miércoles, 11 de marzo de 2009

Kay, Del espacio de acá

V.I.S.U.A.L
Editores Asociados.
Inscripción Nº 51949-1980
Derechos Reservados de los textos y las reproducciones.
Santiago de Chile. 1980.






Ronald Kay.

DEL ESPACIO DE ACÁ
Señales para una mirada americana.


II.

Teoría.


Las notas aquí expuestas, ni con mucho, tratan de cubrir el terreno por delimitar. Tan sólo señalan vestigios de algún cataclismo o cierta discontinuidad en sus capas geológicas, en los que se condensan momentos distantes, que al salir a flor de tierra descubren y distinguen, en los que ellos irrumpe, parte de lo sumergido. Por rápido y bosquejado que sea lo entrevisto, la evidencia de lo observado alcanza circunstancialmente en el apunte fuerza concluyente, por lo que elevaría a modelo para varios fragmentos de este mapa mental por trazar.



El tiempo que se divide.




La fotografía retarda el tiempo hasta el punto de su detenimiento. En el escenario de la toma se captan, se precipitan, se distribuyen, se interceptan y se solidifican materialmente energías innombradas que traman el tiempo. Camuflado en las manchas que la luz propaga de su imagen en el negativo, fascinado por el luminoso mimetismo que lo exterioriza en su semejanza mecánica, el hombre se pone en escena en dimensiones espaciotemporales de una espontaneidad otra, de una materia diversa, de un curso alterno, de un alcance por conocer, de una fatalidad nueva. Reencarnada en el extraño seccionamiento del tiempo que introduce la máquina fotográfica, la anatomía humana compone un lenguaje físico que lo actualiza según un orden fulminante.

Qué energías, qué comentes se ponen en circulación, qué constelaciones se conectan cuando la luz penetra e invade, quema, mancha e incendia las mesetas sensibles (p.ej. de 400 Asas) de bromuro y nitrato de plata, donde cada roca de sus granos es lesionada por la luz que porta la imagen. Por la herida abierta por la luz se mantiene en el plano fotosensible para siempre el contorno de la imagen estrellada sobre la extensión del negativo. Ocurre, pudiera decirse, una catástrofe cósmica: el aislamiento, la incomprensible emancipación de la imagen de la inmediatez de las cosas y de los seres. En las intemperies de las perturbadas superficies fotosensibles se exhibe el parto cruel de una imagen, contenida ya no en la contingencia de los sucesos, sino fija y libre en la huella óptica, aparte y autónoma. Este desprendimiento aniquila la primacía de los objetos en la visualidad; aniquilamiento que toda foto muestra como su revés: el espectáculo trágico del abandono de la vida, infuso en ellas como un cuadro paranoico en otro cuadro.

Más allá de capturar el flujo vital ahorrándolo detenido para los archivos de la memoria, la pupila del lente violenta lo visto, traspasa su tiempo pasajero y caduco, llegando a otro artificial, al presente infinito y sintético.

El enfoque del ojo técnico hunde las estatuas en blanco y negro (o en tecnicolor), con todo lo que ellas encarnan, en la cronología arrestada, siempre igual y repetible del automatismo; las arranca del olvido orgánico, para haberlas reaparecer mudas y dobladas en la superficie estable de la instantánea. Generada por una percepción que no es la de los sentidos, presente pero sobrepasada, desprendida pero fija, vacía pero sobrecargada de eternidad, la humanidad, vuelta efigie mecánica, permanece sitiada por el abrupto silencio químico, que intercepta la mirada habitual sobre sí misma.

El lente drena todo ruido, sustrae nada menos que el oído de lo fotografiado: solidariamente, la audición pierde el contacto con la voz. El órgano vivo, la caricia interna, que inventara y articula el lenguaje, que siendo el código más complejo y diferenciado, el código más visceral y abstracto, fue y es la estremecedora entrada común a la humanidad, porque mediante ella. El hombre efímero y frágil escucha y habla su sentido.
La foto, con las vastas capas de silencio que en su superficie extiende sobre la materia de las cosas y sobre el aura de las personas, crea ese distanciamiento interno, el vacío que atrae en las mismas instancias retenidas al eco de hechos futuros, o sea, a la intercalación de una zona diferente de percepción. la luz impalpable de miradas no nacidas, la latencia de una voz otra, ajena y lejana y sucesiva, que diga los paisajes de la memoria no percibida directamente por los sentidos.

La voz está ligada al instante, huidizo e incomparable, y a un(a) orden intangible dentro del mismo instante: lo que el oído arriesga al darle paso a la voz interna por cuya entonación alternan las huellas somáticas que la dictan, es la traducción, el sello, de su inalienable y conmovedora presencia perecible. Su propia destinación en el tiempo transitorio.

La toma convierte en demodé el momento[1], antes que este haya ocurrido, ya que, entre otras cosas, lo hace coetáneo, en cuanto procedimiento técnico, a las primeras fotografías. La apariencia exteriores demolida fotográficamente. Los gestos detenidos caen a la cámara como las prótesis de un cuerpo al que imperceptiblemente han suplantado desde hace tiempo. La apariencia pasa a ser el vestido de sí misma: su parálisis y abandono resuena en u último grito. Por medio del objetivo fotográfico salta a la vista la anatomía mecánica, el esqueleto de la superficie. En el espejo de la fotografía –luz que escribe– el narcisismo clásico padece un retoque decisivo; introducirse en él, significa, sub specie aeternitatis, experimentar la propia ausencia, mirara cara a cara la muerte en el fascinante duplicado de la propia ausencia. La fotografía que desplaza encandilada la figura humana a lo maravillosos, al glamour de bromuro de plata (quien no desea verse retratado) es el maquillaje, el producto Elizabeth Arden de Thanatos, con el que se le imprimen a las formas la aparición de lo vivo, las mascaras mortuorias de la civilización. La fotografía es una segunda piel suplementaria (¿no es ya la primera?) delimitada por otro espacio, por otro tiempo, la permanente zona de transición a un orden que se nos sustrae. Sobrevive el lente y su ojo sin mirada. Al a que la carne viva no le queda más que la función inorgánica de mantener el orden y en acción el aparato fotográfico, y a la vez, poner a disposición los múltiples cuadros vivos para un orden ausente, socavador de límites.

“Los aparatos auxiliares que hemos inventado para el mejoramiento o para la ampliación de nuestros sentidos, están todos construidos como los órganos de nuestros mismos sentidos o como una parte de ellos (anteojos, cámara fotográfica, audífonos, etc) Freud: Nota sobre el “Block Mágico”.

De la comprensión freudiana se puede inferir que la cámara es una “pieza materializada” no tan sólo de nuestro aparato perceptivo, sino que también es una “pieza materializada” y la exteriorización de alguna de nuestras funciones motoras. La fotografía es, más allá de visión, una ampliación y trasordenación de nuestras actividades táctiles, la objetivación de ciertas acciones, es decir, su extensión y automatización. El disparo del obturador de la cámara interviene en el movimiento exterior y lo detiene para fijarlo en el negativo. El aparato penetra en la densidad de las cosas, arranca los seres del espacio, los sustrae de lo perecible, exponiéndolos en la superficie sensible, extrayéndoles el exceso de espacialidad, a fin de tomarlas, acogerlas y fijarlas virtualmente[2] como puras huellas visibles. La intervención sin destrucción molecular, el corte que el aparato ejerce en el flujo de las apariencias son simultáneamente su trasposición a otro medio. Transfigurado, sigue corriendo, gráficamente petrificado, el corredor en la toma. Se le impone una inmovilidad tal que deja en suspenso y sin respiración la imagen de su aparición, a semejanza de la espera que sigue tan extrañamente a loa actos decisivos, a los disparos de fusil, a las violencias, a los homicidios.
El mecanismo del disparador de la cámara es la exteriorización y materialización de un tic, la metáfora mecánica de un acto compulsivo de repetición. Al disparar el obturador, este automatismo ampliado, autónomo y cosificado se vuelve a inscribir en la fotogenia de nuestro cuerpo entero, ya que al aplicarle a nuestra presencia somática el metro ahora externo de lo automático, este capta y formaliza precisamente los automatismos inconscientes de esta presencia, transcribiéndolos al plano visual.
Por el rodeo de esta trascripción se desentierra el automatismo, la legalidad y la uniformidad inherentes ala expresión del organismo humano; se hace visible la escritura automática de los gestos, cuyo código inaccesible nos mantiene presos. Los caracteres de sus jeroglíficos están incrustados en las sales de plata como enterradas palpitaciones de animales antediluvianos en las piedras fósiles. Cine petrificado.

En los movimientos detenidos de los trazos corporales de escritura se ha desplazado todo presente y único a la intemporalidad del inconsciente, donde el antes y el después, lo actual y lo virtual son reversibles. Por ese desplazamiento –monstruosa distancia y movilidad– se el produce su propia prehistoria a la contemporaneidad al interior del mismo momento fotografiado. Sin embargo, es esta misma distancia la que potencialmente posibilita la comprensión de ese presente intemporal. Comprenderlo significa cruzar y recorrer concientemente la distancia misma del desplazamiento; vale decir, llagar al tiempo y al espacio en los que efectivamente ha sido puesto lo fotografiado. Sólo por la realización de este recorrido, se recupera y actualiza retroactivamente lo sustraído como presente.
La foto tiene una rara cualidad: más que el mero registro de un evento mediante su huella óptica, toda foto es invisible inscripción material de la mirada de un testigo potencial. (Dicho lugar virtual es ocupado en primera instancia y sólo contingentemente por el fotógrafo). El inevitable testigo no es sólo una virtualidad siempre activa y realizada al interior de la foto, sino y sobre todo al interior del evento, puesto que el negativo es una traducción por contacto del suceso, su continuación material hacia otras edades, hacia otros sitios, hacia otras situaciones. La foto propone otra física, una retrofísica en vez de una metafísica.
Aterroriza que esta escritura –independizada– sea el propio cuerpo amplificado, repetible y estratificado; carne nuestra fotográfica.
Fascina este cuerpo repentinamente público que actúa a distancia, formalizado y reglamentado por su producción mecánica.
Angustia descerrajar la escritura fosilizada, visibilizar y movilizar su alfabeto que nos escribe inscribiéndonos ineludiblemente en una colectividad que se comunica por una presencia abierta por la imagen.
Los eventos más cruentos, las acciones más extremas, documentos de la destrucción de Hiroshima, reproducciones de las tribus aniquiladas de los fueguinos, fotografías de cajón tomadas en los vacíos, de los domingos en la mañana. Las instantáneas de la pasión de Benny Kid Paret, se continúan indelebles, se perpetúan inolvidables en nuestros ojos precarios, trasmitiendo con idéntica precisión su inagotable información aún después de desaparecidos esos, nuestros efímeros ojos. Recuerdos que no pueden llegar a su término.

Una crónica neurosamente mecanizada se registra en las hazañas fijas por un tiempo ilimitado; sus actores son los estereotipos instantáneos de una actualidad siempre anacrónica; un pasado que nunca existió renace incesantemente a través de los cuerpos incinerados por la luz en el negativo.
En la agitación congelada de los gestos sintéticos de pilotos de guerra, de campeones de natación, de niños estragados por el hambre, de mujeres en las poses del éxtasis, se vehiculizan las energías retardadas por el trauma póstumo que la cámara le produce al momento fotografiado.
Una historia apocalíptica se está escribiendo con la exactitud de las demostraciones de luz y sombra reveladas en los positivos.
De los ademanes que se escalan hasta el punto critico de la detención para encontrar su momento en el tiempo retenido, se desprende una cronología de dimensiones inéditas. Medidas de una lógica sorprendente articulan el movimiento al interior de las imágenes bloqueadas.
En la excreción visual de la realidad, la humanidad evacúa constantemente su instinto de muerte volviendo en cada clisé al estado inorgánico, a la quietud de los cristales, a la primera edad de la materia.

Alcanzar la propia ausencia en la prehistoria producida por la instantánea, significa poder intelegir un pasado del que no se es consciente, pero que desde hace tiempo ha sido ocupado por la maquinaria óptica bajo la especie de que sólo se trata de un reflejo inmediato y obvio de lo visible.

La historia ha sido expropiada por el dogma de la óptica representativa. La componente ideológica de los medios de información visual tiene aquí su origen. Mientras se mantenga el dogma de la instrumentalidad, o sea, que la relación fotográfica se produce en la evidencia de lo visible como reproducción de suyo comprensible y mientras no se reconozca que ella la traza su grafía en el enigma de lo visible, quedamos anquilosados en la repetición de la propia ausencia.

Conocerse en la fotografía es, entre otras cosas, reconocerse como efecto de la maquinaria, como fabricación de su construcción. Penetrar en el cuerpo extraño generado por la semejanza mecánica, exige superar un eminente obstáculo dialéctico: todos nuestros sentidos y movimientos, virtualmente, ya han sido incautados por los mecanismos re preproducción técnica. Nuestro cuerpo, virtualmente, siempre ya es una fotografía. En esta perspectiva, la posibilidad de una presencia aparece como “algo aterradoramente enérgico y perturbador, como un elemento aún en acción y móvil en una expresión inmovilizada”

En el momento de la toma ocurre la traducción, el traslado y el transporte material de lo registrado fotográficamente. En este doblaje se efectúa repentina escisión de una fracción temporal: el desdoblamiento introduce una modificación decisiva en la estructuración del tiempo. Una acción “x”, p. ej., es distribuida en un mismo punto crónico en dos órdenes temporales diferenciados, pero conectados entre sí (concretamente, el nexo es la fotografía). El momento de división y distribución es un momento intercrónico. Por el lapso del tránsito de uno a otro, la acción "x" ocurre simultáneamente en dos versiones: en la versión transitoria de los hechos, a la par que en la versión invariable de su documentación fotográfica. La súbita y fáctica escisión del núcleo temporal en su traslado fotográfico produce y construye una sincronía. Por la sincronía son puestos en un mismo plano dos ordenes temporales: el de lo único, fungible y contingente, y el de lo interminable que se conserva y “eterniza” en la foto, difiriendo su efecto y repercusión. Por la penetración física del instrumento en la fracción de tiempo, se extrae violentamente del intervalo, por contacto, -solidificada– la duración como visible. En la fotografía, ambos órdenes entran en una relación recíproca de cita y pasan a ser, sobre la base de esta relación, citables en general: lo transitorio, que, por haber producido y producir en cuanto huella la constante dela toma, está incluido en su trascripción y concitado en ella en cuanto energía inscriptora; y lo permanente, que, por su persistencia emancipada (aparente producto final de la transcripción), pasa a ser técnicamente reproducible y así citable y combinable a discreción. A este recíproco mecanismo de cita al interior de la foto, mora latente la cualidad documental de la huella óptica.
Queda de manifiesto, que la constitución de la foto no es efecto de una mero reflejo, sino una traducción que logra la separación constructiva entre la mirada orgánica y el ojo mecánico: la disociación visible entre lo ópticamente consciente y lo ópticamente inconsciente por formalizarlos en sistemas sígnicos diferenciados: la posibilidad, por tanto, de estar simultáneamente en la mirada y fuera de ella, sin abandonar lo visible. En esta perspectiva aparece el ojo fotográfico como critica a la física: aquí reside su fuerza revolucionaria.



La reproducción del nuevo mundo.



Durante el sido XIX, en la época de su invención, la cámara sea en París o en Londres transcribe, a su placa sensible, objetividades que pertenecen al mismo grado de desarrollo tecnológico que el propio proceso de intervención, registro y reproducción. Lo fotografiado –una estación de ferrocarril o la torre Eiffel– esta ubicado en el mismo estrato técnico y temporal, que la formalización efectuada por el lente. Mediante el registro mecánico, la técnica participa y reenvía su propia imagen automática1 verificando la distancia reflexiva que proyecta respecto a sí misma. Debido a esta continuidad entre el exterior industrializado y su mediación visual mecánica, por esta especie de homología entre el significante y significado, se puede decir que la foto coincide consigo misma.

El procedimiento documental choca violentamente con la gran tradición cultual de la pintura, la que es convertida en pasado ahora revelado en sus fundamentos, por mostrar la fotografía cómo piensa la pintura a diferencia de ella. Desautoriza a la pintura por su multiplicabilidad mecánica en varios; aspectos decisivos como p.ej., la originalidad, la autenticidad, el aquí y ahora, revolucionando la espacialidad y temporalidad colectivas. Pintura y fotografía empiezan a definir (se) un campo resueltamente diverso en la articulación de lo visual. La divergencia de sus respectivos sistemas de enunciación va determinando tanto para el uno como para el otro, funciones inéditas para la captura de imágenes de lo socialmente invisto. Pese a ser sistemas de diferenciados e independientes, cada uno se constituye respecto al otro en su correspondiente exterioridad, sin salirse del campo visivo.2 Esto le permite a cada cual verse por el otro desde afuera y traducirse ópticamente por medio del otro; posibilitando a ambos reflexionarse y redefinirse frente a la crítica material que cada sistema propone respecto al otro por su diferencia específica. La fotografía, p.ej., al reproducir mecánicamente y en forma masiva todas las obras de arte. La pintura p.ej. al reinvertir y regresar la foto a la tela en el hiperrealismo.

Inmediatamente después de su invención la cámara penetra (hacia 1850) en el espacio americano, donde incorpora a sus negativos sujetos y objetos, en comparación con su ultramodernidad técnica y perceptiva, anacrónicas, desarraigados, fantásticos, sorprendidos, en suma, prefotográficos. Por consiguiente, el medio de registro que es el lente, marca y traduce, como heterogéneo a él, aquello que hace ingresar a su documental de la escena americana: poblados insipientes en cuasipaisajes indominados e inconclusos abruptamente actuales, transportables y ubicuos, presas y trofeos de la cacería fotográfica, bajo la especia de lo exótico. Por su cualidad instrumental, o sea, por la congruencia material, bajo la forma de la huella óptica, del significante, del significante (el dispositivo mecánico-químico) y del significado (lo “real” en cada caso improntado por la traducción lumínica en el significante) en una sola imagen, que lo “real” de un espacio-tiempo único y contingente, trasladándolo a un espacio de memoria, plural y múltiplemente citable y anexable, se tocan concretamente en la foto misma y se precipitan sobreimpresos dos tiempos discontinuos en sentido local. Varios tiempos y una sola imagen, por tanto imagen estratificada. El efecto específico de la intervención fotográfica en América: la producción de una unidad significativa, que contiene en cuanto imagen una discontinuidad temporal que la constituye y en la que se citan dos tiempos históricos distantes. Esta relación crónica se revela, en cuanto signo, en lo fotográficamente retenido. Habrá que encontrar la cualidad teórica de la dimensión contenida en ese abismo temporal.
La acción de los procedimientos fotográficos importados se realiza a la vez en un espacio imaginal infrapictórico, vale decir en la ausencia de una tradición consolidada. La indigencia pictórica en América Latina, al orientarse por modelos importados, se constituye en cesura del cosmos visual precolombino, denegando la posibilidad de cualquier continuación del espacio abierto en el. La pulsión imaginal de ese cosmos, al ser reprimida y castrada, se convierte en resistencia psíquica, en fantasmagoría obsesionante que desde el inconsciente, sigue operando, restando realidad y coartando los intentos pictóricos, que quedan así marcados en su índole fallida.
La fotografía en el Nuevo Mundo le roba a la pintura desde ya, e inexorablemente, la posibilidad de constituirse en tradición, por imponer con fuerza social masiva dimensiones espacio-temporales propias de ella, como la fugacidad y la repetición, (las que condicionan prácticas antagónicas y desconstructoras de la noción misma de tradición), en oposición a las de singularidad y perduración de la pintura, que son precisamente los cimientos de la tradición. En un mundo donde lo que funda la posibilidad de pintura ya se encuentra previamente desautorizado y sustraído, necesariamente deben ser otras las coordenadas en donde la visibilidad se organice.
La fotografía se instala antes que la pintura en América. Retrospectivamente la pintura pierde su virtualidad de desarrollarse independientemente del handicap de los mecanismos de reproducción mecánica. Por ello se puede afirmar que no hay un solo cuadro en el Nuevo Mundo que haya orientado y determinado de un modo socialmente vigente y comprometedor un “paisaje” “americano” o un “rostro americano”. Sabemos en forma colectiva del espacio americano por una cantidad sucesiva, dispersa y diseminada de fotos.
La fotografía y los sucesivos mecanismos de reproducción mecánica (cine. T.V.) condicionan una percepción que se construye en la distracción y no en la concentración y contemplación que son los modos cultuales de percepción de la pintura.
La disparidad de tramas perceptivas que retícula la espacialidad latino-americana, la dificultad de distinguirlas y de medir sus efectos hace imprescindibles una praxis visual que las objetive y una teoría que ubique las heterogéneas mediaciones a que está sujeta, ésta, nuestra estratificada percepción.

El paisaje pictórico, en cuanto género y tópico constituyente del espacio europeo, es la transferencia visual dela habitación que de un paraje ha hecho una civilización: es la traducción scópica de su prolongada domesticación, es el sedimento óptico de un interverado intercambio con una extensión dominada. En cambio, las vistas fotográficas del interior de un desierto, las instantáneas panorámicas de la selva o de los extremos de la Antártida, no son reflejo de su consuetudinaria tenencia, sino que implican abruptas irrupciones en el continente desconocido, allanamientos y violaciones visuales de un espacio tramado por mentes otras, aborígenes.3 Esas tomas son señales ópticas de puntos geográficos descubiertos; constituyen piezas de prueba de su real (y no fantástica) existencia; son la noticia documentada de su conquista. A la vez connotan el inventario de lo por dominar, por ocupar, por explotar. Son en cierto modo blancos. Gráficamente, la toma fotográfica en el Nuevo Mundo efectúa una toma de posesión.
Lo exótico es el último resplandor de la naturaleza o humanidad autóctona, que se asoma y despide a la vez en esa, su primera y última instantánea y es por eso, quizá, que cada una de esas vistas mecánicamente retenidas tiene ese aire de imborrable melancolía, que las empaña por dentro como lágrimas nonatas. De esa cualidad emocional que las permea, estudiar los fundamentos.
Puede que esos mundos ignorados, que esas caras prefotogénicas, que esas colectividades impintadas, que esos cuerpos refractarios, por la máxima distancia a la reproducción mecánica que ellos significan, contengan aún en su doble fotográfico, una resistencia (ya que la cámara no se encuentra en lo encuadrado por ella, nada ni nadie en lo reproducido la corrobora, sólo la pura distancia focal lo invade todo, el lente documenta su propia ausencia: una resistencia que logra, aunque sea fugaz y transitoriamente, denunciar intervención devastadora. Es como si el aparato fotográfico, de hecho invisibleen la toma, fuera lo efectivamente grafiado y expuesto, como ci emanara de aquellas intemperies sorprendidas, de aquella humanidad descolocada, una materia sensible y efectiva que registra a la cámara incrustándola indescifrada en su aura transparente, como un fósil ignoto.



El cuerpo que mancha.



