lunes, 19 de septiembre de 2011

Nancy, J.-L., Una exención de sentido.



En: La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1).  Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2008, pp. 203-214.



UNA EXENCIÓN DE SENTIDO1



No hay sentido más que compartido. Pero ¿qué quiere decir compartir y qué sentido propone? Quizás las dos cuestiones se abarquen mutuamente: a saber que no se comparte más que lo que se divide en esa partición, eso que se separa de sí, liberado de su cumplimiento en una significación final o central. Un valor de fin o de centro, de modo general, es un valor de sentido –en el sentido en que sentido se entiende como concentración y cristalización de un valor absoluto: es necesario un valor que valga por sí mismo, que no sea relativo a ningún otro, para que se afirme, se cumpla y se alcance el movimiento por el cual el sentido o el valor (ya sea que tomemos esas palabras, o ese nombre doble para un mismo concepto, sobre el registro de la lengua, de la ética o de la metafísica) remite a un horizonte o a un sujeto en el que se absorbe y en cuya sustancia, finalmente o de un capital. En realidad, no por azar tocamos así el orden del valor monetario y, en consecuencia, el orden de la equivalencia general que forma la condición de una economía monetaria, la cual, a su vez, parece regular hoy el horizonte del sentido y de su reparto.
El valor o el sentido sólo puede ser absoluto  de dos maneras: o bien en el orden de un valor supremo, último, que mide todo lo demás sin ser él mismo medido por nada, o bien en el régimen de una equivalencia general, en la que todo vale a la vez que el valor consiste en producir valor y en reproducir esa productividad. El primer sentido se deposita en la palabra alemana Würde, cercana a la palabra Wert que significa valor, y con la que Kant designaba la dignidad absoluta que ponía en la “persona humana”. El segundo sentido se deposita en la palabra “capital”, que designa también, por metonimia, el proceso de una valorización indefinida de la producción de valor de intercambio.
Deberíamos decir también, para ser más precisos: el valor absoluto de la persona, que constituye también, traspuesto en términos marxianos, el valor incalculable agregado por el hombre en la obra (o bien como obra) es también aquella que el capital convierte en equivalencia general.
Y estamos así en el corazón de la tensión que desgarra hoy, ante y en nosotros, la historia, la política, la cultura, la propia ciencia, y el mundo: por lo tanto, el sentido o su verdad. Es decir, la tensión que distiende en sí misma la equivalencia de esos valores absolutos que los hombres supuestamente son.

Roland Barthes ubicada en conjunto de su trabajo bajo la insignia de una preocupación que llamaba “moralidad del signo”2 y que caracteriza como un cuidado del sentido reglado por un doble rechazo: el del “sentido sólido” (la significación adquirida y fijada) y el del “sentido nulo” (aquel, indica, desde los místicos de la liberación). Guardar, preservar el sentido tanto de ser completado como de ser vaciado, he aquí el ethos.
Respecto de esta “moralidad del signo”, no es vano señalar que ofrece una analogía con el cuidado del “decir simple” en el que Heidegger quería asimilar la exigencia de lo que él indica como el sentido o el valor originario de una ética. El acercamiento que sugiero de este modo (y que implica también a Lévinas) no molestará más que a aquellos para quienes los nombres de Heidegger o de Barthes están en principio saturados de un sentido o de un valor, sea cual sea. No hago esta sugerencia para entrar en la comparación que, evidentemente, no tardaría en encontrar la cuestión de una muy considerable diferencia de tono y, en consecuencia, de una diferencia de ethos tanto como de pathos, entre uno y otro. Lo sugiero únicamente para indicar que el cuidado del sentido –en torno del cual, lo sabemos bien, podría convocar a más de un nombre del pensamiento contemporáneo- no es un cuidado entre otros, sino definido por nosotros (“no otros”, como decía Niezsche, nosotros, los llegados tarde, nosotros los buenos europeos…) el cuidado mismo del pensamiento, la preocupación por su moralidad, por retener esa palabra, es decir, por una conducta y un tenor que estén a la altura de un tiempo para el cual el sentido, o el sentido del sentido, resulta problemático, inquietante o aporético.
Esta preocupación proviene de la conciencia de sí de nuestro tiempo como tiempo del nihilismo. El “nihilismo” designa eso que podemos llamar la perención del sentido. Es inútil extenderse: historia o destino, sujeto o proceso, valor mercantil o valor ético, incluso esa palabra, “ética”, tanto como aquella otra, “estética”, y para terminar esta lista de derecho interminable, el sentido significado como sentido sensible y sentido direccional, nuestra condición de pensamiento y por ende de moralidad reencuentra de cualquier manera una perención del sentido, a menos que se rechacen las vanas operaciones de restauración o bien a las caricaturas de las encantaciones. A menos que, del mismo modo, se rechacen tanto las versiones trágicas o cínicas del nihilismo (el heroísmo sublime o la burla de la catástrofe) como las teologías negativas que relevan el sentido fuera del sentido. De cualquier modo, el sentido o los sentidos están perimidos: ya no son válidos, no tienen curso en el mercado, o meramente, miserablemente, un curso forzado destinado a enmascarar la miseria real.
La conciencia de sí de un tiempo, no dice toda su verdad como tampoco la de un individuo. Pero indica al menos si lugar: a saber, para nosotros hoy, en la necesidad de entender de otro modo el sentido, o el sentido del sentido.
Es por eso que encontré en esta ocasión en la que tengo de hablar en el Centre Roland Barthes un Kairós que me lleva a retomar una de las expresiones de las que él mismo se sirvió con el fin de intentar abrir la vía a otra concordancia o a otra escucha del sentido – a saber, “una exención de sentido”.
Se me preguntará (ya se me ha preguntado) si no es preferible directamente renunciar al “sentido”, no en beneficio de lo insensato (como para agravar el nihilismo), sino en beneficio de una resistencia estoica en la ascesis de una verdad sustraída a todo sentido, o bien en beneficio de una diseminación infinita del sentido mismo. Se propone así desecar el sentido o bien esparcirlo en todos los sentidos, pero, en todo caso, renunciar a su concepto pesado, el más pesado de todos. Todavía nos llega la advertencia freudiana según la cual interrogarse sobre el sentido de la existencia, es estar ya en la neurosis. Parecería que sólo fuera posible hoy ignorar el sentido, o mantenerlo a distancia, o curarse de él (por no decir nada de los que querrían rehabilitarlo). De cierto modo, veo bien tomar en cuenta todos esos retiros o rechazos, y hacer de ellos otras tantas condiciones a priori –pero condiciones sin embargo por medio de las cuales reabrir, obstinadamente, el sentido del sentido. Entonces, más que confirmar de un modo u otro la perención del sentido, querría considerar una exención del sentido. Es la expresión que Barthes no da y ella debe retenernos tanto más en cuanto que nos ha dado él mismo un verdadero análisis, dejando su significación suspendida en algunas ocurrencias que debemos que llamar elusivas.

