lunes, 28 de julio de 2008

Avelar, La práctica de la tortura y la historia de la verdad

La práctica de la tortura y la historia de la verdad.

Idelber Avelar.
Tulaine University.


A lo largo de la última década una serie de escritos articulados alrededor del vocablo “postdictadura”, han puesto en escena saberes que se quieren irreductibles al marco de las transiciones democráticas. Dicha irreductibilidad no se confunde, en estos escritos, con una exterioridad pura y simple, sino que despliega un carácter suplementario en el sentido fuerte de la palabra: la transición no emerge en cuanto tal hasta que reprima y excluya de su campo aquello que la hace posible. Silenciadas para que el marco transicional se estableciera como único horizonte político inteligible en las naciones postdictatoriales, dichas experiencias movilizaron, para su elaboración teórica, un vocabulario en el que ciertos términos se hicieron recurrentes: duelo, melancolía y trauma han sido simplemente los más ubicuos de ellos. El trabajo acumulado a lo largo de estos años en los campos de la filosofía, de las críticas literaria, cultural y de las artes plásticas, sean cuales fueren sus ambigüedades e insuficiencias, ha tenido el mérito de desplazar el debate pragmático e informacional de la transición hacia un terreno donde tales tensiones experienciales han encontrado voz.
La bibliografía es diversificada, pero la unifica una cierta atención lexical ausente en otras elaboraciones (ya social-científicas, ya periodístico-testimoniales) del legado de las dictaduras. Sin agotar la contribución de tales textos en los límites de un recuento esquemático, habría que mencionar, entre los desplazamientos lexicales más significativos: 1) una operación sobre la palabra “transición”, sacándola del terreno social-científico (en el que designa la vuelta a la “normalidad” democrático-parlamentaria) y reservándola para designar la transición verdaderamente epocal, es decir la que realizan las dictaduras mismas al transitar los países latinoamericanos del estado nacional al mercado globalizado; esta operación sobre la comprensión del vocablo, tiene el mérito no sólo de sustraerle el énfasis a un problema empírico-accidental y dirigirlo hacia un problema de carácter fundante, sino también de hacer visible la verdad de la transición, a saber el hecho de que ésta nos ha transitado hacia un lugar que parece no estar en tránsito, un estado de cosas que nos amenaza con su estadía definitiva (Thayer). 2) una disección crítica del testimonialismo postdictatorial, atenta a las complejas redes compuestas por los motivos de la traición, la confesión y la culpa; esta operación ha tenido el mérito de focalizar las ambigüedades y aporías propias del discurso restitutivo, aun de aquellos que traen a la luz verdades censuradas y ocultadas por el poder dictatorial (Richard). 3) una demostración de que las desgarraduras y quiebres en la representación puestos de manifiesto en la postdictadura se retrotraen a una tradición latinoamericana de literatura de objeto perdido (Lezama, Borges, Piñera, Elizondo) que, al articular un tercer espacio irreductible a cualquier especularismo colonizado o nativista, le confiere a las narrativas enlutadas de la postdictadura su genealogía (Moreiras). 4) un argumento teórico-historiográfico que vincula la primacía de la alegoría en la ficción postdictatorial a la ruptura del oximorónico paradigma identitario-modernizante del boom, ruptura que habría abierto el camino para la emergencia de una literatura que investiga la crisis de la transmisibilidad de la experiencia desde una tropología alegórica, en la cual todo lo que accede a la significación, lo hace en tanto ruina (Avelar).
Dentro del complejo de problemas que la transición epocal representada por las dictaduras ha ofrecido al pensamiento, ninguno delimita un terreno más minado que la práctica de la tortura, cientifizada por los regímenes conosureños hacia límites no conocidos hasta entonces en América Latina. El cuerpo de escritos acerca de la práctica de la tortura durante las dictaduras nos ofrece un amplio corpus para reflexión, a la vez que nombra las fronteras de toda reflexión. Los testimonios de presos políticos sometidos a la tortura, al enfrentarse con el problema de la traducción de su experiencia al lenguaje, inevitablemente dejan de manifiesto los límites de toda representabilidad. Los escritos de denuncia oriundos de las organizaciones de defensa de los derechos humanos o de agrupaciones familiares de desaparecidos, ofrecen material mnemónico y jurídico indispensable en el establecimiento de la verdad acerca de cada cuerpo torturado. Los escritos social-científicos sobre el tema, basados fundamentalmente en la lectura de estos testimonios y en valiosas investigaciones empíricas, muestran la ubicuidad de la práctica de la tortura en las dictaduras recientes, verdad ya no contestada por nadie, ya indesignable como “accidentes” o “excesos”, y universalmente reconocida como pieza central de la política represiva de esos regímenes. Ante todo este material, y conociéndose bien cuán minado es este campo temático, cuán diseminadas son las sospechas que la reflexión acerca de él suele originar, ¿qué pueden la literatura y la filosofía decir sobre el tema? Más que nada, ¿por qué decir algo sobre el tema?
Según un viejo procedimiento retórico, mencionamos los testimonios, denuncias e investigaciones empíricas, claro, para adelantar que se tratará aquí de algo diverso. Nos deparamos entonces con la primera carga explosiva propia del ángulo desde el que nos acercamos al problema: los escritos testimoniales, denunciatorios o empíricos sobre la tortura, tienen, en general, que enfrentarse con el dilema básico de la legitimidad para hablar que a menudo acosa los textos literarios y filosóficos que deciden arriesgarse en este tema. En el caso de los testimonios de torturados, obviamente, el problema ni siquiera se plantea: no hay legitimidad más incontestable que aquélla que preside la entrada de este sujeto en el lenguaje, pues lo que entra en el lenguaje es la experiencia misma – o más bien ésta se constituye en cuanto tal precisamente por su entrada en el lenguaje, por su conversión en materia narrable. Para los escritos de denuncia, la legitimación tiene lugar por remisión a un objetivo práctico, político, también incuestionable, la diseminación más universal posible de información que pueda auxiliar en el combate a la tortura. Para las investigaciones social-científicas, por más que su crudeza cuantitativa pueda chocar a aquellos que ven allí una traición a la irreductible verdad experiencial de la tortura, su justificación implícita - la importancia de acumularse datos empíricos verificables acerca del dónde, cuándo, por quién y sobre quién de la tortura - suele bastar para confererirle fuerte legitimidad discursiva.
No es así en el terreno que habitamos, la literatura. En cuanto saber que no puede eludir el problema de la mediación, ella tiembla y retrocede ante toda experiencia donde la mediación desaparezca. El dolor de la tortura, lo indecible, la atrocidad de la tortura, le aparece a la literatura como imagen misma de lo inmediable, inenarrable, ya que la resistencia al lenguaje no es algo que pueda ser visto como accidental a la existencia del dolor, sino que es constituyente de su esencia misma. A partir de la observación de Virginia Woolf de que se leía muy poco dolor en la literatura, y que ésta parecía totalmente desprovista de mecanismos que le permitieran representar el dolor extremo, Elaine Scarry, en su indispensable The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World, nota la ausencia de representaciones literarias del dolor físico, por oposición a otras formas de sufrimiento. Habría algo en la representación literaria del dolor que la tendería a convertir en formulaica, estereotípica, reconfortante o simplemente tímida. Tal quiebre del aparato representacional de la literatura ante el dolor dice mucho sobre la naturaleza brutalmente literal de éste, pero también sobre los límites de ella, literatura, límites que una vez mapeados nos podrían – y ésta es la apuesta de este escrito – decir algo sobre lo que práctica de la tortura le hace a la representación, o más bien en qué medida la tortura posibilita y (puede) cancela(r) la representación en cuanto tal – pero también, por otro lado, como la representación posibilita y (puede) cancela(r) la tortura en cuanto tal. En el límite de estas preguntas, muchas consecuencias, entre ellas la comprensión del vínculo entre la práctica de la tortura y la democracia.

