En: La imitación de los modernos (Tipografías 2). Buenos Aires: Ediciones La cebra, 2010, pp. 197-227.
Una pregunta: ¿por qué razón la poética surgió inicialmente del discurso político, del discurso filosófico sobre la política? O menos brutalmente: ¿cómo es que el texto inaugural y fundador de lo que Occidente, luego de Aristóteles, designa con el nombre de “poética”, ese primer documento, no sólo pertenece al libro de filosofía al cual se anudó el destino político de la filosofía, de una manera también inaugural y fundadora, sino que figura allí como uno de los elementos capitales del proyecto político y de la reflexión sobre el Estado que dicho libro propone? En términos más generales, ¿cómo es que la poesía y el virtud de aquello que la filosofía en el momento de su instauración delimitó como lo político? ¿Y que la filosofía, queriéndose legisladora de lo político, y primero respecto a la educación del cuerpo social, se haya visto obligada a legislar prioritariamente en materia de arte? ¿Qué era el arte a sus ojos, o más bien, que había en él para que estuviese así, casi espontáneamente, articulado con lo político?
El texto inaugural y fundador, ustedes lo han reconocido, es evidentemente el texto platónico. En lo esencial, los libros II y III de la República. Ahí se juega, entre filosofía y poesía (o como dice Platón: mythopoiesis), una escena agonística que en varios sentidos se puede considerar como la “escena primitiva” de la filosofía. Que ahí se instaure igualmente lo que sólo con Aristóteles recibiría su titulo y su estatuto regional (o se recorte escolar), a saber, lo que todavía llamamos la poética (o, en el lenguaje de los Modernos, la teoría o la ciencia de la literatura) es, imagino, lo que se me concederá sin dificultad: cualesquiera sean las modificaciones introducidas por Aristóteles en la extensión, la comprensión y la distribución, de las categorías platónicas (logos y lexis, mimesis y diegesis, etc.), cualesquiera haya sido su aporte enla estructuración más tardía del campo poético en géneros (que quedó en estado embrionario en Platón o incluso en Aristóteles) o , muy cerca de nosotros, sea cual haya sido la revolución efectuada por la invención del concepto de “literatura”, no se puede desconocer que es a Platón a quien se debe el haber forjado los conceptos que han permanecido determinantes para toda teoría literaria –y por extensión, para toda estética- por venir, incluidos los de la época más reciente. Sin duda, se podría objetar que el nacimiento aristotélico de esta ciencia o de esta disciplina procede, como es siempre el caso, de un “corte epistemológico” por el cual precisamente estaría separada del contexto político al que Platón le confinaba todavía de una manera oscura. Pero esta objeción sólo tendría oportunidad de sostenerse si al mismo tiempo se pudiese probar con seguridad que en la interpretación, digamos “funcional”, que Aristóteles propone de la tragedia (pues ese es el corazón de la Poética), los dos afectos de los que hay catarsis –el terror la piedad- no son en realidad afectos propiamente políticos, es decir, que no se refieren al origen de la sociabilidad –a la disociación y la asociación-, como todavía se encuentra el eco lejano en Rousseau, en Burke o en Freund. Que la poética moderna, la de nuestros contemporáneos, haya olvidado esta sobredeterminación política de sus preguntas y de sus campos, o que no quiera saber nada de ello –a diferencia de lo que sucedió en el romanticismo y el idealismo alemanes con la reelaboración y la refundación especulativas de la poética-, apenas da testimonio de su olvido de muchas cosas, en particular de lo filosófico (que por lo mismo la “sonambuliza”, si puedo decirlo así).
Mi intención, sin embargo, no es solamente despertar el viejo demonio adormecido en nuestros formalismos. Esta cuestión dirigida al origen de la poética, es decir, a la esencia de lo poético (o en términos más generales, del arte), es en realidad una pregunta sobre la política, es decir, sobre la esencia de lo político (o, si prefieren, de la cosa política, para traducir lo que los griegos llamaban ta politika). Es por eso que ella se nos formula de la siguiente manera, según una tradición en donde terminó por debilitarse o incluso por perderse en cuanto pregunta: ¿Cuál es, pues así es como se la ha planteado con más frecuencia, la función, la misión o la destinación del arte? Sino que, por el contrario, ella se formula así: ¿en qué punto lo político, tiene que ver con el arte? ¿Y por qué?
Esta pregunta, desde luego, se la podría plantear a Platón. Sin embargo he escogido otra vía, y es a Heidegger a quien se la planteo. Y para ello hay dos razones principales.
Primero, una razón política. La política en la que estuvo enredado Heidegger, breve pero decisivamente, es, como nadie lo ignora, el nacional-socialismo. O sea, en nuestro siglo, la forma mayor, y la forma monstruosa por excelencia, de lo que hoy se ha convenido en llamar, con un término poco feliz, el totalitarismo. Ahora bien, dicho totalitarismo no sólo es percibido como un fenómeno político absolutamente inédito; tampoco es sólo, aunque lo sea efectivamente, lo que hoy no deja de atormentar nuestros análisis y nuestras prácticas políticas, cerrando así el horizonte de lo que para nosotros, desde entonces, depende de lo político. También es aquel fenómeno que se refiere, más o menos apresuradamente, a su fuente filosófica (los “maestros-pensadores”), o en el cual se asigna en todo caso el origen en tal o cual tradición, tal o cual secuencia, tal o cual tentación de la filosofía. Según los grados de elaboración, o de simplificación, es tanto la Aufklärung y el rousseaunismo germinal del 92 (el Terror), tanto el Idealismo especulativo (con su inversión nietzscheana, para dar más de la cuenta), tanto le prédica incorregiblemente escatológica de las filosofías (el mesianismo y la utopía), tanto incluso, para saturar las cosas, el platonismo mismo y la totalidad de la metafísica. Pero queda sin interrogar aquello que permite que se pueda establecer dicho lazo entre lo filosófico y lo político, por fuera del hecho de que la filosofía casi siempre ha tenido un discurso político. Quizá es entonces urgente –y políticamente urgente, viendo en qué coinciden estos análisis- reactivar, o simplemente activar, esta cuestión: no está descarado que el “totalitarismo” pueda esclarecer con otra luz esta relación enigmática entre filosofía y política donde probablemente se juega algo totalmente distinto de la simple “responsabilidad” de la filosofía.
La otra razón es “filosófica”, y dado que se va a tratar de Heidegger les pido su autorización para poner esa palabra entre comillas.
El despiste político de Heidegger, que por lo demás Hannah Arendt comparada con aquel de Platón en Sicilia, todavía nos es bastante incomprensible. Filosóficamente incomprensible. (Dejemos en reserva, si ustedes lo quieren, el escándalo que este despiste todavía representa para nosotros, y en todo caso para mí. Y no olvidemos que la época del mundo más incomprensible de lo que lo fue ninguna otra en la historia, ya poco comprensible, puso una dura prueba a quienes les incumbía la tarea de comprenderla. Digamos, a sus pensadores.)
