domingo, 23 de noviembre de 2008

Bolaño, Tres.

TRES
Roberto Bolaño







para Carolina López






Si vas a decir lo que quieres,
también vas a oír lo que no quieres.
ALCEO DE MITILENE


PROSA DEL OTOÑO EN GERONA
para Ponç Puigdevall





Una persona—debería decir una desconocida—
que te acaricia, te hace bromas, es dulce contigo y te
lleva hasta la orilla de un precipicio. Allí, el perso-
naje dice ay o empalidece. Como si estuviera dentro
de un caleidoscopio y viera el ojo que lo mira. Colo-
res que se ordenan en una geometría ajena a todo lo
que tú estás dispuesto a aceptar como bueno. Así
empieza el otoño, entre el río Oñar y la colina de las
Pedreras.




La desconocida está tirada en la cama. A través de
escenas sin amor (cuerpos planos, objetos sadoma-
soquistas, píldoras y muecas de desempleados) lle-
gas al momento que denominas el otoño y descubres
a la desconocida.
En el cuarto, además del reflejo que lo chupa
todo, observas piedras, lajas amarillas, arena, almo-
hadas con pelos, pijamas abandonados. Luego desa-
parece todo.




Te hace bromas, te acaricia. Un paseo solitario por
la plaza de los cines. En el centro una alegoría en
bronce: «La batalla contra los franceses.» El solda-
do raso con la pistola levantada, se diría a punto de
disparar al aire, es joven; su rostro está conformado
para expresar cansancio, el pelo alborotado, y ella
te acaricia sin decir nada, aunque la palabra calei-
doscopio resbala como saliva de sus labios y enton-
ces las escenas vuelven a transparentarse en algo
que puedes llamar el ay del personaje pálido o geo-
metría alrededor de tu ojo desnudo.




Después de un sueño (he extrapolado en el sueño la
película que vi el día anterior) me digo que el otoño
no puede ser sino el dinero.
El dinero como el cordón umbilical que te co-
munica con las muchachas y el paisaje.
El dinero que no tendré jamás y que por exclu-
sión hace de mí un anacoreta, el personaje que de
pronto empalidece en el desierto.




«Esto podría ser el infierno para mí.» El caleidosco-
pio se mueve con la serenidad y el aburrimiento de
los días. Para ella, al final, no hubo infierno. Sim-
plemente evitó vivir aquí. Las soluciones sencillas
guían nuestros actos. La educación sentimental sólo
tiene una divisa: no sufrir. Aquello que se aparta
puede ser llamado desierto, roca con apariencia de
hombre, el pensador tectónico.




La pantalla atravesada por franjas se abre y es tu ojo
el que se abre alrededor de la franja. Todos los días el
estudio del desierto se abre como la palabra «borra-
do». ¿Un paisaje borrado? ¿Un rostro en primer pla-
no? ¿Unos labios que articulan otra palabra?
La geometría del otoño atravesada por la desco-
nocida solamente para que tus nervios se abran.
Ahora la desconocida vuelve a desaparecer. De
nuevo adoptas la apariencia de la soledad.




Dice que está bien. Tú dices que estás bien y piensas
que ella debe de estar realmente bien y que tú estás
realmente bien. Su mirada es bellísima, como si viera
por primera vez las escenas que deseó toda su vida.
Después llega el aliento a podrido, los ojos huecos
aunque ella diga (mientras tú permaneces callado,
como en una película muda) que el infierno no pue-
de ser el mundo donde vive. ¡Corten este texto de
mierda!, grita. El caleidoscopio adopta la aparien-
cia de la soledad. Crac, hace tu corazón.




Al personaje le queda la aventura y decir «ha empe-
zado a nevar, jefe».




De este lado del río todo lo que te interesa mantiene
la misma mecánica. Las terrazas abiertas para reci-
bir el máximo sol posible, las muchachas aparcando
sus mobilettes, las pantallas cubiertas por cortinas,
los jubilados sentados en las plazas. Aquí el texto no
tiene conciencia de nada sino de su propia vida. La
sombra que provisionalmente llamas autor apenas
se molesta en describir cómo la desconocida arregló
todo para su momento Atlántida.




No es de extrañar que la habitación del autor esté
llena de carteles alusivos. Desnudo, da vueltas por
el centro contemplando las paredes descascaradas,
en las cuales asoman signos, dibujos nerviosos, fra-
ses fuera de contexto.
Resuenan en el caleidoscopio, como un eco, las
voces de todos los que él fue y a eso llama su pa-
ciencia.
La paciencia en Gerona antes de la Tercera Gue-
rra.
Un otoño benigno.
Apenas queda olor de ella en el cuarto...
El perfume se llamaba Carnicería fugaz...
Un médico famoso le había operado el ojo iz-
quierdo...




La situación real: estaba solo en mi casa, tenia vein-
tiocho años, acababa de regresar después de pasar
el verano fuera de la provincia, trabajando, y las ha-
bitaciones estaban llenas de telarañas. Ya no tenía
trabajo y el dinero, a cuentagotas, me alcanzaría para
cuatro meses. Tampoco había esperanzas de encon-
trar otro trabajo. En la policía me habían renovado
la permanencia por tres meses. No autorizado para
trabajar en España. No sabía qué hacer. Era un oto-
ño benigno.




Las dos de la noche y la pantalla blanca. Mi perso-
naje está sentado en un sillón, en una mano un ciga-
rrillo y en la otra una taza con coñac. Recompone
minuciosamente algunas escenas. Así, la desconoci-
da duerme con perfecta calma. Luego le acaricia los
hombros. Luego le dice que no la acompañe a la esta-
ción. Allí observas una señal, la punta del iceberg.
La desconocida asegura que no pensaba dormir con
él. La amistad—su sonrisa entra ahora en la zona de
las estrías—no presupone ninguna clase de infierno.
Es extraño, desde aquí parece que mi personaje
espanta moscas con su mano izquierda. Podría, cier-
tamente, transformar su angustia en miedo si levan-
tara la vista y viera entre las vigas en ruinas los ojillos
de una rata fijos en él.
Crac, su corazón. La paciencia como una cinta
gris dentro del caleidoscopio que empiezas una y
otra vez.
¿Y si el personaje hablara de la felicidad? ¿En
su cuerpo de veintiocho años comienza la felicidad?




Lo que hay detrás cuando hay algo detrás: «llama al
jefe y dile que ha empezado a nevar». No hay mucho
más que añadir al otoño de Gerona.
Una muchacha que se ducha, su piel enrojecida
por el agua caliente; sobre su pelo, como turbante,
una toalla vieja, descolorida. De repente, mientras
se pinta los labios delante del espejo, me mira (estoy
detrás) y dice que no hace falta que la acompañe a la
estación.
Repito ahora la misma escena, aunque no hay
nadie frente al espejo.




