jueves, 7 de agosto de 2008

Philippe Lacoue-Labarthe & Jean-Luc Nancy, El mito nazi

Philippe Lacoue-Labarthe & Jean-Luc Nancy

El mito nazi*

PREFACIO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA*

En sus notas de Pasages[1], Benjamin recopiaba esta frase de Jung (de un libro aparecido en 1932): «El gesto simbólico de la entronización de la diosa Razón en Nuestra Señora de París parece haber tenido, para el mundo occidental, una significación análoga a la del abatimiento del roble de Wotan por parte de los misioneros cristianos, pues ni entonces ni ahora hubo un rayo vengador que viniese a fulminar a los blasfemos». Benjamin comenta: «¡La hora de la "venganza", para esos dos gestos históricos fundadores, parece sonar al mismo tiempo! El nacional-socialismo se encarga del primero y Jung del segundo».
La "diosa Razón" era la tentativa de un mito de lo no-mítico o de un culto sin divinidad: tentativa imposible, pero que no por ello dejaba de definir, en su imposibilidad misma, una exigencia absoluta de la razón moderna, la de saberse en la imposibilidad de recurrir a un más allá mítico. El nazismo, precedido y luego acompañado en ello por el conjunto de los fascismos, partió en efecto del deseo de "venganza" respecto de este atentado a la grandeza sagrada, y de una venganza que debía restaurar la posibilidad del mito, y de una salvación encontrada en él. Lo que se percibe como la pérdida de una vida inmersa en la certidumbre inflamada de los mitos engendra una amargura y un resentimiento, en la experiencia de una incapacidad de afrontar la modernidad, o por el contrario una exaltación en la voluntad de hacer de esta modernidad una nueva potencia mítica. Se quiere entonces el "retorno" a una identidad ya dada de antemano en su substancia y en su figura: pueblo, jefe, patria, raza, suelo y sangre, naturaleza, comunidad.
Este libro trata de analizar la procedencia, la estructura y la significación del elemento mítico en el nazismo. No es solamente un trabajo de explicación histórica y filosófica: es una puesta en guardia contra todo aquello que, setenta años más tarde, puede nutrir de nuevo —y nutrir en efecto, como es sabido, de un extremo al otro del mundo— las terribles amenazas del mismo espíritu de venganza erguido contra la razón. Una determinada racionalidad es percibida como destructora de las identidades, y no siempre va errada esta percepción. Sin embargo es con más razón, y no con menos, o mejor aún con una razón más exigente como se puede encontrar la vía de una identidad cuyo deseo no sea, al mismo tiempo, el de la exterminación de los otros.

Philippe Lacouhe-Labarthe & Jean-Luc Nancy

PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN EN FRANCÉS

La primera versión de este texto data de hace once años. Una segunda versión ha sido redactada hace tres, para una publicación en los Estados Unidos[2]. El texto ha sido ligeramente revisado y modificado para la presente publicación en Éditions de l’Aube.
En 1991, más todavía que en 1980, un estudio titulado “el mito nazi” podría parecer presentar antes que nada el interés de un estudio histórico. Desde luego no es eso lo que tenemos en mente. Por lo demás, ya hemos subrayado desde la primera ocasión de este texto que no hacíamos un trabajo de historiadores, sino de filósofos. Esto significa, entre otras cosas, que las preocupaciones (enjeux) de este trabajo se ubican en el presente, no en el pasado (pero no es sino por un afán de claridad que simplificamos así la vocación de la historia...). ¿Cómo lo que está en juego lo está en nuestro presente? Es lo que trataremos de exponer brevemente a continuación.
De manera general, nuestro presente dista mucho de haber saldado cuentas con su pasado próximo nazi y fascista, lo mismo que con su todavía más próximo pasado staliniano o maoísta (y quizás, si se ve el asunto más de cerca, se encontrará incluso que nos queda más por aclarar en relación al primero que en relación al segundo; por lo menos, éste no se ha producido en “nuestra” Europa Occidental).
Que nos queden así, todavía, ciertas cuentas por rendir, y por rendirnos, que estemos aún en deuda o en obligación para con la memoria, la conciencia y el análisis, he ahí algo en lo que conviene una mayoría de nuestros contemporáneos. Sin embargo, las razones y los fines des tales deberes no son siempre ni muy claros ni muy satisfactorios. Se apela a la vigilancia ante los retornos posibles —ese es el motivo del «plus jamais ça!» («¡nunca más tal cosa!»). Y de hecho, la actividad o la agitación de las extremas derechas desde hace algunos años, el fenómeno del “revisionismo” a propósito de la Shoah, la facilidad con la que surgen grupos neo-nazis en la ex-Alemania del Este, los “fundamentalismos”, nacionalismos y puritanismos de toda especie, de Tokio a Washington y de Teherán a Moscú —todo eso viene bien para exigir tal vigilancia.
No obstante, la prudencia querría que esta vigilancia se completara con otra, que sería vigilancia de lo que no es del orden del “retorno”, o que no se deja tan fácilmente pensar como “reacción”. Los retornos o las repeticiones simples son muy raros, si no inexistentes en la historia. Y si el porte o la inscripción de una cruz gamada son infames, no son necesariamente (seamos precisos: pueden serlo, pero no lo son necesariamente) los signos de un verdadero, vivaz y peligroso resurgimiento nazi. Pueden ser la expresión simplemente de la debilidad, o la impotencia.
Pero hay otra clase de repeticiones, que por lo demás pueden ser ignoradas como tales, cuya evidencia está mucho más disimulada, cuyo proceso mismo es mucho más complejo y discreto —y cuyos peligros no son menos reales.
Ese podría muy bien ser el caso de los ya numerosos discursos contemporáneos que apelan al mito, a la necesidad de un nuevo mito o de una nueva conciencia mítica, o incluso a la reactivación de mitos antiguos. Tales discursos no siempre emplean el término “mito”, y ni siquiera desarrollan siempre una argumentación explícita y precisa en favor de la función mítica[3]. Pero existe en el ambiente (“dans l’air du temps”) una demanda o una espera sorda de algo así como una representación, una figuración, y hasta una encarnación del ser o del destino de la comunidad (ese nombre, él solo, parece ya despertar ese deseo). Ahora bien, precisamente de esta identificación simbólica (o “imaginaria”, según el léxico que se escoja: en todo caso, por imágenes, símbolos, relatos, figuras, y también por las presencias que los portan o los exhiben) es de lo que el fascismo en general se ha sobreabundantemente nutrido[4]: el nazismo representa a este respecto, como pensamos haberlo mostrado, la puesta al día de los caracteres fundamentales de esta función identificatoria.
Queremos evitar la simplificación tanto cuanto sea posible. No se trata de oponer —como sin duda lo ha hecho en exceso, bajo el impulso, en sí mismo irreprochable, del anti-totalitarismo, un cierto estilo de pensamiento democrático— la figuración mítica propia a los regímenes fascistas de un lado, y del otro la impresentabilidad como rasgo esencial de la democracia. (Como tampoco es justo, sin duda, vituperar la “civilización de la imagen” para oponerla a la cultura del discurso). Pensamos por el contrario que la democracia plantea, o debe plantear desde ahora la cuestión de su “figura” —lo que no quiere decir que esta cuestión se confunda con la de un recurso al mito[5]. Pensamos en efecto que no basta con afirmar como virtudes últimas de la República (que por el momento no distinguiremos de la democracia) la renuncia a toda identificación, una exposición permanente al cuestionamiento, y para terminar, como ocurre frecuentemente hoy en día, una suerte de fragilidad íntima, a la vez confesada y reivindicada, de la que no dejan de sacar partido los adversarios de la democracia, y muy pronto de toda la herencia de 1789 y de la Ilustración.
Y eso basta tanto menos cuando la más importante de las “democracias” del mundo se propone como el garante (identificado en un jefe de estado, una bandera, un ejército, y un conjunto de imágenes) de un “nuevo orden mundial”, a pesar de que no dejen de apresurarse, contra este “orden” o a su abrigo (o los dos a la vez), toda suerte de reivindicaciones o de pretensiones identitarias y figurativas: jefes, nacionalidades, pueblos, comunidades.
Que esas reivindicaciones provengan, a fin de cuentas, de una legitimidad o de una leyenda, ese no es quizás ni siquiera el punto esencial. Porque una leyenda puede engendrar una legitimidad, y una legitimidad puede ser legendaria: ¿quién puede decir en qué consiste “en el fondo” el derecho fundador de un “pueblo”? Pero la cuestión está en saber en qué consiste la operación de identificación, y si es precisamente a la elaboración de un mito a lo que ella debe hoy, de nuevo, dedicarse —o si al contrario la función mítica, con sus efectos nacionales, populares, éticos y estéticos, no es aquello contra lo que la política se tiene que reinventar desde ahora (incluso por lo que ella exige quizás en el orden de lo “figural”).
El nazismo puede sin duda todavía mostrarnos cómo el mundo moderno no ha llegado a identificarse en la “democracia” —o bien, a identificar dicha democracia; lo que vale también, aunque de otra manera, a propósito de la mentada “técnica”. Desde hace ya más de un siglo, este mundo sufrió la una y la otra como las necesidades de una historia que ya no es su obra (una historia que ya no es el mito del Progreso de la Humanidad o de la Fundación de la Sociedad Razonable), que no es entonces ya una historia, es decir que ya no produce ni evento ni advenimiento*: que ya no produce inauguración, apertura, nacimiento o renacimiento.
Ahora bien, el mito siempre ha sido el mito de un evento y de un advenimiento, el mito del Evento absoluto, fundador. Las sociedades que han vivido del mito y en el mito han vivido en la dimensión de una eventualidad constitutiva (deberíamos decir “estructural”, si eso no fuera paradójico). Ahí donde el mito es buscado, es el evento lo que se desea. Pero lo que el nazismo, quizás, nos enseña, es que el evento no se fabrica. Las sociedades estructuradas por un mito no habían jamás fabricado, calculado ni construido su fundación: lo inmemorial era una propiedad intrínseca de los mitos. Lo inmemorial no se fabrica: también es futuro, también es la verdad actualizable del mito.
Lo que nos falta (porque algo nos falta, nos falta lo político*, no lo negamos), no es entonces ni la materia, ni las formas para fabricar un mito. Para eso, siempre hay suficientes baratijas, suficiente kitsh ideológico disponible, tan pobre como peligroso. Pero nos falta discernir el evento —los eventos en los que se inaugura en verdad nuestro porvenir. Estos no se producen desde luego en un retorno de los mitos. Ya no vivimos ni en la dimensión ni en la lógica del origen. Existimos en lo tardío, en el después histórico. Lo que no impide que la extremidad de lo tardío sea también la punta de lo nuevo. Es incluso exactamente eso lo que nos corresponde pensar.
Ph. L.-L. y J.-L. N. Julio de 1991.