Permitiéndonos una última vuelta a la indagación inicial, entonces: dado el hecho de que los testimonios, las denuncias y los estudios empíricos nos han dicho todo lo que sabemos sobre la diseminación planetaria de la tortura (incluso en el primer mundo, donde su invisibilidad garantiza al liberal librepensante el conforto de creerla monopolio de regímenes “terroristas” para, en un segundo momento de la dialéctica de la mala fe, verla en Cuba y no en Guatemala, en Cambodia y no en Timor Este, en Libia y no en Chile o en el Brasil), sobre el carácter orgánico y sistemático de la tortura en las recientes dictaduras latinoamericanas y sobre la persistencia de su práctica dentro de las democracias transicionales (como práctica cotidiana sufrida por los pobres, los negros, los sintierra, los inmigrantes), ¿qué puede un saber literario o filosófico – un saber no anclado en la experiencia – todavía decir sobre el fenómeno? Si los estudios literarios – y más específicamente los estudios literarios que mantienen un diálogo más estrecho con la filosofía – han dedicado sus últimas décadas al mapeo de las condiciones, las posibilidades y los límites de la representación, ¿no sería postulable la hipótesis de decir desde los estudios literarios algo sobre este fenómeno cuya primera y más inmediata operación parece ser su violento quiebre de cualquier aparato representacional? A partir de esta apuesta, entonces, arriesgaremos una primera tesis sobre la inseparabilidad entre la práctica de la tortura y la (no)representación. Esta tesis se elabora en diálogo con The Body in Pain, de Elaine Scarry, libro capital con el cual coincidimos en su atención a los efectos devastadores de la tortura sobre el lenguaje y el mundo, pero del cual nos distanciamos en su postulación de tales términos – “mundo”, “lenguaje”, “representación”, “cuerpo” – como contenidos ya constituidos de antemano y sólo a posteriori amenazados o destruidos por la tortura. Las tres tesis intermediarias – sobre la tortura y su relación con el habla, la narrativa, la diferencia sexual– detallarán tal diferendo. Nuestras objeciones al estudio de Scarry nos llevarán entonces a la quinta tesis, elaborada bajo inspiración de un libro revolucionario de Page DuBois, titulado Torture and Truth, que postula la coextensividad entre, por un lado, la práctica de la tortura como fundamento del mecanismo de incorporación del esclavo al aparato jurídico griego y, contemporáneamente, los orígenes del concepto filosófico-occidental de verdad (alêtheia, veritas). Estas reflexiones no serían posibles sin el atisbo de “La verdad y las formas jurídicas”, de Michel Foucault, que vislumbra la posibilidad de una historia de la tortura en su relación con dos paradigmas jurídicos de producción de la verdad, a saber la prueba (l’épreuve) y el interrogatorio (l’enquête). En el límite de nuestra reflexión, el axioma de que la tortura también es capítulo central de cualquier historia de la verdad.


Primera Tesis: sobre la tortura y la representación.

El nombre de la atrocidad –Holocausto, Apartheid– es un nombre propio, escrito con mayúscula y por definición intraducible. La función nombre propio marca su singularidad, su resistencia a transformarse en sustantivo común. La insistencia de Derrida en el Apartheid como último nombre del racismo actualiza tal resistencia en un programa léxico-político: manteniéndose y radicalizándose la intraducibilidad, la inconvertibilidad del nombre, es decir su rechazo a devenir signo y así adentrarse en la intercambiabilidad general de los signos, se adelantaría un proyecto mnemónico que mantendría la pendencia del pasado, su condición de pasado que trae en sí un reclamo. Obviamente no se trata, como ha argumentado cierto poscolonialismo norteamericano, de que Derrida, con el llamado a la mantención de “Apartheid” como último nombre del racismo, quiera sugerir que el racismo se acabó, que aquélla ha sido su última manifestación, etc. La confusión de tal objeción estriba en su ceguera ante todo lo que el nombre puede realizar como índice interruptor del continuum histórico e instrumento de constitución de una mónada arrancada del flujo temporal. Tal singularización monádica e interruptora era, para Benjamin, como es sabido, condición misma de la elaboración de un saber histórico no cómplice de los vencedores. En el nombramiento más singularizador de la catástrofe – estrategia derridiana – no se encontraría, por cierto, cualquier negación del postulado benjaminiano de que “el ‘estado de excepción’ en que vivimos en la regla” (una negación de la ubicuidad del racismo, según la objeción políticamente correcta a Derrida), sino una estrategia lexical que agarra el racismo en el momento de su consumación - Apartheid – y, a través del cuidado y atención a su irreductibilidad, deja que con este nombre se nombre su esencia, su verdad, su naturaleza odiosa y deleznable. Proteger el nombre contra el signo, en cierto sentido, es una operación con el odio de clase, con su indispensabilidad. Pero el carácter reacio del nombre propio a cualquier conversión en sustantivo común indica ya, de antemano, que se libra una guerra al interior del lenguaje: una guerra entre dicha resistencia y lo que Roland Barthes una vez llamó “la naturaleza gregaria del signo”. La gregariedad del signo amenaza el nombre propio con su conversión en metáfora, primer paso hacia su naturalización en el lenguaje como sustantivo común. Hay dos movimientos, entonces, contrapuestos y antitéticos: la corriente de la intercambiabilidad que nos fuerza a leer en “Apartheid” una metáfora del racismo y, como tal, un nombre ya en vías de “des-mayusculizarse”, adentrarse en la morada de los nombres comunes, diccionarizables y semantizables. Por otro lado, una resistencia a la metaforicidad que empuja, contracorriente, tal nombre hacia la mantención de su carácter de nombre propio; y, como tal, mayúsculo e intraducible, es decir, en sentido riguroso, alegórico y, por ende, inmetaforizable. La guerra no tiene lugar entre el lenguaje y algo que lo acose desde afuera, sino que se juega al interior del lenguaje mismo. La “resistencia al lenguaje”, ya apuntada y analizada como rasgo insistente de los testimonios de torturados, no sería sino – y ésta es la hipótesis nuestra – un librar, desde el nombre propio, una guerra contra el poder gregario del signo, que amenaza la experiencia con la dilución de su singularidad. Para el sobreviviente, tal guerra vale lo que vale la experiencia misma, y él se acerca a ella con la urgencia del que sabe que mantener la experiencia – mantenerla en cuanto materia narrable, es decir mantenerla en cuanto tal – es condición misma del sobrevivir, su momento constitutivo. La lectura de los documentos publicados por Amnistía Internacional revela una burda repetición de una pieza del aparato torturador: su propia exhibición, su propio despliegue, su propia representación al sujeto torturado. De la forzada contemplación de los objetos de tortura en la Grecia de la Junta (1967-71), al insistente sonido del cerrar y abrir de la cerradura (anunciando la llegada del torturador) en el País Vasco, a las histéricas verbalizaciones de la tortura por los torturadores conosureños, o su exhibición visual o auditiva a familiares (prisioneros o no) de torturados: la técnica moderna de la tortura sistemáticamente incluye, como pieza central del aparato terrorífico, su propio doble en el mundo de los signos, su propia semantización farsesca, su propio despliegue. Tal representación es, por supuesto, componente fundamental del terror mismo, un plus sin el cual la ciencia moderna de la tortura no hubiera tomado las formas que tomó, un plus constituyente y frecuentemente experienciado como el peor dolor posible, el dolor de la anticipación, de la representación del dolor que viene. La tecnología de la tortura evoluciona de un momento premoderno, caracterizado por su despliegue público, acompañado por espectadores que lo testimonian como un “espectáculo de sufrimientos,” a un momento moderno, que mantiene al condenado en su clásica condición de “heraldo de su propia condena” (47), pero ahora desplazado, confinado, escondido en las celdas y cámaras. Si la tortura premoderna “establece el suplicio como el momento de verdad” (47), el aparato moderno mantiene la ecuación entre verdad y castigo, pero ahora la retira de toda esfera pública, haciendo de ésta, de hecho, el terreno de batalla posible contra la tortura – puesto que el espacio confinado moderno ha sido tecnologizado y racionalizado al punto de conferirle al torturador un poder no amenazable. Si premodernamente “un suplicio bien ejecutado justifica la justicia, en la medida en que publica la verdad del crimen en el cuerpo mismo del supliciado” (48), la ciencia moderna de la tortura convierte la inscripción de esa verdad en información y, como tal, pasible de apropiación y monopolización por el estado. En ambos momentos de la tecnología del castigo, sin embargo, la tortura reposa sobre un acto de representación que no es posterior a la acción del verdugo, sino su momento constitutivo. Las prácticas y los aparatos de representación – auditivos, visuales, táctiles – no son instrumentos agregados a la tortura, sino que son capítulos fundamentales de su historia, momentos de su esencia. Propia de la tortura es la exhibición obscena, pública o
privada, de su propio poder. De ahí la verdad capturada por la alegoría kafkiana de la tortura moderna y racionalizada, “En la colonia penal”, relato que es menos la narración de un acto que la descripción de un aparato.