Para acercarse a la desconocida es necesario dejar
de ser el hombre invisible. Ella dice, con todos sus
actos, que el único misterio es la confidencia futura.
¿La boca del hombre invisible se acerca al espejo?
Sácame de este texto, querré decirle, muéstrame
las cosas claras y sencillas, los gritos claros y senci-
llos, el miedo, la muerte, su instante Atlántida ce-
nando en familia.




El otoño en Gerona: la Escuela de Bellas Artes, la
plaza de los cines, el índice de desempleo en Cata-
luña, tres meses de permiso para residir en España,
los peces en el Oñar (¿carpas?), la invisibilidad, el
autor que contempla las luces de la ciudad y por en-
cima de estas una franja de humo gris sobre la noche
azul metálico, y al fondo las siluetas de las monta-
ñas.
Palabras de un amigo refiriéndose a su compa-
ñera con la cual vive desde hace siete años: «es mi
patrona».
No tiene sentido escribir poesía, los viejos ha-
blan de una nueva guerra y a veces vuelve el sueño
recurrente: autor escribiendo en habitación en pe-
numbras; a lo lejos, rumor de pandillas rivales lu-
chando por un supermercado; hileras de automóvi-
les que nunca volverán a rodar.
La desconocida, pese a todo, me sonríe, aparta
los otoños y se sienta a mi lado. Cuando espero gritos
o una escena, sólo pregunta por qué me pongo así.
¿Por qué me pongo así?
La pantalla se vuelve blanca como un complot.




El autor suspende su trabajo en el cuarto oscuro, los
muchachos dejan de luchar, los faros de los coches se
iluminan como tocados por un incendio. En la pan-
talla sólo veo unos labios que deletrean su momento
Atlántida.




La muerte también tiene unos sistemas de claridad.
No me sirve (lo siento por mí, pero no me sirve) el
amor tentacular y solar de John Varley, por ejemplo,
si esa mirada lúcida que abraza una situación no
puede ser otra mirada lúcida enfrentada con otra si-
tuación, etc. Y aun si así fuera, la caída libre que eso
supone tampoco me sirve para lo que de verdad de-
seo: el espacio que media entre la desconocida y yo,
aquello que puedo mal nombrar como otoño en Ge-
rona, las cintas vacías que nos separan pese a todos
los riesgos.
El instante prístino que es el pasaporte de R. B.
en octubre de 1 9 8 1, que lo acredita como chileno
con permiso para residir en España, sin trabajar,
durante otros tres meses. ¡El vacío donde ni siquie-
ra cabe la náusea!




Así, no es de extrañar la profusión de carteles en el
cuarto del autor. Círculos, cubos, cilindros rápida-
mente fragmentados nos dan una idea de su rostro
cuando la luz lo empuja; aquello que es su carencia
de dinero se transforma en desesperación del amor;
cualquier gesto con las manos se transforma en pie-
dad.
Su rostro, fragmentado alrededor de él, aparece
sometido a su ojo que lo reordena, el caleidoscopio
ideal. (O sea: la desesperación del amor, la piedad,
etc.)



MAÑANA DE DOMINGO. La Rambla está vacía, sólo
hay algunos viejos sentados en los bancos leyendo el
periódico. Por el otro extremo las siluetas de dos po-
licías inician el recorrido.
Llega Isabel: levanto la vista del periódico y la
observo. Sonríe, tiene el pelo rojo. A su lado hay un
tipo de pelo corto y barba de cuatro días. Dice que
va a abrir un bar, un lugar barato adonde podrán ir
sus amigos. «Estás invitado a la inauguración.» En
el periódico hay una entrevista a un famoso pintor
catalán. «¿Qué se siente al estar en las principales
galerías del mundo a los treinta y tres años?» Una gran
sonrisa roja. A un lado del texto, dos fotos del pin-
tor con sus cuadros. «Trabajo doce horas al día, es
un horario que yo mismo me he impuesto.» Junto a
mí, en el mismo banco, un viejo con otro periódico
empieza a removerse; realidad objetiva, susurra mi
cabeza. Isabel y el futuro propietario se despiden,
intentarán ir, me dicen, a una fiesta en un pueblo ve-
cino. Por el otro extremo las siluetas de los policías
se han agrandado y ya casi están sobre mí. Cierro los
ojos.
MAÑANA DE DOMINGO. Hoy, igual que ayer
por la noche y anteayer, he llamado por teléfono a
una amiga de Barcelona. Nadie contesta. Imagino por
unos segundos el teléfono sonando en su casa don-
de no hay nadie, igual que ayer y anteayer, y luego
abro los ojos y observo el surco donde se ponen las
monedas y no veo ninguna moneda.




El desaliento y la angustia consumen mi corazón.
Aborrezco la aparición del día, que me invita a una
vida, cuya verdad y significación es dudosa para mí.
Paso las noches agitado por continuas pesadillas.
Fichte.
En efecto, el desaliento, la angustia, etc.
El personaje pálido aguardando, ¿en la salida de
un cine?, ¿de un campo deportivo?, la aparición del
hoyo inmaculado. (Desde esta perspectiva otoñal su
sistema nervioso pareciera estar insertado en una
película de propaganda de guerra.)



Me lavo los dientes, la cara, los brazos, el cuello, las
orejas. Todos los días bajo al correo. Todos los días me
masturbo. Dedico gran parte de la mañana a preparar
la comida del resto del día. Me paso las horas muertas
sentado, hojeando revistas. Intento, en las repetidas
ocasiones del café, convencerme de que estoy enamo-
rado, pero la falta de dulzura—de una dulzura deter-
minada—me indica lo contrario. A veces pienso que
estoy viviendo en otra parte.
Después de comer me duermo con la cabeza sobre
la mesa, sentado. Sueño lo siguiente: Giorgio Fox, per-
sonaje de un cómic, crítico de arte de diecisiete años,
cena en un restaurante del nivel 30, en Roma. Eso es
todo. Al despertar pienso que la luminosidad del arte
asumido y reconocido en plena juventud es algo que de
una manera absoluta se ha alejado de mí. Cierto, estuve
dentro del paraíso, como observador o como náufra-
go, allí donde el paraíso tenía la forma del laberinto,
pero jamás como ejecutante. Ahora, a los veintiocho,
el paraíso se ha alejado de mí y lo único que me es da-
ble ver es el primer plano de un joven con todos sus
atributos: fama, dinero, es decir capacidad para hablar
por sí mismo, moverse, querer. Y el trazo con que está
dibujado Giorgio Fox es de una amabilidad y dureza
que mi cara (mi jeta fotográfica) jamás podrá imitar.




