lunes, 19 de septiembre de 2011

Nancy, J.-L., Resurrección de Blanchot.


En: La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1).  Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2008, pp. 151-164.




Resurrección de Blanchot1


El motivo de la resurrección no parece tener, en principio, mayor lugar en Blanchot. Al menos lo encontraremos con poca frecuencia a lo largo de los textos llamados “teóricos”. Está más presente, quizás, en los relatos, a lo largo de los cuales, sin embargo, los temas no se dejan aislar tanto como tales. No obstante, la resurrección es indisociable en esta obra de la muerta y del morir, temas que estamos más acostumbrados a asociar al nombre de Blanchot. Y si el morir a su vez no solamente es indisociable de la literatura o de la escritura, sino consubstancial a ella, no lo es sino en la medida en que se involucra en la resurrección y no hace más que seguir su movimiento. Cuál sea ese movimiento, es a lo que intento acercarme, dejando de lado, no obstante, el proyecto de constituirlo en una economía integral a través de la obra de Blanchot, cuestión que sería objeto de un libro entero.
Tomemos de entrada el tono mayor: la resurrección de la que se trata no escapa a la muerte, ni sale de ella, ni la dialectiza. Por el contrario, forma el carácter extremo y la verdad del morir. Va hacia la muerte no para atravesarla, sino para, al abrirse paso en ella de modo irremisible, resucitarla. Resucitar la muerte difiere de cabo a rabo de resucitar a los muertos. Resucitar a los muertos consiste en volverlos a la vida, en hacer resurgir la vida allí donde la muerte la había suprimido. Es una operación prodigiosa, milagrosa, que sustituye por una potencia sobrenatural las leyes de la naturaleza. Resucitar la muerte es una operación completamente distinta, si es que se trata de una operación. En todo caso, no lejos de este concepto, es con seguridad una obra en su desobramiento esencial. Al desobramiento mismo, de hecho, no podemos comprenderlo sino a partir de la resurrección de la muerte, si, por medio de la obra, “la palabra da voz a la intimidad de la muerte”2.
Ahora bien, la “resurrección de la muerte” constituye en Blanchot una formulación rara pero decisiva. Incluso quizás la haya pronunciado sólo una vez, pero de modo tan decisivo y contundente que esa aparición única le habrá parecido suficiente –al mismo tiempo demasiado arriesgada para no devenir peligrosa al ser repetida. Porque es peligrosa, es bien sabido, y puede abrir todos los equívocos. Blanchot lo sabe, trata de prevenir ese riesgo, aunque no sin tomar un aspecto cuidadosamente e incluso, podríamos decir, con delicadeza calculada. Este aspecto es el que conserva al menos en parte la raíz monoteísta y, más precisamente, cristiana del pensamiento de la resurrección.

Tenemos que empezar por detenernos un momento, sin que eso excluya que, más adelante, se vuelva de modo detallado sobre esta proveniencia cristiana. Ya que Blanchot habría podido mantenerla en silencio, incluso suprimirla completamente sustituyendo la “resurrección” por cualquier otro término, entre los que podemos pensar que podría haber sido, por ejemplo, el “desobramiento” –“obra sin acabamiento” – o la “locura”, o bien el “insomnio”, el “regreso” o la “inversión”3, o incluso el “reconocimiento”, tal como Christophe Bident lo empleó para discernir el movimiento y la “extravagancia”4. Hasta cierto punto, esta sustitución sería pensable y levantaría toda hipoteca religiosa. No obstante, se ve claramente que se habría perdido el lazo inmediato y manifiesto con la muerte cuya resurrección designa expresamente la liberación y la salida. Todo parece suceder como si no fuera posible exceptuar un término destinado a funcionar como un operador lógico en una relación con la muerte postulada como esencial a la escritura – no menos que en una relación con la escritura (con la palabra, el grito, el poema) postulada como esencial al morir o a la mortalidad del hombre. Eso, sin embargo, en todo caso no es suficiente: hay que tener muy en cuenta lo que, por el hecho mismo, no puede sino funcionar también asumiendo un motivo teológico.