Segunda Tesis: sobre la tortura y la voz.

La experiencia del dolor en la Biblia, sugiere Elaine Scarry, se articula a través de un patrón: la repetida acción de la voz de Dios sobre el cuerpo de los hombres. Ser Dios es no tener un cuerpo y al hablar, por ejemplo, desde el fuego, “ser sólo una voz” (Deuterónimo
4:12); ser hombre es tener un cuerpo sobre el cual se imprime la voz divina. La voz comanda el cuerpo, el verbo se imprime sobre la carne. Tanto en el viejo testamento como en los evangelios, “la ‘realidad’ experienciable del cuerpo no es leída como un atributo del cuerpo sino como un atributo de su referente metafísico” (184). La funcionalización repetida del dolor en la Biblia hebrea (proveer el lazo que ate al sujeto a la creencia) hace del cuerpo una instancia de actualización de una verdad metafísica encarnada en el verbo. El dolor imprime la creencia en la carne. No hay, en realidad, separación clara entre el acto de creación divina y el acto de inflicción de dolor (generation y wounding): “fuera del cuerpo humano, Dios mismo no tiene realidad material excepto en las innúmeras armas en cuyo lado invisible y desencarnado vive él” (200). El hacerse presente de la realidad trascendente de la voz de Dios, es el dolor mismo que se siente en el cuerpo: “Dios se permite materializarse en dos lugares, en los cuerpos de hombres y mujeres y en el arma” (235). El arma con el que se hiere el cuerpo: he ahí la incarnación privilegiada de la voz de Dios en la Biblia hebrea. De ahí la prohibición estricta emblematizada en el mandamento: no representar a Dios, no conferirle un cuerpo, no materializarlo. Su poder infinito depende de su mantención en el reino de la pura voz.
En los orígenes mismos de la civilización se encuentra tal sujeción, la misma sujeción descrita como característica del acto de tortura: la inflicción de dolor de la voz sobre el cuerpo. La reflexión de Elaine Scarry sobre lo que llama ella “la estructura de la tortura” presenta una contundente tesis acerca de la “transformación del cuerpo en voz” (45-51). La magnificación del cuerpo para el sujeto torturado, provocada por la experiencia del dolor extremo, lo convertiría en sujeto desprovisto de mundo, desprovisto de voz y de yo (self). “La transformación del cuerpo en voz” sería la operación realizada por el torturador, cuyo cuerpo está marcadamente ausente, torturador que monopoliza mundo, voz y yo (self). Según el axioma de Scarry, entonces, “el torturador no tiene cuerpo, sólo voz, y el sujeto torturado no tiene voz, sólo un cuerpo”. En la medida en que la voz misma del torturador, la demanda o la pregunta misma, es obviamente, “sea cual fuere su contenido, un acto de herir” (46), la voz torturadora se sobredimensiona, se hace instrumento central de la tortura sobre un sujeto convertido en cuerpo – cuerpo que le duele al sujeto, le hiere y por lo tanto, según el cálculo odioso de la tortura, se presta a provocar en el sujeto la separación, la alienación de su cuerpo, su conversión en cuerpo traidor.
El punto de partida de Scarry para pensar la voz es una verdad fundamental en la lucha contra la práctica de la tortura, en la labor de quitarle toda legitimidad política, de hacer visible su odiosidad: se tortura, sabemos, no porque el sujeto torturado posea alguna información utilizable por el torturador. La pregunta es siempre, en la tecnología moderna de la inflicción de dolor, un componente del dolor mismo, que se justifica porque provoca dolor, no porque sea pragmatizable en un trozo de información revelado. El interrogatorio no es, obviamente, aquello que, una vez resuelto satisfactoriamente para el verdugo, pueda significar el fin de la sujeción del otro a la tortura. El interrogatorio es contituyente de la tortura misma. El autonombramiento culposo – o la delación del compañero o del ser amado – no es el punto de llegada del acto de tortura, no es su objetivo, no es su telos final, no es su cierre, y por lo tanto sólo hipócritamente puede ser lanzado como su justificación. Tal producción forzada de un enunciado por el sujeto torturado es, como la lectura de harto material puede comprobar, el acto torturador mismo.
De ahí que el propio punto de partida del notable estudio de Scarry nos lleve a oponernos a una de sus tesis centrales: no se trataría, para nosotros, de describir el acto de tortura con una fenomenología que relate el “deshacerse” (unmaking) del mundo – tesis de Scarry sostenida bajo la observación de la desfuncionalización del mundo para el torturado, su percepción de que “un refrigerador ya no es un refrigerador, una silla ya no es una silla”. Si tal pérdida de contenido pragmático de los objetos sí ocurre, sería un paso arriesgado agregarle, nos parece, el postulado de que esto equivaldría a una “suspensión de la civilización”, una civilización ya hipostasiada como algo necesariamente “opuesto” a tal práctica (21). La tesis de Scarry presupone la incontaminación completa entre los contenidos destruidos por la tortura – “civilización”, “mundo” – y la tortura misma. Por lo tanto, le impide interrogar cualquier posible vínculo o complicidad de ellos en la tecnología del dolor, ya que se asume un mundo ordenado de antemano, destruido por la tortura, o una civilización que es civilización precisamente porque es el opuesto de la tortura. Oponiéndonos a esta tesis de Scarry, optamos por la tesis de que la tortura que ha entrado, desde siempre, en la construcción misma de lo que se entiende y vive como “civilización” – y no sólo como “civilización”, sino también como “democracia” (en la política) y como “verdad” (en la filosofía y en la jurisprudencia).
Nuestro diferendo se cristaliza en el comentario de Scarry acerca de Kafka: “Aun representaciones ficcionales de la tortura como “En la colonia penal” de Kafka . . . registran el hecho de que el deshacerse de la civilización [the unmaking of civilization] inevitablemente requiere un retorno a y una mutilación de lo doméstico, el suelo de todo hacer [making]” (45). Pero el relato kafkiano sugiere, nos parece, precisamente lo opuesto: que la tecnología moderna de la tortura consiste no en el simple perfeccionamiento técnico del aparato, sino en su conversión en aparato poseíble, doméstico, privado, reacio a cualquier subsunción y justificación en la inteligencia estatal. Si hay algo que se sabe sobre el aparato de tortura kafkiano, es que se trata del aparato del oficial, su proyecto personal, independiente de cualquier aprobación colectiva en la polis: la tortura no nos aparece allí como algo que viene a destruir una domesticidad incontaminada, un hacer o construir [making] hipostasiado y preexistente, sino que ya se ha convertido en fundamento mismo de lo doméstico. En Kafka la tortura no interrumpe la existencia de la civilización y de la domesticidad, sino que las hace y rehace en su imagen y semejanza.
De allí nuestra oposición a la tesis de Scarry sobre la voz y la tortura: oponerse a la tesis de una “voz destruida” por la tortura no es una simple querella filosófica alejada de la dura verdad de la atrocidad. Se propone aquí una postura política fundamentada en diversas prácticas terapéuticas con las víctimas: la hipostasiación de un sujeto y una civilización constituidos de antemano, expresándose en una “voz” subsiguientemente destruida por la tortura, sólo puede llevar a una práctica curativa nostálgica, derrotista, merodeada por el proyecto de una imposible restauración de la subjetividad pretraumática. En este terreno se juega la polémica acerca del topos de la voz en la tortura.
Alejándose de un fijo binarismo “presencia de la voz (en el torturador) x su ausencia (en el torturado)” hacia premisas más pluralistas (que no vean la voz simplemente como un “bien” apropiado por el torturador), se abre la posibilidad de que la práctica terapéutica desenrede todo lo que en las voces, las enunciaciones del sujeto torturado – no importa cuándo: antes, durante o después de la tortura – compactuó con ella, coexistió con ella, se dejó apropiar por ella, resistió a ella. Se abre para el sujeto un campo más amplio donde reesculpirse la subjetividad.
Segunda tesis, entonces: en la crítica a la tesis liberal-fonocentrista sobre la tortura se juega no sólo la pérdida de ilusiones respecto a la no contaminación de la civilización en la atrocidad, sino un espacio positivo donde la producción de una subjetividad postraumática se hace posible.


