domingo, 23 de noviembre de 2008

Bolaño, Entre Parentesis.


ENTRE PARENTESIS
Roberto Bolaño




Roberto Bolaño durante su última visita a Chile.


Fuera de serie


"Entre paréntesis" representa, en cierto modo, el inicio de la cuenta regresiva para la esperada aparición de la obra mayor de Roberto Bolaño, "2666", que Editorial Anagrama tiene prevista para noviembre próximo.
La novela será publicada en un solo volumen de más de mil páginas, para luego aparecer -en la edición de bolsillo- dividida en las cinco partes que la conforman.
Inspirada en la serie de asesinatos de mujeres que, durante más de una década, ha asolado a la región mexicana de Sonora, la obra constituía para Bolaño la "gran novela acerca del mal", y ha de confirmar a su autor -en palabras de Ignacio Echevarría- "como un novelista absolutamente fuera de serie, decisivo".

La compilación reúne las columnas que el autor de "Los detectives salvajes" escribió en este diario, además de artículos y discursos dispersos, y una sorprendente entrevista que concedió, poco antes de morir, a la revista "Playboy".

En julio del 2000, Roberto Bolaño aceptó la idea de colaborar en este diario, enviando artículos que hablaran básicamente de literatura. Él mismo resumió así su proyecto: "A mí me gustaría tener una columna en donde pueda hablar del más desconocido poeta provenzal o del más conocido novelista polaco, todo lo cual en Santiago sonará por igual a chino". El celebrado autor de "Los detectives salvajes" deseaba, además, conformar un libro con las crónicas que lograra reunir "de aquí a un tiempo", pero su prematura muerte -ocurrida en julio del año pasado- le impidió cumplir personalmente con ese objetivo.
Ahora, Editorial Anagrama completa la tarea: el prestigioso sello español lanza esta semana, coincidiendo con la Feria del Libro de Madrid, el volumen "Entre paréntesis", que es la compilación de aquellas columnas, además de una serie de artículos publicados por Bolaño en diferentes medios de prensa y de discursos que pronunció en diversos encuentros literarios.
Aunque el título del libro corresponde al nombre que encabezaba las columnas de Bolaño en "Las Últimas Noticias", resulta pertinente consignar -como lo señala el crítico Ignacio Echevarría, encargado de la labor de recopilación y ordenamiento de los materiales- que los textos fueron escritos "entre paréntesis" de la actividad creadora principal del autor, quien al morir trabajaba en la culminación de su monumental novela "2666".
"Entre paréntesis" abre sus más de trescientas páginas con el "Autorretrato" que Bolaño escribió en 1998 a propósito de la concesión del Premio Rómulo Gallegos por "Los detectives salvajes", y continúa con tres discursos "insufribles", calificativo que Echevarría les ha adjudicado por su afinidad con el aire provocador de las conferencias incluidas por el mismo Bolaño al final de su libro póstumo "El gaucho insufrible".
Otra sección del libro, titulada "Fragmentos de un regreso al país natal", está constituida por textos en los que Bolaño habla sobre Chile, principalmente a partir de su primer viaje al país, en 1998, después de veinticinco años de ausencia. Aquí, el autor de "Nocturno de Chile" aborda temas que van desde la poesía de Nicanor Parra -por quien siempre confesó una franca admiración- hasta el polémico Premio Nacional de Literatura, pasando por una crónica amarga y dura de cierta cena a la que asistió en casa de Diamela Eltit y Jorge Arrate.
Entre las cerca de sesenta crónicas que Bolaño publicó en este diario, y que conforman la parte medular del volumen, destaca la inclusión de "Jim", que posteriormente aparecería -por decisión del autor- como uno de los cinco relatos de "El gaucho insufrible". Según Echevarría, "me gusta la idea de que se reconozca la porosidad entre los cuentos de Bolaño y sus columnas, y, en ese sentido, ‘Jim’ desempeña una función estratégica dentro del libro".
Otros textos recopilados en "Entre paréntesis" dan cuenta de los puntos esenciales de la formación literaria de Bolaño, quien incluso ofrece mordaces consejos a quienes quieran dedicarse al arte de escribir cuentos, además de una visión personal acerca de su premiada novela "Los detectives salvajes".
El libro -definido por Echevarría como "un suculento dietario de lecturas, amistades, paseos y remembranzas"- cierra con una extensa y sorprendente entrevista que Bolaño concedió, poco antes de morir, a la edición mexicana de la revista "Playboy", de la cual reproducimos -en la página de enfrente- algunos fragmentos.