Habría que extender aquí el examen al conjunto de la presencia teológica, o bien, si puedo decirlo, teomorfológica, en el texto de Blanchot. Eso sería para otro trabajo. Encuentro únicamente, respecto de la resurrección, que esa presencia se precisa de manera muy singular en las cercanías de ese motivo. Se precisa a través de una referencia evangélica expresa en el personaje que podríamos llamar epónimo de la resurrección: el Lázaro del Evangelio de Juan. De hecho, Lázaro aparece en principio al mismo tiempo que la primera aparición de la expresión “muerte resucitada”. Esto sucede en la obra temprana porque es en 1941, en la primera edición de Thomas l´Obscur5. El texto será conservado en la segunda edición, en la que serán sin embargo modificadas las dos frases por las que se encuentra precedido y seguido el enunciado que nombra a Lázaro. Lo que da cuenta de la atención prestada por el autor a la frase que sigue, y cuyo sujeto es Thomas: “Caminaba, único Lázaro auténtico cuya muerte misma había sido resucitada”.
Precisemos rápidamente que seis líneas mas arriba, el texto llevaba estas palabras: “…aparecía en la puerta estrecha de su sepulcro, no resucitado, sino muerto y con la certeza de ser arrancado al mismo tiempo a la muerte y a la vida”. Esta última frase transforma un poco, aligerándolo, el giro de la primera edición en la que se encuentra también invertido el orden de las palabras: “a la vida y a la muerte”. El aligeramiento consiste en la modificación de esa modalización incisiva: “… teniendo bruscamente, a través del rayo fulminante más despiadado, el sentimiento de que era arrancado…”. Estas precisiones micrológicas son instructivas: si la puerta del sepulcro sigue recordando el episodio evangélico tanto como el nombre Lázaro, sin embargo la conciencia de Thomas pasó de un “sentimiento” a la “certeza”, y esta última se encuentra despojada de toda calificación “fulminante” y espectacular. De una especie de conmoción se pasa a la afirmación de una certeza –que nunca está, de modo general, muy separado del régimen de un ego sum cartesiano. De una impresión terrible, Thomas pasó a una especie de cogito muerto, en la muerte o de la muerte. Se sabe “arrancado” a la muerte como a la vida (de allí la importancia del cambio en el orden de los términos). Muerto, no está sin embargo hundido en la cosa “muerte”: se vuelve el sujeto muerto de un arrancamiento a la muerte misma. Es también por eso que no es resucitado, es decir que no recobra la vida después de haber atravesado la muerte: pero, manteniéndose en la muerte, avanza en la muerte (“caminaba”) y es la muerte misma la que se resucitada en ese “único Lázaro auténtico”.

La muerte es el sujeto; el sujeto no es o no es más su propio sujeto. Tal es la cuestión de la resurrección: ni subjetivación no objetivación. Ni “el resucitado” ni el cadáver –sino “la muerte resucitada”, como extendida sobre el cadáver y así vistiéndolo sin pertenecerle. Nada más. Wo ich war, soll es auferstehen.
El otro Lázaro, el del Evangelio, no es entonces auténtico: es el personaje de un relato milagroso, de una transgresión de la muerte y de una vida en ella que no vuelve a la vida, sino que hace vivir su morir como muere su vivir. Es así como “camina”. El texto prosigue, al conducir el capítulo (y al transformar también, al aligerar la primera versión, en la que, encima, el capítulo se encontraba lejos de su final): “Avanzada, pasando por debajo de las últimas sombras de la noche, sin perder nada de su gloria, cubierto de hojas y de tierra, yendo, bajo el descenso de las estrellas, con paso sostenido, el mismo paso que, para los hombres que no están envueltos con su sudario, marca la ascensión hacia el punto más precioso de la vida”. Este avanzar subterráneo y glorioso al medio del desastre camina con el mismo paso que aquel por el que vamos hacia la muerte. Thomas está envuelto con un sudario, como Lázaro, a pesar de que la marcha de los hombres es la de una “ascensión”, otro término cristiano que designa, esta vez, el avanzar propio del Resucitado por excelencia. Así, la separación del Evangelio no es más que en promedio una apelación renovada de su referencia. El auténtico Lázaro no es sin resto otro que el Lázaro resucitado por Cristo (por aquel que dice, en ese mismo episodio de Juan, “yo soy la resurrección”): resta en él algo de ese hacedor de milagros.