Tercera Tesis: sobre las condiciones narrativas de la representabilidad del trauma.

Componente fundamental de la tortura es la producción de un enunciado en el sujeto torturado, su transformación en portavoz de los enunciados del torturador. La tortura funciona también, entonces, como producción de habla, no porque – repetimos – se torture para realizar exitosamente un interrogatorio, sino porque el interrogatorio es la tortura misma en su realización. La tecnología de la tortura es la producción calculada de un efecto. La delación extraida bajo tortura sólo muy raramente puede servir al aparato torturador en el mapeo de sus próximas víctimas. Invariablemente, su objetivo es producir en el sujeto torturado mismo un efecto: autodesprecio, odio, vergüenza. La producción forzada de lenguaje durante el acto de tortura prepara uno de sus efectos más odiosos, la prevención de un lenguaje postraumático, la producción en el sujeto de una imposibilidad básica de articular la experiencia en el lenguaje. Hacer hablar para que no pueda hablar, producir lenguaje para manufacturar el silencio. “ El ‘no contarse’ de una historia sirve como una perpetuación de su tiranía” (Laub 64).
El dilema del sujeto torturado es siempre, entonces, un dilema de representabilidad. El insulto mayor a la experiencia de las víctimas - lo que Primo Levi una vez llamó “la obscenidad de la interpretación”, es decir la racionalización y supuesta comprensión de las causas, de la experiencia, del efecto - merodea cualquier intento de pensar la esencia de la tortura. Toda operación racionalizadora a posteriori, es una ofensa de la inteligencia a la experiencia. Ésta reacciona preservando un irreductible, enunciando desde ella misma, desde su intraducibilidad un residuo traumático no pensable. Sabemos, empero, desde el psicoanálisis, que ningún trabajo de cicatrización, ningún genuino trabajo del duelo, puede proceder sin intentar precisamente tal interpretación. El sujeto traumatizado se encuentra, entonces, atrapado en una encrucijada: no hay elaboración y superación del trauma sin la articulación de una narrativa en la que la experiencia traumática se inserte significativamente, se inserte en tanto significación. Pero esta misma inserción no puede sino ser percibida por el sujeto como una verdadera traición de la singularidad e intractabilidad de la experiencia: “curarse – ya sea con drogas o contando la historia de uno,
o ambos – le parece a muchos sobreviventes implicar el abandono de una realidad importante, o la dilución de una verdad especial en los términos confortantes de la terapia. De hecho, en los tempranos escritos de Freud sobre el trauma, la posibilidad de integrar el hecho perdido en una serie de recuerdos asociativos, como parte de la cura, era visto precisamente como un modo de permitir que el acontecimiento fuese olvidado” (Caruth vii). El recuerdo terapéutico tendría, entonces, la meta de producir su olvido, anticipación que produce en el sujeto traumatizado una profunda sospecha.
Y es la contaminación básica de todo lenguaje el obstáculo que enfrenta el sujeto que trata de articular la experiencia traumática. El sujeto torturado percibe que la experiencia ha ocasionado una implosión en el lenguaje, lo ha manchado irreversiblemente. De ahí la sensación de impotencia recurrente en las memorias de sobrevivientes: la suciedad impuesta al lenguaje por la experiencia la impide convertirse en materia narrable, es decir la impide constituirse en cuanto tal. Uno de los efectos calculados de la tortura es hacer de la experiencia una no experiencia – negarle a ella una morada en el lenguaje. Contra tal efecto de comprometimiento esencial del lenguaje debe laborar toda terapia verdadera, todo esfuerzo real de confrontación con la palabra traumática, aun cuando, y quizás especialmente cuando, esa misma terapia deba incluir la sospecha de toda narrativización como uno de sus momentos. Sólo al interior de una narrabilidad conquistada se puede articular el enfrentamiento con las narrativizaciones espúreas, fantásmicas del pasado.
Si es cierto, como quiere Slavoj Žižek, que “la meta última del tratamiento psicoanalítico no es que el analisando organice su experiencia de vida confusa en (otra) narrativa coherente, con todos los traumas propiamente integrados”, y que habría que sospechar de la narrativización misma como síntoma, puesto que “la narrativa en cuanto tal emerge para resolver algún antagonismo fundamental al rearreglar sus términos en una sucesión temporal” (32-3), también es cierto, por otro lado, que el trabajo de sutura que hace la narrativa – precisamente al obnubilar la verdad traumática, al organizar un relato que la mantenga innombrable – instala tal agujero negro como lugar de enfrentamiento posible, prometido, futuro. Es bienvenida la insistencia de Žižek en que la narrativización también es parte del edificio ideológico, y puede de hecho ser lo más enmascarador que hay – ver el caso del obsesivo, cuya gran máscara denegadora en el tratamiento consistiría, según Žižek, en “estar activo todo el tiempo, contar historias, presentar síntomas, etc. para que las cosas sigan en lo mismo, para que nada realmente cambie, para que el analista permanezca inmóvil e no intervenga efectivamente – puesto que su gran miedo es el momento de silencio que revelará la completa vacuidad de su actividad incesante” (34). El argumento de Žižek acerca de la narrativización en el neurótico devela su carácter denegador, su papel en la producción de una fantasía ideológica. El argumento terapéutico lleva a Žižek a formular también un argumento teórico, acerca, precisamente, del carácter neurótico de gran parte del pensamiento contemporáneo, su desesperado intento de organizar los antagonismos y quiebres en un relato (ya de caída, ya de realización).
Aquí, precisamente, los estudios del trauma desplazan el énfasis propio de la crítica psicoanalítica de la ilusión neurótica. Las dos empresas deben necesariamente sostener énfasis distintos, ya que para el sobreviviente la narrativa es precisamente lo que se promete, lo que no puede sino prometerse. Esa promesa toma una forma, la construcción retrospectiva de un testigo, allí donde todo atestiguar había sido eliminado. Si la atrocidad absoluta instala un mundo en que uno ya no puede ser testigo, puesto que el mismo imaginar al otro, el mismo postular un “tú” a quien dirigirse, ha sido ya impedido, abortado, cancelado de antemano por la interioridad absoluta de la víctima a dicha atrocidad. A tal interioridad destruidora de la misma posibilidad de un atestiguar debe ser remitida, creemos, la sensación de culpa y complicidad que aterroriza al sobreviviente. La tarea de construcción de una narrabilidad debe ser entendida, entonces, menos como la elaboración de una secuencia diegética coherente y enunciable sobre el pasado (la narrativización contra cuyos efectos ideológicos nos advierte Žižek), y más como la postulación de la narrativa como una posibilidad, es decir, en otras palabras, la postulación de un virtual lugar de testigo: como el niño sobreviviente del Holocausto, que se agarraba a la fotografía de la madre sabiéndose que allí, en aquella foto, se constituía su testigo, se dejaba prometer el acto de testimonio que la atrocidad había intentado eliminar.
La manufacturación de una narrativa no cómplice de la perpetuación del trauma incluye como uno de sus momentos, de nuevo, una guerra al interior del lenguaje, alrededor del acto de nombrar. Cuando los generales argentinos lograron difundir el odioso nombre, su nombre, su firma, el Proceso, como nombre propio supuestamente neutral y descriptivo – de tal manera que incluso gran parte de las víctimas pasaran a referirse al periodo 1976-1983 como los años del Proceso –, su victoria en el terreno del lenguaje no se dejó de ser considerable. La gran victoria del torturador es definir en cuál lengua se nombrará la atrocidad. Como señala Tununa Mercado, en el abandono de los nombres “dictadura” y “genocidio”, y en la adopción del nombre acuñado por el aparato torturador mismo (“Proceso de reorganización nacional”), ya se experiencia una importante derrota. Todo intento de relato individual o colectivo estará, de alguna manera, comprometido por esa derrota. Tercera tesis, entonces: enfrentarse con el trauma es conquistar el espacio de una narrabilidad en el que incluso el desenmascaramiento de la narrativización pueda tener lugar; la conquista de ese espacio de narrabilidad depende de una operación permanente, colectiva sobre el lenguaje. Para la tarea política y terapítica y terapéutica de representación del trauma, el léxico es un campo de batalla. El futuro de la democracia no es indiferente a esta confrontación.