Ocho segundos de Nicanor Parra*
Miércoles 25 de abril de 2001




Sólo estoy seguro de una cosa con respecto a la poesía de Nicanor Parra en este nuevo siglo: pervivirá. Esto, por supuesto, significa muy poco y Parra es el primero en saberlo. No obstante, pervivirá, junto con la poesía de Borges, de Vallejo, de Cernuda y algunos otros. Pero esto, es necesario decirlo, no importa demasiado.
La apuesta de Parra, la sonda que proyecta Parra hacia el futuro, es demasiado compleja para ser tratada aquí. También: es demasiado oscura. Posee la oscuridad del movimiento. El actor que habla o que gesticula, sin embargo, es perfectamente visible. Sus atributos, sus ropajes, los símbolos que lo acompañan como tumores son corrientes: es el poeta que duerme sentado en una silla, el galán que se pierde en un cementerio, el conferenciante que se mesa los cabellos hasta arrancárselos, el valiente que se atreve a orinar de rodillas, el eremita que ve pasar los años, el estadístico atribulado. No estaría de más que para leer a Parra uno contestara la pregunta que se hace y nos hace Wittgenstein: "¿Esta mano es una mano o no es una mano?". (La pregunta debe uno hacérsela mirando su propia mano).
Me pregunto quién escribirá ese libro que Parra tenía pensado y que nunca escribió: una historia de la segunda guerra mundial contada o cantada batalla tras batalla, campo de concentración tras campo de concentración, exhaustivamente, un poema que de alguna forma se convertía en el reverso instantáneo del "Canto general" de Neruda y del que Parra sólo conserva un texto, el "Manifiesto", en donde expone su ideario poético, un ideario que el mismo Parra ha ignorado cuantas veces ha creído necesario, entre otras cosas porque para eso, precisamente, están los idearios: para dar una vaga idea del territorio inexplorado en el que se internan, y no muy a menudo, los escritores verdaderos, pero que a la hora de los riesgos y peligros concretos sirve de muy poco.
El que sea valiente que siga a Parra. Sólo los jóvenes son valientes, sólo los jóvenes tienen el espíritu puro entre los puros. Pero Parra no escribe una poesía juvenil. Parra no escribe sobre la pureza. Sobre el dolor y la soledad sí que escribe; sobre los desafíos inútiles y necesarios; sobre las palabras condenadas a disgregarse así como también la tribu está condenada a disgregarse. Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado. El poeta mexicano Mario Santiago, hasta donde sé, fue el único que hizo una lectura lúcida de su obra. Los demás sólo hemos visto un meteorito oscuro. Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida.
Hay momentos en la travesía de un poeta en la que a éste no le queda más remedio que improvisar. Aunque el poeta sea capaz de recitar de memoria a Gonzalo de Berceo o conozca como nadie los heptasílabos y endecasílabos de Garcilaso, hay momentos en que lo único que puede hacer es arrojarse al abismo o enfrentarse desnudo ante un clan de chilenos aparentemente educados. Por supuesto, hay que saber atenerse a las consecuencias. Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida.
Un apunte político: Parra ha conseguido sobrevivir. No es gran cosa, pero algo es. No han podido con él ni la izquierda chilena de convicciones profundamente derechistas ni la derecha chilena neonazi y ahora desmemoriada. No han podido con él la izquierda latinoamericana neostalinista ni la derecha latinoamericana ahora globalizada y hasta hace poco cómplice silenciosa de la represión y el genocidio. No han podido con él ni los mediocres profesores latinoamericanos que pululan por los campus de las universidades norteamericanas ni los zombis que pasean por la aldea de Santiago. Ni siquiera los seguidores de Parra han podido con Parra. Es más, yo diría, llevado seguramente por el entusiasmo, que no sólo Parra, sino también sus hermanos, con Violeta a la cabeza, y sus rabelesianos padres, han llevado a la práctica una de las máximas ambiciones de la poesía de todos los tiempos: joderle la paciencia al público.
Versos tomados al azar. Es un error creer que las estrellas puedan servir para curar el cáncer, dijo Parra. Tiene más razón que un santo. A propósito de escopeta, les recuerdo que el alma es inmortal, dijo Parra. Tiene más razón que un santo. Y así podríamos seguir hasta que no quedara nadie. Les recuerdo, de todas maneras, que Parra también es escultor. O artista visual. Estas puntualizaciones son perfectamente inútiles. Parra también es crítico literario. Una vez resumió en tres versos toda la historia de la literatura chilena. Son estos: "Los cuatro grandes poetas de Chile/ Son tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío".
La poesía de las primeras décadas del siglo XXI será una poesía híbrida, como ya lo está siendo la narrativa. Posiblemente nos encaminamos, con una lentitud espantosa, hacia nuevos temblores formales. En ese futuro incierto nuestros hijos contemplarán el encuentro sobre una mesa de operaciones del poeta que duerme en una silla con el pájaro negro del desierto, aquel que se alimenta de los parásitos de los camellos. En cierta ocasión, en los últimos años de su vida, Breton habló de la necesidad de que el surrealismo pasara a la clandestinidad, se sumergiera en las cloacas de las ciudades y de las bibliotecas. Luego no volvió a tocar nunca más el tema. No importa quien lo dijo:
La hora de sentar cabeza no llegará jamás.
*Prólogo del catálogo de la exposición de Parra que se inaugura
hoy en Madrid.