Quiero decir: allí está Giorgio Fox, el pelo cortado
al cepillo, los ojos azul pastel, perfectamente bien
dentro de una viñeta trabajada con pulcritud. Y
aquí estoy yo, el hoyo inmaculado en el papel mo-
mentáneo de masa consumidora de arte, masa que
se manipula y observa a sí misma encuadrada en un
paisaje de ciudad minera. (El desaliento y la angus-
tia de Fichte, etc.)




Recurrente, la desconocida cuelga del caleidoscopio.
Le digo: «Soy voluble. Hace una semana te amaba, en
momentos de exaltación llegué a pensar que éramos
una pareja del paraíso. Pero ya sabes que sólo soy un
fracasado: esas parejas existen lejos de aquí, en París,
en Berlín, en la zona alta de Barcelona. Soy voluble,
unas veces deseo la grandeza, otras sólo su sombra.
La verdadera pareja, la única, es la que hacen el no-
velista de izquierda famoso y la bailarina, antes de su
momento Atlántida. Yo, en cambio, soy un fracasa-
do, alguien que no será jamás Giorgio Fox, y tú pare-
ces una mujer común y corriente, con muchas ganas
de divertirte y ser feliz. Quiero decir: feliz aquí, en
Cataluña, y no en un avión rumbo a Milán o la esta-
ción nuclear de Lampedusa. Mi volubilidad es fiel a
ese instante prístino, el resentimiento feroz de ser lo
que soy, el sueño en el ojo, la desnudez ósea de un vie-
jo pasaporte consular expedido en México el año 73,
válido hasta el 82, con permiso para residir en Espa-
ña durante tres meses, sin derecho a trabajar. La vo-
lubilidad, ya lo ves, permite la fidelidad, una sola fi-
delidad, pero hasta el fin.»
La imagen se funde en negro.
Una voz en off cuenta las hipotéticas causas por
las cuales Zurbarán abandonó Sevilla. ¿Lo hizo porque
la gente prefería a Murillo? ¿O porque la peste que
azotó la ciudad por aquellos años lo dejó sin algu-
nos de sus seres queridos y lleno de deudas?




El paraíso, por momentos, aparece en la concepción
general del caleidoscopio. Una estructura vertical
llena de manchas grises. Si cierro los ojos, bailarán
dentro de mi cabeza los reflejos de los cascos, el tem-
blor de una llanura de lanzas, aquello que tú llama-
bas el azabache. También, si quito los efectos dramá-
ticos, me veré a mí mismo caminando por la plaza
de los cines en dirección al correo, en donde no en-
contraré ninguna carta.




No es de extrañar que el autor pasee desnudo por el
centro de su habitación. Los carteles borrados se
abren como las palabras que él junta dentro de su ca-
beza. Después, casi sin transición, veré al autor apo-
yado en una azotea contemplando el paisaje; o sen-
tado en el suelo, la espalda contra una pared blanca
mientras en el cuarto contiguo martirizan a una mu-
chacha; o de pie, delante de una mesa, la mano iz-
quierda sobre el borde de madera, la vista levantada
hacia un punto fuera de la escena. En todo caso, el
autor se abre, se pasea desnudo dentro de un entor-
no de carteles que levantan, como en un grito ope-
rístico, su otoño en Gerona.




AMANECER NUBLADO. Sentado en el sillón, con una
taza de café en las manos, sin lavarme aún, imagino
al personaje de la siguiente manera: tiene los ojos ce-
rrados, el rostro muy pálido, el pelo sucio. Está acos-
tado sobre la vía del tren. No. Sólo tiene la cabeza
sobre uno de los raíles, el resto del cuerpo reposa a un
lado de la vía, sobre el pedregal gris blanquecino. Es
curioso: la mitad izquierda de su cuerpo produce la
impresión de relajamiento propia del sueño, en cam-
bio la otra mitad aparece rígida, envarada, como si ya
estuviera muerto. En la parte superior de este cua-
dro puedo apreciar las faldas de una colina de abetos
(¡sí, de abetos!) y sobre la colina un grupo de nubes
rosadas, se diría de un atardecer del Siglo de Oro.
AMANECER NUBLADO. Un hombre, mal vestido
y sin afeitar, me pregunta qué hago. Le contesto que
nada. Me replica que él piensa montar un bar. Un lu-
gar, dice, donde la gente vaya a comer. Pizzas. No
muy caras. Magnífico, digo. Luego alguien pregunta
si está enamorado. Qué quieren decir con eso, dice.
Explican: si le gusta seriamente alguna mujer. Res-
ponde que sí. Será un bar estupendo, digo yo. Me
dice que estoy invitado a la inauguración. Puedes
comer lo que quieras sin pagar.




Una persona te acaricia, te hace bromas, es dulce
contigo y luego nunca más te vuelve a hablar. ¿A
qué te refieres, a la Tercera Guerra? La desconocida
te ama y luego reconoce la situación matadero. Te
besa y luego te dice que la vida consiste precisa-
mente en seguir adelante, en asimilar los alimentos
y buscar otros.
Es divertido, en el cuarto, además del reflejo
que lo chupa todo (y de ahí el hoyo inmaculado),
hay voces de niños, preguntas que llegan como des-
de muy lejos. Y detrás de las preguntas, lo hubiera
adivinado, hay risas nerviosas, bloques que se van
deshaciendo pero que antes sueltan su mensaje lo
mejor que pueden. «Cuídate.» «Adiós, cuídate.»




El viejo momento denominado «Nel, majo».




Ahora te deslizas hacia el plan. Llegas al río. Allí en-
ciendes un cigarrillo. Al final de la calle, en la es-
quina, hay una cabina telefónica y esa es la única luz
al final de la calle. Llamas a Barcelona. La descono-
cida contesta el teléfono. Te dice que no irá. Tras
unos segundos, en los cuales dices «bueno», y ella te
remeda, «bueno», preguntas por qué. Te dice que el
domingo irá a Alella y tú dices que ya la llamarás
cuando vayas a Barcelona. Cuelgas y el frío entra en
la cabina, de improviso, cuando pensabas lo siguien-
te: «es como una autobiografía». Ahora te deslizas
por calles retorcidas, qué luminosa puede ser Gero-
na de noche, piensas, apenas hay dos barrenderos
conversando afuera de un bar cerrado y al final de la
calle las luces de un automóvil que desaparece. No
debo tomar, piensas, no debo dormirme, no debo
hacer nada que perturbe el fije. Ahora estás deteni-
do junto al río, en el puente construido por Eiffel,
oculto en el entramado de fierros. Te tocas la cara.
Por el otro puente, el puente llamado de los labios,
oyes pisadas pero cuando buscas a la persona ya no
hay nadie, sólo el murmullo de alguien que baja las
escaleras. Piensas: «así que la desconocida era así y
asá, así que el único desequilibrado soy yo, así que
he tenido un sueño espléndido». El sueño al que te
refieres acaba de cruzar delante de ti, en el instante
sutil en que te concedías una tregua—y por lo tanto
te transparentabas brevemente, como el licenciado
Vidriera—, y consistía en la aparición, en el otro ex-
tremo del puente, de una población de castrados,
comerciantes, profesores, amas de casa, desnudos y
enseñando sus testículos y sus vaginas rebanadas en
las palmas de las manos. Qué sueño más curioso, te
dices. No cabe duda de que quieres darte ánimos.