Lo que no entendemos bien en el compromiso del 33, la cuota efectiva de ilusión e incluso de una suerte de exaltación “revolucionaria”, de un pathos de la mutación radical en tiempos de crisis, es la separación a nuestros ojos inconmensurable entre el lenguaje que sostiene Heidegger (incluso en sus peores proclamaciones, aquellas de las que renegó: “Llamada al servicio del trabajo”, “Conmemoración de Leo Schlageter”, etc.) y el discurso nacional-socialismo (incluso aquel de los menos débiles de sus ideólogos oficiales, tipo Krieck o Bäumler). En el fondo, lo que no comprendemos bien es la célebre frase escrita –pero no pronunciada- en el curso de Introducción a la metafísica de 1935 sobre la “verdad interna” y la “grandeza” del movimiento, es decir, como agregaba Heidegger entre paréntesis (y es el paréntesis que no fue pronunciado), “el reencuentro entre la técnica determinada planetariamente y el hombre moderno”. Y si comprendemos mal esta frase, no es a causa de lo que dice –que, como Heidegger mismo lo indicó, depende en esa época de una interpretación jüngeriana, y por ende en secreto nietzscheana, de la esencia de la técnica- sino porque nos vemos, o lo hacemos de manera muy confusa, lo que Heidegger pudo investir “filosóficamente” de esta manera en dicho encuentro, un encuentro situado bajo tales signos. Permanece algo totalmente enigmático, más aún cuanto las explicaciones de Heidegger sobre este punto han sido de igual forma bastante escasas y, por decirlo de modo totalmente claro, más bien débiles.
Las tentativas poco serias que han sido hechas para elucidar la cosa –y ustedes saben que ellas han sido consideradas rápidamente-, han sido dirigidas espontáneamente a los documentos de los que se pensaba poder disponer: o sea, desde luego, a los discursos y proclamaciones del periodo del rectorado (esos fatídicos diez meses) pero también, río arriba, a los textos filosóficos donde, desde Sein und Zeit a Vom Wesen des Grundes, había una oportunidad para ver de antemano inscribirme o bosquejarme aquello que, en condiciones nazi. (A lo cual se pueden agregar también los dos grandes textos políticos de Jünger, La movilización total y El trabajador, que Heidegger recordara con frecuencia cuán determinantes fueron.) Dicho recorrido se justificaba perfectamente, y por lo demás produjo algunos resultados.
Sin embargo, en las muy raras declaraciones que Heidegger sostuvo sobre el asunto, vemos aparecer en filigrana otra indicación: ahí Heidegger sugiere que el episodio del 33 avala, conjuntamente, las razones del compromiso y de la ruptura. Tomo por ejemplo esta declaración en la célebre entrevista concedida en 1966 al Spiegel y publicada, según sus propios deseos, inmediatamente después de su muerte:
Luego de mi demisión del rectorado me limité a mi tarea de enseñanza. Durante el semestre de verano de 1934, hice un curso sobre “lógica”/ Entiéndase por ello evidentemente un curso sobre el logos/ El semestre siguiente, 1934-comenzaron los cursos sobre Nietzsche. Todos quienes pudieron escucharlas entendieron que con eso se trataba de una explicación con el nacional-socialismo.
Es muy poco decir, pero basta con eso. Y, en realidad, si se lo mira más de cerca nos percatamos de que todo, en el momento del retiro y de la “explicación con el nacional-socialismo” viene a focalizarse sobre la cuestión del arte: pues además del primer curso sobre Hölderlin (es el curso consagrado, sin ningún azar, a los himnos “El Rin” y “Germania”, y seguido de cerca por la conferencia “Hölderlin y la esencia de la poesía “), además de la obertura del larguísimo debate (durará más de cuatro años) con la metafísica de Nietzsche, explicación cuyo punto de partida se da en el 36, en la desconstrucción de la estética de Nietzsche, lo que Heidegger nos dice es que en los mismos años, entre 34 y el 37, lleva a cabo un seminario consagrado a las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller, co-organiza otro seminario “interdisciplinario” sobre “El rebasamiento (Überwindung) de la estética en al cuestión del arte” (donde elabora, en la forma de conferencias muchas veces repetidas, el texto sobre “El origen de la obra de arte”), da en 1935 su curso de Introducción a la metafísica que culmina, como sabemos, en una larga interpretación del célebre coro de Antígona sobre la tékne (interpretación que debe mucho a las Anotaciones de Hölderlin y que por otra parte retomará en 1942 en el curso consagrado al himno “El Ister”). Si se agrega también que existe un tercer curso sobre Hölderlin (“Anderken”, 1941-1942); que en el momento en que su enseñanza sea suspendida, en el 44, Heidegger proponía un curso sobre Denken und Dichten y que el único libro sobre Hölderlin, ustedes ven que son demasiadas coincidencias y que parece dibujarse una suerte de proyecto sistemático donde la cuestión del arte ocupa un lugar central en la explicación política.
Se podría decir -y además Heidegger lo dice casi de manera explícita en un pasaje del curso del 1942 sobre el himno “El Ister” (p.141 y sigs. Del volumen recientemente publicado en la Gesamtausgabe)- que en el otro extremo de la historia de la filosofía, pese a que esta historia estaba acabada a pesar de todo y que Heidegger ocupaba, según una topología (y una estrategia) compleja, otro lugar distinto al lugar filosófico, Heidegger repite, para invertirlo, el gesto que abre, filosóficamente, en el campo de lo político que excluye o expulsa (en la más estricta observancia del rito) al poeta, con el fin de asegurar que dicho campo esté rigurosamente organizado por el saber sobre el ser del ente y nada distinto (ese es el sentido del “reinado filosófico”, o es eso lo que hace a Platón decir que Las leyes son el más bello de los poemas trágicos), responde el gesto de quien, en retiro de la filosofía misma (lo cual quiere decir idénticamente: en retiro de lo político en la “explicación” política y en el discurso político que sostiene), echa la culpa obstinadamente en el último de los reinados filosóficos, que es en este caso, según la versión alemana de lo político, el reinado nietzscheano, y reintroduce al poeta, a la palabra poética, como aquello con lo cual sería urgente y necesario alinear lo político. En la temática y el estilo de Heidegger en esta época, la explicación política, la explicación con lo político, se enuncia regularmente en primera persona del plural (“nosotros, alemanes”) o toma la forma de “misiva” a los alemanes. Esta misiva se apoya las más de las veces en Hölderlin, se pronuncia en su nombre: “Hölderlin es “el poeta cuya obra queda a los alemanes cumplir” (esas son prácticamente las últimas palabras de la conferencia sobre “El origen de la obra de arte”).
Todavía es necesario no confundirse sobre el sentido de este recorrido. La inversión del gesto platónico no se hace en absoluto según la figura de la inversión, perfectamente delimitada y analizada por el mismo Heidegger a propósito de Nietzsche. La cuestión que Heidegger arriesga en dirección del arte, en dirección de la esencia o del origen del arte, no es una cuestión de estética (de aquello que Heidegger delimita con ese nombre: la totalidad de la filosofía del arte). (E igualmente es obvio, pero imagino que se lo habrá entendido, que por ningún instante la inauguración de este cuestionamiento corresponde a algún movimiento de repliegue, decepcionado y frío, del activismo militante en el “esteticismo”: el discurso sobre el arte es, una vez más, el discurso político de Heidegger) Incluso si sostiene la mayor parte del veredicto hegeliano respecto al fin del arte, la cuestión de Heidegger ya no se articula en los términos heredados de la estética inaugurada por Platón y Aristóteles, que sancionaban así el fin del “gran arte griego”. Supone más bien, como su propia posibilidad, la reconstrucción sistemática del léxico y de la sintaxis de la estética occidental, de Platón a Wagner y Nietzsche (de eso se ocupa en parte el curso de 1936 sobre “La voluntad de poder como arte”). La cuestión dirigida al arte no da por consiguiente lugar ni a una estética ni a una poética. No hay poética heideggeriana.
