miércoles, 11 de marzo de 2009

Trujillo, El extravío de lo más cercano


El extravío de lo más cercano*

Iván Trujillo Correa**


En el aire, allí queda tu raíz, allí,
en el aire.
Donde lo terrestre se aglutina, terroso,
aliento-y-légamo.
Paul Celan



La búsqueda de la raíz constituye siempre una apelación. Se la llama para fundar o sancionar la verdad de una verdad. Si hay un esquema de la verdad, este funciona normalmente en la presuposición de su esencia radical. Desde entonces no hay raíz de la verdad que no sea también verdad de la raíz. La cuestión es cómo tratar con un círculo para que la problemática de la pertenencia, entrevista en el esquema de la raíz, tenga lugar.

Problema este que atañe, en el círculo de la verdad, a más de un discurso. Así, por ejemplo, al antropológico, al ecológico, al psicoanalítico, al filosófico y al poético. Pero esta múltiple adscripción del problema no se traduce en una interrogación a una matriz que organiza discursos tan heterogéneos. O mejor: no desconstruye la monarquía que rige discursos que no sólo se conciben dispares, sino también excluyentes o incluso menores. Y esto sucede no precisamente por el confinamiento de especialista.

Lo que sigue es, por así decirlo, un intento de acercar posiciones. Uno tal que en el mutuo reconocimiento de su proximidad cierto efecto de ostensible difusión tendría que ser admitido. Con ello la ganancia de posición no dejará de revelarse también como indicio de sedicente destitución. Se trata, en todo caso, menos de una confrontación que de un trabajo textual allí donde lo que se da en llamar “un texto” nombra también la pérdida de su raíz.

En primer lugar, se lee aquí un texto que se quiere científico o, al menos, basado en supuestos científicos: de Juan Pablo Orrego, "Del bosque a la ciudad: ¿Progreso?" 1; escrito de ciencia ecológica y de militancia ecologista. Como escrito de ciencia ecológica, este escrito es un diagnóstico y una prospección del sistema biótico, en particular, de aquello que en el sistema biótico se deja ver ejemplarmente en el bosque. Como escrito militante, es un llamado a la responsabilidad y a la decisión ante la lógica depredadora del bosque, especialmente capitalista, y a los efectos que dicha depredación depara para el sistema biótico. Pero este escrito, además, pretende ser una contestación crítica a lo que sería una visión occidental antropocentrista que subentiende al hombre esencialmente desvinculado de la naturaleza. Como contrapartida reivindica cierta sabiduría ancestral del vínculo con la naturaleza reservada a los pueblos originarios. En los confines occidentales de esta reivindicación, sólo un punto de vista científico como el que actualmente se haya disponible, se le podría hacer justicia y verdadera reivindicación a tal sabiduría.

El segundo texto, Sobre árboles y madres[1], del filósofo chileno Patricio Marchant, es un escrito de interpretación filosófica y de reivindicación poética. Sutura entre filosofía y poesía, allí donde se concibe a esta última, en una determinada constelación lingüístico-cultural, como destinada a pensar antes que cualquier constitución filosófica de pensamiento. Esta destinación, además, tendría el carácter de cierta precipitación poética del pensamiento[2], por la cual incluso sería capaz de pensar, si bien implícitamente, el pensamiento que habría de marcar toda una tendencia del psicoanálisis húngaro con posterioridad a aquélla. Lo que en relación con esta tendencia psicoanalítica reserva el escrito de Marchant, al menos en lo que al tema del presente texto concierne, es a cierta poética escritural de la quema como pérdida insoslayable del fundamento originario en la pérdida originaria del fundamento. En los confines de este planteamiento, ciertas declaraciones de Gabriela Mistral (poeta alrededor del cual gira el escrito de Marchant), las que muestran la vinculación de su adhesión a la naturaleza y a los árboles en particular con su tendencia a la insociabilidad, señala cierta adscripción mistraliana al diferendo entre naturaleza y humanidad que, bajo la forma aquí señalada, es posible rastrearlo por lo menos hasta los comienzos de la antropología moderna, en Jean Jacques Rousseau.

Pero esta referencia a Rousseau, al igual que otras a lo largo de estas dos lecturas, estarán exclusivamente confiadas a la eficacia del epígrafe, vale decir, a su manera característica de habitar un corpus desde afuera o de arrastrar un corpus hacia afuera. Ahora bien, también me confiaré a dos exposiciones sin una tercera parte conclusiva, en donde la segunda se propone dar cuenta de un pensamiento que se muestra más decidido a encarar la dificultad que el primero no hace más que encubrir. Creo que esta falta de conclusión es aquí eficaz en la medida en que ambas exposiciones deberían mostrar separada y consecutivamente un tipo de relación que corta el hilo del discurso.


La pérdida del bosque en Juan Pablo Orrego.

"La raíz es incapaz de pensar esta doble infracción a la naturaleza: que haya carencia en la naturaleza y que por eso mismo algo se añada a ella. Además, no se debe decir que la razón sea impotente para pensar eso; ella está constituida por esa impotencia. Esta es el principio de identidad. Es el pensamiento de la identidad consigo del ser natural. Ni siquiera puede determinar al suplemento como su otro, como lo irracional y lo no-natural, porque el suplemento, naturalmente, viene a ponerse en el lugar de la naturaleza. El suplemento es la imagen y la representación de la naturaleza. Ahora bien, la imagen no está ni dentro ni fuera de la naturaleza. Por tanto, el suplemento también es peligroso para la razón, para la salud natural de la razón".

J. Derrida, De la gramatología

Un pensamiento de la alienación, como pensamiento trascendental, sería capaz de describir aquella astucia del pensamiento que proyecta sus alienaciones (sus desequilibrios) sobre sus raíces (traspasándoselas) con el objeto de pasar por (parecerse a) sus raíces. En adelante todo acceso a la raíz es descrito como el acceso a un término dentro de una serie de términos cuya condición de posibilidad está dada en aquél. De esta manera se asegura (se reproduce) la necesidad de la raíz.

