inmediatamente reconocible como una obra de pensamiento, y para la que el poema es, en el lugar mismo en que la filosofía flaquea, el lugar de la lengua donde se ejerce una proposición sobre el ser y sobre el tiempo. Estos poetas no decidieron substituir a los filósofos, no escribieron en la conciencia clarificada de dicha substitución. Habría más bien que imaginar que se ejerció sobre ellos una especie de presión intelectual inducida por la ausencia de un libre juego en la filosofía, por la necesidad de constituir, desde el interior de su arte, ese espacio general de acogida para el pensamiento y para los procedimientos genéricos que la filosofía, suturada, no alcanzaba ya a establecer. Si la poesía fue singularmente designada para esta función es, por un lado, porque no figuraba, al menos hasta Nietzsche y Heidegger, en las condiciones [50] en las que, de manera privilegiada, la filosofía se suturaba; por otro porque es una vocación lejana de la poesía, arte del vínculo entre la palabra y la experiencia, tener por horizonte quimérico el ideal de la Presencia tal y como una palabra puede fundarla. La rivalidad entre el poeta y el filósofo es una vieja historia, como se ve en el examen especialmente severo al que Platón somete poesía y poetas. La revancha sobre Platón, de la que Nietzsche fue profeta, no pudo menos que aferrarse a la jurisdicción del poema. Descartes, Leibniz, Kant o Hegel podían ser perfectamente matemáticos, historiadores, físicos, pero si hay algo que no fueron, es poetas. Pero desde Nietzsche todos lo pretenden, todos envidian a los poetas, todos son poetas frustrados, o aproximados, o notorios, como se ve con Heidegger, pero también con Derrida, o Lacoue-Labarthe; incluso Jambet o Lardreau saludan la ineluctable pendiente poética dejas relevaciones metafísicas de Oriente.
Porque hubo realmente, en el tiempo de la desherencia suturada de los filósofos, una edad de los poetas. Hubo un tiempo, entre Hölderlin y Paul Celan, en el que el sentido tembloroso de lo que era el tiempo mismo, el modo de acceso más abierto a la cuestión del ser, el espació de composibilidad menos ocupado por brutales suturas, la formulación más perspicaz de la experiencia del hombre moderno, fueron descubiertos y detentados por el poema. Tiempo en el que el enigma del tiempo se quedó prendido en el enigma de la metáfora poética, en el que la desvinculación se vinculó en el «como» de la imagen. Toda-una época se ha representado en filosofías simples como una época consistente, y sobre todo orientada. Había el progreso, el sentido de la Historia, la fundación milenaria, el advenimiento de otro mundo y de otros hombres. Pero lo real de esta época fue más bien la inconsistencia y la desorientación. La poesía, al menos la poesía «metafísica», la poesía más concentrada, [51] la más tensa intelectualmente, la más oscura también, designó y articuló, sola, esta esencial desorientación. La poesía trazó en las representaciones orientadas de la historia una diagonal desorientadora. La resplandeciente sequedad de estos poemas cesuró —por retomar un concepto que Lacoue-Labarthc extrae de Hölderlin— el pathos histórico.
Los representantes canónicos de la edad de los poetas, a partir del momento en que la filosofía intenta suturarse a la condición poética, son objeto de una elección filosófica. Michel Deguy llega a decir —cierto que es poeta—: «La filosofía, para preparar a la poesía». En todo caso para preparar la lista de poetas de cuyas funciones ordinarias la filosofía reconoce haberse apoderado ampliamente. En lo que me concierne (pero yo mantengo que la edad de los poetas concluyó, y desde esta clausura es desde donde enuncio mi propia lista, lista por consiguiente cerrada), reconozco siete poetas cruciales, no porque sean forzosamente los «mejores poetas», distribución de premios impracticable, sino porque han periodizado, escandido, la edad de los poetas. Se trata de Hölderlin, el profeta, el vigía anticipador, y tras él —todos ellos posteriores a la Comuna de París, que marcó apertura de la desorientación representada como sentido orientado— Mallarmé, Rimbaud, Trakl, Pessoa, Mandelstam y Celan.
No es cuestión de estudiar aquí el enmarañamiento histórico, los giros, los poemas fundadores, las operaciones singulares (como el Libro de Mallarmé, el desarreglo de Rimbaud, los heterónimos de Pessoa...) que son otras tantas operaciones conceptuales, cuyo total inalienable compone la edad de los poetas como edad del pensamiento. No obstante, algunas anotaciones.
1) La línea fundamental seguida por nuestros poetas, y que les permite sustraerse a los efectos de las suturas [52] filosóficas, es la destitución de la categoría de objeto. Concretamente: la destitución de la categoría de objeto, y de la objetividad, como formas necesarias de la presentación. Lo que intentan los poetas de la edad de los poetas es abrir un acceso al ser, ahí donde el ser no puede ampararse en la categoría presentativa del objeto. La poesía es, a partir de ese momento, esencialmente desobjetivante. Esto no significa en absoluto que el sentido sea entregado al sujeto, o a lo subjetivo. Al contrario, ya que de lo que la poesía tiene una consciencia aguda es del vínculo que las suturas organizan entre «objeto», «objetividad» y «sujeto». Este vínculo es constitutivo del saber, o del conocimiento. Pero precisamente el acceso al ser que intenta la poesía no es del orden del conocimiento. Es diagonal a la oposición sujeto/objeto. Cuando Rimbaud colma de sarcasmos a la «poesía subjetiva», o cuando Mallarmé establece que el poema sólo se da cuando su autor como sujeto se ha ausentado, ambos entienden que la verdad del poema adviene en tanto que lo que enuncia no testimonia ni de la objetividad, ni de la subjetividad. Para todos los poetas de la edad de los poetas, si la consistencia de la experiencia está vinculada a la objetividad, como las filosofías suturadas lo pretenden, sustentándose en Kant, entonces hay que sostener audazmente que el ser inconsiste, lo que Celan resumira admirablemente: «En las inconsistencias apoyarse.»
La poesía que busca la huella, o el umbral de la Presencia, deniega poderse mantener en tal umbral conservando el tema de la objetividad y, en consecuencia, tampoco es un sujeto —correlato obligado del objeto— el soporte de dicha experiencia. Si la poesía ha captado en lo oscuro la oscuridad del tiempo, es porque ha destituido, sea cual sea la diversidad —e incluso la dimensión inconciliable de sus procedimientos— el cuadro «objetivante» sujeto/objeto donde, en el elemento de las suturas, se afirmaba filosóficamente que dicho tiempo estaba [53] orientado. Frente a la ley de una verdad que agujerea e inutiliza todo conocimiento, la desorientación poética supone, ante todo, la existencia de una experiencia sustraída simultáneamente a la objetividad y a la subjetividad.
2) Lo que ha conferido poder al pensamiento de Heidegger ha sido haber cruzado la crítica propiamente filosofica de la objetividad con su destitución poética. La genialidad —teniendo en cuenta que no es sino un modo de sutura, esta vez a la condición poética— ha sido:
— Captar, especialmente a través del examen de Kant, que lo que separaba «la oncotogía fundamental» de la doctrina del conocimiento era el mantenimiento en la segunda de la categoría de objeto, hilo conductor y límite absoluto de la crítica kantiana.
— No haber caído sin embargo en el subjetivismo, o en una filosofía radical de la conciencia (vía seguida en definitiva por Husserl), sino al contrario pronunciar la descontrucción del tema del sujeto, considerado como avatar último de la metafísica, y correlato obligado de la objetividad.
— Mantenerse firmemente en la distinción capital entre saber y verdad, o entre conocimiento y pensamiento, distinción que es el fundamento latente de la empresa poética. — Llegar así al punto donde resulta posible entregar la filosofía a la poesía. Esta sutura aparece como una garantía de la fuerza, pues es cierto que ha habido una edad de los poetas. La existencia de los poetas le ha dado al pensamiento de Heidegger, sin ella aporérito y desesperado, el suelo de historicidad, de efectividad, apto para conferirle —desde el momento en que el espejismo de una historicidad política se concretó y disolvió en el horror nazi— lo que debía ser su única ocurrencia real.
