En: La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1). Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2008, pp. 203-214.
UNA EXENCIÓN DE SENTIDO1
No hay sentido más que compartido. Pero ¿qué quiere decir compartir y qué sentido propone? Quizás las dos cuestiones se abarquen mutuamente: a saber que no se comparte más que lo que se divide en esa partición, eso que se separa de sí, liberado de su cumplimiento en una significación final o central. Un valor de fin o de centro, de modo general, es un valor de sentido –en el sentido en que sentido se entiende como concentración y cristalización de un valor absoluto: es necesario un valor que valga por sí mismo, que no sea relativo a ningún otro, para que se afirme, se cumpla y se alcance el movimiento por el cual el sentido o el valor (ya sea que tomemos esas palabras, o ese nombre doble para un mismo concepto, sobre el registro de la lengua, de la ética o de la metafísica) remite a un horizonte o a un sujeto en el que se absorbe y en cuya sustancia, finalmente o de un capital. En realidad, no por azar tocamos así el orden del valor monetario y, en consecuencia, el orden de la equivalencia general que forma la condición de una economía monetaria, la cual, a su vez, parece regular hoy el horizonte del sentido y de su reparto.
El valor o el sentido sólo puede ser absoluto de dos maneras: o bien en el orden de un valor supremo, último, que mide todo lo demás sin ser él mismo medido por nada, o bien en el régimen de una equivalencia general, en la que todo vale a la vez que el valor consiste en producir valor y en reproducir esa productividad. El primer sentido se deposita en la palabra alemana Würde, cercana a la palabra Wert que significa valor, y con la que Kant designaba la dignidad absoluta que ponía en la “persona humana”. El segundo sentido se deposita en la palabra “capital”, que designa también, por metonimia, el proceso de una valorización indefinida de la producción de valor de intercambio.
Deberíamos decir también, para ser más precisos: el valor absoluto de la persona, que constituye también, traspuesto en términos marxianos, el valor incalculable agregado por el hombre en la obra (o bien como obra) es también aquella que el capital convierte en equivalencia general.
Y estamos así en el corazón de la tensión que desgarra hoy, ante y en nosotros, la historia, la política, la cultura, la propia ciencia, y el mundo: por lo tanto, el sentido o su verdad. Es decir, la tensión que distiende en sí misma la equivalencia de esos valores absolutos que los hombres supuestamente son.
Roland Barthes ubicada en conjunto de su trabajo bajo la insignia de una preocupación que llamaba “moralidad del signo”2 y que caracteriza como un cuidado del sentido reglado por un doble rechazo: el del “sentido sólido” (la significación adquirida y fijada) y el del “sentido nulo” (aquel, indica, desde los místicos de la liberación). Guardar, preservar el sentido tanto de ser completado como de ser vaciado, he aquí el ethos.
Respecto de esta “moralidad del signo”, no es vano señalar que ofrece una analogía con el cuidado del “decir simple” en el que Heidegger quería asimilar la exigencia de lo que él indica como el sentido o el valor originario de una ética. El acercamiento que sugiero de este modo (y que implica también a Lévinas) no molestará más que a aquellos para quienes los nombres de Heidegger o de Barthes están en principio saturados de un sentido o de un valor, sea cual sea. No hago esta sugerencia para entrar en la comparación que, evidentemente, no tardaría en encontrar la cuestión de una muy considerable diferencia de tono y, en consecuencia, de una diferencia de ethos tanto como de pathos, entre uno y otro. Lo sugiero únicamente para indicar que el cuidado del sentido –en torno del cual, lo sabemos bien, podría convocar a más de un nombre del pensamiento contemporáneo- no es un cuidado entre otros, sino definido por nosotros (“no otros”, como decía Niezsche, nosotros, los llegados tarde, nosotros los buenos europeos…) el cuidado mismo del pensamiento, la preocupación por su moralidad, por retener esa palabra, es decir, por una conducta y un tenor que estén a la altura de un tiempo para el cual el sentido, o el sentido del sentido, resulta problemático, inquietante o aporético.