Esto claramente quiere decir que para Heidegger lo que está en juego no es arrancar al arte de su determinación mimética. Se podría mostrar, en cuanto a la mimesis, que sin nunca reivindicar la palabra, Heidegger reelabora sin embargo completamente su concepto: es el sentido del famoso ejemplo del templo griego en “El origen de la obra de arte”. Pero lo que está en juego es sustraer esta determinación a la interpretación platónica. Es por eso que el poeta que Heidegger reintroduce no es el mimético de La República, el actor-autor trágico, sobre todo no según su “reconstitución” moderna: Wagner. Ni siquiera se trata, de un modo más general, del hacedor de mitos, del mythopoietes; menos si se concede aquí a Heidegger, provisoriamente, todo el crédito posible. Y si se trata de una cuestión de mito y de tragedia, o sea de lo que concierne al “gran arte”, en todo caso nunca será en términos de sistema de representación o de modo de enunciación, de logos y de lexis, de materia y de forma; aún menos en términos de “representación”, en el sentido de la teatralidad. Pero lo será, ustedes lo saben en términos de Dichtung, de Sprache y de Sage, con los cuales Heidegger quisiera restituir, más allá de nuestro olvido tan “cultivado”, lo que fue la poiesis para los griegos de la “gran época”.
Retomo entonces mi pregunta: ¿Qué, en asunto de política, tiene que ver exactamente con el arte?
Finjamos pensar por un instante que la política, para Heidegger, haya podido confundirse con lo que entendemos comúnmente por ello. Es decir, también, con una determinación en última instancia filosófica o metafísica de lo político. Después de todo, queriéndolo o no, para él la confusión se produjo en el 33. La pregunta que planteo está entonces suspendida por esta otra, que se vuelve su condición previa: ¿Cuál era exactamente, para Heidegger, el sentido político de su compromiso nazi? Compromiso que, a pesar de todo, no se hacía sin reservas, en particular en lo referido al racismo (al “biologicismo”) y al antisemitismo oficiales de la doctrina.
Si por razones de economía aparto lo que depende estrictamente de la política universitaria, según lo cual el “Discurso de rectorado”, que es así mismo su documento capital, se inscribe –tal como la lección inaugural de 1929-en la línea de la reflexión especulativa sobre la Universidad inaugurada por Kant y el Idealismo alemán1, y si sólo retengo lo que depende de la política general, es porque creo que en lo esencial todo puede reunirse en tres motivos principales:
1. En primer lugar, en lo referente a la justificación del compromiso, hay una temática del desamparo: este tiempo es un tiempo de desamparo o de indigencia. Esto remite por supuesto a la situación de crisis, inextricable, en la que se encuentra Alemania desde el tratado de Versalles, una crisis que, en varios sentidos, quizá no tiene precedentes en la historia europea: no sólo da testimonio de una suerte de descomposición general, institucional, social y espiritual de un país que se creía prometido a la hegemonía, sino que es también la primera crisis grave que afecta a una economía industrial avanzada (al Capital), es decir, a la modernidad, al mundo de la técnica. Más allá, sin embargo, el discurso sobre el desamparo se inscribe en la tradición de una larga queja que, desde Schiller y Hölderlin, si no desde Winckelmann y Lessing, deplora la existencia de Alemania, su “miseria”, como dice Marx. Se encontrará este motivo ya que porta la existencia de un arte alemán. Pero en 1933 la inexistencia de Alemania significa que no existe pueblo alemán o que al menos este pueblo, en aquello que lo destina como el “pueblo filosófico” por excelencia ( la expresión viene de la Introducción a la metafísica), no corresponde a su esencia, la cual todavía se mantiene “reservada”. Como lo repite con insistencia el “Discurso de rectorado”, en donde este es el mensaje más explicito: “La ciencia/ o el saber, en el sentido especulativo, es decir la filosofía/ debe volverse el acontecimiento fundamental de nuestra existencia espiritual como pueblo (unseres geistig – völklichen Dasein)”. Lo que quiere decir que para Alemania, tierra ( y lengua) de la filosofía, está reservada una “misión espiritual historial” que ciertamente la consagra a la hegemonía, pero por la cual, en primer lugar, sólo ella está en condiciones de identificarse como tal y de existir. Por lo demás, eso es lo que traza, abiertamente, los límites del compromiso nazi de Heidegger: la Führung a la cual constantemente se hace referencia como a aquello con lo cual toda pretensión debe disponerse, sea cual sea, a dirigir o a conducir, comenzando por la pretensión propiamente política de dirigir o conducir, esta Führung es esencialmente espiritual. Y si bien se hace mención, es innegable, a las “fuerzas de la tierra y de la sangre” (doblete apenas desglosado del ideologema Blut und Boden), el pueblo es esencialmente determinado como Dasein espiritual-historial, es decir, en última instancia como lengua.
2. Este destino del pueblo alemán en espera de su destino se inscribe a su vez en el destino, en la historia europea occidental, en tanto que esta historia se vuelve mundial o, lo que viene a ser lo mismo, en tanto que el destino del mundo es desde entonces occidental. El horizonte es aquí, desde luego, la “dimensión planetaria” de la técnica cuya esencia, como más tarde lo dirá Heidegger, no es en sí misma “nada técnico”, sino que hay que pensarla como el último despliegue de la verdad filosófica, el modo más poderoso -y en realidad inmanejable- del acabamiento y del cumplimiento de la metafísica. Y entonces como el último “envío del ser” que compromete al hombre en su esencia. Esta dominación planetaria de la técnica que procede de Europa toma dos caras, ambas tan amenazantes para Europa misma, es decir, para la posibilidad del pensamiento: el comunismo soviético por una parte, sostenido por el marxismo, y por otra, lo que Heidegger la mayor parte del tiempo- pues sobre este punto variará poco- llamará el americanismo, que adosa su aspiración al gobierno del mundo, a la Kybernesis universal, a la eficacia de su tratamiento de los signos. Bajo estas dos caras se despliega lo mismo, pero bajo ninguna de ellas es pensada la cosa misma: este despliegue es ciego, y se ciega a sí mismo. Europa, ella misma, que está en el origen (desde los griegos) de este movimiento y, con ello, la única capaz de pensarlo, está atenazada y amenazada pura y simplemente de desaparición. Y en Europa misma, en su centro, es el “pueblo del medio”, Alemania, quien sufre la amenaza más grande. Ustedes ven que a este respecto la insurrección o incluso la revolución nacionalista-socialista representó, para Heidegger, la esperanza de un sobresalto. A condición, pensaba, de que dicho sobresalto fuese decisivo, de que en cada caso fuese alineado con la “voluntad de la esencia”. Con lo cual también pueden ver que, en Heidegger, la cuota de ilusión no era pequeña.