Hasta hoy, el pensamiento de. Heidegger extrae su poder de persuasión del hecho de haber sido el único en captar lo que estaba en juego en el poema, especialmente la destitución del fetichismo del objeto, la oposición [54] de la verdad al saber y, finalmente, la desorientación esencial de nuestra época.
Por eso la única crítica fundamental a Heidegger sería la siguiente: la edad de los poetas concluyó, es necesario de-suturar la filosofía de su condición poética. Lo que quiere decir: la desobjetivación, la desorientación no tienen por qué mantenerse hoy enunciadas en la metáfora poética. La desorientación es conceptualizable.
3) Hay no obstante, en el balance heideggeriano de la edad de los poetas, una falsedad. Heidegger hace como si el decir poético identificara la destitución de la objetividad y la destitución de la ciencia. Arriesgando lo Abierto desde el seno mismo del desamparo técnico, el poema haría compadecer, expondría la_«ciencia moderna» mediante la categoría de la objetivacjon del mundo y del sujeto como voluntad aniquiladora. Heidegger «monta» la antinomia del matema y del poema de manera que coincida con la oposición del saber y la verdad, o de la pareja sujeto/objeto y del Ser. Pero este montaje no es legible en la poesía de edad de los poetas. La auténtica relación de los poetas con las matemáticas es de otro orden. Aparece como una relación de rivalidad en torsión, de comunidad heterogénea en el mismo punto. La voluntad «algebraica» de la poesía mallarmeana es flagrante, y cuando escribe «vous mathématiciens expirátes», no es sino para señalar que en el lugar preciso en donde se juega la conspiración del azar y del infinito, la poesía releva al matema. Cuando Rimbaud anota —sentencia particularmente profunda sobre la esencia literal de la ciencia—: «¡Si los débiles se pusieran a pensar en la primera letra del alfabeto, podrían precipitarse muy pronto en la locura!», inscribe al mismo tiempo la pasión del matema del lado de los desarreglos salvadores, pues ¿qué es en el fondo la matemática sino la decisión de pensar sobre las letras? Lautréamont, digno heredero de Platón, de Espinosa y de Kant, considera que las matemáticas le [55] han salvado, y le han salvado en el lugar concreto de la destitución de la pareja sujeto/objeto, u Hombre/ mundo: «[Oh matemáticas severas!, no os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como una ola refrescante. Sin vosotras, en mi lucha con el hombre, quizá hubiera sido vencido».
Y cuando Pessoa escribe: «O binomio de Newton é tao belo como a Venus de Milo / O que há é pouca gente para dar por isso», nos da a pensar que más que oponer la verdad del poema al nihilismo latente del matema, el imperativo sería procurar que de esta identidad de belleza, no ya «poca gente», sino todo el mundo, se dé cuenta al fin.
La poesía, más profunda en ello que su sirviente filósofo, ha sido enteramente consciente de compartir el pensamiento con las matemáticas. Ha percibido ciegamente que el matema, en su pura donación literal, en su sutura vacía a toda presentación-múltiple, también cuestionaba y destituía el predominio de la objetividad. Los poetas han sabido, en verdad mejor que los matemáticos mismos, que no existía objeto matemático.
Toda sutura es una exageración porque, como he repetido con Heidegger, la filosofía agrava los problemas. Suturada a una de sus condiciones, le confiere virtudes que desde el interior del ejercicio de esta condición no sabríamos percibir. Aislando el poema como figura única del pensamiento y del riesgo, como instancia destinal del desamparo y de la salvación; llegando incluso a considerar, siguiendo a René Char, «un poder de los poetas y los pensadores» ha excedido la jurisdicción poética que, salvo cuando «adquiere la pose», lo que es desgraciadamente el caso de Char más a menudo que el suyo, no legisla sobre tal unicidad, y trata en particular el matema—pero también la política y el amor— desde otro ángulo. No ha obrado mejor con respecto al [56] poema que los que —yo fui uno de ellos— absolutizaron filosóficamente la política desde el interior de la sutura marxista, bastante mas allá de lo que la política real era capaz de enunciar sobre ella misma. Pero tampoco mejor que las promesas miríficas'que los filósofos positivistas extirparon de una ciencia que no podía dar más de sí, y a la cual la promesa, cualquiera que fuese le era totalmente ajena.
4) La operación central a partir de la cual puede ser admitido y pensado un poeta de la edad de los poetas es su «método» de desobjetivación: el procedimiento, frecuentemente complejo, que pone en práctica para producir verdades, en lugar de saber, y para enunciar la desorientación en el movimiento metafórico de una destitución de la pareja sujeto/objeto. Son procedimientos que diferencian a los poetas y periodizan la edad de los poetas. Son principalmente de dos tipos: la operación de la carencia o la del exceso. El objeto está, o bien sustraído, retirado de la Presencia por su propia autodisolución (el método de Mallarmé), o bien extirpado de su dominio de aparición, desarticulado por su excepción solitaria, y vuelto, a partir de ese momento, substituible a cualquier otro (el método de Rimbaud). El poema regula la carencia, o desarregla la presentación. Simultáneamente el sujeto es invalidado, ya sea por ausentamiento (Mallarmé), o por pluralización efectiva (Pessoa, Rimbaud: «Ante vanos hombres, hablé, en voz alta con un momento de una de sus otras vidas, —Así amé a un puerco»). Nada mejor que el inventario de estos procedimientos indica hasta qué punto estos poemas están conectados, substituidos de hecho provisionalmente, a lo «construido» del espacio de pensamiento que define la filosofía.
5) La obra de Paul Celan enuncia, en su borde terminal, y del interior de la poesía, el final de la edad de los poetas. Celan concluye a Hölderlin.
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8. Acontecimientos
Si es hoy día posible, por tanto necesario, de-suturar la filosofía y proclamar su renacimiento; si tras la larga suspensión que ocasionaron los sucesivos y ruinosos privilegios de la condición científica (positivismos), de la condición política (marxismos) y de la condición poética (desde Nietzsche hasta hoy), el imperativo es de nuevo configurar las cuatro condiciones a partir de una doctrina enteramente remodelada de la verdad; si en ruptura con los repetidos anuncios del «final de la filosofía», del «final de la metafísica», de la «crisis de la razón», de la «desconstrucción del sujeto», la tarea es retomar el hilo de la razón moderna, dar un paso más en la filiación de la «meditación cartesiana»: todo esto sería tan sólo voluntarismo arbitrario, si lo que funda su sentido no tuviera el estatuto de acontecimientos cruciales acaecidos en el registro de cada una de las cuatro condiciones. Y ello a pesar de que los acontecimientos poseen todavía nominaciones suspendidas o precarias. Son estos acontecimientos del matema, del poema, del pensamiento del amor y de la política inventada los que prescriben el retorno de la filosofía, en la aptitud de disponer un lugar intelectual de abrigo y acogida para lo que actualmente es nombrable de estos acontecimientos.