Sin embargo, este paso autojustificatorio, este encubrimiento de su devenir abstracto, necesita a sus raíces para dicho encubrimiento. Esta necesidad podría ser todo lo paródica que se quiera, pero esta alienación deberá fingir que pasa por allí. Y fingir, el poder de fingir, implica al menos, re-conocer o re-presentar, aquello que finge. Este es el caso: “Somos nosotros los occidentales los que sufrimos, inmersos en desequilibrados sistemas sociales piramidales estratificados socioeconómicamente e incluso racialmente, y los que luego proyectamos esa estructura a la naturaleza para justificarla, aduciendo que refleja el orden natural e incluso cósmico. ¡Qué retorcido enredo y qué trampa!”[3]. Lo que quiere decir jerarquizar: “jerarquizarlo todo y postular ahora ecosistemas ‘superiores’ e ‘inferiores’, ordenados en pirámide”[4]. Hay teleología, hay plenitud, hay sucesión, pero que no da ocasión a ninguna jerarquización. Ahora bien, que haya jerarquización habla a la vez de un ser humano tan abstracto como concreto, específico, culturalemente situado, que es precisamente el que realiza la abstracción. Aquí, el occidental, nosotros, en cuanto tales inmersos en determinados sistemas sociales desequilibrados, piramidales, estratificados socioeconómicamente y racialmente (étnicamente). Y no se trata aquí solamente de la construcción de una sociedad y de un mundo a partir de ciertos parámetros cuyo desequilibrio es ostensible, sino de la proyección activa de dicho desequilibrio a la naturaleza, tal que, aduciendo que dicho desequilibrio refleja el orden natural, se justifica de esta manera.

La proyección de este desequilibrio (constructo vicioso) sobre la naturaleza (el orden natural) es la astucia (del occidental) de hacer pasar el constructo (el desorden) por lo natural (el orden). Operación de esta astucia: 1º naturalizar el constructo (por reflejo); 2º traspasar a lo natural los desequilibrios (las características) del constructo. Necesidad de esta operación: justificación de los desequilibrios del constructo. Consecuencias: el constructo, al proyectar (“artificialmente”, “no naturalmente”, astutamente, falsamente, etc.) su estructura (desequilibrada) a la naturaleza, logra que la naturaleza tome sus rasgos. Este logro pervierte el orden natural. De esta manera se pone en el lugar de ella, como ella. También de este modo, ella (la naturaleza) adquiere los rasgos del desequilibrio. Pero, para que todo esto sea posible, el desequilibrio debe pasar a lo natural, para pasar como natural. Cabe la pregunta: ¿por qué esta justificación necesita a la naturaleza? ¿Qué subentiende el occidental por natural para que lo natural sirva de coartada justificatoria? Suponer una proyección es suponer un estado, por lo menos anterior a la proyección, donde es posible presuponer la existencia de una naturaleza o librada de toda proyección o librada de un proyección desequilibrada.

En el primer caso, la proyección, cualesquiera sea, sería desde ya desequilibrante con respecto a la existencia de una naturaleza completamente ajena a la intervención humana. A no ser que la proyección no sea humana sino específicamente occidental, con lo cual toda la proyección, en cuanto tal occidental, sería desequilibrante con respecto a la existencia de una naturaleza completamente ajena a la intervención occidental. En el segundo caso, sólo una proyección desequilibrada (una estructura cultural característicamente occidental) atentaría contra la existencia de una naturaleza completamente ajena a la intervención humana. En cualquier caso, la proyección necesitaría de la concepción de lo natural como natural (presuposición incondicionada para la existencia de toda proyección) para pasar a llevar a la naturaleza y para justificarse a sí misma pasando por ella (como reflejo de ella). La cuestión, entonces, es esta: sólo porque de antemano se le ha concedido a la naturaleza un espacio fuera de una proyección desequilibrante (típicamente occidental) o de cualquier proyección, es que puede haber la astucia de una proyección; sólo porque de antemano se le ha concedido a lo natural, en tanto que espacio fuera de la astucia de la proyección, la presuposición incondicionada de lo natural, es que podría servir de justificación ser el reflejo de aquella presuposición. Finalmente, es la astucia de la proyección la que cuenta (debe contar) con la presuposición incondicionada de lo natural como natural. Sólo así podría decirse: “¡Qué retorcido enredo y qué trampa!”.