“La exención del sentido” es el título de un capitulo de L´Empire des signes3. Sin examinar el término así elegido, el capítulo está dedicado a caracterizar el vínculo con el sentido en el zen y en el haïku como un vínculo de distanciamiento: no el cruce ni la puesta en abismo de un sentido cuya negatividad o sublimación no dejaría de reformar, más allá, el aseguramiento de un significado último, ya sea silencioso, abierto, exagüe, similar a la muerte y a Dios juntos (lo que representaría el movimiento profundo de todo pensamiento occidental), sino el distanciamiento y el abandono del sentido mismo. La “exención” en este capítulo se opone claramente a la “invasión del sentido” que, en el capítulo precedente representa el acaparamiento imperioso, indiscreto y ávido de la significación que quiere interpretar sobre las simples palabras del haïku. Con la “exención del sentido”, debe tratarse del retiro de esa voluntad significante, del retiro de un querer decir que podría borrarse ante el decir. Barthes escribe: “El haïku no quiere decir nada”.
El querer decir, que Derrida había introducido en la misma época – de la que el 68 da la cifra y el sentido- como modo de traducción de la Bedeutung husserliana, indica, en el sentido, la prevalencia del querer sobre el decir. En el querer es la subjetividad quien se hace obra de sí misma: es la proyección de una interioridad supuesta como la realidad de una exterioridad (Kant definía la voluntad como la facultad de “ser por sus representaciones causa de la realidad de esas mismas representaciones”). El sentido en tanto que voluntad –es decir el sentido, absolutamente, tal como en principio lo comprendemos, “nosotros otros”– vuelve siempre a esa proyección auto-instituyente de la voluntad. Para tomar el ejemplo del más célebre y de lo más expuesto entre los sentidos recientemente caídos en perención, un sentido de la historia vuelve al cumplimiento, por la historia, de una voluntad ya dada: ese sentido procede así a la estricta anulación (en todos los sentidos de la palabra) de la historicidad misma. Del mismo modo, un sentido de la vida contiene la vida bajo la voluntad de su realización. En este sentido, todo sentido es mortífero, o incluso mórbido, como lo sugería Freud.

*

Podríamos entonces quedarnos aquí y destituir el sentido. No es lo que hace Barthes. La expresión “exención del sentido” no es retomada en su valor propio. En el capítulo, fugitivamente se vuelve análoga a la de “perención del sentido” para designar el resultado de la operación zen  de suspenso, de detenimiento o de despojo de la significación4. En general, la palabra cede paso al término “suspensión” y, cuando es retomada más adelante (en el capítulo “Tal”), la misma sustitución de “suspensión” es operada sin otro tipo de análisis. Cinco años más tarde en el texto titulado Le Bruissement de la langue, la palabra “exención” regresa cuando Barthes habla de un uso de la lengua que haría “entender una exención de sentido”. De una aparición a la otra, hay un desplazamiento de forma y de fondo. Desplazamiento de forma porque, de la fórmula “la exención del sentido”, se ha pasado a “una exención de sentido”. Desplazamiento de fondo porque, en 1975, se precisó que no se trata en el “horizonte”, es decir en el horizonte de lo que Barthes designa como “la utopía” del “murmullo de la lengua”, de una especie de confidencia puramente sonora del placer de la lengua, cuyo sentido no obstante no estaría excluido, pero formaría sin embargo “el punto de fuga del goce”.
Esta vez, entonces, se trataría de exención sin perención, y eso en un contexto que ya no pone en juego un contraste entre Oriente y Occidente, sino que intenta más bien, podríamos decir, una maniobra de desorientación de la occidentalidad significante. Paralelamente tampoco se trata de “la exención del sentido”, fórmula de una operación circunscrita y circunstancial, fórmula de una oportunidad de aferrar en el lenguaje, en la falla de su querer decir, y como un murmullo del decir a sí el grano de su voz.
¿Cómo comprenderla? ¿Cómo comprender una desorientación que no regresaría ni a un puro desvío (del género nihilista) ni a una reorientación (del género “salvación por el zen”, otra consigna nihilista)? ¿Y cómo comprender una exención que se mantendría de algún modo regulada por aquello de lo que ella se exime? Como lo he indicado, no quiero comentar a Barthes mismo. Retomo con mis propios riesgos una indicación que, voluntariamente o no, dejó suspendida y que está eximido de explicitar.
¿Cuál es el significado de “exención”? Lo conocemos bien.
Eximir es descargar una obligación, es franquear, exonerar un deber o una deuda. Para pensar una exención de sentido, es necesario, en primer lugar, que el sentido haya sido postulado en el registro de una obligación, de una inyunción cualquiera. Hacer sentido, producirlo o reconocer la instancia y la figura, ese sería entonces en principio para nosotros un imperativo. (Se podría mostrar que es la esencia del imperativo kantiano) De hecho, el reenvío a una razón o a un objetivo, a un origen o una destinación, a una referencia o a un valor, nos parecen indispensables en la constitución de un ser, incluso del ser mismo. Que el ser esté en vistas de algo, aunque sea de sí mismo, he aquí uno de los motivos más potentes de nuestro pensamiento –“nosotros otros los sedientos de razón”5. He aquí, de cierto modo, el esquema puro y simple de nuestro pensamiento tardío. Es así que el ser se resuelve siempre en deber ser, en poder ser o en querer ser – lo que comporta siempre también la dimensión de una producción y de una efectuación, de una realización del valor. Nos es necesario hacer sentido y producir sentido, o bien producirnos nosotros mismos como sentido. De cierto modo, el sentido se constituye siempre inevitablemente como sentido final, y el sentido final tiende él mismo, al menos de modo asintótico, a conducirse en tanto que sentido único.
Una exención de sentido consistiría entonces en un levantamiento de ese imperativo. No sería una negación de principio, sino solamente una descarga singular y excepcional.
Que la imaginemos como temporaria, espasmódica o rítmica, o bien que la representemos como investida solamente por algunos entre todos (esas son allí otras cuestiones), se trataría forzosamente de un privilegio. Pero ese privilegio no es menor: ya que, desde que la ley general autoriza excepciones, expone y es expuesta a un más allá de la ley que no sería ya reabsorbido. Ahora bien, la ley del sentido parece autorizar la excepción de dos maneras. Por un lado, termina siempre por remitir el sentido final fuera del lenguaje, en lo inefable.
Lo indecible o lo innombrable  realiza el colmo del sentido.
Pero por otro lado, simétricamente, hay que renunciar a ese colmo del sentido para poder aún hablar. Entre lo no-decible de lo inefable y lo demasiado dicho de una última palabra (me refiero, evidentemente, a Blanchot), el decir mismo
Así la dignidad formalmente sublime de la “persona” y la circulación monetaria anónima presentan la doble faz de la economía del sentido indecible. Lo indecible o lo sobredecible hace la cólera –la enfermedad en efecto- de la imposición del sentido. Para resguardar el lenguaje, en los dos valores de la palabra “resguardar”*, hay que exceptuarse de su régimen final. Lo que se sustrae a la inyunción del sentido reabre la posibilidad de hablar.
En función de esto, el privilegio que confiere la exención es de deshacerse de la obligación de fin, y que, en el mismo gesto, paradójicamente, no dispensa de hablar, sino que, por el contrario, invita a la palabra renovada, pulida, siempre más afilada de exactitud, tanto en el concepto como en la imagen  -palabra de escritor, de amante o de filósofo, poesía, plegaria o conversación-, pero de este modo siempre palabra más próxima de su nacimiento que de su cumplimiento, siempre más regulada por su enunciación que por su enunciado, por su retención que por su última palabra, por su verdad que por su sentido.
El querer decir dirigido por el sentido consiste siempre, para terminar, en un haber querido decir (“he dicho”, es la palabra del maestro). Una exención de sentido designa por el contrario un querer decir cuyo querer se funda en el decir y renuncia a querer, de modo que el sentido se ausenta y tiene sentido más allá del sentido. El más allá no es ya lo inefable, es un exceso de palabra, y, por lo tanto, no está ya más allá. En lugar de enunciar el fin de la Historia – en ambos sentidos de la palabra “fin”- el sujeto hablante, “nosotros otros”, abre otra historia, un nuevo relato, incluso un recitado. En lugar de perfeccionar un significado, recita su propia significancia y es ella que tiene su goce cuyo sentido deviene el “punto de fuga”.
El punto de fuga es la figura invertida de la última palabra. El goce tiende a esto, que no tiene última palabra y que sus palabras o sus silencios no son de conclusión sino de apertura y de llamado. No “he dicho” sino “dime” o “déjame decir”. No se dice (como en Sade) “gozo”, o bien “gozas”, para enunciar un sentido, sino que se lo dice en el fin de sentir en el decir el resonar del goce.
Del mismo modo que el goce es el placer que no es ni terminal ni preliminar, sino placer eximido de tener que empezar y terminar, del mismo modo el sentido gozoso es el sentido que no termina ni en la significación ni en lo insignificable. “Gozo-sentido”* como lo llama Lacan, pero también hay que entender que el goce es siempre el tener sentido de todos los sentidos.
Gozar es siempre sentir, y como sentir consiste siempre también en sentirse sentir, y supone entonces una alteración y una alteridad, gozar, es sentirse de del otro y en el otro.
El sentido; se trata de sentirlo pasar, y sin duda habría incluso que afirmar: el sentido en eso mismo: que se lo siente pasar, y que se siente él mismo pasar de uno a otro (de una a otra persona tanto como de uno a otro sentido).
Se podría llamar a esto “consentir”: no sería ni un consenso ni una sumisión, sino el consentimiento a sentir al otro y a ser sentido por él/ella, a sentido y sentirnos, así infinitamente en fuga de la fuga misma del goce cuyo escape forma del mismo modo el consentimiento a gozar. El sexo, en este sentido, tiene valor de sentido de los sentidos: no es que formaría el paradigma único, sino que le brinda la sintaxis. Es decir, el vínculo – por el cual el sentido reencuentra su sentido: no es otro que vínculo, reenvío y envío de uno a otro. El sentido no tiende a ninguna otra cosa que a una receptividad, una afectabilidad, una pasibilidad: lo que tiene sentido, viene hacia mí, me golpea, me desplaza, me provoca. La verdad es el toque instantáneo- el sentido es el movimiento que va y viene.
No hay sentido para uno solo, decía Bataille. Lo que hace sentido, es eso que no cesa de circular y de intercambiarse, como la moneda de hecho, pero como una moneda que tendría un valor inconmensurable a cualquier equivalencia. El sentido es compartido o no es. La dupla contrastada de lo inefable exclusivo y del equivalente general, o si se quiere, la dupla de la teología negativa y de la ontología monetaria, resulta de una descomposición del reparto o compartir mismo, del que ninguno de los sentidos cae de un solo lado. El sentido único, para terminar, es siempre unilateral, y no hace sentido más que por esa misma razón. No se trata tampoco de yuxtaponer sentidos múltiples. Se trata de lo siguiente: lo que hace sentido, es uno que habla u otro, así como lo que hace el amor, es que uno/a lo hace a otro/a. Y que uno sea otro cada vez y simultáneamente, sin que hablar del objetivo – no es determinar con el sentido. Tampoco de entenderse: es el de hablar nuevamente.
Eso, ya lo sabemos, y sin embargo, cuando nos encontramos ante una vacancia de sentido – ya sea que se trate de historia, de arte o de Estado, de sexualidad, de técnica o de bilogía - , quedamos desconcertados. No obstante es allí, precisamente, en el lugar de nuestro desasimiento, que la verdad está disponible, no al alcance de la mano ni al alcance de la voz, pero al alcance del lenguaje.
La lección es muy simple, como siempre, pero la tarea es de temer. No tenemos otra cosa que hacer, “nosotros otros”, que comprender y practicar el compartir del sentido – y del sentido del mundo. Esto no quiere decir el diálogo y la comunicación, que de ahora en más implican significados saturados y últimas palabras consensuales, pero eso quiere decir – o no quiere ya decir – otra cosa, por la cual la palabra solitaria y orgullosa vale tanto como la conversación común: que la verdad del sentido no es propiamente otra cosa que su reparto, su ser compartida, es decir a la vez su pasaje entre nosotros (entre nosotros siempre otros que nosotros mismos) y su dehiscencia interna y soberana por la que su ley hace derecho en su excepción, por la que el sentido se exime de sí mismo para ser lo que es, y por medio de la cual su goce ya no es su resultado sentido sino el ejercicio de su sentido mismo, de su sensibilidad, de su sensualidad y de su sentimiento. Es incluso Barthes quien hablaba de “amor de la lengua”: ese amor bien vale, es momento de decirlo, aquel del prójimo, aún si no tiene todo el valor o el sentido. He aquí, si me animo aún a decirlo así, la moralidad para nuestro tiempo – y más que la moralidad.