[58] En el orden del matema, este acontecimiento lo constituye el trayecto que va de Cantor a Paul Cohen. Funda la paradoja central de la teoría de lo múltiple y lo articula, por primera vez de manera íntegramente demostrativa, en un concepto discernible de lo que es una multiplicidad indiscernible. Resuelve, en un sentido opuesto al que proponía Leibniz, la cuestión de saber si un pensamiento racional del ser-en-tanto-que-ser se pliega o no a la soberanía de la lengua. Hoy sabemos que no es así y que, al contrario, sólo es teniendo en cuenta la existencia de multiplicidades cualesquiera, innombrables, «genéricas», multiplicidades que no delimita ninguna propiedad de la lengua, como resulta posible acercarse a la verdad del ser de un múltiple dado. Si la verdad hace agujero en el saber, si no hay pues saber de la verdad sino solamente producción de verdades, es porque, pensada matemáticamente en su ser —como multiplicidad pura—, una verdad es genérica, está sustraída a toda designación exacta, es excedente con respecto a lo que ésta permite discernir. El precio de esta certeza es que la cantidad de un múltiple soporta una indeterminación, una especie de falla disyuntiva, que constituye todo lo real del ser mismo: resulta en verdad imposible pensar la relación cuantitativa entre el «número» de elementos de un múltiple infinito y el número de partes. Esta relación tiene solamente la forma de un exceso errante: se sabe que las partes son más numerosas que los elementos (teorema de Cantor), pero ninguna medida de este «más» se deja establecer. Por lo demás, es en este problema real —el exceso errante en el cuantitativo infinito— donde se establecen las grandes orientaciones en el pensamiento. El pensamiento nominalista rechaza este resultado y sólo admite en la existencia las multiplicidades nombrables. Es anterior al acontecimiento del matema del que hablo, es pues un pensamiento conservador. El pensamiento trascendente cree que la determinación [59] nación de un punto-múltiple situado más allá de las medidas ordinarias regulará, fijará «por encima», el errar del exceso. Es un pensamiento que, aunque tolera lo indiscernible, lo considera como el efecto transitorio de la ignorancia de un múltiple «supremo». No ratifica por lo tanto el exceso y el errar como leyes del ser, está a la espera de una lengua completa, pero al mismo tiempo admite que todavía no la poseemos. Es un pensamiento profetice. Por último, el pensamiento genérico asume lo indiscernible como modo de ser de toda verdad, y considera el errar del exceso como lo real del ser, como el ser del ser. Puesto que el resultado es que toda verdad es una producción infinita suspendida a un acontecimiento, irreductible a los saberes establecidos, y determinada solamente por la actividad de los fieles a este acontecimiento, se puede decir que el pensamiento genérico es, en el más amplio sentido, un pensamiento militante. Si nos arriesgamos a dar un nombre al acontecimiento del que somos filósofos contemporáneos, acordaremos que este acontecimiento es el de la multiplicidad indiscernible, o genérica, como ser-en-verdad del múltiple puro (por lo tanto como verdad del ser-en-tanto-que-ser).
En el orden del amor, del pensamiento del amor como portador efectivo de verdades, el acontecimiento lo constituye la obra de Jacques Lacan. No tenemos por qué entrar aquí en la cuestión suplementaria del estatuto del psicoanálisis, pregunta antaño formulada, en referencia a la sutura positivista, bajo la forma «¿es el psicoanálisis una ciencia?», y que yo enunciaría más bien: «¿Es el psicoanálisis un procedimiento genérico? ¿Forma parte de las condiciones de la filosofía?». Señalemos únicamente que, dado que de Platón a Freud y Lacan la filosofía no ha conocido más que cuatro procedimientos genéricos, supondría un hecho considerable, y justificaría en parte la frecuente arrogancia de los sectarios [60] del psicoanálisis, que éste impusiera al filósofo la obligación de ocuparse de un quinto procedimiento. Sería en verdad una revolución en el pensamiento, una época enteramente nueva de las actividades configurantes de la filosofía. Pero si consideramos el psicoanálisis como un dispositivo de opinión adosado a prácticas institucionales, el resultado sería únicamente que Freud y Lacan son en realidad filósofos, grandes pensadores que, con respecto a este dispositivo de opinión, han contribuido a la conceptualización del espacio general en donde los procedimientos genéricos del tiempo encuentran el abrigo y la acogida de su composibilidad. Habrán tenido todo lo más el inmenso mérito de mantener y refundir la categoría de sujeto, en los tiempos en que la filosofía, diversamente suturada, abdicaba de este problema. Habrán proseguido a su manera la «meditación cartesiana», y no sería fruto del azar el que Lacan, desde el comienzo de su obra esencial, haya lanzado la consigna de una «vuelta a Descartes». Es posible que no hayan podido hacerlo más que recusando el estatuto de filósofo o apelando, como Lacan, a la antifilosofía. La situación de pensamiento de Freud y Lacan ha sido sin duda acompañar, como su reverso, la operación desubjetivante de la edad de los poetas.
Puede parecer extraño hacer de Lacan un teórico del amor, y no del sujeto, o del deseo. Lo que ocurre es que examino aquí su pensamiento desde el estricto punto de vista de las condiciones de la filosofía. Es probable (aunque el número y la complejidad de los textos que le consagra resulta de todas maneras sintomático) que el amor no sea un concepto central de la obra explícita de Lacan. Sin embargo, a través de la innovaciones de pensamiento que tratan del amor, su empresa constituye acontecimiento y condición para el renacimiento de la filosofía. Por lo demás, no conozco desde Platón una teoría del amor tan profunda como la suya, el Platón del [61] Banquete con quien Lacan dialoga constantemente. Cuando Lacan escribe: «El amor es quien aborda en el encuentro al ser como tal», muestra bien la función propiamente ontológica que asigna al amor y qué tipo de inciso tiene consciencia de operar en las configuraciones de la filosofía.
Porque es a partir del amor como se piensa el Dos en tanto que división del dominio del Uno, del que sin embargo, soporta la imagen. Es sabido que Lacan procede a una especie de deducción lógica del Dos de los sexos, de la «parte» mujer y de la «parte» hombre de un sujeto, participación que combina la negación y los cuantificadores —universal y existencial— para definir una mujer como «no-toda», y el polo masculino como vector del Todo así mellado. El amor es la efectividad de este Dos paradójico, que por él mismo está en el elemento de la no-relación, de lo des-ligado. Es el «acceso» del Dos como tal. Originado en el acontecimiento de un encuentro (ese «de repente» sobre el que Platón insiste), el amor trama la experiencia infinita, o inacabable, de lo que de este Dos constituye ya un exceso irremediable sobre la ley del Uno. Diré en mi lenguaje que el amor hace advenir como multiplicidad sin nombre, o genérica, una verdad sobre la diferencia de los sexos, verdad evidentemente sustraída al saber, especialmente al saber de los que se aman. El amor es la producción, fiel al acontecimiento-encuentro, de una verdad sobre el Dos.
Lacan constituye un acontecimiento para la filosofía porque dispone toda clase de sutilidades sobre el Dos, sobre la imagen del Uno en lo des-ligado del Dos, y ordena las paradojas genéricas del amor. Además, apoyándose en su experiencia, sabe igualmente enunciar, por ejemplo en una referencia al amor cortés y una comparación con él, el estado contemporáneo de la cuestión del amor. Propone no solamente un concepto, articulado [62] según los enredos de la diferencia y de su procedimiento vivo, sino además un análisis de la coyuntura. Por eso el antifilósofo Lacan es una condición del renacimiento de la filosofía. Una filosofía es hoy posible, por tener que ser composible con Lacan.