A través de los ventanales de un restaurante veo al
librero de una de las principales librerías de Gero-
na. Es alto, un poco grueso y tiene el pelo blanco y
las cejas negras. Está de pie en la acera, de espaldas
a mí. Yo estoy sentado en el fondo del restaurante
con un libro sobre la mesa. Al cabo de un rato el li-
brero cruza la calle con pasos lentos, se diría estu-
diados, y la cabeza inclinada. Me pregunto en quién
estará pensando. En cierta ocasión escuché, mien-
tras curioseaba por su establecimiento, que le con-
fesaba a una señora gerundense que él también ha-
bía cometido locuras. Después alcancé a distinguir
palabras sueltas: «trenes», «dos asesinos», «la no-
che del hotel», «un emisario», «tuberías defectuo-
sas», «nadie estaba al otro lado», «la mirada hipoté-
tica de». Llegado a este punto tuve que taparme la
mitad inferior de la cara con un libro para que no
me sorprendieran riéndome. ¿La mirada hipotética
de su novia, de su esposa? ¿La mirada hipotética de
la dueña del hotel? (También puedo preguntarme:
¿la mirada de la pasajera del tren?, ¿la señorita que
iba junto a la ventanilla y vio al vagabundo poner la
cabeza sobre un raíl?) Y finalmente: ¿por qué una
mirada hipotética?
Ahora, en el restaurante, mientras lo veo llegar a
la otra acera y contemplar algo sobre los ventanales,
detrás de los cuales estoy, pienso que tal vez no en-
tendí sus palabras aquel día, en parte por el catalán
cerrado de esta provincia, en parte por la distancia
que nos separaba. Pronto un muchacho horrible reem-
plaza al librero en el espacio que éste ocupaba hace
unos segundos. Luego el muchacho se mueve y el
lugar lo ocupa un perro, luego otro perro, luego una
mujer de unos cuarenta años, rubia, luego el cama-
rero que sale a retirar las mesas porque empieza a
llover.




Ahora llenas la pantalla—una especie de mini pe-
riodo barroco—con la voz de la desconocida ha-
blándote de sus amigos. En realidad tú también co-
noces a esa gente, hace tiempo incluso escribiste
dos o cuatro poemas podridamente cínicos sobre la
relación terapéutica entre tu verga, tu pasaporte y
ellos. Es decir, en la sala de baile fantasmal se reco-
nocían todos los hoyos inmaculados que tú podías
poner, en una esquina, y ellos, los Burgueses de Ca-
lais de sus propios miedos, en la otra. La voz de la
desconocida echa paladas de mierda sobre sus ami-
gos (desde este momento puedes llamarlos los des-
conocidos). Es tan triste. Paisajes satinados donde la
gente se divierte antes de la guerra. La voz de la des-
conocida describe, explica, aventura causas de efec-
tos nunca desastrosos y siempre anémicos. Un pai-
saje que jamás necesitará un termómetro, cenas tan
amables, maneras tan increíbles de despertar por la
mañana. Por favor, sigue hablando, te escucho, di-
ces mientras te escabulles corriendo a través de la
habitación negra, del momento de la cena negra, de
la ducha negra en el baño negro.






LA REALIDAD. Había regresado a Gerona, solo, des-
pués de tres meses de trabajo. No tenía ninguna po-
sibilidad de conseguir otro y tampoco tenía muchas
ganas. La casa, durante mi ausencia, se había llena-
do de telarañas y las cosas parecían recubiertas por
una película verde. Me sentía vacío, sin ganas de es-
cribir y, cuando lo intentaba, incapaz de permane-
cer sentado durante más de una hora ante una hoja
en blanco. Los primeros días ni siquiera me lavaba y
pronto me acostumbré a las arañas. Mi actividad se
reducía a bajar al correo, donde muy rara vez en-
contraba una carta de mi hermana, desde México, y
en ir al mercado a comprar carne de despojos para
la perra.
LA REALIDAD. De alguna manera que no podría
explicar la casa parecía tocada por algo que no tenía
en el momento de ausentarme. Las cosas parecían
más claras, por ejemplo, mi sillón me parecía claro,
brillante, y la cocina, aunque llena de polvo pegado
a costras de grasa, daba una impresión de blancura,
como si se pudiera ver a través de ella. (¿Ver qué?
Nada: más blancura.) De la misma manera, las cosas
eran más excluyentes. La cocina era la cocina y la
mesa era sólo la mesa. Algún día intentaré explicar-
lo, pero si entonces, a los dos días de haber regresa-
do, ponía las manos o los codos sobre la mesa, ex-
perimentaba un dolor agudo, como si estuviera mor-
diendo algo irreparable.




Llama al jefe y dile que ha empezado a nevar. En la
pantalla: la espalda del personaje. Está sentado en el
suelo, las rodillas levantadas; delante, como coloca-
dos allí por él mismo para estudiarlos, vemos un ca-
leidoscopio, un espejo empañado, una desconocida.




EL CALEIDOSCOPIO OBSERVADO. La pasión es geo-
metría. Rombos, cilindros, ángulos latidores. La pa-
sión es geometría que cae al abismo, observada des-
de el fondo del abismo.
LA DESCONOCIDA OBSERVADA. Senos enrojeci-
dos por el agua caliente. Son las seis de la mañana y
la voz en off del hombre todavía dice que la acom-
pañará al tren. No es necesario, dice ella, su cuerpo
que se mueve de espaldas a la cámara. Con gestos
precisos mete su pijama en la maleta, la cierra, coge
un espejo, se mira (allí el espectador tendrá una vi-
sión de su rostro: los ojos muy abiertos, aterroriza-
dos), abre la maleta, guarda el espejo, cierra la male-
ta, se funde...




Esta esperanza yo no la he buscado. Este pabellón
silencioso de la Universidad desconocida.