Cuarta Tesis: sobre la tortura y la diferencia sexual.

La obra cinemática de Roman Polanski/Ariel Dorfman, La muerte y la doncella – bueno, en realidad Death and the Maiden, y ya se verá por qué el idioma en que se nombra el título no es indiferente aquí – postula una convergencia que Foucault llamaría propia de un paradigma “jurídico-discursivo:” la convergencia o el colapso entre confesión y verdad, característica de la comprensión de ésta última como verdad enterrada, estática, por arrancar. Se trata de una película que se dedica a imaginar una escena de verdad que no podría sino ser una escena confesional. La película presupone, en sus entrañas ideológicas mismas, la identidad entre lo confesado y lo verdadero. Como se verá, tal identidad es propia de una estrategia de representación que subsume la problemática de la tortura bajo la figura del interrogatorio. Dicha subsunción sería constitutiva de una cierta concepción de verdad, ella misma dependiente de la delimitación y abyección de lo femenino. Los problemas que nos ocuparán aquí, entonces, serán las relaciones históricamente establecidas entre tortura, confesión, diferencia sexual y verdad, y asimismo la sintomatización específica (y a la vez muy típica) de tales relaciones en la película de Dorfman/Polanski.
La instalación de la tensión dramática en la película ocurre cuando el espectador da con una escena de restitución, de pago (o de reclamo de pago) provocada por el azar: Gerardo Escobar (Stuart Wilson), importante abogado, líder de la nueva comisión gubernamental sobre las violaciones de derechos humanos durante la reciente dictadura, y esposo de la ex prisionera política y torturada Paulina Lorca (Sigourney Weaver), recibe un amable aventón a su casa (en una noche de lluvia y gomas pinchadas) de Roberto Miranda (Ben Kingsley), ex torturador y ahora bonachón, amigable punto de apoyo ante lo imprevisible de la casualidad. La voz de Miranda es reconocida– por Paulina, aunque no inmediatamente por el autor implícito, ni por el espectador necesariamente – como la voz perteneciente al médico que la había violado durante y después de las sesiones de tortura que experienció durante la dictadura. Toda la acción de la película se despliega dentro de la casa de Paulina y Gerardo, entre los dos y el ex torturador Roberto Miranda (o más precisamente entre Paulina y los dos hombres), hasta la resolución final, ante un precipicio, en una de las únicas escenas externas de la película. Pese a las apariencias, no se trata, aquí, de un triángulo.
Para empezar, vemos el interior de un teatro donde se toca el cuarteto de Schubert que nombra la obra teatral y la película. En la audiencia, y revelados en tomas que se alternan con los planos de media distancia sobre los músicos, Sigourney Weaver y el marido representado por Stuart Wilson. El cuerpo y las reacciones faciales de aquélla ya se muestran como visiblemente más centrales para la película que las de éste, diferencia ya denotada en el closeup sobre la mano de ella que agarra la de él, y luego en el closeup de los rostros, el de él impotentemente intentando descifrar la tensión emocional latente en el de ella (impotencia replicada hasta lo inverosímil durante toda la obra). El plano encuadra a Weaver frontalmente; esto no deja de ser curioso si puesto en contrapunto con el final de la diegesis fílmica, cuando el closeup regresa, en la escena de confesión del torturador ante el precipicio. Ya se ve, claro, que las coincidencias formales nunca son coincidencias, y nunca son meramente formales. La coincidencia que acabamos de señalar indicia la ecuación que realiza la película entre la confesión de la torturada y la del torturador, o mejor dicho la convalidación de la confesión de aquélla en la confesión de éste, realizada al final. Pero no nos adelantemos.
Digamos, por ahora, que sólo el corte y la imagen violenta del agua golpeando las piedras durante una tormenta nocturna, interrumpen la escena inicial, que quedará suelta hasta el fin, cuando la cámara nos traerá de vuelta a ese teatro donde se ejecuta “La muerte y la doncella”. A la imagen de la tormenta que indica el comienzo del tiempo diegético, se sobrepone la explicación: “A country in South America, after the fall of the dictatorship” [un país en Sudamérica, después de la caída de la dictadura – subrayados míos, I.A.]. En este procedimiento más o menos típico de cierta retórica de la ubicación histórico-geográfica en el cine, en sí mismo no necesariamente digno de nota, me llamó la atención los incongruentes usos de los pronombres “a” y “the”: si estamos en un país de Sudamérica, no localizado, ¿como puede la referencia a un momento de la historia de este país indefinido, hacerse con el pronombre definido “the”? ¿Qué puede significar “la dictadura” si estamos en “un país” de Sudamérica? Aunque este indefinido país sólo hubiera tenido en su historia una única dictadura, ¿no demandaría la estructura misma del enunciado el uso del pronombre indefinido? Ya veremos que aquí tampoco la interrogación formal indicaría un mero formalismo nuestro: sólo en UN país sudamericano puede la referencia a LA dictadura hacerse así, sin calificativos. Brasileños, argentinos, peruanos, ecuatorianos, hemos conocido muchas dictaduras. Sólo en un país sudamericano puede la referencia a la dictadura mantenerse en la singularidad absoluta del pronombre definido. Tal dato no es de poca monta para la película, ya que todo el logro y el fracaso de la obra de Polanski / Dorfman se retrotraen a la manera cómo ella sintomatiza (y traiciona) la experiencia que el artículo indefinido (“a country”) a la vez alude y esconde, la experiencia chilena. Tal acto de alusión y elisión (de elisión de sus alusiones constitutivas) es, ya veremos, la espina dorsal de toda la retórica de la película.
La alusión al trauma de Paulina, tematizado en la apertura de la película y metaforizado por el cuarteto de Schubert, regresa en la escena siguiente, que muestra la llegada de Gerardo a su casa después del anuncio, hecho en la radio y escuchado por Paulilna, de su aceptación del liderazgo de la comisión, a la cual – “locamente”, “irrazonablemente”, hablando desde una experiencia totalmente fetichizada - se opone Paulina. Gerardo es llevado por Roberto Miranda, quien lo encuentra con una goma pinchada en la carretera. Cuando los faros de un auto se vislumbran a lo lejos, Paulina empieza a desesperadamente cerrar todas las puertas, apagar luces y candelas, y preparar el revólver guardado en un cajón. En esto la Paulina de
Dorfman/Polanski replica el cliché hollywoodense del personaje de clase alta que defiende “su propiedad” contra la invasión de un “delicuente” humano o sobrenatural. Tal propiedad es, ella misma, una mansión suburbana-norteamericana en el mejor estilo, ubicada al lado de carreteras que recortan semibosques residenciales más imaginables en Illinois o Iowa que en Chile.La reacción de “defensa de la propiedad” del personaje femenino tampoco tiene nada que ver, obviamente, con lo que sería verosímil en ninguna activista latinoamericana (impensable aun en una ex militante ahora de clase alta, esposa de ministro, y ya debidamente “transitada”). La “alarma falsa” de Paulina se repite algunos minutos después, cuando Miranda regresa para devolver la goma pinchada de Gerardo, y en una secuencia de cortes vemos una alternancia de los dos ambientes, el living donde los dos hombres “razonables” conversan sobre el futuro del país (living iluminado) y el dormitorio (oscuro) donde la loca frenéticamente prepara sus ropas para lo que se anuncia como una fuga - y que será en realidad la preparación del robo alocado del auto de Miranda, y luego su lanzamiento al precipicio, en otra escena completamente inverosímil histórica y diégeticamente.
Las reacciones “no razonables” de Paulina articulan un patrón en la película. Ella sistemáticamente revela su “obsesión”, incomprensible para ella, pero no para los dos personajes masculinos de la obra, tampoco para el autor implícito (también presupuesto masculino), o el lector implícito (idem). Leemos la “locura” de la personaje en la preparación del revólver antes de las dos llegadas del auto, ya al botar la comida de su esposo (cuando ella recibe de él el rechazo a relatar su conversación con el presidente), ya al llorar a gritos de “yo no existo” (cuando el marido sugiere la salida parlamentaria, razonable, legal), ya más adelante al lanzar al precipicio – como una loca – el auto de Miranda que había, inicialmente, traído a su marido y luego su goma pinchada. Para resumir la posición del personaje femenino, diríamos que Dorfman/Polanski la sitúan en el lugar de la histérica: aquélla que sintomatiza la verdad pero es incapaz de decirla, de articularla. Tal reducción de lo femenino a una experiencia fetichizada e histerizada es curiosa, contradictoria, porque la película quiere – muy claramente – también hacer un gesto hacia el feminismo. Para eso, obviamente, reserva la confirmación melodramática del final, de que Paulina estaba correcta al identificar la voz de Miranda. Tal confirmación sólo es dada, empero, con la confesión del torturador, sólo convalidada en tanto que enunciada por la boca de él. Y más: en aquel momento ésta ya es la única salida posible para la película, ya que sea cual fuere la resolución acerca del testimonio de Paulina (¿verdad o mentira? ¿verdadera a pesar de loca o verdadera porque loca?), la aclaración sólo podría advenir de la confirmación del torturador.
Se trata aquí de la ecuación mapeada por Foucault como propia del paradigma jurídico-discursivo de verdad, la ecuación entre lo verdadero y lo confesado. Tal ecuación es no sólo presupuesta por la película, sino que sórdidamente trasladada a la confesión del torturador, ubicada al final como clave de resolución del pseudosuspenso construido a costa de la estereotipia del personaje femenino. A lo largo de la película el cuerpo irrazonable de Paulina, su experiencia histerizada, es incapaz de convencer completamente al espectador virtual (el espectador imaginado por la película) de la culpabilidad de Miranda. En realidad, la presunción de irresolución de esta pregunta representa la única invitación que nos hace la película para que la sigamos mirando. El espectador imaginado por la película sería, por tanto, una suerte de réplica del marido Gerardo, el liberal idiotizado e ingenuo, incapaz de apreender la verdad gritada por la histérica. El pseudofeminismo de la resolución es coherente, entoces, con el retrato caricaturesco, patético del esposo, casi un retardado mental, incapaz de ver lo más obvio, de creerle a la mujer que soportó la tortura por él, pero curiosamente capaz de ser líder de una comisión del gobierno postdictatorial sobre derechos humanos y, a la vez, ignorar lo que sabe cualquier latinoamericano sobre la tortura – o sea, que la tortura sobre la mujeres invariablemente incluye la violación y la violencia sexual. En otras palabras, para intentar ser feminista la película de Polanski/Dorfman construye una pareja compuesta por una histérica y un idiota. El único no patológico, el único razonablemente creíble, el único que razona y es verosímil, en la galería de los personajes de Dorfman es, entonces, el torturador. Dato que tiene, por supuesto, importantes consecuencias teóricas y políticas: la obra que se pretende una convalidación de la experiencia de la torturada, termina por ser una sórdida psicología del torturador, coronada con la imagen del “padre de familia normal” asistiendo a un concierto con la mujer y los hijos, odiosa toma que cierra la película.
La gran parte de la película se dedica a darle vuelta a la grotesca “jaula de la justicia” instalada por Paulina: después de lanzar el auto de Miranda al precipicio, ella lo golpea, inmoviliza, y lo ata a una silla. Demanda una confesión. Histérica, grita. El marido oscila entre defender al torturador y buscar un “juicio justo”. En la conversación privada que mantiene con el marido en el balcón, Paulina confiesa su violación en manos del médico ahora atado. El “detalle” de la violación había sido omitido por Paulina en sus conversaciones con el marido y es ahora confesado - dato también significativo y que refuerza el sórdido paradigma de la película, de igualar torturador y torturada bajo la figura de la confesión. El diálogo entre Paulina y Gerardo es el siguiente:

“Quiero que él . . . que él converse conmigo [to talk to me], quiero que confiese ¿Que confiese?
Sí, quiero . . . quiero tenerlo en video, confesando todo lo que hizo, no sólo a mí, sino a todas nosotras [all of us]
¿Y después que haya confesado lo liberas [you let him go]?
Sí.
No te creo.”

El marido que enuncia este “no te creo” es el mismo que acaba de recibir la confesión de la violación de Paulina, que queda por lo tanto completamente invalidada. Tal inverosímil idiotización del personaje masculino (y consecuente devaluación del femenino) contrasta con el clima cinemático de producción de verdad que cerca la confesión del torturador al final, después de una hora y algo de denegaciones (con alibis, y todo el arsenal de mentiras enunciadas por él “convincentemente”, de forma a mantener al espectador “en suspenso”).
Tal clima de producción de verdad es construido a través de una serie de clichés técnicos usados por la película para valorar la confesión del torturador, y conferirle el estatuto de resolución de la trama: su ubicación al final, presuntamente resolviendo una tensión dramática, el closeup estático sobre Ben Kingsley, su rostro “humanizado”, emocionado, la cursi música muzak al fondo, la lluvia sobre su rostro, la confesión de “sentimientos” (“me gustaba, me sentía así, asado”), en fin, todo el patético aparato melodramático que produce la verdad de la confesión del torturador, es decir nos fuerza, como espectadores, a leer su confesión como verdadera, e implícitamente igualar lo confesado y lo verdadero. La ecuación entre confesión y verdad no es algo singular y único de la película de Dorfman y Polanski – en realidad tal ecuación es lo que caracteriza la episteme moderna en cuanto tal, si seguimos a Foucault en el tema. Lo que caracteriza más singularmente la película, nos parece, es la literalidad de su puesta en escena de la fantasía del torturador, el poder de reducir la confesión y la verdad a una grosera violación, a una burda metáfora de la penetración, es decir reducir el tema de la tortura a la sicología del torturador. El liberalismo confesional hollywoodense sueña, entonces, que nos entrega la verdad de la tortura, precisamente en el momento en que su melodrama pone en escena la confesión del torturador. Nunca la ecuación entre confesión y verdad ha tomado forma tan obscena.


Quinta Tesis: Tortura y Verdad.