EL MITO NAZI

Situación

1) El texto que sigue fue, en su origen, una ponencia relativamente breve, pronunciada el 7 de mayo de 1980 en un coloquio organizado por el Comité de información sobre el holocausto, en Schiltigheim, sobre “Los mecanismos del fascismo”. En el marco fijado por ese tema, no nos propusimos presentar otra cosa que el esquema de análisis que requieren ser más ampliamente desarrollados[6]. Si, en esta nueva presentación, hemos modificado un poco nuestro texto, no ha dejado por ello de ser esquemático.
2) No somos historiadores —y menos aun historiadores especializados en el estudio del nazismo. Que no se espere de nosotros, en consecuencia, una descripción factual de los mitos o de los elementos míticos del nazismo; ni una descripción de la exhumación y de la utilización, por parte del nazismo, de todo un material mitológico antiguo, considerado en particular como específicamente germano.
Que se lo espere tanto menos cuanto, hecha la parte de la ignorancia (hemos leído poco de la abundante y monótona literatura de la época), nosotros consideramos ese fenómeno relativamente superficial y secundario: como todo nacionalismo, el nazismo ha tomado de la tradición que se apropiaba, la tradición alemana, un cierto número de elementos simbólicos, entre los cuales los elementos propiamente mitológicos no son los únicos, ni, es probable, los más importantes. Como todo nacionalismo, dicho de otro modo, el nazismo ha exaltado de un modo nostálgico la tradición histórico-cultural alemana o más ampliamente germánica (todo aquello susceptible de ser integrado en un germanismo). Pero en esta exaltación —que reanima tanto el folklore como el Volkslied, la imaginería campesina del post-romanticismo y las ciudades de la Hanse, las “ligas” (Bünde) estudiantiles anti-napoleónicas, las corporaciones medievales, las Órdenes caballerescas, el Santo Imperio, etc.—, una mitología (digamos, la de Erda, de Odín y de Wotan) desde hace mucho tiempo fuera de uso, a pesar de Wagner y algunos otros, no podía contar demasiado sino para algunos intelectuales y artistas, si acaso para ciertos profesores o educadores. En pocas palabras, tal género de exaltación no tiene nada de específico (no más que la exaltación de Juana de Arco por el Estado Francés de Petain). Lo que debe interesarnos aquí, empero, es la especificidad del nazismo. Y ella debe ocuparnos de tal suerte que el cuestionamiento de una mitología, de sus sospechosos prestigios y de sus “brumas”, no sirva, como sucede a veces, de expediente fácil, y en el fondo de procedimiento dilatorio (y un poco racista, o al menos, llanamente, anti-alemán) para hurtarse al análisis.
Es por ello que no hablaremos aquí de los mitos, en plural, del nazismo. Sino únicamente del mito del nazismo, o del mito nacional-socialista como tal. Es decir de la manera en la que el nacional-socialismo, usando o no los mitos, se constituye en la dimensión, en la función y en la seguridad propiamente míticas.
Es por ello también que nos guardaremos bien de desvalorizar los mitos del nazismo, en el sentido en el que un análisis crítico extremadamente fino (el de Roland Barthes) ha podido, utilizando conjuntamente los instrumentos de la sociología, del marxismo (brechtiano) y de la semiología, desmontar los mitologuemas que estructuraban, no hace mucho, el inconsciente socio-cultural de la pequeña-burguesía francesa. Frente a un fenómeno de una amplitud y de una masividad tales como las del nazismo, un análisis de este género no tendría estrictamente ningún interés —y ni siquiera, podemos apostarlo, alguna pertinencia[7].
3) Lo que nos interesa y nos retendrá en el nazismo, es esencialmente la ideología, en el sentido en el que Hannah Arendt ha definido este término en su ensayo sobre The origins of totalitarism. Es decir, la ideología como la lógica, cumpliéndose totalmente (y proviniendo de una voluntad de cumplimiento total), de una idea, que «permite explicar el movimiento de la historia como un proceso único y coherente»*. «El movimiento de la historia y el proceso lógico de esta noción, dice todavía Hannah Arendt, se supone deben corresponderse punto por punto, de tal suerte que todo lo que sucede, sucede en conformidad con la lógica de una idea.»
Lo que nos interesa y nos retendrá, en otros términos, es la ideología en tanto que, por un lado, se propone todavía como una explicación política del mundo, es decir como una explicación de la historia (o, si se quiere, de la Weltgeschichte, entendida menos como “historia mundial” que como “mundo-historia”, mundo que no está hecho sino de un proceso, y de su necesidad auto-legitimante) a partir de un concepto único: el concepto de raza, por ejemplo, o el concepto de clase, incluso el de “humanidad total”; y en tanto que, por otro lado, esta explicación o esta concepción del mundo (Weltanschauung: visión, intuición, aprehensión comprehensiva del mundo —término filosófico del que el nacional-socialismo, lo veremos más adelante, ha hecho gran uso) se quiere una explicación o una concepción total. Esta totalidad significa, por lo menos, que la explicación es indiscutible, sin defecto y sin tacha, contrariamente a los pensamientos de la filosofía de donde ella toma empero sin rubor la mayor parte de sus fuentes, pero que se caracterizan por el estilo arriesgado, y problemático, por la “inseguridad”, como dice Hannah Arendt, de su cuestionamiento. (De lo que resulta, por lo demás, que la filosofía es también rechazada por los ideólogos que la solicitan, y reenviada a la incertidumbre y a las vacilaciones timoratas de la “intelectualidad”: la historia de los filósofos y/o ideólogos del y en el nazismo es suficientemente clara a este respecto[8].)
Habría que mostrar rigurosamente, aquí, qué relaciones mantiene la ideología, así concebida como Weltanschaung total, con eso que Hannah Arendt llama la “dominación total”, es decir ante todo con lo que Carl Schmidt, autorizándose a la vez en el discurso propiamente fascista (el de Mussolini y de Gentile) y en el concepto jüngeriano de “movilización total” (encargado de dar una primera definición de la técnica como potencia total y mundial), llamaba el Estado total.
Habría que mostrar rigurosamente además cómo el Estado total debe ser concebido como Estado-Sujeto (ese sujeto, se trate de la nación o de la humanidad, de la clase, de la raza o del partido, siendo o queriendo ser sujeto absoluto), de tal suerte que es, en última instancia, en la filosofía moderna o en la metafísica realizada del Sujeto donde la ideología encuentra a pesar de todo su caución verdadera: es decir, en este pensamiento del ser (y / o del devenir, de la historia) en tanto que subjetividad presente a sí misma, soporte, fuente y fin de la representación, de la certidumbre y de la voluntad. (Pero habría que recordar también con precisión cómo la filosofía que deviene ideología inaugura también, y al mismo tiempo, este fin de la filosofía del que Heidegger, Benjamin, Wittgenstein y Bataille han dado testimonio múltiple pero simultáneo.)