Sigue la cita: “El espejismo proyectado nos impide ver la realidad natural; se erige como una barrera psíquica entre ella y nosotros. Difícilmente podemos fluir o armonizar con un orden natural que estamos percibiendo distorsionado, como a través de un espeso velo. Menos aún podemos entender cuál es nuestro lugar dentro del mundo, cuando lo que estamos percibiendo distorsionado es, muy literalmente, nuestra propia naturaleza. Sin darnos cuenta, con nuestra arrogancia y autootorgada superioridad, nos autoexiliamos de la naturaleza, nos alienamos en la enrrarecida cúspide de la pirámide que nosotros mismos hemos ideologizado y proyectado sobre la realidad”[5]. Orrego había hablado del enredo y de la trampa como presuposición incondicionada de una naturaleza qua naturaleza. Sobre esta base, (nosotros los occidentales) proyectamos un espejismo, esto es, una falsa imagen de lo real. Como tal, no podemos ver lo real natural. El carácter de esta proyección: como una “barrera psíquica”; esto es, algo que internalizamos tanto, que ya no hay relación entre ella y nosotros. Como tal, no podemos ver aquello con lo que no podemos ver, o lo que es lo mismo, no vemos lo que podemos ver; esto es el error (categorial y epistemológico) y la culpa antropoetnocéntrica. Percepción distorsionada, velo espeso, obturación del orden natural. Se deja entrever, no obstante, la posibilidad de otra relación: fluida, armónica, con lo natural. Sobreviene, entonces, el auspicio de otra visión. Re-cito: “Menos aún podemos entender cuál es nuestro lugar dentro del mundo, cuando lo que estamos percibiendo distorsionado es, muy literalmente, nuestra propia naturaleza. Sin darnos cuenta, con nuestra arrogancia y autootorgada superioridad, nos autoexiliamos de la naturaleza, nos alienamos en la enrarecida cúspide de la pirámide que nosotros mismos hemos ideologizado y proyectado sobre la realidad”[6]. Por tanto velo, velo que distorsiona “literalmente” (propiamente) nuestra naturaleza, “menos aún podemos entender cuál es nuestro lugar dentro del mundo”. Los velos occidentales, nuestros velos, nuestros propios velos (proyecciones culturales, etnológicas y etnocéntricas, categoriales, etc), los velos que somos nosotros pero que a la vez no somos nosotros, velos que no seríamos del todo nosotros, que no serían del orden del ser (ontológico), para decirlo en un lenguaje conocido, fabricantes de tantos velos, velos que habría entonces que desvelar como velos, como pura y simple falsedad, estos velos, alcanzan a distorsionar nuestra propia naturaleza, nuestra naturaleza como perteneciéndole a ella, fuera de ella, alienados. Y esto literalmente. Es así, en sentido propio. Al pie de la letra. Quizás científicamente (lo veremos), esto es, antropo-lógicamente. Esto es eco-bio-antropológicamente. Esto es científicamente; conceptualmente; propiamente. De ahí, entonces “que no podamos comprender cuál es nuestro lugar en el mundo”.

Aquí la naturaleza, nuestra naturaleza propia, científicamente elucidada, literalmente considerada, que está desviada, alienada por nuestros propios velos, propios y no propios a la vez, debería tener lugar. Si nuestra naturaleza tiene lugar, si en consecuencia nosotros tenemos lugar, entonces, se comprende que no comprendamos, en virtud de tantos velos nuestros, “cuál es nuestro lugar en el mundo”. Lo que supone que dicho “nuestro lugar” es un lugar que, en medio de nosotros mismos occidentales, o pese a nosotros mismos occidentales, nos es también visible, en la medida en que se presupone su (in)condicionada existencia. Pero decir lugar aquí no es simplemente decir medio ambiente, sino hombre, habitante del lugar. Ecosociología, si no ecoantropología del lugar.

Pero la alienación es tal que el lugar parece que no existiera. Como si no pertenecieramos al lugar. “Es tanta la alienación, que hoy en la Tierra demasiados seres humanos -la mayoría de ellos, hacinados y media ahogados en las grandes metropolis- sinceramente creen que el ser humano no es parte de la naturaleza junto con los demás seres de la biósfera: se ha impuesto la idea de que a través de una supuesta evolución cultural, guiada por un Dios de quienes somos imagen y semejanza hemos salidos como eyectados fuera de la naturaleza, que la hemos trascendido en cuerpo y alma. ¡Qué ilusión más letal!”[7]. He aquí la alienación por antonomasia: creer que el ser humano no es parte de la naturaleza junto con los demás seres de la biosfera. Creer, en consecuencia, que hemos salido de ella, de acuerdo a una cierta evolución cultural. Por lo mismo: creer que el ser humano no tiene lugar natural o lugar en la naturaleza. El ser humano es naturaleza y lo es junto a los demás seres de la biosfera. Bio-esfera en la que ser humano y los demás seres constituyen un todo. Creer lo contrario es estar alienado de su propio lugar de pertenencia. Quien crea en esto, el occidental especialmente, nosotros, tiene un lugar allí donde cree no tenerlo.

Se precisa entonces una nueva visión, ecológica: “Todo escosistema sobre la tierra sueña con llegar a ser bosque”. He aquí la divisa más cara a este escrito. Visión ecológica (puramente teórica) o ecologista (teóricopolítica), tambien eco-sociológica (cruce epistemológico y base teórico política; en la que es preciso reconocer al menos un cierto progreso de la ciencia). Cruce ecológico-antropológico; vigilancia ecológica de lo antropológico. Delimitación de la antrología antropocentrista. Visión o vigilia que dice, que habla de un cierto sueño. “Todo ecosistema sobre la tierra sueña con llegar a ser bosque”. Teleología aquí del eco-sistema, del sistema terrestre, en particular del “sistema biótico”. Teleología en clave poética: “sueña”. Es decir, ansía, tiende a, está orientado a, quiere, tiene como fin. En todo caso más un sueño diurno que un sueño nocturno. Quizás como si este movimiento fuera la luz del día del ecosistema aunque sumido en la noche de su sueño. El fin de todo ecosistema, si embargo, no es llegar a ser realmente un bosque. Sino como un bosque. esto es pleno, tan pleno como él. Todo ecosistema sueña ser como aquel que mejor se desarrolla. El bosque, tiene este privilegio. Todo ecosistema quisiera ser un bosque, pero no puede; pero sueña serlo. El bosque es la más alta expresión de un ecosistema. Sabremos por qué. El bosque como fin. El fin, es el bosque. Hay que tomar al bosque como fin. Hay que hacer de él un sueño.