1 Leído en su primera versión en enero de 2003 en el Centre Roland Barthes dirigido por Julia Kristeva, en la universidad Paris-VII
2 Roland Barthes, Roland Barthes par Roland Barthes, Paris, Le Seul, 1975, p. 101. [Hay traducción castellana: Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Paidós, 2004. Trad. Julieta Sucre]
3 Le estoy agradecido a Jean-Pierre Sarrazac por sus preciosas indicaciones sobre las apariciones y los contextos de esa expresión en Barthes. Por  otro lado, no tengo ninguna garantía de una pertenencia exhaustiva de esas apariciones. Cuanto más pasa el tiempo desde aquella exposición, más descubro que son numerosas, más allá de que Barthes, sin embargo, no haya tomado nunca como suyo – salvo error de mi parte- explicitar o desplegar la noción que tenía allí. [Hay traducción castellana: Roland Barthes, El imperio de los signos, Seix, Barral, Barcelona, 2007. Trad. Adolfo Garcia Ortega.]
4 Una sinonimia de “eximir” y de “perimir” se encuentra a mitad de la página 168 de Roland Barthes, Roland Barthes par Roland Barthes, op.cit.
5 Le Gai Savoir,  § 319 [Hay traducción castellana: Friedrich Nietszche, La ciencia jovial,  “La Gaya Scienza”, Caracas, Monte Ávila, 1985, p, 185. Trad. José Jara]
* El término utilizado es garder que tiene en francés el valor de “guardar” y de “resguardar”. [N.de la T.]
* Jous-sein literalmente “gozo-sentido”, en francés se pronuncia igual que J´ouis sens, “oigo sentido” y que jouissence, “goce”. Este doble valor resuena en el entendre que a continuación traducimos como “entender” y que en francés tiene el valor de “oir”. [N. de la T.]

Nancy, J.-L., Resurrección de Blanchot.


En: La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1).  Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2008, pp. 151-164.