En realidad lo que exigía Heidegger al nacional-socialismo era propiamente exorbitante: nada menos que una conversión radical, un (re) comienzo puro de la historia y la separación del destino científico-técnico de occidente. En todo caso, el enfrentamiento puramente heroico (y además literalmente promereico) de dicho destino. Nada menos, por consiguiente, que el propio programa de Heidegger, tal cual podía de hecho leerse en Sein und Zeit. Es por eso que esta suerte de “Discurso a la nación alemana” que es el “Discurso de rectorado”, según un gesto que no deja de repetirse desde que hay una cuestión alemana y que puntúa con regularidad la larga historia agonística -en el sentido de Nietzsche- del pensamiento y del arte alemanes, invita a Alemania , para ser ella misma y encontrar su origen, a aprender de los griegos (pues ellos son el origen) y a repetir el gran comienzo griego, con una repetición en la que creo posible descubrir una mimetología secreta. Dicho comienzo, “en tanto que es lo más grande, pasó de antemano por sobre todo lo que sucede, y por consiguiente por sobre nosotros mismos” y que, “cae en nuestro futuro, (…) se mantiene como lo que, de manera alejada, dispone de nosotros y nos permite repetir su grandeza”. El Discurso invita entonces a los alemanes a situarse “nuevamente bajo la potencia del comienzo de [su] existencia espiritual-historial”, que es “la irrupción de la filosofía griega”: “Es ahí que por primera vez el hombre occidental, a partir de un ser-pueblo, se alza frente a la totalidad del ente, lo interroga y lo recoge como el ente que es”
3. Esta irrupción inaugural de la historia –y con ello hay que entender: instauradora de la historia, que abre la historia en su posibilidad misma-, que no es otra cosa que la transcendencia finita del Dasein, es la irrupción de la filosofía, es decir, del saber (Wissen), del “mantener-se interrogante en medio de la totalidad del ente, que no deja de disimularse”. Es la ek-sistencia misma, en el sentido en que la conferencia sobre “La esencia de la verdad” dice que es la “exposición al carácter desvelado del ente como tal”, agregando además que la “ek-sistencia del hombre historial comienza en el instante en que el primer pensador se alza cuestionador frente al desvelamiento del ente y se pregunta lo que es el ente”. O, también, es la teoría, en el sentido más fuerte,la que no es simple contemplación sino “pasión por permanecer cerca del ente como tal y bajo su coerción”. Ahora bien, “saber” es lo que siempre traduce para Heidegger el griego tékhne; la theoria ,ella misma, es entendida como “la más alta modalidad de la energía, del estar-en-labor (das Am-Werk-sein)”, que se puede entender también como el estar-en-labor, según la sugestión de Granel, si se piensa en la figura (en la Gestalt) jüngeriana del Trabajador que constituye la acuñación o el tipo, el eidos de la humanidad moderna bajo la dominación de la técnica. La llamada al (re)comienzo del comienzo griego es entonces la llamada a repetir la irrupción de la tékhne, del saber, en tanto esencia de la técnica. Lo que no significa que se trate de una llamada a dominar la técnica, sino una tentativa por encontrar, con su dominación, una relación con la medida del “suprapoder” de dicha dominación.
Estas indicaciones son evidentemente muy rápidas: simplemente recogí, a partir de análisis anteriormente llevados a cabo, los elementos indispensables para la comprensión del problema que aquí nos ocupa. Quisiera sin embargo agregar dos observaciones.
La primera para decir que, tanto en su léxico como al menos en una parte de su temática, el discurso heideggeriano del 33 está manifiestamente muy sometido al pensamiento de Nietzsche: en toda su extensión es asunto de voluntad y decisión, de poder y suprapoder, de combate y enfrentamiento de la necesidad. Es el tributo pagado a la sobredeterminación nietzscheana, o más exactamente wagnero-nietzscheana, de la ideología nacional-socialista. Y es el índice de que todavía no ha tenido lugar la explicación con Nietzsche, la Auseinandersetzung decisiva, de manera muy precisa en pasajes decisivos de Sein und Zeit (en particular, en el análisis de la historicidad o de la historialidad). Por lo cual se explica además que, en la prédica sobre el desamparo y la amenaza que pesa sobre la humanidad, y la humanidad alemana en primer lugar, todo esté referido a la expresión “Dios ha muerto”, que todavía no es descubierto como la consigna de la “inversión del platonismo” y que el testimonio de que Nietzsche “no llega al centro verdadero de la filosofía”, como dirá, apenas dos años más tarde, el curso de Introducción a la metafísica. Simplemente quiero señalar con esto que es Hitler quien revelará que Hölderlin, para el conjunto de las cuestiones que determinan el compromiso del 33,llega a una profundidad insospechada para Nietzsche.
La segunda observación es para notar que este discurso, que por un instante hemos fingido creer político, en el fondo no lo es en modo alguno, incluso si es el lugar de un real compromiso político y de l garantía filosófica aportada a una política totalmente precisa. Además, este es quizá uno de los puntos en los cuales más insistirá Heidegger en el retiro posterior al 34: mientras más depende lo político –ese es el esquema general de la argumentación- de aquello que los griegos persiguieron con el nombre de polis (cuya instauración o institución, incluso su fundación, es igual o casi igual que las irrupciones, más decisivas referías a la historia: el arte, el pensamiento, uno de los gestos fundamentales del Dasein), menos depende la polis de lo político, o más exactamente de la política. Es un modo de la ek-sistencia, es esencialmente el Da del Sein, y el curso de 1942 sobre el himno “El Ister”, en la línea de un comentario del coro de Antígona ya evocado, relaciona el sustantivo polis con el verbo pelein, dado como un sinónimo de einai. La esencia de lo político necesariamente se sustrae de toda postura política (si no, dice también el mismo texto, los griegos serian por poco considerados como nacional-socialistas). Lo que también es cierto para Platón, cuando se interroga sobre el arte desde un punto de vista pretendidamente “político”, así como cuando expresamente refiera la determinación del ser-común (del Estado) al saber del ser, la interpretación del ser sea en este caso una interpretación ya tendenciosa del ser como idea. El discurso político del 33 es en realidad, pese y que entiende con ello sustraerse de toda “politización”, lo que aquí designa la politización de todo, inscrita en efecto en el programa del “totalitarismo”.
De todas maneras, la tentación política, si acaso es una, se desfonda en 1934. Al igual que desaparece de golpe toda referencia positiva a Nietzsche -a quien todavía habrá, sin embargo, que arrancar de su interpretación política, del nietzscheanismo. Aun cuando en lo esencial –la misión espiritual de Alemania, por ejemplo, o la necesidad de repensar la Universidad- nada es negado, el discurso de Heidegger, en el retiro, se vuelve abiertamente un discurso de oposición, frecuentemente de una gran violencia. Pero en primer lugar, es cierto, con respecto a la pura tontería. Discurso de oposición es, además, poco decir. El movimiento de retiro es tal, de hecho, que Heidegger se mantiene en la raíz misma de lo político. Si lo político es interrogado, lo es en su posibilidad misma o en su esencia, la cual, por definición, se sustrae de su evidencia. La lectura política que se puede aventurar de este discurso (pues hace falta, incluso es urgente hoy), debe tener en cuenta rigurosamente dicho retiro y su lógica propia, por la cual los contornos de lo político sólo se trazan o reparan el trazo a la medida del retiro, en lo político y de lo político, de su esencia.