Esta preocupación proviene de la conciencia de sí de nuestro tiempo como tiempo del nihilismo. El “nihilismo” designa eso que podemos llamar la perención del sentido. Es inútil extenderse: historia o destino, sujeto o proceso, valor mercantil o valor ético, incluso esa palabra, “ética”, tanto como aquella otra, “estética”, y para terminar esta lista de derecho interminable, el sentido significado como sentido sensible y sentido direccional, nuestra condición de pensamiento y por ende de moralidad reencuentra de cualquier manera una perención del sentido, a menos que se rechacen las vanas operaciones de restauración o bien a las caricaturas de las encantaciones. A menos que, del mismo modo, se rechacen tanto las versiones trágicas o cínicas del nihilismo (el heroísmo sublime o la burla de la catástrofe) como las teologías negativas que relevan el sentido fuera del sentido. De cualquier modo, el sentido o los sentidos están perimidos: ya no son válidos, no tienen curso en el mercado, o meramente, miserablemente, un curso forzado destinado a enmascarar la miseria real.
La conciencia de sí de un tiempo, no dice toda su verdad como tampoco la de un individuo. Pero indica al menos si lugar: a saber, para nosotros hoy, en la necesidad de entender de otro modo el sentido, o el sentido del sentido.
Es por eso que encontré en esta ocasión en la que tengo de hablar en el Centre Roland Barthes un Kairós que me lleva a retomar una de las expresiones de las que él mismo se sirvió con el fin de intentar abrir la vía a otra concordancia o a otra escucha del sentido – a saber, “una exención de sentido”.
Se me preguntará (ya se me ha preguntado) si no es preferible directamente renunciar al “sentido”, no en beneficio de lo insensato (como para agravar el nihilismo), sino en beneficio de una resistencia estoica en la ascesis de una verdad sustraída a todo sentido, o bien en beneficio de una diseminación infinita del sentido mismo. Se propone así desecar el sentido o bien esparcirlo en todos los sentidos, pero, en todo caso, renunciar a su concepto pesado, el más pesado de todos. Todavía nos llega la advertencia freudiana según la cual interrogarse sobre el sentido de la existencia, es estar ya en la neurosis. Parecería que sólo fuera posible hoy ignorar el sentido, o mantenerlo a distancia, o curarse de él (por no decir nada de los que querrían rehabilitarlo). De cierto modo, veo bien tomar en cuenta todos esos retiros o rechazos, y hacer de ellos otras tantas condiciones a priori –pero condiciones sin embargo por medio de las cuales reabrir, obstinadamente, el sentido del sentido. Entonces, más que confirmar de un modo u otro la perención del sentido, querría considerar una exención del sentido. Es la expresión que Barthes no da y ella debe retenernos tanto más en cuanto que nos ha dado él mismo un verdadero análisis, dejando su significación suspendida en algunas ocurrencias que debemos que llamar elusivas.
“La exención del sentido” es el título de un capitulo de L´Empire des signes3. Sin examinar el término así elegido, el capítulo está dedicado a caracterizar el vínculo con el sentido en el zen y en el haïku como un vínculo de distanciamiento: no el cruce ni la puesta en abismo de un sentido cuya negatividad o sublimación no dejaría de reformar, más allá, el aseguramiento de un significado último, ya sea silencioso, abierto, exagüe, similar a la muerte y a Dios juntos (lo que representaría el movimiento profundo de todo pensamiento occidental), sino el distanciamiento y el abandono del sentido mismo. La “exención” en este capítulo se opone claramente a la “invasión del sentido” que, en el capítulo precedente representa el acaparamiento imperioso, indiscreto y ávido de la significación que quiere interpretar sobre las simples palabras del haïku. Con la “exención del sentido”, debe tratarse del retiro de esa voluntad significante, del retiro de un querer decir que podría borrarse ante el decir. Barthes escribe: “El haïku no quiere decir nada”.
El querer decir, que Derrida había introducido en la misma época – de la que el 68 da la cifra y el sentido- como modo de traducción de la Bedeutung husserliana, indica, en el sentido, la prevalencia del querer sobre el decir. En el querer es la subjetividad quien se hace obra de sí misma: es la proyección de una interioridad supuesta como la realidad de una exterioridad (Kant definía la voluntad como la facultad de “ser por sus representaciones causa de la realidad de esas mismas representaciones”). El sentido en tanto que voluntad –es decir el sentido, absolutamente, tal como en principio lo comprendemos, “nosotros otros”– vuelve siempre a esa proyección auto-instituyente de la voluntad. Para tomar el ejemplo del más célebre y de lo más expuesto entre los sentidos recientemente caídos en perención, un sentido de la historia vuelve al cumplimiento, por la historia, de una voluntad ya dada: ese sentido procede así a la estricta anulación (en todos los sentidos de la palabra) de la historicidad misma. Del mismo modo, un sentido de la vida contiene la vida bajo la voluntad de su realización. En este sentido, todo sentido es mortífero, o incluso mórbido, como lo sugería Freud.