Las excreciones viscerales que despide el cuerpo manifiestan diferenciadamente el tránsito desde su interior hacia el exterior; por ello, son los modos mas primarios y concretos con los que el cuerpo saca y exhibe su interioridad.
Por la vía orgánica de su exteriorización, el cuerpo edita somáticamente tanto el aspecto destructivo de su metabolismo (orina, heces, sudor, vómito, sangre menstrual), como el aspecto germinal (semen), como el meramente expresivo y emocional (lágrimas).
Ya que la lengua, la letra, el cuadro y la foto exteriorizan el cuerpo y la mente humana y conforman las manifestaciones traspuestas, traducidas y trasladables del metabolismo social que ellas constituyen, se puede concluir que las secreciones orgánicas que se desprenden del cuerpo son la matriz anterior del lenguaje, los rudimentos somáticos de la imprenta y los balbuceos de la fotografía pero inmediatos, incontrolables, automáticos, reflejos, involuntarios, efectos del intercambio orgánico de la comunicación física del cuerpo con el universo natural. Las voces seminales, las letras fecales y los grafismos menstruales, pronuncian lo animal, imprimen lo invariable y expresan lo presocial, y en conjunto repiten, segundo a segundo, la ineludible sujeción del hombre al todo del cosmos y la innegable inclusión al tiempo y a la periodicidad de la naturaleza que antecede y excede a la historia.
La mancha es la impronta húmeda, la letra primordial de dicha escritura corporal: es la huella inmediata que el organismo traza de su interior.
En la mancha de semen en la sabana (que se retira), en la mancha de orina en la ropa interior (que se cambia), en la saliva en el babero (que se lava),en la pus sobre la venda (que se bota), aparece el oprobio que el hombre siente frente a lo animal, la denigración frente a lo involuntario, el pavor frente a los involuntario, el pavor frente a lo automático, y, lo transgresor de aquellos mecanismos que invaden e inundan de naturaleza, es decir, de esperma y caca, el sublima campo de la historia.
La compulsión por borrar la macha obedece a la imperiosa necesidad de obliterar las señas de la presencia precultural del hombre y de fondear su indominable estatura natural.
Puesto que toda escritura, todo lenguaje es el desplazamiento hacia el exterior de los sentidos humanos –como su significado– contienen en forma sublimada (lo que es lo mismo que decir en forma social e histórica) los vestigios de la primera escritura animal, refleja y cósmica.
Las gotas de aceite de máquina habitualmente caen sobre el hormigón, el cemento, el asfalto y el concreto que pavimentan calles y caminos, aeropuertos, bombas bencineras, garages y estacionamientos.
La tela de linoca y el cartón en el dispositivo gráfico de Dittborn, al ser manchadas con aceite quemado, adquieren, por desplazamiento, la función de soporte que tiene la calle, lugar de tránsito por naturaleza, respecto al derrame de aceite.
La urdimbre de la linoca y el espesor del canon toman por la mancha de aceite ese carácter de matriz común de la vía pública.
Las materias oleaginosas se filtran por desperfecto, se desbordan por incontinencia de las arterias de lubricación de los vehículos sobre la banda de la calle.
El aceite quemado es la ceniza líquida, es el lubricante fatigado, es el excremento de la máquina. Su último uso: la aplicación, como barniz y pintura. a las construcciones de madera barata para resguardarlas de las inclemencias del clima.

La táctica del camuflaje puede instruir sobre algunas virtudes de la mancha. Como arma ofensiva o defensiva la mancha es utilizada para ocultar, para despistar, en definitiva, para que algo o alguien no sea visto.
La capacidad de la mancha de invisibilizar descansa en un momento filogenético de la evolución del sujeto. Por la mancha se cita una etapa arcaica y constituyente de la historia de la visualidad: aquellos primeros tanteos de la visión en sus esfuerzos por identificar los objetos que en ese estadio sólo logran organizarse a través de los desenfoques más crasos como meras manchas, difusas nebulosas, en el cielo de la retina.
Por tanto, en la mancha se halla en estado de recuerdo dicha ceguera inicial, como, a la vez, ese ojo recién nacido, que en su indefinición total (indefinición a la que también pertenece la indistinción entre sujeto/objeto, entre afuera/adentro) recién principia como una antena a palpar a tocar, a esculpir, a construir, a pintar y a discernir los primeros objetos sujetos dentro de la mancha.

Detrás de la mancha, verdadero embrión visual, llama la seducción de un posible ente querible, pero se agazapa también la amenaza de un objeto no identificado conformable en su monstruosidad.
En la medida que desmanche la mancha, el sujeto podrá erigirse en tal, y, constituir los sujetos/objetos que lo rodean. El sujeto sólo se hace posible como diferencia, como negación de la mancha. De ahí el terror que habita toda mancha: ella es la marca de la ausencia del sujeto.
Lo desconcertante para quien es agredido desde el camuflaje es la infantilización a la que se ve reducido: se lo desarma, poniéndole como señuelo su turbada y propia mirada primigenia.

Paños, algodones, trapos, toallas higiénicas, gasas, en fin las varias telas y materias que se utilizan para absorber las excreciones, operan como una especie de receptáculo de las mucosidades, como una suerte de molde de los sudores, podría decirse como un género de negativo de las sangres, donde sus improntas, los garabatos de sus poluciones quedan, aunque sea pasajeramente, retenidas.
Sus impresiones no solo son amparadas por la matriz que las acepta, sino que los líquidos y fluidos (esas primeras tintas) invaden, y penetran los filamentos, empapan, infiltran y tiñen las urdimbres del tejido absorbente. Impregnados de su influjo, entremezclados y a él confundidos, son alterados físicamente por su contaminación.
La mancha, expresión formal de la indiscriminada interacción de las materias que se encuentran, la mancha habla de dicha simbiosis, pública aquel mimetismo recíproco, divulga esa promiscuidad. Materia viva, ahora exterior y todavía caliente terminando en materia inanimada.

Retroactivamente se puede afirmar que la escritura, la pintura y luego la fotografía son la versión corregida y calculada de las expresiones directas y orgánicas, de las impresionantes revelaciones del cuerpo, de su efusión difusa, de su extrovertida difusión incontinente y confusa.



Cuadros de Honor.



El orden instituido fotografía para reconocer, exactamente para reconocer y hacer reconocer a los infractores de su ley: lo que implica un punto de vista e incluso una toma de vista precisa; eso explica también entre otras cosas, por qué no se tiene la misma cabeza en una foto de familia que en una ficha antropométrica.
Al orden establecido le es fácil fabricar las imágenes de marca (registrada) que le sirven, porque él fabrica para él la imagen de cada cual; (comienza con la cédula de identidad y la foto reglamentaria que reglamentariamente debe ser colocada en su lugar reglamentario).
En la foto carnet, el rostro humano es encuadrado, encasillado, encerrado y tipificado por el orden, escenificando todo un simulacro de identidad, puesto que en el lapso de su toma, la cara del hombre es sometida a una máxima extorsión; so-pretexto de registrarla en lo que de única y distintiva nene. La toma, de hecho, hace exactamente lo contrarío: aplicándole una y la misma norma fotográfica, la estandariza, cortándola a la medida del orden, y la masifica, multiplicando el orden en ella para que éste se reproduzca mediante ella irrestricta y definitivamente.

Al acoplar el sujeto esta pasada de gato por liebre, abdicando en su propia cara a lo único e intransferible a que aspira –nada menos que a su propia identidad– él comete (sin saberlo) su primer y fundamental delito, el de ser cómplice (y no víctima) del chantaje, al entregar y ceder lo inalienable. Cualquier delito posterior se hace inmediatamente plausible y reconocible en su imagen, a consecuencia de que el sujeto en cuestión fue captado por el lente infraganti, con las manos (la cara) en la masa, cometiendo su primer delito –la enajenación irrenunciable, con el consentimiento y la prestación de su propio cuerpo, de lo único irrenunciable– que indeleble quedó fotográficamente inscrito en su rostro, para ser citable en y por la foto antropomórfica en cualquier otra ocasión, corroborando su calidad de delincuente.
No debe causar extrañeza entonces, que una vez reproducida una foto de carnet por un medio de información y cualesquiera sea su finalidad, a primera vista e invariablemente, ésta aparece mediante y en dicha publicación como la de un delincuente. Nunca se imprime una foto carnet en un periódico cuando alguien gana los 100 m. planos o dona una suma de dinero al Hogar de Cristo.

Mas allá de toda captación de lo “real” por el uso preponderante, definitorio y sistemático que nuestras sociedades han hecho de los procedimientos fotográficos, ellos son una de las formas más eficaces de mantener el orden público.
La operación de alienación a la que el individuo está “sujeto” en la foto de cédula, va aún más lejos: el orden establecido le devuelve la individualidad hipotecada, en forma denigrante, y lo restituye a la condición de sujeto en el sentido peyorativo de la palabra (“varios sujetos fueron aprehendidos por efectivos de la Brigada de Homicidios...”) cuando éste supuesta o efectivamente ha infringido la ley. En esa coyuntura, le estampa toda su carga negativa, le imprime todo su repudio, lo estigmatiza a fin de marcarlo inexorablemente en cuanto individuo - antisocial. La condición de sujeto sólo le es restituida por la sociedad a alguien bajo la forma de la culpa.

Ese es el minuto y el espacio reducido que precariamente habitan los sujetos de la gráfica de Dittborn –en especial los de los Cuadros de Honor– donde entregan y rinden su persona, donde apenas sobreviven inmortalizados.
Por la intervención reguladora y formalizadora del ojo mecánico, en el cuadrilátero de la foto de identidad se instituye un espacio de intercambio, donde la ansiedad de lo íntimo y el sueño de lo singular se transan por el estereotipo.
La duración técnicamente memorizada impone un espacio de interdicción, donde cualquier alternativa, cualquier movimiento, cualquier interlocución es drásticamente denegada: hay que estarse más tranquilo que una foto.
El momento automáticamente multiplicado que encuentra su destino en el recuadro del carnet ciñe un espacio de agonía, donde todo lo personal se pierde en lo típico, donde el retratado públicamente expira, donde él es, él pasa, él pasa a ser nada.
(Demasiada información crea la indiferencia. Cuando todo parece igual, la sensibilidad pierde la capacidad de hacer distinciones. Los Cuadros de Honor por exagerar la similitud liberan lo múltiple en rostros de apariencia análoga: al enfocar el género, fuerzan encontrar las diferencias.)
La espacialización mecánica del tiempo demarca en el área de su reproducción una zona de culpa, donde al fotografiado, habiendo cedido a la fuerza, habiendo renunciado oficialmente a lo único a que se aspira, a lo que quizás nunca tuvo y nunca tendrá, se le programa el delito en la información de su rostro. Por lo mismo, los detenidos el recuadro fotográfico tienen aquellas facciones confusas, aquella traza de tristeza incurable, condenados a perpetuidad a pervivir en la latencia del delito.
Mediante la sustitución de la instantánea por la demora de la mano mediante el desplazamiento de lo fotografiado al cartón, mediante la ampliación de la escala, mediante la ordenación y señalización, el aparato gráfico de Dittborn despliega y pormenoriza ante la vista la combinación operatoria de elementos que, elegidos y dosificados según leyes precisas, decodifica ese momento delicado de transacción que como encrucijada vuelve ininterrumpidamente en toda vida colectiva: el reemplazo de la presencia por el facsímil, la transfiguración de las impresiones inmediatas en recuerdo codificado, la conversión del original en su copia, la transformación del contexto en cita descontextualizada, la metamorfosis de lo único en una serie, la traducción de lo perecedero a lo que no deja de ser visible.
Momento de transacción y de suspenso donde por última vez se asoman en la anestesia inmemorial de la foto, antes de extinguirse por completo, las pulsiones vivas del individuo que aún contradicen y resisten la estandarización. Las convulsiones que aún palpitan en sus rostros congestionados, imborrables y desposeídos, conforman al interior, como su negativo fiel, una zona de resistencia, la huella desprendida y fantasmal de la irreductible presencia carnal del sujeto.
En el sitio eriazo de la geografía facial de los Cuadros de Honor: “En vano”, “Sudor y lágrimas”, “Sus mejores años”, “Su condición”, “Acuarelas en rosa”, se confabulan con redoblado ímpetu las energías que se niegan a ser del todo encuadradas, porque dañadas, sus mentes por desesperanza, en un enredo de lucidez y compulsión, buscaron el vía crucis de la ilegalidad como forma soliviantada de distinción. Esta elección determinó que el positivo de su identidad entrara a los archivos y a la prensa de los anales policiales. De las implacables fichas de antecedentes editadas en revistas de criminología y de policía científica, Dittborn extrajo, con la precisión de un cirujano, su obstinada pasión, su desviado padecimiento. Este insatisfecho modo de no participar como simple tautología de la ley, esta manera destructiva e intransigente de reivindicar su personalidad expropiada sólo los hizo (y por cierto no a todos) caer en otro tipo de repetición, en el cuadro de convenciones fuera del marco de la ley: en los avatares de la estafa, de la violación, del hurto, del asalto, del homicidio. Y sin embargo, y es aquí donde sufrimos un inasimilable revés, a este no doblegamiento, a esta intransigencia de los enemigos públicos del orden, se acoplan todos los deseos inconscientes de transgredir la ley: y no es en vano que, por el trabajo exacto e insobornable del sueño, estos infractores se entronicen en el escenario luminoso del deseo como sus grandes ídolos.
El rechazo a cualquier identificación oficial se reedita en el manejo que estos suicidas a largo plazo hacen del nombre. Endosan su suelta identidad en cualquier otro simulacro de nombre, suplantando indefinidamente su filiación a fin de escapar al rigor de la ley: de una ficha extractada del “Detective”, No 29. mayo 1936:

MATEO HERMOSILLA VERGARA
NOMBRES SUPUESTOS: Cosme Vergara González, o Floridor Fuentes Cordero, o Julio Hermosilla Vergara, o José Gómez Vergara, o Segundo Vergara Hermosilla.-
P. 2843. (a) “El Chaplín” o “El Cabro Mateo” o “El poco te cunde”....................

La foto de carnet, desprovista de toda carga dramática, de cualquier patetismo o significación sensacional con qué alimentar el imaginario del espectador, aparentemente defrauda a un interés y análisis visual mayor. Su ilusoria neutralidad e insignificancia sirven como reactivo revelador de aquellas compulsiones que nos enceguecen y nos obligan a adherir los “grandes sentidos” a otro tipo de foto (la foto ‘trágica’, ‘impactante’. ‘estética’, productos empaquetados por nuestro culpable sentimentalismo lacrimógeno).
Por lo demás, los circuitos significativos de la foto carnet no son perceptibles en un ejemplar único de ella, sino en su reedición, su ordenación, su seriación dentro de la copiosa matriz de su repetición. Las varias semejanzas, las familias de analogías y las mínimas oposiciones provocadas por la construcción de su reiteración, van configurando las invariantes y las relaciones significativas entre ellas, y, por las distintas posibilidades de permutación, van estructurando el sistema que las genera. Flagrante contradicción: en esa multiplicidad de rostros trasladados por la mano desde las fichas de identificación a los peladeros de cañón de los Cuadros de Honor, se cristalizan simultáneamente, por una parte, el fundamento regulador que restringe a cada individualidad a ser representante de un tipo clasificable y multiplicador del sistema que lo ficha; y por otra, en la alineación de esos espectros de persona, se aglomeran, se sobreponen y hacen masa, en el sentido eléctrico de conectarse) los distintos estratos reprimidos, recluidos y secados de los variados sujetos expuestos, que aunados y puestos en contacto, detonan a inmensa energía de sus fuerzas sometidas, y resquebrajan la seguridad y certeza de la mecánica uniformadora.
En toda imagen, por la praxis en que está inserta, pugnan energías colectivas antagónicas; en cada imagen, por el lugar concreto que ocupa en una contingencia y en un contexto determinado, se señalan los triunfos, los chantajes, las adulteraciones, las derrotas, los connatos, las extorsiones de las fuerzas que están en lucha. Detrás de cada imagen está la huella todavía fresca de la exclusión de otras y la inminencia de ser suplantadas por nuevas.

Clases de Caligrafía.


Dittborn hace copiar los textos que se citan en sus serigrafías, (p. ej. “Estampas deportivas”, “Reinas”), a adultos que alguna vez cursaron contra viento y marea las preparaciones de la escuela pública; copistas iletrados que son verdaderos modelos antropológicos de una educación racionada.

La caligrafía torpe, patéticamente escrupulosa de estos anfibios culturales, es de una letra que apenas entiende lo que traza, concentrada obsesivamente durante el acto de escribir en su propia impericia, y, a la vez, poseída por el exhibicionismo en cámara lenta de sí misma, para ostentar un saber casi en vano y a duras penas adquirido, apoyada antes que nada en las líneas de cuaderno de composición, líneas férreas de la institución, más que en la letra del texto, su libertad.

Sobre el trazado caligráfico caen dos miradas, dos recepciones técnicas: la de la fotografía (kodalit), la cual permite citarlo y ampliarlo, y la de la impresión fotográfica, la cual faculta verlo en su forma reproducida, multiplicada y pública. El mero hecho de que la letra manuscrita sea puesta en escena por la cita, la ampliación y la impresión, en un espacio alterno tan ajeno a sus propios alcances, hace que se sensibilice una considerable energía subsidiaria almacenada en ella. Las mediaciones técnicas que conteniendo la letra manuscrita intacta, la transforman, (porque materialmente establecen una diferencia con la sacrificada copia manual en sus modos de generar sentido)producen en su interior aquella distancia teórica que posibilita que la energía retenida afloje, se desprenda y hable.

Porque las mediaciones mecánicas están apartadas en el tiempo, del facsímil a tinta, es decir, porque son históricamente posteriores, funcionan como una especie de telescopio temporal. Este catalejos atrae, hace tangible y distingue los eventos que matrizan la grafía más allá, o mejor dicho, más acá, del tenor de lo deletreado por esa manota que prioritariamente está constreñida a despachar la obra de mano, sea en la cocina, sea detrás del arado, sea al remo.

Un primer enfoque del doblaje fotográfico de “Reinas” distingue dos movimientos entreverados que lo impulsan: - uno convulso, perturbado y reticente (en) que (se) despliega la violencia de la introducción del alfabeto a la mente y al cuerpo del sujeto (la letra con sangre entra) y, de más a más, la obediencia ciega a ella, y - otro florido, caracoleado y lelo por el que se trasluce la fascinación, el cortejo y la conquista de la escritura.

La disputa entre las dos pulsiones, resistencia y atracción, la grieta alojada en medio, es como la boca de una herida, sellada por la grafía, su incipiente cicatriz.

En el curso que la muñeca le dio a la estrofa “¿Y las pobres muchachas muertas,” se reedita una de las etapas de la peripecia humana, estando presente en esa reCitación caligráfica, en estado fósil, un determinado estado de recepción: el recibimiento dificultoso y la acogida por la mente de la escritura, inventada por ella misma. De esa modificación de la mente y de su conmoción, provocada por su ingreso a la escritura, vale decir, a la historia, encontramos los vestigios en el duplicado manuscrito, o reformulado invertidamente de su interminable salida de la prehistoria.

Resulta a todas luces obvio que la mano que trasunta la estrofa de la Mistral: “Todas íbamos a ser reinas”, es una que desfallece ante el sentido, el que –inalcanzado– habla a viva voz de lo que en la realidad le pasa a esa mano que “iba a ser reina”.

El conato de cultura que se detecta en ese sismograma mortificado y escolar, literalmente demarca la frontera entre dos culturas, la línea divisoria entre dos clases: encefalogramas de una conmoción cerebral, calamidad publica.

Estos gratos delineados con la exactitud desacertada y megalómana de una criatura que aprende a hablar, traen a la superficie el aturdido paisaje cultural de un irrecuperable atraso.

El mencionado recurso de retrotraer en forma material la recepción, o sea, la incomprensión de un código informacional, a uno anterior en la evolución de la mente y práctica humana (en este caso la poesía culta chilena del sido XX a su copia manuscrita semiágrafa), ilumina significativamente uno de los procedimientos generales del trabajo de Eugenio Dittborn: el de la relación foto–pintura–dibujo. La fotografía en sus obras es captada, traducida, recepcionada y, por tanto, comprendida por un aparato social sígnico técnicamente más primitivo, vale decir, por el código del dibujo y de la pintura. La mano –analfabeta fotográfica– tropieza, se entromete como un cuerpo extraño, interfiere, arcaiza al remedar corporalmente, al retrazar con lápiz, tiza y pintura acrílica, la hiperinformación automática y autónoma de la indiferente máquina fotográfica.
Este modo de recepción, invenida, no obedece a un mero arbitrio, por el contrario, explícita ejemplarmente el modo de recepción inveterado en Latinoamérica, y, al hacerlo patente lo eleva a modelo de intelección de los sustratos perceptivos efectivamente en acción en este espacio social.
Los hábitos de percepción de la tecnología importada, tanto industrial como informacional (de la cual la cultura es sólo un sub-ítem) son conspicuamente ineficientes, demodés y, en parte o del todo, obsoletos respecto a los circuitos de producción, distribución y consumo de los complejos sociales de los que provienen.
Los signos “desarrollados” tanto son importados por las instituciones receptivas anacrónicas, como impuestas a ellas. Por esta relación desequilibrada son puestas renovadamente en desventaja. Invariablemente se está a la zaga. Quizás (en) esta relación (se) trate de la producción de esa creciente desventaja. El registro retrasado solo alcanza a trasladar los signos extranjeros. La integración a las más elementales operaciones productivas de signos de la comunidad a la que se injertan, es solo parcial e inconclusa. No habiendo circulación no se realiza la comunicación. Lo que se realiza (receptio praecox) todavía no tiene nombre.
Los soportes receptivos desconectados y desplazados refractan entonces los signos alógenos, los interceptan y frustran antes de que se disemine su sentido generativo en una práctica significante que logre que una comunidad se reconozca (aún en su diferencia) y, por lo tanto, se constituya en esos signos.
Como signos no compartidos, como rudimentos distorsionados y emasculados van acumulando una sobreinformación improcesada, que queda flotando como un excedente que más que facultar la comunicación entre los distintos órganos sociales, la obstruye.
En el caso especifico del arte, la recepción, para ocultar la desventáis en que es puesta y aparentar de todas maneras una acogida, se dedica o a la copia y sus variaciones (la que repetirá lo que la mano semiculta hace de la escritura) o a la mera contemplación, la que desvinculada del cuerpo social se ensimisma privativamente en el fetiche, al que ha sido reducido el signo por su inutilización. En ciertos círculos esta mirada deslocalizada se apellida refinamiento.
Conjugación: mi opción incongruente que es un futuro pasado respecto a los signos percibidos; por tanto, un registro que los arruina, destrozando la utopia contenida en ellos. Una recepción que, en vez de trasladar y comunicar el informado al programa inédito por realizar que contiene el mensaje, lo reenquista, –inactivo–, en un pretérito imperfecto, donde contempla extático y deslumbrado, en esos signos ilusoriamente propios, nada menos que su propia extinción, a la que sobrevive en calidad de espectro solo para reiterarla por enésima vez.



La historia que falta.



Para revelar el trato íntimo que Dittborn tiene con la matriz histórica, vale la pena contrastarlo con los artificios de la moda retro.
Emblema de los vencedores, la moda retro –aurática y nostálgica por antonomasia– responde al imperativo de olvidar el sacrificio de los derrotados. A fin de desentenderse, se retrotraen al pretérito.
No es azaroso que los que dominan localicen su futuro en el pasado, y que éste sea aquél donde se repite con antelación lo consumado por ellos.
Escamotear lo perpetrado, borrar las manchas y las huellas de la actualidad por la vía de una regresión, borronea los contornos de la historia presente y con ello se desdibuja todo concepto de historia. Los vencedores, erosionada así su corporeidad histórica, van al pasado como a una fiesta a duplicarse especularmente en los triunfos de los antepasados para cobrar cuerpo.
En este revival la moda oficia de alcahueta. Con su pompa y su ciencia restaura, reviste y suplanta ortopédicamente la desdatada inmaterialidad de los recién arribados con las fáciles e indolentes reencarnaciones del lujo. Con las mismas tiras de antes, la moda los hace iguales a los iguales de siempre. En el espejismo de su semejanza reproducen su vacío, presos.