GERONA, 1981

LOS NEOCHILENOS
a Rodrigo Lira





El viaje comenzó un feliz día de noviembre
Pero de alguna manera el viaje ya había terminado
Cuando lo empezamos.
Todos los tiempos conviven, dijo Pancho Ferri,
El vocalista. O confluyen,
Vaya uno a saber.
Los prolegómenos, no obstante,
Fueron sencillos:
Abordamos con gesto resignado
La camioneta
Que nuestro mánager en un rapto
De locura
Nos había obsequiado
Y enfilamos hacia el norte,
El norte que imanta los sueños
Y las canciones sin sentido
Aparente
De los Neochilenos,
Un norte, ¿cómo te diría?,
Presentido en el pañuelo blanco
Que a veces cubría
Como un sudario
Mi rostro.
Un pañuelo blanco impoluto
O no
En donde se proyectaban
Mis pesadillas nómadas
Y mis pesadillas sedentarias.
Y Pancho Ferri
Preguntó
Si sabíamos la historia
Del Caraculo
Y el Jetachancho
Asiendo con ambas manos
El volante
Y haciendo vibrar la camioneta
Mientras buscábamos la salida
De Santiago,
Haciéndola vibrar como si fuera
El pecho
Del Caraculo
Que soportaba un peso terrible
Para cualquier humano.
Y recordé entonces que el día
Anterior a nuestra partida
Habíamos estado
En el Parque Forestal
De visita en el monumento
A Rubén Darío.
Adiós, Rubén, dijimos borrachos
Y drogados.
Ahora los hechos banales
Se confunden
Con los gritos anunciadores
De sueños verdaderos.
Pero así éramos los Neochilenos,
Pura inspiración
Y nada de método.
Y al día siguiente rodamos
Hasta Pilpilco y Llay Llay
Y pasamos sin detenernos
Por La Ligua y Los Vilos
Y cruzamos el río Petorca
Y el río
Quilimari
Y el Choapa hasta llegar
A La Serena
Y el río Elqui
Y finalmente Copiapó
Y el río Copiapó
En donde nos detuvimos
Para comer empanadas
Frías.
Y Pancho Ferri
Volvió con las aventuras
Intercontinentales
Del Caraculo y del Jetachancho,
Dos músicos de Valparaíso
Perdidos
En el barrio chino de Barcelona.
Y el pobre Caraculo, dijo
El vocalista,
Estaba casado y tenía que
Conseguir plata
Para su mujer y sus hijos
De la estirpe Caraculo,
De tal forma que se puso a traficar
Con heroína
Y un poco de cocaína
Y los viernes algo de éxtasis
Para los súbditos de Venus.
Y poco a poco, obstinadamente,
Empezó a progresar.
Y mientras el Jetachancho
Acompañaba a Aldo Di Pietro,
¿Lo recuerdan?,
En el Café Puerto Rico,
El Caraculo veía crecer
Su cuenta corriente
Y su autoestima.
¿Y qué lección podíamos
Sacar los Neochilenos
De la vida criminal
De aquellos dos sudamericanos
Peregrinos?
Ninguna, salvo que los límites
Son tenues, los límites
Son relativos: gráfilas
De una realidad acuñada
En el vacío.
El horror de Pascal
Mismamente.
Ese horror geométrico
Y oscuro
Y frío
Dijo Pancho Ferri
Al volante de nuestro bólido,
Siempre hacia el
Norte, hasta
Toco
En donde descargamos
La megafonía
Y dos horas después
Estábamos listos para actuar:
Pancho Relámpago
Y los Neochilenos.
Un fracaso pequeño
Como una nuez,
Aunque algunos adolescentes
Nos ayudaron
A volver a meter en la camioneta
Los instrumentos: niños
De Toco
Transparentes como
Las figuras geométricas
De Blaise Pascal.
Y después de Toco, Quillagua,
Hilaricos, Soledad, Ramaditas,
Pintados y Humberstone,
Actuando en salas de fiesta vacías
Y burdeles reconvertidos
En hospitales de Liliput,
Algo muy raro, muy raro que tuvieran
Electricidad, muy
Raro que las paredes
Fueran semisólidas, en fin,
Locales que nos daban
Un poco de miedo
Y en donde los clientes
Estaban encaprichados con
El fist-fucking y el
Feet-fucking,
Y los gritos que salían
De las ventanas y
Recorrían el patio encementado
Y las letrinas al aire libre,
Entre almacenes llenos
De herramientas oxidadas
Y galpones que parecían
Recoger toda la luz lunar,
Nos ponían los pelos
De punta.
¿Cómo puede existir
Tanta maldad
En un país tan nuevo,
Tan poquita cosa?
¿Acaso es éste
El Infierno de las Putas?
Se preguntaba en voz alta
Pancho Ferri.
Y los Neochilenos no sabíamos
Qué responder.
Yo más bien reflexionaba
Cómo podían progresar
Esas variantes neoyorkinas del sexo
En aquellos andurriales
Provincianos.
Y con los bolsillos pelados
Seguimos subiendo:
Mapocho, Negreiros, Santa
Catalina, Tana,
Cuya y
Arica,
En donde tuvimos
Algo de reposo—e indignidades.
Y tres noches de trabajo
En el Camafeo de
Don Luis Sánchez Morales, oficial
Retirado.
Un lugar lleno de mesitas redondas
Y lamparitas barrigonas
Pintadas a mano
Por la mamá de don Luis,
Supongo.
Y la única cosa
Verdaderamente divertida
Que vimos en Arica
Fue el sol de Arica:
Un sol como una estela de
Polvo.
Un sol como arena
O como cal
Arrojada ladinamente
Al aire inmóvil.
El resto: rutina.
Asesinos y conversos
Mezclados en la misma discusión
De sordos y de mudos,
De imbéciles sueltos
Por el Purgatorio.
Y el abogado Vivanco,
Un amigo de don Luis Sánchez,
Preguntó qué mierdas queríamos decir
Con esa huevada de los Neochilenos.
Nuevos patriotas, dijo Pancho,
Mientras se levantaba
De la reunión
Y se encerraba en el baño.
Y el abogado Vivanco
Volvió a enfundar la pistola
En una sobaquera
De cuero italiano,
Un fino detalle de los chicos
De Ordine Nuovo,
Repujada con primor y pericia.
Blanco como la luna
Esa noche tuvimos que meter
Entre todos
A Pancho Ferri en la cama.
Con cuarenta de fiebre
Empezó a delirar:
Ya no quería que nuestro grupo
Se llamara Pancho Relámpago
Y los Neochilenos,
Sino Pancho Misterio
Y los Neochilenos:
El terror de Pascal.
El terror de los vocalistas,
El terror de los viajeros,
Pero jamás el terror
De los niños.
Y un amanecer,
Como una banda de ladrones,
Salimos de Arica
Y cruzamos la frontera
De la República.
Por nuestros semblantes
Hubiérase dicho que cruzábamos
La frontera de la Razón.
Y el Perú legendario
Se abrió ante nuestra camioneta
Cubierta de polvo
E inmundicias,
Como una fruta sin cáscara,
Como una fruta quimérica
Expuesta a las inclemencias
Y a las afrentas.
Una fruta sin piel
Como una adolescente desollada.
Y Pancho Ferri, desde
Entonces llamado Pancho