Torture and Truth es un revolucionario libro de la pensadora Page DuBois sobre el papel de la práctica judicial de la tortura en el proceso de producción de la concepción filosófica, occidental, de verdad. El libro parte de una premisa de reconocible raigambre para los que hemos dedicado alguna atención a la insistencia benjaminiana en la inseparabilidad entre el documento de cultura y el documento de barbarie. Dice DuBois: “La llamada alta cultura – filosófica, forénsica, prácticas y discursos civiles – ha ido de la mano [is of a piece], desde el comienzo, desde la antigüedad clásica, con la inflicción deliberada de sufrimiento humano” (4). En el caso específico de Torture and Truth, se trata de mapear el proceso a través del cual, en la polis ateniense, el cuerpo del esclavo se convierte, jurídicamente, a la vez en lugar de la tortura y lugar de producción de la verdad. DuBois sigue la ruta de la palabra griega que designa la tortura, basanos, de sus usos más antiguos como “la piedra de toque que testaba el oro”, luego “teste para definir si algo es genuino o real”, hasta que se llega al sentido específico de “interrogatorio con tortura”, y “tortura”, en un recorrido que incluye las epopeyas homéricas, poetas aristocráticos (Teognis y Píndaro), trágicos (Sófocles y Esquilo), la sátira de Aristófanes, y la historiografía de Heródoto, los discursos de Demóstenes, Licurgo y Antífone, además de las obras de Platón y Aristóteles. El mapa es amplio, pero se diseña dentro de él un lazo constitutivo entre tortura y verdad, que sería capítulo central de cualquier proyecto de historia de la verdad, nietzscheanamente concebido.
Se sabe que el testimonio jurídico del esclavo, en la democracia griega, es ecuacionado con la verdad cuando – y solamente cuando – tal testimonio es extraido bajo tortura [basanos]. Se sabe también que es la prerrogativa del amo ofrecer su esclavo a la práctica de la tortura, y que ésta no se puede aplicar a los ciudadanos, a los libres. La práctica así entra, nos demuestra DuBois, también como operación fijadora, controladora de la inestabilidad propia del binarismo entre ciudadano y esclavo. La separación entre los libres y los esclavos nunca se deja naturalizar completamente, tanto porque los libres de hoy pueden mañana, después de ser derrotados en una guerra, convertirse en esclavos, como porque el pensamiento griego jamás pudo fundamentar, biológica u ontológicamente, el hecho social de la esclavitud, jamás pudo justificarlo a partir de una esencia predeterminada, pese a los mejores intentos de Aristóteles (quien se complica bastante, hay que decirlo, al intentar fundamentar esencialmente al esclavo y al hombre libre). Se nota en la historia de los usos de la palabra basanos, argumenta DuBois, una fuerte operación que fija el límite entre el ciudadano y el esclavo a través de la práctica de la tortura. Esclavo es todo aquél a quien se puede torturar. ¿Y por qué se tortura a los esclavos? Porque por la tortura [basanos], sale la verdad [alêtheia].
Demóstenes es el que articula más claramente la justificación de la práctica de la tortura en Grecia, con el argumento de que “nunca se ha probado que alguna afirmación hecha como resultado de la tortura fuera falsa” (30.37). En realidad, no se trata exactamente de una justificación, ya que la deseabilidad y la necesidad de la tortura sobre el esclavo en el tribunal, no es, para el pensamiento griego, algo que necesite defensa explícita, sino que habita lo intematizable, se delimita de antemano como perteneciente a lo no dicho, lo que se presupone y se da por sentado. También en Licurgo la ecuación entre la práctica de la tortura y la revelación de la verdad (siempre cuando, y solamente cuando, el testigo es un esclavo) no necesita ninguna defensa retórica. Para probar la culpa de Leócrates, Licurgo nos dice que le hizo la oferta de dejar que la prueba dependiera de la tortura de los propios esclavos de Leócrates. El rechazo del acusado a esta oferta sería prueba indudable de su culpabilidad, porque “naturalmente [kata physin] cuando torturados ellos [los esclavos] habrían contado toda la verdad [pasan tên alêtheian] sobre todos los crímenes” El hecho de que se deba torturar a los esclavos, y el hecho de que a través de la tortura sobre ellos se revelará la verdad, jamás es puesto en cuestión. La hipótesis de DuBois es que la operación del aparato discursivo que instaura el cuerpo del esclavo como cuerpo torturable (y no sólo como torturable, sino como necesariamente verdadero cuando torturado) habría jugado un papel en la constitución misma del concepto de alêtheia. El problema aquí sería, entonces, la relación entre el testimonio del esclavo como instancia de establecimiento de la verdad jurídica, como instancia de la alêtheia que emerge como resolución de una pendencia, y la concepción de verdad como esencia enterrada, estática, escondida, por ser develada y traída a la luz, ex-traída de la interioridad no conocida que el acto de conocimiento intenta penetrar, en la comúnmente sexualizada metáfora griega. Habría una organicidad no sólo histórica, sino conceptual, entre estos dos procesos, ya que la verdad que se produce en el testimonio del esclavo sólo emerge jurídicamente, por definición, en el interior del basanos. El basanos funde la resistencia, trae a la luz, saca a la visibilidad y a la comprobabilidad. Replica, en la arquitectura de la metafórica armada para describirlo, el mismísimo movimiento del filósofo que saca la verdad de su condición enterrada y desconocida. Tal movimiento, si no deja de evocar el proceso jurídico de la verdad a través del esclavo, tampoco es desprovisto de operacionalidad en la producción de la diferencia de género. Son conocidas las vastas conexiones, establecidas en la poesía y filosofía griegas, entre alêtheia y “lo escondido, el secreto, la potencialidad femenina, la tentadora, encerrada interioridad del cuerpo humano, sus lazos, en fin, tanto con el tesoro como la muerte, con los misterios del otro” (91). Tanto la mujer como el esclavo son receptáculos, contenedores de la verdad, pero no tienen, ellos mismos, acceso a ella como sujetos; su función es proveerle tal acceso al hombre libre, al ciudadano. No hay verdad que se constituya independiente de la abyección de estos contenedores.
Sería El sofista el diálogo platónico donde más se nota el vínculo entre la extorsión de la verdad (realizada por el filósofo sobre el sofista, a través de la cual aquél saca a la luz la verdad de la cual éste permanece, por supuesto, inconsciente) y el proceso descrito en los textos de Demóstenes, Antífone y otros, como característico de la producción jurídica de la verdad a partir del cuerpo del esclavo: “la mejor manera de obtener una confesión de la verdad puede ser someter la afirmación misma a un leve grado de tortura [basanistheis]” (237b). El parentesco al cual llama la atención DuBois aquí es que “así como el esclavo, el Sofista libera [yield] la verdad sólo bajo violenta interrogación y presión [stress]” (115). Sería mapeable en el pensamiento griego que culmina en Platón, sugiere DuBois, una concepción antidemocrática de verdad como aquello que hay que develar a través del cuerpo del otro. Tal concepción estaría implicada en la instrumentalización del otro en el camino filosófico hacia una verdad ya reificada, enterrada, en (la) necesidad de ser sacada a la luz. El proceso, claramente, no deja de evocar la tortura, el basanos en su contexto legal, de tal manera que se justifica claramente la pregunta: ¿hasta qué punto la concepción misma de verdad que se instala en la filosofía occidental se retrotrae a ese procedimiento sobre un cuerpo bastardo? La metáfora platónica transforma el argumento del sofista en cuerpo que deberá soportar el sufrimiento, el acoso del ataque del logos. La lógica y la dialéctica también son artes de la tortura, están implicadas en ella, y así se teorizan en Platón, muy explícitamente, en el momento mismo de su constitución y sistematización definitiva. Del recorrido nuestro por Foucault, Scarry y DuBois se desprende, entonces, un proyecto doble, o quizás dos proyectos que en algún momento de sus recorridos, tendrán que encontrarse: 1. el interminable (irrealizable en su totalidad, pero ineludible como horizonte) proyecto nietzscheano de reconstitución, diseño, elaboración, recuento, reimaginación de lo que ha sido la historia de la verdad en Occidente – y no sólo y no exclusivamente en Occidente, ya que tal historia de la verdad no se daría, por supuesto, sin poner en cuestión el propio proceso a través del cual se constituyen y se nombran las fronteras de “Occidente”; 2. el estudio, disección crítica y denuncia del aparato discursivo – filosófico, legal, literario, sociológico – que ha justificado el acto de tortura y que, como tal, no es inocente en la concatenación de la historia de la verdad descrita en el punto 1, dadas las conexiones históricas y conceptuales entre la práctica de la tortura y la producción de la verdad. Tanto la caza y el arrinconamiento del sofista en Platón como la derrota impuesta a la duda en Descartes, representarían momentos privilegiados de metaforización de la verdad en tanto encarcelamiento. Tal encarcelamiento – lo sabemos por Luce Irigaray y Judith Butler – no sólo es sexualizado, sino que funda el binarismo sexual en cuanto tal – funda tanto lo masculino, término marcado, como lo feminino que llega a ser, precisamente, como momente abyectado por lo masculino, como su suplemento ineludible (lo masculino, a su vez, claro, no preexiste a tal acto, sino que se constituye en él).
En otras palabras: la producción misma de la oposición masculino/femenino tiene lugar a través del recurso a la metáfora privilegiada del estar atrapado, encerrado, cirscunscrito en cuanto interioridad (y a la vez revelado en cuando verdad que se des-prende de tal contenedor, traída a la luz, en un proceso de extorsión). De allí derivamos un proyecto de relectura infinito, entonces, con el cual concluiríamos: en la fundación misma de la diferencia sexual (su invención, su constitución, su llegada inicial a la inteligibilidad), encontraríamos un capítulo fundamental, constitutivo, tanto de la historia de la tortura, como de la historia de la verdad. No hay que subestimar, ya sabemos, el lazo constitutivo que liga estas últimas dos historias entre sí.



Notas:

Ver especialmente: Willy Thayer, La crisis no moderna de la universidad moderna: Epílogo del conflicto de las facultades (Santiago: Cuarto Propio, 1996), Nelly Richard, Residuos y metáforas: Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición (Santiago: Cuarto Propio, 1998), Alberto Moreiras, Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina (Santiago: ARCIS-LOM, 1999); Idelber Avelar, Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo (Santiago: Cuarto Propio, 2000).

Sólo después de formular esta frase, repensarla, proyectar a través de ella toda una lectura del libro de Scarry, y además hacerla sobrevivir varias reescrituras de este artículo, vine a darme cuenta de que reproducía, casi idénticamente, la fórmula con la que había especificado su desacuerdo Page DuBois, en Torture and Truth, pp.148. Mantengo mi cita inicialmente inconsciente como tributo al notable libro de DuBois.

Michel Foucault, “La verité y les formes juridiques”, Dits et écrits II, p. 586. Se trata aquí, curiosamente, de un texto capital de Michel Foucault que hasta 1994 sólo había circulado, salvo equívoco mío, en portugués (publicación original de 1974, de una secuencia de charlas dictadas en la Universidad Católica de Río de Janeiro entre el 21 y el 25 de mayo de 1973) y en castellano (traducción de E. Lynch de 1980). Retrospectivamente, con la publicación completa de los Dits et écrits, podemos tener más claridad acerca de cuán capital es este texto en el pensamiento de Foucault: se trata de la más fina exposición del combate entre dos concepciones de verdad – el mapeo de la verdad en tanto prueba, juego, pelea (en la épica homérica y – derrotada – en la tragedia sofocleana), contra una concepción de verdad como develamiento arrancado, sacado, traído a la luz (en la práctica del interrogatorio).

El despliegue de estos dos polos, en toda su maleabilidad, acompañado de riguroso desmontaje de la concepción progresista-mítica del derecho, constituyen temas centrales en el texto. Por su longitud, por la radicalidad de sus hipótesis, la contudencia de sus formulaciones, y su logro como texto sintético del proyecto genealógico de su autor, es de importancia comparable a La historia de la sexualidad y Vigilar y castigar. La radicalidad del texto de Foucault como lectura alternativa del Edipo (ya no como historia de los deseos y represión del yo, sino como puesta en escena del vínculo entre producción de la verdad y constitución del poder), ya la había notado, en 1989, Julio Ramos. Ver Desencuentros de la modernidad en América Latina, 233-4. Salvo otro equívoco mío, este texto de Foucault no ha sido tratado en las docenas de libros escritos sobre Foucault en EUA. El texto sólo recibe traducción inglesa el 2000, con la publicación del tercer volumen de los Essential Works (una traducción parcial de los Dits et écrits).

Ver Jacques Derrida, “Le derniers mot du racisme.” Psyche: Inventions de l’autre. París: Galilée, 1987.

Walter Benjamin. “Über Sprache überhaupt and über die Sprache des Menschen.” G S. II-1, pp. 140-57.

Foucault, Surveiller et punir, 50.

Dori Laub, “Truth and Testimony: the Process and the Struggle.” Trauma: Explorations in Memory, ed. Cathy Caruth, pp. 64.

Remito a “La casa está en orden”, manuscrito con la charla dada en Duke University en 1994. Ignoro si Tununa ha publicado alguna versión de este texto.

Se trata, como se sabe, de película dirigida por Roman Polanki (1994), basada en obra teatral homónima de Ariel Dorfman. El guión es colaboración de Rafael Yglesias y Ariel Dorfman. El mismo Dorfman acompañó el proceso de filmaje, terminando de conferirle a la obra cinemática el carácter de coautoría.

Entre las expresiones que obnubilan, más que aclaran, la comprensión de este proceso, cuento el término “feminismo francés.” Ante el problema de la verdad y la diferencia sexual habría que diferenciar, por ejemplo, las posiciones de Julia Kristeva y de Luce Irigaray no sólo como distintas, sino como radicalmente opuestas. Como muestra Judith Butler, Kristeva acepta de antemano la distinción entre la racionalidad (lo simbólico, lo masculino, lo fálico) y la indistinción corpórea de la khora (lo semiótico, lo femenino), y luego romantiza a ésta última como fuente de subversión – precisamente a partir de los atributos conferidos a ella por la binarización platónica, que queda así incuestionada. En Irigaray, desde luego, otra posición, muy distinta: un proceso de investigación genealógica de la constitución del binarismo mismo, que muestra el venir-a-ser de la oposición razón-cuerpo como proceso inseparable de la emergencia de una masculinidad presupuesta y normativa, y de la sujeción de un “femenino” que no preexiste a tal operación, sino que se constituye también en ella. No hay anterioridad recuperable de la khora en Irigaray, al contrario de Kristeva. La lectura de Irigaray nos lleva, por supuesto, mucho más lejos que la cristianización pía y redentora del psicoanálisis que propone Kristeva.

Para un desarrollo de tal diferendo, ver Judith Butler, Bodies that Matter, especialmente el notable texto que nombra el volumen, pp. 27-55.

Otra alusión singularizante, claro, es la que hace Sigourney Weaver a cómo la secuestraron en frente a las “librerías” de “Huérfanos street.” Atroz, la alusión, ya que es 1) incomprensible para los que no conocen la geografía del centro de Santiago, y 2) para los que sí son capaces de reconocer la alusión, queda poco más que la sensación de que la experiencia de la calle ha sido profundamente traicionada.

El teatro y la novelística latinoamericanas conocen, por supuesto, varias otras representaciones de la convergencia entre confesión y verdad. Aunque desde premisas éticas y narrativas menos odiosas y reductoras, la obra teatral de Mario Benedetti sobre la tortura comparte, con la obra de Dorfman, la creencia romántica e ingenua en la enunciabilidad confesional de la verdad, y en la negociabilidad discursiva de la atrocidad de la tortura. Ver Pedro y el capitán.

Entre los muchos ejemplos citados por DuBois, ver especialmente Antífone (6.23, 6.25)

Contra Licurgo, 32. Para este texto, y para todos las demás fuentes griegas aquí citadas, remitimos a la biblioteca virtual Perseus, un archivo ya considerable de obras clásicas, en el original y en traducción al inglés, manejado desde Tufts University. Ver http://www.perseus.tufts.edu/



Obras citadas:

Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Cuarto Propio, 2000.

Benedetti, Mario. Pedro y el capitán. México: Nueva Imagen, 1979.

Benjamin, Walter. “Über Sprache überhaupt and über die Sprache des Menschen.” Gesammelte Schriften. Ed. Rolf Tiedemann y Hermann Schwepenhäuser. Frankfurt a.M.: Suhrkamp Verlag, 1982. Vol.II-1, pp.140-57.

Butler, Judith. Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. Londres: Routledge, 1990.

––––. Bodies that Matter: On the Discursive Limits of “Sex”. Nueva York y Londres: Routledge, 1993.

Caruth, Cathy. “Preface.” Trauma: Explorations in Memory. Ed. Cathy Caruth. Baltimore y Londres: Johns Hopkins UP, 1995.

Death and the Maiden. Dir. Roman Polanski. Guión de Ariel Dorfman y Rafael Yglesias. 1994.

Derrida, Jacques. “Le derniers mot du racisme.” Psyche: Inventions de l’autre. París: Galilée, 1987.

DuBois, Page. Torture and Truth. New York and London: Routledge, 1991.

Foucault, Michel. Surveiller et punir: Naissance de la prison. París: Gallimard, 1975.

––––. “La vérité et les formes juridiques.” Dits et Écrits 1954-1988. Vol. II: 1970-75. París: Gallimard, 1994. Consultados también: publicación original en portugués, “A Verdade e as Formas Jurídicas.” Trad. J.W. Prado Jr. Cadernos da PUC 16 (1974): 5-133. Castellano: La verdad y las formas jurídicas. Trad. E. Lynch. Barcelona: Gedisa, 1980. Inglés: “Truth and Juridical Forms.” Power: The Essential Works of Michel Foucault III. Trad. Robert Hurley et al. Nueva York: The New Press, 2000.

Irigaray, Luce. Ce sexe qui n'en est pas un. Paris : Éditions de Minuit, 1977.

––––. Ethique de la différence sexuelle Paris : Editions de Minuit, 1984.

Laub, Dori. “Truth and Testimony: The Process and the Struggle.” Trauma: Explorations in Memory, ed. Cathy Caruth, 117-48.

Mercado, Tununa. “La casa está en orden.” Manuscrito.

Moreiras, Alberto. Tercer espacio: Literatura y duelo en América Latina. Santiago: ARCIS-LOM, 1999.

Richard, Nelly. Residuos y metáforas: Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición. Santiago: Cuarto Propio, 1998.

Scarry, Elaine. The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World. Oxford: Oxford UP, 1985.

Thayer, Willy. La crisis no moderna de la universidad moderna (Epílogo del conflicto de las facultades). Santiago: Cuarto Propio, 1996.

Žižek, Slavoj. The Plague of Fantasies. Londres: Verso, 1997.

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