Dittborn no vuelve el pasado, ni para resarcirse en él, ni para perpetuarlo. Más bien se mueve en el tiempo a la pesquisa del presente.

El pasado no es un cementerio, un depósito de horas muerta. El pasado es un bien fungible que en cada instante se encuentra en el punto crítico de volverse a ir, pero ahora irrecuperablemente. En todo signo se trasladan traspuestos momentos vivos, la energía significada de esas contingencias. Cada signo es un modo de contener la vida y trasladarla. Cada signo es un modo de despertar la vida en quienes lo tratan.
Dittborn penetra la memoria colectiva como una zona de peligro, donde a toda velocidad, con la precaución requerida, antes que sea demasiado tarde, hay que salvar algunas vidas a punto de sucumbir.
Un signo es la historia de cómo se convirtió en social una experiencia individual: cada signo traslada aquella historia en el espacio y tiempo social;
a ese signo se le van sumando las improntas de los cuidados y maltratos, de las desconocidas que le hicieron, de los éxitos que tuvo a lo largo de su trasmisión; luego, su propia historia también tiene su historia;
por las marcas que en el signo quedan de quienes lo poseyeron y trataron, narra la historia de sus poseedores.
cada signo, entonces, cuenta la gesta y las peripecias de esas múltiples historias;
y al hablarnos, comienza a relatar una de sus historias posibles entretejiéndose en su trama invisible como su utópico narrador.
En cada signo está enterrada una parte viva de la humanidad.
En cada signo se anticipa la inmortalidad, único espacio en que la humanidad puede concebirse como su fin.

Dittborn no representa el mundo, sino la producción de experiencias con ciertas imágenes que fugaces poblaron la memoria popular y de experiencias que se generan a través de la modificación y desconstrucción de ciertos ritos visuales; y a esas experiencias pertenece adentrarse en el condicionamiento del hombre por la técnica. Forman parte de las últimas la indagación de aquellos mecanismos que decisivamente han transformado nuestro mundo.

Cada una de las materias empleadas –tinta de timbre, acrílico, tiza, cartón– fue codificada por el hombre en usos y aplicaciones específicas, en una época fechable. Por consiguiente la materia conlleva la memoria de sus usos y aplicaciones.
Cada técnica porta en su estructuración un modo de relación con el mundo; en esa relación el hombre, a su vez, se comprendió a sí mismo. Toda técnica es la memoria de dicha comprensión.
Trabajar simultáneamente con diferentes técnicas, exponerlas en su montaje, implica trabajar con comprensiones dispares, significa trabajar acompañado por un grupo de memorias. La reunión de memorias hace pensar y reflexionar a cada una frente a la otra, las induce a intercambiar sus recuerdos. Lo que emiten en conjunto es la vista que cada una ha ganado sobre las otras, es el trabajo que mancomunadamente han hecho.
Citar serigráficamente por procedimientos fotomecánicos una foto del “Estadio”, significa exponer un sinnúmero de técnicas sobrepuestas y montadas las unas en las otras: en el plano de la realidad, p.ej., un cuerpo construido y reglamentado por el deporte; luego, en el plano de su codificación traspuesta, la instantánea tomada por el reportero gráfico con una cámara de una marca equis, una apertura de lente ene, una película de una sensibilidad correspondiente; luego, su impresión en la revista después de haberse diagramado, ampliado, cortado y tramado, pasa a la prensa para su multiplicación mecánica con una tinta preestablecida en un papel predispuesto; para finalizar, la impresión manual serigráfica, ejecutada con otros procedimientos fotomecánicos, a través de una seda elegida con tantos y tantos números de puntos, en un soporte diferente, con una ampliación, un color, una tinta otra.
A la realidad extraída por la foto se le suman todos estos trabajos que se han hecho con ella, se le adiciona cada una de las miradas que cada técnica efectúa sobre ella.
A toda cita que Dittborn hace le ocurre un número de vicisitudes en su traslado. Transportar fotomecánicamente un positivo impreso en papel de diario a un cartón vulgar y silvestre afecta a la foto, pero sobre todo a la realidad contenida en ella. El cartón rechaza y entra en conflicto con ciertos efectos que la foto produce en la superficie plegable y lisa de la página; por otra parte, el cartón hirsuto y fijo entra en afinidad con otros ingredientes de la realidad formulada en la foto.
Para situar y calibrar las citas escritúrales y fotográficas reproducidas en el aparato gráfico de Dittborn es imprescindible valorarlas en su dimensión temporal, es preciso detenerse en su condición datada.
No basta identificar la época sedimentada en la foto (la que puede colegirse inmediatamente sea en la vestimenta o en el estilo del peinado de los sujetos que en ella emergen, como asimismo en la técnica aplicada en la toma y en el tipo de impresión usado en la publicación de donde es extraída), debe considerarse simultáneamente con cautela y detención mayor, la cualidad temporal de las mediaciones gráficas, de reproducción y traslación, como también de los materiales empleados, que ponen una cita en escena. Lo que primordialmente equivale a examinar las transformaciones que se ejercen sobre la cita en y por la puesta en escena.
Habrá que aplicar en la exégesis del espacio (social) que se pone en obra en el trabajo de Dittborn, la misma precisión que es necesario invertir en el desglose temporal.

La página con la nota gráfica “Se debe llamar a las que faltan”, reproducida en la serigrafía “Estampas Deportivas”, fue tomada del “Organo Informativo del Deporte de la Provincia de O’Higgins” del mismo nombre que la serigrafía. Las fotos que aparecen en dicha página (amplificada en al serigrafía a una escala considerablemente mayor), no solo se clisaron en la nota gráfica, sino que construyeron la memoria de sí mismas en unos diez mil lectores (circulación aproximada del impreso) y se alojan en dicha memoria: porque más allá de su hechura física, el espacio operante de una revista es el que abre por su difusión. Por tanto, en la imagen citada por la serigrafía de las figuras de cuerpo entero de las basquetbolistas (que es la información inmediata contenida en la huella óptica de sus fotos) se transmite de modo mediato e indisolublemente entreverado con la imagen reproducida, al público lector que se encontró en y por las mismas fotos, como también se transmite la memoria común que se generó de ellas a través de la lectura, formando parte de esa memoria las costumbres visuales inculcadas por la revista semanal.
Una foto se inscribe en su público; su límite es la visión de sus espectadores: consecuentemente, una foto está poblada por su público.
Además, para dar con toda la información que connotan las fotos, no se puede excluir la fisonomía de sus lectores, mineros del cobre de El Teniente, pequeños agricultores, profesionales de provincia, habitantes de los pueblos de esa zona del Valle Central, la hinchada heterogénea del ciclismo y del fútbol; como tampoco pueden dejar de considerarse los lugares en que la revista fue leída; campamentos, liceos de Rancagua. clubes deportivos y culturales, oficinas, Casas de Socorro del Servicio Nacional de Salud. También dichos hogares, dichas salas de espera, dichas aulas se infiltraron en las mentadas fotos.
Al encontrarse de un modo concreto en la serigrafía. las fotos de las basquetbolistas Isabel Vergara y María Hormazábal con la reescritura a mano hecha por Silvia Neicul Arrepol del texto de la Mistral, cónsul chilena, campesina del Norte Chico, maestra en Punta Arenas, Estrecho de Magallanes, Premio Nóbel, se entrechocan y se relacionan físicamente, al nivel de sus signos, fuerzas sociales que nunca se han topado en el plano de la cultura. La descarga significativa que se produce por la conexión de estos dos circuitos sígnicos es de tal magnitud que ilumina la carnalidad social, la materia prima histórica contenida en los dos sistemas: el de un cuerpo hecho letra en la poesía y el de los físicos de la Hormazábal y de la Vergara formalizados ardua pero a la vez precariamente en el deporte y su difusión informativa. Los cuatro cuerpos femeninos Isabel. María, Silvia y Gabriela, en el ahora de su conexión, acceden a la conflictiva plenitud de su sentido.
En el espacio visual de la serigrafía se “llama” a los momentos “que faltan” para que el texto usurpado por el aparato de la cultura profiera lo que nunca le han dejado decir.
La ofensiva visual de Dittborn, descifra la “Canción de las muchachas muertas” por la inerpolación de aquellas instancias (que en la serigrafía invaden y ocupan el campo de batalla del texto) a las que ha sido denegado la cultura y el arte, pone decididamente en cuestión tanto los hábitos sentimentales como los académicos de leer poesía.
Dittborn da el paso ejemplar de deletrear la cultura con los cuerpos a los que ha sido negada, de leer el arte desde lo que falta, en la presencia activa de la falta.
A través de la sensibilización de las diferencias temporales, a través del auscultamiento de la discontinuidad social del tiempo, se gana la atención de la distancia productiva que permite emplazar la actualidad y obtener las mediaciones y los instrumentos para rescatar lo diferido y lo naciente, el atraso y los esperado, lo perdido y lo resuscitable: uno mismo entra al lugar desde el cual es posible instalarse en una práctica que procese e integre lo irrecuperable y lo urgente, lo fallido y lo utópico, eventos temporales que traman la modernidad que crónicamente nos contiene y abisma.
Dittborn se moviliza en la historia con la historia, para captar la modificación (y no la moda) y el movimiento mismo de ella. Al interior de dicho movimiento recoge y documenta también, y a veces privilegiadamente, el del retroceso: movido así, descifra de ida y de vuelta con la conmoción en ellos contenida, el retardo contemporáneo mediante el anterior.
El tiempo que se conflagra en el escenario visual de Dittborn por el montaje de temporalidades desconectadas, es aquél que la movilidad asociativa del sensorio del espectador tarda en identificar, porque su cuerpo es forzado a conectar duraciones interruptas, momentos anacrónicos de nacimiento, períodos derrelictos, instantes en ruina, eras del deseo que sólo afloraron en una fracción de segundo, temporadas en estado de aborto, fechas de la desolación, lapsos de fatiga, perduraciones erradicadas, ratos paralizados.

Dittborn con el cuidado y la vigilia del antropólogo que se interna en una sociedad relegada al olvido, exhuma, aplastada por los avatares del destiempo, una humanidad a punto de perderse. Con la libertad que le otorga la ternura, con la urgencia que le exige el porvenir, desnuda la frustración in crescendo que viene arrastrando la defraudada población del Nuevo Mundo, ex-sede de las más alucinantes utopías europeas.


Lección de fotografía.



Las energías vivas de una sociedad al no lograr plasmarse, ni perpetuarse a un lenguaje, perecen innominadas, o sobreviven mudas, pero peligrosamente activas en las manifestaciones disfrazadas y subterráneas de lo reprimido. Cuando no hay un signo para las energías que nacen, piden y desean, cuando no hay referencia colectiva para ellas, incomparadas e inconmensuradas se marchitan, envejecen y caducan.

Las mujeres y los hombres estampados en la gráfica de Dittborn, dobles de exclusiva procedencia fotogénica, instantáneos en su semejanza mecánica, salieron a la luz en los periódicos por sus malandanzas y malogros, en su condición estrictamente marginal, en su expresión desventurada y maldita.

La materia cósmica que se transformó y combinó en su vida, por no haber tenido trato, al no haber sido asistida humanamente, se encuentra despenada en la ceguera social como un cuerpo extraño, como un aerolito proveniente de otros universos.

Sus cuerpos negados por un olvido anticipado de lo que compulsivamente los convulsiona, de lo que late en sus semblanzas de inelaborada falencia histórica, transmiten por eso esa apariencia indefinida, ese desgaste y vaciamiento.

Nunca se los mira por más de algunos segundos, ni a ellos en sus fotos, como tampoco a las fotos fundidas en sus facciones. Al descerrajar su recuerdo cancelado, al permanecer en el tiempo de exposición de sus huellas publicadas, donde queda yo, la primera persona, ese sitio del lenguaje. Con qué arte recorrer la materia impresa donde estos desahuciados se reproducen. Qué mirada sostener en la zona de emergencia de su noticia. Qué órganos crear para leer la hora en estos verdaderos relojes carnales del destiempo.

Mis sentidos quedan varados frente a sus no-labios, su epidermis apagada, su sex-appeal desértico.
Su equívoca complexión impenetrable interfiere la transparencia de usos y costumbres.
Su carisma calcinado señala los puntos ciegos de mis evidencias, confirma mis angustias.
Su vejez prematura, casi neolítica, desarticula las convenciones de la cronología.
Por su comparecencia de finado, el lenguaje se interrumpe, se bloquea; me bloqueo.
Contaminado por la precisión de su ausencia me tomo cada vez más hostil.

Más allá de cualquier asedio y más acá de toda desatención, porque el lente Zeiss-Icon y la rotativa off-set los colocó en la eternidad de lo visible, imponen su damnificada impersonalidad, su aterrante físico finiquitado.

Mientras el tiempo sigue devastando mi cuerpo contingente, ellos persisten en los recuadros fotográficos, en blanco y negro.

La prensa amarilla y la noticia policial son las únicas bocas, eso sí, bajo la solo alternativa de los titulares del crimen, del drama pasional o del suicidio, por donde pueden hacerse públicas ciertas emociones insoportables de insociales, ansiedades de puro privadas incontenibles, depresiones por descorazonantes incomunicables, sentimientos por reprimidos inabarcables, desalientos por desamparados insostenibles, hasta hacerse, de la noche a la mañana, vertiginosamente incontrolables en su urgencia de descarga, en su deseo de participarse, en su imperio por publicarse, para desembocar en el orgasmo de la sangre, en el campo santo del homicidio.

Cuando quiero remitirme a las fotos de esos desventurados, la escriturase se estrella contra el vacío que encarnan, contra esos áridos grises como de ceniza que estructura su huella óptica (toda foto es la huella de luz que un objeto grava en el negativo). El lenguaje se enrarece, tropieza, se recoge y se excede: el set de sentimientos que manejo se desarma: no corre la comprensión ni el escándalo, la simpatía y la ira fracasan frente a la inmutable actualidad fotodocumental de esos corifeos de lo inexpresivo y de lo impronunciado. Que el sin sentido y la violencia son en último término lo mismo, se certifica en sus mudos documentos enmudecedores. Tal es la materia conflictiva que transporta y expone la huella óptica en sus reproducciones. Resistente, inaccesible, el fotosímil de sus físicos contienen lo que la sociedad rechaza, su propio y construido exterior: mm2 x mm2 muestra lo que en la sociedad está fuera de función: cada átomo de esas fotografías es una zona donde la comunión se interrumpe y se coarta, donde se señala como suspendida y sin sentido. En la impronta fotográfica que el aparato registra de los portadores del crimen, en la memoria que de ellos graba, entra al campo de la visión la extraterritorialidad interna de la sociedad, ese páramo sin signos, donde la colectividad se exila con todo lo que de improcesado, de fallido, de inarticulado tiene. La automutilación que la sociedad perpetra sobre sus miembros se hace visible y no deja de ser visible, hecha carne y hueso en la figura impresa de los mentados antisociales. Dicho exterior inaprehensible e incodificable en que el hombre retoma a un estado presocial, formalizado y traspuesto en su reproductibilidad por el ojo de la cámara, se vuelve empíricamente disponible e ineludible. Lo que las normas legales, lo que las instituciones, lo que las convenciones pictóricas y los códigos lingüísticos no han podido captar ni encauzar se toma tangible para el ojo y está literalmente presente en la plenitud de su analizable aparición multiplicada. La inhumana cámara demuestra ser la única capaz de confrontar, recibir y devolver la inhumanidad social; demuestra ser la única capaz de intervenir en las instancias en que el hombre está ausente- La máquina fotográfica por la capacidad de tomar, fijar y memorizar la violencia, es más reveladora y más confiable que la sociedad que maquinalmente la niega.

No hay más conducto regular que el marco estrecho de la crónica roja que oficie la aparición de los portadores de las bajas pasiones (o de las víctimas en que fueron consumadas).

La gráfica de Dittbom. por actualizar la semejanza exteriorizada en las fotos de prensa de Marta Irenia Matamala, de Luis Cáceres Hernández y Doris Canales, –porque tienen nombre y apellido estos apasionados que recorrieron las mismas calles que transitamos hoy,– por reeditar hoy los clisés de su vida anterior, desprendidos de la retórica periodística que sólo los explotó y comercialó una vez más para provocar el hechizo de los sensacional, por reencarnarlos en su traducción cuidadosamente visual como documentos somáticos de sí mismos, estrena las vistas puramente carnales -sobre el padecimiento de estos desesperados.

La gráfica de Dittborn, les confiere un nuevo cuerpo erótico, aquel queme obliga a sostener la mirada en sus reproducciones sin glamour, a incursionar en su irreductible presencia inmovilizada, a explotar sus fisonomías exhaustas de abandonadas, a recorrer, a palpar su carne abismada, a convertirme en lo público a que se vieron forzados a llevar su mensaje indescifrado.


Caja de herramientas.

A Corina y Esperanza.
A mi madre.
A la memoria de mi padre.
A Pina y Ronald, en el espacio de allá.
A Hernán.

Debo mi trabajo a la adquisición periódica de revistas en desuso, reliquias profanas profundas rezagadas, en cuyas fotografías se sedimentaron los actos fallidos de la vida pública, roturas a través de las cuales se filtra, inconclusa, la actualidad.

Debo mi trabajo al cuerpo humano, peso muerto deportado e estado fotogénico al espacio cuadrilátero de diarios y revistas, memoria colectiva que consagra su perpetuo desamparo.

Debo mi trabajo al deporte de masas, arena en que los hombres enfrentan sus cuerpos en la pugna decidida por el triunfo, obstinación ciega que los mantiene bajo riguroso control:
debo mi trabajo a la gesticulación de aquellos hombres, memorizadas por la cámara fotográfica, luego impresa y publicada en diarios y revistas; impulsos iniciales (congelados), ademanes vertiginosos (petrificados), golpes de fortuna (coagulados), llegadas estrechas (abortadas), caídas instantáneas (fósiles).

Debo mi trabajo al offset y a la fotoserigrafía, medios de reproducción que posibilitaron el traslado de fotos privadas, así como de fotos encontradas en diarios y revistas, hasta el campo pictórico y gráfico, reescinificando dichas fotografías y posibilitando así su re-lectura y re-visión:

Debo mi trabajo al cartón gris, medio de amortiguar, cubrir, aislar, rellenar, embalar, dividir, absorver y tapar:
debo mi trabajo al diario uso que el cartón gris se hace en talleres de encuadernación, bodegas de embalaje, despachos, aduanas portuarias, oficinas de arquitectura, imprentas tipográficas, terminales de ferrocarril, agencias de publicidad, talleres de corte y confección, fábricas de carteras, plantillas, bobinas, estuches, archivadores y cuadernos;
debo mi trabajo al cartón gris, terreno baldío, papel inconcluso, yezca, hollejo, pista de cenizas, cama de segunda mano, carne de perro, una barata:

Debo mi trabajo a la observación de secreciones líquidas del cuerpo humano depositadas en forma de derrame sobre telas, manchas que desbaratan, interfieren, desarreglan, descomponen, interrumpen y tiñen, manchas que manchan;

Debo mi trabajo a sustancias acuosas, sustancias oleoginosas, derramadas sobre soportes pictóricos, lienzo absorvenetes, tramados, secos, opacos, lino crudo, yute, linoca de buque;
debo mi trabajo al movimiento uniformemente retratado de las sustancias nombradas habiendo penetrado los tejidos descritos;

Debo mi trabajo a la preponderancia concedida a los arreglos sistemáticos pilas, rumas, hacinamientos, repartos, láminas didácticas, insectarios, herbarios, mostrarios, listas, fosas comunes, cuadros de honor, paradigmas todos;

Debo mi trabajo al empleo de proverbios, definiciones, adagios, canciones, frases hechas, letanías, adivinanzas, estrofas, textos todos encontrados hechos en el habla y en la escritura y que al igual que la fotografía pública son moneda corriente, luceros apagados y en tránsito, lugares comunes;

Debo mi trabajo a la conexión y a la aptitud para articularse escénicamente, de lugares comunes escritos con lugares comunes fotográficos, conexión que remueve conmocionando y desnaturaliza quebrando lo archileído e dichos comunes:

Debo mi trabajo a Kodalith realizados por Froilan Hupat y Jack Ceitelis, a partir de fotos que encontré en álbumes, magazines, periódicos, semanarios, tabloides, libros y revistas:
debo mi trabajo a Luis Oviedo Guerrero, bajo cuya dirección se realizaron en Estudios Norte las impresiones serigráficas sobre papel couché y cartulina previamente impresos en offset.

Eugenio Dittborn.
[1] La percepción fotográfica mecaniza lo percibido. Como producto del instrumento, el “instante” es sustraído de la fuga cronológica e introducido a la sincronía del lenguaje fotográfico como signo icónico (el tiempo se precipita en espacio), haciéndose así disponible: por la gramática de la sincronicidad se hace anexable a otros tiempos, a otros signos.
[2] Que a las cosas de las despoje de su espacialidad es la restitución de la virtualidad que les es inherente. Esto es lo que se connota en el lenguaje coloquial con la palabra “eternizar”. La permanencia de la duración sólo puede ser producida sobre la base de esa virtualidad originaria, la de las cosas n el lenguaje.
1 Al constituir lo mecánico mediante el aparato fotográfico su propio ojo y la vista sobre sí mismo, constituye conjuntamente con este reflejo óptico propio –y de manera inmediata– la capacidad de fijar otra especie de automatismo latente en el campo óptico. Aquello que perteneciendo a lo visual (tanto en el ámbito social como en el natural) pero sustraído al dominio y al control de una intencionalidad y de una conciencia (*) una foto puede sacar sin más y detenidamente, para asegurar su imagen y conservarla en la permanencia de lo visible:
(El procedimiento fotográfico eleva el mundo en general a la semejanza mecánica, a su identidad automática)
Todo lo que sucede entre aquello que impronta y aquello que es improntado, todo lo que acontece durante ese lapso íntimo e que dos sustancias se tocan, compenetran y traducen por la luz –en ese intercambio desencadenado– es absoluta y estrictamente automático y al revés:
(*) Lo propio de una intencionalidad y de una conciencia al ser mediado fotográficamente, es sustraído de golpe al dominio y control de la conciencia y revelado en lo que de automático tiene (la transposición del mundo al pensamiento fotográfico).
2 Tal como el lenguaje oral, por la invención de la escritura tuvo repentinamente su propia exterioridad lingüística en ella.
Aunque la escritura es un cogido digital y la foto un código análogo, se puede afirmar que la escritura es al lenguaje oral lo que la fotografía es a la pintura.
3 Esas fotos, registran y documentan con una nitidez sin igual, la ausencia de pintura en América: son nada menos que extensos paisajes impintados.

Badiou, Manifiesto por la Filosofía

Título original de la obra:
Manifeste pour la philosophie.
Traducción de Victoriano Alcantud.

© Editions du Seiul, 1989
Ediciones Cátedra, S. A., 1990.
Josefa Valcárcel, 27. 28027-Madrid
Depósito Legal: M. 29.757-1990
ISBN: 84-376-0928-3.









Alain Badiou

Manifiesto por la filosofía.

Índice.

1. Posibilidad.
2. Condiciones.
3. Modernidad
4. Heidegger considerado como lugar común
5. ¿Nihilismo.
6. Suturas.
7. La edad de los poetas.
8. Acontecimientos.
9. Problemas.
10. Gesto platónico.
11. Genérico.

[9]
1. Posibilidad.


