lunes, 19 de septiembre de 2011

Nancy, J.-L., El nombre de Dios en Blanchot.



En: La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1).  Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2008, pp.  145-150.


El nombre de Dios en Blanchot*


Este título no es una provocación, tampoco abarca una empresa insidiosa de captación. No se trata de intentar deslizar a Blanchot del lado de esa nueva corrección (por ende indecencia) política  que toma la forma de un “retorno a la religión”, tan débil y tan insípido como todos los “retornos”.
Se trata simplemente de considerar esto: el pensamiento de Blanchot es demasiado exigente, vigilante, inquieto y en alerta, como para no creer que tenía que limitarse a lo que se impuso, en su tiempo, como una corrección, atea o como un buen tono de profesión antirreligiosa. No implica, sin embargo, que ese pensamiento quedara tomado, bajo el título que sea, en una profesión o en una confesión de sentido inverso. Blanchot, ciertamente, afirma un ateísmo, pero no lo afirma sino para conducir mejor a la necesidad de descartar juntos y enfrentados tanto el ateísmo como el teísmo.
(Esto sucede en un texto importante de L´entretien infini, “El ateísmo y la escritura. El humanismo y el grito”, donde el ateísmo se asocia a la escritura. Volveré a él, aunque sin citar ni analizar el texto, y tampoco ningún otro: en el espacio y en el contexto de esta nota, no se trata de emprender un análisis. Me basta con aludir a algunos topoi blanchotianos con el fin  de esbozar una dirección para un trabajo que vendrá más adelante.)
Separar en conjunto el ateísmo y el teísmo, es considerar ante todo el punto por el cual el ateísmo de Occidente (o el doble ateísmo del monoteísmo: aquel que éste suscita y aquel que guarda) hasta aquí nunca opuso o sustituyó a Dios con algo distinto a otra figura, instancia o Idea de la puntuación suprema de un sentido: de un fin, de un bien, de una parusía –es decir una presencia completa, y, particularmente, la presencia del hombre. Es por esta  misma razón que la asociación del ateísmo a la escritura – asociación provisoria y preliminar a la disposición conjunta de las pretensiones teístas y ateas- tiene por asunto involucrar al ateísmo del lado de un ausentamiento del sentido del que es cierto que hasta aquí no fue capaz ninguna figura notable del ateísmo (salvo, para una parte, esta figura, tan próxima de Blanchot, de la ateología de Bataille –de la que no diré nada más aquí)
El “sentido ausente”, esta expresión a veces arriesgada por Blanchot, no designa un sentido cuya esencia, o cuya verdad, se encontraría en la ausencia. Esta última, en efecto, se transformaría ipso facto en un modo de la presencia no menos consistente que la presencia más segura, la más existente [étante]. Pero un “sentido ausente” tiene sentido* en y por su ausencia misma, de modo que, finalmente, no puede evitar “tener sentido”. Es aquí que la “escritura" designa en Blanchot –y en esta comunidad de pensamiento que lo une tanto a Bataille y Adorno, como a Barthes y Derrida- el movimiento de exposición a esa fuga de sentido que retira al “sentido” la significación para darle sentido que retira al “sentido”  la significación para darle el sentido mismo de esa fuga tanto como la presencia. Ni el nihilismo ni la idolatría de un significado (y/o de un significante). He aquí la apuesta de un “ateísmo” que debe retirar de sí mismo la posición de la negación que profiere, y la seguridad de toda clase de presencia sustitutiva a la de Dios –es decir a la del significante de la absoluta significación o significabilidad.
Ahora bien sucede que si el texto de Blanchot está exento de todo interés en la religión (más allá del hecho de que una cultura cristiana y precisamente católica se entrevé aquí o allá de modo notable, lo que deberá ser examinado luego), el nombre de Dios, en cambio, no está meramente ausente: precisamente se podría afirmar que sostiene en ese texto el lugar muy particular de un nombre que se fuga y que sin embargo vuelve, que se encuentra cada vez (poco frecuentemente, pero suficientemente como para que se lo note) cerradamente lejano, luego evocado en su lejanía misma, como el lugar o como el índice de una forma de intriga del ausentamiento del sentido.
(Una vez más, si aquí está vedada la entrada en los textos, sugiero simplemente que se relea rápidamente tanto Thomas l´Obscur- primera y segunda versión- como L´entretien infini y Le écriture du désatre, o Le dernier à parler, para verificar al menos de modo formal la presencia del nombre de Dios –a veces incluso meramente latente- y los aspectos manifestante diversos, complejos, incluso enigmáticos de su rol o de su tenor).
Si el nombre de Dios viene en lugar de un ausentamiento del sentido, o como en la línea de fuga, se trata ante todo de que ese nombre no concierne a una existencia sino precisamente a la nominación –que no sería la designación ni la significación – de ese ausentamiento. Para ello no hay ninguna “cuestión de Dios” que debiera venir a plantearse como la cuestión ritual de la existencia o de la no-existencia de un ente supremo. Semejante cuestión se anula a sí misma (lo sabemos desde Kant, de hecho bastante antes de él), ya que un ente supremo debería aún encontrarse en deuda con su ser o con el ser mismo en alguna instancia o con alguna potencia (términos evidentemente muy impropios) imposible de ubicar en el orden de los entes.
Por ello el don más precioso de la filosofía consiste, para Blanchot, no, incluso en una operación de negación de la existencia de Dios, sino en un mero desvanecimiento, en una disipación de esa existencia. El pensamiento sólo piensa a partir de allí.
Blanchot no postula ni autoriza ninguna “pregunta de Dios”, pero a su vez, postula y dice que esa cuestión no se postula. Lo que quiere decir que no es una pregunta, y que no responde a un esquema del requerimiento de una asignación en el ser (“qué es? O ¿hay?”). Dios no puede ser juzgado por medio de una pregunta. Eso no quiere decir que dependa de una afirmación que respondería anteriormente a la pregunta. Y tampoco de una negación. El problema no es si hay Dios. Se trata, de modo bien diferente, de que hay o más bien de que se pronuncia del nombre de Dios. Ese nombre responde a una deposición de la pregunta, sea la pregunta por el ser (¿qué?), la pregunta por el origen (¿por qué?) o la pregunta por el sentido (¿para qué?). Si toda pregunta vislumbra un “que”, alguna cosa, el nombre de Dios respondería al orden, al registro o a la modalidad de lo que no es o bien de lo que no tiene ninguna cosa.
En este sentido, por otra parte, ese nombre rodea a veces en Blanchot palabras como “ser” (tal como la retoma Heidegger), o “neutro”. Tampoco para ellas puede postularse la pregunta, en tanto está ya en ellas, depuesta. Pero son palabras (conceptos) mientras que “Dios” es un nombre (sin concepto). El nombre de Dios debe representar aquí, entonces, algo diferente a un concepto, y, más precisamente, debe cargar y agudizar un carácter propio al nombre como tal: en la extremidad y en la extenuación de la significación.
Sin duda, con este nombre sucede lo mismo que con aquel de Thomas, que podríamos calificar de héroe epónimo de la escritura blanchotiana. En el relati titulado Thomas l´Obscur, relato en el que el nombre de Dios aparece y opera en distintas reiteraciones, el nombre de Thomas se encuentra a veces designado como “la palabra Thomas”. La palabra thauma, en griego, la maravilla, el prodigio, el milagro. En tanto que concepto, “Thomas” presenta el milagro o el misterio del nombre en tanto que nombre.

El nombre de Dios es llamado por Blanchot, al pasar, “demasiado imponente”. Esta cualificación mezclada con temor o reverencia abre dos interpretaciones. O bien ese nombre impone demasiado porque pretende imponer e imponerse como la clave de bóveda de un sistema entero de sentido, o bien es majestuoso y temido en la medida en que se revela la no-significancia de los nombre. En el segundo caso, ese nombre nombra una potencia soberana del nombre por medio de la cual se hace signo –lo que difiere totalmente de significar- hacia ese ausentamiento del sentido tal que ninguna ausencia puede venir a suplir una presencia supuestamente perdida o recusada. “Dios” no nombraría entonces ni el Dios sujeto del sentido ni la negación de este último a favor de otro sujeto del sentido o del sinsentido. “Dios” nombraría aquello –éste o ésta- que, en el nombre, escapa a la nominalización misma, a pesar de que ésta pueda siempre confinar al sentido. En función de lo dicho, ese nombre des-nominalizaría el nombre en general, persistiendo al mismo tiempo en nombrar, es decir en llamar. Lo que es llamado y hacia lo que es llamado no lo es en vistas a ninguna otra cosa que lo que Blanchot designa a pasar como “el vacio del cielo”. Pero el llamado a ese vacío, y en él, pone en ese nombre una suerte de puntuación última –aunque sin última palabra…- en ese abandono del sentido que forma a su vez la verdad de un abandono al sentido en tanto que este último se excede. El nombre de Dios señalaría o proferiría ese llamado.

En la conjunción del ateísmo y la escritura, Blanchot conjuga, en el mismo texto y bajo el mismo título, la del humanismo y el grito. El humanismo del grito sería el humanismo que abandona toda idolatría del hombre y toda antropoteología. Si bien no está exactamente en el registro de la escritura, tampoco está en el del discurso –pero grita. Precisamente, “grita en el desierto” escribe Blanchot. No es por azar que de este modo retome una fórmula notable del profetismo bíblico. El profeta es aquel se habla por Dios, aquel que anuncia a otros el llamado y el recuerdo de Dios, aquel que anuncia a otros el llamado y el recuerdo de Dios. Ningún retorno a la religión se insinúa de este modo: más bien, intenta sustraer de la herencia monoteísta su carácter esencial y esencialmente no religioso, el carácter de un ateísmo o de lo que podríamos llamar un ausentismo más allá de toda posición de un objeto de creencia o de increencia. Casi a pesar suyo, y como sobre el nombre de Dios –sobre el inaceptable nombre de Dios- ya que supo que era necesario aún nombrar la llamada innombrable, la llamada interminable a la innominación.



* Publicado en Le magazine littéraire, nº 424, número especial” Maurice Blanchot”, París, Octubre, 2003.
* Faire sens, literalmente hacer sentido” (N. de la T.) 

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