Citaba: “El bosque es la máxima expresión de la naturaleza”. Esto quiere decir que “si las condiciones bioecológicas lo permiten, todo ecosistema se embarca en el audaz proceso de la sucesión ecológica, buscando llegar a ser el ecosistema más complejo y diverso posible”. Este ecosistema más complejo y diverso posible es el bosque. He aquí el privilegio del bosque. Plenitud de lo complejo y de lo diverso. Plenitud de la naturaleza desde el punto de vista de un plano bioecológico. Aquí, la naturaleza en su lugar propio: bajo las condiciones bioecológicas. Si se decía que todo ecosistema sueña con llegar a ser bosque, he aquí que este sueño se da bajo la presencia de determinadas condiciones bioecológicas. Este sueño, que sueña con el bosque, con ser como el bosque, que tiene al bosque como plenitud de realización de un ecosistema, que quiere llegar a ser él o como él, este sueño se da “en el audaz proceso de sucesión ecológica”. La “sucesión ecológica”. ¿Cómo pensar esta sucesión? ¿Bajo qué condiciones? En todo caso: cuidado aquí, en esto, con jerarquizar; “pecado mortal de nuestra cultura”.

Por esta “sucesión ecológica”, difícilmente se puede pensar que de los bosques a la ciudad hay un progreso. Transitando de los bosques como máxima expresión de la naturaleza, a las ciudades modernas como máxima expresión de la civilización. ¿Qué nos enseña la visión ecosistémica de ambos fenómenos?

El inicio del texto habla del paso, del pasaje del bosque a la ciudad, con el cambio de lugar y del modo de ser habitante. Este paso es histórico y ajeno a todo progresismo. No hay “progreso” en este paso hacia un desprendimiento de lo natural que no sea la suposición o la proyección occidental de este desprendimiento. Si hay algo así como un paso, éste, en todo caso, sigue siendo occidental. La ciencia dando un paso dentro de sí misma, avanzando y haciéndose de una nueva visión, “visión ecosistémica”. Esta visión, que debiera ser más comentada, provee de un concepto de naturaleza donde aspectos tales como la diversidad, la complejidad y la diferenciación biótica, postula que el bosque es su máxima expresión. Esta misma visión postula, además, que las ciudades modernas occidentales o de modelo occidental (industrial, tecnológico, capitalista) son la máxima expresión de la civilización. Para esta visión, entonces, la civilización es el polo opuesto a lo natural. La civilización, en todo caso, no es la cultura. Marca, al interior de esta, un cierto desplazamiento. La civilización no es por definición, al menos en este texto, una forma cultural específicamente occidental, pero sí habría alcanzado en esta su modelo más nefasto. Este modelo occidental, ya ha sido dicho, se comprende a sí misma como desprendido de la naturaleza, como ajena a ella. Bajo esta forma la civilización crea además la pantalla de esta escisión, proyectando sobre la naturaleza todos los rasgos de su propio desequilibrio. La civilización así, necesita a la naturaleza, un cierto concepto de ella en tanto que presuposición incondicionada, para afirmarse a sí misma, para autojustificarse, naturalizándose. “desde que surgió la civilización hace unos milenios, y luego la industria y la máquina en los últimos siglos, hemos degradado y empobrecido en forma significativa la biósfera que nos dio origen como especie. Hemos disminuido su biodiversidad y estamos entorpeciendo en forma creciente procesos claves que la sustentan.”[8] La forma occidental de la civilización se ha erigido contra la especie humana, comprometiendo en pocos siglos y de acuerdo a un proceso que todavía no termina, su más preciado entorno. Hago notar que cuando se dice esto, se está mentando un cierto desplazamiento epistemológico en el seno de las ciencias humanas bajo la presión de modelos científicos de base biológica. La ecosociología podría ser uno de estos injertos, quizá también una ecoantropología.

Dice enseguida: “La gran paradoja es que justamente se supone que el desarrollo de la civilización se ha dado pari parsu con el desarrollo de una ciencia occidental tan verdadera y concreta, que sus frutos van desde la fisión del átomo y las computadoras, a ingrávidas caminatas de astronautas sobre la superficie de la Luna”[9]. La paradoja aquí consiste en que estos logros no se compadecen con el hecho de que -en el decir de Prigogine- recién hemos comenzado a entender el nivel de la naturaleza en la que vivimos. Hay la sugerencia aquí de que el desarrollo colosal de la ciencia no se compadece con la falta de perspicacia con respecto a nuestro lugar de pertenencia. Falta de perspicacia occidental, ante todo.

No así por ejemplo, la perspicacia de “los indígenas”. Estos saben (sabiduría del indígena) que pertenecemos a la tierra. Traducción: naturaleza. “Somos, por su puesto, un fenómeno tan natural como un meteorito, por mucho que nuestros procesos creativos o destructivos sean guiados por factores sociales y culturales”[10]. Si hay aquí un punto de vista ecológico que concibe a la especie humana arraigada en su comunidad biótica, no se trata de defender la naturaleza por sobre el ser humano, antes bien arraigar al ser humano, particularmente a aquel que ha hecho del pensamiento una desintegración, con la naturaleza a la que desde nunca ha dejado de pertenecer. “Lo que sucede es que muchos hemos constatado científicamente lo que han sabido muchos arraigados desde hace milenios: que la naturaleza y la humanidad son un continuo que conforman una unidad indisoluble. Entender y respetar la naturaleza equivale a hacer lo mismo con la humanidad. Degradar la naturaleza nos degrada y lo que nos degrada, degrada a la naturaleza, porque somos uno solo”[11]. El arraigado aquí, el indígena ante todo, es más que bueno, es también alguien que enseña. Pero lo que él viene enseñando desde milenios, se puede hoy constatar científicamente. Habría pues un progreso de la ciencia al encuentro de una sabiduría indígena anterior y paralela a la ciencia occidental. Pero esto sólo lo sabemos hoy.

