jueves, 7 de agosto de 2008

Jean-Luc Nancy, Lo excrito.

J.-L. Nancy

Lo excrito*


A partir una breve reflexión acerca de Bataille y de su comentario, me gustaría sólo introducir a una palabra, “lo excrito”. ¿Por qué a partir de Bataille? Debido a una comunidad con él que pasa más allá, y que prescinde de la discusión teórica (que puedo imaginar viva, o incluso dura, con aquello que podría llamarse la religión trágica de Bataille). Esta comunidad radica en lo siguiente: Bataille me comunica inmediatamente la pena y el placer que responden a la imposibilidad de comunicar lo que sea sin involucrar el límite en que el sentido entero se vuelca fuera de sí mismo, como una simple mancha de tinta a través de una palabra, a través de la palabra sentido. Este volcamiento del sentido que hace que el sentido tenga sentido (qui fait le sens), o este volcamiento del sentido a la oscuridad de su fuente de escritura, lo llamo lo excrito.

***

Es urgente parar de comentar a Bataille (aun si su comentario explícito, publicado, todavía es escaso). Deberíamos saberlo; Blanchot nos lo dijo a medias, como convenía, rechazando comentar este rechazo del comentario.
(En cierto sentido, con Blanchot, hay dejarlo todo a “la interrupción del discurso (…), una interrupción fría, la ruptura del círculo (…), el corazón que deja de latir, la eterna pulsión hablante que se detiene[1].”)
Por lo demás, no puede tratarse de un “rechazo”. No ha habido ni habrá jamás algo llanamente reprensible, ni llanamente falso, en el hecho de comentar aquello que, una vez involucrado en la escritura, se ha propuesto ya al comentario, y, en realidad, ha debido comenzar a comentarse a sí mismo.
Mas tal es el equívoco de Bataille: se implicó lo suficiente en el discurso, y en la escritura, como para someterse a la necesidad del comentario. Luego, también a su servidumbre. Propuso suficientemente un pensamiento como para que su seriedad le retirara la soberanía divina, caprichosa, desvanesciente, que era no obstante su único «objeto». (Este límite desgarrador, desolador y jovial, ligera, esta emancipación del pensamiento que no abdica –todo lo contrario–, sino que ya no posee lugar donde estar, o que aún no posee lugar donde estar. Esta libertad anterior a todo pensamiento, y con la cual no puede en ningún caso hacerse un objeto, ni un sujeto.)
Pero cuando Bataille se veló a este gesto, a esta proposición y a esta posición de pensador, de filósofo, de escritor (y se vela sin parar, al no terminar sus textos, y menos aún su «suma» o su «sistema» de pensamiento, al no terminar siquiera sus frases, si llegaba el caso, o bien empeñándose en retirar, a través de una sintaxis descentrada, torcida, eso que el encadenamiento de un curso de pensamiento depositaba (déposait) como una lógica o como un discurso (propos)) ¾ cuando Bataille se veló, veló también el acceso a lo que nos comunicaba.
«Equívoco»: ¿es ésta la palabra? Quizás. De tratarse del equívoco de una comedia, de un simulacro –que no debemos vacilar en imputárselo también. Bataille siempre representó (joué) la imposibilidad de acabar, el exceso; siempre tendió a romper la escritura, con lo que hace a la escritura: esto es, con lo que simultáneamente la inscribe y la excribe. La representó, puesto que escribió sin cesar, escribiendo por todas partes, sin cesar, el agotamiento de su escritura. Esta representación (jeu), esta comedia, las dijo, las escribió. Se escribió culpable por hablar del vaso de alcohol en lugar de beber y de embriagarse. Embriagándose de palabras y de páginas para decir y para ahogar a la vez la inmensa y vana culpabilidad de este juego. Por allí también salvándose, si se quiere, y siempre demasiado seguro de encontrar la salvación en la representación misma. Así, sin desprenderse de una comedia tan visiblemente cristiana de confesión y absolución, y de recaída en el pecado, y otra vez de abandono al perdón. (El cristianismo en tanto que comedia: la reparación de lo irreparable. Bataille mismo supo cuánto el sacrificio era una comedia. Pero no se trata de oponerle el abismo de un “irreparable puro”. El ánimo de catástrofe que nos domina es una libertad más alta, quizá más terrible, pero lo es de un modo enteramente distinto, que debe deshacernos de él.)