Braque: el día y la noche
Miércoles 2 de mayo de 2001

Braque tenía 70 años, en 1952, cuando apareció en Gallimard "El día y la noche", libro de menos de cien páginas que ahora edita en español la editorial El Acantilado.
Lo menos que se puede decir es que se trata de un libro precioso, en el sentido literal de la palabra, hecho de anotaciones, pensamientos, aforismos que el pintor va desgranando desde 1917 hasta 1952 y que obviamente no constituye la principal de sus ocupaciones sino más bien todo lo contrario, y precisamente es esto lo que lo hace tan interesante, lo que le concede al libro el halo de ocupación secreta, no excluyente pero exigentísima.
Braque, junto con Juan Gris y Picasso, formó la santísima trinidad del cubismo, en donde el rol de Dios padre perteneció íntegramente a Picasso y el rol del hijo, un hijo hasta hoy un tanto incomprendido, al sorprendente Juan Gris, que en otra obra de teatro hubiera podido interpretar sin ningún problema a un cíclope, mientras el destino le reservaba a él, el único francés del trío, el papel del Espíritu Santo, que es, como se sabe, el más difícil de todos y el que menos aplausos arranca al público. "El día y la noche" así parece atestiguarlo, con apuntes de este calibre: "En arte sólo es válido un argumento, el que no puede explicarse". "El artista no es un incomprendido, es un desconocido. Se le explota sin saber quién es". "Nunca hallaremos reposo: el presente es perpetuo".
Algunos de sus atisbos, como los de Duchamp o Satie, son infinitamente superiores a los de muchos escritores de su época, incluso a algunos cuya principal ocupación era la de pensar y reflexionar: "Cada época limita sus propias aspiraciones. De ahí surge, no sin complicidad, la ilusión por el progreso". "Pensándolo bien, prefiero quienes me explotan a quienes me imitan. Los primeros tienen algo que enseñarme". "La acción es una cadena de actos desesperados que permite mantener la esperanza". "Es un error encerrar el inconsciente en un cerco y situarlo en los confines de la razón". "Hay que escoger: una cosa no puede ser verdadera y verosímil a un mismo tiempo".
Humorista y desesperanzado al mismo tiempo (de la misma manera en que es religioso y materialista, o de la manera en que parece moverse demasiado aprisa cuando en realidad permanece inmóvil como una montaña o una tortuga), Braque nos ofrece estas joyas: "Recuerdo de 1914: a Joffre sólo le preocupaba reconstruir los cuadros de batallas pintados por Vernet". "Lo único que nos queda es eso que no nos quitan, y es lo mejor que poseemos". "Con la edad, el arte y la vida se funden en una sola cosa". "Tan sólo quien sabe lo que quiere se equivoca".
El libro se cierra con un apéndice de no poco interés, el casi-manifiesto "Pensamientos y reflexiones sobre la pintura", publicado en el número 10 de "Nord-Sud", en 1917. Pero yo prefiero despedirme de este libro magnífico con uno de sus muchos hallazgos: "Desconfiemos: el talento es prestigioso".