En el orden de la política, el acontecimiento está concentrado en la secuencia histórica que va más o menos de 1965 a 1980, y que ha visto encadenarse lo que Sylvain Lazarus llama los «acontecimientos oscuros»[5] entendámonos: oscuros desde el punto de vista de la política. Se trata de: mayo del 68 y sus secuelas, la revolución cultural china, la revolución iraní, el movimiento obrero y nacional en Polonia («Solidaridad»). No es éste el momento de decir si tales acontecimientos, en tanto que puros hechos, fueron fastos o nefastos, victorias o derrotas. Lo que es seguro, es que estamos suspendidos a su nominación política. A excepción sin duda del movimiento polaco, la opacidad de estas ocurrencias político-históricas viene del hecho de que ellas se representaban, en la conciencia de sus actores, en marcos de pensamiento cuyo carácter caduco pronunciaban al mismo tiempo. Así, mayo del 68 o la revolución cultural se referían comúnmente al marxismo-leninismo, cuya ruina —como sistema de representación política— estaba precisamente inscrita en la naturaleza misma de los acontecimientos, como pronto se verificó. Lo que estaba pasando, aunque pensando en este sistema, no era en él pensable. De la misma manera, la revolución iraní se ha inscrito en una predicación islámica a menudo arcaizante, mientras que el núcleo de la convicción popular y su simbolización excedía por todas partes esta predicación. Nada ha atestado mejor que un acontecimiento es supernumerario, no solamente con respecto a su emplazamiento, sino también respecto a la lengua disponible, [63] que esta discordancia entre la opacidad de la intervención y la vana transparencia de las representaciones. De esta discordancia resulta que los acontecimientos en cuestión no están aún nombrados, o más bien que el trabajo de su nominación (lo que llamo la intervención en el acontecimiento) no está, ni mucho menos, concluido. Una política es hoy, entre otras cosas, la capacidad para estabilizar fielmente y a largo plazo esta nominación. La filosofía está bajo condición de la política en la exacta medida en que lo que ella dispone como espacio conceptual se confirma homogéneo a esta estabilización, cuyo proceso propio es estrictamente político. Vemos como mayo del 68, Polonia, etc... participan de la de-suturación de la filosofía: lo que está ahí en juego en cuanto a la política no es ciertamente transitivo a la filosofía, como el «materialismo dialéctico» pretendía serlo a la política estalinista. Son al contrario la dimensión excesiva del acontecimiento y la tarea que este exceso prescribe a la política las que condicionan a la filosofía, porque ésta tiene el deber de establecer que las nominaciones políticamente inventadas del acontecimiento sean composibles con lo que simultáneamente (es decir: para nuestra época) constituye la ruptura en el orden del matema, del poema y del amor. La filosofía es de nuevo posible justamente porque no tiene que legislar sobre la Historia o sobre la política, sino solamente pensar la reapertura contemporánea de la posibilidad de la política a partir de los acontecimientos oscuros.
En el orden del poema, el acontecimiento lo constituye la obra de Paul Celan, a la vez por sí misma y por lo que detenta, en el borde último, de la totalidad de la edad de los poetas. Es sintomático que sea en la referencia a los poemas de Celan donde empresas de pensamiento tan diversas como la de Derrida, Gadamer o Lacoue-Labarthe pronuncien la ineluctable sutura de la filosofía a su condición poética. El sentido que concedo a [64] estos poemas (pero también, en cierto modo, a los de Pessoa y Maldelstam) es exactamente inverso. Leo en ellos, poéticamente enunciada, la confesión de una poesía que sin bastarse ya a ella misma, pide ser liberada de la carga de la sutura; una poesía en espera de una filosofía liberada de la autoridad aplastante del poema. Lacoue-Labarthe, al descifrar en Celan una «interrupción del arte», ha intuido —en sentido equivocado— esta demanda. La interrupción, a mi parecer no es la de la poesía sino de la poesía a la que la filsofía se ha entregado. El drama de Celan consistió en tener que afrontar el sentido en sin-sentido de la época, su desorientación, con el único recurso solitario del poema. Cuando en Anabasis evoca la «ascensión» hacia «la palabra que cobija: juntos»[6], es al ultra-poema a lo que aspira, a compartir un pensamiento menos sumido en la unicidad metafórica. El imperativo que nos lega esta poesía, el acontecimiento cuyo nombre nos prescribe encontrar en otro lugar, es la llamada poética a la reconstitución de una concentración compartida de la disposición conceptual de nuestro tiempo, es la formulación en el poema del final de la edad de los poetas, de la que se olvida demasiado a menudo que constituyó la gloria, pero también el tormento y la soledad de sus poetas, soledad agravada, y no reducida, por las filosofías que se suturaron a la poesía.
Todo depende, es verdad, del sentido que acordemos al encuentro entre Celan y Heidegger, episodio cuasi-mítico de nuestra época. La tesis de Lacoue-Labarthe es que el poeta judío superviviente no pudo, ¿qué? ¿Tolerar? ¿Soportar? En todo caso hacer abstracción del hecho de que el filósofo de los poetas guardara en su presencia, [65] y en toda presencia, el más absoluto silencio sobre la exterminación. No dudo ni un instante que sea verdad. Pero ocurre también, y necesariamente, que ir a ver al filósofo era experimentar lo que la «ascensión» al sentido de la época podía esperar de él, en el elemento del ultrapoema. Pero a lo que este filosofo reenviaba era, precisamente, al poema, de manera que el poeta se encontró frente a él más solo que nunca. Hay que tener en cuenta que la cuestión de Heidegger «¿por qué poetas?» puede transformarse para el poeta en «¿por qué filósofos?», y que si la respuesta a esta pregunta es «para que haya poetas», se redobla la soledad del poeta. Soledad que en la obra de Celan constituye acontecimiento desde el momento en que, poéticamente, requirió su relevo. Estos dos significados del encuentro no son por otra parte contradictorios. ¿Cómo podría Heidegger romper el espejo del poema —lo que hace a su manera la poesía de Celan—, si no creía poder elucidar en el orden de las condiciones políticas, su propio compromiso nacional-socialista? Este silencio, aparte de ofender gravemente al poeta judío, era también una irremediable carencia filosófica, porque llevaba al extremo, y hasta lo intolerable, los efectos reductores y anuladores de la sutura. Celan ha podido experimentar en esa ocasión lo que, en su ocaso, resultaba del fetichismo filosófico del poema. El sentido profundo de su obra poética es el de liberarnos de este fetichismo, el de liberar al poema de sus parásitos especulativos, el de restituirlo a la fraternidad de su tiempo, donde tendrá en adelante que ser vecino en el pensamiento del matema, el amor, la invención política. El acontecimiento es que, en la desesperación y la angustia, el poeta Celan descubre en poesía la contraseña de esta restitución.
Tales son los acontecimientos que, en cada uno de los procedimientos genéricos, condicionan hoy a la filosofía. Nuestro deber es producir la configuración conceptual [66] susceptible de acogerlos, por poco nombrados, o identificados, que aún estén. ¿Cómo son simultáneamente posibles para el pensamiento lo genérico de Paul Cohen, la teoría del amor de Lacan, la política fiel a mayo del 68 y a Polonia, la llamada poética de Celan al ultra-poema? No se trata en absoluto de totalizarlos, estos acontecimientos son heterogéneos, inalineables. Se trata de producir los conceptos y las reglas de pensamiento, quizá en el extremo opuesto a toda mención explícita de estos nombres y de estos actos, o quizá junto a ellos, depende, pero de forma que a través de estos conceptos y de estas reglas, nuestro tiempo pueda ser representable como el tiempo en el que algo del pensamiento ha tenido lugar, que antes nunca había tenido lugar, y que en adelante está en común para todos, incluso si lo ignoran, porque una filosofía ha constituido para todos el abrigo común de este «haber-tenido-lugar».
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9. Poemas.
El contenido del gesto de recomposición de la filosofía que propongo está ampliamente dictado por la singularidad de los acontecimientos que han afectado a los cuatro procedimientos genéricos (Cantor-Gödel-Cohen para el matema, Lacan para el concepto del amor, Pessoa-Mandelstam-Celan para el poema, la secuencia de los acontecimientos oscuros, entre 1965 y 1980, para la invención política). Una vez efectuada la identificación de los acontecimientos, se desprenden con claridad las grandes cuestiones conceptuales inducidas por el suspenso de estas ocurrencias del pensamiento, cuestiones que se trata de proyectar filosóficamente en un espacio único donde serán pensados los pensamientos de nuestro tiempo. Por lo demás, aún cuando deniegan a la filosofía el derecho de existir y polemizan contra la sistematicidad, todos nuestros filósofos, heldeggerianos, sofistas modernos, lacanianos metafísicos, doctrinarios del poema, sectarios de multiplicidades proliferantes, todos trabajan sobre estas cuestiones: no se puede escapar fácilmente al imperativo de las condiciones, incluso desconociéndolo, ya que lo que lo funda ha tenido lugar.