Esta comedia es también nuestra comedia: un sacrificio de la escritura, con y a través de la escritura, que la escritura redime. Es indudable que algunos han vuelto a ponerlo en la comedia, en vista de lo que fueron, a pesar de todo, la reserva y la sobriedad de Bataille. Es indudable que se ha hecho demasiado acerca de este arrancamiento de las uñas de la mano del escritor, acerca de este sofocamiento en subterráneos de literatura y de filosofía. A menos que se haya atarantadamente reconstituido secuencias de pensamiento, rellenado las brechas con ideas. (Comentario en ambos casos.) Esto no implica ninguna crítica de los comentarios de Bataille (y si tal fuera el caso, me vería yo mismo involucrado). Hay algunos poderosos e importantes, y sin los cuales ni siquiera podríamos plantear la cuestión de su comentario.
Pero, en fin, Bataille escribió: “Quiero despertar la desconfianza más grande en contra de mí. Hablo únicamente de cosas reales; no me limito a procedimientos de la cabeza” (VI, 261).
¿Cómo no dejarse alcanzar por esta desconfianza? ¿Cómo proseguir simplemente la lectura, y después volver a cerrar el libro, o cómo anotar sus márgenes? Si tan sólo subrayo este pasaje, y si lo cito, así como acabo de hacerlo, ya lo traiciono, lo reduzco a un “estado de intelección” (como Bataille lo dice en otros lugares). Con todo, él mismo ya se había reducido a alguna cosa donde la intelección, ciertamente, no lo agota todo, mas no deja de vigilar su escena. En otro lugar, aún, Bataille escribe que la escritura es la “máscara” de un grito y de un no-saber. ¿Qué hace, luego, esta escritura que escribe eso mismo? ¿Cómo no enmascararía aquello que, un instante, desvela? ¿Y cómo no enmascararía, a fin de cuentas, la máscara misma que dice ser, y que dice aplicar sobre un “silencio que grita”? El golpe es imparable, la maquinaria o la maquinación del discurso es implacable. Harto lejos de surgir y ensordecernos, el grito (o el silencio) fue velado en su nominación o en su designación, bajo una máscara menos reconocible aún cuando se ha pretendido mostrarla, nombrarla también a ella, para denunciarla.
El equívoco es, pues, inevitable; es insuperable. No es otra cosa que el equívoco del sentido mismo. El sentido debe significarse, pero lo que fabrica el sentido, o el sentido del sentido, si se quiere, en verdad no es otra cosa que “esta libertad vacía, esta transparencia infinita de aquello que, en definitiva, ya no tiene la carga de poseer un sentido” (VI, 76). Bataille no cesó de arrojar esta carga, no escribió sino para descargarse de ella –para alcanzar la libertad, para dejarse alcanzar por ella–, pero escribiendo, hablando, no podía sino cargarse otra vez de alguna significación. “Consagrarse por una posición de principio a este silencio y filosofar, hablar, es siempre turbio: el deslizamiento sin el cual el ejercicio no sería es entonces el movimiento mismo del pensamiento” (XI, 286). El equívoco es pasar por el pensamiento para despojar la experiencia del pensamiento. Es la filosofía, es la literatura. Y con todo, la experiencia despojada no es una estupidez –aun si en ella hay estupor.
El más mínimo comentario de Bataille lo implica en una dirección de sentido, hacia algo que sea unívoco. Por ello Bataille, cuando quiso escribir acerca del pensamiento con el cual entraba al máximo en comunidad, escribió Sur Nietzsche, en un movimiento que se dirigía esencialmente a no comentar Nietzsche, a no escribir acerca de él. «Nietzsche escribió “con su sangre”: quien lo critique o, mejor, quien lo padezca, no puede hacerlo más que sangrando a su vez.» «Que no siga dudándose ningún instante más: No se habrá compredido una palabra de la obra de Nietzsche antes de haber vivido esta disolución rebosante en la totalidad» (VI, 15, 22).
Pero ocurre lo mismo con todo comentario, del autor, del texto que sea. En un escrito, y también en un escrito de comentario (que todo escrito, a su vez, es más o menos), lo que cuenta, lo que piensa (en el límite, si es menester, del pensamiento) es lo que no se presta sin resto a la univocidad, ni por lo demás a una plurivocidad, sino lo que vacila bajo la carga del sentido, y la pone en desequilibrio. Bataille no cesa de exponer esto. A un costado de todos los temas que trata, a través de todas las cuestiones que debate, «Bataille» no es más que protesta contra la significación de su discurso. Si se quiere leerlo, si de entrada la lectura se rebela contra el comentario que ella es, y contra la comprensión que ella debe ser, debe leerse en cada línea el trabajo o el juego de la escritura contra el sentido.