Resurrección de Blanchot1


El motivo de la resurrección no parece tener, en principio, mayor lugar en Blanchot. Al menos lo encontraremos con poca frecuencia a lo largo de los textos llamados “teóricos”. Está más presente, quizás, en los relatos, a lo largo de los cuales, sin embargo, los temas no se dejan aislar tanto como tales. No obstante, la resurrección es indisociable en esta obra de la muerta y del morir, temas que estamos más acostumbrados a asociar al nombre de Blanchot. Y si el morir a su vez no solamente es indisociable de la literatura o de la escritura, sino consubstancial a ella, no lo es sino en la medida en que se involucra en la resurrección y no hace más que seguir su movimiento. Cuál sea ese movimiento, es a lo que intento acercarme, dejando de lado, no obstante, el proyecto de constituirlo en una economía integral a través de la obra de Blanchot, cuestión que sería objeto de un libro entero.
Tomemos de entrada el tono mayor: la resurrección de la que se trata no escapa a la muerte, ni sale de ella, ni la dialectiza. Por el contrario, forma el carácter extremo y la verdad del morir. Va hacia la muerte no para atravesarla, sino para, al abrirse paso en ella de modo irremisible, resucitarla. Resucitar la muerte difiere de cabo a rabo de resucitar a los muertos. Resucitar a los muertos consiste en volverlos a la vida, en hacer resurgir la vida allí donde la muerte la había suprimido. Es una operación prodigiosa, milagrosa, que sustituye por una potencia sobrenatural las leyes de la naturaleza. Resucitar la muerte es una operación completamente distinta, si es que se trata de una operación. En todo caso, no lejos de este concepto, es con seguridad una obra en su desobramiento esencial. Al desobramiento mismo, de hecho, no podemos comprenderlo sino a partir de la resurrección de la muerte, si, por medio de la obra, “la palabra da voz a la intimidad de la muerte”2.
Ahora bien, la “resurrección de la muerte” constituye en Blanchot una formulación rara pero decisiva. Incluso quizás la haya pronunciado sólo una vez, pero de modo tan decisivo y contundente que esa aparición única le habrá parecido suficiente –al mismo tiempo demasiado arriesgada para no devenir peligrosa al ser repetida. Porque es peligrosa, es bien sabido, y puede abrir todos los equívocos. Blanchot lo sabe, trata de prevenir ese riesgo, aunque no sin tomar un aspecto cuidadosamente e incluso, podríamos decir, con delicadeza calculada. Este aspecto es el que conserva al menos en parte la raíz monoteísta y, más precisamente, cristiana del pensamiento de la resurrección.

Tenemos que empezar por detenernos un momento, sin que eso excluya que, más adelante, se vuelva de modo detallado sobre esta proveniencia cristiana. Ya que Blanchot habría podido mantenerla en silencio, incluso suprimirla completamente sustituyendo la “resurrección” por cualquier otro término, entre los que podemos pensar que podría haber sido, por ejemplo, el “desobramiento” –“obra sin acabamiento” – o la “locura”, o bien el “insomnio”, el “regreso” o la “inversión”3, o incluso el “reconocimiento”, tal como Christophe Bident lo empleó para discernir el movimiento y la “extravagancia”4. Hasta cierto punto, esta sustitución sería pensable y levantaría toda hipoteca religiosa. No obstante, se ve claramente que se habría perdido el lazo inmediato y manifiesto con la muerte cuya resurrección designa expresamente la liberación y la salida. Todo parece suceder como si no fuera posible exceptuar un término destinado a funcionar como un operador lógico en una relación con la muerte postulada como esencial a la escritura – no menos que en una relación con la escritura (con la palabra, el grito, el poema) postulada como esencial al morir o a la mortalidad del hombre. Eso, sin embargo, en todo caso no es suficiente: hay que tener muy en cuenta lo que, por el hecho mismo, no puede sino funcionar también asumiendo un motivo teológico.
Habría que extender aquí el examen al conjunto de la presencia teológica, o bien, si puedo decirlo, teomorfológica, en el texto de Blanchot. Eso sería para otro trabajo. Encuentro únicamente, respecto de la resurrección, que esa presencia se precisa de manera muy singular en las cercanías de ese motivo. Se precisa a través de una referencia evangélica expresa en el personaje que podríamos llamar epónimo de la resurrección: el Lázaro del Evangelio de Juan. De hecho, Lázaro aparece en principio al mismo tiempo que la primera aparición de la expresión “muerte resucitada”. Esto sucede en la obra temprana porque es en 1941, en la primera edición de Thomas l´Obscur5. El texto será conservado en la segunda edición, en la que serán sin embargo modificadas las dos frases por las que se encuentra precedido y seguido el enunciado que nombra a Lázaro. Lo que da cuenta de la atención prestada por el autor a la frase que sigue, y cuyo sujeto es Thomas: “Caminaba, único Lázaro auténtico cuya muerte misma había sido resucitada”.
Precisemos rápidamente que seis líneas mas arriba, el texto llevaba estas palabras: “…aparecía en la puerta estrecha de su sepulcro, no resucitado, sino muerto y con la certeza de ser arrancado al mismo tiempo a la muerte y a la vida”. Esta última frase transforma un poco, aligerándolo, el giro de la primera edición en la que se encuentra también invertido el orden de las palabras: “a la vida y a la muerte”. El aligeramiento consiste en la modificación de esa modalización incisiva: “… teniendo bruscamente, a través del rayo fulminante más despiadado, el sentimiento de que era arrancado…”. Estas precisiones micrológicas son instructivas: si la puerta del sepulcro sigue recordando el episodio evangélico tanto como el nombre Lázaro, sin embargo la conciencia de Thomas pasó de un “sentimiento” a la “certeza”, y esta última se encuentra despojada de toda calificación “fulminante” y espectacular. De una especie de conmoción se pasa a la afirmación de una certeza –que nunca está, de modo general, muy separado del régimen de un ego sum cartesiano. De una impresión terrible, Thomas pasó a una especie de cogito muerto, en la muerte o de la muerte. Se sabe “arrancado” a la muerte como a la vida (de allí la importancia del cambio en el orden de los términos). Muerto, no está sin embargo hundido en la cosa “muerte”: se vuelve el sujeto muerto de un arrancamiento a la muerte misma. Es también por eso que no es resucitado, es decir que no recobra la vida después de haber atravesado la muerte: pero, manteniéndose en la muerte, avanza en la muerte (“caminaba”) y es la muerte misma la que se resucitada en ese “único Lázaro auténtico”.