Una de las cuestiones principales —más allá de su formulación comente, es decir dialéctica— es la del [68] Dos. Ya he mostrado que ella sostenía toda la analítica del amor. Pero está claro que ocupa el centro de la novación política, indicando el lugar que el conflicto debe ocupar en lo sucesivo. El marxismo clásico ha sido un dualismo radical, proletariado contra burguesía. Ha hecho del antagonismo la clave de toda representación de la política. «Lucha de clases» y «revolución», más tarde —en la visión estatal— «dictadura del proletariado» han constituido el armazón del campo de reflexión de las prácticas. La política sólo era pensable en la medida .en que el movimiento de la Historia estaba estructurado por un Dos esencial fundado en lo real de la economía y de la explotación. La política «concentraba la economía», lo que quería decir que organizaba la estrategia del Dos en torno al poder de Estado. Tenía como fin último la destrucción de la maquinaria política del adversario, substituía los afrontamientos dispersos y más o menos pacíficos que oponen, en el terreno social, a explotadores y explotados, por un afrontamiento global, estando cada clase proyectada en un órgano político que la representaba, un partido político de clase. Sólo la violencia (insurrección o guerra popular prolongada) podía zanjar conflicto. Pero, precisamente, lo que los acontecimientos oscuros de los años 60-70 han puesto a la orden del día es el ocaso, la inoportunidad histórica de esta poderosa concepción. Lo que se busca hoy es un pensamiento de la política que, aunque tratando el conflicto, teniendo el Dos estructural en su campo de intervención, no tenga a ese Dos por esencia objetiva. O, más bien, a la doctrina objetivista del Dos (las clases son transitivas al proceso de producción) la novación política en curso intenta oponer una visión del Dos «en historicidad», lo que quiere decir que el Dos real es una producción del acontecimiento, una producción política, y no un presupuesto objetivo, o «científico». Debemos hoy proceder a una inversión de la cuestión del Dos: de [69] ser modelo del concepto en objetividad (la lucha de clases, o la dualidad de sexos, o el Bien y el Mal...), va a devenir aquello a lo que se prende la producción azarosa que se vincula a un acontecimiento. El Dos, y no el Uno como sucedía anteriormente es lo que adviene el Dos en post-acontecimiento. El Uno (la unidad de clases, la fusión amorosa, la Salvación...) era impartido al hombre como su dificultad y su tarea. Al contrario, pensaremos que nada es más difícil que el Dos, nada más sumiso simultáneamente al azar y a la labor fiel. El supremo deber del hombre es el de producir, conjuntamente, el Dos y el pensamiento del Dos, el ejercicio del Dos.
La segunda cuestión es la del objeto y la objetividad. He mostrado que la función decisiva de los poetas de la edad de los poetas ha sido establecer que el acceso al ser y a la verdad suponía la destitución de la categoría de objeto como forma orgánica de la presentación. El objeto puede ser una categoría del saber, pero obstaculiza la producción post-acontecimiento de verdades. La desobjetivación poética, condición de una apertura a nuestra época como época desorientada, autoriza el enunciado filosófico que, en su desnudez radical es: toda verdad carece de objeto.
El problema fundamental sería entonces: ¿la destitución de la categoría de objeto arrastra consigo la destitución de la categoría de sujeto?. Este es, sin duda alguna, el efecto visible de la mayor parte de los poemas de la edad de los poetas. He señalado la pluralización, la diseminación del sujeto en Rimbaud, su ausentamiento en Mallarmé. El sujeto de la poesía de Trakl no ocupa sino el lugar del Muerto. A Heidegger le resulta fácil —suturado como lo está a los poetas— decir que es imposible pensar el emplazamiento contemporáneo del Hombre a partir de las categorías de sujeto y objeto. A contrario, Lacan ha sido el guardián del sujeto en la medida en que [70] también ha retomado, reelaborado, la categoría de objeto. En tanto que causa del deseo, el objeto lacaniano (muy próximo a decir verdad del «objeto trascendental = X» de Kant, por su carácter insimbolizable y puntual) es determinación del sujeto en su ser, lo que Lacan explícita así: «Este sujeto que cree poder acceder a él mismo al designarse en el enunciado no es otro que un tal objeto».
Podemos resumir la situación a partir de la lógica de las suturas, tal como ha presidido hasta hoy al des-ser de la filosofía contemporánea. Las filosofías suturadas a su condición científica conceden una gran importancia a la categoría de objeto, y la objetividad es su norma reconocida. Las filosofías suturadas a la condición política, es decir las vanantes del «viejo marxismo», o bien plantean que un sujeto «emerge» de la objetividad (paso de la «clase-en-sí» a la «clase-para-sí», generalmente en virtud del Partido), o bien, más consecuentes, destituyen el sujeto a favor de la objetividad (para Althusser, la materia de la verdad es competencia del proceso sin sujeto), y se acercan paradójicamente a Heidegger haciendo del sujeto un simple operador de la ideología burguesa (para Heidegger, «sujeto» es una elaboración secundaria del reino de la técnica, pero podemos interpretarlo y decir que este reino es de hecho el reino de la burguesía). Para las filosofía suturadas al poema o, en general, a la literatura, al arte mismo, el pensamiento se dispensa tanto del objeto como de sujeto. Por último, para los lacanianos hay conceptos admisibles de uno y otro. Todos están de acuerdo en un único punto, axioma tan general de la modernidad filosófica que no puedo sino suscribir: en todo caso, está fuera de lugar definir la verdad como «adecuación del sujeto y del objeto». Todos divergen cuando se trata de disponer efectivamente la crítica de la adecuación, no estando de acuerdo sobre el estatuto de los términos (sujeto y objeto) entre los cuales opera.
[71] Se observará que esta tipología deja un lugar vacío: él de un pensamiento que mantendría l la categoría de sujeto, pero concedería a los poetas la destitución del objeto. La tarea de un pensamiento semejante sería producir un concepto de sujeto tal que no se apoye en ninguna mención del objeto, un sujeto, podríamos decir, sin frente afrente. Este lugar tiene mala reputación, pues evoca el idealismo absoluto del obispo Berkeley. Sin embargo, se habrá entendido que es a ocuparlo a lo que me dedico. Considero central para un renacimiento posible de la filosofía el problema del sujeto sin objeto, de la misma manera que la desobjetivación, desligando la verdad del saber, ha fundado la edad de los poetas, es decir la crítica decisiva de las suturas positivistas y que tienden al marxismo. Mantengo además que un sólo concepto, el de procedimiento genérico, reúne la desobjetivación de la verdad y del sujeto, haciendo aparecer el sujeto como simple fragmento acabado de una verdad post-acontecimiento sin objeto. Sólo en la vía del sujeto sin objeto podremos simultáneamente re-abrir la «meditación cartesiana» y mantenernos fieles a las adquisiciones de la edad de los poetas, en una fidelidad propiamente filosófica, y por tanto desuturada. Estoy convencido de que es a fin de cuentas a dicho movimiento del pensamiento al que nos convocaban los poemas de Paul Celan, y en especial esa misteriosa exhortación que combina la idea de que el acceso al ser no es la vía abierta y real de la objetividad, con la del predominio sustractivo de las marcas, de la inscripción, sobre la extensión engañosa de la donación sensible:
«Un sentido sobreviene también
por la senda más estrecha
que fractura
la más mortal de nuestras
marcas erigidas.»