Misterio, no salía
De la fiebre,
Musitando como un cura
En la parte de atrás
De la camioneta
Los avatares—palabra india—
Del Caraculo y del Jetachancho.
Una vida delgada y dura
Como soga y sopa de ahorcado,
La del Jetachancho y su
Afortunado hermano siamés:
Una vida o un estudio
De los caprichos del viento.
Y los Neochilenos
Actuaron en Tacna,
En Mollendo y Arequipa,
Bajo el patrocinio de la Sociedad
Para el Fomento del Arte
Y la Juventud.
Sin vocalista, tarareando
Nosotros mismos las canciones
O haciendo mmm, mmm, mmmmh,
Mientras Pancho se fundía
En el fondo de la camioneta,
Devorado por las quimeras
Y por las adolescentes desolladas.
Nadir y cenit de un anhelo
Que el Caraculo supo intuir
A través de las lunas
De los narcotraficantes
De Barcelona: un fulgor
Engañoso,
Un espacio diminuto y vacío
Que nada significa,
Que nada vale, y que
Sin embargo se te ofrece
Gratis.
¿Y si no estuviéramos
En el Perú?, nos
Preguntamos una noche
Los Neochilenos.
¿Y si este espacio
Inmenso
Que nos instruye
Y limita
Fuera una nave intergaláctica,
Un objeto volador
No identificado?
¿Y si la fiebre
De Pancho Misterio
Fuera nuestro combustible
O nuestro aparato de navegación?
Y después de trabajar
Salíamos a caminar por
Las calles del Perú:
Entre patrullas militares, vendedores
Ambulantes y desocupados,
Oteando
En las colinas
Las hogueras de Sendero Luminoso,
Pero nada vimos.
La oscuridad que rodeaba los
Núcleos urbanos
Era total.
Esto es como una estela
Escapada de la Segunda
Guerra Mundial
Dijo Pancho acostado
En el fondo de la camioneta.
Dijo: filamentos
De generales nazis como
Reichenau o Model
Evadidos en espíritu
Y de forma involuntaria
Hacia las Tierras Vírgenes
De Latinoamérica:
Un hinterland de espectros
Y fantasmas.
Nuestra casa
Instalada en la geometría
De los crímenes imposibles.
Y por las noches solíamos
Recorrer algunos cabaretuchos:
Las putas quinceañeras
Descendientes de aquellos bravos
De la Guerra del Pacífico
Gustaban escucharnos hablar
Como ametralladoras.
Pero sobre todo
Les gustaba ver a Pancho
Envuelto en varias y coloridas mantas
Y con un gorro de lana
Del altiplano
Encasquetado hasta las cejas
Aparecer y desaparecer
Como el caballero
Que siempre fue,
Un tipo con suerte,
El gran amante enfermo del sur de Chile,
El padre de los Neochilenos
Y la madre del Caraculo y el Jetachancho,
Dos pobres músicos de Valparaíso,
Como todo el mundo sabe.
Y el amanecer solía encontrarnos
En una mesa del fondo
Hablando del kilo y medio de materia gris
Del cerebro de una persona
Adulta.
Mensajes químicos, decía
Pancho Misterio ardiendo de fiebre,
Neuronas que se activan
Y neuronas que se inhiben
En las vastedades de un anhelo.
Y las putitas decían
Que un kilo y medio de materia
Gris
Era bastante, era suficiente, para qué
Pedir más.
Y a Pancho se le caían
Las lágrimas cuando las escuchaba.
Y luego llegó el diluvio
Y la lluvia trajo el silencio
Sobre las calles de Moliendo,
Y sobre las colinas,
Y sobre las calles del barrio
De las putas,
Y la lluvia era el único
Interlocutor.
Extraño fenómeno: los Neochilenos
Dejamos de hablarnos
Y cada uno por su lado
Visitamos los basurales de
La filosofía, las arcas, los
Colores americanos, el estilo inconfundible
De nacer y renacer.
Y una noche nuestra camioneta
Enfiló hacia Lima, con Pancho
Ferri al volante, como en
Los viejos tiempos,
Salvo que ahora una puta
Lo acompañaba.
Una puta delgada y joven,
De nombre Margarita,
Una adolescente sin par,
Habitante de la tormenta
Permanente.
También hubiérase podido
Llamar Sombra
Ágil,
La ramada oscura
Donde curar sus heridas
Pancho pudiera.
Y en Lima leímos a los poetas
Peruanos:
Vallejo, Martín Adán y Jorge Pimentel.
Y Pancho Misterio salió
Al escenario y fue convincente
Y versátil.
Y luego, aún temblorosos
Y sudorosos
Nos contó la historia
De una novela
De un viejo escritor chileno.
Un tragado por el olvido.
Un nec spes nec metus
Dijimos los Neochilenos.
Y Margarita dijo:
Un novelista.
Y el fantasma,
El hoyo doliente
En que todo esfuerzo
Se convierte,
Escribió—parece ser—
Una novela llamada Kundalini,
Y Pancho apenas la recordaba,
Hacía esfuerzos, sus palabras
Hurgaban en una infancia atroz
Llena de amnesia, de pruebas
Gimnásticas y mentiras,
Y así nos la fue contando,
Fragmentada,
El grito Kundalini,
El nombre de una yegua turfista
Y la muerte colectiva en el hipódromo.
Un hipódromo que ya no existe.
Un hueco anclado
En un Chile inexistente
Y feliz.
Y aquella historia tuvo
La virtud de iluminar
Como un paisajista inglés
Nuestro miedo y nuestros sueños
Que marchaban de Este a Oeste
Y de Oeste a Este,
Mientras nosotros, los Neochilenos
Reales
Viajábamos de Sur
A Norte.
Y tan lentos
Que parecía que no nos movíamos.
Y Lima fue un instante
De felicidad,
Breve pero eficaz.
¿Y cuál es la relación, dijo Pancho,
Entre Morfeo, dios
Del sueño
Y morfar, vulgo
Comer?
Sí, eso dijo,
Abrazado por la cintura
De la bella Margarita,
Flaca y casi desnuda
En un bar de Lince, una noche
Leída y partida y
Poseída
Por los relámpagos
De la quimera.
Nuestra necesidad.
Nuestra boca abierta
Por la que entra
La papa
Y por la que salen
Los sueños: estelas
Fósiles
Coloreadas con la paleta
Del apocalipsis.
Sobrevivientes, dijo Pancho
Ferri.
Latinoamericanos con suerte.
Eso es todo.
Y una noche antes de partir
Vimos a Pancho
Y a Margarita
De pie en medio de un lodazal
Infinito.
Y entonces supimos
Que los Neochilenos
Estarían para siempre
Gobernados
Por el azar.
La moneda
Saltó como un insecto
Metálico
De entre sus dedos:
Cara, al sur,
Cruz, al norte,
Y luego nos subimos todos
A la camioneta
Y la ciudad
De las leyendas
Y del miedo
Quedó atrás.
Un feliz día de enero
Cruzamos
Como hijos del Frío,
Del Frío Inestable
O del Ecce Homo,
La frontera con Ecuador.
Por entonces Pancho tenía
28 ó 29 años
Y pronto moriría.
Y 17 Margarita.
Y ninguno de los Neochilenos
Pasaba de los 22.