La muerte es el sujeto; el sujeto no es o no es más su propio sujeto. Tal es la cuestión de la resurrección: ni subjetivación no objetivación. Ni “el resucitado” ni el cadáver –sino “la muerte resucitada”, como extendida sobre el cadáver y así vistiéndolo sin pertenecerle. Nada más. Wo ich war, soll es auferstehen.
El otro Lázaro, el del Evangelio, no es entonces auténtico: es el personaje de un relato milagroso, de una transgresión de la muerte y de una vida en ella que no vuelve a la vida, sino que hace vivir su morir como muere su vivir. Es así como “camina”. El texto prosigue, al conducir el capítulo (y al transformar también, al aligerar la primera versión, en la que, encima, el capítulo se encontraba lejos de su final): “Avanzada, pasando por debajo de las últimas sombras de la noche, sin perder nada de su gloria, cubierto de hojas y de tierra, yendo, bajo el descenso de las estrellas, con paso sostenido, el mismo paso que, para los hombres que no están envueltos con su sudario, marca la ascensión hacia el punto más precioso de la vida”. Este avanzar subterráneo y glorioso al medio del desastre camina con el mismo paso que aquel por el que vamos hacia la muerte. Thomas está envuelto con un sudario, como Lázaro, a pesar de que la marcha de los hombres es la de una “ascensión”, otro término cristiano que designa, esta vez, el avanzar propio del Resucitado por excelencia. Así, la separación del Evangelio no es más que en promedio una apelación renovada de su referencia. El auténtico Lázaro no es sin resto otro que el Lázaro resucitado por Cristo (por aquel que dice, en ese mismo episodio de Juan, “yo soy la resurrección”): resta en él algo de ese hacedor de milagros.
Pero no es precisamente éste el milagro. Es más bien el sentido que da al relato milagroso el relato de Thomas: ese sentido, o esa verdad, no es un atravesar la muerte, sino la muerte misma como atravesada, como transporte y como transformación, de ella misma retirada de su cosidad, de su positividad objetiva de muerte para mostrarse  -“punto más precioso de la vida”- como extremo donde se retoma y se desprende el acceso de la vida a lo que no es ni su contrario ni su más allá, ni su sublimación, sino solamente, y al mismo tiempo infinitamente, su revés y su iluminación por medio de su cara más oscura, la cara de Thomas, la que recibe una luz de tinieblas y que, por tanto, sabe renunciar a la única luz de las significaciones posibles.
¿Hay que precisarlo? Thomas l´Obscur  no propone otra cosa que la historia de una resurrección y más aún, la historia de la resurrección. Porque Thomas mismo es la resurrección, como ese Cristo de quien se retoma otra palabra a propósito de la muerte de Anne6, a pesar de que Anne es la resucitada, la muerte cuyo “cuerpo sin consuelo”7 es al mismo tiempo la presencia que “daba a la muerte toda la realidad y toda la existencia que formaba la prueba de su propia nada”8. Así prosigue el monólogo de Thomas que la vela: “No impalpable y disuelta en las sombras, ella se imponía a los sentidos siempre de nuevo”9. Ahora bien, esta última frase, que permite leer la afirmación de la fuerte presencia sensible del cuerpo, debe ser a su vez leída bajo la indicación expresa del narrador, precisamente que Thomas habla “como si sus pensamientos tuvieran una oportunidad de ser escuchados”10, y que por lo tanto, de acuerdo con esa oralidad, el plural de “a los sentidos” –fórmula por otra parte ligeramente insólita en ese lugar- deviene inaudible y se elide en un singular calculado para hacerse escuchar, sin imponer, no obstante, formalmente su concepto.
De todos modos, Blanchot nos lo confirmará: la resurrección designa el acceso al más allá del sentido, el avance sobre ese más allá por medio de un paso [pas] que sólo va hacia la repetición de su igualdad. De ese paso, lo sabemos, la escritura es la huella o la marca. Pero lo es, sin embargo, sólo en tanto que se abre sobre “un espacio donde, a decir verdad, nada tiene aún sentido, hacia lo cual sin embargo todo lo que tiene sentido se remota como hacia su origen”11. Dejemos de lado aquí la circunstancia por la que este texto de 1950 habla una lengua ligeramente distinta de aquella que Blanchot hablará más tarde. Esta diferencia de tiempo no es de hecho indiferente, y Blanchot lo ha notado12, sin que haya evitado, más bien al contrario, la impresionante insistencia, la notable obstinación de un pensamiento a través de variaciones. Entonces, lo que resta es que el espacio de la resurrección, aquel que la define y que la hace posible, es el espacio fuera del sentido que precede al sentido y que lo sucede –admitiendo que aquí anterioridad y posterioridad no tiene ningún valor cronológico, sino que designan un fuera-de- tiempo tan interminable como instantáneo, la eternidad en su valor esencial de sustracción. (Pero el señalamiento hecho de este modo al sujeto del desplazamiento de estos términos después del L´Espace littéraire debería abrirse sobre otra cuestión: hasta qué punto Blanchot procedió indudablemente así a una suspensión o a una interpretación del registro mítico. Aun así, más allá de la interrupción, ¿qué es lo que quizás, incluso sin duda, insiste y no puede sino insistir? Esta insistencia conduce en Blanchot a la del nombre de “Dios”, a la que habrá que volver en otra parte13.)

La vida sustraída al sentido, el morir de la vida que hace su escritura –no aquella del escritor solo, sino aquella del lector y, más aún, la del que no escribe ni lee, ya sea analfabeto o ya sea que haya abandonado toda faena erudita, la escritura, finalmente, definida a través del “morir de un libro en todos los libros”14 , al que responde también esta definición: “Escribir, ´formar´ en lo informal un sentido ausente” –esta vida es la vida retirada del sentido y que no resucita como la vida, sino que resucita la muerte: sustrae al deceso de la mortalidad el morir de la inmortalidad por el que, constantemente, conozco ese retiro radical del sentido, y con él la verdad misma. Lo conozco, lo comparto, es decir que retiro mi muerte, mi caducidad, a toda propiedad, a toda presencia propia. Así, es de mí mismo que soy separado y “transformo el hecho de la muerte”15 . De un modo doble: la muerte no me llega ya como el corte infligido a “mi”, sino que deviene la suerte común y anónima que no puede sino ser, y, a su vez, la muerte resucitada, en tanto me ausenta de mí mismo y del sentido, no sólo me expone a la verdad sino, de hecho, a ser la verdad yo-mismo –yo- mismo la gloria tenebrosa de la verdad en acto.
De un modo sutil, la vida de Blanchot, cuyo íntimo retiro permitió la afirmación y la exposición de una vida totalmente diferente, cuya ausencia declarada habrá comprometido la presencia pública más insistente de una vida retirada a la muerte de la existencia objetivada e identificada en la persona y en la obra, esa vida de Blanchot de este modo no escondida sino, por el contrario la más pública  de todas, fue una vida resucitada de su vivir por la publicación misma de su muerte siempre en la obra. Sin duda, esta actitud es ambivalente. Pero su coherencia y su sostenimiento no dejan de dar a pensar. Al menos, en forma constante, Blanchot nunca se guió por una reviviscencia ni un milagro, sino que supo comprender (si es que se podría decir “comprender” [comprende]; pero al menos se podría decir “tomar” [prende] su vida como de entrada muerta, y así retornada como resurrección.
Que no haya allí ni reviviscencia ni milagro, es lo que precisa el texto intitulado “Lazare, veni foras”, en L´Espace littéraire. Blanchot se aboca aquí a describir la lectura como el acto de un acceso a la obra “escondido, quizás radicalmente ausente, disimulado en todo caso, oscurecido por la evidencia del libro”16. Identifica la “decisión liberadora” de la lectura en el “Lazare, veni foras” del Evangelio 17. Esta identificación se abre entonces sobre un desplazamiento considerable, se abre entonces sobre un desplazamiento considerable, por el cual no se trata ya de sacar a un muerto de la tumba, sino de discernir la piedra misma del sepulcro como “la presencia” cuya “opacidad” no se trata de disolver sino de reconocer y afirmar en tanto que verdad de la transparencia esperada, o bien de la “oscuridad”  (la de Thomas, nuevamente) en tanto que “claridad” verdadera. Ahora bien, si la operación de leer, en tanto que revela, puede ser considerada como un “milagro” (palabra que Blanchot pone entre comillas, señalando a la vez una forma ordinaria de decir – “milagro de la lectura”- y la operación del Cristo en Lázaro), lo es sólo comprendiendo su revelación al grado de opacidad petrificada que también somos “quizás habiéndosenos aclarado el sentido de toda taumaturgia”. Blanchot lo señala o desliza de manera incidente. No obstante, no indica otra cosa que una puesta en claro de lo que el milagro quiere decir. “Taumaturgia”, ese término toma distancia y reubica el milagro evangélico del lado de una escena mágica o maravillosa (esta última palabra interviene unas líneas más adelante, también con un uso ligeramente despreciativo). En todo caso, señalemos, no obstante, que declina el nombre de Thomas, el que tratado a veces como la palabra antes que como nombre en el libro epónimo, no deja tal vez de señalar hacia una “maravilla” más maravillosa, por ser menos destellante, que todas las maravillas de los Evangelios o bien… de la literatura maravillosa. En todo caso, la consecuencia es que “el sentido de todo” milagro está dado por el de la lectura, es decir por ninguna operación que desafíe una naturaleza dada, sino por esa “danza con un compañero invisible” que caracteriza, para terminar18, la lectura “ligera”, precisamente no erudita entonces, no “atravesada por la devoción y cuasi-religiosa”19, la única lectura que no fija el libro como objeto de “culto”, que puede incluso ser “inculto” y que así se abre al retiro de la obra. El sentido del milagro es el de no dar lugar a ningún sentido que exceda o que desvíe el sentido común, sino solamente al suspenso del sentido en un paso de baile.
Esta imagen misma puede generar dificultades. Tiene algo de seducción muy inmediata para no ser demasiado fácil. Pero no deja de indicar lo mejor que puede el vínculo entre ligereza y gravedad en torno del cual Blanchot la esboza. De hecho concluye: “…allí donde la ligereza nos está dada, la gravedad no falta”20. Esta gravedad que no falta pero que se mantiene discreta se opone a  la gravedad pensada que fija el pensamiento sobre la cosa, sobre el ser, sobre la sustancia: del mismo modo, entonces, que a ese pensamiento fijado sobre la sustancia de la muerte y que piensa aligerado y consolarse por la taumaturgia de un pesado retorno a la vida. La gravedad danzante no hace piruetas frente a la tumba, muestra la piedra ligera, pone o siente, en la piedra pesada, el aligeramiento infinito del sentido. Tal es la oposición de la muerte resucitada a la resurrección del muerto.