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Podríamos entonces quedarnos aquí y destituir el sentido. No es lo que hace Barthes. La expresión “exención del sentido” no es retomada en su valor propio. En el capítulo, fugitivamente se vuelve análoga a la de “perención del sentido” para designar el resultado de la operación zen de suspenso, de detenimiento o de despojo de la significación4. En general, la palabra cede paso al término “suspensión” y, cuando es retomada más adelante (en el capítulo “Tal”), la misma sustitución de “suspensión” es operada sin otro tipo de análisis. Cinco años más tarde en el texto titulado Le Bruissement de la langue, la palabra “exención” regresa cuando Barthes habla de un uso de la lengua que haría “entender una exención de sentido”. De una aparición a la otra, hay un desplazamiento de forma y de fondo. Desplazamiento de forma porque, de la fórmula “la exención del sentido”, se ha pasado a “una exención de sentido”. Desplazamiento de fondo porque, en 1975, se precisó que no se trata en el “horizonte”, es decir en el horizonte de lo que Barthes designa como “la utopía” del “murmullo de la lengua”, de una especie de confidencia puramente sonora del placer de la lengua, cuyo sentido no obstante no estaría excluido, pero formaría sin embargo “el punto de fuga del goce”.
Esta vez, entonces, se trataría de exención sin perención, y eso en un contexto que ya no pone en juego un contraste entre Oriente y Occidente, sino que intenta más bien, podríamos decir, una maniobra de desorientación de la occidentalidad significante. Paralelamente tampoco se trata de “la exención del sentido”, fórmula de una operación circunscrita y circunstancial, fórmula de una oportunidad de aferrar en el lenguaje, en la falla de su querer decir, y como un murmullo del decir a sí el grano de su voz.
¿Cómo comprenderla? ¿Cómo comprender una desorientación que no regresaría ni a un puro desvío (del género nihilista) ni a una reorientación (del género “salvación por el zen”, otra consigna nihilista)? ¿Y cómo comprender una exención que se mantendría de algún modo regulada por aquello de lo que ella se exime? Como lo he indicado, no quiero comentar a Barthes mismo. Retomo con mis propios riesgos una indicación que, voluntariamente o no, dejó suspendida y que está eximido de explicitar.
¿Cuál es el significado de “exención”? Lo conocemos bien.
Eximir es descargar una obligación, es franquear, exonerar un deber o una deuda. Para pensar una exención de sentido, es necesario, en primer lugar, que el sentido haya sido postulado en el registro de una obligación, de una inyunción cualquiera. Hacer sentido, producirlo o reconocer la instancia y la figura, ese sería entonces en principio para nosotros un imperativo. (Se podría mostrar que es la esencia del imperativo kantiano) De hecho, el reenvío a una razón o a un objetivo, a un origen o una destinación, a una referencia o a un valor, nos parecen indispensables en la constitución de un ser, incluso del ser mismo. Que el ser esté en vistas de algo, aunque sea de sí mismo, he aquí uno de los motivos más potentes de nuestro pensamiento –“nosotros otros los sedientos de razón”5. He aquí, de cierto modo, el esquema puro y simple de nuestro pensamiento tardío. Es así que el ser se resuelve siempre en deber ser, en poder ser o en querer ser – lo que comporta siempre también la dimensión de una producción y de una efectuación, de una realización del valor. Nos es necesario hacer sentido y producir sentido, o bien producirnos nosotros mismos como sentido. De cierto modo, el sentido se constituye siempre inevitablemente como sentido final, y el sentido final tiende él mismo, al menos de modo asintótico, a conducirse en tanto que sentido único.
Una exención de sentido consistiría entonces en un levantamiento de ese imperativo. No sería una negación de principio, sino solamente una descarga singular y excepcional.
Que la imaginemos como temporaria, espasmódica o rítmica, o bien que la representemos como investida solamente por algunos entre todos (esas son allí otras cuestiones), se trataría forzosamente de un privilegio. Pero ese privilegio no es menor: ya que, desde que la ley general autoriza excepciones, expone y es expuesta a un más allá de la ley que no sería ya reabsorbido. Ahora bien, la ley del sentido parece autorizar la excepción de dos maneras. Por un lado, termina siempre por remitir el sentido final fuera del lenguaje, en lo inefable.
Lo indecible o lo innombrable realiza el colmo del sentido.
Pero por otro lado, simétricamente, hay que renunciar a ese colmo del sentido para poder aún hablar. Entre lo no-decible de lo inefable y lo demasiado dicho de una última palabra (me refiero, evidentemente, a Blanchot), el decir mismo
Así la dignidad formalmente sublime de la “persona” y la circulación monetaria anónima presentan la doble faz de la economía del sentido indecible. Lo indecible o lo sobredecible hace la cólera –la enfermedad en efecto- de la imposición del sentido. Para resguardar el lenguaje, en los dos valores de la palabra “resguardar”*, hay que exceptuarse de su régimen final. Lo que se sustrae a la inyunción del sentido reabre la posibilidad de hablar.
En función de esto, el privilegio que confiere la exención es de deshacerse de la obligación de fin, y que, en el mismo gesto, paradójicamente, no dispensa de hablar, sino que, por el contrario, invita a la palabra renovada, pulida, siempre más afilada de exactitud, tanto en el concepto como en la imagen -palabra de escritor, de amante o de filósofo, poesía, plegaria o conversación-, pero de este modo siempre palabra más próxima de su nacimiento que de su cumplimiento, siempre más regulada por su enunciación que por su enunciado, por su retención que por su última palabra, por su verdad que por su sentido.
El querer decir dirigido por el sentido consiste siempre, para terminar, en un haber querido decir (“he dicho”, es la palabra del maestro). Una exención de sentido designa por el contrario un querer decir cuyo querer se funda en el decir y renuncia a querer, de modo que el sentido se ausenta y tiene sentido más allá del sentido. El más allá no es ya lo inefable, es un exceso de palabra, y, por lo tanto, no está ya más allá. En lugar de enunciar el fin de la Historia – en ambos sentidos de la palabra “fin”- el sujeto hablante, “nosotros otros”, abre otra historia, un nuevo relato, incluso un recitado. En lugar de perfeccionar un significado, recita su propia significancia y es ella que tiene su goce cuyo sentido deviene el “punto de fuga”.
El punto de fuga es la figura invertida de la última palabra. El goce tiende a esto, que no tiene última palabra y que sus palabras o sus silencios no son de conclusión sino de apertura y de llamado. No “he dicho” sino “dime” o “déjame decir”. No se dice (como en Sade) “gozo”, o bien “gozas”, para enunciar un sentido, sino que se lo dice en el fin de sentir en el decir el resonar del goce.
Del mismo modo que el goce es el placer que no es ni terminal ni preliminar, sino placer eximido de tener que empezar y terminar, del mismo modo el sentido gozoso es el sentido que no termina ni en la significación ni en lo insignificable. “Gozo-sentido”* como lo llama Lacan, pero también hay que entender que el goce es siempre el tener sentido de todos los sentidos.
Gozar es siempre sentir, y como sentir consiste siempre también en sentirse sentir, y supone entonces una alteración y una alteridad, gozar, es sentirse de del otro y en el otro.
El sentido; se trata de sentirlo pasar, y sin duda habría incluso que afirmar: el sentido en eso mismo: que se lo siente pasar, y que se siente él mismo pasar de uno a otro (de una a otra persona tanto como de uno a otro sentido).
Se podría llamar a esto “consentir”: no sería ni un consenso ni una sumisión, sino el consentimiento a sentir al otro y a ser sentido por él/ella, a sentido y sentirnos, así infinitamente en fuga de la fuga misma del goce cuyo escape forma del mismo modo el consentimiento a gozar. El sexo, en este sentido, tiene valor de sentido de los sentidos: no es que formaría el paradigma único, sino que le brinda la sintaxis. Es decir, el vínculo – por el cual el sentido reencuentra su sentido: no es otro que vínculo, reenvío y envío de uno a otro. El sentido no tiende a ninguna otra cosa que a una receptividad, una afectabilidad, una pasibilidad: lo que tiene sentido, viene hacia mí, me golpea, me desplaza, me provoca. La verdad es el toque instantáneo- el sentido es el movimiento que va y viene.