No hay muchos filósofos vivos en Francia hoy en día, aunque haya sin duda más que en otros países. Se podrían contar fácilmente con los dedos de las dos manos. Si consideramos filósofos a aquellos que proponen para nuestro tiempo enunciados singulares, identificables, y si ignoramos por lo tanto a los comentadores, a los indispensables eruditos y a los vanos ensayistas, nos quedamos con una escasa decena.
¿Diez filósofos? ¿O más bien «filósofos»? Pues lo extraño es que en su mayoría dicen que la filosofía es imposible, está acabada, delegada a sí misma. Laucoue-Labarthe por ejemplo: «Ya no hay que tener deseo de filosofía.» Y casi al mismo tiempo Lyotard: «La filosofía como arquitectura está arruinada.» ¿Pero acaso podemos concebir una filosofía que no sea de algún modo arquitectónica? Una «escritura de ruinas», una «micrologia», una paciencia del «graffiti» (metáforas para Lyotard del estilo de pensamiento contemporáneo), ¿mantienen con la «filosofía», sea cual sea el sentido en que la tomemos, una relación distinta de la pura homonimia? Además: ¿nuestro autor muerto más insigne, Lacan, no se consideraba «antifilósofo»? ¿Y cómo interpretar que Lyotard no pueda evocar el destino de la Presencia más que en el comentario de los pintores, que el último gran [10] libro de Deleuze sea sobre cine, que Lacoue-Labarthe (o en Alemania Gadamer) se consagren a la anticipación poética de Celan, o que Derrida recurra a Genet? Casi todos nuestros «filósofos» andan en busca de una escritura desviada, de soportes indirectos, de referentes oblicuos. Pretenden así ocupar, mediante una transición evasiva, el lugar supuestamente inhabitable de la filosofía. Y en el centro de este desvío —el sueño angustiado de quien no es poeta, ni creyente, ni «judío»...— nos encontramos con que se aviva la intimación brutal concerniente al compromiso nacional-socialista de Heidegger: ante el juicio al que esta época nos intenta someter, tras la lectura del expediente de este juicio, cuyos argumentos principales son Kolyma y Auschwitz, nuestros filósofos, echándose el siglo sobre las espaldas, y finalmente todos los siglos desde Platón, han decidido declararse culpables. Ni los científicos, tan raras veces sentados en el banquillo, ni los militares, ni tan siquiera los políticos han considerado que las masacres de este siglo afectaran seriamente a su gremio. Los sociólogos, los historiadores, los psicólogos, todos medran en la inocencia. Tan sólo los filósofos han interiorizado que el pensamiento, su pensamiento, tropezaba con los crímenes históricos y políticos de este siglo, y de todos los siglos de los que éste procede, a la vez como obstáculo a toda continuación y como tribunal de una felonía intelectual colectiva e histórica.
Naturalmente podríamos pensar que hay demasiado orgullo en esta singularización filosófica de la intelectualidad del crimen. Cuando Lyotard otorga a Lacoue-Labarthe «la primera determinación filosófica del nazismo», da por supuesto que dicha determinación pueda ser competencia de la filosofía. Sin embargo, esto puede ser todo lo que se quiera menos evidente. Sabemos, por ejemplo, que la «determinación» de las leyes del movimiento no es en absoluto competencia de la filosofía. [11] Sostengo por mi parte que incluso el antiguo problema del ser-en-tanto-que-ser no es competencia exclusivamente suya: es un problema del campo matemático. Es pues imaginable que la determinación del nazismo, por ejemplo del nazismo como política, esté sustraída por principio a la forma específica de pensamiento que, desde Platón, merece el nombre de filosofía. Nuestros modestos partidarios del impasse de la filosofía podrían mantener, detentar, la prosecución de la idea según la cual «todo» es competencia de la filosofía. Ahora bien, r hay que reconocer que el compromiso nacional-socialista de Heidegger fue uno de los resultados de este totalitarismo especulativo. ¿Qué hizo en efecto Heidegger sino presumir que la «decisión resuelta» del pueblo alemán, encarnada por los nazis, era transitiva a su pensamiento de profesor hermeneuta? Plantear que la filosofía es —y ella sola— responsable de los avatares, sublimes o repugnantes, de la política en este siglo, es algo así como la astucia de la razón hegeliana en lo más íntimo del dispositivo de nuestros antidialécticos. Es sostener la existencia de un espíritu del tiempo, una determinación esencial cuyo principio de captura y concentración es la filosofía. Comencemos más bien por imaginar que, por ejemplo, el nazismo no es en sí un objeto posible de la filosofía, que no se encuentra entre las condiciones que el pensamiento filosófico es capaz de configurar en su orden propio. Que no es un acontecimiento para este pensamiento. Lo que no significa en absoluto que sea impensable.
Porque donde el orgullo se torna en peligrosa carencia, es cuando, del axioma que asigna a la filosofía la responsabilidad de los crímenes del siglo, nuestros filósofos concluyen simultáneamente el impasse de la filosofía y el carácter impensable del crimen. El impasse es en efecto flagrante para quien supone que debemos ponderar filosóficamente la exterminación de los judíos de [12] Europa desde el interior del pensamiento de Heidegger. Sólo se evitará exponiendo que hay en ello algo impensable, inexplicable, un escombro para cualquier concepto. Se estará dispuesto a sacrificar incluso la filosofía para salvar el orgullo: puesto que la filosofía debe pensar el nazismo y sin embargo se muestra incapaz de ello, lo que ocurre es que lo que debe pensar es impensable; la filosofía se encuentra así atravesando un impasse. Propongo sacrificar el imperativo y decir: si la filosofía es incapaz de pensar la exterminación de los judíos de Europa, es porque no está ni en su deber, ni en su poder, pensarlo. Porque hacer este pensamiento efectivo recae en otro orden del pensamiento. Por ejemplo, en el pensamiento de la historicidad, es decir de la Historia examinada desde la política.
Nunca resulta realmente modesto enunciar un «final», un término, un impasse social. El anuncio del «final de los grandes relatos» es tan inmodesto como el gran relato mismo, la certeza del «final de la metafísica» se mueve en el elemento metafísico de la certeza, la desconstrucción del concepto de sujeto exige una categoría central —el ser, por ejemplo— cuya prescripción historial es aún más determinante, etc. Transida por lo trágico de su objeto supuesto —la exterminación, los campos de concentración— la filosofía transfigura su propia imposibilidad en postura profética. Se adorna con los sombríos colores del tiempo, sin percatarse de que esta estetización también es un perjuicio infligido a las victimas. La prosopopeya contrita de la abyección es tanto una postura, una impostura, como la caballería trompetera de la parusía del Espíritu. El final del Final de la Historia está cortado del mismo paño que este Final.
Una vez delimitado lo que está en juego en la filosofía, el pathos de su «final» deja lugar a otra cuestión, la de sus condiciones. No sostengo que la filosofía sea posible [13] en todo momento. Propongo examinar en general en qué condiciones lo es, conforme a su destino. A lo que no hay que dar crédito sin previo examen es a que las violencias de la historia puedan interrumpirla. Sería conceder una extraña victoria a Hitler y a sus esbirros, declararlos directamente capaces de haber introducido lo impensable en el pensamiento, y haber así rematado la cesación de su ejercicio estructurado. ¿Hay que conceder esta revancha, tras su aplastamiento militar, al anti-intelectualismo fanático de los nazis? ¿El pensamiento, político o filosófico, es realmente incapaz de ponderar aquello que se proponía aniquilarlo? Lo digo tal como lo pienso: sería matar por segunda vez a los judíos, si su muerte fuera la causa del final de aquello a lo que han contribuido decisivamente, política revolucionaria de un lado, filosofía racional del otro. La piedad más esencial en consideración a las víctimas no puede residir en el estupor del espíritu, en la vacilación autoacusadora frente al crimen. Reside, siempre, en la continuación de aquello que los ha designado como representantes de la Humanidad a los ojos de los verdugos.
No sólo mantengo que la filosofía es hoy posible, sino además que esta posibilidad no tiene la forma de la travesía de un final. Se trata, al contrario, de saber lo que quiere decir: dar un paso más. Un sólo paso. Un paso en la configuración moderna, que vincula, desde Descartes, a las condiciones de la filosofía los tres conceptos nodales que son el ser, la verdad y el sujeto.


[15]
2. Condiciones.


La filosofía tuvo un comienzo, no ha existido en todas las configuraciones históricas, su modo de ser es la discontinuidad, tanto en el tiempo como en el espacio. Debemos suponer por lo tanto que exige condiciones particulares. Si consideramos las divergencias que existen entre las ciudades griegas, las monarquías absolutas del Occidente clásico, y las sociedades burguesas y parlamentarias, es obvio que toda esperanza de determinar las condiciones de la filosofía a partir del único zócalo objetivo de las «formaciones sociales», o incluso a partir de los grandes discursos ideológicos, religiosos, míticos, está abocada al fracaso. Las condiciones de la filosofía son transversales, se trata de procedimientos uniformes, reconocibles a distancia, y cuya relación con el pensamiento es relativamente invariable. El nombre de esta invariación es evidente: se traía del nombre «verdad». Los procedimientos que condicionan a la filosofía son los procedimientos de verdad, reconocibles como tales en su repetición. Ya no podemos creernos los relatos por los que un grupo humano confiere encanto a su origen o su destino. Sabemos que el Olimpo es sólo una colma, y que el Cielo no está lleno más que de hidrógeno o de helio. Sin embargo, demostramos hoy en día que la sucesión de los números primos es ilimitada exactamente [16] como en los Elementos de Euclides, no nos cabe duda que Fidias sea un gran escultor, la democracia ateniense es un invento político cuyo tema nos ocupa aún, y comprendemos que el amor designa la circunstancia de un Dos donde el sujeto está transido leyendo a Safo o a Platón igual que leyendo a Corncille o a Beckett.
No obstante, todo esto no ha existido siempre. Hay sociedades sin matemáticas, otras cuyo «arte», en alianza con funciones sagradas obsoletas, nos resulta opaco, otras donde el amor está ausente o es indecible, otras por último donde el despotismo nunca cedió a la invención política, y ni siquiera toleró que tal invención fuera pensable. Todavía menos puede suponerse que estos procedimientos hayan existido siempre conjuntamente. Si Grecia vio nacer la filosofía, no es en verdad porque detentara lo Sagrado en el recurso mítico del poema, o porque lo velado de la Presencia le fuera familiar en la guisa de una declaración esotérica sobre el Ser. Numerosas son las civilizaciones antiguas que han procedido al depósito sagrado del ser en el proferimiento poético. La singularidad de Grecia es más bien la de haber interrumpido el relato de los orígenes por la declaración laicizada y abstracta, la de haber mermado el prestigio del poema por el del matema, la de haber concebido la Ciudad como un poder abierto, disputado, vacante, y la de haber llevado a la escena pública las tormentas de la pasión.
La primera configuración filosófica que se propone disponer estos procedimientos, el conjunto de estos procedimientos, en un espacio conceptual único, testimoniando así en el pensamiento que son composibles[1], es [17] la que lleva el nombre de Platón. «No entre aquí quien no sea geómetra», prescribe el matema como condición de la filosofía. El despido doloroso de los poetas, desterrados de la ciudad a causa de sus cualidades imitativas —entendamos: de captura demasiado sensible de la Idea—, indica a la vez que el poema está en tela de juicio, y que hay que confrontarlo a la ineluctable interrupción del relato. El Banquete o el Fedón articulan amor y verdad en textos insuperables. Por último, la invención política está argumentada como textura misma del pensamiento: al final del libro 9 de la República, Platón indica expresamente que su Ciudad ideal no es ni un programa, ni una realidad, ya que la cuestión de saber si existe o puede existir es indiferente y, por lo tanto, no se trata aquí de política, sino de política como condición del pensamiento, de la formulación intrafilosófica de las razones por las cuales no hay filosofía sin que la política tenga el estatuto real de una invención posible.
Plantearemos pues que hay cuatro condiciones de la filosofía, y que la falta de una sola arrastraría su disipación, así como la emergencia de su conjunto condicionó su aparición. Estas condiciones son: el matema, el poema, la invención política y el amor. Llamaremos a estas condiciones procedimientos genéricos, por razones sobre las cuales volveré más adelante y que son centrales en El Ser y el Acontecimiento[2]. Estas mismas razones establecen que los cuatro tipos de procedimientos genéricos especifican y clasifican, hasta hoy, todos los procedimientos susceptibles de producir verdades (sólo hay verdad científica, artística, política o amorosa). Podemos decir por lo tanto que la filosofía tiene como condición el que existan verdades en cada uno de los órdenes donde éstas son atestiguables.
[18] Encontramos en tal caso dos problemas. En primer lugar, si los procedimientos de verdad son las condiciones de la filosofía, ello significa que por ella misma no produce verdades. De hecho, esta situación es bien conocida: ¿quién puede citar un sólo enunciado filosófico del que tenga sentido decir que es «verdadero»? Pero entonces ¿qué es exactamente lo que está en juego en la filosofía? En segundo lugar, asumimos que la filosofía es «una», por el hecho de que es lícito hablar de «la» filosofía, de reconocer un texto como filosófico. ¿Qué relación mantiene esta presunta unidad con la pluralidad de las condiciones? ¿Cuál es este nudo del cuatro (los procedimientos genéricos, matema, poema, invención política y amor) y del uno (la filosofía)? Voy a mostrar que estos dos problemas tienen una misma respuesta, contenida en la definición que considera la filosofía como veracidad inefectiva bajo condición de la efectividad de lo verdadero.
Los procedimientos de verdad, o procedimientos genéricos, se distinguen de la acumulación de saberes por su origen de acontecimiento[3]. Mientras no sucede nada sino lo que es conforme a las reglas de un estado de cosas, puede haber conocimiento, enunciados correctos, saber acumulado; pero no puede haber verdad. Lo paradójico de una verdad estriba en que es al mismo tiempo una novedad, por lo tanto algo raro, excepcional, y que además, por tocar al ser mismo de lo que ella es verdad, es también lo más estable, más próximo, ontológicamente [19] hablando, al estado de cosas inicial. El tratamiento de esta paradoja exige largos y profundos desarrollos, pero lo que está claro es que el origen de una verdad pertenece al orden del acontecimiento.
Llamaremos «situación», para abreviar, a un estado de cosas, una multipicidad cualquiera. Para que se despliegue un procedimiento de verdad relativo a la situación, hace falta que un acontecimiento puro suplemente esta situación. Este suplemento no es ni nombrable, ni representable por los recursos de la situación (su estructura, la lengua establecida que nombra los términos, etc...). Está inscrito por una nominación singular, la puesta en juego de un significante de más. Y son los efectos en la situación de esta puesta en juego de un nombre-de-más los que van a tramar un procedimiento genérico y disponer la suspensión de una verdad de la situación. Pues de entrada, si ningún acontecimiento la suplementa, no hay ninguna verdad en la situación. Sólo hay lo que llamo su carácter verídico[4]. En diagonal, agujereando todos los enunciados verídicos, es posible que advenga una verdad, desde el momento en que un acontecimiento ha encontrado su nombre supernumerario.
La tarea específica de la filosofía es proponer un espacio conceptual unificado, donde encuentren su lugar las nominaciones de acontecimientos que sirven de punto de partida a los procedimientos de verdad. La filosofía busca reunir todos los nombres-de-más. Trata, en el pensamiento, el carácter composible de los procedimientos que la condicionan. No establece ninguna verdad, pero dispone un lugar de las verdades. Configura los procedimientos genéricos por medio de una acogida, un abrigo edificado con respecto a su simultaneidad dispar. La filosofía se propone pensar su tiempo por la puesta-en-lugar-común [20] del estado de los procedimientos que la condicionan. Sus operadores, cualesquiera que sean, tienden siempre a pensar «conjuntamente», a configurar en un ejercicio de pensamiento único la disposición histórica del matema, del poema, de la invención política y del amor (o estatuto de acontecimiento del Dos). En este sentido, es cierto que la única cuestión de la filosofía es la de la verdad, no porque produzca ninguna, sino porque propone un modo de acceso a la unidad de un momento de las verdades, un emplazamiento conceptual en donde se reflexionan como composibles los procedimientos genéricos.
Por supuesto, los operadores filosóficos no deben ser entendidos como sumas, totalizaciones. El carácter heterogéneo y de acontecimiento de los cuatro tipos de procedimientos de verdad excluye totalmente su alineamiento enciclopédico. La enciclopedia es una dimensión del saber, no de la verdad, la cual agujerea el saber. Incluso no siempre es necesario que la filosofía mencione los enunciados, o estados locales, de los procedimientos genéricos. Los conceptos filosóficos traman un espacio general en el cual el pensamiento accede al tiempo, a su tiempo, a condición de que los procedimientos de verdad de este tiempo encuentren en él el abrigo de su composibilidad. La metáfora adecuada no es pues del registro de la adición, tampoco de la reflexión sistematica. Es más bien la de una libertad de circulación, un mover-se del pensamiento en el elemento articulado de un estado de sus condiciones. En el medio conceptual de la filosofía, figuras locales tan intrínsecamente heterogéneas como pueden serlo las del poema, el matema, la invención política y el amor son remitidas, o remitibles, a la singularidad del tiempo. La filosofía pronuncia, no la verdad, sino la coyuntura —es decir la conjunción pensable— de las verdades.
Dado que la filosofía es un ejercicio de pensamiento [21] en la brecha del tiempo, una torsión reflexiva sobre lo que la condiciona, se sostiene frecuentemente en condiciones precarias, nacientes. Se instituye en las inmediaciones de la nominación interviniente por lo cual un acontecimiento engancha un procedimiento genérico. Lo que condiciona una gran filosofía, por oposición a los saberes instituidos y consolidados, son las crisis, aperturas y paradojas de la matemática, las sacudidas en la lengua poética, las revoluciones y provocaciones de la política inventada, las vacilaciones de la relación entre los dos sexos. Anticipando en parte el espacio de acogida y abrigo en el pensamiento por estos procedimientos frágiles, disponiendo como composibles trayectorias cuya simple posibilidad no está aún firmemente establecida, la filosofía agrava los problemas. Heidegger tiene razón al escribir que «es en verdad la tarea auténtica de la filosofía agravar y sobrecargar el ser-ahí (historial)» porque «la agravación es una de las condiciones fundamentales decisivas para el nacimiento de todo lo que es grande». Dejando a un lado los equívocos de la «grandeza», convendremos en que la filosofía sobrecarga lo posible de las verdades por su concepto de composible. La filosofía tiene por función «agravante» disponer los procedimientos genéricos en la dimensión, no de su pensamiento propio, sino de su historicidad conjunta.
Respecto al sistema de sus condiciones, cuyo devenir dispar configura la filosofía mediante la construcción de un espacio de los pensamientos del tiempo, la filosofía sirve de pasaje entre la efectividad de procedimiento de las verdades y la libre cuestión de su ser temporal.


[23]
3. Modernidad.


Los operadores conceptuales mediante los que la filosofía configura sus condiciones sitúan, en general, el pensamiento de su tiempo bajo el paradigma de una o varias de sus condiciones. Un procedimiento genérico, próximo al emplazamiento de su acontecimiento de origen, o confrontado a los impasses de su persistencia, sirve de referente principal para el despliegue de la composibilidad de las condiciones. Así, en el contexto de la crisis política de las ciudades griegas y del replanteamiento «geométrico» —tras Eudoxo— de la teoría de las magnitudes, Platón emprende la tarea de hacer de las matemáticas y de la política, de la teoría de las proporciones y de la Ciudad como imperativo, los referentes axiales de un espacio de pensamiento cuya función de ejercicio designa la palabra «dialéctica». ¿Cómo son ontológicamente composibles las matemáticas y la política? Tal es la cuestión platónica a la que el operador de la Idea va a suministrar una dirección resolutiva. La poesía va a hacerse sospechosa —pero esta sospecha es una forma aceptable de configuración—, y el amor, según la expresión misma de Platón, va a vincular lo «repentino» de un encuentro con el hecho de que una verdad —en este caso, la de la Belleza— advenga como indiscernible, no siendo ni discurso (logos) ni saber (episteme).
[24] Acordaremos llamar «periodo» de la filosofía una secuencia de su existencia en la que persiste un tipo de configuración especificada por una condición dominante. A lo largo de dicho periodo, los operadores de composibilidad dependen de esta especificación. Un periodo anuda los cuatro procedimientos genéricos en el estado singular, post-acontecimiento, en el que se encuentran; y ello bajo la jurisdicción de los conceptos a través de los cuales uno de dichos procedimientos se inscribe en el espacio de pensamiento y de circulación que, filosóficamente, hace las veces de determinación del tiempo. En el ejemplo platónico, la Idea es manifiestamente un operador cuyo principio «verdadero» subyacente es el matema, la política se inventa como condición del pensamiento bajo la jurisdicción de la Idea (de ahí el Rey-filósofo, y el notable papel jugado por la aritmética y la geometría en la educación de este Rey, o guardián), y la poesía imitativa es mantenida a distancia, tanto más cuanto que, como lo muestra Platón en el Gorgias o en el Protágoras, existe una complicidad paradójica entre poesía y sofística: la poesía es la dimensión secreta, esotérica, de la sofística, porque agudiza la flexibilidad, la variación de la lengua.
Por consiguiente, nuestra pregunta será: ¿existe un periodo moderno de la filosofía? La acuidad de esta pregunta obedece hoy a que la mayoría de los filósofos declaran que existe efectivamente dicho periodo, aunque por otro lado sostienen que somos contemporáneos de su conclusión. No es otro el sentido de la expresión «posmoderno», pero incluso entre los que economizan esta expresión, el tema de un «final» de la modernidad filosófica, de un agotamiento de los operadores que le eran propios —especialmente la categoría de Sujeto—, está siempre presente aunque sea bajo el esquema del final de la metafísica. Por lo demás, este final es asignado, casi siempre, al proferimiento nietzscheano.
[25] Es cierto que si designamos empíricamente «tiempos modernos» al periodo que va del Renacimiento hasta hoy, resulta difícil hablar de un periodo, en el sentido de una invariabilidad jerárquica en la configuración filosófica de las condiciones. En efecto, resulta evidente que:
— en la edad clásica, la de Descartes y Leibniz, la condición matemática es la dominante, bajo el efecto del acontecimiento galileano, el cual tiene por esencia introducir el infinito en el matema;
— a partir de Rousseau y Hegel, escandida por la Revolución francesa, la composibilidad de los procedimientos genéricos se halla bajo la jurisdicción de la condición histórico-política;
— entre Nietzsche y Heidegger, el arte, cuyo corazón es el poema, recae, por una retroacción antiplatónica, en los operadores por los que la filosofía designa nuestro tiempo como el de un nihilismo olvidadizo.
Hay pues, a lo largo de esta secuencia temporal, un desplazamiento del orden, del referente principal a partir del cual se dibuja la composibilidad de los procedimientos genéricos. La coloración de los conceptos es un buen testimonio de este desplazamiento, entre el orden de las razones cartesiano, el pathos temporal del concepto en Hegel, y la metafórica meta-poética de Heidegger.
No obstante, este desplazamiento no debe disimular la invariabilidad del tema del Sujeto, al menos hasta Nietzsche, aunque proseguida y extendida tanto por Freud y Lacan como por Husserl. Este tema se resiste a una deconstrucción radical salvo en la obra de Heidegger y de sus sucesores. Las refundiciones a las que es sometido por la política marxista o por el psicoanálisis (que es el tratamiento moderno de la condición amorosa) testimonian la historicidad de las condiciones, y no la rescisión del operador filosófico que trata esta historicidad.
[26] Resulta por lo tanto cómodo definir el periodo moderno de la filosofía mediante el uso organizador central que se ha hecho, de la categoría de Sujeto. Aunque esta categoría no prescribe un tipo de configuración, un régimen estable de la composibilidad, es suficiente respecto a la formulación de la pregunta: ¿concluyó el periodo moderno de la filosofía? Lo que quiere decir: proponer para nuestro tiempo un espacio de composibilidad en el pensar de las verdades que en él se prodigan, ¿exige el mantenimiento, el uso, incluso profundamente alterado, o subvertido, de la categoría de Sujeto? O al contrario, ¿el pensamiento de nuestro tiempo exige que esta categoría sea deconstruida? A esta pregunta, Lacan responde con una reorganización radical de una categoría mantenida (lo que significa que para él el periodo moderno de la filosofía continúa, perspectiva que es también la de Jambet, Lardreau y la mía), Heidegger (aunque también Deleuze, matizándolo, o abiertamente Lyotard, Derrida, Lacoue-Labarthe y Nancy) responde que nuestra época es aquella en la que «la subjetividad es llevada hasta su culminación». En consecuencia el pensamiento no puede culminarse sino más allá de esta «culminación», que no es sino la objetivación destructora de la Tierra; la categoría de Sujeto debe ser deconstruida y considerada como el último avatar (moderno, precisamente) de la metafísica; y el dispositivo filosófico del pensamiento racional, del que esta categoría es el operador central, está en lo sucesivo mantenido a tal punto en el olvido sin fondo de lo que lo funda, que «el pensamiento sólo comenzará cuando hayamos aprendido que la Razón, tan glorificada desde hace siglos, es la más encarnizada enemiga del pensamiento».
¿Somos aún, y con qué título, galileanos y cartesianos? ¿Son o no Razón y Sujeto todavía aptos para servir de vector a las configuraciones de la filosofía, incluso con un Sujeto descentrado o vacío, y una Razón sometido [27] al azar supernumerario del acontecimiento? ¿Es la verdad la no-ocultación velada cuyo riesgo sólo el poema acoge en palabras? ¿O es aquello por lo que la filosofía designa en su espacio propio los procedimientos genéricos disyuntos que traman la continuación oscura de los Tiempos modernos? ¿Debemos continuar o detentar la meditación de una espera? Tal es la única cuestión polémica significativa hoy en día: decidir si la forma del pensamiento de nuestro tiempo, filosóficamente instruida por los acontecimientos del amor, del poema, del matema y de la política inventada, permanece, o no, ligada a esta disposición que Husserl designaba aún como la «meditación cartesiana».