Por ello, como se dice en otro texto, donde sucede “como si sólo en nosotros la muerta pudiera purificarse, interiorizarse y aplicar a su propia realidad esta potencia de metamorfosis, esta fuerza de invisibilidad que es su fuente profunda”21 . Sólo en nosotros: el contexto permite precisar que se trata aquí no solamente de nosotros en tanto que hombres, sino de nosotros en tanto que muertos. “Sólo nosotros”, es a la vez nosotros en nuestra soledad y nuestra desolación de muertos, y de mortales, “nosotros loa más perecederos entre todos los seres”22 como se dice a continuación. En este texto dedicado a Rilke, la gravedad ligera de la resurrección de la muerte es encomendada al poema y a su canto. “La palabra –escribe- da a la intimidad de la muerte”23. Esto sucede “en el momento del quiebre”, en el momento en que la palabra muerte. El canto del cisne habría sido siempre el bajo continuo del texto de Blanchot. Esto significa dos cosas, cuya reunión compone el difícil, extraño y obstinadamente evasivo pensamiento de la resurrección.
Por un lado, ese canto no canta, o bien ese paso [pas] no baila más que en el momento de quebrarse, en tanto que se quiebra, y no puede entonces transferir a su propio morir del cuidado de sostener su nota, de bailar su paso [pas]. Es necesario entonces que de este modo esté a lo largo de toda la escritura, es necesario que en cada punto se inscriba lo que se excribe: que no hay otra cosa que decir, ningún indecible ni ningún retorno de otra palabra de verdad que el dejar de hablar. Pero no hay punto de reposo en esa excripción, y la poesía – sive philosophia-  no es una palabra vana más  que en el punto donde por tanto ella muere. En este punto, el baile o el canto no persiguen arabesco alguno y en cierto sentido tampoco figuran. Su único contorno es el del dirigirse, un dirigirse  tendido y confiado a aquél, ésta o éste que está sin duda esperando. Como escribe Phillippe Lacoue-Labarthe respecto de otro texto de Blanchot: “…una especie de confidencia, o –lo que es lo mismo- de confesión. Este texto es meramente confiado, llama a una fe y a una fidelidad”24. Habrá que volver en otra parte sobre esa “fe” que presume evidentemente todo lo que implica la “resurrección” o sea cual fuera su nombre, la “poesía” o bien el aplanamiento de todos los nombres. Por ahora, digamos solamente que en efecto el morir  confía lo que la muerte, de hecho, roba y entierra definitivamente [sans apple]. El morir, es el llamado [apple].
Por otra parte, la resurrección no es solamente tomada como imagen cómoda o provocativa del léxico del milagro. Se propone a la vez como una reescritura de la Escritura Santa: una santidad sustraída de la maravilla religiosa, pero que sustrae también ella misma de la maravilla  un acceso no crédulo y sin piedad a lo que ya no conviene llamar “la muerte” –realidad de un irreal- sino el “consentimiento”, realidad de una correspondencia a lo real mismo del morir. Esta palabra es retomada a menudo en los textos evocados y en otros de Blanchot25. Llamada luego, sin duda, “paciencia de la pasividad”26 por medio de la cual es dado “responder a lo imposible y de lo imposible”27, el consentimiento no se somete ni se resigna: acuerda un sentido o un sentir. Se acuerda justamente con el sentido y con el sentir de lo insensible y del sentido en ausencia. No es otra cosa que la experiencia infinitamente simple, y por ello indefinidamente renovada, indefinidamente reinscribible en nosotros, de ser sin esencia y así de morir. La resurrección –o bien, digámoslo en griego, la anastasis, erige el morir como la piedra densa y pesada de la tumba, como la estela donde se inscribe para finalmente borrarse el nombre de una identidad imprescriptible e inescribible, siempre excrita. Esta estela erigida frente al vacío y sin más allá, sin consuelo, refuerza con todo su peso una desolación ya llevada muy lejos de sí misma y del lamento. Una infinitesimal,  discreta e insistente ligereza que hace al consentir de ese consentimiento con lo insensible. Que lo hace o que lo escribe, el escribir es el nombre, inconsistente como cualquier otro, pero inevitable –tanto como “poesía”, tanto como “santidad” -, del rechazo de toda creencia en una consistencia extraña al mundo. El consentimiento a la resurrección consiente ante todo al rechazo de la creencia, tanto como la fe recusa y excluye esa misma creencia. Pero, en realidad, la creencia nunca es creíble, y  en nosotros siempre hubo algo o alguien oscuro que lo supo en nuestro lugar. Siempre ese presentimiento de lo absolutamente increíble, que desafía definitivamente toda credulidad y que confiándose, absolutamente, nos ha escatimado la vía sin salida del consentimiento.
Si el consentimiento, o la resurrección –la surrección que erige la muerte en la muerte como una muerte viva–, tiene lugar en la escritura, o en la literatura, esto significa que la literatura soporta la cesación o la disipación del sentido. “Literatura”, aquí, no quiere decir “género literario”, sino toda forma de decir, de grito, de plegaria, de risa o de llanto, que sostiene – como se sostiene una nota, un acuerdo- ese infinito suspenso del sentido. Se entiende, este sostener pertenece más a la ética que a la estética – pero para terminar, él desbarata y deshace también esas categorías. Se podría decir todavía de otro modo: aunque esas categorías pertenezcan a la filosofía, nos señalan también que la onto-teología filosófica practica el embalsamiento, o la metempsicosis, o bien el escape del alma –pero nunca la resurrección. Las prácticas metafísicas designas siempre un en-adelante, el futuro de un renacimiento, un modo de lo posible y de la potencia, mientras que la literatura no escribe más que el presente de lo que ya nos ha sucedido, es decir lo imposible donde muestro ser consiste en desaparecer.