BLANES, 1993

UN PASEO POR LA LITERATURA
para Rodrigo Pinto y Andrés Neuman







1. Soñé que Georges Perec tenía tres años y visita-
ba mi casa. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que era
un niño precioso.



2. A medio hacer quedamos, padre, ni cocidos ni
crudos, perdidos en la grandeza de este basural in-
terminable, errando y equivocándonos, matando y
pidiendo perdón, maniacos depresivos en tu sueño,
padre, tu sueño que no tenía límites y que hemos
desentrañado mil veces y luego mil veces más, como
detectives latinoamericanos perdidos en un laberin-
to de cristal y barro, viajando bajo la lluvia, viendo
películas donde aparecían viejos que gritaban ¡tor-
nado! ¡tornado!, mirando las cosas por última vez,
pero sin verlas, como espectros, como ranas en el
fondo de un pozo, padre, perdidos en la miseria de
tu sueño utópico, perdidos en la variedad de tus vo-
ces y de tus abismos, maniacos depresivos en la ina-
barcable sala del Infierno donde se cocina tu Hu-
mor.





3. A medio hacer, ni crudos ni cocidos, bipolares
capaces de cabalgar el huracán.



4. En estas desolaciones, padre, donde de tu risa
sólo quedaban restos arqueológicos.



5. Nosotros, los nec spes nec metus.





6. Y alguien dijo:


Hermana de nuestra memoria feroz,
sobre el valor es mejor no hablar.
Quien pudo vencer el miedo
se hizo valiente para siempre.
Bailemos, pues, mientras pasa la noche
como una gigantesca caja de zapatos
por encima del acantilado y la terraza,
en un pliegue de la realidad, de lo posible,
en donde la amabilidad no es una excepción.
Bailemos en el reflejo incierto
de los detectives latinoamericanos,
un charco de lluvia donde se reflejan nuestros rostros
cada diez años.


Después llegó el sueño.





7. Soñé entonces que visitaba la mansión de Alonso
de Ercilla. Yo tenía sesenta años y estaba despeda-
zado por la enfermedad (literalmente me caía a pe-
dazos). Ercilla tenía unos noventa y agonizaba en
una enorme cama con dosel. El viejo me miraba des-
deñoso y después me pedía un vaso de aguardiente.
Yo buscaba y rebuscaba el aguardiente pero sólo
encontraba aperos de montar.





8. Soñé que iba caminando por el Paseo Marítimo
de Nueva York y veía a lo lejos la figura de Manuel
Puig. Llevaba una camisa celeste y unos pantalones
de lona ligera, azul claro o azul oscuro, depende.



9. Soñé que Macedonio Fernández aparecía en el
cielo de Nueva York en forma de nube: una nube sin
nariz ni orejas, pero con ojos y boca.





10. Soñé que estaba en un camino de África que de
pronto se transformaba en un camino de México.
Sentado en un farellón, Efraín Huerta jugaba a los
dados con los poetas mendicantes del DF.



11. Soñé que en un cementerio olvidado de África
encontraba la tumba de un amigo cuyo rostro ya no
podía recordar.





12. Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi
casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero.
Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién es-
taba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con
una botella de vino, un paquete de comida y un che-
que de la Universidad Desconocida.





13. Soñé que leía a Stendhal en la Estación Nuclear
de Civitavecchia: una sombra se deslizaba por la ce-
rámica de los reactores. Es el fantasma de Stendhal
decía un joven con botas y desnudo de cintura para
arriba. ¿Y tú quién eres?, le pregunté. Soy el yonqui
de la cerámica, el húsar de la cerámica y de la mier-
da, dijo.





14. Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la
revolución antes de hacerla y decidía volver a casa. Al
intentar meterme en la cama encontraba a De Quin-
cey durmiendo. Despierte, don Tomás, le decía, ya
va a amanecer, tiene que irse. (Como si De Quincey
fuera un vampiro.) Pero nadie me escuchaba y volvía
a salir a las calles oscuras de México DF.





15. Soñé que veía nacer y morir a Aloysius Bertrand
el mismo día, casi sin intervalo de tiempo, como si
los dos viviéramos dentro de un calendario de pie-
dra perdido en el espacio.



16. Soñé que era un detective viejo y enfermo. Tan
enfermo que literalmente me caía a pedazos. Iba tras
las huellas de Gui Rosey. Caminaba por los barrios
de un puerto que podía ser Marsella o no. Un viejo
chino afable me conducía finalmente a un sótano.
Esto es lo que queda de Rosey, decía. Un pequeño
montón de cenizas. Tal como está, podría ser Li Po,
le contestaba.



17. Soñé que era un detective viejo y enfermo y que
buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me mi-
raba casualmente en un espejo y reconocía a Rober-
to Bolaño.





18. Soñé que Archibald McLeish lloraba—apenas
tres lágrimas—en la terraza de un restaurante de
Cape Code. Era más de medianoche y pese a que yo
no sabía cómo volver terminábamos bebiendo y
brindando por el Indómito Nuevo Mundo.



19. Soñé con los Fiambres y las Playas Olvidadas.



20. Soñé que el cadáver volvía a la Tierra Prometida
montado en una Legión de Toros Mecánicos.





21. Soñé que tenía catorce años y que era el último
ser humano del Hemisferio Sur que leía a los her-
manos Goncourt.



22. Soñé que encontraba a Gabriela Mistral en una
aldea africana. Había adelgazado un poco y adqui-
rido la costumbre de dormir sentada en el suelo con
la cabeza sobre las rodillas. Hasta los mosquitos pa-
recían conocerla.



23. Soñé que volvía de África en un autobús lleno de
animales muertos. En una frontera cualquiera apa-
recía un veterinario sin rostro. Su cara era como un
gas, pero yo sabía quién era.





24. Soñé que Philip K. Dick paseaba por la Estación
Nuclear de Civitavecchia.



25. Soñé que Arquíloco atravesaba un desierto de
huesos humanos. Se daba ánimos a sí mismo: «Va-
mos, Arquíloco, no desfallezcas, adelante, adelan-
te.»






26. Soñé que tenía quince años y que iba a la casa de
Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie,
apoyado en una pared negra. ¿Adonde vas, Bolaño?,
decía. Lejos del Hemisferio Sur, le contestaba.



27. Soñé que tenía quince años y que, en efecto, me
marchaba del Hemisferio Sur. Al meter en mi mo-
chila el único libro que tenía (Trilce, de Vallejo),
éste se quemaba. Eran las siete de la tarde y yo arro-
jaba mi mochila chamuscada por la ventana.





