miércoles, 11 de marzo de 2009

Celedón, La posibilidad de lo imposible

La Posibilidad de lo Imposible.[1]
Gustavo Celedón B.



De alguna manera siempre acabamos por pertenecer. Cada instante nos requiere y de tal forma nos involucra e incluso nos traiciona, en la pertenencia. Sin embargo, todo lo que hoy pondré a jugar en mis palabras se aferra, en la medida de lo imposible, a un horizonte de no-pertenencia. No de neutralidad, sino de no-pertenencia. La neutralidad es tan parecida a la buena conciencia, a la sabiduría del sentido común, a la normalización de los llamados cursos naturales y, para el caso, es tan ajena e indiferente a cierto pathos de la memoria que, inmediatamente y no sin razón, llama a la sospecha. Asimismo, este llamado es igualmente válido para toda pertenencia. Derrida se encargó de recordárnoslo.

Aparentemente no deberíamos estar aquí en representación de nada ni de nadie. Sin embargo ¿no es esto imposible? Pues perfectamente la no-pertenencia puede afirmarse en una conciencia despistada, muchas veces hermosamente despistada, de un individuo, si se quiere un sujeto, que divaga, que deriva, que pulula. Su no-pertenencia sería, según suele dictar el uso, algo así como un descuido. Su no-representatividad, una ingenuidad. En la inmediata aparición del otro, la atribución predicativa reclama su juego, ensamblando el armazón, el simulacro, el rumor, lo que llamamos la realidad o la presencia. En otras palabras, un otro que aparece inmediatamente para desaparecer, siempre nos involucra en la pertenencia. Nos hace pertenecer. Un otro que aparece y desaparece, es decir, un fantasma. Y fantasmas hay de muchos tipos: “hay más de uno –dice Derrida-, debe haber más de uno”.[2] Por ejemplo, todos aquellos que se congregan hoy día y que, no por razones de tiempo sino porque es uno el que me interesa por ahora, no enumeraré. Deberíamos incluso preguntarnos por el lugar que ocupa la enumeración de todos estos fantasmas, de qué manera el corpus – es decir, el cuerpo, la institución, el instituto, la facultad, la Universidad, el gremio, el Estado, la lengua, el lenguaje, el juego de lenguaje, el individuo y la opinión personal, etc.- se irgue a fin de ordenar, tratar, atacar y protegerse de los fantasmas y, por sobretodo –y ese es el fantasma que llama mi atención hoy-, de qué manera y hasta qué punto son estos corpus capaces de invitar o acudir, ceder o recibir. Es decir, llama mi atención el problema de los límites, de los bordes y la intriga acerca del desarrollo público de lo privado, aunque cabría decir, más bien, de lo íntimo, lo secreto, del schibboleth o de la contraseña que veloz y reiteradamente se enciende y se apaga en la cotidianidad de la lengua o el juego de lenguaje que nos acoge, de una u otra forma, bajo el signo de la pertenencia.
Estamos reunidos acá por un propósito. Se trata de la defensa o la persistencia de la filosofía. Sin duda esto es facilitado por el hecho de que lo que aquí llamamos filosofía permanece indeciso. Derrida, a propósito de las relaciones entre filosofía, política y Estado, recoge un texto de Kant que aquí yo quisiera rescatar:

“No hay que esperar ni que los reyes filosofen ni que los filósofos se conviertan en reyes (…). Pero que los reyes o los pueblos reales (que se rigen ellos mismos según unas leyes de igualdad) no dejen que la clase de los filósofos desaparezca ni que a ésta se la prive de la palabra, sino que le permitan hablar públicamente, resulta indispensable para esclarecer los asuntos de unos y de otros, y, dado que la clase de los filósofos, por su naturaleza, es incapaz de unirse en bandas y en clubes, ésta no puede ser sospechosa, maledicientemente, de propaganda”.[3]

Vamos por parte. Primero se dice que el Gobierno debe garantizar la existencia de los filósofos pues tal existencia, dice el texto, resulta indispensable para esclarecer los asuntos de unos y de otros. Ahora bien, no sé si realmente estemos reunidos por eso. Pues aun en el caso de que convengamos en ello, lo cual dudo, habría que comenzar a detallar de qué manera se lleva a cabo tal esclarecer, es decir, qué sea lo claro en nuestros asuntos y en los asuntos de la polis. Habría que hacerse cargo entonces de todos los fantasmas, cada cual según su manera y según la manera en que habitualmente opera el juego de lenguaje que, de alguna u otra forma, nos acoge haciéndonos pertenecer. Sin embargo, convenimos en que el Gobierno debe garantizar la existencia de la clase de los filósofos. Qué sea ello permanece en lo indeciso. Pero esa indecisión o indecibilidad es vital para que podamos estar aquí reunidos, pues, bajo otras circunstancias y según el texto, nuestra naturaleza es contraria a esto.

Es necesario no confundir esta indecibilidad con la abstracción. No sería lo suficientemente producente obviar los diversos contenidos que en cualquier momento deben hacerse presentes. Esta reunión de filósofos debe ser contraria al acuerdo formal. No debe, diría Derrida, descansar en la buena conciencia. Por un lado, la buena conciencia que otorga extendiendo el silencio, evitando todo tipo de compromisos, malos ratos, etc. Pero también aquella conciencia que, en el horizonte del contenido, aspira a la formulación de una lengua definitiva:

“Hablamos aquí, con estas palabras de “cosas” que no pueden sino exceder (y que deben hacerlo) el orden de la determinación teórica, del saber, de la certeza, del juicio, del enunciado en forma de “Esto es aquello”; más generalmente y más esencialmente, el orden del presente o de la presentación. Cada vez que se las reduce a aquello que éstas deben exceder, se otorga al error, a la inconciencia, a lo impensado, a la irresponsabilidad, el rostro tan presentable de la buena conciencia”.[4]
En otras palabras, no debemos ofrecer la filosofía ni al vacío ni a la determinación de la abstracción.

Así, si hemos de seguir estas indicaciones, no deberíamos simplemente ponernos de acuerdo. Ahora bien, el acuerdo implica ciertamente un grado de universalidad que nos permitiría proponer en conjunto, pues precisamente aquello es lo que hoy nos urge, pero también tal acuerdo debe ser capaz de conservar la singularidad de todos los aquí presentes, singularidad de cada uno de nosotros como de las instituciones y los nombres que nos hacen públicos y públicamente nos hacen pertenecer. Es decir, si nuestro propósito es, contrario a los designios de Kant respecto a la naturaleza de los filósofos, obtener la propaganda o la publicidad a fin de lograr una re-consideración pública y no meramente privada de la filosofía, tal propósito requiere también de una revisión que podríamos llamar interna. En otras palabras, comenzar a asumir los roces pero –y este es el problema- sin fundarlos en el acuerdo ni en la discordia. Acuerdo y discordia a la vez. ¿No es esto acaso lo imposible? Pero si estamos aquí, quiero creer, es porque de alguna manera asistimos a cierta posibilidad de lo imposible. Es más, creo que del momento en que, hace un tiempo, pisamos un instituto de filosofía a fin de ser filósofos y persistimos en ello, es porque asistíamos, sabiéndolo de alguna forma, a la posibilidad de lo imposible. He ahí un lugar para la memoria. Sobretodo, para un pathos de la memoria. Pathos no ciego, lo veremos. Y ya que hablamos de memoria, es por ella también el porqué no podemos acordar. Es sabido. Es también por la denuncia de esa tan común falta de memoria por lo que estamos aquí. Pero también debemos tener en cuenta que entre la memoria y su objeto existe un intervalo de tiempo y espacio que se extiende indefinidamente. Tal extensión no se confunde con una línea recta. En ese intervalo nuevas generaciones –me incluyo- arriban. Y el objeto por el cual la memoria se constituye en memoria, ya no es el mismo. Confesar, por ejemplo, que jamás he podido ser partícipe, sobretodo por mi atraso –y sobretodo por ello- de la singularidad del principal hecho que, no sólo en Chile, sino en el mundo entero, retoma, con justicia, el tema de la memoria, es algo que perfectamente puede excluirme y desarmar la reunión. En ese sentido, seré siempre un espectador y un arribante.[5] Pero lo que sí puedo afirmar es que, en tales acontecimientos, los espectros o los espíritus involucrados en el desastre, permanecen, en mi singularidad y a través de mi singularidad, intactos en su impulso y en sus pretensiones de imposible. Convivir con este tipo de enunciados, a veces indecisos y otras no tanto, es lo que va a complicar siempre las cosas tanto para unos como para otros. Pero debemos insistir en ello. Hacer —¿sin forzar?— lo imposible e incluso lo imperdonable. Pues lo posible y lo perdonable normalizan, sintetizan, superan y olvidan. Y esto es una herencia derrideana. Herencia que él mismo hereda y da a heredar.

La posibilidad de lo imposible. Frase reiteradamente pronunciada por Derrida en sus últimos años. Pero lo imposible no es meramente aquello que nos resulta difícil, aquello que se resume en el slogan pragmático del nothing is imposible, esa lógica del exitismo que piensa que todo puede ser llevado a cabo, hacerse presente. Hay que pensar lo imposible bajo la mirada atenta de otro pensamiento, pensamiento que se extiende él mismo a lo imposible, pensamiento que se resiste al acuerdo y al reposo dialéctico. Escuchemos a Derrida:

“La posibilidad de lo imposible no puede ser sino soñada, pero el pensamiento, un pensamiento completamente diferente de la relación entre lo posible y lo imposible, ese otro pensamiento tras el que desde hace tanto tiempo respiro y a veces pierdo la respiración en mis cursos o en mis carreras, tiene más afinidad que la filosofía misma con ese sueño”.[6]

La posibilidad de lo imposible es un sueño. Sueño que nos reúne aquí por ejemplo. Pero ese sueño conjura con un pensamiento que excedería a la filosofía, por lo tanto, llama a excedernos, aquí, ahora y a futuro. Este sueño, recuerda Derrida, no es ajeno a la vigilia. El pensamiento que conjura con él debe, a la vez, ser vigilante: debe volar y poner los pies sobre la tierra al mismo instante. Debe soñar con el acuerdo infinito y asumir los desacuerdos que se presentan y que no dejaran, a favor de la apertura, de presentarse; debe entrar en discordia y reunir a los discordantes en su discordia; debe respetar y dejar que la singularidad produzca, como debe también ceder al club o al bando.

Soñar y vigilar. Doble proposición instantánea. “¿Dónde pones finalmente el acento?” podría alguien con toda razón preguntar. “¿En el soñar o en el vigilar? Pues donde tal acento caiga, dirá mucho. Te hará pertenecer y me aclarará las cosas”. Pues bien, en efecto, tales preguntas han de hacerse. Pero deberían hacerse teniendo como horizonte esa no-pertenencia en la cual he querido inscribir todas estas palabras. Pues ni el sueño ni la vigilancia pertenecen a alguien o algo, sea un sujeto o un discurso o lo que sea. Este horizonte que no se conforma con el acuerdo y el reposo, pero que retorna, cada vez, en el desacuerdo que reúne, será siempre no dicho, imposible de asirlo. Nos tendrá vigilantes en el sueño. Para Derrida será, precisamente, la posibilidad de exceder la filosofía en un pensamiento inaudito que estará siempre porvenir. Y es ahí donde entran los aquí reunidos.


[1] Este texto fue leído con ocasión de la celebración del Día Internacional de la Filosofía, el 26 de Noviembre del 2004 en la Facultad de Filosofía y Educación de la PUCV. En dicho evento se reunieron académicos, profesores y estudiantes de diversas casas de estudio a fin de reflexionar acerca de la posición de la filosofía en Chile. Finalizó el día con un pequeño homenaje a Derrida.
[2] Jacques Derrida, Los Espectros de Marx, Trotta, Madrid, 1995. Pág. 27.
[3] I. Kant, Conflicto de las Facultades, citado por Derrida en Aporías, Morir –esperarse (en) “los límites de la verdad”, Paidós, 1998. Pág. 44, nota a pie de página número 19. La cita fue tonada directamente del texto de Derrida.
[4] Jacques Derrida, Aporías, Pág. 42. Cabe notar que el texto aquí citado es, a la vez, una cita que Derrida hace de su texto El otro cabo. La democracia para otro día, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1992.
[5] Y sin duda por muchos factores más que el simple atraso. No es el caso para enumerarlos. Por ahora. Sin embargo, habría que no dejar de considerar, en todo pensamiento de la memoria, la extrañeza con que las generaciones que siguen arribando experiencian un acontecimiento que no vivieron, que no pueden, aún en el corazón de la fidelidad, sino representárselo, reconstruirlo, recoger el eco de un estruendo que ha estado ahí desde siempre. Y todo esto sobre una línea de tiempo oblicua. Para muchos no se trata de una indiferencia sino, precisamente, de una extrañeza. Tal extrañeza -propia del acontecimiento, diría Derrida- solicita no sólo la información necesaria y el perdón correspondiente, sino también la re-activación y el re-planteamiento de todos los motivos de la crítica, es decir, trabajar (en) lo que Derrida ha llamado la promesa.
[6] Jacques Derrida, Acabados, Trotta, 2004. Pág. 17.

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