Pero no es precisamente éste el milagro. Es más bien el sentido que da al relato milagroso el relato de Thomas: ese sentido, o esa verdad, no es un atravesar la muerte, sino la muerte misma como atravesada, como transporte y como transformación, de ella misma retirada de su cosidad, de su positividad objetiva de muerte para mostrarse  -“punto más precioso de la vida”- como extremo donde se retoma y se desprende el acceso de la vida a lo que no es ni su contrario ni su más allá, ni su sublimación, sino solamente, y al mismo tiempo infinitamente, su revés y su iluminación por medio de su cara más oscura, la cara de Thomas, la que recibe una luz de tinieblas y que, por tanto, sabe renunciar a la única luz de las significaciones posibles.
¿Hay que precisarlo? Thomas l´Obscur  no propone otra cosa que la historia de una resurrección y más aún, la historia de la resurrección. Porque Thomas mismo es la resurrección, como ese Cristo de quien se retoma otra palabra a propósito de la muerte de Anne6, a pesar de que Anne es la resucitada, la muerte cuyo “cuerpo sin consuelo”7 es al mismo tiempo la presencia que “daba a la muerte toda la realidad y toda la existencia que formaba la prueba de su propia nada”8. Así prosigue el monólogo de Thomas que la vela: “No impalpable y disuelta en las sombras, ella se imponía a los sentidos siempre de nuevo”9. Ahora bien, esta última frase, que permite leer la afirmación de la fuerte presencia sensible del cuerpo, debe ser a su vez leída bajo la indicación expresa del narrador, precisamente que Thomas habla “como si sus pensamientos tuvieran una oportunidad de ser escuchados”10, y que por lo tanto, de acuerdo con esa oralidad, el plural de “a los sentidos” –fórmula por otra parte ligeramente insólita en ese lugar- deviene inaudible y se elide en un singular calculado para hacerse escuchar, sin imponer, no obstante, formalmente su concepto.
De todos modos, Blanchot nos lo confirmará: la resurrección designa el acceso al más allá del sentido, el avance sobre ese más allá por medio de un paso [pas] que sólo va hacia la repetición de su igualdad. De ese paso, lo sabemos, la escritura es la huella o la marca. Pero lo es, sin embargo, sólo en tanto que se abre sobre “un espacio donde, a decir verdad, nada tiene aún sentido, hacia lo cual sin embargo todo lo que tiene sentido se remota como hacia su origen”11. Dejemos de lado aquí la circunstancia por la que este texto de 1950 habla una lengua ligeramente distinta de aquella que Blanchot hablará más tarde. Esta diferencia de tiempo no es de hecho indiferente, y Blanchot lo ha notado12, sin que haya evitado, más bien al contrario, la impresionante insistencia, la notable obstinación de un pensamiento a través de variaciones. Entonces, lo que resta es que el espacio de la resurrección, aquel que la define y que la hace posible, es el espacio fuera del sentido que precede al sentido y que lo sucede –admitiendo que aquí anterioridad y posterioridad no tiene ningún valor cronológico, sino que designan un fuera-de- tiempo tan interminable como instantáneo, la eternidad en su valor esencial de sustracción. (Pero el señalamiento hecho de este modo al sujeto del desplazamiento de estos términos después del L´Espace littéraire debería abrirse sobre otra cuestión: hasta qué punto Blanchot procedió indudablemente así a una suspensión o a una interpretación del registro mítico. Aun así, más allá de la interrupción, ¿qué es lo que quizás, incluso sin duda, insiste y no puede sino insistir? Esta insistencia conduce en Blanchot a la del nombre de “Dios”, a la que habrá que volver en otra parte13.)