[29]
4. Heidegger considerado como lugar común.


¿Qué dice el Heidegger «corriente», el que organiza una opinión? Lo siguiente:
1) La figura moderna de la metafísica, tal como se ha articulado en torno a la categoría de Sujeto, ha entrado en la época de su conclusión. El proceso universal de objetivación libera el verdadero sentido de la categoría de Sujeto. El nombre apropiado de este proceso es reinado de la técnica. El devenir-sujeto del hombre no es sino la última transcripción metafísica de la instalación de este reinado: «El hecho mismo de que el hombre devenga sujeto y el mundo objeto no es más que una consecuencia de la instalación de la esencia de la técnica.» Precisamente porque es un efecto del despliegue planetario de la técnica, la categoría de Sujeto es incapaz de dirigir el pensamiento hacia la esencia de este despliegue. Ahora bien, pensar la técnica como último avalar histórico, y clausura, de la época metafísica del ser, es hoy el único programa posible para el pensamiento. El pensamiento no puede pues establecer su emplazamiento a partir de lo que nos prescribe mantener la categoría de Sujeto: esta conminación es indistinguible de la de la técnica.
2) El reinado planetario de la técnica pone punto [30] final a la filosofía, en él las posibilidades de la filosofía, es decir de la metafísica, están irremediablemente agotadas. Nuestro tiempo no es ya exactamente «moderno» si entendemos por «moderno» la configuración poscartesiana de la metafísica que ha organizado hasta Nietzsche el dominio del Sujeto o de la Consciencia sobre la disposición del texto filosófico. Pues nuestro tiempo es el de la efectuación de la última figura de la metafísica, el tiempo del agotamiento de sus posibilidades y, en consecuencia, el tiempo de la expansión indiferente de la técnica. Esta no tiene por qué representarse en una filosofía, porque en ella la filosofía o, concretamente, lo que la filosofía detentaba y significaba del poder del ser, se realiza como voluntad devastadora de la Tierra.
3) La culminación técnica de la metafísica, cuyas «consecuencias necesarias» principales son la ciencia moderna y el estado totalitario, puede y debe estar determinada por el pensamiento como nihilismo, es decir, justamente como efectuación del no-pensamiento. La técnica lleva al extremo el no-pensamiento porque no hay más pensamiento que el del ser, y la técnica es el destino último del repliegue del ser en la estricta consideración del ente. La técnica es en efecto una voluntad, una relación al ser cuyo forzamiento olvidadizo es esencial, dado que realiza la voluntad de dominar el ente en totalidad. La técnica es la voluntad de inspección y dominio sobre el ente tal cual es, como fondo disponible sin limite a la manipulación esclavizadora. El único «concepto» del ser que conoce la técnica es el de materia prima, propuesta sin restricción en la activación del querer-producir y del querer-destruir desencadenados. La voluntad con respecto al ente, que constituye la esencia de la técnica, es nihilista en tanto que trata al ente sin consideración alguna al pensamiento de su ser, y en un olvido tal del ser que se olvida de este olvido mismo. De [31] ello resulta que la voluntad inmanente a la técnica convoca a la nada el ser del ente al que trata en totalidad. La voluntad de inspección y dominio es una y la misma que la voluntad de aniquilamiento. La destrucción total de la Tierra es el horizonte necesario de la técnica, no por la existencia de tal o cual práctica, militar o nuclear por ejemplo, que podría instituir este riesgo, sino porque pertenece a la esencia de la técnica movilizar al ser, tratado brutalmente por la voluntad como simple reserva de disponibilidades, en la forma latente y esencial de la nada.
Nuestro tiempo es pues nihilista tanto si se le interroga sobre el pensamiento como si se le interroga sobre el destino del ser que despliega. En cuanto al pensamiento, nuestro tiempo se desvía de él al ocultar radicalmente la eclosión, el dejar-ser que condiciona su ejercicio, y el reinado incompartido de la voluntad. En cuanto al ser, nuestro tiempo lo destina al anonadamiento, o más bien: el ser mismo está en la fase de su pro-posición como nada, desde el momento en que, retirado y sustraído, se prodiga solamente en el cierre de la materia prima, en la disponibilidad técnica de un fondo sin fondo.
4) En la edad moderna (aquella en la que el hombre deviene Sujeto y el mundo Objeto a causa de la instalación del remo de la técnica), y más tarde en nuestro tiempo, el de la técnica objetivante desenfrenada, tan sólo algunos poetas han pronunciado el ser, o al menos las condiciones de una vuelta del pensamiento, fuera de la prescripción subjetiva de la voluntad técnica, hacia la eclosión y lo Abierto. La palabra poética ha resonado, y ella sola, como posible fundación de un recogimiento de lo Abierto, contra la disponibilidad infinita y cerrada del ente que trata la técnica. Estos poetas son Hölderlin, el insuperable, y tras él Rilke y Trakl. El decir poético de estos poetas ha agujereado la tela del olvido y detentado, [32] preservado, no el ser mismo, cuyo destino histórico se realiza en el desamparo de nuestro tiempo, sino la pregunta del ser. Los poetas han sido los pastores, los guardas, de esta pregunta que el reino de la técnica hace universalmente impronunciable.
5) Dado que la filosofía está acabada, nos queda tan sólo re-pronunciar la pregunta de la que los poetas tienen la custodia, y captar cómo ha resonado en todo el transcurso de la historia de la filosofía desde sus orígenes griegos. El pensamiento está hoy bajo condición de los poetas. Bajo esta condición, retorna a la interpretación de los orígenes de la filosofía, a los primeros gestos de la metafísica. Va a buscar las claves de su propio destino, las claves de su propia conclusión efectiva, en el primer paso del olvido. Este primer paso del olvido es Platón. El análisis del «viraje» platónico, en cuanto al vínculo del ser y de la verdad, ordena la comprensión del destino histórico del ser, que concluye ante nuestros ojos en la provocación al aniquilamiento. El núcleo de este «viraje» es la interpretación de la verdad y del ser como Idea, es decir, la rescisión del poema en provecho —lo digo aquí en mi lenguaje— del matema. La interrupción platónica del relato poético y metafórico por la paradigmática ideal del matema, Heidegger la interpreta corno la orientación inaugural del destino del ser hacia el olvido de su eclosión, el desposeimiento de su apropiación inicial en la lengua poética de los griegos. Del mismo modo se puede decir que la ascensión hacia el origen, tal como recibe hoy su condición del decir de los poetas, retorna al decir de los poetas griegos, de los pensadores-poetas preplatónicos que mantenían aún la tensión de la apertura y la eclosión velada del ser.
6. El triple movimiento del pensamiento es pues: toma de condición en el decir de los poetas, ascensión interpretativa hacia el viraje platónico que ordena la época metafísica del ser, y exégesis del origen presocrático [33] del pensamiento. Este triple movimiento permite enunciar la hipótesis de un retorno de los Dioses, de un acontecimiento donde el peligro mortal al que la voluntad aniquiladora expone al hombre —ese funcionario de la técnica— sería superado o conjurado por un resguardo del ser, una re-exposición al pensamiento de su destino como apertura y eclosión, y no como fondo sin fondo de la disponibilidad del ente. Esta suposición de un retorno de los Dioses puede ser enunciada por el pensamiento que instruyen los poetas, pero no puede evidentemente ser anunciada. Decir «tan sólo un Dios puede salvarnos» significa: el pensamiento instruido por los poetas, educado por el conocimiento del viraje platónico, renovado por la interpretación de los presocráticos griegos, puede sostener, en el corazón del nihilismo, la posibilidad sin vía ni medios decibles de una resacralización de la Tierra. «Salvar» no se entiende aquí en su acepción débil de un suplemento de alma. «Salvar» quiere decir: apartar al hombre y a la Tierra del aniquilamiento, aniquilamiento que en la figura terminal técnica de su destino el ser tiene por ser de querer. El Dios del que se trata es el que aparta de un destino. No se trata de salvar el alma, sino de salvar el ser, y de salvarlo de lo único que puede ponerlo en peligro, él mismo, en la implacable prescripción terminal de su historicidad. Esta salvación en el ser de si para sí impone que se vaya al extremo del desamparo, al extremo pues de la técnica para arriesgar el apartamiento, pues no es sino en lo mas extremo del peligro donde crece también lo que salva.


[35]
5. ¿Nihilismo?


No admitiremos que la palabra «técnica», ni siquiera haciendo resonar el griego τέχνη, sea apta para designar la esencia de nuestro tiempo, ni que haya ninguna relación útil para el pensamiento entre «remo planetario de la técnica» y «nihilismo». Las meditaciones, suputaciones y diatribas sobre la técnica, por extendidas que estén, no son menos uniformemente ridiculas. Y hay que decir en voz alta lo que muchos heideggerianos refinados piensan en voz baja: los textos de Heidegger sobre este tema no escapan en absoluto a este énfasis. La «senda del bosque», el ojo claro del campesino, la devastación de la tierra, el enraizamiento en el emplazamiento natural, la eclosión de la rosa, todo ese pathos, desde Vigny («en este toro de hierro que humea y brama, el hombre ha montado demasiado pronto») hasta nuestros publicistas pasando por Georges Duhamel y Giono, no esta entretejido más que con nostalgia reaccionaria. El carácter estereotipado de estas rumias, que entran dentro de lo que Marx llamaba «socialismo feudal» es, por otra parte, la mejor prueba de su escaso sentido pensable.
Si tuviera que decir algo sobre la técnica, cuya relación con las exigencias contemporáneas de la filosofía es bastante pobre, sería más bien lamentar que sea aún [36] tan mediocre, tan tímida. ¡Tantos instrumentos útiles faltan o existen sólo en versiones torpes e incómodas! Tantas aventuras importantes se estancan, o vienen del «la vida es demasiado lenta», por ejemplo la exploración de los planetas, la energía por fusión termonuclear, el ingenio volador para todos, las imágenes en relieve en el espacio... Sí, hay que decir: «¡Señores técnicos, todavía otro esfuerzo si realmente quieren el reino planetario de la técnica!». Una escasez técnica, una técnica aún muy zafia, tal es la verdadera situación: el reinado del capital frena y simplifica la técnica, cuyas virtualidades son infinitas.
Es además totalmente inadecuado presentar la ciencia en el mismo registro, en cuanto al pensamiento se refiere, que la técnica. Es cierto que entre ciencia y técnica existe una relación de necesidad, pero esta relación no implica ninguna comunidad de esencia. Los enunciados que pregona la «ciencia moderna» como el efecto, incluso el efecto principal, del reino de la técnica son indefendibles. Si se considera, por ejemplo, un gran teorema de la matemática moderna, supongamos, puesto que es de mi especial interés, el que demuestra la independencia de la hipótesis del continuo (Cohen, 1963), encontramos una concentración de pensamiento, una belleza inventiva, una sorpresa del concepto, una ruptura arriesgada, en resumen una estética intelectual de tal magnitud, que podríamos compararlo a los mayores poemas de este siglo, o a las audacias político-militares de un estratega revolucionario, o a las emociones más intensas del encuentro amoroso, pero no ciertamente a un molinillo de café eléctrico o a una televisión en color, por útiles o ingeniosos que sean estos objetos. La ciencia, en tanto que ciencia, es decir considerada en su procedimiento de verdad, es por lo demás profundamente inútil, salvo para afirmar, de manera incondicionada, el pensamiento como tal. No hay que volverse a [37] plantear el enunciado de los griegos (la inutilidad de la ciencia, salvo como ejercicio puro y condición genérica del pensamiento), ni siquiera bajo el falaz pretexto de que la sociedad griega era esclavista. El dogma de la utilidad viene siempre a excusar que no se quiera realmente, lo que se llama querer, la inutilidad para todos.
Por lo que respecta al «nihilismo», admitiremos que nuestra época testimonia de ello, en la exacta medida en que entendemos por nihilismo la ruptura de la figura tradicional del vínculo, la desvinculación como forma de ser de todo lo que tiene apariencia de vinculo. Es indudable que nuestro tiempo se sustenta en una especie de atomística generalizada, ya que ninguna sanción simbólica del vínculo es capaz de resistir al poder abstracto del capital. Si todo lo que está vinculado revela que en tanto que ser está desvinculado, si el reino de lo múltiple es el fondo sin fondo de lo que se presenta sin excepción, si lo Uno no es mas que el resultado de operaciones transitorias, es a causa del efecto ineluctable de la ordenación universal de los términos de nuestra situación, en el movimiento circulante del equivalente general monetario. Como lo que se presenta tiene siempre una substancia temporal, y como el tiempo está para nosotros —literalmente— contado, nada existe que se halle intrínsecamente vinculado a otra cosa, puesto que uno y otro término de esta supuesta vinculación esencial están proyectados indiferentemente sobre la superficie neutra de la cuenta. No hay absolutamente nada que cambiar a la descripción hecha por Marx de este estado de cosas hace ciento cuarenta años:
«Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido la relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado sin piedad las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus superiores naturales las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vinculo entre los hombres que el frío interés, [38] el cruel «pago al contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo pequeño-burgués en las aguas heladas del calculo egoísta.»
Lo que Marx pone en evidencia es, concretamente, el final de las figuras sagradas del vínculo, la caducidad de la garantía simbólica acordada al vínculo por el estancamiento productivo y monetario. El capital es el disolvente general de las representaciones sacralizantes que postulan la existencia de relaciones intrínsecas y esenciales (entre el hombre y la naturaleza, entre los hombres, entre los grupos y la ciudad, entre la vida mortal y la vida eterna, etc.). Es revelador que la denuncia del «nihilismo técnico» venga siempre relacionada con la nostalgia de dichas relaciones. La desaparición de lo sa-grado es tema usual en Heidegger mismo, y la predicación de su retorno se identifica con el tema, tomando de Hölderlin, del «retorno de los Dioses». Si entendemos por «nihilismo» la desacralización, el capital, cuyo reino planetario está fuera de duda —pero «técnica» y «capital» sólo están apareados en una secuencia histórica, y no en el concepto—, es en verdad el único poder nihilista del que los hombres han conseguido ser los inventores y la presa.
No obstante, tanto para Marx como para nosotros, la desacralización no es en absoluto nihilista, en tanto que «nihilismo» debe designar aquello que pronuncia que el acceso al ser y a la verdad es imposible. Al contrario, la desacralización es una condición necesaria para que dicho acceso se abra al pensamiento. Es evidentemente lo único que se puede y que se debe saludar en el capital: pone al descubierto lo múltiple puro como fondo de la presentación, denuncia todo efecto de Uno como simple configuración precaria, destituye las representaciones simbólicas donde el vínculo encontraba una apariencia de ser. El hecho de que esta destitución opere en la más [39] absoluta barbarie no debe disimular su virtud propiamente ontológica. ¿A qué debemos la emancipación del mito de la Presencia, de la garantía que ésta acuerda a la substancialidad de los vínculos y a la perennidad de las relaciones esenciales, sino a la automaticidad errante del capital? Para pensar mas allá del capital y de su prescripción mediocre (la cuenta general del tiempo) hay que partir de lo que ha revelado: el ser es esencialmente múltiple, la Presencia sagrada es pura apariencia, y la verdad, como todas las cosas, si existe, no es una revelación, y mucho menos la proximidad de lo que se retira. Es un procedimiento regulado, cuyo resultado es un múltiple suplementario.
Nuestra época no es ni técnica (pues lo es mediocremente), ni nihilista (pues es la primera época en que la destitución de los vínculos sagrados abre a la genericidad de lo verdadero). Su enigma propio, contrariamente a las especulaciones nostálgicas del socialismo feudal, cuyo emblema más consumado fue Hitler, reside en primer lugar en el mantenimiento local de lo sagrado, intentado, pero también negado, por los grandes poetas desde Hölderlin. Y en segundo lugar en las reacciones antitécnicas, arcaizantes, que anudan ante nuestros ojos restos de religión (del suplemento de alma al islamismo), políticas mesiánicas (marxismo incluido), ciencias ocultas (astrología, plantas blandas, masajes telepáticos, terapia de grupo por cosquilleo y borborigmos...), y toda clase de pseudovínculos de los que el amor acaramelado de las canciones, el amor sin amor, sin verdad ni encuentro, constituye la blanda matriz universal.
La Filosofía no está en absoluto acabada. Pero la tenacidad de estos residuos del imperio del Uno, que sí que constituyen el nihilismo anti-«nihilista» —pues se atraviesan a los procedimientos de verdad y designan el obstáculo repetido y opuesto a la ontología sustractiva cuyo medio histórico es el capital— nos incita a pensar que [40] la filosofía ha estado durante mucho tiempo suspendida. Avanzo la paradoja siguiente; hasta hace poco la filosofía apenas si ha sabido pensar a la altura del capital, ya que ha dejado vía libre, hasta lo más íntimo de ella misma, a las vanas nostalgias de lo sagrado, a la obsesión de la Presencia, a la dominación oscura del poema, a la duda sobre su propia legitimidad. No ha sabido cambiar en pensamiento el hecho de que el hombre se haya hecho, irreversiblemente, «dueño y señor de la naturaleza», y de que ello no se trate ni de una pérdida, ni de un olvido, sino de su más alto destino —no obstante figurado, todavía, en la estupidez opaca del tiempo contado. La filosofía ha dejado inacabada la «meditación cartesiana», perdiéndose en la estetización de la voluntad y el pathos de la terminación, del destino del olvido, del rastro perdido. No ha querido reconocer sin ambages el carácter absoluto de lo múltiple y el no-ser del vínculo. Se ha aferrado a la lengua, a la literatura, a la escritura, como si fueran los últimos representantes posibles de una determinación a priori de la experiencia, o como el lugar que preservara un claro del Ser. Ha declarado desde Nietzsche que lo que había comenzado con Platón entraba en su crepúsculo, pero esta arrogante declaración encubría la impotencia para continuar este comienzo. La filosofía denuncia o incensad «nihilismo moderno» sólo en la medida de su propia dificultad para captar por dónde transita la positividad actual, y ello por no concebir que hemos entrado ciegamente en una nueva etapa de la doctrina de la verdad, que es la del multiple-sin-Uno, o de las totalidades fragmentarias, infinitas e indiscernibles. «Nihilismo» es un significante tapa-agujeros. La verdadera cuestión sigue siendo: ¿qué le sucedió a la filosofía para que rehusara cobardemente la libertad y el poder que una época desacralizante le propuso?


[41]
6. Suturas.