Il Sodoma
Miércoles 9 de mayo de 2001

Giovanni Antonio Bazzi, llamado Il Sodoma, nació en 1477 y murió en 1549. La primera noticia que tuve de él se la debo a Pere Gimferrer, que además de ser un gran poeta lo ha leído prácticamente todo. Hablábamos de un cuento llamado "Sodoma" y Gimferrer me preguntó si el tema era sobre la ciudad bíblica o sobre el pintor. Sobre la ciudad, por supuesto, le contesté. Jamás había oído hablar de un pintor llamado Sodoma.
Por un momento pensé que se trataba de una broma de Gimferrer, pero no, Il Sodoma había existido e incluso Giorgio Vasari le dedicaba unas páginas en su libro canónico, el monumental "La vite dei piu eccellenti architetti, pittori et scultori italiani". Su nombre, el Sodoma, alude claramente a sus gustos sexuales.
Se dice que los niños le gritaban Sodoma cuando Il Sodoma volvía a su taller, y después fueron las mujeres, las lavanderas de Siena quienes lo llamaban, entre risas, Sodoma, y pronto todo el mundo lo conoció por ese nombre, un nombre ciertamente violento, brutal, que se correspondía de alguna manera con la pintura de Il Sodoma, hasta el punto en que un día Bazzi empezó a firmar sus lienzos con ese apodo, que asumió con orgullo y con ese espíritu carnavalesco que lo acompañó durante toda su vida.
Su casa, que también era su taller, se asemejaba, más que a una casa y a un taller de pintor renacentista, a un zoológico. Tras la puerta había un pasillo oscuro, grande como para que cupiera un carro de caballos, y luego había un cuervo que hablaba y que anunciaba al visitante que había traspuesto el umbral de la casa de Il Sodoma. El cuervo decía "Sodoma, Sodoma, Sodoma", y también decía "visita, visita, visita".
El cuervo a veces estaba en una jaula y otras veces en libertad. También había un mono, que se movía por el patio interior y entraba y salía por las ventanas, y que Il Sodoma seguramente había comprado a algún viajero de África, además de un burro (un burro teológico, decía su dueño) y un caballo y multitud de gatos y perros, aparte de pájaros de muchas especies dentro de jaulas que colgaban de los muros y paredes del interior de la casa. Se dice que tenía un tigre o un tigrillo, pero esto es dudoso.
El animal más extraordinario, sin embargo, era el cuervo, a quien todos los visitantes de Il Sodoma querían oír hablar. Este cuervo a veces se sumía en un mutismo obstinado, durante días, y otras veces era capaz de recitar versos de Cavalcanti. Nunca, que se sepa, dejó de cumplir con su labor de portero, y de esta manera los vecinos se enteraban de las visitas nocturnas que recibía el pintor, por los gritos del cuervo que los sobresaltaba en la madrugada, pronunciando guturalmente, con un deje entre irónico y angustioso, la palabra Sodoma.
Il Sodoma fue un humorista y su obra pictórica, desperdigada en galerías de Siena, Londres, París, Nueva York, tiene los colores rotundos del inicio de un carnaval antes de que la borrachera, el exceso y el cansancio los difuminen. Yo sólo he visto uno de sus cuadros. Fue en Florencia, en la Galería degli Uffizi. Vasari tenía razón, hay algo de brutal en él, pero también hay una nobleza de corazón que hemos perdido. En la Villa Farnesina de Roma hay unos frescos suyos, que no conozco pero que la crítica considera excelentes.