[72] La tercera cuestión es la de lo indiscernible. La soberanía de la lengua es hoy dogma general, aunque entre la «lengua exacta» de la que sueñan los positivistas y el «decir poético» de los heideggerianos haya más de un malentendido sobre la esencia del lenguaje. Igual que un abismo separa el nominalismo integral de Foucault y la doctrina de lo simbólico en Lacan. Sin embargo, en lo que todos se ponen de acuerdo —inscritos como están en lo que Lyotard llama el «gran viraje lenguajero»[7] de la filosofía occidental— es en que en las lindes del lenguaje y del ser no hay nada, y que o bien existe un posible «recogimiento del sen> en el lenguaje, o bien lo que es no es tal sino por ser nombrado, o bien el ser como tal está sustraído al lenguaje, lo que nunca tuvo otro sentido que el de entregarlo a otra lengua, ya sea la del poeta, la del Inconsciente, o la de Dios. Ya indiqué que en este problema, sólo el matema nos guía. La convicción contemporánea es la misma que la de Leibniz: si entendemos por «indiscernible» un concepto explícito de lo que se sustrae a la lengua, no puede haber indiscernible para el pensamiento. De lo que se sustrae a la lengua, no puede haber ni concepto, ni pensamiento. Razón por la cual lo insimbolizable real de Lacan es el «horror», aunque, a pesar de todo, a lo que advierte en tanto que adviene, Lyotard ve necesario darle el nombre de «frase». Lo que no es nombrable, más vale tenerlo a distancia del pensamiento. Del «principio de los indiscernibles» de Leibniz, Wittgenstein ha dado al final del Tractatus la versión consensual: «De lo que es imposible hablar, mejor es callarlo». Pero sabemos, desde el acontecimiento en el matema que constituyen los operadores de Paul Cohen, que es posible producir exactamente un concepto de lo indiscernible y establecer, bajo ciertas condiciones, la existencia de multiplicidades [73] que correspondan a este concepto, las multiplicidades «genéricas». Es pues sencillamente falso que de lo que no se pueda hablar (en el sentido de que no hay nada que decir de ello que lo especifique, que le acuerde propiedades separadoras), mejor sea callarlo. Al contrario, hay que nombrarlo, hay que discernirlo como indiscernible. Si aceptamos encontrarnos bajo los efectos de la condición matemática, ya ni estamos obligados a escoger entre lo nombrable y lo impensable. Ya no estamos suspendidos entre aquello de lo que hay explicitación en la lengua, y aquello de lo que no hay sino una «experiencia» inefable, insostenible, y que deshace el espíritu. Pues lo indiscernible, aunque debilite el poder separador del lenguaje, no está por ello menos propuesto al concepto, el cual puede legislar demostrativamente sobre su existencia.
A partir de aquí es posible volver al objeto y al Dos, y mostrar el profundo vínculo que existe entre nuestros tres problemas. Si la verdad no tiene nada que ver con la categoría de objeto, es precisamente porque siempre es, como resultado de un procedimiento infinito, un múltiple indiscernible. Si el Dos es ajeno a todo fundamento objetivo de la política o del amor, es porque estos procedimientos pretenden indiscernir subconjuntos, existenciales o populares, y no arrojarlos «contra» lo que domina su situación. Porque un amor suplemento una vida, más que vincularla a otra. Porque una política, a partir de su acontecimiento fundador, tiende a delimitar lo indelimitable, a hacer existir en un múltiple a gente cuya comunidad no puede captar la lengua establecida, ni su interés. Por último, si el Dos es una producción, y no un estado, es porque lo que distingue paso a paso en la situación donde reina el Uno es «otro Uno», sino la figura inmanente de lo que no ha sido contado. La filosofía debe hoy anudar la destitución del objeto, la inversión de la instancia del Dos, y el pensamiento de [74] lo indiscernible. Debe salir de la forma de la objetividad, en beneficio únicamente del sujeto, considerar el Dos como una descendencia, azarosa y tenaz, del acontecimiento, e identificar la verdad a lo cualquiera, a lo sin-nombre, a lo genérico. Anudar estas tres prescripciones supone un espacio de pensamiento complejo, cuyo concepto central es el de sujeto sin objeto, él mismo consecuencia de la genencidad en tanto que devenir fiel, en el ser mismo, de un acontecimiento que lo suplementa. Dicho espacio, si alcanzamos a disponerlo, acogerá la figura contemporánea de las cuatro condiciones de la filosofía.
En cuanto a su forma, el gesto filosófico que propongo es platónico.
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10. Gesto platónico.
Levantar acta del final de una edad de los poetas, convocar como vector de la ontología las formas contemporáneas del matema, pensar el amor en su función de verdad, inscribir las vías de un comienzo de la política: estos cuatro rasgos son platónicos. También Platón tuvo que mantener a los poetas, cómplices inocentes de la sofística, al exterior del proyecto de fundación filosófica, incorporar a su visión del «logos» el tratamiento matemático del problema de los números irracionales, reconocer en la ascensión hacia lo Bello y las Ideas lo repentino del amor, y pensar el crepúsculo de la Ciudad democrática. A lo que habría que añadir que, de la misma manera que Platón tiene por interlocutores, a la vez coriáceos y portadores de modernidad, a los profesionales de la sofística, asimismo la tentativa de radicalizar la ruptura con las categorías clásicas del pensamiento define lo que actualmente sería razonable llamar una «gran sofística», vinculada esencialmente a Wittgenstein. Importancia decisiva del lenguaje y de su variabilidad en juegos heterogéneos, duda sobre la pertinencia del concepto de verdad, proximidad retórica a los efectos del arte, política pragmática y abierta: todos ellos rasgos comunes a los sofistas griegos y a numerosas orientaciones contemporáneas, y que explican por qué se han multiplicado [76] recientemente los estudios y referencias consagradas a Gorgias o a Protágoras. Nosotros también estamos confrontados a la obligación de una crítica del rigor sofista, en el respeto a todas las enseñanzas sobre la época que implica. El joven Platón comprendió que era preciso, a la vez, hacer caso omiso de los enredos sutiles de la sofística, e instruirse en ellos sobre la esencia de las cuestiones de su tiempo. Igualmente nosotros. Es lógico que la transición en curso entre la edad de las suturas y la edad de un nuevo comienzo de la filosofía asista al reinado de los sofistas. La gran sofística moderna, lenguajera, estetizante, democrática, ejerce su función disolvente, examina los impasses, describe lo que nos es contemporáneo. Nos es tan esencial como el libertino lo fue a Pascal: nos advierte de las singularidades del tiempo.
Configuración antisofística del matema (inaugural), del poema (despedido), de la política (re-fundada) y del amor (pensado), el gesto filosófico que propongo es un gesto platónico. Nuestro siglo, hasta hoy, ha sido antiplatónico. No conozco tema más extendido, en las escuelas filosóficas más variadas y más desgarradas, que el antiplatonismo. En la rúbrica «Platón» del diccionario encargado por Stalin, se leía «ideólogo de los propietarios de esclavos», lo que era corto y abrupto. Pero el existencialismo sartriano, en su polémica con las esencias, tenía a Platón por blanco. Heidegger hace coincidir el «viraje platónico» con el comienzo del olvido, cualquiera que fuese su respeto por lo que hay aún de griego en el desglose luminoso de la Idea. La filosofía contemporánea del lenguaje toma partido por los sofistas contra Platón. El pensamiento de los derechos humanos hace remontar a Platón la tentación totalitaria —es en concreto la inspiración de Popper. Lacoue-Labarthe busca desalojar, de la relación ambigua de Platón a la mimesis, el origen del destino de la política en [77] Occidente. No acabaríamos de enumerar todas las secuencias antiplatónicas, todos los reproches, todas las deconstrucciones de las que Platón es objeto.