Esto no tiene nada que ver con el sin-sentido, ni con el absurdo, ni con un esoterismo místico, filosófico o poético. Es, en la frase misma –paradójicamente–, en las palabras mismas y en la sintaxis, un modo a menudo torpe o torcido –en todo caso lo más oculto posible a la operación de un «estilo» (en el sentido acústico-decorativo del término, como dice Borges)–, es un modo de hacer fuerza en el sentido mismo, dado y reconocible, un modo de entorpecer o de oprimir la comunicación de este sentido, no primero a nosotros, sino a este sentido mismo, a su posibilidad de significar o de significarse. Y la lectura debe a su vez permanecer dificultosa, intrincada, y no debe dejar de descifrar, aunque siempre más acá del desciframiento. Esta lectura permanece presa en la extraña materialidad de la lengua, consiente a esta comunicación singular que no sólo se lleva a cabo a través del sentido, sino que a través de la lengua misma; o, más bien, que no es más que comunicación de la lengua consigo misma, sin despliegue de sentido, en una suspensión de sentido, frágil y repetido. La verdadera lectura avanza sin saber, abre siempre un libro como un corte injustificable en el continuum supuesto del sentido. Ella debe extraviarse en esta brecha.
Esta lectura –que ante todo es la lectura misma, toda lectura, entregada inevitablemente al súbito, fulgurante o deslizante movimiento de una escritura que la precede y que sólo volverá a encontrar re-inscribiéndola en otra parte y de un modo distinto, sólo ex-cribiéndola fuera de sí misma– esta lectura no comenta todavía (se trata del inicio de lectura, de un incipit siempre reiniciado), no está a la medida ni en la posición de interpretar, de significar. Es antes bien un abandono a este abandono a la lengua donde el escritor se ha expuesto. “No hay lisa y llana comunicación, lo que es comunicado posee un sentido y un color…” (II, 315) y sentido, aquí, quiere decir movimiento, avanzada). No sabe hacia donde va, y no tiene que saberlo. Ninguna lectura distinta es posible sin ella, y toda «lectura» (en el sentido de comentario, exégesis, interpretación) debe volver a ella.
Pero, así, Bataille y su lector ya se han desplazado con respecto al equívoco. No hay, por un lado, el equívoco del sentido –de todos los sentidos posibles, el equívoco de las univocidades multiplicadas por todos los “actos de intelección”–, y, por otro, el “equívoco” del sentido que se desprende de todo sentido posible. En definitiva, se trata de una cosa enteramente distinta, y que Bataille sabía: tal vez es aquello que antes de cualquier otra cosa él “sabía”, “sin saber nada”. No se trata de esta maquinaria necesaria e irrisoria del sentido que se propone encubriéndose, o que se enmascara significándose. Permanecer allí condena sin vuelta la escritura (seguramente, esta condena acosaba a Bataille), y también condena al ridículo o a lo insoportable la voluntad de afirmar una escritura velada a la intelección e idéntica a la vida (“Siempre coloqué en mis escritos toda mi vida y mi persona entera, ignoro lo que pueden ser problemas puramente intelectuales” VI, 261). Pues siempre se trata, aún, de un discurso lleno de sentido, y que vela la “vida” de la cual habla.
Lo que hay además —y sin el “saber” de lo cual Bataille no hubiera escrito, no más que lo que hubiera escrito quien sea— es lo siguiente: en verdad, el “equívoco” no existe, o no existe sino mientras el pensamiento considera el sentido. Mas ya no hay equívoco desde el instante en que queda claro (y esto queda claro, forzosamente, antes de toda consideración del sentido) que la escritura excribe el sentido tanto como inscribe significaciones. Excribe el sentido, vale decir ella muestra que de lo que se trata, la cosa misma, la “vida” de Bataille o el “grito”, y, en fin, la existencia de toda cosa de la cual “es asunto” en el texto (inclusive –es lo más singular– la existencia de la escritura misma) está fuera del texto, tiene lugar fuera de la escritura.
Sin embargo, este “afuera” no es aquel de un referente al cual remitiera la significación (así, la vida “real” de Bataille, significada por las palabras “mi vida”). El referente no se presenta como tal sino por la significación. Pero este “afuera” –excrito entero en el texto– es la infinita retirada de sentido por la cual cada existencia existe. No el dato bruto, material, concreto, reputado fuera de sentido y que el sentido representa, sino la “libertad vacía” a través de la cual el existente llega a la presencia —y a la ausencia. Esta libertad no es vacía en el sentido de que sería vana. Sin duda, no está ordenada a un proyecto, a un sentido ni a una obra. Mas pasa por la obra del sentido para exponer, para ofrecer desnudo, el inempleable, el inexplotable, ininteligible e infundable ser del estar-en-el-mundo. Que hay –el ser, o ser, o incluso seres, y singularmente que hay nosotros, nuestra comunidad (de escritura-lectura): eso provoca todos los sentidos posibles, eso es el lugar mismo del sentido, pero que no tiene sentido.