Esta es mi hipótesis: Heidegger busca esta esencia en la tékhne. Y en el movimiento del retiro, la tékhne misma viene más bien a determinarse como arte (y principalmente como poesía). Si yo quisiera dar por adelantado el esquema de la demostración con el que me comprometo, lo haría bajo la forma de estas dos proposiciones: la esencia de lo político es la Historia, en el sentido de la Geschichte, y la esencia de la Historia, la historicidad o la historialidad, es la tékhne, es decir el Denken un Dichten: no el arte, sino ante todo el pensamiento y la poesía en su “conexión originaria esencial” como lo dice Heidegger en el 35, y sin duda, la poesía en primer lugar, si se piensa en la primerísima eclosión del pensamiento griego (Parménides, Heráclito) o bien, en el área del despliegue propiamente filosófico , en Hölderlin que “mira adelante y abre el camino” cuando Hegel “mira atrás y cierra el camino” (Introducción a la metafísica, p. 134). O también si se piensa en la “poesía pensamiento” más elevada de los griegos, la tragedia.
En la época en que Brenchy y Benjamin denunciaban en el nazismo “la estatización de la política” – y de hecho el proyecto nazi es incomprensible si no se le refiere, más allá del Wagnero-nietzscheanismo, al gran sueño mimético alemán de Grecia y de la posibilidad de reconstruir esta obra de arte “viviente” que fue la Cuidad, y si no se advierte la asimilación de la técnica al arte en la cual descansa-, vemos que la respuesta de Heidegger no es la que daban Brench y Benjamin: o sea, la famosa “politización del arte”, que deja encerrar con ella, como Benjamin lo notará in extremis, la lógica de la politización total. La respuesta de Heidegger se encuentra en una determinación más decisiva de la tékhne.
¿Cómo ocurre esto?
Lo primero que es necesario aquí es que tékhne no quiere decir “arte”. Así sea propósito de Antígona o de La República, o también, mucho más tarde, en la conferencia sobre la técnica, Heidegger no deja de insistir en lo siguiente: tékhne no designa ningún modo de hacer, del fabricar o del efectuar, artesanal o no (no es la técnica “técnica”, en el sentido banal), sino que tékhne quiere decir “saber”. Incluso todavía para Aristóteles, y para su época, tékhne está siempre asociada a episteme: es el hecho de “conocerse” o de “reencontrarse en algo”. Lo que, traducido en los últimos de la ontología fundamental, significa: desde el ser-expuesto en el medio de la totalidad del ente, sobrepasar al ente, trascenderlo en vistas de reconocerlo y de instituirlo como tal. Tékhne es entonces un modo insigne del desvelamiento, de la aletheia, y por consiguiente, de la irrupción o de la efracción del Dasein en el ente.
En cuanto a esta significación original de la palabra, Heidegger nunca cedió de aquello a lo que se confiaba la llamada “política” del 33. El trabajo de la palabra, sin embargo, se inflexionaba en otra dirección. Tékhne también quiere decir “arte”. De la manera más general ya que, en tanto modo del desvelamiento, es necesariamente un modo del poiein, del producir (herstellen), lo que además se relaciona con ese otro modo del poiein que es la physis. De una manera más estrecha porque, en tanto saber dominante o dominador del ente, la tékhne es necesaria para la producción de utensilios y de obras que vienen a agregarse al ente ya dado, sobre el fondo de la producción “física”. De ahí si tekhnités, en su sentido más elevado, puede designar al artista, no es porque el artista sea un artesano sino porque el arte, lo que así llamamos, es la forma más elevada de ese modo de lo “poiético” que es propio del hombre. Es, por cierto, lo que permite explicar que la tékhne por excelencia, bajo esta luz, sea la poesía, la producción por el lenguaje; a ojos de los griegos a su vez la más alta forma del poiein reservado al hombre.
Dicha comprensión del arte supone, desde luego, que el arte sea sacado de toda determinación estética, comenzando por la toma en consideración de lo bello. En cuyo caso hay que volver a darle a lo bello un sentido que la filosofía ha sido incapaz de darle –aun cuando, quizá tardíamente, ha introducido la categoría de lo sublime, de origen retórico. Con esta condición, pero sólo con esta condición, tékhne quiere decir “arte”, es decir el arte.
¿Qué sucede entonces con el arte, con la tékhne, en su esencia?
Respuesta, y esta respuesta, lo verán, pese a que entonces no se trataba del arte, es la respuesta misma que daba el “Discurso de rectorado”. Cito un pasaje de la Introducción de 1935:
Saber es poder poner en obra al ser como un ente que sea siempre tal o cual. Si los griegos llaman en particular y en sentido fuerte tékhne al artemodo más inmediato al ser a estancia (al Stehen,al estar-delante) en algo presente (en una obra), al ser , es decir, al aparecer que ahí se mantiene en sí mismo. La obra de arte no es una obra porque primero esté efectuada, sino porque ella efectúa al ser en un ente. Efectuar significa aquí poner en la obra; y en esta obra, en tanto lo que aparece, viene al parecer la physis, la expansión dominante. Sólo es gracias a la obra de arte, considerada como el ser-ente (das Seiende-Sein) que todo lo que aparece distinto y se encuentra ante nosotros es confirmado y hecho accesible, significante y comprensible, en calidad de ente o no-ente.
Es por eso que el arte, en el sentido restringido y eminente, induce al ser al mantener-se-delante en la obra y al parecer como ente, que puede ser mantenido para el poder-ponerse-en-obra a secas, es decir, la tékhne. El poner-en-obra es un abrir que efectúa al ser en el ente.
Este abrir y mantenerse abierto, con la eminencia y la eficiencia que comporta, es el saber. La pasión del saber es el cuestionar. El arte es saber y por ende tékhne.
Evidentemente no puedo comentar este texto, que además resume todo “El origen de la obra de arte” o que al menos recuerda su tesis fundamental: el arte es la puesta en obra de la verdad. Quisiera simplemente insistir en algunos puntos.
En primer lugar, quisiera insistir en lo siguiente: hace un rato dije que la respuesta de Heidegger a la cuestión de la tékhne es en ese texto, si no se trataba entonces del arte en particular, la respuesta misma que proponía el discurso “político” del 33. Es cierto, con una pequeña diferencia, que hace quizá toda la diferencia: que “saber” o tékhne ya no se traduce por “estar en labor” (am Werk sein) sino por “poner en marcha” ( ins Werk bringen o ins Werk setzen), con lo que se inflexiona notablemente el sentido de la energía que reivindica el “Discurso de rectorado” en lugar de la theoria. Si una ontología del trabajo y del Trabajador nunca pudo sostener la intención “política” de Heidegger, como pueden darlo a entender ciertos textos del 33, en particular “La llamada al servicio del trabajo” (o también algún pasaje del Discurso), dicha ontología desapareció a partir de entonces sin dejar rastro. Y no sólo la esencia de la tékhne es buscada por el lado del arte y de la obra de arte, sino que el arte ocupa el primer rango, con el pensamiento, entre los modos de advenimiento de la verdad: el arte es aquí “lo que lleva al ser, de la manera más inmediata, al mantener-se-adelante”, a su instalación en el ente; y, en otra parte, este privilegio le es concedido de modo permanente, por ejemplo en los desarrollos, bastante frecuentes, donde se esboza una jerarquización de los gestos fundamentales: el gesto fundador de una Cuidad, el gesto del sacrificio esencial, el gesto de la veneración religiosa.
El segundo punto en el que quisiera insistir es el siguiente: pese a la crítica radical a la cual somete todos los conceptos de la estética, incluido el concepto de mimesis, pese a su desconstrucción sin resto de la estética, la interpretación que Heidegger propone del arte es, fundamentalmente, una mimetología. Desde luego, como ya recordé, Heidegger rechaza la palabra; descarta con el mayor desprecio, un desprecio por lo demás extrañamente platónico y filosófico, toda toma en consideración de la “imitación”; y ustedes saben que si el ejemplo principal en “El origen de la obra de arte” es un templo, se debe a que “ el templo no está hecho a la imagen de nada”.