La vida sustraída al sentido, el morir de la vida que hace su escritura –no aquella del escritor solo, sino aquella del lector y, más aún, la del que no escribe ni lee, ya sea analfabeto o ya sea que haya abandonado toda faena erudita, la escritura, finalmente, definida a través del “morir de un libro en todos los libros”14 , al que responde también esta definición: “Escribir, ´formar´ en lo informal un sentido ausente” –esta vida es la vida retirada del sentido y que no resucita como la vida, sino que resucita la muerte: sustrae al deceso de la mortalidad el morir de la inmortalidad por el que, constantemente, conozco ese retiro radical del sentido, y con él la verdad misma. Lo conozco, lo comparto, es decir que retiro mi muerte, mi caducidad, a toda propiedad, a toda presencia propia. Así, es de mí mismo que soy separado y “transformo el hecho de la muerte”15 . De un modo doble: la muerte no me llega ya como el corte infligido a “mi”, sino que deviene la suerte común y anónima que no puede sino ser, y, a su vez, la muerte resucitada, en tanto me ausenta de mí mismo y del sentido, no sólo me expone a la verdad sino, de hecho, a ser la verdad yo-mismo –yo- mismo la gloria tenebrosa de la verdad en acto.
De un modo sutil, la vida de Blanchot, cuyo íntimo retiro permitió la afirmación y la exposición de una vida totalmente diferente, cuya ausencia declarada habrá comprometido la presencia pública más insistente de una vida retirada a la muerte de la existencia objetivada e identificada en la persona y en la obra, esa vida de Blanchot de este modo no escondida sino, por el contrario la más pública  de todas, fue una vida resucitada de su vivir por la publicación misma de su muerte siempre en la obra. Sin duda, esta actitud es ambivalente. Pero su coherencia y su sostenimiento no dejan de dar a pensar. Al menos, en forma constante, Blanchot nunca se guió por una reviviscencia ni un milagro, sino que supo comprender (si es que se podría decir “comprender” [comprende]; pero al menos se podría decir “tomar” [prende] su vida como de entrada muerta, y así retornada como resurrección.
Que no haya allí ni reviviscencia ni milagro, es lo que precisa el texto intitulado “Lazare, veni foras”, en L´Espace littéraire. Blanchot se aboca aquí a describir la lectura como el acto de un acceso a la obra “escondido, quizás radicalmente ausente, disimulado en todo caso, oscurecido por la evidencia del libro”16. Identifica la “decisión liberadora” de la lectura en el “Lazare, veni foras” del Evangelio 17. Esta identificación se abre entonces sobre un desplazamiento considerable, se abre entonces sobre un desplazamiento considerable, por el cual no se trata ya de sacar a un muerto de la tumba, sino de discernir la piedra misma del sepulcro como “la presencia” cuya “opacidad” no se trata de disolver sino de reconocer y afirmar en tanto que verdad de la transparencia esperada, o bien de la “oscuridad”  (la de Thomas, nuevamente) en tanto que “claridad” verdadera. Ahora bien, si la operación de leer, en tanto que revela, puede ser considerada como un “milagro” (palabra que Blanchot pone entre comillas, señalando a la vez una forma ordinaria de decir – “milagro de la lectura”- y la operación del Cristo en Lázaro), lo es sólo comprendiendo su revelación al grado de opacidad petrificada que también somos “quizás habiéndosenos aclarado el sentido de toda taumaturgia”. Blanchot lo señala o desliza de manera incidente. No obstante, no indica otra cosa que una puesta en claro de lo que el milagro quiere decir. “Taumaturgia”, ese término toma distancia y reubica el milagro evangélico del lado de una escena mágica o maravillosa (esta última palabra interviene unas líneas más adelante, también con un uso ligeramente despreciativo). En todo caso, señalemos, no obstante, que declina el nombre de Thomas, el que tratado a veces como la palabra antes que como nombre en el libro epónimo, no deja tal vez de señalar hacia una “maravilla” más maravillosa, por ser menos destellante, que todas las maravillas de los Evangelios o bien… de la literatura maravillosa. En todo caso, la consecuencia es que “el sentido de todo” milagro está dado por el de la lectura, es decir por ninguna operación que desafíe una naturaleza dada, sino por esa “danza con un compañero invisible” que caracteriza, para terminar18, la lectura “ligera”, precisamente no erudita entonces, no “atravesada por la devoción y cuasi-religiosa”19, la única lectura que no fija el libro como objeto de “culto”, que puede incluso ser “inculto” y que así se abre al retiro de la obra. El sentido del milagro es el de no dar lugar a ningún sentido que exceda o que desvíe el sentido común, sino solamente al suspenso del sentido en un paso de baile.