Autores que se alejan
Miércoles 16 de mayo de 2001

Hace unos días, con Juan Villoro nos pusimos a recordar a aquellos autores que habían sido importantes en nuestra juventud y que hoy han caído en una suerte de olvido, aquellos autores que gozaron en su momento de muchos lectores y que hoy sufren la ingratitud de esos mismos lectores y que para colmo de males no han conseguido interesar a los lectores de una nueva generación.
Pensamos, por supuesto, en Henry Miller, que en su día tuvo una gran difusión en España, y cuyo nombre estaba en boca de todos, pero cuya fama tal vez obedecía a un equívoco: es probable que más de la mitad de los que compraron sus libros lo hicieran esperando encontrar a un pornógrafo, algo que en cierta manera se justificaba y era una necesidad en la España que emergía después de cuarenta años de censura frailuna y franquista.
En el otro extremo recordamos a Artaud, puro nervio ascético, que en su día también tuvo buenas ventas, y no pocos admiradores españoles y mexicanos, y que si uno comete hoy el error de preguntarle a una persona menor de treinta años por su nombre seguramente recibirá una respuesta desoladora. Ya ni siquiera aquellos que están interesados por el cine saben quién era Antonin Artaud, lo que es igual de grave.
Lo mismo sucede con Macedonio Fernández: sus libros, salvo en Argentina, supongo, no se encuentran en las librerías. Y con Felisberto Hernández, que en los setenta tuvo un pequeño boom, pero cuyos relatos hoy sólo es posible encontrarlos tras mucho buscar en librerías de viejo. Doy por descontado que la suerte de Felisberto en Uruguay y Argentina debe ser diferente, lo que nos lleva a un problema aún peor que el olvido: el provincianismo en que el mercado del libro concentra y encarcela a la literatura de nuestra lengua, y que explicado de forma sencilla viene a decir que los autores chilenos sólo interesan en Chile, los mexicanos en México y los colombianos en Colombia, como si cada país hispanoamericano hablara una lengua distinta o como si el placer estético de cada lector hispanoamericano obedeciera, antes que nada, a unos referentes nacionales, es decir, provincianos, algo que no sucedía en la década del sesenta, por ejemplo, cuando surgió el boom, ni, pese a la mala distribución, en la década de los cincuenta o cuarenta.
Pero, en fin, de esto no hablábamos con Villoro, sino de otros escritores, escritores como Henry Miller o Artaud o B. Traven o Tristan Tzara, escritores que contribuyeron a nuestra educación sentimental y que ahora ya no es posible encontrarlos en los fondos de las librerías por la sencilla razón de que casi no tienen nuevos lectores. Y también de aquellos más jóvenes, escritores de nuestra generación, como Sophie Podolski o como Mathieu Messagier, que fueron unos jóvenes absolutamente maravillosos y de gran talento y a quienes ya no sólo no es posible encontrar en las librerías sino que tampoco en los buscadores de internet, lo que ya es mucho decir, como si nunca hubieran existido o como si los hubiéramos imaginado nosotros.
La respuesta a este reflujo de escritores, sin embargo, es muy sencilla. Así como el amor se mueve con una mecánica similar a la del mar, como decía el poeta nicaragüense Martínez Rivas, así también se mueven los escritores, y un día aparecen y luego desaparecen y luego, quién sabe, vuelven a aparecer. Y si no vuelven a aparecer tampoco importa tanto porque ellos, de alguna manera secreta, ya son nosotros.