El gran «inventor» del antiplatonismo contemporáneo, al alba de la sutura de la filosofía al poema, y porque el platonismo era la prohibición de dicha sutura, ha sido Nietzsche. Es conocido el diagnóstico establecido por Nietzsche en el prefacio de Mas allá del bien y del mal: «En cuanto médicos nos es lícito preguntarnos quién ha podido infectar con esta enfermedad a Platón, la más hermosa planta humana de la antigüedad.» Platón es el nombre de la enfermedad espiritual del Occidente. El cristianismo mismo no es mas que un «platonismo para el pueblo». Pero lo que colma a Nietzsche de alegría, lo que da por fin rienda suelta a los «espíritus libres», es que Occidente entra en convalecencia: «Europa respira aliviada de esta pesadilla». De hecho, la superación delplatonismo está entablada, y esta superación en curso libera una energía de pensamiento sin precedentes: «La lucha contra Platón (...) ha creado en Europa una magnífica tensión del espíritu hasta entonces desconocida». Los «espíritus libres, muy libres», los «buenos europeos», tienen en su mano el arco así tendido, y poseen «la flecha, el manejo y ¿quién sabe?, incluso el blanco». Sabemos que pronto se mostrará que este blanco es, —disipada la sangrienta, la innombrable mentira de su asunción política— la pura y simple entrega del pensamiento al poema. La polémica de Nietzsche con la «enfermedad-Platón», el punto de aplicación de la terapéutica europea, concierne al concepto de verdad. El axioma radical a partir del cual los «espíritus libres» pueden garantizar la vela del cadáver platónico, velatorio que es tanto la vigilia como el despertar del pensamiento, se apoya en el despido de la verdad: «La falsedad de un juicio no es, a nuestro entender, una objeción contra el mismo». Nietzsche abre un siglo entregado al antagonismo [78] y al poder a causa de esta completa erradicación de la referencia a la verdad, considerada como el síntoma mayor de la enfermedad-Platón. Sanar del platonismo es ante todo curarse de la verdad. Y esta curación no sería completa si no se acompañara de un odio decidido al matema, considerado como un caparazón en el que anida la debilidad enferma del platónico: «Y no digamos aquel galimatías matemático con el que Espinosa acorazó y enmascaró su filosofía (...) a fin de intimar de antemano el valor del asaltante (...) —¡cuánta timidez y vulnerabilidad personal delata esta mascarada de un anacoreta enfermo!». La filosofía por aforismos y fragmentos, poemas y enigmas, metáforas y sentencias, todo el estilo nietzscheano que tanto eco ha tenido en el pensamiento contemporáneo, se enraíza en la doble exigencia de la destitución de la verdad y del despido del matema. Antiplatónico hasta el final, Nietzsche hace recaer sobre el matema la suerte que Platón reserva al poema, el de una sospechosa debilidad, una enfermedad del pensamiento, una «mascarada».
No es extraño que Nietzsche haya resultado durante mucho tiempo vencedor. Es verdad que el siglo ha «sanado» del platonismo y que, en su pensamiento más enérgico, se ha suturado al poema abandonando el matema a los raciocinios de la sutura positivista. La prueba a contrario nos la proporciona lo siguiente: el único gran pensamiento abiertamente platónico, y a la vez moderno, ha sido el de Albert Lautman en los años treinta. Ahora bien, este pensamiento está de cabo a rabo armado por las matemáticas. Ha sido profundamente enterrado y desconocido desde que los nazis, asesinando a Lautman, interrumpieron su curso. Es hoy el único punto de apoyo que podemos descubrir en casi cien anos para la propuesta platónica que el momento actual nos exige, si dejamos a un lado la espontaneidad «platonizante» de muchos matemáticos, en particular Gödel y [79] Cohen y, por supuesto, la doctrina lacaniana de la verdad. Todo ha ocurrido como si el proferimiento nietzscheano hubiera sellado, en la guisa de la sutura al poema, el destino conjuntamente antimatema y antiverdad de un siglo. Es hoy necesario invertir el diagnóstico nietzscheano. El siglo y Europa deben imperativamente sanar del antiplatonismo. La filosofía sólo existirá si propone, a la medida de su tiempo, una nueva etapa en la historia de la categoría de verdad. Es la verdad lo que es hoy una idea nueva en Europa. Y tanto para Platón como para Lautman, la no verdad de esta idea se ilumina en la frecuentación de las matemáticas.
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11. Genérico.
Lo que un filósofo moderno retiene de la gran sofística es lo siguiente: el ser es esencialmente múltiple. Ya Platón, en el Teeteto, apuntaba que la ontología subyacente a la propuesta sofística se apoyaba en la movilidad múltiple del ser y, con razón o sin ella, recubría esta ontología con el nombre de Heráclito. Pero Platón reservaba los derechos de lo Uno. Nuestra situación es más compleja al tener que tomar nota, en la escuela de la gran sofística moderna, de que tras duros avalares nuestro siglo habrá sido el de la impugnación de lo Uno. Sobre el sin-ser de lo Uno, sobre la autoridad sin límites de lo múltiple, no hay que volver a insistir. Dios está realmente muerto, igual que todas las categorías que dependían de él en el orden del pensamiento del ser. Nuestro momento es el de un platonismo de lo múltiple.
Platón pensaba poder arruinar la variabilidad lenguajera y retórica de la sofística a partir de las aporías de una ontología de lo múltiple. Ciertamente, nosotros encontramos también, a nuestro modo, esta juntura entre la disponibilidad flexible del lenguaje (teoría de Wittgenstein sobre los juegos del lenguaje) y la forma múltiple de la presentación (sutiles investigaciones descriptivas de un Deleuze). Pero el punto débil ha cambiado de lugar: debemos asumir lo múltiple, y tratar de [82] marcar los límites radicales de lo que el lenguaje puede constituir. De ahí el carácter crucial de la cuestión de lo indiscernible.
La principal dificultad está vinculada a la categoría de verdad. Si el ser es múltiple, ¿cómo salvar esta categoría, salvación que constituye el verdadero centro de gravedad de todo gesto platónico? Para que una verdad exista, ¿no hace falta que en primer lugar sea pronunciado lo Uno de una multiplicidad, y no resulta posible un juicio de verdad precisamente respecto a ese Uno? Además, si el ser es múltiple, es menester que una verdad también lo sea, a menos que no tenga ser en absoluto. Pero ¿cómo concebir una verdad como múltiple en su ser? Manteniéndose firme sobre lo múltiple, la gran sofistica moderna renuncia a la categoría de verdad, como va lo hicieron los «relativistas» de la sofística griega. Aquí también Nietzsche inaugura, en nombre del múltiple poder de la vida, el juicio a la verdad. Dado que no podemos sustraernos a la jurisdicción de este poder sobre el pensamiento del ser, estamos forzados a proponer una doctrina de la verdad compatible con la irreductible multiplicidad del ser-en-tanto-que-ser. Una verdad no puede ser sino la producción singular de un múltiple. Todo el problema reside en que este múltiple estará sustraído a la autoridad de la lengua. Será indiscernible, o más bien: habrá sido indiscernible.
La categoría central es aquí la de multiplicidad genérica. Funda el platonismo del múltiple permitiendo pensar una verdad a la vez como resultado-múltiple de un procedimiento singular, y como agujero, o sustracción, en el campo de lo nombrable. Hace posible asumir una ontología del múltiple puro sin renunciar a la verdad, y sin tener que reconocer el carácter constituyente de la variación lenguajera. Es además el armazón de un espacio de pensamiento en donde se dejan recoger, y situar como composibles, las cuatro condiciones de la filosofía. [83] Poema, matema, política inventada y amor, en su estado contemporáneo, no serán en efecto más que regímenes de producción efectiva, en situaciones múltiples, de múltiples genéricos generando verdad de estas situaciones.