Escribir, y leer, es estar expuesto, exponerse a este no-haber (a este no-saber), y, así, a la “excripción”. Lo excrito está excrito desde la primera palabra, no como un “indecible”, o como un “ininscribible”, sino, al contrario, como esta apertura en sí de la escritura a sí misma, a su propia inscripción en tanto que la infinita descarga del sentido –en todos los sentidos que puede darse a la expresión. Escribiendo, leyendo, excribo la cosa misma –la “existencia”, lo “real”— que no es sino excrita, y donde este ser es lo único que está en juego en la inscripción. Inscribiendo significaciones, se excribe la presencia de lo que se retira de toda significación, el ser mismo (vida, pasión, materia…). El ser de la existencia no es impresentable: se presenta excrito. El grito de Bataille no está oculto ni sofocado: se hace escuchar como el grito que no se escucha. En la escritura, lo real no se representa, presenta la violencia y la retenida inauditas, la sorpresa y la libertad del ser en la excripción donde la escritura a cada instante se descarga de sí misma.
Pero “excrito” no es una palabra de la lengua, y tampoco se puede, como estoy haciéndolo aquí, fabricarla sin ser desollados por su barbarie. La palabra “excrito” no excribe nada y no escribe nada, realiza un gesto torpe para indicar lo que debe solamente escribirse, en el siempre incierto pensamiento mismo de la lengua. “Queda la desnudez de la palabra escribir”, escribe Blanchot[2], que compara esta desnudez con aquella de Doña Edwarda.
Queda la desnudez de Bataille, queda su escritura desnuda, que expone la desnudez de toda escritura. Equívoca y clara como una piel, como un placer, como un miedo. Pero la comparación no es suficiente. La desnudez de la escritura es la desnudez de la existencia. La escritura está desnuda porque “excribe”, la existencia está desnuda porque está “excrita”.
De una a otra pasa la tensión violenta y ligera de esta suspensión del sentido que forma todo el “sentido”: este gozo tan absoluto que no accede a su propio goce sino perdiéndose en él, volcándose en él, y que se presenta como el corazón ausente (la ausencia que late como un corazón) de la presencia. Es el corazón de las cosas que existe excrito.
En un sentido, Bataille debe estar presente con esta presencia, que aparta la significación, y que sería, ella misma, la comunicación. No una obra recogida, hecha comunicable, interpretable (todavía, las “Œuvres complètes”, tan valiosas y tan necesarias, provocan un malestar: comunican completo aquello que no fue escrito más que por pedazos y por venturas), sino por el paso finito de una excripción de la finitud. En ella se descarga un goce infinito, un dolor, una voluptuosidad tan reales que tocarlos (leerlos excritos) nos convence enseguida del sentido absoluto de su no significación.
En un sentido aún, es Bataille mismo muerto. Es decir, la exasperación de cada momento de lectura en la certeza de que el hombre existió, de que escribió lo que se lee, y la evidencia desconcertante de que el sentido de su obra y el sentido de su vida son la misma desnudez, el mismo desnudamiento de sentido que además las separa la una de la otra —con toda la distancia de una e(c)scritura.
Bataille muerto y sus libros entregados de modo tal que su escritura los abandona: es la misma cosa, es el mismo interdicto de comentar y de comprender (es el mismo interdicto de matar). Es la misma detención implacable y jovial que debe darse a toda hermenéutica, para que la escritura (y) la existencia, otra vez, puedan exponerse: en la singularidad, en la realidad, en la libertad del «destino común de los hombres» (XI, 311).
Hablando de la muerte de Bataille, Blanchot escribe: «La lectura de los libros debe abrirnos a la necesidad de esa desaparición en la cual se retiran. Los libros mismos remiten a una existencia[3]».
*En: Une Pensée Finie, París: Galilée, 1990, pp. 55-64.
[1] L’entretien infini, París: Gallimard, 1970, pág. xxxvi.
[2] Après-coup, París: Minuit, 1983, pág. 91.
[3] L’amitié, París: Gallimard, 1973, pág. 327.

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