Philip K. Dick
Miércoles 23 de mayo de 2001

Con Rodrigo Fresán largamente hemos hablado de Philip K. Dick, sin llegar a agotar jamás el tema, en bares y restaurantes de Barcelona o en nuestras respectivas casas.
Estas son algunas de las conclusiones a las que hemos llegado: Dick era un esquizofrénico. Dick era un paranoico. Dick es uno de los diez mejores escritores del siglo XX en Estados Unidos, que no es decir poco. Dick era una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia.
Dick, en "El hombre en el castillo", nos habla, como luego sería frecuente en él, de lo alterable que puede ser la realidad y de lo alterable que, por lo tanto, puede ser la historia. Dick es Thoreau más la muerte del sueño americano. Dick escribe, en ocasiones, como un prisionero porque realmente, ética y estéticamente, es un prisionero. Dick es quien de manera más efectiva, en "Ubik", se acerca a la conciencia o a los retazos de conciencia del ser humano, y su puesta en escena, el acoplamiento entre lo que cuenta y la estructura de lo contado, es más brillante que en algunos experimentos sobre el mismo fenómeno debidos a las plumas de Pynchon o DeLillo. Dick es el primero, literariamente, en hablar con elocuencia de la conciencia virtual. Dick es el primero, y si no el primero, el mejor, en hablar sobre la percepción de la velocidad, la percepción de la entropía, la percepción del ruido del universo, en "Tiempo de Marte", donde un niño autista, como un Jesucristo mudo del futuro, se dedica a sentir y a sufrir la paradoja del tiempo y del espacio, la muerte a la que todos estamos abocados. Dick, pese a todo, no pierde en ningún momento el sentido del humor y por lo tanto no es un descendiente de Melville sino un descendiente de Twain, aunque Fresán, que sabe más de Dick que yo, oponga algún reparo.
Para Dick todo arte es política. No olvidar eso. Dick es posiblemente uno de los autores más plagiados del siglo XX. Para Fresán, "La flecha del tiempo", de Martin Amis, es un plagio descarado de "El mundo contra reloj". Yo prefiero creer que Amis rinde con esta novela un tributo a Dick o a algún antecesor del mismo Dick (no olvidemos que su padre, el poeta Kingsley Amis, también cultivó la ciencia ficción y fue un gran lector de este género).
Dick es el escritor norteamericano de estos últimos años (junto a Burroughs) que más ha influido en poetas, novelistas y ensayistas no norteamericanos. Dick es bueno incluso cuando es malo y me pregunto, aunque ya sé la respuesta, de qué escritor latinoamericano se podría decir lo mismo. Dick expresa el dolor de forma tan contundente como Carson McCullers. Sin embargo "Sivainvi" es más inquietante que cualquier novela de McCullers. Dick parece, en determinadas ocasiones, el rey de los mendigos, y en otras el millonario oculto y misterioso, y con esto quizá nos quiso decir que ambos papeles son en realidad uno solo. Dick escribió "Dr. Bloodmoney", que es una obra maestra, y revolucionó la nueva narrativa norteamericana, en 1962, con "El hombre en el castillo", pero también escribió novelas que nada tienen que ver con la ciencia ficción, como las "Confesiones de un artista de mierda", escrita en 1959 y publicada en 1975, lo que demuestra bien a las claras el afecto que la industria editorial norteamericana le profesaba.
Hay tres imágenes del Dick real que siempre llevaré conmigo, junto a sus innumerables libros. Primera imagen: Dick y todos sus matrimonios, ese gasto incesante en divorcios californianos. Segunda imagen: Dick y algunos miembros del Black Panther que lo visitan en su casa, con un automóvil del FBI detenido en la acera de enfrente. Tercera imagen: Dick y su hijo enfermo y las voces que escucha dentro de su cerebro y que le aconsejan volver otra vez al médico, sugerirle otro tipo de enfermedad, muy rara, más grave, cosa que Dick hace, y los médicos se dan cuenta de su error, y operan de urgencia y salvan la vida al niño.