Si la filosofía es, como yo mantengo, la configuración en el pensar de aquello que sus cuatro condiciones genéricas (poema, matema, política, amor) son composibles en la forma de acontecimiento que prescribe las verdades del tiempo, una suspensión de la filosofía puede resultar de que el libre juego requerido para que defina un régimen de tránsito, o de circulación intelectual entre los procedimientos de verdad que la condicionan, se encuentre restringido, o bloqueado. La causa más frecuente de dicho bloqueo es que, en lugar de edificar un espacio de composibilidad a través del cual se ejerza un pensamiento del tiempo, la filosofía delegue sus funciones a una u otra-de sus condiciones, entregue el todo del pensamiento a un procedimiento genérico. En tal caso la filosofía se efectúa, en provecho de este acontecimiento, en el elemento de su propia supresión.
Llamaré sutura a este tipo de situación. La filosofía queda suspendida cada vez que se presenta suturada a una de sus condiciones, y se prohíbe por ello edificar libremente un espacio sui generis donde las nominaciones de los acontecimientos que indican la novedad de las cuatro condiciones vengan a inscribirse y afirmar, en un ejercicio de pensamiento que no se confunda con ninguna de ellas, su simultaneidad y, por lo tanto, [42] cierto estado configurable de las verdades de la época.
Podemos explicarnos así el eclipse que la filosofía parece sufrir en el siglo XIX, entre Hegel y Nietzsche. Por el amplio dominio de las suturas. La principal de estas suturas fue la sutura positivista o cientifista, que esperó que la ciencia configurara por ella misma el sistema acabado de las verdades del tiempo. Esta sutura domina aún la filosofía académica anglosajona, aunque su prestigio esté mermado. Sus efectos más visibles recaen naturalmente sobre el estatuto de las otras condiciones. Tratándose de la condición política, se le priva de todo estatuto de acontecimiento, y se le reduce a la defensa pragmática del régimen liberal-parlamentario. El enunciado, a la vez latente y central, es de hecho que la política no es competencia en modo alguno del pensamiento. La condición poética está prescrita, registrada como suplemento cultural o propuesta como objeto a los análisis lingüísticos. La condición amorosa es ignorada: debo a Jean-Luc Nancy la profunda reflexión de que la esencia de los EE.UU. es la de ser un país donde la sentimentalidad y el sexo coexisten a expensas del amor. La sutura de la filosofía a su condición científica la reduce progresivamente a no ser más que un raciocinio analítico, donde el lenguaje, en todos los sentidos del término, cubre los gastos. Se deja así el campo libre a una religiosidad difusa, que sirve de algodón hidrófilo para las heridas y chichones de la brutalidad capitalista.
En su forma canónica dominante, el marxismo mismo propuso una sutura, la de la filosofía a su condición política. Es todo el equívoco de la famosa tesis sobre Feuerbach, que pretende substituir a la «interpretación» del mundo su transformación revolucionaria. La política es aquí designada filosóficamente como la única apta para configurar de forma práctica el sistema general del sentido, y la filosofía queda abocada a su supresión realizante. [43] Si la política, por otra parte ampliamente identificada por Marx al movimiento real de la Historia, es la forma última de la totalización de la experiencia, destituye entonces, simultáneamente, a las otras condiciones y a la filosofía que pretendía inscribir la composibilidad con la política. Conocidos son los desengaños de Marx y de los marxistas en todo lo que concierne la actividad artística, cuya singularidad no alcanzaron a pensar, ni a respetar su rigor inventivo. En cuanto a los efectos de verdad de la diferencia de los sexos, experimentaron a fin de cuentas la doble ocultación del puritanismo «socialista» y del desprecio con el que se consideraba al psicoanálisis (el cual es, a mi entender, la única tentativa moderna real para hacer del amor un concepto).
En lo que respecta a la condición científica, el asunto es más complejo. Marx y sus sucesores, en ello tributarios de la sutura positivista dominante, mantuvieron constantemente la pretensión de promover la política revolucionaria al rango de ciencia. Alimentaron el equívoco entre «ciencia de la Historia» —el materialismo histórico— y movimiento controlado de la Historia por el sesgo de la política. Desde el principio opusieron su socialismo «científico» a los diversos socialismos «utópicos». Podemos sostener que el marxismo ha cruzado dos suturas, a la política y a la ciencia. Por otra parte, es a la red compleja de esta doble sutura a la que, en concreto, Stalin llama filosofía —o materialismo dialéctico. El resultado es que dicha «filosofía» se presenta bajo la extraña forma de «leyes», las «leyes de la dialéctica», equívocamente aplicables a la Naturaleza y a la Historia.
Pero en última instancia, dado que en la visión «materialista» la ciencia es reenviada a sus condiciones técnico-históricas, la doble sutura se articula bajo la dominación de la política, la cual puede totalizar también a la [44] ciencia. Así ocurrió cuando Stalin se inmiscuyó en legislar, en nombre del proletariado y de su Partido, sobre genética, lingüística o física relativista. Esta situación creó una parálisis filosófica tan enredada que cuando Louis Althusser se propuso reactivar el pensamiento marxista en los años sesenta, no vio otra salida que invertir la articulación de las dos suturas a favor de la ciencia, y hacer del marxismo filosófico algo así como la epistemología del materialismo histórico. En ningún otro lado la pregnancia de las suturas en la filosofía de esta época es tan visible como en el heroico esfuerzo de Althusser para invertir el marxismo del lado de la sutura de la filosofía a la ciencia, siendo, como era, justamente consciente de que la dominación de su sutura a la condición política era aún más perjudicial. El precio de esta operación de transferencia fue mantener la delegación de la política a un órgano tan sospechoso y deteriorado como el PCF, lo que de nuevo impedía que el pensamiento pudiera apoderarse de ella. La apertura filosófica, tras algunos éxitos iniciales, encalló en el acontecimiento de mayo del 68, cuya nominación en el pensamiento excedía por todos lados los recursos de la condición científica, y exhibía cruelmente la caducidad histórica del PCF.
La tesis que expongo es, en definitiva, la siguiente: si la filosofía está enredada en su suspensión, quizás desde Hegel, es porque está cautiva en una red de suturas a sus condiciones, especialmente a sus condiciones científicas y políticas, que le prohíben configurar su composibilidad general. Es pues exacto que algo del tiempo, de nuestro tiempo, se le ha escapado, y que ella ha dado de sí una imagen desordenada y restringida.
Un signo infalible por el que se reconoce que la filosofía está bajo el efecto dirimente de alguna sutura a una de sus condiciones genéricas es la monótona repetición del enunciado según el cual la «forma sistemática» de la [45] filosofía es, en adelante, imposible. Este axioma antisistemático es hoy día sistemático. He recordado al comienzo del libro la forma que le presta Lyotard, pero a excepción sin duda de Lardreau y Jambet, es común a todos los filósofos franceses contemporáneos, y especialmente a todos aquellos que se iluminan en esta singlar constelación típica donde encontramos a los sofistas griegos, Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein.
Si entendemos por «sistema» una figura enciclopédica dotada de una piedra angular, u ordenada a un significante supremo, estoy de acuerdo en que la desacralización moderna prohíba su despliegue. ¿Pero alguna vez la filosofía, exceptuando quizás a Aristóteles y Hegel, ha mantenido tal ambición? Si entendemos por «sistematicidad», como se debe hacer, el requisito de una configuración completa de las cuatro condiciones genéricas de la filosofía (lo que, repito, no exige en absoluto que los resultados de estas condiciones sean exhibidos o incluso mencionados), según una exposición que expone también su regla de exposición, entonces pertenece a la esencia de la filosofía el ser sistemática, y ningún filósofo lo ha dudado jamás de Platón a Hegel. Por esto, además, el rechazo de la «sistematicidad» va hoy día a la par que el sentimiento moroso, del que ha hablado al principio de este texto, de una «imposibilidad» de la filosofía misma. Se trata de la confesión de que la filosofía no es que sea imposible, sino que está trabada en la red histórica de las suturas.
No puedo conceder a Lyotard su definición de la filosofía: un discurso en busca de sus propias reglas. Hay al menos dos reglas universales sin las cuales no hay razón para seguir hablando de filosofía. La primera es que debe disponer las nominaciones de acontecimientos de sus condiciones, y hacer posible por lo tanto el pensamiento simultáneo, conceptualmente unificado, del matema, del poema, de la invención política y del Dos [46] de amor. La segunda es que el paradigma de recorrido, o de rigor, que establece este espacio de pensamiento donde los procedimientos encuentran abrigo y acogida, debe ser exhibido en el interior de este abrigo y de esta acogida. Es otra manera de decir que la filosofía sólo está de-suturada cuando es, por su cuenta, sistemática. Si a contrario la filosofía declara la imposibilidad del sistema, es porque está suturada, porque entrega el pensamiento a una sola de sus condiciones.
Si a partir del siglo XIX la filosofía ha soportado la doble sutura a su condición política y a su condición científica, se comprende perfectamente que, en especial desde Nietzsche, se haya ejercido sobre ella la tentación de liberarse por la sutura a otra condición. El arte estaba para ello perfectamente designado. Lo que culmina con Heidegger es el esfuerzo, antipositivista y antimarxista, por entregar la filosofía al poema. Cuando Heidegger designa como efectos cruciales de la técnica, por una parte la ciencia moderna, por otra el Estado totalitario, indica en realidad las dos suturas dominantes de las que el pensamiento no estará a salvo más que tras deshacerse de ellas. La vía que propone no es la de la filosofía, según él realizada en la técnica, sino aquélla, presentida por Nietzsche, incluso por Bergson, prolongada en Alemania por el culto filosófico a los poetas, en Francia por el fetichismo de la literatura (Blanchot, Derrida, Deleuze incluido...), que delega lo esencial del pensamiento a la condición artística. Sirvienta de la ciencia al Oeste, de la política al Este, la filosofía ha intentado en Europa occidental servir al menos al otro Amo, el poema. La situación actual de la filosofía es la de Arlequín criado de tres amos. Podemos incluso añadir que un Levinas, en la guisa de una proposición dual sobre el Otro y su rostro, sobre la Mujer, apunta que la filosofía puede llegar también a ser lacayo de su cuarta condición, el amor.
[47] Expongo que es hoy día posible, por lo tanto necesario, romper con todos estos contratos. El gesto que propongo es pura y simplemente el de la filosofía, el de la de-suturación. Nos encontramos con que la apuesta principal, la dificultad suprema, es de-suturar la filosofía de su condición poética. Positivismo y marxismo dogmático no constituyen más que posiciones osificadas. Son suturas puramente institucionales o académicas. Al contrario lo que ha dado poder a la sutura poetizante, por lo tanto a Heidegger, está lejos de hallarse agotado, puesto que ni siquiera ha sido examinado.
¿Qué fueron y qué pensaron los poetas, en el tiempo en que la filosofía perdía su espacio propio, suturada como estaba al matema o a la política revolucionaria?.


[49]
7. La edad de los poetas.


En el periodo que se abre, en líneas generales, justo después de Hegel, periodo en el que la filosofía suele estar suturada o bien a la condición científica, o bien a la condición política, la poesía ha cargado con ciertas funciones de la filosofía. A tal punto es así que todos se ponen de acuerdo en decir que se trata de un periodo excepcional para este arte. No obstante, la poesía y los poetas de los que hablamos no son ni toda la poesía, ni todos los poetas. Se trata de aquellos cuya obra es inmediatamente reconocible como una obra de pensamiento, y para la que el poema es, en el lugar mismo en que la filosofía flaquea, el lugar de la lengua donde se ejerce una proposición sobre el ser y sobre el tiempo. Estos poetas no decidieron substituir a los filósofos, no escribieron en la conciencia clarificada de dicha substitución. Habría más bien que imaginar que se ejerció sobre ellos una especie de presión intelectual inducida por la ausencia de un libre juego en la filosofía, por la necesidad de constituir, desde el interior de su arte, ese espacio general de acogida para el pensamiento y para los procedimientos genéricos que la filosofía, suturada, no alcanzaba ya a establecer. Si la poesía fue singularmente designada para esta función es, por un lado, porque no figuraba, al menos hasta Nietzsche y Heidegger, en las condiciones [50] en las que, de manera privilegiada, la filosofía se suturaba; por otro porque es una vocación lejana de la poesía, arte del vínculo entre la palabra y la experiencia, tener por horizonte quimérico el ideal de la Presencia tal y como una palabra puede fundarla. La rivalidad entre el poeta y el filósofo es una vieja historia, como se ve en el examen especialmente severo al que Platón somete poesía y poetas. La revancha sobre Platón, de la que Nietzsche fue profeta, no pudo menos que aferrarse a la jurisdicción del poema. Descartes, Leibniz, Kant o Hegel podían ser perfectamente matemáticos, historiadores, físicos, pero si hay algo que no fueron, es poetas. Pero desde Nietzsche todos lo pretenden, todos envidian a los poetas, todos son poetas frustrados, o aproximados, o notorios, como se ve con Heidegger, pero también con Derrida, o Lacoue-Labarthe; incluso Jambet o Lardreau saludan la ineluctable pendiente poética dejas relevaciones metafísicas de Oriente.
Porque hubo realmente, en el tiempo de la desherencia suturada de los filósofos, una edad de los poetas. Hubo un tiempo, entre Hölderlin y Paul Celan, en el que el sentido tembloroso de lo que era el tiempo mismo, el modo de acceso más abierto a la cuestión del ser, el espació de composibilidad menos ocupado por brutales suturas, la formulación más perspicaz de la experiencia del hombre moderno, fueron descubiertos y detentados por el poema. Tiempo en el que el enigma del tiempo se quedó prendido en el enigma de la metáfora poética, en el que la desvinculación se vinculó en el «como» de la imagen. Toda-una época se ha representado en filosofías simples como una época consistente, y sobre todo orientada. Había el progreso, el sentido de la Historia, la fundación milenaria, el advenimiento de otro mundo y de otros hombres. Pero lo real de esta época fue más bien la inconsistencia y la desorientación. La poesía, al menos la poesía «metafísica», la poesía más concentrada, [51] la más tensa intelectualmente, la más oscura también, designó y articuló, sola, esta esencial desorientación. La poesía trazó en las representaciones orientadas de la historia una diagonal desorientadora. La resplandeciente sequedad de estos poemas cesuró —por retomar un concepto que Lacoue-Labarthc extrae de Hölderlin— el pathos histórico.
Los representantes canónicos de la edad de los poetas, a partir del momento en que la filosofía intenta suturarse a la condición poética, son objeto de una elección filosófica. Michel Deguy llega a decir —cierto que es poeta—: «La filosofía, para preparar a la poesía». En todo caso para preparar la lista de poetas de cuyas funciones ordinarias la filosofía reconoce haberse apoderado ampliamente. En lo que me concierne (pero yo mantengo que la edad de los poetas concluyó, y desde esta clausura es desde donde enuncio mi propia lista, lista por consiguiente cerrada), reconozco siete poetas cruciales, no porque sean forzosamente los «mejores poetas», distribución de premios impracticable, sino porque han periodizado, escandido, la edad de los poetas. Se trata de Hölderlin, el profeta, el vigía anticipador, y tras él —todos ellos posteriores a la Comuna de París, que marcó apertura de la desorientación representada como sentido orientado— Mallarmé, Rimbaud, Trakl, Pessoa, Mandelstam y Celan.
No es cuestión de estudiar aquí el enmarañamiento histórico, los giros, los poemas fundadores, las operaciones singulares (como el Libro de Mallarmé, el desarreglo de Rimbaud, los heterónimos de Pessoa...) que son otras tantas operaciones conceptuales, cuyo total inalienable compone la edad de los poetas como edad del pensamiento. No obstante, algunas anotaciones.
1) La línea fundamental seguida por nuestros poetas, y que les permite sustraerse a los efectos de las suturas [52] filosóficas, es la destitución de la categoría de objeto. Concretamente: la destitución de la categoría de objeto, y de la objetividad, como formas necesarias de la presentación. Lo que intentan los poetas de la edad de los poetas es abrir un acceso al ser, ahí donde el ser no puede ampararse en la categoría presentativa del objeto. La poesía es, a partir de ese momento, esencialmente desobjetivante. Esto no significa en absoluto que el sentido sea entregado al sujeto, o a lo subjetivo. Al contrario, ya que de lo que la poesía tiene una consciencia aguda es del vínculo que las suturas organizan entre «objeto», «objetividad» y «sujeto». Este vínculo es constitutivo del saber, o del conocimiento. Pero precisamente el acceso al ser que intenta la poesía no es del orden del conocimiento. Es diagonal a la oposición sujeto/objeto. Cuando Rimbaud colma de sarcasmos a la «poesía subjetiva», o cuando Mallarmé establece que el poema sólo se da cuando su autor como sujeto se ha ausentado, ambos entienden que la verdad del poema adviene en tanto que lo que enuncia no testimonia ni de la objetividad, ni de la subjetividad. Para todos los poetas de la edad de los poetas, si la consistencia de la experiencia está vinculada a la objetividad, como las filosofías suturadas lo pretenden, sustentándose en Kant, entonces hay que sostener audazmente que el ser inconsiste, lo que Celan resumira admirablemente: «En las inconsistencias apoyarse.»
La poesía que busca la huella, o el umbral de la Presencia, deniega poderse mantener en tal umbral conservando el tema de la objetividad y, en consecuencia, tampoco es un sujeto —correlato obligado del objeto— el soporte de dicha experiencia. Si la poesía ha captado en lo oscuro la oscuridad del tiempo, es porque ha destituido, sea cual sea la diversidad —e incluso la dimensión inconciliable de sus procedimientos— el cuadro «objetivante» sujeto/objeto donde, en el elemento de las suturas, se afirmaba filosóficamente que dicho tiempo estaba [53] orientado. Frente a la ley de una verdad que agujerea e inutiliza todo conocimiento, la desorientación poética supone, ante todo, la existencia de una experiencia sustraída simultáneamente a la objetividad y a la subjetividad.
2) Lo que ha conferido poder al pensamiento de Heidegger ha sido haber cruzado la crítica propiamente filosofica de la objetividad con su destitución poética. La genialidad —teniendo en cuenta que no es sino un modo de sutura, esta vez a la condición poética— ha sido:
— Captar, especialmente a través del examen de Kant, que lo que separaba «la oncotogía fundamental» de la doctrina del conocimiento era el mantenimiento en la segunda de la categoría de objeto, hilo conductor y límite absoluto de la crítica kantiana.
— No haber caído sin embargo en el subjetivismo, o en una filosofía radical de la conciencia (vía seguida en definitiva por Husserl), sino al contrario pronunciar la descontrucción del tema del sujeto, considerado como avatar último de la metafísica, y correlato obligado de la objetividad.
— Mantenerse firmemente en la distinción capital entre saber y verdad, o entre conocimiento y pensamiento, distinción que es el fundamento latente de la empresa poética. — Llegar así al punto donde resulta posible entregar la filosofía a la poesía. Esta sutura aparece como una garantía de la fuerza, pues es cierto que ha habido una edad de los poetas. La existencia de los poetas le ha dado al pensamiento de Heidegger, sin ella aporérito y desesperado, el suelo de historicidad, de efectividad, apto para conferirle —desde el momento en que el espejismo de una historicidad política se concretó y disolvió en el horror nazi— lo que debía ser su única ocurrencia real.
Hasta hoy, el pensamiento de. Heidegger extrae su poder de persuasión del hecho de haber sido el único en captar lo que estaba en juego en el poema, especialmente la destitución del fetichismo del objeto, la oposición [54] de la verdad al saber y, finalmente, la desorientación esencial de nuestra época.
Por eso la única crítica fundamental a Heidegger sería la siguiente: la edad de los poetas concluyó, es necesario de-suturar la filosofía de su condición poética. Lo que quiere decir: la desobjetivación, la desorientación no tienen por qué mantenerse hoy enunciadas en la metáfora poética. La desorientación es conceptualizable.
3) Hay no obstante, en el balance heideggeriano de la edad de los poetas, una falsedad. Heidegger hace como si el decir poético identificara la destitución de la objetividad y la destitución de la ciencia. Arriesgando lo Abierto desde el seno mismo del desamparo técnico, el poema haría compadecer, expondría la_«ciencia moderna» mediante la categoría de la objetivacjon del mundo y del sujeto como voluntad aniquiladora. Heidegger «monta» la antinomia del matema y del poema de manera que coincida con la oposición del saber y la verdad, o de la pareja sujeto/objeto y del Ser. Pero este montaje no es legible en la poesía de edad de los poetas. La auténtica relación de los poetas con las matemáticas es de otro orden. Aparece como una relación de rivalidad en torsión, de comunidad heterogénea en el mismo punto. La voluntad «algebraica» de la poesía mallarmeana es flagrante, y cuando escribe «vous mathématiciens expirátes», no es sino para señalar que en el lugar preciso en donde se juega la conspiración del azar y del infinito, la poesía releva al matema. Cuando Rimbaud anota —sentencia particularmente profunda sobre la esencia literal de la ciencia—: «¡Si los débiles se pusieran a pensar en la primera letra del alfabeto, podrían precipitarse muy pronto en la locura!», inscribe al mismo tiempo la pasión del matema del lado de los desarreglos salvadores, pues ¿qué es en el fondo la matemática sino la decisión de pensar sobre las letras? Lautréamont, digno heredero de Platón, de Espinosa y de Kant, considera que las matemáticas le [55] han salvado, y le han salvado en el lugar concreto de la destitución de la pareja sujeto/objeto, u Hombre/ mundo: «[Oh matemáticas severas!, no os he olvidado desde que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como una ola refrescante. Sin vosotras, en mi lucha con el hombre, quizá hubiera sido vencido».
Y cuando Pessoa escribe: «O binomio de Newton é tao belo como a Venus de Milo / O que há é pouca gente para dar por isso», nos da a pensar que más que oponer la verdad del poema al nihilismo latente del matema, el imperativo sería procurar que de esta identidad de belleza, no ya «poca gente», sino todo el mundo, se dé cuenta al fin.
La poesía, más profunda en ello que su sirviente filósofo, ha sido enteramente consciente de compartir el pensamiento con las matemáticas. Ha percibido ciegamente que el matema, en su pura donación literal, en su sutura vacía a toda presentación-múltiple, también cuestionaba y destituía el predominio de la objetividad. Los poetas han sabido, en verdad mejor que los matemáticos mismos, que no existía objeto matemático.
Toda sutura es una exageración porque, como he repetido con Heidegger, la filosofía agrava los problemas. Suturada a una de sus condiciones, le confiere virtudes que desde el interior del ejercicio de esta condición no sabríamos percibir. Aislando el poema como figura única del pensamiento y del riesgo, como instancia destinal del desamparo y de la salvación; llegando incluso a considerar, siguiendo a René Char, «un poder de los poetas y los pensadores» ha excedido la jurisdicción poética que, salvo cuando «adquiere la pose», lo que es desgraciadamente el caso de Char más a menudo que el suyo, no legisla sobre tal unicidad, y trata en particular el matema—pero también la política y el amor— desde otro ángulo. No ha obrado mejor con respecto al [56] poema que los que —yo fui uno de ellos— absolutizaron filosóficamente la política desde el interior de la sutura marxista, bastante mas allá de lo que la política real era capaz de enunciar sobre ella misma. Pero tampoco mejor que las promesas miríficas'que los filósofos positivistas extirparon de una ciencia que no podía dar más de sí, y a la cual la promesa, cualquiera que fuese le era totalmente ajena.
4) La operación central a partir de la cual puede ser admitido y pensado un poeta de la edad de los poetas es su «método» de desobjetivación: el procedimiento, frecuentemente complejo, que pone en práctica para producir verdades, en lugar de saber, y para enunciar la desorientación en el movimiento metafórico de una destitución de la pareja sujeto/objeto. Son procedimientos que diferencian a los poetas y periodizan la edad de los poetas. Son principalmente de dos tipos: la operación de la carencia o la del exceso. El objeto está, o bien sustraído, retirado de la Presencia por su propia autodisolución (el método de Mallarmé), o bien extirpado de su dominio de aparición, desarticulado por su excepción solitaria, y vuelto, a partir de ese momento, substituible a cualquier otro (el método de Rimbaud). El poema regula la carencia, o desarregla la presentación. Simultáneamente el sujeto es invalidado, ya sea por ausentamiento (Mallarmé), o por pluralización efectiva (Pessoa, Rimbaud: «Ante vanos hombres, hablé, en voz alta con un momento de una de sus otras vidas, —Así amé a un puerco»). Nada mejor que el inventario de estos procedimientos indica hasta qué punto estos poemas están conectados, substituidos de hecho provisionalmente, a lo «construido» del espacio de pensamiento que define la filosofía.
5) La obra de Paul Celan enuncia, en su borde terminal, y del interior de la poesía, el final de la edad de los poetas. Celan concluye a Hölderlin.