Pero es también hoy que “la científica civilización” se ha comprometido a depredar el bosque en cuestión de décadas. A pesar de lo cual no es precisamente la ciencia la que está hoy necesariamente comprometida con la depredación. Esta depredación correría por cuenta del capital. “La verdad es que la explotación de los bosques responde a una bárbara lógica comercial depredadora y punto, y el resultado (...)es el aumento de los capitales de grandes corporaciones y de las fortunas personales de una exigua minoría.”[12] Transformación del bosque en dinero, la que redunda en el acrecentamiento del capital en manos de unos pocos. Luego, transformación del bosque en un problema económico, social y político. La responsabilidad de la ciencia no es aquí menor, aunque no sea ella, por sí misma, sino la "científica civilización" la causante de tal depredación. Se trataría de revertir esta situación comprometedora para la ciencia. Se trataría, en todo caso, de compromiso.

Compromiso contra la depredación capitalista del bosque que es también un compromiso contra una ciencia y una epistemología del desarraigo. “Muchos seres humanos trabajan hoy arduamente para resolver el impasse de una ciencia y una epistemología que han puesto al ser humano prácticamente contra la naturaleza, y que de tanto buscar verdades universales, se extravió de lo más cercano”[13]. La búsqueda de verdades universales sería la causa del extravío de lo más cercano. Lo más cercano, por lo que aquí se ha dicho, es la naturaleza misma, vale decir, una término que es la última y la primera instancia de todos los demás términos de esta exposición del desarraigo y de la alienación. Como última y primera instancia la naturaleza es también la cultura en el fabuloso haz de un encuentro o reencuentro. Momento de la verdad ya no universal, abstracta y desarraigada de la ciencia, sino de su verdad concreta, natural. Momento de la ciencia en que su verdad coincide con la verdad milenaria extra-occidental, la verdad del indígena, del otro; momento, entonces, en que la verdad científica de occidente es la verdad extra-occidental no sólo como otro cultural sino como naturaleza; momento concreto absoluto de la ciencia que es su momento más universal; momento en que ella se reencuentra consigo misma en la naturaleza cuya memoria cultural es el aborigen; momento en que (la sabiduría de) el aborigen es patrimonio (occidental) de la humanidad; momento de éxtasis de la cientificidad que es también el momento de la absolución y de la recuperación de lo occidental: “Esta aterrizada sabiduría, que es patrimonio de la humanidad, está plenamente vigente y es totalmente recuperable. Insisto, estas etnociencias, la epistemología y la ética que la subyacen, complementadas con todo lo positivo y rescatable de la cultura occidental en todos los ámbitos(...)”[14].

Desde entonces la verdad del extravío, se deja ver en el retorno científico del arraigo, vale decir, en el movimiento de su capitalización. Economía capitalista del saber cuya expansión consiste en una siempre renovada pertenencia al ideal de lo universal, como al particular universal llamado etnocentrismo o logocentrismo occidental


La pérdida de la madre: la quema del árbol en Patricio Marchant.

"La contemplación de la naturaleza siempre tuvo un atractivo muy grande para su corazón: encontraba allí un suplemento a los apegos de que precisaba; pero hubiera dejado el suplemento por otra cosa, de haber podido elegir, y no se redujo a conversar con las plantas sino tras vanos esfuerzos por conversar con los seres humanos".

J.J. Rousseau, Diálogos

En la obra de Patricio Marchant Sobre Árboles y Madres, la Segunda Parte, Capítulo Primero: “Árboles”. Escena del árbol, particularmente de dos poemas de Gabriela Mistral: Árbol Muerto y Tres Árboles. Discusión con Roque Esteban Scarpa sobre la insistencia de Gabriela Mistral en el árbol. De dos textos en prosa de ésta última, de dos pasajes re-citados por Marchant (citados primero por Scarpa) como terreno de discusión con Esteban Scarpa, extraigo sólo dos fragmentos. Texto del año 1949 (El oficio lateral): “(...)un ancho olivar a cuyo costado estaba en mi casa, me suplía la falta de amistades...Una paganía congenital vivo desde siempre con los árboles, especie de trato viviente y fraterno: el habla forestal apenas balbuceada me basta por días y meses”. Texto de 1938 (“Cómo escribo” en A. Calderón, Antología de la Poesía Chilena): “Creo no haber hecho jamás un verso en un cuarto cerrado ni en un cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa(...). Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles.”

En relación con el primer pasaje, me intereso por cierto aspecto sustitutivo y restitutivo que reporta la presencia del árbol. Las amistades que faltan son suplidas por el olivo. Además, el “habla forestal” colma, por días y meses, toda la fraternidad que falta. Fraternidad entonces con el árbol. Sin embargo, me intereso también por el aspecto suplementario de esta falta. Entonces, cuando la falta de amistades es suplida por el árbol, dicha falta, como presencia de árbol, es falta de amistades (humanas, sociales, se entiende). Pero dicha falta parece superarse en la relación fraterna con el árbol donde una “paganía congenital” viene a indicar una relación, un trato, anterior a cualquier elección. Una “paganía” mienta además de una indirecta pero efectiva referencia al cristianismo, un vínculo látrico con respecto a lo natural que se bifurca gustosamente de dicha referencia. Que sea “congenital” designa algo que se trae con el nacimiento. Ahora bien, ¿qué sería tener amistad con el árbol? ¿Qué es ser amigo del árbol? ¿Qué es, por lo menos, ser amigo aquí? La paganía congenital indica, desde el punto de vista de lo que se puede entender por amistad, una cierta amistad desde siempre, una amistad que cada uno de nosotros puede traer consigo, desde el nacimiento. Amistad congénita entonces. Trato antes de todo contrato. “Trato viviente y fraterno”. Si la amistad se trae, nace con uno mismo, entonces, la relación con el árbol es relación humana y natural, trato primigenio entre el hombre y la naturaleza. Trato primigenio quiere decir, ni anterior a la naturaleza, ni anterior al hombre. Pero insisto, trato que cada uno puede (y si puede debe) traer consigo. En el venir del hombre, y no tanto desde su nacimiento como con su nacimiento, con-genitalmente, viene el trato con el árbol. Ahora bien, si esto es aquí lo sugerido, ¿a qué viene esto de la suplencia de una falta? ¿Por qué si el trato es congénito, si la amistad con el árbol es congénita, aparece la relación con el árbol como proviniendo bajo el signo de una falta de amistad, de una falta de trato con los otros? ¿Podría suceder que la amistad congénita con el árbol fuera la contrapartida de una falta de amistad, no digo exactamente enemistad, sino tal vez de soledad también congenital? ¿Falta de amistad congénita? ¿Falta de amor humano como árbol, como amor de árbol, incluso como árbol? ¿Podría el árbol designar la soledad? Cito: “el habla forestal apenas balbuceada me basta por días y meses”. He aquí que ella, por días y meses, se basta a sí misma. No necesita de los demás. La falta de amistades es aquí prácticamente necesaria. Dicha falta se abre paso aquí más como complacencia que como falta. “El habla forestal apenas balbuceada” es todo lo que le falta a las amistades, esto es, a los seres humanos que a ella, a Gabriela Mistral, le hacen falta. Los árboles hablan, pero apenas se le escucha, apenas balbucean. La soledad del árbol, la soledad que es el árbol, es también su silencio, su tranquilidad hurtada a todo afán de voz o de comunicación. Hay aquí, entonces, la sugerencia de un polemos, una cierta división entre amistad y amistad. Es preferible estar con los árboles que estar con las “amistades”, es preferible la falta de las “amistades”. El árbol está allí en lugar de una falta que ya no hace falta o que hace a la falta necesaria. La soledad o el silencio del árbol es la antítesis del habla humana. Es a esta soledad, es a esta presencia silenciosa, a la que es invitada ya no la charla sino la contemplación. Entonces, posibilidad para el poema: “Creo no haber hecho jamás un verso en un cuarto cerrado ni en un cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa... Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles”.

Pero esta cita repone nuevamente la cuestión de la “paganía congenital” antes mencionada. Marchant dice lo siguiente: “Pues si la “aganía congenital” con los árboles hubiese sido un momento de su vida, al que después no le bastará ¿por qué entonces la poetisa insiste en 1938 que su inspiración y su humor están en relación con la contemplación de los árboles?”. Marchant, aquí objeta la interpretación de Esteban Scarpa, insistiendo sobre la atención de Gabriela Mistral puesta en los árboles. Me interesa esta insistencia de Marchant por lo que dice enseguida, pero aprovecharé esta insistencia para reponer la falta. En efecto, si la contemplación de los árboles es ante todo lo que posibilita el poema, es porque, aunque no sea precisamente la visión de un árbol lo que en cada caso y efectivamente lo posibilite, es el árbol lo que se constituye como una especie de condición de posibilidad del poema. En tanto esto sea así, el poema del árbol es el único poema de Gabriela Mistral. Por lo mismo, también lo es la amistad del árbol o lo que es lo mismo, la falta de amistades, la soledad. Parafraseando a Marchant: El poeta no habla (palabras, versos, poemas) sino de árboles (lo que ha sido pasado por alto). Cito: “¿Por qué sino porque para poder leer árboles escritos es necesario, única condición, haber aprendido a leer esto: árboles? Hago notar que Marchant subraya esta última palabra: “árboles”. Volveré enseguida sobre esto.

Un poco más adelante, al discutir con Esteban Scarpa sobre los poemas magallánicos de Gabriela Mistral, observa que éste “intenta explicar la insistencia en el tema de los árboles muertos por una influencia geográfica, ocasional en definitiva”[15]. Este “ocasional en definitiva” connota aquí todo lo que Marchant premedita sobre la poesía de Gabriela Mistral. Añade enseguida: “Por cierto, ¿quién podría negarlo? la visión en Magallanes de los árboles muertos reafirmó en el inconsciente (negritas mías) de la poetisa su relación, su pasión, por los árboles”. La reafirmación inconsciente es aquí, en Sobre árboles y madres, la reafirmación de lo inconsciente y del inconsciente, vale decir, de aquello que no es ocasional. Articulación, entonces, del árbol mistraliano y de la teoría psicoanalítica del inconsciente. De un cierto psicoanálisis: el psicoanálisis húngaro (Hermann, Grodeck, Abraham-Torok). Que esta articulación se haya dado anticipadamente en la poesía de Gabriela Mistral sin ningún conocimiento por parte de ésta de los planteamientos de este psicoanálisis; que esta articulación sea el pensamiento del poema mistraliano; no será considerado aquí. Lo que sí consideraré brevemente, son algunos aspectos que en el texto de Marchant refieren a esta articulación. En particular: la quema de la madre; quema que es la madre; quema que aquí relacionaré con la pérdida como poema, como escritura del nombre de la madre.

Subrayo entonces: ­madre. Pero la madre es el subrayado, no lo subrayado. Debería entonces sólo subrayar: ______ ; o simplemente dejar, de antemano, un espacio en blanco. En todo caso, subrayar sería aquí escribir la madre perdida. Entonces: quema. También poema. Cito un pasaje de la “Primera Escena” del libro de Marchant: “Muerte de la madre por el fuego, poema primero del inconsciente, sobre el cual, siguiendo a Hermann, tanto insistiremos: muerte de la madre por el fuego que, como efecto-de-madre, calor, produce un efecto-de-madre, una nueva madre, por tanto”[16]. Muerte de la madre por el fuego, según Imre Hermann en su libro El instinto filial[17]. Muerte de la madre como quema del árbol. La madre árbol. Lo que quema es el fuego, el calor. Pero lo que quema queda como madre (efecto-de-madre). Lo que queda como quema es la madre. La madre, entonces, es lo que no queda. Ella, no consumada, sino consumida, queda sin quedar. Queda como “instinto de agarrarse a”. “La necesidad -dice Hermann- de ‘agarrarse a’ se ha, sin embargo, conservado (pese a la inhibición que ese instinto sufre en el hombre) y reclama el estado primitivo en que la madre y el hijo vivían inseparables en la unidad redoblada de su completitud mutua” (negritas de Hermann)[18]. Este instinto inhibido es el que le da juego a todos los demás instintos. Formulación del concepto de “Unidad Dual”, ser uno del hijo y de la madre, siendo dos. “Unidad Dual” que sería anterior al triángulo edípico.

Breve alusión a la ruptura de esta “Unidad Dual”, explicación de Hermann: separación zoológica (biológica), entre la madre y el hijo en los primates, después de que éstos han vivido sus primeros momentos de vida aferrados a la piel pilosa de sus madres. Separación que, más tarde es substituida por su aferrarse a los árboles y por todos sus modos de estar agarrado a algo. Trauma sin embargo por la quema del árbol y de la selva como sustituto arcaico de la madre. Quema del árbol-madre. Cuestión que para Hermann está estrechamente vinculada al origen del fuego: “Estimamos, en efecto, que al igual que la separación con la madre condujo al servicio dérmico (...), igualmente la separación con el árbol condujo a la costumbre de recoger, después de destruir, las ramas secas, lo que, a su vez, pudo dar lugar al rito, quizá exclusivamente cúltico, en su origen, de encender el fuego(...). Así, el recoger leños para la preparación del fuego repite el traumatismo de la separación: el árbol-madre, que se convirtió en infiel, es entregado a la destrucción. Esta aniquilación es a la vez atrayente y aterradora; produce a la vez, calor y afección, por una parte, peligro y muerte, por otra”[19]. El fuego sería la aniquilación de las madres. Quemar al árbol es, entonces, quemar la madre como quemar su separación. Repetición traumática, apaciguamiento y exaltación en el rito. No pudiendo ya estar cerca de la madre, tampoco se puede estar lejos de ella. Agrega Marchant: “Fascinación por el fuego, por árboles ardiendo, Hermann insiste una y otra vez, subrayándolo, como si el subrayar fuese -y lo es- un quemar lo escrito, o un escribir la madre: Como quiera que sea, el hombre perdió los árboles de la selva”[20]. Así, siempre habrán realizaciones simbólicas de la Unidad Dual perdida. “Toda persona, objeto, cosa, -o idea- a la cual el hombre ‘se agarra’, ‘se aferra’, constituye en la teoría de Hermann, una ‘madre’, un substituto de la madre perdida - la madre ‘real’ misma es ya un substituto”[21].

Ahora bien, Marchant, con esta referencia a Hermann, con esta referencia a la pérdida de los árboles, ¿acaso quiere consagrar biológica y zoológicamente, esto es “científicamente”, la pérdida definitiva de los árboles, como pérdida definitiva de la naturaleza, como separación originaria de ésta? De otro modo: ¿buscaría Marchant en estas referencias un apoyo “científico” para la consagración de la pérdida del árbol como pérdida de la madre, a través de la quema ritual, esto incluso la fascinación por la quema, quema que es el sacrificio de la selva o del bosque? Nada de eso. Precisamente en la medida en que la lectura de Hermann, la indicación de la pérdida originaria de la madre en Hermann, está mediada por la lectura de Abraham. Mediada, sí, pero sin abandonar el indicio de un abandono original, esto es un trauma, y la insistencia o persistencia del instinto de “agarrarse a” como la madre. Desde este punto de vista, aunque entrevisto desde Abraham, la propia teoría de Hermann, aquí entonces el poema de Hermann, es un modo de “agarrarse a”, o lo que es lo mismo, es el su madre. O mejor dicho, en la estela de una frase, interpretada por Marchant: “el nombre de su madre”. Me dirijo hacia esa frase. Pero no sin antes insistir en un punto.

Este punto: “Fascinación por el fuego, por árboles ardiendo, Hermann insiste una y otra vez, subrayándolo, como si el subrayar fuese -y lo es- un quemar lo escrito, o un escribir la madre (...)”[22]. Me interesa este “-y lo es-” de Marchant, subrayado aquí por mí, como si hubiese sido carbonizado. Y me interesan dos aspectos: que el subrayar sea un quemar lo escrito y que los guiones aquí, “y lo es” entre guiones, sea a la vez que la reafirmación categórica, quemante, si es que se puede decir, de que subrayar es quemar (no es como quemar), también sea la ocupación gráfica y áfona de un espacio que interviene su secuencia. En relación con el primer aspecto, lo que podría esperarse como la presencia tranquilizadora o demarcatoria de una comparación a través de un “como”, no se deja cumplir. Se impone más bien un copulativo que parece querer delimitar, borrando y quemando, la posibilidad de toda tropología. Esto se reitera en la página 113, nota 2: “(...) si el subrayar es un quemar o, lo que es lo mismo, un escribir la madre, se habría notado en qué medida y cómo Hermann subraya, y cómo y en qué medida nosotros subrayamos.” Lo que quiere decir, entonces, que allí donde haya subrayado hay quema de lo escrito, donde haya quema-subrayado de lo escrito hay un escribir la madre. Que la quema-subrayado sea un escribir la madre que no está, que de antemano no está, nos aproximará a un pensamiento de la pérdida en la que la copula con el ser, la cópula que es el ser, es, de antemano, pérdida. La pérdida es de antemano. Ella, de antemano, es de antemano. El segundo aspecto: la perentoriedad de esta quema, lo categórico de su presencia. La quema es el tiempo de la pérdida y la pérdida del tiempo. Ella no es el tiempo de la consumación sino del consumo y de la aniquilación. No hay tiempo en la quema. Pero la quema es aquí también, el anuncio de la pérdida en el ser, del ser como pérdida, entre dos silencios, entre guiones. Anuncio áfono del ser; quema así, del sentido del ser, también del pensamiento del ser.

Finalmente “la frase de Hermann”, frase que Marchant traduce de la versión francesa del Instinto filial (en la que no se advierte ninguna interrupción, ningún intervalo o espaciamiento). Traducción, entonces, de Marchant: “Nada se saca con obtener la victoria, el objeto de la lucha está perdido”(página 112: el subrayado es de Hermann). Interrupción sin interrupción de la frase de Hermann. Sutil juego de la sintaxis de la interrupción. Intervalo que al pasar por cierto error o defecto tipográfico acusa la presencia de un cadáver, vale decir, de una palabra que falta. Y lo que falta aquí es también lo que está perdido de antemano tras la obtención de toda victoria. La pérdida aquí mentada indica la pérdida como pérdida de antemano. Luego, de antemano es la pérdida. Sabemos así, de antemano, que hay pérdida de antemano. Llegamos tarde a la pérdida como saber, como saber de antemano de la pérdida. Hay saber de la pérdida, pero no hay saber de antemano. Un pensamiento de la pérdida, un cuasi-saber, sabe y no sabe, sabe en tanto que no sabe, que de antemano existe la pérdida. Frase de Marchant (Hermann), algunas páginas más adelante (página 117): “Nada se saca con obtener la victoria, el objeto de la lucha está de antemano perdido”.

“(...) El objeto de la lucha está de antemano perdido”. Si de antemano es la pérdida, y la pérdida como de antemano no puede ser, no es ser, entonces, habría que pensar de un cierto modo la pérdida, tal que de antemano esté escrita como pérdida. De antemano es y no es la pérdida; escrito de la pérdida, escrito como pérdida, quema.

Poética de la pérdida como quema de la madre. Substitución originaria de la madre, de su nombre. Poética del inconsciente, según Marchant, en el despliegue del “instinto de agarrarse a”. El espacio vacío, el intervalo, el espaciamiento, la quema que hay, está en el inicio y antes del inicio: de antemano. La pérdida esta en el lugar del inicio. La madre es la quema que ya no es ella. La quema es el nombre de la madre en el lugar del nombre de la madre; hay el nombre de la madre que ya no hay. El nombre es la (ad)herencia abrazadora de la quema; la adherencia y la desaparición de todo nombre o la aparición de otro nombre en el lugar del nombre que no hay, un prestado nombre. El nombre de la madre, escrito de antemano, quemado, consagra la pérdida definitiva de la madre y de su nombre como nombre propio. Decir la madre, es nombrar su prestado nombre. La madre es lo que quemando su nombre aparece como nombre que no es su nombre. La quema como nombre, como escritura del nombre de la madre, es la quema del lugar, en lugar del lugar, el préstamo.

En lugar del lugar, designaría no sólo pérdida, sino específicamente, pérdida de pertenencia. De una pertenencia originaria. ¿Que sería no tener lugar originario? ¿Alienación? Pero ¿se puede estar enteramente alienado? ¿No presupone acaso la alienación todavía, intrínseca y esencialmente, una cierta relación con dicho lugar? ¿No está dicho lugar armando la escena de la alienación? ¿No es sobre el suelo del lugar originario que se levanta la patología de la alienación? Un pensamiento de la pertenencia al lugar originario es el único capaz de darle un lugar a la alienación. De esta manera, un pensamiento así necesita de la alienación para hablar de dicho lugar. En cambio, un pensamiento del lugar sin lugar, del lugar en lugar del lugar, de la pérdida del lugar en el lugar, es un pensamiento para el que la cuestión del lugar es cuestión de absoluta responsabilidad y de absoluta decisión. Sólo en el desmontaje de un pensamiento del lugar originario, adviene la responsabilidad por la decisión por el lugar, pues un pensamiento como aquél presupone que el lugar originario existe más allá de toda decisión. Desde entonces, la palabra pertenecer, en vez de indicar un lugar “desde donde”, indica un lugar que viene, un lugar cuya responsabilidad no nos está asegurada o exigida de antemano, sino decidida como lugar. Desde entonces, lo que Gabriela Mistral mienta como “paganía congenital” está siempre, constitutivamente, en falta con la amistad. Constitutivamente en falta quiere decir, que la amistad del árbol es la enemistad con el amigo. Ella pertenece a la falta del amigo; ella pertenece a la falta como amigo; ella está en falta con respecto a lo que pertenece.



* Ponencia presentada en el Encuentro de Naturaleza y Filosofía - 1999, sábado 15 de mayo de 1999, en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Texto parcialmente modificado para los propósitos de la presente publicación.

** Iván Trujillo Correa es profesor de filosofía en la Universidad ARCIS y en la Universidad Alberto Hurtado
1 Orrego, Juan Pablo (1998), “Del bosque a la ciudad: ¿Progreso?”, en La tragedia del bosque chileno, Ocho libros Editores, Santiago.

[1] Marchant, Patricio (1984), Sobre árboles y madres, Sociedad Editora Lead, Santiago.

[2] Ver de Iván Trujillo (2000), Poética de la quema en el diario electrónico “El Mostrador”, septiembre 2000.
[3] Orrego, J.P (1998: 19).

[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] Ibid.

[7] Ibid., p.20.
[8] Ibid., p.28.

[9] Ibid.

[10] Ibid.
[11] Ibid.

[12] Ibid.

[13] Ibid., p.30.

[14] Ibid.
[15] Marchant, P., Sobre árboles y madres, p.153.
[16] Ibid.

[17] Marchant utiliza la traducción francesa de 1972. El original en húngaro data del año 1943 bajo el título: Los instintos arcaicos del hombre.

[18] Ibid., p.27.
[19] Citado por Marchant en op. cit., p.29.

[20] Ibid.

[21] Ibid., p.27.

[22] Citado por Marchant en op. cit., p.29.

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