28. Soñé que tenía dieciséis y que Martín Adán me
daba clases de piano. Los dedos del viejo, largos
como los del Fantástico Hombre de Goma, se hun-
dían en el suelo y tecleaban sobre una cadena de
volcanes subterráneos.





29. Soñé que traducía a Virgilio con una piedra. Yo
estaba desnudo sobre una gran losa de basalto y el
sol, como decían los pilotos de caza, flotaba peli-
grosamente a las 5.



30. Soñé que estaba muriéndome en un patio africa-
no y que un poeta llamado Paulin Joachim me habla-
ba en francés (sólo entendía fragmentos como «el
consuelo», «el tiempo», «los años que vendrán»)
mientras un mono ahorcado se balanceaba de la
rama de un árbol.





31. Soñé que la Tierra se acababa. Y que el único ser
humano que contemplaba el final era Franz Kafka.
En el cielo los Titanes luchaban a muerte. Desde un
asiento de hierro forjado del parque de Nueva York
Kafka veía arder el mundo.



32. Soñé que estaba soñando y que volvía a mi casa
demasiado tarde. En mi cama encontraba a Mario de
Sá-Carneiro durmiendo con mi primer amor. Al des-
taparlos descubría que estaban muertos y mordién-
dome los labios hasta hacerme sangre volvía a los
caminos vecinales.



33. Soñé que Anacreonte construía su castillo en la
cima de una colina pelada y luego lo destruía.





34. Soñé que era un detective latinoamericano muy
viejo. Vivía en Nueva York y Mark Twain me con-
trataba para salvarle la vida a alguien que no tenía
rostro. Va a ser un caso condenadamente difícil, se-
ñor Twain, le decía.



35. Soñé que me enamoraba de Alice Sheldon. Ella
no me quería. Así que intentaba hacerme matar en
tres continentes. Pasaban los años. Por fin, cuando
ya era muy viejo, ella aparecía por el otro extremo
del Paseo Marítimo de Nueva York y mediante se-
ñas (como las que hacían en los portaaviones para
que los pilotos aterrizaran) me decía que siempre
me había querido.




36. Soñé que hacía un 69 con Anais Nin sobre una
enorme losa de basalto.



37. Soñé que follaba con Carson McCullers en una
habitación en penumbras en la primavera de 1981.
Y los dos nos sentíamos irracionalmente felices.





38. Soñé que volvía a mi viejo Liceo y que Alphonse
Daudet era mi profesor de francés. Algo impercepti-
ble nos indicaba que estábamos soñando. Daudet mi-
raba a cada rato por la ventana y fumaba la pipa de
Tartarín.



39. Soñé que me quedaba dormido mientras mis com-
pañeros de Liceo intentaban liberar a Robert Desnos
del campo de concentración de Terezin. Cuando des-
pertaba una voz me ordenaba que me pusiera en mo-
vimiento. Rápido, Bolaño, rápido, no hay tiempo que
perder. Al llegar sólo encontraba a un viejo detective
escarbando en las ruinas humeantes del asalto.





40. Soñé que una tormenta de números fantasmales
era lo único que quedaba de los seres humanos tres
mil millones de años después de que la Tierra hu-
biera dejado de existir.



41. Soñé que estaba soñando y que en los túneles de
los sueños encontraba el sueño de Roque Dalton: el
sueño de los valientes que murieron por una quime-
ra de mierda.






42. Soñé que tenía dieciocho años y que veía a mi
mejor amigo de entonces, que también tenía diecio-
cho, haciendo el amor con Walt Whitman. Lo hacían
en un sillón, contemplando el atardecer borrascoso
de Civitavecchia.



43. Soñé que estaba preso y que Boecio era mi com-
pañero de celda. Mira, Bolaño, decía extendiendo la
mano y la pluma en la semioscuridad: ¡no tiemblan!,
¡no tiemblan! (Después de un rato, añadía con voz
tranquila: pero temblarán cuando reconozcan al ca-
brón de Teodorico.)



44. Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes
de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bos-
que.





45. Soñé que Pascal hablaba del miedo con palabras
cristalinas en una taberna de Civitavecchia: «Los mi-
lagros no sirven para convertir, sino para condenar»,
decía.





46. Soñé que era un viejo detective latinoamericano
y que una Fundación misteriosa me encargaba en-
contrar las actas de defunción de los Sudacas Vola-
dores. Viajaba por todo el mundo: hospitales, cam-
pos de batalla, pulquerías, escuelas abandonadas.



47. Soñé que Baudelaire hacía el amor con una som-
bra en una habitación donde se había cometido un
crimen. Pero a Baudelaire no le importaba. Siempre
es lo mismo, decía.





48. Soñé que una adolescente de dieciséis años en-
traba en el túnel de los sueños y nos despertaba con
dos tipos de vara. La niña vivía en un manicomio y
poco a poco se iba volviendo más loca.



49. Soñé que en las diligencias que entraban y salían
de Civitavecchia veía el rostro de Marcel Schwob.
La visión era fugaz. Un rostro casi translúcido, con
los ojos cansados, apretado de felicidad y de dolor.





50. Soñé que después de la tormenta un escritor
ruso y también sus amigos franceses optaban por la
felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien
se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.



51. Soñé que los soñadores habían ido a la guerra
florida. Nadie había regresado. En los tablones de
cuarteles olvidados en las montañas alcancé a leer
algunos nombres. Desde un lugar remoto una voz
transmitía una y otra vez las consignas por las que
ellos se habían condenado.





52. Soñé que el viento movía el letrero gastado de
una taberna. En el interior James Mathew Barrie ju-
gaba a los dados con cinco caballeros amenazantes.



53. Soñé que volvía a los caminos, pero esta vez ya
no tenía quince años sino más de cuarenta. Sólo po-
seía un libro, que llevaba en mi pequeña mochila.
De pronto, mientras iba caminando, el libro comen-
zaba a arder. Amanecía y casi no pasaban coches.
Mientras arrojaba la mochila chamuscada en una
acequia sentí que la espalda me escocía como si tu-
viera alas.





54. Soñé que los caminos de África estaban llenos
de gambusinos, bandeirantes, sumulistas.



55. Soñé que nadie muere la víspera.





56. Soñé que un hombre volvía la vista atrás, sobre
el paisaje anamórfico de los sueños, y que su mirada
era dura como el acero pero igual se fragmentaba en
múltiples miradas cada vez más inocentes, cada vez
más desvalidas.



57. Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba
desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo toma-
ba en brazos, le compraba golosinas, libros para pin-
tar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva
York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía
a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para
cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matar-
te. Después se ponía a llover y volvíamos tranquila-
mente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?




BLANES, 1994

No hay comentarios: