miércoles, 16 de julio de 2008

Oyarzún, P. Vídeo y Visualidad

Vídeo y Visualidad, Pablo Oyarzún.
En Arte, Visualidad e Historia, Editorial La Blanca Montaña, pgs 161-175.


1.

Junto al cine, el vídeo-arte pareciera haberse constituido en el segundo género aducido por el presente siglo al repertorio históricamente sancionado de las artes. Pero a diferencia del cine, su estatuto genérico carece de un perfil definido y, al mismo tiempo, internamente diversificado. Ya el modo en que solemos acudir al término que lo designa parece indicar algo de esto. Con él más pareciera que se habla de una multiplicidad de usos del vídeo en conformidad con una intención artística que de una forma consolidada. Así, en cuanto referido a un uso con miras a un fin que establece el artista, el vídeo es considerado, ya sea explícitamente, ya de sobreentendido, como un medio. Se le endosa, entonces, la condición que ya presupone –de conformidad con nociones añosas– su índole técnica. Pero ¿queda con ello saldado el asunto?
En todo caso, y por lo pronto, lo de los usos múltiples se acredita hasta aquí como límite infranqueable, bien que móvil: vídeo-arte sería principalmente un concepto operativo. Y en esta frontera evasiva ya no se percibe –como podría haber sido antes– una falta o deficiencia.
No es popular hoy en día reducir una diversidad de fenómenos a un principio uniforme. Desde el punto de vista teórico, se cautela celosamente los derechos del pluralismo. Y no es malo que se haga esto. En lo que concierne al arte, están abolidos los tiempos de una estética omnicomprensiva, que trajese todas las artes a un mismo principio, o que se arrogase el derecho de concebir el “devenir de las artes”, en general, a partir de principios propios, específicos. Se podría pensar que la renuncia a tales pretensiones obedece a un cambio en la situación de la teoría, pero no se dejaría de ver que está ligada también a la dificultad en que nos encontramos, desde hace un buen tiempo, a la hora de decidir, en términos concretos, lo que la palabra “arte” quiere decir. En esta misma medida, sería preciso considerar hasta qué punto la evanescencia de una estética dotada de aquella vocación de síntesis no sólo obedece a una transformación determinante de la teoría, sino también a la evanescencia del arte mismo; o a su muerte. Ésa era la palabra de Hegel, o mejor dicho, aunque no fuese ésa la palabra efectivamente proferida por él, su sentido está necesariamente implicado en el discurso de las Lecciones de Estética y, de hecho, define el lugar teórico desde el cual esta obra ah sido escrita. La posteridad –que nos incluye– aún no ha llegado a ajustar cuentas con la sentencia hegeliana; más, en cierto modo, pendiente de ella.[1]
Lo que pensaba Hegel al decretar esta defunción a primera vista se enseña claro: la muerte del arte es la muerte del gran arte, que mide su grandeza por ser la adecuada manifestación del Espíritu cuando ninguna otra forma superior de la cultura (la religión, la filosofía) se encuentra a la altura de su plenitud inmanente, es decir, de su verdad. Pero esta grandeza tiene su tiempo; la capacidad del ate para expresar en la forma sensible los contenidos esenciales del Espíritu dura lo que dura la necesidad de esa expresión y la versatilidad de lo sensible para ser su pertinente plasmación. En consecuencia, la tesis de la muerte del arte relega su temporalidad al pretérito. El arte, monumento o estela de sí mismo, es siempre pretérito respecto de su verdad, que sólo el concepto puede instituir, develadoramente, en el presente: que es, por cierto, el de la filosofía, vale decir, es el presente como filosofía.[2]
Tras la enunciada muerte del arte, y más allá de la muerte de Hegel, sin embargo, no es ya la filosofía, como autoevidencia del Espíritu, lo que impera, sino la técnica. En cierto modo, tampoco impera ya el presente –que precisamente parece requerir de un garantía fuerte de saber para instituirse– sino la actualidad. ¿Cabe todavía en ésta algo así como el arte? ¿O supone ella una confirmación acentuada de la preterición que ya Hegel había dictado? ¿Podría enseñarnos algo el vídeo-arte sobre lo que en estas preguntas permanece en vilo?
Considerada desde este punto de vista, podría decirse que la expresión “vídeo-arte” es provocativa en un doble sentido. Una vez, porque designa un punto álgido de cruce entre arte y técnica, y precisamente allí donde ésta ha alcanzado su formato contemporáneo de punta: las tecnologías de la información y de la comunicación masiva. Otra vez, porque resitúa la relación de arte y visualidad.
Dicho de otro modo: lo que parece llamativo y meritorio de encuesta a propósito del vídeo, y más particularmente del vídeo –arte, en el contexto dominante de la tecnología telemática, es el status que el arte y la visualidad adquieren en cuanto se asume en ellos la mediación técnica, y en cuanto son ellos asumidos por dicha mediación, y n ella misma; se trata, en suma, de la contemporaneidad del arte, como algo diferente a su presente indefectiblemente preterizado y, asimismo, a la actualidad de aquella mediación. Es posible hacer del vídeo-arte una instancia de reflexión en las tentativas por determinar la contemporaneidad de las artes visuales y del arte; no la única, eso es obvio, pero sí quizá resaltante: su condición todavía incipiente, su énfasis exploratorio, acaso tornen más advertible en él lo que en otras zonas de la producción artística –mayormente asentadas como formas– puede, no obstante eficaz, permanecer más oculto.

2.

La muerte del arte puede asumir –y de hecho tiene– diversos rostros o, si se quiere, máscaras fúnebres.
Ha sido el deseo programático de una total versión del arte en la vida, que subvierte todos los parámetros administrados y administrables de ésta: deseo semejante consta en las tentativas de la vanguardia. Es también el reverso casi paradójico de estos programas en el discurso de la moda, donde el principio de la novedad abrupta y el vuelco de los nexos cotidianos, los más próximos –la presentación del cuerpo y de la persona– quedan rutinizados y sometidos al valor de cambio. Este reverso podría describirse como alineación si se tuviera unívocamente en claro cuál es el sentido auténtico que allí se expone a su caída. En tercer lugar, ha llegado a ser también la afirmación recalcitrante e irónica de una reserva (de arte) que se mantiene inaccesible, incomunicable, hermética.
Pero sobre todo se dibuja –a veces imperceptiblemente– en el rictus de esta muerte en la insistente tendencia a la resolución del arte en técnica. De modos diversos, y con frecuencia muy complejos, el bajorrelieve de esta resolución atraviesa todos los rostros que mencionamos antes, les da de su cuño ese aire de familia que en ellos se vislumbra. Pero quizá donde más se acuse sea en la estetización que ya es inseparable de la red comunicativa, de la tecnología de información, de la llamada telemática.
La citada estetización no significa sólo acicaladamente o decoro, a menos que se entienda que la información misma adquiere la sustancia leve del ornamento, como tema fugaz y tangente, como relevo no fijable de la secuencia comunicativa, dotado de la persuasividad subrepticia de lo que es ambiente.
La información que, como sabemos, se concebía en la modernidad como representación, con peso teórico y relevancia práctica, ponderación de promesa y de certeza de una presencia primera o culminante (Sujeto, vida, Espíritu), responde hoy a la exigencia prioritaria de ser presentable. Si los tiempos modernos podían ser descritos como “época de la imagen del mundo” (Heidegger), la contemporaneidad técnicamente modelada no hace mas que inducir un desplazamiento sutil en el concepto, que lo remata o la consuma: que ya no ofrece más la pluralidad en pugna de unas “imágenes” o “vistas”, de unas “concepciones de mundo”, sino que sólo presenta, constantemente, la heterogeneidad del mundo en la vistosidad de la imagen.
Lo presentable en la información designa en ella lo comunicable, y lo esencialmente comunicable es la forma de la información. Así, lo informado –en el mundo, la vida, la historia, la cotidianidad del ser– se aligera en su presentabilidad, se resume en imagen, se despliega en la temporalidad eficiente de ésta. La presentabilidad es la clave de la actualidad, como modo de ser de la técnica imperante.[3]
La telemática es la forma contemporánea de la técnica: su segunda gran transformación histórica desde el paso de la artesanía a la industria, con el cual se inaugura la técnica en su carácter moderno. La máquina es desplazada por el aparato, el uso mecánico de la energía por la disponibilidad de la información, la traslación en el espacio-de-distancias por la vecindad de los contactos e el circuito de los medios. La técnica ha comenzado a dejar de ser el poder sobre las cosas, la dominación de la naturaleza –en el sentido del señorío del sujeto humano–, para devenir la conversión de la cosa en imagen, en representación, y, de modo recíproco, la reificación de la imagen misma. Eso, por cierto, coincide con el maximum de poder, en cuanto que asegura, en todo momento, la disponibilidad general de lo que es. Es el poder –el imperio– de la actualidad.
Es en este contexto donde parece pertinente instalar la reflexión sobre el vídeo como medio y sobre el vídeo-arte como práctica. Pero ello requiere de ciertos cuidados preliminares mínimos.

3.

Tal como quedó sugerido al comienzo, hay una parte importante de las incursiones teóricas sobre el vídeo-arte en que se advierte el afán y la obsesión por definir su sitio en el arte como lugar autentificable, acaso como un género más que como un campo inestable de prácticas y tácticas. Esa obsesión, que padece la inercia del prurito clasificatorio de las artes, ciega la posibilidad de inquirir si el arte, contemporáneamente, puede ser entendido aún con arreglo a cánones que, en última instancia, y a pesar de todas las apariencias, siguen siendo prescriptivos o taxonómicos. Este es uno de los problemas arduos que encara la estética hoy, palpablemente desequilibrada respecto de las condiciones y características del ejercicio concreto del arte. De ahí que parezca mucho más importante la consideración del vídeo-arte dentro del problema general de la contemporaneidad del arte mismo que su ubicación más o menos arbitraria en algún esquema de orden.
Desde este punto de vista, vale decir que los múltiples usos artísticos del vídeo no sólo indican la condición, acaso provisoria, de una forma quizá todavía incipiente; más que eso, dan cuenta específica de la situación contemporánea del arte. En verdad, más que hacerse pensable éste como una inatención o un fin que dictase el modo, el trato y la instrumentalidad del medio telemático, el arte puede detallarse en tales usos porque ya se encuentra diseminado, errante entre sus innumerables fases y modos, eximido de una esencia en el sentido fuerte del término heredado. La finalidad presunta, la supuesta unidad de la intención (de arte) no puede ser designada genéricamente. No sólo el término de “vídeo –arte, sino el de “arte” mismo pareciera no admitir más que una constancia nominal –la de un rótulo ordenador, o bien, en su óptimo sentido, la pertinencia de lo que llamábamos un concepto operativo– que es preciso especificar en cada caso, sin que se tenga la esperanza de que los casos puedan ser reunidos alguna vez en una síntesis superior.
El arte, así disperso, subsisten con la fragilidad de un evento y la durabilidad de una operación. Lo eventual, lo ocurrente, es quizá el rasgo de temporalidad del arte que se hace patente con el acaecimiento de lo impensado: su muerte.
Hoy sería, pues, el arte sólo pensable como operación y sólo designable como evento; y ello, por cierto más allá de la distinción tradicional –clásica y moderna– entre proceso y producto. La observación no es, probablemente marginal; no se habla aquí de operación y de evento por esa especie de proclividad módica a favorecer lo que pasa por sobre lo que es, y que se aficiona por todo aquello que se convendría llamar lo cursivo y suele ser dócilmente tributario respecto de lo actual. es que la disipación formal del arte –su mentada “muerte”– no permite ya que se lo halle en la estabilidad de su ser, sino en lo efímero de su acaecer.[4] Que esto tenga también un efecto (hermenéutico) retroactivo, que concierne a las formas habidas del arte, es otro cuento; lo decisivo es que se caracterizaría el factum que determina la contemporaneidad del arte.[5]
Frente a la eventualidad del arte como intención y como fin, como sentido y como forma, como lugar y como práctica –y obra–, resulta mucho más firme la unidad del medio e que todas estas instancias son articuladas. Por cierto, la unidad del medio tampoco es sustantiva. Si el medio es homogéneo, no es por causa de un fundamento suyo, de una esencia que fuese unívocamente explicitable, menos aun de una significado concéntrico de la finita diversidad de sus contenidos posibles. Su homogeneidad es la de una operación.
En la operatividad de la técnica y la eventualidad del arte despunta la posible ocurrencia de una relación entre ambos que no fuese reducimiento ni subordinación de uno en otra.
Lo que primero importa determinar es el gozne de arte y técnica. Un gozne es, al mismo tiempo, un eje de juego, de articulación y deslinde. Importa determinar, pues, tal como resulta averiguable en el vídeo-arte, el lugar del deslinde, el limes de la técnica y arte, la peculiar resistencia que se ofrecen uno a otro, y ambos a su identificación, esto es, el deslinde desde el cual puedan ellos articularse y sobre el cual jueguen ambos, sin reducirse.
El término “vídeo-ate” nombra, menos que el uso múltiple de un medio, el cruce de dos operaciones: importa saber en qué medida se vuelve discernible, como operación, el arte.
En el contexto determinado por la impronta tecnológica, cabe la exigencia de singularizar las operaciones del arte por las cuales éste, en su propia y continuo proceso de tecnificación, sigue rescatándose como arte.

4.

En esta medida, la pregunta es qué tipo de operación artística es el vídeo-arte. A sabiendas de que con ello sólo toco parcialmente los aspectos en que cabe detallar las prácticas el vídeo-arte, considero importante poner la tilde sobre dos asuntos: es uno un cierto rasgo intervensionista; el otro, la indagación de la sintaxis visual electrónica de la imagen.
En los años 60 –tiempo en que se desarrollaban indagaciones pioneras y decisivas en el campo del vídeo– se reeditó simultáneamente en el arte un optimismo técnico que había tenido ya su primera manifestación en los años 10 y 20. Entonces se trataba de la euforia de la máquina, la fotografía y el cine. En los años 60 –y ya entrados los 70– es la televisión el vídeo y las computadoras, la utopía cibernética y el postulado de la “aldea global”. En esa misma época, no obstante, el vídeo-arte –emergente– se concentra en buena medida en la intervención del sistema televisivo como red de información o bien en la indagación de los estratos reprimidos (sensorios, emotivos) de la información (Nam June Paik, Beuys, Downey). El vídeo-arte suspende –interrumpe, deforma, manipula– el flujo informático para evidenciar los elementos –visivos– en que consiste ese flujo, las condiciones –ideológicas– de las cuales depende, los efectos –perceptuales y sociales– que predispone.
No cabe duda que este intervensionismo podría ser referido al marco abarcador del lugar histórico en se sitúan a la sazón de las indagaciones artísticas. Los 60 –sobre todo– son años de reanudación del proyecto vanguardista tras el fracaso de su empeño primerizo, que ya se ha hecho completamente palmario hacia fines de los 50. La reanudación no es, por cierto, reiteración; es desplazamiento y nueva formulación de conjunto, que quiere haber aprendido las lecciones de pasado. De éstas, la principal: las vanguardias históricas desearon la superación del arte –su acabamiento institucional, y, a la vez, la difusión social de sus energías– sin hacer el indispensable análisis de las mediaciones que hacen posible, sostiene y refuerzan su consistencia social. Mediaciones que también le asignan, por vía de discernimiento, su situación: el arte pertenece a la cultura especializada, de expertos. (Por cierto, se erraría al pensar que ese análisis ausente hubiese sido una omisión de las vanguardias históricas; su misma definición lo excluía, en la medida en que ellas son descriptibles como la última afirmación de una arte que confía en sus eficacias y en sus propios medios. Y no está demás recordar en este contexto que las neo-vanguardias, que ciertamente heredaron de las primeras sus hallazgos técnicos, se inscriben asimismo en la línea de la preeminencia de las ciencias sociales.)
Pero al margen de estas observaciones, y sin prejuicio de ellas, en el mencionado intervensionismo y, en general, en los usos del vídeo-arte, salta a la vista, una dura resistencia a la inmediatez, a la transparencia, a la actualidad del mensaje. En particular, ciertos usos del vídeo-arte parecieran insistir en la mediación icónica o electrónica, en el gránulo visual, como para hacer patente el medio en que operan, para distanciarlo reflexivamente, para separar el medio del mensaje, y aún más, el medio del medio.
Lo que de este modo es resistido es aquella inmediatez del medio telemático a que más arriba aludimos hablando de la comunicabilidad como forma. Se resiste en cierto modo la estética, en la medida en que ella se concentra hoy en una pura estética de lo presentable. La resolución de lo real en la presentabilidad de la comunicación es, probablemente, correspondiente por lo que al comienzo llamamos la evanescencia de la estética. Ésta, claro, no se disipa en la nada, sino que su discurso pasa entero a la red comunicativa, y en ella se absorbe. Una estética que de esta suerte cumple la ambición de su programa ha superado también la demora de sus cavilaciones en la inmediatez de la forma de la información.
En general, la condición de esta inmediatez reside en la estructura reticular de la comunicación, que a la vez que dispersa los lugares y los tiempos de su gestación y distribución, los mantiene, en el circuito permanentemente referibles unos a otros. En cuanto concierne a lo televisivo, esa inmediatez significa la inherencia de imagen e informe, que en sentido propio define a la información y que releva todas las distancias al situar lo distante (lo real), a manera de cifra óptica –y pasajera–, en el ojo que lo ve. La inmediatez televisiva se despliega, pues, como red de visibilidad. En ella lo real se acredita como visible, y viceversa; en ella cada instancia remite a las otras, y cada una puede ser, alternativa o simultáneamente, “sujeto” u “objeto” de visibilidad.
Prolongando consideraciones que arrancan de lo dicho, podría sostenerse, quizá, que en lo televisivo –y ésta sería su poderosa eficiencia– se alcanza algo así como la construcción de la escena absoluta de la mirada –escena por definición invisible– o, si se quiere, se satisface algo así como la peculiar utopía del verse ver.
Según esto, vídeo significaría esencialmente “veo (que veo)”. Antes de todo discurso, antes de toda reflexión y representación –y precisamente porque el discurso, la reflexión y la representación están ya inscritos allí– se funde todo lo que es en lo presentable, ya como ver, ya como ser visto. Ni objeto ni sujeto en sentido terminante. Video, ergo est sería el lema, pues, del (tele)vidente.

5.

¿Y en que consistiría la mencionada resistencia del vídeo-arte?
Consistiría, tal vez, en la constante elaboración de un sentido de la visualidad y de un sentido para la visualidad que no se deje incorporar en la eficiencia tecnológica de lo visivo. Si, por una parte, debe afirmarse que la visualidad y visibilidad no son términos sinónimos –puesto que también lo invisible puede ser traído a códigos de visualidad– y si, por otra, vale lo dicho acerca de la citada eficiencia, es decir, su capacidad para visibilizar lo invisible, la dificultad de una tal elaboración debería hacerse obvia. El modo en que el vídeo-arte la enfrenta –en lo que se atañe a los dos aspectos de su operación que me interesan– consistiría en problematizar la fuerza comunicativa con la que indiscerniblemente se asocia lo visual en su formato tecnológico.
El vídeo-arte preservaría en el tiempo de la comunicación telemática una resistencia a la comunicación. Tornaría visible algo incomunicable. A la visibilidad de lo incomunicable (aquello que se deja ver precisamente en la medida en que no se deja comunicar) cabría llamarlo lo salvaje.
Pero no sería lo salvaje un simple opuesto de la técnica. Es verosímil que ésa mantenga con lo salvaje una relación esencial de la que no solemos apercibirnos, lo que valdría describir como una relación arcaica. De ser así, preservando lo salvaje en la imagen, el arte quizá devele un estatuto primordial de lo técnico. También la imagen vídeo-electrónica parpadea.[6]
[1] En el pensamiento estético del último siglo y medio asistimos a un prolongado debate con esta sentencia, tanto en la teoría como en la práctica artística, en el cual destacan las diversas variaciones sobre el tema de la “muerte del arte”. Así, por ejemplo, el célebre ensayo de Benjamin sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica ofrece una de esas variantes, que contiene lo que hegelianamente podríamos llamar una Aufhebung de la tesis del propio Hegel, que traduce la mentada “muerte” a “cambio de estatuto”. Aquí llevamos las cosas un paso más allá (que está implicado en ese mismo ensayo), para ensayar una variante históricamente vigente del problema implicado. Para Hegel, la “muerte del arte” dejaba el terreno libre para su conocimiento: el arte se consuma en la estética como “ciencia del arte”, de rasgo a la vez metafísico, hermenéutico y museal. En el contexto post-hegeliano, asistimos a una “muerte de la estética”: ésta se consuma en la estetización de lo real; volveremos sobre esto.
[2] El nombre de este presente en Hegel es “lo moderno”, el “mundo moderno”, cuyas exigencias ya no está el arte en condiciones de satisfacer. La demanda esencial del “mundo moderno” estriba en el pleno esclarecimiento de lo real, en la exposición exhaustiva de su esencial inteligibilidad, que coincide punto por punto con su producción racional. La opulenta y faustuosa fantasía poética que está en el fundamento del arte es reemplazada por la sobria y prosaica disciplina del concepto, tal como ésta se despliega en los complejos tecnocientíficos filosóficamente fundados y en configuración administrativa de la vida social. Sin embrago, el desarrollo omnímodo de la mediación y del proceso como forma de determinación y de producción de lo real en el contexto de la modernidad cumplida –y no sólo programática– levanta (también aquí en el sentido hegeliano de la Aufhebung) la fundamentación filosófica de tales complejos, suprimiendo, si podemos decirlo así, el último lujo del espíritu, la realización sustantiva de sus vida presente a sí misma.
[3] Se entenderá que en esta determinación de la actualidad lo que entra en estado de eclipse es el sentido mismo de lo que se denomina “lo moderno”. Éste ha designado una conciencia aguda de historicidad, expresada en la tensión más expresa que tácita que lo vincula a “lo antiguo”. El sentido de “actualidad”, tal como lo caracterizamos aquí, implica una elisión de la historicidad, una borradura de los nexos que ligan al momento vivido con su procedencia y con su posteridad eventual. Por contraste con esta (in)experiencia de la temporalidad habría que pensar, por ejemplo (y éste no es un ejemplo entre otros), en la experiencia de la temporalidad implicada en el spleen baudeleriano, que es el caldo de cultivo de la noción estética de “modernidad”, en los términos en la que la describe Benjamin: “El spleen pone siglos entre el instante presente y el que acaba de ser vivido. Es él el que produce incansablemente «antigüedad»”
[4] Este es un aspecto esencial del desplazamiento contemporáneo de la categoría de “obra” por la de “gesto”
[5] Una nota incidental: no se dice aquí que en los referidos términos –evento y operación– sea el arte deseable: acaso el arte siempre será deseable como obra. Por cierto, se trata de un asunto extremadamente difícil de resolver. ¿Qué relación hay entre deseo y obra? ¿No es la enseñanza de una venerable tradición que el deseo mata –destruye, porque toca– la obra? Aunque hay otra, a estas alturas no menos venerable, que estipula que la obra misma es el lugar del deseo, particularmente del insatisfecho, del inaplacable. Lo que en todo caso tal vez sí pueda decirse es que la situación contemporánea del arte –aquélla que obedece a lo que algunos avisados llamarían la dialéctica de las vanguardias (y posvanguardias)– muestra, de esa relación, una doble faz, ascetismo y lujo, pero que ambas coinciden –coincidirían– en indicar la deseabilidad inexhaustible de la obra en su ausencia. Entre el deseo constitutivo de la obra y la muerte del arte debe haber, hasta donde cabe avizorarlo, un vínculo muy profundo.
[6] Post-Scriptum. El título del pequeño ensayo de 1988 que sirvió de base para éste –el título “B/Wildnis”– hacía una seña lúdica hacia el interés que guía a los dos. En alemán (el primer texto fue escrito con ocasión de la muestra de vídeo-arte alemán en el Instituto Goethe de Santiago, en julio del citado año), en alemán Bildnis, de Bild, imagen, designa la efigie acuñada, reconocible: en fotografía y en pintura, es el retrato; es también la efigie de las monedas. Por su parte Wildnis, de wild, salvaje, puede alternativamente significar desierto o selva, jungla o páramo; es, pues, la región despoblada y no conocida, la tierra inculta, inhóspita; figuradamente, el desenfreno, e incluso el caos.
Parecía oportuno el juego no sólo por un devaneo lingüístico medianamente motivado, sino, más que nada, por la evocación que con él se hace del arraigo expresionista –lo salvaje como imagen– del arte alemán, siglo veinte.
Pero principalmente se trataba de situar por su medio y en su mitad algo que parece particularmente llamativo y meritorio de encuesta a propósito del vídeo, y más particularmente del vídeo-arte, en el contexto dominante de la tecnología telemática. Tal es el doble status que el arte y la visualidad adquieren en cuanto se asume en ellos la mediación técnica, y en cuanto son ellos asumidos por dicha mediación, y en ella misma: se trata, en suma, según arriba se ha insistido, de la contemporaneidad del arte. Y parece que se puede hacer del vídeo-arte una instancia crucial de reflexión en la determinación contemporánea de las artes visuales; no la única, eso es obvio, pero sí quizás destacada: su condición incipiente, su énfasis exploratorio acaso tornen más advertible en él lo que en otras zonas de la producción artística –mayormente asentadas como forma– puede, no obstante eficaz, permanecer más oculto.
Al señalar ese doble status, se apunta a una dualidad más íntima: la dualidad de d os orientes o, si se quiere, de dos “escenas”entre las que se tensa el vídeo, y sobre todo el vídeo-arte: la escena del progreso que, a pesar de su descrédito, sigue aún vigente en el juego rápido de la innovación de los medios, y la escena de la regresión, en que –valdría al menos la pena probar pensarlo– despunta el juego específico del arte tecnificado y el de la técnica de lo visual.

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