Es en el campo de la actividad matemática donde el concepto de múltiple genérico ha sido producido por primera vez. Fue en efecto propuesto por Paul Cohen, a comienzos de los años sesenta, para resolver problemas técnicos precisos dejados en suspenso desde hacia casi un siglo, y que concernían la «potencia», o cantidad pura, de ciertas multiplicaciones infinitas. Podemos decir que el concepto de múltiple genérico ha venido a concluir la primera etapa de esta teoría oncológica que, desde Cantor, tiene el nombre de «teoría de con)untos». En El ser y el acontecimiento, he desarrollado completamente la dialéctica entre la edificación matemática de la teoría del múltiple puro v las proposiciones conceptuales que pueden hoy día refundar la filosofía. Lo he hecho bajo la hipótesis general de que el pensamiento del ser-en-tanto-que-ser se realiza en las matemáticas, y que, para acoger y hacer composibles sus condiciones, la filosofía debe determinar «lo-que-no-es-ser-en-tanto-que-ser», que he designado como «acontecimiento». El concepto de genericidad se introduce para dar cuenta de los efectos, internos a una situación-múltiple, de un acontecimiento que la suplementa. Designa el estatuto de ciertas multiplicidades que simultáneamente se inscriben en una situación, y traman en ella de manera consistente un azar irreversiblemente sustraído a toda nominación. Esta intersección-múltiple de la consistencia regulada de una situación v del azar del acontecimiento que la suplementa es precisamente el lugar de una verdad de la situación. Esta verdad resulta de un procedimiento infinito, y lo que se puede decir de ella es solamente que de suponer la terminación del [84] procedimiento, «habrá sido» genérica, o indiscernible.
Mi intención aquí es tan sólo indicar por qué resulta razonable considerar que un múltiple genérico es el tipo de ser de una verdad. Dado un múltiple, es decir aquello en lo que todo el ser es múltiple puro, múltiple-sin-Uno, ¿comó pensar el ser de lo que hace verdad de dicho múltiple? Este es todo el problema. Como el fondo sin fondo de lo que está presente es la inconsistencia, una verdad será lo que, del interior de lo presentado, como parí e de este presentado, hace advenir la inconsistencia en la que se apoya en último término la consistencia de la presentación. Lo que está enteramente sustraído a la consistencia, a la regla que domina y reprime el múltiple puro (regla a la que llamo la cuenta-por-uno), no puede ser más que un múltiple especialmente «evasivo», indistinto, sin contorno, sin nominación explícita posible. Un múltiple —si se permite la expresión— ejemplarmente cualquiera. Si queremos con un mismo movimiento mantener que la autoridad del múltiple es ilimitada en cuanto al ser y que hay verdad, es preciso que esta verdad obedezca a tres criterios:
—Puesto que debe ser verdad de un múltiple, y esto sin el recurso a la transcendencia del Uno, tiene que ser una producción inmanente a este múltiple. Una verdad será una parte del múltiple inicial, de la situación de la que hay verdad.
—Puesto que el ser es múltiple, y que es preciso que la verdad sea, una verdad será un múltiple, por lo tanto una parte-múltiple de la situación de la cual es verdad. Por supuesto, no podía ser una parte «ya» dada, o presente. Resultará de un procedimiento singular. De hecho, este procedimiento no podrá ser enganchado más que desde el lugar de un suplemento, de algo que está en exceso sobre la situación, es decir de un acontecimiento. Una verdad es el resultado infinito de un suplemento azaroso. Toda verdad es post-acontecimiento. En [85] particular, no ha y verdad «estructural» ni objetiva. De los enunciados estructurales admisibles en la situación no se dirá nunca que son verdaderos, sino solamente que son verídicos. No testimonian de la verdad, sino del saber.
—Puesto que el ser de la situación es su inconsistencia, una verdad de este ser se presentará como multiplicidad cualquiera, parte anónima, consistencia reducida a la presentación como tal, sin predicado ni singularidad nombrable. Una verdad será así una parte genérica de la situación, donde «genéricai» designa que es parte cualquiera de la situación, que no dice nada de particular sobre la situación, sino justamente su ser múltiple en tanto que tal, su inconsistencia fundamental. Una verdad es esta consistencia mínima (una parte, una inmanencia sin concepto) que verifica en la situación la inconsistencia que constituye al ser. Pero como de entrada toda parte de la situación es presentada como singular, nombrable, regulada según la consistencia, la parte genérica que es una verdad tendrá que ser producida. Constituirá el horizonte-múltiple infinito de un procedimiento post-acontecimiento, al que se llamará procedimiento genérico.
Poema, matema, política inventada y amor son exactamente los diferentes tipos pasibles de procedimientos genéricos. Lo que producen (lo innombrable en la lengua misma, el poder de la pura letra, la voluntad general como fuerza anónima de toda voluntad nombrable, y el Dos de los sexos como lo que no ha sido nunca contado por uno) en situaciones variables no es nunca sino una verdad de esas situaciones bajo los modos de un múltiple genérico, cuyo nombre no puede aprehender ningún saber, ni discernir por adelantado el estatuto.
A partir de este concepto de la verdad, como producción post-acometimiento de un múltiple genérico de la situación de la cual es verdad, podemos reanudar con [86] las eres lentes que constituyen la filosofía moderna: ser, sujeto y verdad. Del ser-en-tanto-que-ser, se dirá que las matemáticas constituyen históricamente su único pensamiento posible, porque son, en la potencia vacía de la letra, la inscripción infinita del múltiple puro, del múltiple sin predicado, y que ese es el fondo de lo que es dado, captado en su presentación, las matemáticas son la oncología efectiva. De la verdad, se dirá que está suspendida a este suplemento singular que es el acontecimiento, y que su ser, múltiple como el ser de todo lo que es, es el de una parte genérica, indiscernible, cualquiera, la cual, efectuando el múltiple en el anonimato de su multiplicidad, pronuncia su ser. Por último, del sujeto se dirá que es un momento acabado del procedimiento genérico. En este sentido, resulta notable tener que concluir que sólo existe sujeto en el orden propio de uno de los cuatro tipos de genericidad. Todo sujeto es artístico, científico, político o amoroso. Lo que, por otra parte, todo el mundo sabe por experiencia, pues fuera de estos registros, no hay más que existencia, o individualidad, pero no sujeto.
La genericidad, en el corazón conceptual de un gesto platónico orientado hacia lo múltiple, funda la inscripción y la composibilidad de las condiciones contemporáneas de la filosofía. De la política inventada, cuando existe, sabemos, al menos desde 1793, que no puede ser hoy día más que igualitaria, antiestatal, trazando en el espesor histórico y social la genericidad de la humanidad y la descontrucción de los estratos, la ruina de las representaciones diferenciales o jerárquicas, la asunción de un comunismo de singularidades. De la poesía, sabemos que explora una lengua no separada, ofrecida a todos, no instrumental, una palabra que funda la genericidad de la palabra misma. Del matema, sabemos que capta el múltiple despoblado de toda distinción representativa, la genericidad del ser-múltiple. Por último, del [87] amor sabemos que más allá del encuentro, se declara fiel al puro Dos que funda, y que hace verdad genérica del hecho de que haya hombres y mujeres.
La filosofía es hoy día el pensamiento de lo genérico como tal, que comienza, que ha comenzado, pues «Una magnificencia se desplegará, cualquiera, análoga a la Sombra de antaño»
[1] composibilité. Neologismo empleado por el autor que corresponde a la yuxtaposición de composer y possibilité. Así por ejemplo, los «operadores de composibilidad» pensarán «conjuntamente», o «harán posible en el pensar la composición conjunta» de los cuatro procedimientos genéricos. (N. del T.)
[2] Se trata del anterior libro de A. Badiou: L'Etre et 1'Événement, Seuil / L-ordre philosophique. París. 1988. (N. del T.)
[3] evénémentiel. Traducimos évément —concepto clave en la obra de A. Badiou— por acontecimiento. Al contrario, evénémentiel no permite una traducción tan holgada. El autor lo emplea para designar todo aquello que tiene relación con el acontecimiento de origen. Optamos pues por «de acontecimiento» que nos evita la introducción de neologismos o la extorsión de sentido a palabras tales como «acontecedero» o «eventual» que no indican un acontecimiento ya ocurrido, sino más bien su posibilidad. (N. del T.)
[4] vericité. (N. del T.)
[5] événementialités obscures. (N. del T.)
[6] Corresponde al final del poema citado: «Sichtbaren, Hörbaren, das/ frei- / werdendc Zelwort: / Mitsammen». Zelt. tienda de campaña o carpa. (N. del T.)
[7] langagière. (N. del T.)
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