Habría que mostrar rigurosamente, en fin, que la lógica de la idea o del sujeto, que así se realiza, es para empezar, como se puede ver gracias a Hegel, la lógica del Terror (que sin embargo, en sí misma, no es propiamente fascista, ni totalitaria)[9], y es a continuación, en su último desarrollo, el fascismo. La ideología del sujeto (lo que, quizás, no sea sino un pleonasmo), eso es el fascismo, valiendo la definición, por supuesto, para el día de hoy. Evocaremos todavía este punto: pero va de suyo que la demostración que requiere excede los límites de esta exposición.
Si queremos, sin embargo, insistir un poco sobre este motivo, es en realidad para marcar nuestra desconfianza y nuestro escepticismo, tratándose del nazismo, respecto de la acusación apresurada, brutal y las más de las veces ciega, de irracionalismo. Hay por el contrario una lógica del fascismo. Esto quiere decir también que una cierta lógica es fascista, y que esta lógica no es simplemente ajena a la lógica general de la racionalidad en la metafísica del Sujeto. No decimos eso solamente para subrayar hasta qué punto una cierta oposición asumida, a veces en la ideología nazi, a veces a propósito de ella, ente el mythos y el logos, oposición en apariencia elemental, es en efecto muy compleja (habría que releer a este respecto, entre otros, varios textos de Heidegger)[10]; no lo decimos solamente tampoco para recordar que, como todo totalitarismo, el nazismo apelaba a una ciencia, es decir, mediante la totalización y la politización del Todo, a la ciencia; lo decimos ante todo porque, si ciertamente no debemos olvidar que uno de los componentes esenciales del fascismo es la emoción, de masa, colectiva (y esta emoción no es solamente la emoción política: es, hasta cierto punto al menos, en la emoción política la emoción revolucionaria misma), tampoco debemos olvidar que la susodicha emoción se conjuga siempre con conceptos (y esos conceptos pueden ser, en el caso del nazismo, “conceptos reaccionarios”, no dejando por ello de ser conceptos).
Sencillamente acabamos de recordar una definición de Reich, de la Psicología de masas del fascismo: «Conceptos reaccionarios que se agregan a una emoción revolucionaria dan por resultado la mentalidad fascista.» Lo que no significa, ni en la letra de ese texto, ni para nosotros, que toda emoción revolucionaria esté inmediatamente condenada al fascismo, ni que los conceptos reputados “progresistas” estén siempre, de suyo, al abrigo de un contagio fascisante. Se trata sin duda, cada vez, de una manera de “hacer mito”, o de no hacerlo.
4) Al interior del fenómeno general de las ideologías totalitarias, nos atenemos aquí a la diferencia específica, o a la naturaleza propia del nacional-socialismo.
En el ámbito en el que estamos situados, esta especificidad puede ser enfocada, de manera por lo demás totalmente clásica, a partir de dos enunciados:
1.- el nazismo es un fenómeno específicamente alemán;
2.- la ideología del nazismo es la ideología racista.
De la conjunción de esos dos enunciados, no se debe evidentemente concluir que el racismo sea el patrimonio exclusivo de los alemanes. Se sabe suficientemente el lugar que tuvieron, en los orígenes de la ideología racista, autores franceses e ingleses. Una vez más, que no se espere de nosotros una puesta en cuestión simplificadora y cómoda de Alemania, del alma alemana, de la esencia del pueblo alemán, de la germanidad, etc. Al contrario.
Hubo incontestablemente, y hay quizás todavía un problema alemán. Frente a ese problema, la ideología nazi ha sido un tipo de respuesta del todo determinada, políticamente determinada. Y no hay ninguna duda que la tradición alemana, y en particular la tradición del pensamiento alemán, no es absolutamente extranjera a esta misma ideología. Pero eso no quiere decir que ella sea responsable, y, por ello, condenable en bloque. Entre una tradición de pensamiento y la ideología que viene, siempre abusivamente, a inscribirse en ella, hay un abismo. El nazismo no está más en Kant, en Fichte, en Hölderlin o en Nietzsche (todos ellos pensadores solicitados por el nazismo) —y ni siquiera, en última instancia, en el músico Wagner— de lo que el Goulag está en Hegel o en Marx. O el Terror, sencillamente, en Rousseau. De la misma manera, haya sido la que fuere su mediocridad (a la medida de la cual es necesario sin embargo pesar toda su ignominia), el petainismo no es una razón suficiente para invalidar, por ejemplo, Barrès o Claudel. Sólo es condenable el pensamiento que se pone deliberadamente (o confusamente, emocionalmente) al servicio de una ideología, y que se abriga detrás de ella, o busca aprovecharse de su poder: Heidegger durante los diez primeros meses del nazismo, Céline bajo la Ocupación, y un buen número de otros, en esa época o después (y en otras partes).
Así, nos vemos conducidos a agregar todavía esta precisión: en la medida en que aquí nos incumbe despejar los rasgos específicos de una figura que la historia nos ha entregado como “alemana”, en la misma medida empero nuestra intención se aleja de querer presentar esta historia como el efecto de un determinismo, sea éste concebido bajo el modelo de un destino o el de una causalidad mecánica. Tal visión de las cosas pertenece más bien, y precisamente, al “mito” tal y como queremos analizarlo. No proponemos aquí una interpretación de la historia como tal. Nuestro tiempo está sin duda todavía desprovisto de medios para avanzar, en este dominio, interpretaciones que ya no estén contaminadas por el pensamiento mítico, o mitificante. Es más allá de éste que la historia, como tal, espera ser de nuevo pensada.
La tarea aquí es entonces la de comprender, para empezar, cómo ha podido formarse la ideología nazi (lo que intentaremos describir como el mito nazi) y, más precisamente, por qué la figura alemana del totalitarismo es el racismo.
Existe para esta pregunta una primera respuesta, fundada en la noción de eficacia política (es decir también técnica), de la que Hannah Arendt propone en suma la formulación media, por ejemplo en frases como estas:
«Las Weltanschauungen y las ideologías del siglo XIX no son en ellas mismas totalitarias, y aunque el racismo y el comunismo se hayan vuelto las ideologías decisivas del siglo XX éstas no eran, en el principio, más “totalitarias” que las otras; esto advino porque los principios sobre los cuales reposaban originalmente su experiencia —la lucha de razas por la dominación del mundo, la lucha de clases por la toma del poder político en los diferentes países— se revelaron más importantes políticamente hablando que los de las otras ideologías.»[11]
Pero esta primera respuesta no explica por qué el racismo es la ideología del totalitarismo alemán —mientras que la lucha de clases (o al menos una de sus versiones) es, o ha sido, la del totalitarismo soviético.
De donde la necesidad en que estamos de proponer una segunda respuesta, esta vez específica al nacional-socialismo, y en la cual trataremos de hacer intervenir, lo más rigurosamente posible, el concepto de mito. Esta respuesta, en su estructura elemental, puede articularse en dos proposiciones:
1. dado que el problema alemán es fundamentalmente un problema de identidad, la figura alemana del totalitarismo es el racismo;
2. dado que el mito puede definirse como un aparato de identificación, la ideología racista se ha confundido con la construcción de un mito (nos referimos al mito del Ario, en tanto que éste ha sido deliberadamente, voluntariamente y técnicamente elaborado como tal).
Eso es, dicho escuetamente, lo que quisiéramos hacer el intento de demostrar.

La identificación mítica

Es sin duda necesario adelantar de entrada lo siguiente: desde finales del siglo XVIII, es en la tradición alemana, y en ninguna otra parte, que se ha elaborado la reflexión más rigurosa sobre la relación que tiene el mito con el problema de la identificación.
Ello se debe para empezar al hecho de que los alemanes —veremos por qué— leen particularmente bien el griego, y este problema, o esta interrogación sobre el mito, es un muy viejo problema heredado de la filosofía griega. Y sobre todo, de Platón.
Se sabe que Platón ha construido lo político (y, con el mismo gesto, delimitado lo filosófico como tal) excluyendo de la pedagogía del ciudadano, y más generalmente del espacio simbólico de la ciudad, los mitos, y las formas mayores del arte que les estaban vinculadas. Es de Platón que data la oposición zanjada, crítica, entre los dos usos de la palabra o dos formas (o modos) del discurso: el mythos y el logos.
La decisión Platónica respecto de los mitos se apoya en un análisis teológico-moral de la mitología: los mitos son ficciones, y estas ficciones cuentan, sobre lo divino, mentiras sacrílegas. Es necesario en consecuencia corregir los mitos, expurgarlos, desterrar de ellos todas esas historias de parricidios y de matricidios, de asesinatos de todo género, de violaciones, incestos, odio y engaño. Y se sabe incluso que Platón pone en tal rectificación, en esta tarea ortopédica —que no es entonces una pura y simple exclusión—, un cierto ensañamiento.
¿Por qué? Por la razón esencial de que los mitos, por el rol que juegan en la educación tradicional, por su carácter de referente general en la práctica habitual de los griegos, inducen malas actitudes o malos comportamientos éticos o políticos. Los mitos son socialmente nefastos.
Con esto llegamos a nuestro asunto. Porque esta condenación del rol de los mitos supone que se les reconozca de hecho una función específica de ejemplaridad. El mito es una ficción en el sentido fuerte, en el sentido activo de formación (façonnement), o, como lo dice Platón, de la “plástica”: es entonces un ficcionamiento, cuyo rol es proponer, si no imponer, modelos o tipos (es todavía el vocabulario de Platón, y pronto veremos dónde y cómo reaparecerá), tipos a la imitación de los cuales un individuo —o una ciudad, o un pueblo entero— puede comprenderse a sí mismo e identificarse.
Dicho de otra manera, el problema que plantea el mito es el del mimetismo, en tanto que el mimetismo solo está en condiciones de asegurar una identidad. (Lo hace, es verdad, de un modo paradójico: pero no es posible entrar aquí en los detalles.)[12] La ortopedia platónica viene entonces a corregir el mimetismo en provecho de una conducta racional, es decir “lógica” (conforme al logos). Se entiende por qué, con el mismo movimiento, Platón debe también purificar el arte, es decir desterrar y expulsar ritualmente de la ciudad el arte en tanto que éste implica, en su modo de producción o de enunciación, la mimesis: lo que vale esencialmente, pero no exclusivamente, para el teatro y la tragedia. En eso se indica además que el problema del mito es siempre indisociable del problema del arte, menos porque el mito sea una creación o una obra de arte colectiva, que porque el mito, como la obra de arte que lo explota, es un instrumento de identificación. Es incluso el instrumento mimético por excelencia.
A este análisis, la tradición alemana (en la filología clásica, la estética, la etnología histórica, etc.) le reservará una acogida particular, agregándole, como veremos, un elemento decisivo. De ahí que no deba sorprendernos, por ejemplo, el ver a alguien como Thomas Mann, en su elogio de Freud que firmó su condenación por los nazis (y en consecuencia, un cierto tiempo después, su ruptura con la ideología de la “revolución conservadora”), incorporarse a esta tradición analizando la “vida en el mito” como una “vida en citación”[13]. Así, el suicidio de Cleopatra cita —es decir imita— tal episodio del mito de Ishtar-Astarté. Del mismo modo, no nos sorprenderá que el Doctor Fausto, sin duda uno de los mejores libros que se hayan escrito sobre el nazismo, tenga por tema dominante —sin tomar en cuenta su dispositivo, que es abiertamente mimético y agonístico— la cuestión del arte y del mito, considerados precisamente bajo este ángulo.
Esto dicho, ¿por qué todo un estrato del pensamiento alemán, al menos desde el romanticismo, se ha adherido de manera privilegiada a este género de problemática —al extremo de constituirla, como es el caso en Nietzsche, en problemática central? ¿Y por qué, a lo largo de ese trabajo, este pensamiento se ha ensañado —según, de nuevo, una expresión de Nietzsche— en “derribar el platonismo”? ¿Por qué el rector Krieck, ideólogo harto oficial del régimen nazi, se propuso luchar contra el «rechazo del mito por el logos (...) desde Parménides hasta nuestros días? ¿Y por qué Heidegger, quien sin embargo dejó bastante pronto de estar al servicio del nacional-socialismo (y al que el mismo Krieck era hostil), ha podido decir que «la razón, tan magnificada desde hace siglos, es el enemigo más encarnizado del pensamiento»? O aun, que la Historia en su origen no depende de una ciencia, sino de una mitología.
No podemos aquí otra cosa que desglosar muy esquemáticamente un análisis difícil y complejo, que debería referirse a una capa histórica del todo precisa —entre la historia de las mentalidades, la historia del arte y del pensamiento, y la historia política: se la podría llamar, a falta de algo mejor, la historia de los ficcionamientos.
Al principio, y para decirlo de manera abrupta, hay esto: desde el derrumbamiento de la cristiandad, un espectro ha obsesionado a Europa, el espectro de la imitación. Lo que significa para empezar: la imitación de los antiguos. Se sabe qué rol ha jugado el modelo antiguo (Esparta, Atenas o Roma) en la fundación de los Estados-nación modernos, y en la construcción de su cultura. Del clasicismo de la época de Luis XIV a la puesta a la antigua de 89 o al neoclasicismo del Imperio se despliega todo un trabajo de estructuración política, donde se realizan a la vez una identificación nacional y una organización técnica de gobierno, de administración, de jerarquización, de dominación, etc.[14] En ese sentido habría que introducir la imitación histórica, como Marx lo había pensado ya, entre de los conceptos políticos.
En la historia de esta Europa presa de la imitación, el drama de Alemania no es simplemente el de estar parcelada, al punto, la cosa es conocida, que apenas y existe una lengua alemana, y que ninguna obra de arte “representativa” (incluso la Biblia de Lutero difícilmente puede ser considerada como tal) ha visto aún el día, en 1750, en esta lengua.
El drama de Alemania es también el de sufrir esta imitación en segundo grado, y de verse obligada a imitar esta imitación de lo Antiguo que Francia o Italia no cesan de exportar durante al menos dos siglos. Alemania, en otros términos, no está solamente privada de identidad, sino que le falta también la propiedad de su medio de identificación. Desde este punto de vista, no es nada sorprendente que la querella de Antiguos y Modernos se haya prolongado tan tarde en Alemania, es decir al menos hasta los primeros años del siglo XIX. Y podríamos perfectamente describir la emergencia del nacionalismo alemán como la larga historia de la apropiación de los medios de identificación. (Es quizá por lo demás lo que define en parte el contenido de las “revoluciones conservadoras”, de las que no hay que olvidar su odio por el “cosmopolitismo”.)
Lo que le ha faltado entonces a Alemania, prácticamente, es su sujeto, o es ser el sujeto de su propio devenir (y la metafísica moderna, en tanto que metafísica del Sujeto, no se ha llevado a cabo ahí por azar). En consecuencia, lo que Alemania ha querido construir, es tal sujeto, su propio sujeto. De donde su voluntarismo intelectual y estético, y eso que Benjamin, un poco antes de 1930, señalaba como una “voluntad de arte” en ese eco de la edad barroca que representaba a sus ojos el expresionismo. Si la obsesión o el miedo de los alemanes ha sido siempre el no llegar a ser artistas, el no poder acceder al “gran Arte”, si en su arte o en su práctica hay constantemente tal aplicación, y tantas expectativas teóricas, es porque lo que estaba en juego era nada menos que su identidad (o el vértigo de una ausencia de identidad).
Pero hay más: se puede decir, sin duda, que lo que ha dominado, desde ese punto de vista, la historia alemana, es una implacable lógica del double bind (de esta doble conminación contradictoria, por la que Bateson, siguiendo en eso a Freud, explica la psicosis). En el sentido estricto del término, la enfermedad que habrá amenazado siempre a Alemania, es la esquizofrenia, a la que tantos de sus artistas habrán sucumbido.
¿Por qué una lógica del double bind? Porque la apropiación del medio de identificación, simultáneamente, debe y no debe pasar por la imitación de los antiguos, es decir antes que nada de los griegos. Debe hacerlo porque no hay otro modelo que el de los griegos (una vez derrumbada la trascendencia religiosa, con las estructuras políticas que le corresponden: se recordará que es el pensamiento alemán quien ha proclamado la “muerte de Dios”, y que el romanticismo medio se fundó sobre la nostalgia de la cristiandad medieval). No debe hacerlo, porque ese modelo griego ha servido ya a otros. ¿Cómo responder a ese doble imperativo contradictorio?
Se habrán dado, probablemente, en el conjunto de la cultura alemana, dos salidas: una salida teórica en primer lugar, es decir, para ser precisos, especulativa. Es la salida proporcionada por la dialéctica, por la lógica del mantenimiento y de la supresión, de la elevación a una identidad superior, y de la resolución, en general, de la contradicción. Hegel es el representante más visible de ésta y (quizás) el más riguroso, pero no tiene, en la época misma del “idealismo especulativo”, el monopolio del esquema general de esta solución. La que, por otro lado, le abre en particular el camino a Marx. Esta salida dialéctica representa sin duda, contrariamente a lo que pensaba Nietzsche (del que sin embargo es sabido hasta dónde lo llevó la obsesión de la identidad), la esperanza de una “salud”. Pero no podemos detenernos aquí sobre esta primera vía.
Por otra parte, se habrá dado la salida estética, o la esperanza de una salida estética; y a ella queremos atenernos, pues no está por casualidad en la “enfermedad” nacional-socialista.
¿Cuál es su principio?
Es el del recurso a otros griegos distintos de los que habían sido utilizados hasta entonces (es decir, hasta el neoclasicismo francés). Ya Winckelmann había dicho: «Necesitamos imitar a los antiguos para volvernos, si ello es posible, inimitables»[15] Pero quedaba por saber lo que, justamente, podía ser imitado de los antiguos de tal manera que diferenciara radicalmente a los alemanes.
Se sabe que lo que los alemanes han descubierto, al alba del idealismo especulativo y de la filología romántica (en el último decenio del siglo XVIII, en Jena, entre Schlegel, Hölderlin, Hegel y Schelling), es que ha habido, en realidad, dos Grecias: una Grecia de la mesura y de la claridad, de la teoría y del arte (en el sentido propio de esos términos), de la “forma bella”, del rigor viril y heroico, de la ley, de la Ciudad, del día; y una Grecia oculta, nocturna, sombría (o demasiado deslumbrante), que es la Grecia arcaica y salvaje de los rituales unanimistas, de los sacrificios sangrientos y de la embriaguez colectiva, del culto de los muertos y de la Tierra-Madre —en pocas palabras, una Grecia mística, sobre la cual la primera se ha edificado con dificultad (“reprimiéndola”), pero que ha permanecido siempre sordamente presente hasta el hundimiento final, particularmente en la tragedia y en las religiones de misterios. Podemos seguir la pista de este desdoblamiento de la “Grecia” en todo el pensamiento alemán desde, por ejemplo, el análisis hölderliniano de Sófocles o la Fenomenología del espíritu hasta Heidegger, pasando por el Mutterrecht de Bachofen, la Psiché de Rohde, o la oposición de lo apolíneo y lo dionisiaco que estructura El nacimiento de la tragedia.
Por supuesto, simplificamos un poco: no todas las descripciones de esta doble Grecia concuerdan entre sí —lejos de eso—, y de un autor a otro los principios de evaluación divergen la mayor parte del tiempo de manera muy sensible. Pero si sacamos (abusivamente) una especie de promedio —y la ideología no procederá de otra manera—, se puede avanzar que este descubrimiento implica en general un cierto número de consecuencias decisivas.
Nosotros vamos a retener cuatro:
1) Este descubrimiento permite evidentemente promover un modelo histórico nuevo, inédito, y desembarazarse de la Grecia neoclásica (la Grecia francesa, e incluso, más antiguamente, la Grecia romana y renacentista). Lo que autoriza, a la vez, una identificación de Alemania con Grecia. Hay que notar que esta identificación se fundará para empezar en una identificación de la lengua alemana con la lengua griega (en principio, todo es por supuesto filológico).
Eso significa que sería erróneo pensar demasiado simplemente que la identificación se ha hecho, sin más, respecto de la otra Grecia, la Grecia olvidada y mística: ha habido siempre un poco de eso, pero, por un cierto número de razones de las que vamos a hablar, nunca ha habido exclusivamente eso. La identificación con Grecia no ha tenido jamás la forma privilegiada de la bacanal.
Eso significa también, por otro lado, que ese tipo de identificación, específicamente lingüística en su origen, se conjugó precisamente con la consigna de una “nueva mitología” (Hölderlin, Hegel y Schelling en 1795), o con la de la construcción necesaria de un “mito del porvenir” (Nietzsche, a través de Wagner, en los años 80). En efecto, la esencia de la lengua griega original, del mythos, es la de ser, como la lengua alemana, capaz de simbolización, y por ello capaz de la producción o de la formación de “mitos conductores”, para un pueblo definido él mismo lingüísticamente. La identificación debe entonces pasar por la construcción de un mito, y no por un simple retorno a mitos antiguos. De Schelling a Nietzsche, los ejemplos de tentativas de este género no faltan.
En consecuencia, la construcción del mito será forzosamente teórica y filosófica, o si se quiere, será consciente, incluso si se hace en el terreno de la poesía. Deberá entonces tomar prestado el modelo de la alegoría, como en el Ring de Wagner, o en el Zaratustra de Nietzsche. Así será rebasada dialécticamente la oposición entre la riqueza de la producción mítica primitiva (que es inconsciente), y la universalidad abstracta del pensamiento racional, del Logos, de las Luces, etc. Según un esquema propuesto por Schiller en su ensayo sobre Poesía ingenua y poesía sentimental, la construcción del mito moderno (o, lo que es lo mismo, de la obra de arte moderno) será siempre pensada como el resultado de un proceso dialéctico. Y es por eso que lo que nosotros llamábamos “la salida estética” es inseparable de la salida teórica o filosófica.
2)La misma lógica (dialéctica) está a la obra en lo que podríamos llamar el mecanismo de la identificación. En este sentido, es necesario distinguir muy rigurosamente entre la utilización que se hace de una u otra Grecia.
La Grecia, por decirlo aún rápidamente, “mística”, proporcionó en general, no directamente un modelo, sino más bien un recurso, es decir la idea de una energía capaz de asegurar y de hacer funcionar la identificación. Ella está encargada, en suma, de proporcionar la fuerza identificatoria. Por ello la tradición alemana agrega a la teoría griega y clásica de la imitación mítica, de la mimesis —o desarrolla con mucha insistencia— lo que, en Platón por ejemplo, no estaba finalmente sino en germen, a saber una teoría de la fusión o de la participación mística (de la methexis, como dirá, en otro contexto, Lévy-Brühl)[16], de la cual la experiencia dionisiaca, tal y como la describe Nietzsche, da en el fondo el mejor ejemplo.
Pero eso no quiere decir que el modelo a imitar provenga inmediatamente, o sea pensado como debiendo provenir inmediatamente de la indiferenciación mística. Al contrario: en la efusión dionisiaca —para permanecer todavía en el terreno nietzscheano—, y surgida de esta efusión, lo que aparece, es una imagen simbólica, parecida, dice Nietzsche, a “una imagen de ensueño”. Esta imagen es de hecho la imagen escénica (el personaje, o mejor, la figura, la Gestalt) de la tragedia griega. Ella emerge del “espíritu de la música” (siendo la música, como lo sabía también Diderot, el elemento mismo de la efusión), pero ella se engendra dialécticamente de la lucha amorosa de ese principio dionisiaco con la resistencia figural apolínea. El modelo o el tipo es entonces esta formación de compromiso entre dionisiaco y apolíneo. Así se explica por lo demás el heroísmo trágico de los griegos, debido en gran parte, según Nietzsche (y este motivo no será olvidado) a la población nórdica de los Dorios, los únicos que se han mostrado capaces de hacer frente a la disolución perniciosa que provocaba fatalmente el misticismo oriental.
3) Todo eso da cuenta del privilegio acordado, en la problemática alemana del arte, al teatro y al drama musical, es decir a la repetición de la tragedia y del festival trágico, las más capaces, entre todas las formas de arte, de echar a andar el proceso de identificación. Por eso Wagner, más aun que Goethe, será pensado como el Dante, el Shakespeare o el Cervantes de Alemania. Y es por ello que perseguirá deliberadamente, con la fundación de Bayreuth, un objetivo político: el de la unificación, a través de la celebración y el ceremonial teatral, del pueblo alemán (unificación comparable a la de la ciudad en el ritual trágico). Y es en ese sentido fundamental que debemos comprender la exigencia de una “obra de arte total”. La totalización no es solamente estética: ella señala en dirección de lo político.
4) Se entiende quizás mejor, desde ahora, por qué el nacional-socialismo no ha representado simplemente, como lo decía Benjamin, una “estetización de la política” (a la cual hubiera sido suficiente responder, a la manera de Brecht, con una “politización del arte”: pues de eso también un totalitarismo es perfectamente capaz de encargarse), sino una fusión de la política y del arte, la producción de lo político como obra de arte. Ya para Hegel el mundo griego era el de “la ciudad como obra de arte”. Pero lo que en Hegel continua preso del primero de los dos tipos de referencia a Grecia, y no da lugar, por lo demás, a ninguna proposición de imitación, ha pasado desde ahora por el segundo tipo de referencia, y deviene una invitación, o una incitación, a la producción. El mito nazi, como lo ha mostrado admirablemente Syberberg (sin Hitler, un filme de Alemania, el análisis que intentamos aquí no habría sido posible)[17], es la construcción, la formación y la producción del pueblo alemán en, por y como una obra de arte. Lo que le distingue quizás radicalmente, tanto de la referencia hegeliana recordada hace un instante, como de la simple “citación” estética propia de la Revolución francesa y del Imperio (pero ese fenómeno de masa comenzaba sin embargo a despuntar), o incluso del fascismo italiano.

La construcción del mito nazi

Podemos ocuparnos ahora del contenido mismo del mito nazi. De acuerdo a lo que precede, no debe tratarse tanto (o muy poco) de los mitos disponibles utilizados por el nazismo, cuanto de la construcción de un mito nuevo, una construcción en la cual la historia que acabamos de recordar se pone en marcha o a la obra, o bien, más exactamente, viene a proponerse ella misma como obra cumplida.
La construcción de ese mito ha sido precedida, desde finales del siglo XIX, y no solamente en Alemania, por una construcción, más que largamente esbozada, del mito ario. Pero no podemos ocuparnos de eso aquí. Lo que debe retenernos es la construcción específica del mito nazi. Es decir de eso que no representa el mito de los nazis, sino el nazismo, el propio nacional-socialismo en tanto que mito. La característica central del nazismo (y a muchos respectos, la del fascismo italiano) es la de haber propuesto su propio movimiento, su propia ideología, y su propio Estado, como la realización efectiva de un mito, o como un mito vivo. Como lo dice Rosenberg: Odín está muerto, pero de otra manera, en tanto que esencia del alma germánica, Odín resucita ante nuestros ojos.
Intentaremos reconstituir esta construcción a través de El mito del siglo XX de Rosenberg, y Mein Kampf de Hitler. Los ubicamos en este orden, aunque el primero haya sido publicado en 1930 y el segundo en 1927, porque el segundo representa, por supuesto, en su alcance más directo, el programa que fue efectivamente puesto en obra. El libro de Rosenberg, en cambio, constituye uno de los más célebres acompañamientos teóricos de ese programa. No fue el único, y además no fue aceptado sin reserva por todos los nazis (especialmente en su virulencia anticristiana). Pero su lectura fue prácticamente obligatoria, y la edición que utilizamos, de 1934, es la cuadragesimosegunda, correspondiendo a 203, 000 ejemplares... (Es verdad que la edición de Mein Kampf de la que nos hemos servido es, en 1936, la centésimo octogésimo cuarta, con 2, 290, 000 ejemplares...).
Habría que disponer de tiempo para detenernos en el estilo (si se lo puede llamar así) de esos libros, que en muchos respectos se parecen. Por su composición como por la lengua que practican, proceden siempre de la acumulación afirmativa, jamás, o apenas, de la argumentación. Es un amontonamiento, frecuentemente borroso, de evidencias (al menos dadas como tales) y de certidumbres incansablemente repetidas. Se martillea una idea, se la sostiene de todo aquello que pueda parecer convenirle, sin hacer análisis, sin discutir objeciones, sin dar referencias. No hay ni saber por establecer, ni pensamiento por conquistar. Hay solamente una verdad ya adquirida por declarar, toda disponible. Ya en ese plano, en suma, se apela implícitamente no a un logos, sino a una especie de proferación mítica, que aunque no es poética busca todo sus recursos en la potencia desnuda e imperiosa de su propia afirmación.
Ese “estilo” responde al “pensamiento” del mito que propone Rosenberg. Para él, en efecto, el mito no es en principio la formación específica que designamos con esta palabra, es decir la de un relato simbolizando un origen. Los relatos míticos pertenecen a la edad mitológica, es decir, para Rosenberg, a una edad rebasada que era la de una “simbolización despreocupada de la naturaleza” (p. 219). Como todo buen positivista, cientista o Aufklärer —y de una manera, a este respecto, muy poco romántica—, Rosenberg juzga esta edad primitiva e ingenua. También critica a los que quieren volver a las fuentes germánicas de la mitología (uno pierde su tiempo queriendo volver a la Edda, dice la misma página). La religión de Wotan está muerta, debía morir (cfr. Pp. 6, 14, 219). El mito no es entonces lo mitológico. El mito, hablando con propiedad, es más una potencia que una cosa, un objeto o una representación.
El mito es así la potencia de unificación de las fuerzas y de las direcciones fundamentales de un individuo o de un pueblo, la potencia de una identidad subterránea, invisible, no empírica. Lo cual debe entenderse antes que nada por oposición a la identidad general, desencarnada, de lo que Rosenberg llama los “absolutos sin límites” (p. 22), y que son todos los Dioses o todos los Sujetos de la filosofía, el de Descartes como el de Rousseau, o como el de Marx. Contra esas identidades disueltas en la abstracción, el mito designa la identidad como diferencia propia, y su afirmación.
Pero también, y para empezar, designa esta identidad como la identidad de algo que no se da, ni como un hecho, ni como un discurso, sino que es soñado. La potencia mítica propiamente dicha es la del sueño, la de la proyección de una imagen a la cual uno se identifica. El absoluto, en efecto, no puede ser algo que se sitúe fuera de mí, es el sueño al cual puedo identificarme. Y si hay hoy, dice Rosenberg, un “despertador mítico”, es que «recomenzamos a soñar nuestros sueños originarios» (p. 446). En el sueño originario, no se trata ni de Wotan ni del Wahalla, formas mitológicas y toscas del sueño, sino de la esencia misma de ese sueño. Veremos en seguida qué es lo que hay de esta esencia, pero ella se anuncia ya por esto: «Los Wikings no eran solamente guerreros conquistadores como muchos otros, ellos soñaban el honor y el Estado, reinar y crear» (id.) Ahora bien, precisa Rosenberg, Alemania como tal no ha soñado todavía, todavía no ha soñado su sueño. Cita a Lagarde: «Jamás ha habido un Estado alemán». Aún no ha habido una identidad mítica, es decir una verdadera —y poderosa— identidad de Alemania.
Así, la verdad del mito se atiene a dos cosas:
1) a la creencia: lo que hace al mito verdadero, es la adhesión del soñador a su sueño. «Un mito no es verdadero sino cuando ha tomado al hombre entero» (p. 521). Hace falta una creencia total, una adhesión inmediata y sin reservas a la figura soñada, para que el mito sea lo que es, o incluso, y si es posible decirlo, para que esa figura cobre figura. De ahí la consecuencia importante de que, para los “creyentes” en ese sentido, el sometimiento del pueblo a la creencia, el machaqueo simbólico-mítico no sea sólo una técnica de eficacia, sino también una medida de verdad. (Y son conocidas, además, las páginas donde Hitler expone la necesidad de la propaganda de masas.)
2) al hecho de que el mito, o el sueño, tiene por naturaleza y por fin encarnarse en una figura, o en un tipo. Mito y tipo son indisociables. Porque el tipo es la realización de la identidad singular que porta el sueño. Él es a la vez el modelo de la identidad y su realidad presente, efectiva, formada.
De este modo llegamos a una secuencia esencial en la construcción del mito:
Rosenberg declara: «La libertad del alma es Gestalt...» (p. 529) (forma, figura, configuración, es decir que ésta no es algo abstracto o general, sino una capacidad de configurar o de poner en figura, de encarnar). «La Gestalt está siempre plásticamente limitada...» (su esencia es tener una forma, diferenciarse; el “límite”, aquí, es el límite que destaca una figura de un fondo, que aísla y que distingue un tipo). «Esta limitación es condicionada por la raza...» (es así como se alcanza el contenido del mito: la raza es la identidad de una potencia de formación, de un tipo singular; una raza, es el portador de un mito). «Pero esta raza es la figura exterior de un alma determinada».
Este último rasgo es un leitmotiv de Rosenberg, y se encuentra más o menos explícitamente por todas partes en Hitler: una raza, es un alma, y en ciertos casos, un alma genial (MK, p. 321), al interior de la cual hay por lo demás también diferencias individuales, e individuos geniales, que expresan mejor, o que forman mejor el tipo. Lo que quiere decir entonces que una “raza” es antes que nada el principio y el lugar de una potencia mítica. Si el mito nazi se determina en principio en tanto que mito de la “raza”, es porque él es el mito del Mito, es decir el mito de la potencia creadora del mito en general. Como si las razas fueran ellas mismas, para empezar, los tipos soñados por una potencia superior. Rosenberg cita una vez más a Lagarde: «las naciones son pensamientos de Dios».
Este principio del tipo como identidad singular absoluta y concreta, como realización del mito, es lo que Hitler justifica laboriosamente —y por lo demás muy rápidamente, porque en el fondo se ríe de una verdadera justificación positiva— con el ejemplo de las especies animales que no se aparean sino al interior del mismo tipo, mientras que los bastardos son “degenerados”.
A este respecto, es esencial destacar que el judío no es simplemente una raza mala, un tipo defectuoso: es el antitipo, el bastardo por excelencia. No tiene cultura propia, dice Hitler, y ni siquiera religión propia, porque el monoteísmo es anterior a él. El judío no tiene Seelengestalt (forma o figura del alma), y por ende tampoco Rassengestalt (forma o figura de la raza): su forma es informe. Es el hombre del universal abstracto, opuesto al hombre de la identidad singular y concreta. Rosenberg precisa también que el judío no es el “antípoda” del Germano, sino su “contradicción”, lo que quiere sin duda decir que no es un tipo opuesto, sino la ausencia misma de tipo, como peligro presente en todas las bastardizaciones, que son también parasitajes.
Se emplaza así un mecanismo que puede ser descrito de la siguiente manera:
1) Es preciso despertar la potencia del mito, frente a la inconsistencia de los universales abstractos (de la ciencia, de la democracia, de la filosofía), y frente al hundimiento (consumado con la guerra de 14-18) de las dos creencias de la época moderna: el cristianismo, y la creencia en la humanidad (que son por ende sin duda, aunque Rosenberg no lo diga, mitos degenerados, y quizás “judaizados”, en todo caso exangües, propios de una época que ha perdido el sentido de la raza, el sentido del mito).
2) Es preciso entonces despertar la potencia de la raza, o del pueblo, la potencia völkisch, que se caracterizará precisamente como la fuerza productora, o formadora, del mito, y como su puesta en obra, es decir como la adhesión activa del pueblo a su mito. Esta adhesión toma desde entonces el nombre de “mística”, por el cual Rosenberg quiere designar, más allá de una simple creencia, la participación total en el tipo. Es así, por ejemplo, que escribe: «la vida de una raza, de un pueblo, no es una filosofía de desarrollo lógico, ni un proceso desarrollándose según unas leyes naturales, sino la formación de una síntesis mística» (p. 117).
Por eso, más allá de la filosofía y del saber en general, el reconocimiento místico es menos una Erkenntnis que una Bekenntnis, es decir menos un conocimiento que un “reconocimiento”, una confesión en el sentido de una confesión de fe. De la misma manera, y según una oposición parecida a la filosofía, Hitler declara que se trata de producir una Glaubensbekenntnis, una profesión o un acto de fe (MK, p. 508).
3) este acto de fe estriba, para cada pueblo, en su mito propio, es decir, en la proyección y en el proyecto originarios de su identidad. (En consecuencia, para los Germanos, en la identidad germánica.) Pero este acto de fe es precisamente un acto. No consiste solamente en una actitud espiritual, por lo menos en el sentido ordinario de esa palabra. La relación “mística” para con el mito es del orden de la experiencia vivida (Erlebnis, un concepto mayor de la época). Hay una “experiencia mítica” (Rosenberg, p. 146), lo que quiere decir que el mito no es verdadero sino en tanto vivido. Por lo mismo que debe formar un tipo efectivo, el acto de fe debe ser inmediatamente la vivencia de este tipo. (De ahí que los símbolos del orden mítico, uniformes, gestos, paradas, entusiasmo ceremonial, lo mismo que los movimientos de juventud o las asociaciones de todo género, no son solamente técnicas sino fines en sí: encarnan la finalidad de un Erlebnis total del tipo. La simbólica no es solamente una referencia, sino una realización del sueño.)
No obstante, para que ese esquema esté completo, hace falta llegar a la especificidad —incluso al privilegio, al privilegio absoluto— de una raza y de un tipo. Lo que exige dos determinaciones suplementarias:
1) la raza, el pueblo, dependen de la sangre, y no del lenguaje. Esta afirmación es sin cesar retomada por Rosenberg y por Hitler: la sangre y el suelo, Blut und Boden. (Hitler lo ilustra explicando que no se puede hacer un alemán de un negro enseñándole el alemán.) En muchos respectos, esta afirmación rompe con la tradición (romántica en particular) de una búsqueda o de un reconocimiento de identidad por la lengua. El mito reivindicado en la tradición se identifica frecuentemente al mythos como lengua original, opuesta al logos. Aquí, al contrario, el mito deviene en cierto modo la sangre, y el suelo de donde, en suma, surgió. Ese desplazamiento tiene sin duda muchas razones:
—Alemania, en tanto que mito todavía no realizado del siglo XX, ya no es el problema de lengua que fue hasta el siglo XVIII, sino un problema de unidad material, territorial y estatal. Es el suelo (la naturaleza inmediata de Alemania) el que debe ser “tipificado”, y con él la sangre de los alemanes;
—si el mito ario se reconoce, como lo vamos a ver, en otros territorios lingüísticos (para empezar el griego, pero también el latino, y el nórdico), es una identidad distinta a la de la lengua la que se debe entender en él:
—a pesar de su especificidad, la lengua pertenece de entrada al elemento de lo universal. Por lo menos corre el riesgo, si no se nutre de sangre, de aparecer siempre del lado de lo que permanece formal y sin substancia. La sangre, por el contrario, es la naturaleza, es la selección natural (con un darwinismo como telón de fondo), y es así el motivo de una “voluntad de naturaleza” (MK, p. 311, 422) que es voluntad de diferencia, de distinción, de individuación. (Así, es la naturaleza misma la que engendra el proceso de las identidades míticas: es la naturaleza la que sueña y la que se sueña en esos tipos.)
Así es como, en particular, hay una sangre aria, que Rosenberg hace remontar a la Atlántida.
2) ¿Por qué los Arios? Porque son portadores del mito solar. Son portadores de ese mito porque, para los pueblos del Norte, el espectáculo del sol es impresionante a la medida de su rareza. El mito ario es el mito solar, opuesto a los mitos de la Noche, a las divinidades ctónicas. De donde los símbolos solares, y la svástica.
¿Por qué el mito solar? Se podría decir sin ninguna gratuidad que, para Rosenberg, ese mito de la claridad presenta la claridad del mito en general. Escribe, por ejemplo: «La experiencia mítica es clara como la blanca luz del sol.» (p. 146). El mito del sol no es otra cosa que el mito de lo que hace surgir las formas como tales, en su visibilidad, en el recorte de su Gestalt, al mismo tiempo que es el mito de la fuerza o del calor que permite la formación misma de esas formas. Dicho de otro modo —y sin volver a lo que se ha dicho del culto de la luz y del Mediodía— el mito solar es el mito de la fuerza formadora misma, de la potencia original del tipo. El sol es la fuente de la distinción típica. O incluso, el sol es el arque-tipo. El Ario no es solamente un tipo entre los otros, es el tipo en el cual se presenta (se sueña y se encarna) la potencia mítica misma, la naturaleza madre de todos los tipos. Este privilegio se desarrolla según tres ejes principales:
1) El Ario es el fundador de civilización por excelencia, el Kulturbegründer (fundador de civilización) o el Kulturschöpfer (creador de civilización) opuesto al simple “portador de civilización” (Kulturträger). «En pocos milenios muchas veces, e incluso en pocos siglos, los arios han creado civilizaciones que llevaban desde el origen hasta el acabamiento los rasgos interiores de sus esencias.» (MK, p. 319). Ese pueblo es el pueblo, o la sangre, de la creación inmediata (y en suma, genial) de las formas cumplidas.
2) Los grandes arios de la antigüedad son los griegos, es decir el pueblo que ha producido el mito como arte. Los griegos han puesto en forma su alma (su sangre), han producido la Darstellung (presentación) o la Gestaltung (puesta en forma, o en figura), precisamente en la distinción absoluta de la forma, en el arte. Ante el arte de los griegos, se tiene la experiencia del Formwillen, del querer de la forma, o del querer-formar. También el arte es a partir de los griegos y para Europa un fin en sí, una religión en sí. Lo que de ninguna manera quiere decir, aquí, “el arte por el arte”, sino lo que Rosenberg llama «un arte orgánico, engendrando la vida» (p. 448). Wagner cuenta mucho en esta consideración, pero más todavía la comprensión de la vida como arte, y así del cuerpo, del pueblo, del Estado como obras de arte, es decir como formas cumplidas de la voluntad, como identificaciones acabadas de la imagen soñada.
3) Los grandes arios del mundo moderno, son los místicos alemanes, y sobre todo Maese Eckhardt (dejemos de lado la increíble solicitación de su historia y de sus obras a la cual se libra Rosenberg). Porque Eckhardt ha abierto la posibilidad resueltamente moderna del mito produciendo el mito del alma libre. La pura interioridad del alma (de la que la raza es la exterioridad) se prueba, en la experiencia mística, más grande que el universo mismo, y libre de todo, de Dios antes que nada. El mito se enuncia entonces en toda su pureza: se trata de formarse, de tipificarse, y de tipificarse como libre creador absoluto (y en consecuencia, auto-creador). Rosenberg escribe: «Odín estaba muerto, y lo sigue estando; pero el místico alemán descubrió al “Poderoso de lo alto” en su propia alma» (p. 219).
El alma, o la “personalidad”, o el “genio”, hallándose en ella misma como su “mito” más propio, o aun: el alma engendrándose de su propio sueño, no es en el fondo otra cosa que el Sujeto absoluto, auto-creador, un sujeto que no tiene solamente una posición cognitiva (como el de Descartes), o espiritual (Eckhardt), o especulativa (Hegel), sino que reunirá y trascenderá todas esas determinaciones en una posición inmediatamente y absolutamente “natural”: en la sangre y en la raza. La raza aria es, según esto, el Sujeto. En ella, la auto-formación se efectúa y se encarna en «este egoísmo colectivo y sagrado que es la Nación» (Hitler, en una entrevista de 1933).
Asimismo el motivo central de esta “alma” y de su Gestaltung se reduce finalmente a esto: primeramente, la creación y la dominación civilizadora por la sangre; en segundo lugar, la preservación de la sangre, es decir el honor. No hay finalmente sino una opción mítica posible, que es la opción entre el amor y el honor (cfr. Rosenberg, p. 146). La opción originaria del ario, o que hace al ario, es la opción del honor de la raza.
La mayor parte de los rasgos fundamentales de esta construcción se encuentran en Hitler, como se ha visto ya. Pero se encuentran ahí en lo que podría designarse como la versión esta vez integralmente moderna, politizada y tecnificada de la construcción del mito.
Lo que equivale a decir también que Mein Kampf presenta la versión resueltamente “práctica” de la construcción del mito. Pero ahora comprendemos que la “práctica” no sucede aquí a la “teoría”: ella le es, si podemos decirlo, inherente, o inmanente, si la lógica del mito no es otra cosa que la lógica de su auto-efectuación, es decir de la auto-efectuación de la raza aria como auto-efectuación de la civilización en general. El mito se realiza, muy rigurosamente, como “nacional-socialismo”. Lo que implica algunas determinaciones suplementarias, que enumeraremos para terminar:
1) El combate desde ahora necesario es antes que nada un combate de ideas, o un combate “filosófico” (Hitler no habla de mito: habla el lenguaje de la racionalidad moderna). La “fuerza bruta” no puede nada si no se apoya en una gran idea. Ahora bien, la desdicha y el mal del mundo moderno, es la doble idea, abstracta y desencarnada, impotente, del individuo y de la humanidad. Dicho de otro modo, la social-democracia y el marxismo. En consecuencia: «La columna vertebral del programa nacional-socialista es la de abolir tanto el concepto liberal del individuo como el concepto marxista de la humanidad, y de substituirlos por el de la comunidad del Volk, enraizada en su suelo y unida por las cadenas de una misma sangre.» (Hitler al Reichstag, 1937). El combate debe ser un combate por la realización efectiva de ese concepto, que no es otro que el concepto del mito.
2) El combate es pues un combate por aquello cuyo nombre Hitler lo retoma de la tradición filosófica, y que ocupa en su discurso la posición del mito: la Weltanschauung, la “visión del mundo” (ha habido un servicio oficial de la Weltanschauung). El nazismo es antes que nada «formación y realización de su imagen weltanschaulich» (MK, p. 680), es decir construcción y conformación del mundo según la visión, la imagen del creador de formas, el Ario. El «combate weltanschaunlich» (id.) no es una empresa de dominación cualquiera: es una empresa de conformación del mundo (como las de Alejandro y Napoleón). El mundo ario deberá ser mucho más que un mundo sumiso y explotado por los arios: deberá ser un mundo devenido ario (y es por ello que hace falta eliminar el no-tipo por excelencia, el judío, así como algunos otros tipos degenerados) La Weltanschauung debe ser absolutamente encarnada, y es por ello que exige «una transformación completa de la vida pública entera según sus vistas, sus Anschauugen» (MK, p. 506). El Anschauugen, el “ver” como intuición que va al corazón de las cosas y formando el ser mismo, ese “ver” de un “sueño” activo, práctico, operatorio, constituye el corazón del proceso “mítico-típico”, que deviene así el sueño efectivo del “Reich de mil años”.
3) Es por ello que la Weltanschauung es absolutamente intolerante, y no puede figurar como «un partido al lado de los otros» (MK, p. 506). No es una simple opción filosófica, ni una alternativa política, es la necesidad misma de la creación, de la sangre creadora. Por eso debe ser el objeto de una creencia, y funcionar como una religión. La creencia no surge sola, ella debe ser despertada y movilizada en las masas. «La más bella concepción teórica permanece sin objetivo y sin valor, si el Fürer no puede poner las masas en movimiento hacia ella.» (MK, p. 269), más aún cuando las masas son antes que nada accesibles a los móviles afectivos.
(Ese manejo de la creencia “weltanschaunlich” requeriría un estudio suplementario que mostrase lo difícil que sin duda es separar, en Hitler, la convicción y la maniobra. A la vez que desarrolla en todas sus consecuencias la lógica de una creencia que es la suya, y a la cual se subordina, al mismo tiempo explota brutalmente los recursos de esta creencia para los fines de su propio poder. Pero esta explotación misma permanece en la lógica de la creencia: hay que suscitar, o resucitar el sueño ario en los alemanes. Se podría quizás definir el hitlerismo como la explotación lúcida —pero no necesariamente cínica, estando ella misma convencida— de la disponibilidad de las masas modernas al mito. La manipulación de las masas no es solamente una técnica: es también un fin, si, en última instancia, es el mito mismo quien manipula las masas, y se realiza en ellas.)

*
Nos propusimos solamente el desplegar una lógica específica, y no debemos entonces concluir de otra manera. Queremos subrayar solamente en qué medida esta lógica, en el doble trazo de la voluntad mimética de identidad, y de la auto-realización de la forma, pertenece profundamente a las disposiciones del Occidente en general, y más precisamente, a la disposición fundamental del sujeto, en el sentido metafísico de la palabra. El nazismo no resume al Occidente, y tampoco es su conclusión necesaria. Pero tampoco es posible rechazarlo simplemente como una aberración, ni como una aberración simplemente pasada. La confortable seguridad de las certezas de la moral y de la democracia, no solamente no garantiza nada, sino que además nos expone al riesgo de no ver venir, o regresar, aquello cuya posibilidad no se ha debido a un puro accidente de la historia. Un análisis del nazismo no debe jamás ser concebido como un simple expediente de acusación, sino más bien como una pieza en una deconstrucción general de la historia de la que provenimos.

ANEXO

Desde la primera aparición de este texto en Francia se nos ha preguntado frecuentemente por qué no habíamos concedido más espacio a la especificidad antisemita del racismo nazi. En efecto, en las condiciones que fueron las de la primera versión del texto —un coloquio organizado por un comité judío, bajo la dirección del rabino Lederer (cfr. el inicio del texto), y que comprendía otras contribuciones además de la nuestra—, se esperaba de nosotros un análisis de algunas de las condiciones de posibilidad de este antisemitismo, más bien que del fenómeno mismo.
Se podría prolongar nuestro texto en dirección de una evaluación de lo que, desde el punto de vista del nazismo, hace de la judeidad la antítesis absoluta de la identidad mítica y del mito identificatorio. En tanto que contra-prueba o “anti-tipo” del mito ario, el judío es identificado como un parásito o como un virus portador de infección. Se puede seguir muy claramente, en Mein Kampf, esta asimilación descendente, para empezar al infra-hombre, luego al animal, y finalmente a la infección. De manera análoga, se sabe cómo el judío, representando apenas un tipo para el culto nazi de la belleza, no por ello deja de ser continuamente transformado en caricatura. La deformación y la alteración responden así a la clara formación de la visión mítica, tal y como la hemos analizado en Rosenberg. En el fondo, el judío era para el nazismo el miserable incapaz siquiera de acceder a la potencia figural del mito.
De hecho, queda mucho por decir sobre la relación negativa entre la judeidad y el mito y la figuración. Nosotros hemos abordado esta cuestión en “Le peuple juif ne rêve pas” (en: La psychanalyse est-elle une histoire juive? Colloque de Montpellier, 1980, ed. Adélie et Jean-Jacques Rassial, Paris, Seuil, 1981, pp. 57-92). Nos contentaremos aquí con señalar que se trata sin duda menos de afirmar que “el judío es el sin mito” —afirmación que requeriría en todo caso un examen más preciso—* como de estar atentos a un retorno secreto que puede hacer del “sin mito” —y en consecuencia del “judío”— a su vez un nuevo mito. (Julio de 1992)
* Traducción de Juan Carlos Moreno Romo.
* El texto que sigue retoma, desarrollándolo un poco más en esta ocasión, el prefacio preparado para la edición rumana de este libro (traducción de Nicoleta Dumitrache y de Ciprian Mihali, Cluj-Napoca, Editura Dacia, 1999)
[1] Passages, París, Cerf, 1989, p. 418.
[2] "The nazi myth" (traducción de Brian Holmes), Critical Inquiry No. 16, University of Chicago Press, Winter, 1989.
[3]La tradición de un uso políticamente ambiguo, o ambivalente del mito, se la podría hacer remontar a los primeros románticos alemanes, pero de manera más moderna y más determinada, a Georges Sorel. En cuanto a nuestros contemporáneos, es posible dar ejemplos de apelación al mito bajo firmas de las que, por lo demás, no cabe sospechar de sus intenciones políticas. Así, Edgar Morin cuando escribe: «así como el hombre no se nutre sólo de pan, una sociedad no se nutre sólo de gestión. Ella se nutre también de esperanza, de mito, de sueños. (...) El pleno desarrollo del individuo requiere de comunidades y de solidaridades (...) la solidaridad verdadera, no impuesta, sino interiormente sentida y vivida como fraternidad.» (“Le grand dessein”, Le monde, 22 de septiembre de 1988, pp. 1-2). Por un lado, uno no puede no asentir; ¿pero las categorías del mito y de una identificación así “vivida” no implican riesgos? Podríamos también remitirnos al ejemplo reciente de Serge Leclaire proponiendo dar al «entre-dos del encuentro (...) lugar y función en el orden socio-político» gracias a «la estructura del mito» tenida por «una arquitectura que convendría a las casas freudianas» (Le pays de l’autre, París, Seuil, 1991 — sobrecubierta). También podríamos tomar ejemplos en Alemania, en particular el de Manfred Frank.
[4]Cfr. esta sola cita: «La calamidad de la democracia es haber privado a la nación de imágenes, de imágenes para amar, de imágenes para respetar, de imágenes para adorar —la Revolución del siglo veinte las ha devuelto a la nación» (Robert Brasillach, “Les leçons d’un anniversaire”, Je suis partout, 29 de enero de 1943).
[5]La cuestión de la figurabilidad de la democracia, y en consecuencia de la imitabilidad de su “modelo”, no es tan nueva como podría pensarse. No es cosa del azar si un escritor, Maupassant, podía inventar (o recoger...) en 1880 la historia de ese empleado de ministerio que se las ingenia para parecerse a Napoleón III, pero para quien «cuando la República llegó, ese fue un desastre (...) Él también cambió de opinión; pero no siendo la República un personaje vivo y palpable a quien uno pueda parecerse, y sucediéndose con rapidez los presidentes, se encontró hundido en el más cruel apuro, en un desamparo espantoso, frustrado en todas sus necesidades de imitación, luego de la falta de éxito de una tentativa por su último ideal: M. Thiers.» (“Les dimanches d’un bourgeois de Paris”, Contes et nouvelles, París, Albin Michel, 1956, t. I, p. 285). Todo está ahí: la democracia sin modelo, o de modelo irrisorio —y con todo, lo grotesco de las muecas de los modelos.
* Traduzco événement por evento, y no por acontecimiento, que es más usual y transmite con mayor claridad al lector hispano la idea de algo que ocurre en el tiempo, para conservar el juego etimológico del original, aún recuperable en nuestra lengua, entre el e-venire (venir fuera de, salir de, crecer, tener desenlace, suceder) y el ad-venire (llegar, venir) latinos que han dado el francés avènement y el español advenimiento, que significan algo que inaugura un tiempo (N. del T.)
* "Lo político", así, con un artículo neutro para traducir el artículo masculino que el original francés utiliza, precisamente a falta de un artículo neutro en esa lengua. "Le politique", me explica Jean-Luc Nancy, es una suerte de neologismo, en boga a partir de los setentas (Pierre Kaufman, L'inconscient du politique, Paris, PUF, 1979) a causa de una inquietud que se generalizó entonces en torno al origen y a la esencia de la política. Deslindándose de la política empírica o concreta, pues, quiere este neutro hacer referencia, en este caso, a "la forma moderna de la esencia de lo político". En La fiction du politique (Heidegger, l'art et la politique), Lacoue-Labarthe se explica también a este respecto: "lo político, aquí —escribe—, para traducir el griego: ta politika y hacer referencia a la esencia de las cosas de la política"; cfr. infra (N. del T.)
[6]Ph. Lacoue-Labarthe ha presentado algunos de estos desarrollos en La fiction du politique, París, Bourgois, 1988 y en Musica ficta (figures de Wagner), mismo editor, 1991; J.-L. Nancy en La comunidad inoperante (Santiago de Chile, LOM, 2000) y en La comparution (con Jean-Christophe Bailly), Bourgois, en 1986 (2ª edición en 1988) y en 1991.
[7]Más todavía: el desmontaje de las “mitologías” en el sentido de Barthes ha podido devenir, en nuestros días, parte integrante de una cultura ordinaria vehículada por los mismos “medios” que secretan esas mitologías. En general, la denuncia de los “mitos”, de las “imágenes”, de los “medios” y de la “apariencia” forma parte desde ahora del sistema mitológico de los medios, de sus imágenes y de su apariencia. Lo que equivale a decir que el mito verdadero, si hay uno, ése en relación al que hay adhesión e identificación, se mantiene en un retiro más sutil, desde donde dispone, quizás, toda la escena (según lo necesite, en tanto que mito de la denuncia de los mitos...) Igualmente, se verá que el mito nazi se mantiene retirado de las figuras mitológicas determinadas, tanto de las de las mitologías germánicas como de las otras.
* Cfr. The origins of totalitarism. Los autores remiten a la versión francesa de J. -L. Bourget, R. Davreu, y P. Lévy, Le système totalitaire, Paris, Seuil, 1972, p. 217. Hay ediciones españolas de esta obra en Taurus y en Alianza (N. del T.)
[8]Sobre esta historia, cfr. Hans Sluga, “Heidegger, suite sans fin”, Le messager européen, París, P. O. L., No. 3, 1989.
[9]El Terror no depende —al menos no de manera completa, evidente, ni... moderna— del inmanentismo general que suponen los totalitarismos, y en primer rango el nazismo, donde la inmanencia de la raza —del suelo y de la sangre— absorbe toda trascendencia. En el Terror queda aún el elemento de una trascendencia clásica (de la “nación”, de la “virtud” y de la “república”). Pero esta diferenciación, necesaria a una descripción justa, no conduce ni a rehabilitar el Terror, ni a reivindicar una trascendencia contra la inmanencia: este gesto muy extendido hoy nos parece tan mítico o mitificante como el gesto inverso. Lo que de veras necesitamos es pensar fuera de la oposición o de la dialéctica de esos términos.
[10]Esta referencia requeriría dos desarrollos distintos: por una parte, sobre la complejidad de la pareja mythos / logos tal y como Heidegger permite despejarla, pero también, por la otra, sobre la relación que reivindica Heidegger respecto de una dimensión mítica del pensamiento, relación que no fue evidentemente ajena a su nazismo (hacemos alusión a ello más adelante).
[11]Op. Cit. p. 218.
[12]Cfr. Ph. Lacoue-Labarthe, “Diderot, le paradoxe et la mimesis” en L’imitation des modernes, París, Galilée, 1987.
[13]En Noblesse de l’esprit, trad. F. Delmas, París, Albin Michel, 1960.
[14]Durante todo este período, Alemania no tiene Estado, como es sabido. Ella corresponde más bien a lo que Dürrenmatt ha podido describir de la siguiente manera: «Los alemanes no han tenido nunca un Estado, sino únicamente el mito de un imperio sagrado. Su patriotismo siempre ha sido romántico, en todo caso antisemita, y también piadoso y respetuoso de la autoridad.» (“Sur le sentiment patriotique”, Liberation, 19 de abril de 1990 —traducción de un texto aparecido en Dokumente und Aussprachen, Bonn, Bouvier, 1989.)
[15]”Sobre la imitación de la pintura y de la escultura de los griegos”
[16]Cfr. Les carnets, Paris, PUF, 1949.
[17]Pero eso no significa que sigamos a Syberberg en sus recientes declaraciones filoprusianas nostálgicas (según el más convencional de los neoromanticismos) y, desafortunadamente, una vez más antisemitas.
* En La cumunidad inoperante, ed. cit., Segunda Parte (“El mito interrumpido”). En la p. 111 n., Jean-Luc Nancy cita y comenta las siguientes palabras de Blanchot, provenientes del artículo "Les intellectuels en question", aparecido en Le Débat de mayo de 1984: «Los judíos encarnan (…) el rechazo de los mitos, la renuncia a los ídolos, el reconocimiento de un orden ético que se manifiesta en el respeto de la ley. Lo que Hitler quiere aniquilar en el judío, en el "mito del judío", es precisamente el hombre liberado de los mitos» (N. del T.)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muchísimas gracias por subir el libro. Lo busque un montón y no lo encontraba por ningún sitio.