Dicho esto, ¿Qué es lo que rechaza exactamente con esta palabra?
De una manera muy explícita, pero también muy paradójicamente, rechaza la interpretación platónica de la mimesis, es decir- me refiero todavía a un pasaje de la introducción del 35-, mimesis entendida a partir de la idea, ella misma pensada como paradigma o como modelo en el horizonte de la aletheia interpretada en términos de adecuación o de homoiosis. Ahora bien, esto no impide en absoluto que la tesis sobre el arte sea la reelaboración, nunca presentaba abiertamente como tal pero tampoco nunca totalmente disimulada, de la concepción aristotélica del reparto entre physis y tékhne, es decir, de la concepción ontológica de la mimesis: hacer del arte, en el combate (el pólemos) entre tierra y mundo (o, en Sófocles, entre dike y tékhne), que es el combate mismo entre el einai y el noin inaugural del pensamiento occidental, el suplemento, incluso el rasgo o el archi-rasgo originalmente suplementario que desvela respecto a la physis misma (al ser del ente); hacer del arte aquello de lo cual la physis tiene necesidad para aparecer como tal, es –con otra profundidad- repetir lo que dice Aristóteles de la mimesis en tanto que ella “lleva a término” lo que la physis no puede “efectuar” por sí misma. Lo que no hay que entender, tal como Jean Beaufret lo mostró, como una simple suplementarización óntica o empírica.
Por lo demás, el discurso sobre el arte, con su oposición entre el mundo y la tierra, y su tesis sobre la obra de arte como tesis de la verdad o del ser, toma de manera totalmente clara el relevo de la reinterpretación, en los términos de la ontología fundamental, de la trascendencia del Dasein como imaginación trascendental o poder de esquematizar: en el fondo, la tékhne, el arte, viene en lugar o en el itio del concepto trascendental de mundo, el cual es tratado desde Sein und Zeit en términos de esbozo (Entwurf), de imagen (Bild ), de prototipo (Vorbild) -el Dasein es designado como formador de mundo (weltbildend). Ciertamente todo un léxico de la huella y de la archi-huella, del rasgo y del retiro, de la estatua y de la figura (Gestalt), será sustituido por la terminología kantiana utilizada con anterioridad. Pero el designio es el mismo: el arte es pura y simplemente la instalación de un mundo, es decir –volveremos sobre ello- la posibilidad de una historia. Y que la obra sea definida por primera vez como Gestell, como la reunión de todos los modos de la instalación que la filosofía distribuye en representación (Vorstellung), figuración (Gestaltung), presentación (Darstellung), producción (Herstellung), etc., del cual veinte años más tarde Heidegger hará la esencia secreta de la técnica misma; o que además, en todos los lugares en donde habla del Dichten, Heidegger insiste en la imagen (Bild), ello no hace más que confirmar el origen kantiano de su interpretación del arte. Y, por consiguiente, lo que aquí adelanto con el nombre de mimetología, pues en la incertidumbre total en que estamos en lo referido a la etimología de mimesis y la significación de la palabra mimos, sabemos también que imitatio e imago se relacionan entre sí en la lengua, y que esa es una coerción muy antigua para toda interpretación de la esencia del arte.
¿Por qué, a partir de esto, privilegiar en el arte a la poesía, de una manera tan constante y acentuada? ¿Y por qué ese es prácticamente sólo un privilegio de Hölderlin, al menos para nuestra era?
Que la poesía sea considerada como la más eminente de las artes es una deuda reconocida por Heidegger mismo para con los griegos. Bajo la poesía hay que entender aquí el lirismo (Pïndaro) o la lírica trágica (Sófocles). Y es precisamente por haber tenido acceso a dicho lirismo –por la traducción, es decir por la repetición, donde se origina su obra misma- que Hölderlin, dice Heidegger en el 42, sólo es comprensible sobre el fondo de la mediación de Söfocles, lo que quiere decir que lo que es avistado en el lirismo es el pensamiento, la “acuñación” del pensamiento. Pero esto también quiere decir que en la interpretación hölderliana de lo trágico y de la tragedia, que es una determinación general del arte a partir de la diferencia o del antagonismo entre physis (lo “aórgico) y tékhne (lo “orgánico”), la cuestión que pone en camino al pensamiento del ser se abre a una profundidad a la que ninguna estética puede llegar, y sobre todo no la nietzscheana, no hay que olvidarlo. Hölderlin no sólo entra en el dispositivo heideggeriano en el momento del retiro de lo político; Hölderlin también es el lugar donde pivota al mismo tiempo la Kehre, cosa que no es extraña según lo antes dicho.
Pero hay más: gracias a la conferencia sobre “ El origen de la obra de arte” sabemos muy bien que si la poesía detenta dicho privilegio, es por la sencilla razón de que “todo arte es esencialmente poema (Dichtung)”. La verdad originalmente se instaura o se instala como poesía. La efracción violenta, la apertura en el ente de eso Abierto (en el sentido de Hölderlin, no en el de Rilke) que “extraña” al ente y lo vuelve unheinlich (in-sólito) en su ser, de modo tal que se deja reconocer como tal, es decir, en tanto que es, esa apertura adviene por primera vez en el nombrar que es “denominación del ente a su ser a partir del ser “ y sólo por el cual el ente como tal aparece o se muestra. La Dichtung, originalmente, es la lengua misma, la Sprache: ahí donde no hay lengua, ahí donde no hay el don de la lengua (el es gibt de este primer suplemento o a-crecentimiento que es el don, absolutamente), no hay tampoco apertura para el ente, no hay mundo: ningún acontecimiento-advenimiento del ser, ningún Ereignis. El ser se da originalmente como el don de la lengua, cómo y en este insigne, si es un ente, capaz de abrir al ente por entero. Por esta razón la Dichtung es la esencia misma del arte, de la tékhne, ninguna suplementarización o acrecentamiento se puede hacer, y para empezar ningún arte puede surgir e instituirse si no están previamente regidos por la lengua misma. La lengua es el in-cremento (el mimema) originario. Sólo a partir de la Dichtung en este sentido primero –que evidentemente desborda lo “poético” en cuanto “arte de la palabra”- es posible el proyecto del claro del ente. La Dichtung es el transcendental puro y simple. Es, dicho de otro modo, el mundo mismo en tanto que se arranca violentamente de la tierra, de la physis, que sin embargo, por ello mismo, deja venir a presencia y que preserva en su cripta.
Tampoco el poema es cualquier poema. Sólo es verdaderamente un poema, es decir, poema de la verdad, donde se dice como poema. La insuperable grandeza del coro de Antígona, es decir, la esencia de la tékhne; y la grandeza de Hölderlin, ella también insuperable, es haber sido el poeta de la esencia de la poesía. “El decir en un proyecto es poema: dice el mundo y la tierra, el espacio de juego de su combate”: dice por consiguiente la verdad, la aletheia, en la posibilidad misma de su instalación, como tékhne. O, según la hipótesis con la cual me regulo aquí, dice la mimesis como esencia de la aletheia : no la simulación sino el juego mismo de la disimulación y el descubrimiento, de la cripta y el parecer: el pólemos. Mimesis, si al menos se la sustrae del valor de la imitación óntica, sería la suma “Lo uno que difiere en sí mismo” de Heráclito, con lo cual Hölderlin, como ustedes saben, definía lo bello o lo que sobrepasa lo bello en lo bello.