Esta imagen misma puede generar dificultades. Tiene algo de seducción muy inmediata para no ser demasiado fácil. Pero no deja de indicar lo mejor que puede el vínculo entre ligereza y gravedad en torno del cual Blanchot la esboza. De hecho concluye: “…allí donde la ligereza nos está dada, la gravedad no falta”20. Esta gravedad que no falta pero que se mantiene discreta se opone a  la gravedad pensada que fija el pensamiento sobre la cosa, sobre el ser, sobre la sustancia: del mismo modo, entonces, que a ese pensamiento fijado sobre la sustancia de la muerte y que piensa aligerado y consolarse por la taumaturgia de un pesado retorno a la vida. La gravedad danzante no hace piruetas frente a la tumba, muestra la piedra ligera, pone o siente, en la piedra pesada, el aligeramiento infinito del sentido. Tal es la oposición de la muerte resucitada a la resurrección del muerto.

Por ello, como se dice en otro texto, donde sucede “como si sólo en nosotros la muerta pudiera purificarse, interiorizarse y aplicar a su propia realidad esta potencia de metamorfosis, esta fuerza de invisibilidad que es su fuente profunda”21 . Sólo en nosotros: el contexto permite precisar que se trata aquí no solamente de nosotros en tanto que hombres, sino de nosotros en tanto que muertos. “Sólo nosotros”, es a la vez nosotros en nuestra soledad y nuestra desolación de muertos, y de mortales, “nosotros loa más perecederos entre todos los seres”22 como se dice a continuación. En este texto dedicado a Rilke, la gravedad ligera de la resurrección de la muerte es encomendada al poema y a su canto. “La palabra –escribe- da a la intimidad de la muerte”23. Esto sucede “en el momento del quiebre”, en el momento en que la palabra muerte. El canto del cisne habría sido siempre el bajo continuo del texto de Blanchot. Esto significa dos cosas, cuya reunión compone el difícil, extraño y obstinadamente evasivo pensamiento de la resurrección.
Por un lado, ese canto no canta, o bien ese paso [pas] no baila más que en el momento de quebrarse, en tanto que se quiebra, y no puede entonces transferir a su propio morir del cuidado de sostener su nota, de bailar su paso [pas]. Es necesario entonces que de este modo esté a lo largo de toda la escritura, es necesario que en cada punto se inscriba lo que se excribe: que no hay otra cosa que decir, ningún indecible ni ningún retorno de otra palabra de verdad que el dejar de hablar. Pero no hay punto de reposo en esa excripción, y la poesía – sive philosophia-  no es una palabra vana más  que en el punto donde por tanto ella muere. En este punto, el baile o el canto no persiguen arabesco alguno y en cierto sentido tampoco figuran. Su único contorno es el del dirigirse, un dirigirse  tendido y confiado a aquél, ésta o éste que está sin duda esperando. Como escribe Phillippe Lacoue-Labarthe respecto de otro texto de Blanchot: “…una especie de confidencia, o –lo que es lo mismo- de confesión. Este texto es meramente confiado, llama a una fe y a una fidelidad”24. Habrá que volver en otra parte sobre esa “fe” que presume evidentemente todo lo que implica la “resurrección” o sea cual fuera su nombre, la “poesía” o bien el aplanamiento de todos los nombres. Por ahora, digamos solamente que en efecto el morir  confía lo que la muerte, de hecho, roba y entierra definitivamente [sans apple]. El morir, es el llamado [apple].