1 Pronunciada en Enero de 2004, al inicio del ciclo de conferencia dedicadas a Maurice Blanchot, en el Centro George-Pompidou, bajo la dirección de Cristophe Bident.
2 Maurice Blanchot, L´Espace littétraire, Paris, Gallimard, 1995, p.193.[Hay traduccion castellana: M. Blanchot, El espacio literario, Paidós, Buenos Aires, 1969, p. 139 Trad. V. Palant y J.Jinkins.]
3 Sin ser demasiado preciso, indico sólo de prisa cinco referencias para estos cinco términos, todas tomadas de L´Espace littéraire, páginas 99, 227, 244, 367,50. [Trad. Cit. pp. 75, 162, 174, 258, 41]
4 Cf. Reconnaissances -Antelme, Blanchot, Deleuze, París, Calmann-Lévy, 2003. [Hay traducción castellana: Christophe Bident, Reconocimientos –Antelme, Blanchot, Deleuze, Arena Libros, Madrid, 2006. Trad. Isidro Herrera]
5 Edición difícil  de encontrar y que Christophe Bident me hizo el favor de acercarme (Páris, Gallimard, 1941). El pasaje se encuentra en la p. 49;  reaparece en la p. 42 de la segunda edición, Páris, Gallimard, 1950. [Hay traducción castellana de la segunda edición: Maurice Blanchot, Thomas el oscuro, Pre-texto, Valencia, 2002, p. 32. Trad. Manuel Arranz]
6 Cf. La segunda edición, p. 100. [Cf. Thomas el oscuro, trad. cit. p. 71]
7 Ibid. loc .cit  [Trad. cit. p. 71]
8 Ibid., p.101  [Trad. cit. p. 72]
9 Ibid. loc. cit  [Trad. Cit. P. 72]
10 Ibid., p. 99 [Trad. Cit. P.71]
11 . “Lire, en L´Espace littéraire, op. Cit. P. 258 [Cf. El espacio literario, trad. cit. p. 183]
12 Cf. Por ejemplo, L’Écriture du desastre, Paris, Gallimard, 1969, p.97. Pero en el mismo libro, se encuentra más que una atestación del pensamiento llamado de la “resurrección”. Así en la página 214, cuando se dice que el K. de El castillo “está muy cansado por poder morir: porque el advenimiento de su muerte no se convierte en inadvenimiento  [inavénement] interminable”, ese “inacontecimiento” es la “resurrección”. Se mantiene tanto como se produce, entre 1950 y 1980, un borramiento parcial del léxico y de la referencia cristianos. Como lo indica Christophe Bident respecto de Thomas, más allá de la segunda edición, “su nombre crístico se borra en adelante frente a otras figuras, ateas, de generosidad. Serán llamadas el último hombre, o el amigo” (Maurice Blanchot partenaire invisible, Seyssel, Champ Vallon, 1998, p, 290). Queda una cuestión por apreciar, la de ese “borramiento” mismo, la de su modalidad y su posibilidad, de lo que advenga en el paso de un nombre propio a un sustantivo común, y, en general, del tenor de tal sustitución “atea” que no dejaría de asegurar una continuidad indiscutible, aquella, precisamente, del pensamiento de la muerte. [Hay traducción castellana del libro de Blanchot: La escritura del desastre, Monte Ávila, Caracas, 1987. Pp. 55-56 y p. 121, respectivamente. Trad. Pierre de Place]
13  Cf. Supra “El nombre de Dios en Blanchot”. Respecto de la cuestión del mito en Blanchot, se podría retomar la discusión abierta por Daniela Hurezanu en Maurice Blanchot et la fin du mythe, Nouvelle- Orléans, Presses Universitaires du Nouveau Monde, 2003.
14 L´Écriture du desastre, p. 191. Cita siguiente, p.71 [ Cf. La escritura del desastre, trad. Cit. Pp. 107 y 42, respectivamente]
15 L´Éspace littéraire, op. cit. p.189 [Cf. El espacio literario, trad. Cit, p. 136]
16 L´Espace littéraire, op, cit, p. 257. Todas las citas que siguen a continuación provienen de esta página y la siguiente. [Trad. cit., p. 182-183]
17 Que Blanchot cite el latín de la Vulgata antes que el griego o el francés da cuenta a la vez de una época y de una personalidad impregnada de hábitos católicos. Otros lugares de su obra hacen patente este mismo sentido, y algún día esto ameritaría un examen más preciso.
18 Ibid. p. 261 [Trad. cit. p. 185]
19 Ibid. p. 260, como las citas que siguen. [Trad. cit. p. 185]
20 Ibid. p. 261  [ Trad. cit. p. 185]
21 .Ibid. p.193. [Trad. cit. p. 138]
22 Ibid .loc. cit
23 Ibíd p. 193 [Trad. Cit p. 139]
24 “Agonie terminée, agonie interminable” en Christophe Bident y Pierre Vilar (dir), Maurice Blanchot-  Récits critiques, Paris, Farago/ Léo Scheer, 2003, p. 448.
25 Cf. Ibid.
26 Cf..L´Écriture du desastre, op. cit ., p.35 [Trad. cit. p. 23]
27 Ibid, p. 37. [Trad. cit. p. 34]

Nancy, J.-L., El nombre de Dios en Blanchot.



En: La declosión (Deconstrucción del cristianismo, 1).  Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2008, pp.  145-150.