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8. Acontecimientos


Si es hoy día posible, por tanto necesario, de-suturar la filosofía y proclamar su renacimiento; si tras la larga suspensión que ocasionaron los sucesivos y ruinosos privilegios de la condición científica (positivismos), de la condición política (marxismos) y de la condición poética (desde Nietzsche hasta hoy), el imperativo es de nuevo configurar las cuatro condiciones a partir de una doctrina enteramente remodelada de la verdad; si en ruptura con los repetidos anuncios del «final de la filosofía», del «final de la metafísica», de la «crisis de la razón», de la «desconstrucción del sujeto», la tarea es retomar el hilo de la razón moderna, dar un paso más en la filiación de la «meditación cartesiana»: todo esto sería tan sólo voluntarismo arbitrario, si lo que funda su sentido no tuviera el estatuto de acontecimientos cruciales acaecidos en el registro de cada una de las cuatro condiciones. Y ello a pesar de que los acontecimientos poseen todavía nominaciones suspendidas o precarias. Son estos acontecimientos del matema, del poema, del pensamiento del amor y de la política inventada los que prescriben el retorno de la filosofía, en la aptitud de disponer un lugar intelectual de abrigo y acogida para lo que actualmente es nombrable de estos acontecimientos.
[58] En el orden del matema, este acontecimiento lo constituye el trayecto que va de Cantor a Paul Cohen. Funda la paradoja central de la teoría de lo múltiple y lo articula, por primera vez de manera íntegramente demostrativa, en un concepto discernible de lo que es una multiplicidad indiscernible. Resuelve, en un sentido opuesto al que proponía Leibniz, la cuestión de saber si un pensamiento racional del ser-en-tanto-que-ser se pliega o no a la soberanía de la lengua. Hoy sabemos que no es así y que, al contrario, sólo es teniendo en cuenta la existencia de multiplicidades cualesquiera, innombrables, «genéricas», multiplicidades que no delimita ninguna propiedad de la lengua, como resulta posible acercarse a la verdad del ser de un múltiple dado. Si la verdad hace agujero en el saber, si no hay pues saber de la verdad sino solamente producción de verdades, es porque, pensada matemáticamente en su ser —como multiplicidad pura—, una verdad es genérica, está sustraída a toda designación exacta, es excedente con respecto a lo que ésta permite discernir. El precio de esta certeza es que la cantidad de un múltiple soporta una indeterminación, una especie de falla disyuntiva, que constituye todo lo real del ser mismo: resulta en verdad imposible pensar la relación cuantitativa entre el «número» de elementos de un múltiple infinito y el número de partes. Esta relación tiene solamente la forma de un exceso errante: se sabe que las partes son más numerosas que los elementos (teorema de Cantor), pero ninguna medida de este «más» se deja establecer. Por lo demás, es en este problema real —el exceso errante en el cuantitativo infinito— donde se establecen las grandes orientaciones en el pensamiento. El pensamiento nominalista rechaza este resultado y sólo admite en la existencia las multiplicidades nombrables. Es anterior al acontecimiento del matema del que hablo, es pues un pensamiento conservador. El pensamiento trascendente cree que la determinación [59] nación de un punto-múltiple situado más allá de las medidas ordinarias regulará, fijará «por encima», el errar del exceso. Es un pensamiento que, aunque tolera lo indiscernible, lo considera como el efecto transitorio de la ignorancia de un múltiple «supremo». No ratifica por lo tanto el exceso y el errar como leyes del ser, está a la espera de una lengua completa, pero al mismo tiempo admite que todavía no la poseemos. Es un pensamiento profetice. Por último, el pensamiento genérico asume lo indiscernible como modo de ser de toda verdad, y considera el errar del exceso como lo real del ser, como el ser del ser. Puesto que el resultado es que toda verdad es una producción infinita suspendida a un acontecimiento, irreductible a los saberes establecidos, y determinada solamente por la actividad de los fieles a este acontecimiento, se puede decir que el pensamiento genérico es, en el más amplio sentido, un pensamiento militante. Si nos arriesgamos a dar un nombre al acontecimiento del que somos filósofos contemporáneos, acordaremos que este acontecimiento es el de la multiplicidad indiscernible, o genérica, como ser-en-verdad del múltiple puro (por lo tanto como verdad del ser-en-tanto-que-ser).
En el orden del amor, del pensamiento del amor como portador efectivo de verdades, el acontecimiento lo constituye la obra de Jacques Lacan. No tenemos por qué entrar aquí en la cuestión suplementaria del estatuto del psicoanálisis, pregunta antaño formulada, en referencia a la sutura positivista, bajo la forma «¿es el psicoanálisis una ciencia?», y que yo enunciaría más bien: «¿Es el psicoanálisis un procedimiento genérico? ¿Forma parte de las condiciones de la filosofía?». Señalemos únicamente que, dado que de Platón a Freud y Lacan la filosofía no ha conocido más que cuatro procedimientos genéricos, supondría un hecho considerable, y justificaría en parte la frecuente arrogancia de los sectarios [60] del psicoanálisis, que éste impusiera al filósofo la obligación de ocuparse de un quinto procedimiento. Sería en verdad una revolución en el pensamiento, una época enteramente nueva de las actividades configurantes de la filosofía. Pero si consideramos el psicoanálisis como un dispositivo de opinión adosado a prácticas institucionales, el resultado sería únicamente que Freud y Lacan son en realidad filósofos, grandes pensadores que, con respecto a este dispositivo de opinión, han contribuido a la conceptualización del espacio general en donde los procedimientos genéricos del tiempo encuentran el abrigo y la acogida de su composibilidad. Habrán tenido todo lo más el inmenso mérito de mantener y refundir la categoría de sujeto, en los tiempos en que la filosofía, diversamente suturada, abdicaba de este problema. Habrán proseguido a su manera la «meditación cartesiana», y no sería fruto del azar el que Lacan, desde el comienzo de su obra esencial, haya lanzado la consigna de una «vuelta a Descartes». Es posible que no hayan podido hacerlo más que recusando el estatuto de filósofo o apelando, como Lacan, a la antifilosofía. La situación de pensamiento de Freud y Lacan ha sido sin duda acompañar, como su reverso, la operación desubjetivante de la edad de los poetas.
Puede parecer extraño hacer de Lacan un teórico del amor, y no del sujeto, o del deseo. Lo que ocurre es que examino aquí su pensamiento desde el estricto punto de vista de las condiciones de la filosofía. Es probable (aunque el número y la complejidad de los textos que le consagra resulta de todas maneras sintomático) que el amor no sea un concepto central de la obra explícita de Lacan. Sin embargo, a través de la innovaciones de pensamiento que tratan del amor, su empresa constituye acontecimiento y condición para el renacimiento de la filosofía. Por lo demás, no conozco desde Platón una teoría del amor tan profunda como la suya, el Platón del [61] Banquete con quien Lacan dialoga constantemente. Cuando Lacan escribe: «El amor es quien aborda en el encuentro al ser como tal», muestra bien la función propiamente ontológica que asigna al amor y qué tipo de inciso tiene consciencia de operar en las configuraciones de la filosofía.
Porque es a partir del amor como se piensa el Dos en tanto que división del dominio del Uno, del que sin embargo, soporta la imagen. Es sabido que Lacan procede a una especie de deducción lógica del Dos de los sexos, de la «parte» mujer y de la «parte» hombre de un sujeto, participación que combina la negación y los cuantificadores —universal y existencial— para definir una mujer como «no-toda», y el polo masculino como vector del Todo así mellado. El amor es la efectividad de este Dos paradójico, que por él mismo está en el elemento de la no-relación, de lo des-ligado. Es el «acceso» del Dos como tal. Originado en el acontecimiento de un encuentro (ese «de repente» sobre el que Platón insiste), el amor trama la experiencia infinita, o inacabable, de lo que de este Dos constituye ya un exceso irremediable sobre la ley del Uno. Diré en mi lenguaje que el amor hace advenir como multiplicidad sin nombre, o genérica, una verdad sobre la diferencia de los sexos, verdad evidentemente sustraída al saber, especialmente al saber de los que se aman. El amor es la producción, fiel al acontecimiento-encuentro, de una verdad sobre el Dos.
Lacan constituye un acontecimiento para la filosofía porque dispone toda clase de sutilidades sobre el Dos, sobre la imagen del Uno en lo des-ligado del Dos, y ordena las paradojas genéricas del amor. Además, apoyándose en su experiencia, sabe igualmente enunciar, por ejemplo en una referencia al amor cortés y una comparación con él, el estado contemporáneo de la cuestión del amor. Propone no solamente un concepto, articulado [62] según los enredos de la diferencia y de su procedimiento vivo, sino además un análisis de la coyuntura. Por eso el antifilósofo Lacan es una condición del renacimiento de la filosofía. Una filosofía es hoy posible, por tener que ser composible con Lacan.
En el orden de la política, el acontecimiento está concentrado en la secuencia histórica que va más o menos de 1965 a 1980, y que ha visto encadenarse lo que Sylvain Lazarus llama los «acontecimientos oscuros»[5] entendámonos: oscuros desde el punto de vista de la política. Se trata de: mayo del 68 y sus secuelas, la revolución cultural china, la revolución iraní, el movimiento obrero y nacional en Polonia («Solidaridad»). No es éste el momento de decir si tales acontecimientos, en tanto que puros hechos, fueron fastos o nefastos, victorias o derrotas. Lo que es seguro, es que estamos suspendidos a su nominación política. A excepción sin duda del movimiento polaco, la opacidad de estas ocurrencias político-históricas viene del hecho de que ellas se representaban, en la conciencia de sus actores, en marcos de pensamiento cuyo carácter caduco pronunciaban al mismo tiempo. Así, mayo del 68 o la revolución cultural se referían comúnmente al marxismo-leninismo, cuya ruina —como sistema de representación política— estaba precisamente inscrita en la naturaleza misma de los acontecimientos, como pronto se verificó. Lo que estaba pasando, aunque pensando en este sistema, no era en él pensable. De la misma manera, la revolución iraní se ha inscrito en una predicación islámica a menudo arcaizante, mientras que el núcleo de la convicción popular y su simbolización excedía por todas partes esta predicación. Nada ha atestado mejor que un acontecimiento es supernumerario, no solamente con respecto a su emplazamiento, sino también respecto a la lengua disponible, [63] que esta discordancia entre la opacidad de la intervención y la vana transparencia de las representaciones. De esta discordancia resulta que los acontecimientos en cuestión no están aún nombrados, o más bien que el trabajo de su nominación (lo que llamo la intervención en el acontecimiento) no está, ni mucho menos, concluido. Una política es hoy, entre otras cosas, la capacidad para estabilizar fielmente y a largo plazo esta nominación. La filosofía está bajo condición de la política en la exacta medida en que lo que ella dispone como espacio conceptual se confirma homogéneo a esta estabilización, cuyo proceso propio es estrictamente político. Vemos como mayo del 68, Polonia, etc... participan de la de-suturación de la filosofía: lo que está ahí en juego en cuanto a la política no es ciertamente transitivo a la filosofía, como el «materialismo dialéctico» pretendía serlo a la política estalinista. Son al contrario la dimensión excesiva del acontecimiento y la tarea que este exceso prescribe a la política las que condicionan a la filosofía, porque ésta tiene el deber de establecer que las nominaciones políticamente inventadas del acontecimiento sean composibles con lo que simultáneamente (es decir: para nuestra época) constituye la ruptura en el orden del matema, del poema y del amor. La filosofía es de nuevo posible justamente porque no tiene que legislar sobre la Historia o sobre la política, sino solamente pensar la reapertura contemporánea de la posibilidad de la política a partir de los acontecimientos oscuros.
En el orden del poema, el acontecimiento lo constituye la obra de Paul Celan, a la vez por sí misma y por lo que detenta, en el borde último, de la totalidad de la edad de los poetas. Es sintomático que sea en la referencia a los poemas de Celan donde empresas de pensamiento tan diversas como la de Derrida, Gadamer o Lacoue-Labarthe pronuncien la ineluctable sutura de la filosofía a su condición poética. El sentido que concedo a [64] estos poemas (pero también, en cierto modo, a los de Pessoa y Maldelstam) es exactamente inverso. Leo en ellos, poéticamente enunciada, la confesión de una poesía que sin bastarse ya a ella misma, pide ser liberada de la carga de la sutura; una poesía en espera de una filosofía liberada de la autoridad aplastante del poema. Lacoue-Labarthe, al descifrar en Celan una «interrupción del arte», ha intuido —en sentido equivocado— esta demanda. La interrupción, a mi parecer no es la de la poesía sino de la poesía a la que la filsofía se ha entregado. El drama de Celan consistió en tener que afrontar el sentido en sin-sentido de la época, su desorientación, con el único recurso solitario del poema. Cuando en Anabasis evoca la «ascensión» hacia «la palabra que cobija: juntos»[6], es al ultra-poema a lo que aspira, a compartir un pensamiento menos sumido en la unicidad metafórica. El imperativo que nos lega esta poesía, el acontecimiento cuyo nombre nos prescribe encontrar en otro lugar, es la llamada poética a la reconstitución de una concentración compartida de la disposición conceptual de nuestro tiempo, es la formulación en el poema del final de la edad de los poetas, de la que se olvida demasiado a menudo que constituyó la gloria, pero también el tormento y la soledad de sus poetas, soledad agravada, y no reducida, por las filosofías que se suturaron a la poesía.
Todo depende, es verdad, del sentido que acordemos al encuentro entre Celan y Heidegger, episodio cuasi-mítico de nuestra época. La tesis de Lacoue-Labarthe es que el poeta judío superviviente no pudo, ¿qué? ¿Tolerar? ¿Soportar? En todo caso hacer abstracción del hecho de que el filósofo de los poetas guardara en su presencia, [65] y en toda presencia, el más absoluto silencio sobre la exterminación. No dudo ni un instante que sea verdad. Pero ocurre también, y necesariamente, que ir a ver al filósofo era experimentar lo que la «ascensión» al sentido de la época podía esperar de él, en el elemento del ultrapoema. Pero a lo que este filosofo reenviaba era, precisamente, al poema, de manera que el poeta se encontró frente a él más solo que nunca. Hay que tener en cuenta que la cuestión de Heidegger «¿por qué poetas?» puede transformarse para el poeta en «¿por qué filósofos?», y que si la respuesta a esta pregunta es «para que haya poetas», se redobla la soledad del poeta. Soledad que en la obra de Celan constituye acontecimiento desde el momento en que, poéticamente, requirió su relevo. Estos dos significados del encuentro no son por otra parte contradictorios. ¿Cómo podría Heidegger romper el espejo del poema —lo que hace a su manera la poesía de Celan—, si no creía poder elucidar en el orden de las condiciones políticas, su propio compromiso nacional-socialista? Este silencio, aparte de ofender gravemente al poeta judío, era también una irremediable carencia filosófica, porque llevaba al extremo, y hasta lo intolerable, los efectos reductores y anuladores de la sutura. Celan ha podido experimentar en esa ocasión lo que, en su ocaso, resultaba del fetichismo filosófico del poema. El sentido profundo de su obra poética es el de liberarnos de este fetichismo, el de liberar al poema de sus parásitos especulativos, el de restituirlo a la fraternidad de su tiempo, donde tendrá en adelante que ser vecino en el pensamiento del matema, el amor, la invención política. El acontecimiento es que, en la desesperación y la angustia, el poeta Celan descubre en poesía la contraseña de esta restitución.
Tales son los acontecimientos que, en cada uno de los procedimientos genéricos, condicionan hoy a la filosofía. Nuestro deber es producir la configuración conceptual [66] susceptible de acogerlos, por poco nombrados, o identificados, que aún estén. ¿Cómo son simultáneamente posibles para el pensamiento lo genérico de Paul Cohen, la teoría del amor de Lacan, la política fiel a mayo del 68 y a Polonia, la llamada poética de Celan al ultra-poema? No se trata en absoluto de totalizarlos, estos acontecimientos son heterogéneos, inalineables. Se trata de producir los conceptos y las reglas de pensamiento, quizá en el extremo opuesto a toda mención explícita de estos nombres y de estos actos, o quizá junto a ellos, depende, pero de forma que a través de estos conceptos y de estas reglas, nuestro tiempo pueda ser representable como el tiempo en el que algo del pensamiento ha tenido lugar, que antes nunca había tenido lugar, y que en adelante está en común para todos, incluso si lo ignoran, porque una filosofía ha constituido para todos el abrigo común de este «haber-tenido-lugar».


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9. Poemas.


El contenido del gesto de recomposición de la filosofía que propongo está ampliamente dictado por la singularidad de los acontecimientos que han afectado a los cuatro procedimientos genéricos (Cantor-Gödel-Cohen para el matema, Lacan para el concepto del amor, Pessoa-Mandelstam-Celan para el poema, la secuencia de los acontecimientos oscuros, entre 1965 y 1980, para la invención política). Una vez efectuada la identificación de los acontecimientos, se desprenden con claridad las grandes cuestiones conceptuales inducidas por el suspenso de estas ocurrencias del pensamiento, cuestiones que se trata de proyectar filosóficamente en un espacio único donde serán pensados los pensamientos de nuestro tiempo. Por lo demás, aún cuando deniegan a la filosofía el derecho de existir y polemizan contra la sistematicidad, todos nuestros filósofos, heldeggerianos, sofistas modernos, lacanianos metafísicos, doctrinarios del poema, sectarios de multiplicidades proliferantes, todos trabajan sobre estas cuestiones: no se puede escapar fácilmente al imperativo de las condiciones, incluso desconociéndolo, ya que lo que lo funda ha tenido lugar.
Una de las cuestiones principales —más allá de su formulación comente, es decir dialéctica— es la del [68] Dos. Ya he mostrado que ella sostenía toda la analítica del amor. Pero está claro que ocupa el centro de la novación política, indicando el lugar que el conflicto debe ocupar en lo sucesivo. El marxismo clásico ha sido un dualismo radical, proletariado contra burguesía. Ha hecho del antagonismo la clave de toda representación de la política. «Lucha de clases» y «revolución», más tarde —en la visión estatal— «dictadura del proletariado» han constituido el armazón del campo de reflexión de las prácticas. La política sólo era pensable en la medida .en que el movimiento de la Historia estaba estructurado por un Dos esencial fundado en lo real de la economía y de la explotación. La política «concentraba la economía», lo que quería decir que organizaba la estrategia del Dos en torno al poder de Estado. Tenía como fin último la destrucción de la maquinaria política del adversario, substituía los afrontamientos dispersos y más o menos pacíficos que oponen, en el terreno social, a explotadores y explotados, por un afrontamiento global, estando cada clase proyectada en un órgano político que la representaba, un partido político de clase. Sólo la violencia (insurrección o guerra popular prolongada) podía zanjar conflicto. Pero, precisamente, lo que los acontecimientos oscuros de los años 60-70 han puesto a la orden del día es el ocaso, la inoportunidad histórica de esta poderosa concepción. Lo que se busca hoy es un pensamiento de la política que, aunque tratando el conflicto, teniendo el Dos estructural en su campo de intervención, no tenga a ese Dos por esencia objetiva. O, más bien, a la doctrina objetivista del Dos (las clases son transitivas al proceso de producción) la novación política en curso intenta oponer una visión del Dos «en historicidad», lo que quiere decir que el Dos real es una producción del acontecimiento, una producción política, y no un presupuesto objetivo, o «científico». Debemos hoy proceder a una inversión de la cuestión del Dos: de [69] ser modelo del concepto en objetividad (la lucha de clases, o la dualidad de sexos, o el Bien y el Mal...), va a devenir aquello a lo que se prende la producción azarosa que se vincula a un acontecimiento. El Dos, y no el Uno como sucedía anteriormente es lo que adviene el Dos en post-acontecimiento. El Uno (la unidad de clases, la fusión amorosa, la Salvación...) era impartido al hombre como su dificultad y su tarea. Al contrario, pensaremos que nada es más difícil que el Dos, nada más sumiso simultáneamente al azar y a la labor fiel. El supremo deber del hombre es el de producir, conjuntamente, el Dos y el pensamiento del Dos, el ejercicio del Dos.
La segunda cuestión es la del objeto y la objetividad. He mostrado que la función decisiva de los poetas de la edad de los poetas ha sido establecer que el acceso al ser y a la verdad suponía la destitución de la categoría de objeto como forma orgánica de la presentación. El objeto puede ser una categoría del saber, pero obstaculiza la producción post-acontecimiento de verdades. La desobjetivación poética, condición de una apertura a nuestra época como época desorientada, autoriza el enunciado filosófico que, en su desnudez radical es: toda verdad carece de objeto.
El problema fundamental sería entonces: ¿la destitución de la categoría de objeto arrastra consigo la destitución de la categoría de sujeto?. Este es, sin duda alguna, el efecto visible de la mayor parte de los poemas de la edad de los poetas. He señalado la pluralización, la diseminación del sujeto en Rimbaud, su ausentamiento en Mallarmé. El sujeto de la poesía de Trakl no ocupa sino el lugar del Muerto. A Heidegger le resulta fácil —suturado como lo está a los poetas— decir que es imposible pensar el emplazamiento contemporáneo del Hombre a partir de las categorías de sujeto y objeto. A contrario, Lacan ha sido el guardián del sujeto en la medida en que [70] también ha retomado, reelaborado, la categoría de objeto. En tanto que causa del deseo, el objeto lacaniano (muy próximo a decir verdad del «objeto trascendental = X» de Kant, por su carácter insimbolizable y puntual) es determinación del sujeto en su ser, lo que Lacan explícita así: «Este sujeto que cree poder acceder a él mismo al designarse en el enunciado no es otro que un tal objeto».
Podemos resumir la situación a partir de la lógica de las suturas, tal como ha presidido hasta hoy al des-ser de la filosofía contemporánea. Las filosofías suturadas a su condición científica conceden una gran importancia a la categoría de objeto, y la objetividad es su norma reconocida. Las filosofías suturadas a la condición política, es decir las vanantes del «viejo marxismo», o bien plantean que un sujeto «emerge» de la objetividad (paso de la «clase-en-sí» a la «clase-para-sí», generalmente en virtud del Partido), o bien, más consecuentes, destituyen el sujeto a favor de la objetividad (para Althusser, la materia de la verdad es competencia del proceso sin sujeto), y se acercan paradójicamente a Heidegger haciendo del sujeto un simple operador de la ideología burguesa (para Heidegger, «sujeto» es una elaboración secundaria del reino de la técnica, pero podemos interpretarlo y decir que este reino es de hecho el reino de la burguesía). Para las filosofía suturadas al poema o, en general, a la literatura, al arte mismo, el pensamiento se dispensa tanto del objeto como de sujeto. Por último, para los lacanianos hay conceptos admisibles de uno y otro. Todos están de acuerdo en un único punto, axioma tan general de la modernidad filosófica que no puedo sino suscribir: en todo caso, está fuera de lugar definir la verdad como «adecuación del sujeto y del objeto». Todos divergen cuando se trata de disponer efectivamente la crítica de la adecuación, no estando de acuerdo sobre el estatuto de los términos (sujeto y objeto) entre los cuales opera.
[71] Se observará que esta tipología deja un lugar vacío: él de un pensamiento que mantendría l la categoría de sujeto, pero concedería a los poetas la destitución del objeto. La tarea de un pensamiento semejante sería producir un concepto de sujeto tal que no se apoye en ninguna mención del objeto, un sujeto, podríamos decir, sin frente afrente. Este lugar tiene mala reputación, pues evoca el idealismo absoluto del obispo Berkeley. Sin embargo, se habrá entendido que es a ocuparlo a lo que me dedico. Considero central para un renacimiento posible de la filosofía el problema del sujeto sin objeto, de la misma manera que la desobjetivación, desligando la verdad del saber, ha fundado la edad de los poetas, es decir la crítica decisiva de las suturas positivistas y que tienden al marxismo. Mantengo además que un sólo concepto, el de procedimiento genérico, reúne la desobjetivación de la verdad y del sujeto, haciendo aparecer el sujeto como simple fragmento acabado de una verdad post-acontecimiento sin objeto. Sólo en la vía del sujeto sin objeto podremos simultáneamente re-abrir la «meditación cartesiana» y mantenernos fieles a las adquisiciones de la edad de los poetas, en una fidelidad propiamente filosófica, y por tanto desuturada. Estoy convencido de que es a fin de cuentas a dicho movimiento del pensamiento al que nos convocaban los poemas de Paul Celan, y en especial esa misteriosa exhortación que combina la idea de que el acceso al ser no es la vía abierta y real de la objetividad, con la del predominio sustractivo de las marcas, de la inscripción, sobre la extensión engañosa de la donación sensible:

«Un sentido sobreviene también
por la senda más estrecha
que fractura
la más mortal de nuestras
marcas erigidas.»