Por otra parte, la resurrección no es solamente tomada como imagen cómoda o provocativa del léxico del milagro. Se propone a la vez como una reescritura de la Escritura Santa: una santidad sustraída de la maravilla religiosa, pero que sustrae también ella misma de la maravilla  un acceso no crédulo y sin piedad a lo que ya no conviene llamar “la muerte” –realidad de un irreal- sino el “consentimiento”, realidad de una correspondencia a lo real mismo del morir. Esta palabra es retomada a menudo en los textos evocados y en otros de Blanchot25. Llamada luego, sin duda, “paciencia de la pasividad”26 por medio de la cual es dado “responder a lo imposible y de lo imposible”27, el consentimiento no se somete ni se resigna: acuerda un sentido o un sentir. Se acuerda justamente con el sentido y con el sentir de lo insensible y del sentido en ausencia. No es otra cosa que la experiencia infinitamente simple, y por ello indefinidamente renovada, indefinidamente reinscribible en nosotros, de ser sin esencia y así de morir. La resurrección –o bien, digámoslo en griego, la anastasis, erige el morir como la piedra densa y pesada de la tumba, como la estela donde se inscribe para finalmente borrarse el nombre de una identidad imprescriptible e inescribible, siempre excrita. Esta estela erigida frente al vacío y sin más allá, sin consuelo, refuerza con todo su peso una desolación ya llevada muy lejos de sí misma y del lamento. Una infinitesimal,  discreta e insistente ligereza que hace al consentir de ese consentimiento con lo insensible. Que lo hace o que lo escribe, el escribir es el nombre, inconsistente como cualquier otro, pero inevitable –tanto como “poesía”, tanto como “santidad” -, del rechazo de toda creencia en una consistencia extraña al mundo. El consentimiento a la resurrección consiente ante todo al rechazo de la creencia, tanto como la fe recusa y excluye esa misma creencia. Pero, en realidad, la creencia nunca es creíble, y  en nosotros siempre hubo algo o alguien oscuro que lo supo en nuestro lugar. Siempre ese presentimiento de lo absolutamente increíble, que desafía definitivamente toda credulidad y que confiándose, absolutamente, nos ha escatimado la vía sin salida del consentimiento.
Si el consentimiento, o la resurrección –la surrección que erige la muerte en la muerte como una muerte viva–, tiene lugar en la escritura, o en la literatura, esto significa que la literatura soporta la cesación o la disipación del sentido. “Literatura”, aquí, no quiere decir “género literario”, sino toda forma de decir, de grito, de plegaria, de risa o de llanto, que sostiene – como se sostiene una nota, un acuerdo- ese infinito suspenso del sentido. Se entiende, este sostener pertenece más a la ética que a la estética – pero para terminar, él desbarata y deshace también esas categorías. Se podría decir todavía de otro modo: aunque esas categorías pertenezcan a la filosofía, nos señalan también que la onto-teología filosófica practica el embalsamiento, o la metempsicosis, o bien el escape del alma –pero nunca la resurrección. Las prácticas metafísicas designas siempre un en-adelante, el futuro de un renacimiento, un modo de lo posible y de la potencia, mientras que la literatura no escribe más que el presente de lo que ya nos ha sucedido, es decir lo imposible donde muestro ser consiste en desaparecer.






1 Pronunciada en Enero de 2004, al inicio del ciclo de conferencia dedicadas a Maurice Blanchot, en el Centro George-Pompidou, bajo la dirección de Cristophe Bident.
2 Maurice Blanchot, L´Espace littétraire, Paris, Gallimard, 1995, p.193.[Hay traduccion castellana: M. Blanchot, El espacio literario, Paidós, Buenos Aires, 1969, p. 139 Trad. V. Palant y J.Jinkins.]