El nombre de Dios en Blanchot*


Este título no es una provocación, tampoco abarca una empresa insidiosa de captación. No se trata de intentar deslizar a Blanchot del lado de esa nueva corrección (por ende indecencia) política  que toma la forma de un “retorno a la religión”, tan débil y tan insípido como todos los “retornos”.
Se trata simplemente de considerar esto: el pensamiento de Blanchot es demasiado exigente, vigilante, inquieto y en alerta, como para no creer que tenía que limitarse a lo que se impuso, en su tiempo, como una corrección, atea o como un buen tono de profesión antirreligiosa. No implica, sin embargo, que ese pensamiento quedara tomado, bajo el título que sea, en una profesión o en una confesión de sentido inverso. Blanchot, ciertamente, afirma un ateísmo, pero no lo afirma sino para conducir mejor a la necesidad de descartar juntos y enfrentados tanto el ateísmo como el teísmo.
(Esto sucede en un texto importante de L´entretien infini, “El ateísmo y la escritura. El humanismo y el grito”, donde el ateísmo se asocia a la escritura. Volveré a él, aunque sin citar ni analizar el texto, y tampoco ningún otro: en el espacio y en el contexto de esta nota, no se trata de emprender un análisis. Me basta con aludir a algunos topoi blanchotianos con el fin  de esbozar una dirección para un trabajo que vendrá más adelante.)
Separar en conjunto el ateísmo y el teísmo, es considerar ante todo el punto por el cual el ateísmo de Occidente (o el doble ateísmo del monoteísmo: aquel que éste suscita y aquel que guarda) hasta aquí nunca opuso o sustituyó a Dios con algo distinto a otra figura, instancia o Idea de la puntuación suprema de un sentido: de un fin, de un bien, de una parusía –es decir una presencia completa, y, particularmente, la presencia del hombre. Es por esta  misma razón que la asociación del ateísmo a la escritura – asociación provisoria y preliminar a la disposición conjunta de las pretensiones teístas y ateas- tiene por asunto involucrar al ateísmo del lado de un ausentamiento del sentido del que es cierto que hasta aquí no fue capaz ninguna figura notable del ateísmo (salvo, para una parte, esta figura, tan próxima de Blanchot, de la ateología de Bataille –de la que no diré nada más aquí)
El “sentido ausente”, esta expresión a veces arriesgada por Blanchot, no designa un sentido cuya esencia, o cuya verdad, se encontraría en la ausencia. Esta última, en efecto, se transformaría ipso facto en un modo de la presencia no menos consistente que la presencia más segura, la más existente [étante]. Pero un “sentido ausente” tiene sentido* en y por su ausencia misma, de modo que, finalmente, no puede evitar “tener sentido”. Es aquí que la “escritura" designa en Blanchot –y en esta comunidad de pensamiento que lo une tanto a Bataille y Adorno, como a Barthes y Derrida- el movimiento de exposición a esa fuga de sentido que retira al “sentido” la significación para darle sentido que retira al “sentido”  la significación para darle el sentido mismo de esa fuga tanto como la presencia. Ni el nihilismo ni la idolatría de un significado (y/o de un significante). He aquí la apuesta de un “ateísmo” que debe retirar de sí mismo la posición de la negación que profiere, y la seguridad de toda clase de presencia sustitutiva a la de Dios –es decir a la del significante de la absoluta significación o significabilidad.
Ahora bien sucede que si el texto de Blanchot está exento de todo interés en la religión (más allá del hecho de que una cultura cristiana y precisamente católica se entrevé aquí o allá de modo notable, lo que deberá ser examinado luego), el nombre de Dios, en cambio, no está meramente ausente: precisamente se podría afirmar que sostiene en ese texto el lugar muy particular de un nombre que se fuga y que sin embargo vuelve, que se encuentra cada vez (poco frecuentemente, pero suficientemente como para que se lo note) cerradamente lejano, luego evocado en su lejanía misma, como el lugar o como el índice de una forma de intriga del ausentamiento del sentido.
(Una vez más, si aquí está vedada la entrada en los textos, sugiero simplemente que se relea rápidamente tanto Thomas l´Obscur- primera y segunda versión- como L´entretien infini y Le écriture du désatre, o Le dernier à parler, para verificar al menos de modo formal la presencia del nombre de Dios –a veces incluso meramente latente- y los aspectos manifestante diversos, complejos, incluso enigmáticos de su rol o de su tenor).
Si el nombre de Dios viene en lugar de un ausentamiento del sentido, o como en la línea de fuga, se trata ante todo de que ese nombre no concierne a una existencia sino precisamente a la nominación –que no sería la designación ni la significación – de ese ausentamiento. Para ello no hay ninguna “cuestión de Dios” que debiera venir a plantearse como la cuestión ritual de la existencia o de la no-existencia de un ente supremo. Semejante cuestión se anula a sí misma (lo sabemos desde Kant, de hecho bastante antes de él), ya que un ente supremo debería aún encontrarse en deuda con su ser o con el ser mismo en alguna instancia o con alguna potencia (términos evidentemente muy impropios) imposible de ubicar en el orden de los entes.
Por ello el don más precioso de la filosofía consiste, para Blanchot, no, incluso en una operación de negación de la existencia de Dios, sino en un mero desvanecimiento, en una disipación de esa existencia. El pensamiento sólo piensa a partir de allí.
Blanchot no postula ni autoriza ninguna “pregunta de Dios”, pero a su vez, postula y dice que esa cuestión no se postula. Lo que quiere decir que no es una pregunta, y que no responde a un esquema del requerimiento de una asignación en el ser (“qué es? O ¿hay?”). Dios no puede ser juzgado por medio de una pregunta. Eso no quiere decir que dependa de una afirmación que respondería anteriormente a la pregunta. Y tampoco de una negación. El problema no es si hay Dios. Se trata, de modo bien diferente, de que hay o más bien de que se pronuncia del nombre de Dios. Ese nombre responde a una deposición de la pregunta, sea la pregunta por el ser (¿qué?), la pregunta por el origen (¿por qué?) o la pregunta por el sentido (¿para qué?). Si toda pregunta vislumbra un “que”, alguna cosa, el nombre de Dios respondería al orden, al registro o a la modalidad de lo que no es o bien de lo que no tiene ninguna cosa.
En este sentido, por otra parte, ese nombre rodea a veces en Blanchot palabras como “ser” (tal como la retoma Heidegger), o “neutro”. Tampoco para ellas puede postularse la pregunta, en tanto está ya en ellas, depuesta. Pero son palabras (conceptos) mientras que “Dios” es un nombre (sin concepto). El nombre de Dios debe representar aquí, entonces, algo diferente a un concepto, y, más precisamente, debe cargar y agudizar un carácter propio al nombre como tal: en la extremidad y en la extenuación de la significación.
Sin duda, con este nombre sucede lo mismo que con aquel de Thomas, que podríamos calificar de héroe epónimo de la escritura blanchotiana. En el relati titulado Thomas l´Obscur, relato en el que el nombre de Dios aparece y opera en distintas reiteraciones, el nombre de Thomas se encuentra a veces designado como “la palabra Thomas”. La palabra thauma, en griego, la maravilla, el prodigio, el milagro. En tanto que concepto, “Thomas” presenta el milagro o el misterio del nombre en tanto que nombre.

El nombre de Dios es llamado por Blanchot, al pasar, “demasiado imponente”. Esta cualificación mezclada con temor o reverencia abre dos interpretaciones. O bien ese nombre impone demasiado porque pretende imponer e imponerse como la clave de bóveda de un sistema entero de sentido, o bien es majestuoso y temido en la medida en que se revela la no-significancia de los nombre. En el segundo caso, ese nombre nombra una potencia soberana del nombre por medio de la cual se hace signo –lo que difiere totalmente de significar- hacia ese ausentamiento del sentido tal que ninguna ausencia puede venir a suplir una presencia supuestamente perdida o recusada. “Dios” no nombraría entonces ni el Dios sujeto del sentido ni la negación de este último a favor de otro sujeto del sentido o del sinsentido. “Dios” nombraría aquello –éste o ésta- que, en el nombre, escapa a la nominalización misma, a pesar de que ésta pueda siempre confinar al sentido. En función de lo dicho, ese nombre des-nominalizaría el nombre en general, persistiendo al mismo tiempo en nombrar, es decir en llamar. Lo que es llamado y hacia lo que es llamado no lo es en vistas a ninguna otra cosa que lo que Blanchot designa a pasar como “el vacio del cielo”. Pero el llamado a ese vacío, y en él, pone en ese nombre una suerte de puntuación última –aunque sin última palabra…- en ese abandono del sentido que forma a su vez la verdad de un abandono al sentido en tanto que este último se excede. El nombre de Dios señalaría o proferiría ese llamado.

En la conjunción del ateísmo y la escritura, Blanchot conjuga, en el mismo texto y bajo el mismo título, la del humanismo y el grito. El humanismo del grito sería el humanismo que abandona toda idolatría del hombre y toda antropoteología. Si bien no está exactamente en el registro de la escritura, tampoco está en el del discurso –pero grita. Precisamente, “grita en el desierto” escribe Blanchot. No es por azar que de este modo retome una fórmula notable del profetismo bíblico. El profeta es aquel se habla por Dios, aquel que anuncia a otros el llamado y el recuerdo de Dios, aquel que anuncia a otros el llamado y el recuerdo de Dios. Ningún retorno a la religión se insinúa de este modo: más bien, intenta sustraer de la herencia monoteísta su carácter esencial y esencialmente no religioso, el carácter de un ateísmo o de lo que podríamos llamar un ausentismo más allá de toda posición de un objeto de creencia o de increencia. Casi a pesar suyo, y como sobre el nombre de Dios –sobre el inaceptable nombre de Dios- ya que supo que era necesario aún nombrar la llamada innombrable, la llamada interminable a la innominación.



* Publicado en Le magazine littéraire, nº 424, número especial” Maurice Blanchot”, París, Octubre, 2003.
* Faire sens, literalmente hacer sentido” (N. de la T.)