No hay sentido para uno solo, decía Bataille. Lo que hace sentido, es eso que no cesa de circular y de intercambiarse, como la moneda de hecho, pero como una moneda que tendría un valor inconmensurable a cualquier equivalencia. El sentido es compartido o no es. La dupla contrastada de lo inefable exclusivo y del equivalente general, o si se quiere, la dupla de la teología negativa y de la ontología monetaria, resulta de una descomposición del reparto o compartir mismo, del que ninguno de los sentidos cae de un solo lado. El sentido único, para terminar, es siempre unilateral, y no hace sentido más que por esa misma razón. No se trata tampoco de yuxtaponer sentidos múltiples. Se trata de lo siguiente: lo que hace sentido, es uno que habla u otro, así como lo que hace el amor, es que uno/a lo hace a otro/a. Y que uno sea otro cada vez y simultáneamente, sin que hablar del objetivo – no es determinar con el sentido. Tampoco de entenderse: es el de hablar nuevamente.
Eso, ya lo sabemos, y sin embargo, cuando nos encontramos ante una vacancia de sentido – ya sea que se trate de historia, de arte o de Estado, de sexualidad, de técnica o de bilogía - , quedamos desconcertados. No obstante es allí, precisamente, en el lugar de nuestro desasimiento, que la verdad está disponible, no al alcance de la mano ni al alcance de la voz, pero al alcance del lenguaje.
La lección es muy simple, como siempre, pero la tarea es de temer. No tenemos otra cosa que hacer, “nosotros otros”, que comprender y practicar el compartir del sentido – y del sentido del mundo. Esto no quiere decir el diálogo y la comunicación, que de ahora en más implican significados saturados y últimas palabras consensuales, pero eso quiere decir – o no quiere ya decir – otra cosa, por la cual la palabra solitaria y orgullosa vale tanto como la conversación común: que la verdad del sentido no es propiamente otra cosa que su reparto, su ser compartida, es decir a la vez su pasaje entre nosotros (entre nosotros siempre otros que nosotros mismos) y su dehiscencia interna y soberana por la que su ley hace derecho en su excepción, por la que el sentido se exime de sí mismo para ser lo que es, y por medio de la cual su goce ya no es su resultado sentido sino el ejercicio de su sentido mismo, de su sensibilidad, de su sensualidad y de su sentimiento. Es incluso Barthes quien hablaba de “amor de la lengua”: ese amor bien vale, es momento de decirlo, aquel del prójimo, aún si no tiene todo el valor o el sentido. He aquí, si me animo aún a decirlo así, la moralidad para nuestro tiempo – y más que la moralidad.
1 Leído en su primera versión en enero de 2003 en el Centre Roland Barthes dirigido por Julia Kristeva, en la universidad Paris-VII
2 Roland Barthes, Roland Barthes par Roland Barthes, Paris, Le Seul, 1975, p. 101. [Hay traducción castellana: Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Paidós, 2004. Trad. Julieta Sucre]
3 Le estoy agradecido a Jean-Pierre Sarrazac por sus preciosas indicaciones sobre las apariciones y los contextos de esa expresión en Barthes. Por otro lado, no tengo ninguna garantía de una pertenencia exhaustiva de esas apariciones. Cuanto más pasa el tiempo desde aquella exposición, más descubro que son numerosas, más allá de que Barthes, sin embargo, no haya tomado nunca como suyo – salvo error de mi parte- explicitar o desplegar la noción que tenía allí. [Hay traducción castellana: Roland Barthes, El imperio de los signos, Seix, Barral, Barcelona, 2007. Trad. Adolfo Garcia Ortega.]
4 Una sinonimia de “eximir” y de “perimir” se encuentra a mitad de la página 168 de Roland Barthes, Roland Barthes par Roland Barthes, op.cit.
5 Le Gai Savoir, § 319 [Hay traducción castellana: Friedrich Nietszche, La ciencia jovial, “La Gaya Scienza”, Caracas, Monte Ávila, 1985, p, 185. Trad. José Jara]
* El término utilizado es garder que tiene en francés el valor de “guardar” y de “resguardar”. [N.de la T.]
* Jous-sein literalmente “gozo-sentido”, en francés se pronuncia igual que J´ouis sens, “oigo sentido” y que jouissence, “goce”. Este doble valor resuena en el entendre que a continuación traducimos como “entender” y que en francés tiene el valor de “oir”. [N. de la T.]