3 Sin ser demasiado preciso, indico sólo de prisa cinco referencias para estos cinco términos, todas tomadas de L´Espace littéraire, páginas 99, 227, 244, 367,50. [Trad. Cit. pp. 75, 162, 174, 258, 41]
4 Cf. Reconnaissances -Antelme, Blanchot, Deleuze, París, Calmann-Lévy, 2003. [Hay traducción castellana: Christophe Bident, Reconocimientos –Antelme, Blanchot, Deleuze, Arena Libros, Madrid, 2006. Trad. Isidro Herrera]
5 Edición difícil  de encontrar y que Christophe Bident me hizo el favor de acercarme (Páris, Gallimard, 1941). El pasaje se encuentra en la p. 49;  reaparece en la p. 42 de la segunda edición, Páris, Gallimard, 1950. [Hay traducción castellana de la segunda edición: Maurice Blanchot, Thomas el oscuro, Pre-texto, Valencia, 2002, p. 32. Trad. Manuel Arranz]
6 Cf. La segunda edición, p. 100. [Cf. Thomas el oscuro, trad. cit. p. 71]
7 Ibid. loc .cit  [Trad. cit. p. 71]
8 Ibid., p.101  [Trad. cit. p. 72]
9 Ibid. loc. cit  [Trad. Cit. P. 72]
10 Ibid., p. 99 [Trad. Cit. P.71]
11 . “Lire, en L´Espace littéraire, op. Cit. P. 258 [Cf. El espacio literario, trad. cit. p. 183]
12 Cf. Por ejemplo, L’Écriture du desastre, Paris, Gallimard, 1969, p.97. Pero en el mismo libro, se encuentra más que una atestación del pensamiento llamado de la “resurrección”. Así en la página 214, cuando se dice que el K. de El castillo “está muy cansado por poder morir: porque el advenimiento de su muerte no se convierte en inadvenimiento  [inavénement] interminable”, ese “inacontecimiento” es la “resurrección”. Se mantiene tanto como se produce, entre 1950 y 1980, un borramiento parcial del léxico y de la referencia cristianos. Como lo indica Christophe Bident respecto de Thomas, más allá de la segunda edición, “su nombre crístico se borra en adelante frente a otras figuras, ateas, de generosidad. Serán llamadas el último hombre, o el amigo” (Maurice Blanchot partenaire invisible, Seyssel, Champ Vallon, 1998, p, 290). Queda una cuestión por apreciar, la de ese “borramiento” mismo, la de su modalidad y su posibilidad, de lo que advenga en el paso de un nombre propio a un sustantivo común, y, en general, del tenor de tal sustitución “atea” que no dejaría de asegurar una continuidad indiscutible, aquella, precisamente, del pensamiento de la muerte. [Hay traducción castellana del libro de Blanchot: La escritura del desastre, Monte Ávila, Caracas, 1987. Pp. 55-56 y p. 121, respectivamente. Trad. Pierre de Place]
13  Cf. Supra “El nombre de Dios en Blanchot”. Respecto de la cuestión del mito en Blanchot, se podría retomar la discusión abierta por Daniela Hurezanu en Maurice Blanchot et la fin du mythe, Nouvelle- Orléans, Presses Universitaires du Nouveau Monde, 2003.
14 L´Écriture du desastre, p. 191. Cita siguiente, p.71 [ Cf. La escritura del desastre, trad. Cit. Pp. 107 y 42, respectivamente]
15 L´Éspace littéraire, op. cit. p.189 [Cf. El espacio literario, trad. Cit, p. 136]
16 L´Espace littéraire, op, cit, p. 257. Todas las citas que siguen a continuación provienen de esta página y la siguiente. [Trad. cit., p. 182-183]
17 Que Blanchot cite el latín de la Vulgata antes que el griego o el francés da cuenta a la vez de una época y de una personalidad impregnada de hábitos católicos. Otros lugares de su obra hacen patente este mismo sentido, y algún día esto ameritaría un examen más preciso.
18 Ibid. p. 261 [Trad. cit. p. 185]
19 Ibid. p. 260, como las citas que siguen. [Trad. cit. p. 185]
20 Ibid. p. 261  [ Trad. cit. p. 185]
21 .Ibid. p.193. [Trad. cit. p. 138]
22 Ibid .loc. cit
23 Ibíd p. 193 [Trad. Cit p. 139]
24 “Agonie terminée, agonie interminable” en Christophe Bident y Pierre Vilar (dir), Maurice Blanchot-  Récits critiques, Paris, Farago/ Léo Scheer, 2003, p. 448.
25 Cf. Ibid.
26 Cf..L´Écriture du desastre, op. cit ., p.35 [Trad. cit. p. 23]
27 Ibid, p. 37. [Trad. cit. p. 34]

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