[72] La tercera cuestión es la de lo indiscernible. La soberanía de la lengua es hoy dogma general, aunque entre la «lengua exacta» de la que sueñan los positivistas y el «decir poético» de los heideggerianos haya más de un malentendido sobre la esencia del lenguaje. Igual que un abismo separa el nominalismo integral de Foucault y la doctrina de lo simbólico en Lacan. Sin embargo, en lo que todos se ponen de acuerdo —inscritos como están en lo que Lyotard llama el «gran viraje lenguajero»[7] de la filosofía occidental— es en que en las lindes del lenguaje y del ser no hay nada, y que o bien existe un posible «recogimiento del sen> en el lenguaje, o bien lo que es no es tal sino por ser nombrado, o bien el ser como tal está sustraído al lenguaje, lo que nunca tuvo otro sentido que el de entregarlo a otra lengua, ya sea la del poeta, la del Inconsciente, o la de Dios. Ya indiqué que en este problema, sólo el matema nos guía. La convicción contemporánea es la misma que la de Leibniz: si entendemos por «indiscernible» un concepto explícito de lo que se sustrae a la lengua, no puede haber indiscernible para el pensamiento. De lo que se sustrae a la lengua, no puede haber ni concepto, ni pensamiento. Razón por la cual lo insimbolizable real de Lacan es el «horror», aunque, a pesar de todo, a lo que advierte en tanto que adviene, Lyotard ve necesario darle el nombre de «frase». Lo que no es nombrable, más vale tenerlo a distancia del pensamiento. Del «principio de los indiscernibles» de Leibniz, Wittgenstein ha dado al final del Tractatus la versión consensual: «De lo que es imposible hablar, mejor es callarlo». Pero sabemos, desde el acontecimiento en el matema que constituyen los operadores de Paul Cohen, que es posible producir exactamente un concepto de lo indiscernible y establecer, bajo ciertas condiciones, la existencia de multiplicidades [73] que correspondan a este concepto, las multiplicidades «genéricas». Es pues sencillamente falso que de lo que no se pueda hablar (en el sentido de que no hay nada que decir de ello que lo especifique, que le acuerde propiedades separadoras), mejor sea callarlo. Al contrario, hay que nombrarlo, hay que discernirlo como indiscernible. Si aceptamos encontrarnos bajo los efectos de la condición matemática, ya ni estamos obligados a escoger entre lo nombrable y lo impensable. Ya no estamos suspendidos entre aquello de lo que hay explicitación en la lengua, y aquello de lo que no hay sino una «experiencia» inefable, insostenible, y que deshace el espíritu. Pues lo indiscernible, aunque debilite el poder separador del lenguaje, no está por ello menos propuesto al concepto, el cual puede legislar demostrativamente sobre su existencia.
A partir de aquí es posible volver al objeto y al Dos, y mostrar el profundo vínculo que existe entre nuestros tres problemas. Si la verdad no tiene nada que ver con la categoría de objeto, es precisamente porque siempre es, como resultado de un procedimiento infinito, un múltiple indiscernible. Si el Dos es ajeno a todo fundamento objetivo de la política o del amor, es porque estos procedimientos pretenden indiscernir subconjuntos, existenciales o populares, y no arrojarlos «contra» lo que domina su situación. Porque un amor suplemento una vida, más que vincularla a otra. Porque una política, a partir de su acontecimiento fundador, tiende a delimitar lo indelimitable, a hacer existir en un múltiple a gente cuya comunidad no puede captar la lengua establecida, ni su interés. Por último, si el Dos es una producción, y no un estado, es porque lo que distingue paso a paso en la situación donde reina el Uno es «otro Uno», sino la figura inmanente de lo que no ha sido contado. La filosofía debe hoy anudar la destitución del objeto, la inversión de la instancia del Dos, y el pensamiento de [74] lo indiscernible. Debe salir de la forma de la objetividad, en beneficio únicamente del sujeto, considerar el Dos como una descendencia, azarosa y tenaz, del acontecimiento, e identificar la verdad a lo cualquiera, a lo sin-nombre, a lo genérico. Anudar estas tres prescripciones supone un espacio de pensamiento complejo, cuyo concepto central es el de sujeto sin objeto, él mismo consecuencia de la genencidad en tanto que devenir fiel, en el ser mismo, de un acontecimiento que lo suplementa. Dicho espacio, si alcanzamos a disponerlo, acogerá la figura contemporánea de las cuatro condiciones de la filosofía.
En cuanto a su forma, el gesto filosófico que propongo es platónico.


[75]
10. Gesto platónico.


Levantar acta del final de una edad de los poetas, convocar como vector de la ontología las formas contemporáneas del matema, pensar el amor en su función de verdad, inscribir las vías de un comienzo de la política: estos cuatro rasgos son platónicos. También Platón tuvo que mantener a los poetas, cómplices inocentes de la sofística, al exterior del proyecto de fundación filosófica, incorporar a su visión del «logos» el tratamiento matemático del problema de los números irracionales, reconocer en la ascensión hacia lo Bello y las Ideas lo repentino del amor, y pensar el crepúsculo de la Ciudad democrática. A lo que habría que añadir que, de la misma manera que Platón tiene por interlocutores, a la vez coriáceos y portadores de modernidad, a los profesionales de la sofística, asimismo la tentativa de radicalizar la ruptura con las categorías clásicas del pensamiento define lo que actualmente sería razonable llamar una «gran sofística», vinculada esencialmente a Wittgenstein. Importancia decisiva del lenguaje y de su variabilidad en juegos heterogéneos, duda sobre la pertinencia del concepto de verdad, proximidad retórica a los efectos del arte, política pragmática y abierta: todos ellos rasgos comunes a los sofistas griegos y a numerosas orientaciones contemporáneas, y que explican por qué se han multiplicado [76] recientemente los estudios y referencias consagradas a Gorgias o a Protágoras. Nosotros también estamos confrontados a la obligación de una crítica del rigor sofista, en el respeto a todas las enseñanzas sobre la época que implica. El joven Platón comprendió que era preciso, a la vez, hacer caso omiso de los enredos sutiles de la sofística, e instruirse en ellos sobre la esencia de las cuestiones de su tiempo. Igualmente nosotros. Es lógico que la transición en curso entre la edad de las suturas y la edad de un nuevo comienzo de la filosofía asista al reinado de los sofistas. La gran sofística moderna, lenguajera, estetizante, democrática, ejerce su función disolvente, examina los impasses, describe lo que nos es contemporáneo. Nos es tan esencial como el libertino lo fue a Pascal: nos advierte de las singularidades del tiempo.
Configuración antisofística del matema (inaugural), del poema (despedido), de la política (re-fundada) y del amor (pensado), el gesto filosófico que propongo es un gesto platónico. Nuestro siglo, hasta hoy, ha sido antiplatónico. No conozco tema más extendido, en las escuelas filosóficas más variadas y más desgarradas, que el antiplatonismo. En la rúbrica «Platón» del diccionario encargado por Stalin, se leía «ideólogo de los propietarios de esclavos», lo que era corto y abrupto. Pero el existencialismo sartriano, en su polémica con las esencias, tenía a Platón por blanco. Heidegger hace coincidir el «viraje platónico» con el comienzo del olvido, cualquiera que fuese su respeto por lo que hay aún de griego en el desglose luminoso de la Idea. La filosofía contemporánea del lenguaje toma partido por los sofistas contra Platón. El pensamiento de los derechos humanos hace remontar a Platón la tentación totalitaria —es en concreto la inspiración de Popper. Lacoue-Labarthe busca desalojar, de la relación ambigua de Platón a la mimesis, el origen del destino de la política en [77] Occidente. No acabaríamos de enumerar todas las secuencias antiplatónicas, todos los reproches, todas las deconstrucciones de las que Platón es objeto.
El gran «inventor» del antiplatonismo contemporáneo, al alba de la sutura de la filosofía al poema, y porque el platonismo era la prohibición de dicha sutura, ha sido Nietzsche. Es conocido el diagnóstico establecido por Nietzsche en el prefacio de Mas allá del bien y del mal: «En cuanto médicos nos es lícito preguntarnos quién ha podido infectar con esta enfermedad a Platón, la más hermosa planta humana de la antigüedad.» Platón es el nombre de la enfermedad espiritual del Occidente. El cristianismo mismo no es mas que un «platonismo para el pueblo». Pero lo que colma a Nietzsche de alegría, lo que da por fin rienda suelta a los «espíritus libres», es que Occidente entra en convalecencia: «Europa respira aliviada de esta pesadilla». De hecho, la superación delplatonismo está entablada, y esta superación en curso libera una energía de pensamiento sin precedentes: «La lucha contra Platón (...) ha creado en Europa una magnífica tensión del espíritu hasta entonces desconocida». Los «espíritus libres, muy libres», los «buenos europeos», tienen en su mano el arco así tendido, y poseen «la flecha, el manejo y ¿quién sabe?, incluso el blanco». Sabemos que pronto se mostrará que este blanco es, —disipada la sangrienta, la innombrable mentira de su asunción política— la pura y simple entrega del pensamiento al poema. La polémica de Nietzsche con la «enfermedad-Platón», el punto de aplicación de la terapéutica europea, concierne al concepto de verdad. El axioma radical a partir del cual los «espíritus libres» pueden garantizar la vela del cadáver platónico, velatorio que es tanto la vigilia como el despertar del pensamiento, se apoya en el despido de la verdad: «La falsedad de un juicio no es, a nuestro entender, una objeción contra el mismo». Nietzsche abre un siglo entregado al antagonismo [78] y al poder a causa de esta completa erradicación de la referencia a la verdad, considerada como el síntoma mayor de la enfermedad-Platón. Sanar del platonismo es ante todo curarse de la verdad. Y esta curación no sería completa si no se acompañara de un odio decidido al matema, considerado como un caparazón en el que anida la debilidad enferma del platónico: «Y no digamos aquel galimatías matemático con el que Espinosa acorazó y enmascaró su filosofía (...) a fin de intimar de antemano el valor del asaltante (...) —¡cuánta timidez y vulnerabilidad personal delata esta mascarada de un anacoreta enfermo!». La filosofía por aforismos y fragmentos, poemas y enigmas, metáforas y sentencias, todo el estilo nietzscheano que tanto eco ha tenido en el pensamiento contemporáneo, se enraíza en la doble exigencia de la destitución de la verdad y del despido del matema. Antiplatónico hasta el final, Nietzsche hace recaer sobre el matema la suerte que Platón reserva al poema, el de una sospechosa debilidad, una enfermedad del pensamiento, una «mascarada».
No es extraño que Nietzsche haya resultado durante mucho tiempo vencedor. Es verdad que el siglo ha «sanado» del platonismo y que, en su pensamiento más enérgico, se ha suturado al poema abandonando el matema a los raciocinios de la sutura positivista. La prueba a contrario nos la proporciona lo siguiente: el único gran pensamiento abiertamente platónico, y a la vez moderno, ha sido el de Albert Lautman en los años treinta. Ahora bien, este pensamiento está de cabo a rabo armado por las matemáticas. Ha sido profundamente enterrado y desconocido desde que los nazis, asesinando a Lautman, interrumpieron su curso. Es hoy el único punto de apoyo que podemos descubrir en casi cien anos para la propuesta platónica que el momento actual nos exige, si dejamos a un lado la espontaneidad «platonizante» de muchos matemáticos, en particular Gödel y [79] Cohen y, por supuesto, la doctrina lacaniana de la verdad. Todo ha ocurrido como si el proferimiento nietzscheano hubiera sellado, en la guisa de la sutura al poema, el destino conjuntamente antimatema y antiverdad de un siglo. Es hoy necesario invertir el diagnóstico nietzscheano. El siglo y Europa deben imperativamente sanar del antiplatonismo. La filosofía sólo existirá si propone, a la medida de su tiempo, una nueva etapa en la historia de la categoría de verdad. Es la verdad lo que es hoy una idea nueva en Europa. Y tanto para Platón como para Lautman, la no verdad de esta idea se ilumina en la frecuentación de las matemáticas.
[81]
11. Genérico.


Lo que un filósofo moderno retiene de la gran sofística es lo siguiente: el ser es esencialmente múltiple. Ya Platón, en el Teeteto, apuntaba que la ontología subyacente a la propuesta sofística se apoyaba en la movilidad múltiple del ser y, con razón o sin ella, recubría esta ontología con el nombre de Heráclito. Pero Platón reservaba los derechos de lo Uno. Nuestra situación es más compleja al tener que tomar nota, en la escuela de la gran sofística moderna, de que tras duros avalares nuestro siglo habrá sido el de la impugnación de lo Uno. Sobre el sin-ser de lo Uno, sobre la autoridad sin límites de lo múltiple, no hay que volver a insistir. Dios está realmente muerto, igual que todas las categorías que dependían de él en el orden del pensamiento del ser. Nuestro momento es el de un platonismo de lo múltiple.
Platón pensaba poder arruinar la variabilidad lenguajera y retórica de la sofística a partir de las aporías de una ontología de lo múltiple. Ciertamente, nosotros encontramos también, a nuestro modo, esta juntura entre la disponibilidad flexible del lenguaje (teoría de Wittgenstein sobre los juegos del lenguaje) y la forma múltiple de la presentación (sutiles investigaciones descriptivas de un Deleuze). Pero el punto débil ha cambiado de lugar: debemos asumir lo múltiple, y tratar de [82] marcar los límites radicales de lo que el lenguaje puede constituir. De ahí el carácter crucial de la cuestión de lo indiscernible.
La principal dificultad está vinculada a la categoría de verdad. Si el ser es múltiple, ¿cómo salvar esta categoría, salvación que constituye el verdadero centro de gravedad de todo gesto platónico? Para que una verdad exista, ¿no hace falta que en primer lugar sea pronunciado lo Uno de una multiplicidad, y no resulta posible un juicio de verdad precisamente respecto a ese Uno? Además, si el ser es múltiple, es menester que una verdad también lo sea, a menos que no tenga ser en absoluto. Pero ¿cómo concebir una verdad como múltiple en su ser? Manteniéndose firme sobre lo múltiple, la gran sofistica moderna renuncia a la categoría de verdad, como va lo hicieron los «relativistas» de la sofística griega. Aquí también Nietzsche inaugura, en nombre del múltiple poder de la vida, el juicio a la verdad. Dado que no podemos sustraernos a la jurisdicción de este poder sobre el pensamiento del ser, estamos forzados a proponer una doctrina de la verdad compatible con la irreductible multiplicidad del ser-en-tanto-que-ser. Una verdad no puede ser sino la producción singular de un múltiple. Todo el problema reside en que este múltiple estará sustraído a la autoridad de la lengua. Será indiscernible, o más bien: habrá sido indiscernible.
La categoría central es aquí la de multiplicidad genérica. Funda el platonismo del múltiple permitiendo pensar una verdad a la vez como resultado-múltiple de un procedimiento singular, y como agujero, o sustracción, en el campo de lo nombrable. Hace posible asumir una ontología del múltiple puro sin renunciar a la verdad, y sin tener que reconocer el carácter constituyente de la variación lenguajera. Es además el armazón de un espacio de pensamiento en donde se dejan recoger, y situar como composibles, las cuatro condiciones de la filosofía. [83] Poema, matema, política inventada y amor, en su estado contemporáneo, no serán en efecto más que regímenes de producción efectiva, en situaciones múltiples, de múltiples genéricos generando verdad de estas situaciones.
Es en el campo de la actividad matemática donde el concepto de múltiple genérico ha sido producido por primera vez. Fue en efecto propuesto por Paul Cohen, a comienzos de los años sesenta, para resolver problemas técnicos precisos dejados en suspenso desde hacia casi un siglo, y que concernían la «potencia», o cantidad pura, de ciertas multiplicaciones infinitas. Podemos decir que el concepto de múltiple genérico ha venido a concluir la primera etapa de esta teoría oncológica que, desde Cantor, tiene el nombre de «teoría de con)untos». En El ser y el acontecimiento, he desarrollado completamente la dialéctica entre la edificación matemática de la teoría del múltiple puro v las proposiciones conceptuales que pueden hoy día refundar la filosofía. Lo he hecho bajo la hipótesis general de que el pensamiento del ser-en-tanto-que-ser se realiza en las matemáticas, y que, para acoger y hacer composibles sus condiciones, la filosofía debe determinar «lo-que-no-es-ser-en-tanto-que-ser», que he designado como «acontecimiento». El concepto de genericidad se introduce para dar cuenta de los efectos, internos a una situación-múltiple, de un acontecimiento que la suplementa. Designa el estatuto de ciertas multiplicidades que simultáneamente se inscriben en una situación, y traman en ella de manera consistente un azar irreversiblemente sustraído a toda nominación. Esta intersección-múltiple de la consistencia regulada de una situación v del azar del acontecimiento que la suplementa es precisamente el lugar de una verdad de la situación. Esta verdad resulta de un procedimiento infinito, y lo que se puede decir de ella es solamente que de suponer la terminación del [84] procedimiento, «habrá sido» genérica, o indiscernible.
Mi intención aquí es tan sólo indicar por qué resulta razonable considerar que un múltiple genérico es el tipo de ser de una verdad. Dado un múltiple, es decir aquello en lo que todo el ser es múltiple puro, múltiple-sin-Uno, ¿comó pensar el ser de lo que hace verdad de dicho múltiple? Este es todo el problema. Como el fondo sin fondo de lo que está presente es la inconsistencia, una verdad será lo que, del interior de lo presentado, como parí e de este presentado, hace advenir la inconsistencia en la que se apoya en último término la consistencia de la presentación. Lo que está enteramente sustraído a la consistencia, a la regla que domina y reprime el múltiple puro (regla a la que llamo la cuenta-por-uno), no puede ser más que un múltiple especialmente «evasivo», indistinto, sin contorno, sin nominación explícita posible. Un múltiple —si se permite la expresión— ejemplarmente cualquiera. Si queremos con un mismo movimiento mantener que la autoridad del múltiple es ilimitada en cuanto al ser y que hay verdad, es preciso que esta verdad obedezca a tres criterios:
—Puesto que debe ser verdad de un múltiple, y esto sin el recurso a la transcendencia del Uno, tiene que ser una producción inmanente a este múltiple. Una verdad será una parte del múltiple inicial, de la situación de la que hay verdad.
—Puesto que el ser es múltiple, y que es preciso que la verdad sea, una verdad será un múltiple, por lo tanto una parte-múltiple de la situación de la cual es verdad. Por supuesto, no podía ser una parte «ya» dada, o presente. Resultará de un procedimiento singular. De hecho, este procedimiento no podrá ser enganchado más que desde el lugar de un suplemento, de algo que está en exceso sobre la situación, es decir de un acontecimiento. Una verdad es el resultado infinito de un suplemento azaroso. Toda verdad es post-acontecimiento. En [85] particular, no ha y verdad «estructural» ni objetiva. De los enunciados estructurales admisibles en la situación no se dirá nunca que son verdaderos, sino solamente que son verídicos. No testimonian de la verdad, sino del saber.
—Puesto que el ser de la situación es su inconsistencia, una verdad de este ser se presentará como multiplicidad cualquiera, parte anónima, consistencia reducida a la presentación como tal, sin predicado ni singularidad nombrable. Una verdad será así una parte genérica de la situación, donde «genéricai» designa que es parte cualquiera de la situación, que no dice nada de particular sobre la situación, sino justamente su ser múltiple en tanto que tal, su inconsistencia fundamental. Una verdad es esta consistencia mínima (una parte, una inmanencia sin concepto) que verifica en la situación la inconsistencia que constituye al ser. Pero como de entrada toda parte de la situación es presentada como singular, nombrable, regulada según la consistencia, la parte genérica que es una verdad tendrá que ser producida. Constituirá el horizonte-múltiple infinito de un procedimiento post-acontecimiento, al que se llamará procedimiento genérico.
Poema, matema, política inventada y amor son exactamente los diferentes tipos pasibles de procedimientos genéricos. Lo que producen (lo innombrable en la lengua misma, el poder de la pura letra, la voluntad general como fuerza anónima de toda voluntad nombrable, y el Dos de los sexos como lo que no ha sido nunca contado por uno) en situaciones variables no es nunca sino una verdad de esas situaciones bajo los modos de un múltiple genérico, cuyo nombre no puede aprehender ningún saber, ni discernir por adelantado el estatuto.
A partir de este concepto de la verdad, como producción post-acometimiento de un múltiple genérico de la situación de la cual es verdad, podemos reanudar con [86] las eres lentes que constituyen la filosofía moderna: ser, sujeto y verdad. Del ser-en-tanto-que-ser, se dirá que las matemáticas constituyen históricamente su único pensamiento posible, porque son, en la potencia vacía de la letra, la inscripción infinita del múltiple puro, del múltiple sin predicado, y que ese es el fondo de lo que es dado, captado en su presentación, las matemáticas son la oncología efectiva. De la verdad, se dirá que está suspendida a este suplemento singular que es el acontecimiento, y que su ser, múltiple como el ser de todo lo que es, es el de una parte genérica, indiscernible, cualquiera, la cual, efectuando el múltiple en el anonimato de su multiplicidad, pronuncia su ser. Por último, del sujeto se dirá que es un momento acabado del procedimiento genérico. En este sentido, resulta notable tener que concluir que sólo existe sujeto en el orden propio de uno de los cuatro tipos de genericidad. Todo sujeto es artístico, científico, político o amoroso. Lo que, por otra parte, todo el mundo sabe por experiencia, pues fuera de estos registros, no hay más que existencia, o individualidad, pero no sujeto.
La genericidad, en el corazón conceptual de un gesto platónico orientado hacia lo múltiple, funda la inscripción y la composibilidad de las condiciones contemporáneas de la filosofía. De la política inventada, cuando existe, sabemos, al menos desde 1793, que no puede ser hoy día más que igualitaria, antiestatal, trazando en el espesor histórico y social la genericidad de la humanidad y la descontrucción de los estratos, la ruina de las representaciones diferenciales o jerárquicas, la asunción de un comunismo de singularidades. De la poesía, sabemos que explora una lengua no separada, ofrecida a todos, no instrumental, una palabra que funda la genericidad de la palabra misma. Del matema, sabemos que capta el múltiple despoblado de toda distinción representativa, la genericidad del ser-múltiple. Por último, del [87] amor sabemos que más allá del encuentro, se declara fiel al puro Dos que funda, y que hace verdad genérica del hecho de que haya hombres y mujeres.
La filosofía es hoy día el pensamiento de lo genérico como tal, que comienza, que ha comenzado, pues «Una magnificencia se desplegará, cualquiera, análoga a la Sombra de antaño»

[1] composibilité. Neologismo empleado por el autor que corresponde a la yuxtaposición de composer y possibilité. Así por ejemplo, los «operadores de composibilidad» pensarán «conjuntamente», o «harán posible en el pensar la composición conjunta» de los cuatro procedimientos genéricos. (N. del T.)
[2] Se trata del anterior libro de A. Badiou: L'Etre et 1'Événement, Seuil / L-ordre philosophique. París. 1988. (N. del T.)
[3] evénémentiel. Traducimos évément —concepto clave en la obra de A. Badiou— por acontecimiento. Al contrario, evénémentiel no permite una traducción tan holgada. El autor lo emplea para designar todo aquello que tiene relación con el acontecimiento de origen. Optamos pues por «de acontecimiento» que nos evita la introducción de neologismos o la extorsión de sentido a palabras tales como «acontecedero» o «eventual» que no indican un acontecimiento ya ocurrido, sino más bien su posibilidad. (N. del T.)
[4] vericité. (N. del T.)
[5] événementialités obscures. (N. del T.)
[6] Corresponde al final del poema citado: «Sichtbaren, Hörbaren, das/ frei- / werdendc Zelwort: / Mitsammen». Zelt. tienda de campaña o carpa. (N. del T.)
[7] langagière. (N. del T.)