Es en este sentido que todo lo que era vertido a cuenta del puro saber y de su “energía” en el discurso “político” del 33 es revertido, luego de la ruptura, a cuenta de la poesía y del arte.
Pero para un proyecto que en realidad permanece él mismo: a partir de la apertura del ente como tal, en una lengua, el proyecto de dar a un pueblo la posibilidad de instituir un mundo y de comenzar o de iniciar una historia: “Cada vez que un arte adviene, es decir, que hay un inicio (Anfang), tiene lugar entonces un choque en la Historia: la Historia comienza o se reanuda de nuevo (…). La Historia es el despertar de un pueblo a lo que le está dado por cumplir, como inserción de ese pueblo en su propia herencia”. El arte, la poesía, es entonces la posibilidad de lo que Heidegger denominaba en el 33 la existencia espiritual-historial de un pueblo. El arte es la historicidad o la historialidad misma; por ello el (re)comienzo o la (re)petición del envío griego constreñido a repensar la relación entre physis y tékhne bajo la luz de la relación entre naturaleza e historia, que se volvió determinante en el pensamiento alemán posterior a Kant. Con lo cual se verifica que el pensamiento de la historia siempre se ancló en el en el pensamiento del arte o, lo que viene a ser lo mismo, que siempre es una mimetología lo que subtiende al pensamiento de la historia, que además se descubre tanto en la interpretación hegeliana de Grecia (y el veredicto del “fin del arte”) como en la historia agonística de Nietzsche o también en la manera en que Hölderlin, determinando la diferencia entre lo griego y lo hespérico, desborda toda la temática heredada de la imitación de los Antiguos y abre, quizá, la posibilidad de un gran arte moderno.
¿Qué es lo que da sin embargo a la poesía ese poder historial, ese poder “político”, en el sentido en que lo entiende Heidegger, si es cierto que “la polis es el sitio historial, el Da en el cual, a partir del cual y por el cual adviene la Historia”2?
Se pueden proponer, muy esquemáticamente, dos respuestas
La primera enuncia que al ser fundamental la lengua, es a partir de ella, de la poesía, que se dice originariamente el ser. Es por ello que la historia del arte no es otra cosa que la historia del pensamiento. Cito “El origen de la obra de arte”:
Siempre, cuando la totalidad del ente en tanto sí mismo, requiere de la fundación en lo abierto, el arte alcanza su esencia historial en cuanto instauración. Esto adviene en Occidente por vez primera en el mundo griego. Lo que en adelante querrá decir “ser” fue puesto en obra de manera canónica. El ente abierto en su totalidad fue entonces transformado en ente, en el sentido de lo que fue creado por Dios. Ello se produce en la Edad Media. Este ente, a su vez, fue nuevamente transformado a principios y en el curso de los Tiempos Modernos. El ente se convirtió en un objeto calculable, susceptible de ser calado de parte a parte y dominado. Cada vez se abre un mundo nuevo, con su esencia propia. (…) Se produce cada vez una apertura del ente. Ella se impone en la obra; esta imposición es cumplida por el arte.
Con esto se ve que si Heidegger sueña en 1933 con un mundo nuevo o con la apertura de un mundo nuevo, le faltaba a este mundo lo que sólo podía darle la novedad (la inicialidad) y constituirlo en mundo verdadero: un arte, un poema, una lengua. O la memoria y el reconocimiento de lo que había constituido la novedad de un arte, de un poema, de una lengua. La memoria y el reconocimiento de Hölderlin.
Pero una segunda respuesta es posible: en tanto ella es originalmente Sprache, lengua, la Dichtung es también, dice Heidegger, Sage. Sage, de sagen: decir, tiene que entenderse como el antiguo saga. Sage simplemente se traduce mythos (o fabula). Es por eso que “el poema es la Sage (el mito) del ente”.
¿Qué quiere decir aquí “mito”?
Tal como lo precisará más tarde, primitivamente mythos y logos no entran para nada en oposición. El recurso al mito no es un gesto irracionalista, según “un prejuicio de la historia y de la filología, heredado del racionalismo moderno sólo sobre la base del platonismo”3. Es, por el contrario, y sencillamente, el movimiento necesario para la pregunta que trata sobre la esencia del decir poético. Lo que dice el decir poético, cuando es esencial (cuando, al decirse, dice la verdad), es lo Abierto: es espacio de juego del combate entre mundo y tierra, del polemos. Ahora bien, este espacio de juego no es otra cosa que lo sagrado, que aquí es preciso entender –todavía cito ”El origen de la obra de arte”- como “el lugar de toda proximidad y de todo alejamiento de los dioses”. Lo que dice el decir poético, y es en ello que es mythos, es la posibilidad o no del dios o de los dioses. No que él sea ruego o invocación, sino que dice cómo y porqué los dioses están o se alejan. (Además es esto lo que explica el absurdo que hay al “creer que el mythos fue destruido por el logos. Lo religioso nunca fue destruido por la lógica sino únicamente por el hecho de que el dios se retira”.)
Presencia o retiro de lo divino, esa es la raíz del antagonismo o del combate. Y eso es lo que ocupa a la poesía, a la mytho-poiesis.
Es en este sentido, de hecho, que la tragedia es ejemplar y, en la tragedia, que son ejemplares las dos tragedias de Sófocles leídas, o reescritas, por Hölderlin. En lo esencial, la ejemplaridad de la tragedia se sostiene en la duplicidad o en la división de la escena trágica en orkhesta y skene propiamente dicha, en “escena lírica” y en “escena dramática” , porque dicha división no es otra que la división que reparte dos esferas (el abajo, lo antiguo o lo arcaico, la noche, el lado de la tierra; y el arriba, la luz, el nuevo espacio de la Cuidad, el lado del mundo) y porque estas dos esferas sólo se distinguen en última instancia a partir del antagonismo fundamental entre antiguos y nuevos dioses. La tragedia, dice Heidegger repitiendo a Hegel, quien a su manera recuperaba a Hölderlin, es el lugar de combate entre antiguos y nuevos dioses. Todo pensamiento alemán, desde Schlegel y Hölderlin, descansa quizá, en lo que tiene más decisivo (yo diría con una palabra: la ontologización de la historia y la historización del ser ), sobre la interpretación especulativa de este dualismo trágico donde se reelabora – dialécticamente: Schelling, Hegel, el Nietzsche de El nacimiento de la tragedia, o de manera no-dialéctica: Hölderlin, Heidegger- el enigmático concepto aristotélico de katharsis, o sea el efecto mismo de la mimesis, en su no menos enigmática división entre dos afectos antagonistas o contradictorios: el terror y la piedad. Que este antagonismo sea leído como el choque entre dos leyes, dos sexos, dos espacios simbólicos y sociales. Dos épocas –para el triunfo del derecho escrito, del hombre (vir), del agora y de la Cuidad, de lo moderno (Hegel); que incluso sea señalado este oxímoron viviente que es el héroe trágico (Edipo, el culpable inocente; pero eso podría ser también Antígona, la loca santa según Hölderlin) como, por ejemplo en Schelling, el modelo de la resolución de la antinomia kantiana entre naturaleza y libertad; que dé lugar a la simbolización de los dos entes estéticos fundamentales del sueño y de la embriaguez (Nietzsche); por todas partes, se podría mostrar que este antagonismo es dado como el origen mismo de la historia, es decir, como la historicidad. Pero en ninguna parte se hace de un modo más riguroso que como se hace en Hölderlin, donde, bajo los nombres de Saturno y de Júpiter, o de Apolo y de Juno, y en la forma de la oposición entre el éxtasis sagrado y la clara sobriedad, lo que es pensado como fundador de la historia es la relación entre lo natural (o lo “nativo”) y lo artístico. La tragedia, al revelar la tensión interna a Grecia, su división según la diferencia entre la tékhne y la physis, permite pensar la historia según el esquema de la mimesis. Ella permite encarar, en cada ocasión, el destino histórico como la “catástrofe” de lo nativo o de lo natural en vista de una reapropiación más original: catástrofe del “pathos sagrado” en sobriedad artística en el caso de los griegos, catástrofe inversa en los Modernos (los Hespéricos), de modo tal que a la simple “imitación de los Antiguos” que hasta allí configuraba la historiografía europea viene a sustituirse una estructura en quiasmo mucho más compleja, y que además invalida el principio mismo de la imitatio.
Pero si la historia se desenvuelve, en el origen griego, en el entusiasmo “oriental”, eso quiere decir que en su posibilidad está ligada y suspendida en el destino mismo de lo divino. La tragedia –el mito trágico- es el documento de este destino en cuanto que en ella se (re) presenta la necesaria “purificación” de toda relación inmediata con lo divino (de toda hybris ) y el necesario “desvío categórico” del dios que, sin relación alguna con la “muerte de Dios”, sea ella en su versión luterana-especulativa o en su versión nietzscheana, constituye la dura ley del “retorno” del hombre hacia la tierra y abre el espacio “a-teo” del “vagabundeo en lo impensable”: el lugar mismo de nuestra historia.
Cada vez, son los nombres divinos los que emblematizan el esquema de la historicidad, según una suerte de antagonismo figural. La historia depende de lo mítico. En la Introducción del 35, Heidegger dice lo siguiente. Para esto no hay ninguna necesidad de comentario:
El conocimiento de la historia en sus orígenes /i. e. también en su esencia / no consiste en desenterrar lo primitivo y en reunir osamentas. No es una ciencia de la naturaleza, ni totalmente ni tampoco a medias; si ella es algo, es una mitología.
A partir de esto se entiende que es realmente poco casual si, desde la redacción del “Más antiguo programa sistemático del Idealismo alemán”, en el último decenio del siglo de las Luces, el proyecto de una “nueva mitología” no dejó de atormentar el pensamiento alemán. Lo que estaba en juego era ciertamente la posibilidad de un arte nacional o, como decía Hölderlin, “Nacional”. Wagner dio a su manera la ilustración más espectacular de ello. A través de esta apuesta no se juega otra cosa que la posibilidad. Para el pueblo alemán, de identificarse y de existir como tal. Y de entrar por consiguiente en la historia o, más exactamente, de “iniciar” su historia como la historia misma. La nueva mitología es la promesa de un (re)comienzo de la historia.
Platón excluía a los poetas porque los mitos que forjaban a ficcionaban, al hablar poco (o demasiado) de lo divino, daban, en una educación fundada a la ejemplaridad (la mimesis), indicaciones de conductas perniciosas. La Cuidad, a sus ojos, arriesgaba con perderse y enloquecer en la violencia indiferenciada: stasis o, como dice Girard, crisis mimética. En el otro cabo de esta historia, el mito retornaba, y lo hacía para fundar la posibilidad de la Cuidad. Es eso al menos lo que fue soñado. Pero ese sueño, a su vez, tuvo distintos nombres: Bayreuth, Nuremberg. Dio lugar a “tesis” de las cuales toda una ideología política se alimentó: por ejemplo El mito del siglo xx de Rosemberg. Acarreó una confusión entre lo artístico y lo político (“La política es el arte plástico del Estado”, Goebbels) por la cual Europa, si no el mundo, debió hundirse. Y Heidegger no fue totalmente extraño a dicho sueño.
No fue totalmente extraño a dicho sueño. Sin embargo, un abismo, del retiro, lo separó de él. El primero, por la razón, entre múltiples otras, de que cuando el ser –ya partir de él, la posibilidad de lo divino- está en discusión, aquello que es solicitado es el hecho mismo de la representación (en cualquier sentido que sea), y con él, la determinación del leguaje como modo de expresión y de comunicación. Los mitos no son representaciones de lo divino, los nombres sagrados no son “signos que valen por”, la tragedia no es esencialmente teatral en el sentido en que nosotros lo entendemos. A decir verdad sólo son tales desde su comprensión por parte del platonismo, en tanto que esta comprensión permanece coerciva, lo que vale para la inversión Wagnero-nietzscheana y para la política que permite: o sea, bajo la cubierta de lo irracional, se encuentra la rienda suelta del apresamiento técnico; bajo la cubierta de la erección de un pueblo como la obra de arte, está el terrorismo biológico y la apelación a las pulsiones naturales. En cambio, desde que el lenguaje se abre a lo que no se deja presentar ni representar, a la nada, no-ente, o al ser, entonces cualquier otra cosa, quizá en ello mismo, se prepara en secreto.
Arte y técnica –tékhne- están en una temible proximidad.
Una misma palabra, Ge-stell, a ratos empleada para una y otra, como hemos visto, señala esta enigmática co-pertenencia. Esta palabra, dirá Heidegger muy tarde, y la “cosa” que designa es bifronte, a la manera de la máscara de Jano: mira y hace signo hacia atrás y hacia adelante, a la vez en dirección del apresamiento y hacia el por-venir del ser, hacia el Ereignis. En lo que busca sacar a la luz con tanta dificultad, es el pivote desapercibido de la época que no se decide entre la técnica y, quizá, un arte sin precedentes. Ilustra, en su duplicidad misma, esa intención de Hölderlin que Heidegger cita con predilección, y cuya lógica abisal se sustrae hiperbólicamente de toda lógica (y en primer lugar de la lógica especulativa, es decir, de la dialéctica): “Donde está el peligro, crece también lo que salva”. El peligro es la ofuscación del ser; la salud, una relación con el ser en la que lo sagrado pueda abrirse como este espacio donde acoger la llegada – o la defección- de un dios. La técnica en su dimensión planetaria es el negativo, en el sentido fotográfico, de ese acontecimiento posible, de esa catástrofe esperada o aguardada. Es en ella y de ella que hay que esperarla. Ello supone una catástrofe del lenguaje, no una conversión, que invierte la manipulación de los signos en un decir-la-verdad, que permite al lenguaje –“el más peligroso de todos los bienes”, dice Hölderlin- liberarse en la poesía, “la ocupación más inocente de todas”.
¿es que acaso esto todavía constituye una política?
Las cuestiones de las cuales partí eran muy simples. Provisionalmente acabado este recorrido, algo me impide darles una respuesta simple. Eso sería, me parece, prematuro.
* Conferencia pronunciada en Bruselas el 13 de diciembre de 1984, en el marco de las Lecciones públicas de las Facultades universitarias Saint-Louis.
1 Para esto remito al texto precedente.
2 Introducción a la metafísica.
3 Qu´appelle-t-on penser?, trad; G. Granel, Paris, PUF, 1957. [Existe traducción al español: ¿Qué significa pensar? Trad. R. Gabás, Madrid, Trotta, 2008. N.del T.]
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