El libro que sobrevive
Miércoles 30 de mayo de 2001

Aunque parezca un ejercicio de memoria, no lo es.
El primer libro que me regaló la primera muchacha de la que me enamoré y con la que viví fue uno de Mircea Eliade. Aún no sé qué quiso decirme con ese regalo. Otro, menos tonto, se hubiera dado cuenta de inmediato de que aquella relación no iba a ser demasiado duradera y hubiera tomado las medidas oportunas para no sufrir en exceso.
No recuerdo el primer libro que me regaló mi madre. Sí recuerdo, vagamente, un grueso volumen de historia, ilustrado, casi un cómic, aunque más en la línea del Príncipe Valiente que en la de Superman, sobre la guerra del Pacífico, es decir la guerra entre Chile y la alianza peruano-boliviana. Si la memoria no me falla, el personaje del libro, bastante confuso, una suerte de "Guerra y Paz" del subdesarrollo, era un voluntario alistado en el Séptimo de Línea. Durante toda mi vida le estaré agradecido a mi madre de que me regalara ese libro y no "Papelucho".
Tampoco recuerdo, por otra parte, que mi padre me haya regalado ningún libro, aunque en cierta ocasión pasamos por una librería y, a pedido mío, me compró una revista con un largo artículo sobre los poetas eléctricos franceses. Todos estos libros, incluida la revista, junto con muchos más libros, se perdieron durante mis viajes y traslados, o los presté y no los volví a ver, o los vendí o regalé.
Hay un libro, sin embargo, del que recuerdo no sólo cuándo y dónde lo compré, sino también la hora en que lo compré, quién me esperaba afuera de la librería, qué hice aquella noche, la felicidad (completamente irracional) que sentí al tenerlo en mis manos. Fue el primer libro que compré en Europa y aún lo tengo en mi biblioteca. Se trata de la "Obra poética" de Borges, editada por Alianza/Emecé en el año 1972 y que desde hace bastantes años dejó de circular. Lo compré en Madrid en 1977 y, aunque no desconocía la obra poética de Borges, esa misma noche comencé a leerlo, hasta las ocho de la mañana, como si la lectura de esos versos fuera la única lectura posible para mí, la única lectura que me podía distanciar efectivamente de una vida hasta entonces desmesurada, y la única lectura que me podía hacer reflexionar, porque en la naturaleza de la poesía borgeana hay inteligencia y también valentía y desesperanza, es decir lo único que incita a la reflexión y que mantiene viva a una poesía.
Bloom sostiene que el continuador por excelencia de la poesía de Whitman es Pablo Neruda. A juicio de Bloom, sin embargo, el esfuerzo de Neruda por mantener el flujo vivo del árbol whitmaniano acaba en un fracaso. Creo que Bloom está errado, como en tantas otras cosas, así como en tantas otras es probablemente el mejor ensayista literario de nuestro continente. Es cierto que todos los poetas americanos, para bien o para mal, tarde o temprano tienen que enfrentarse a Whitman. Neruda lo hace, siempre, como el hijo obediente. Vallejo lo hace como el hijo desobediente o como el hijo pródigo. Borges, y aquí radica su originalidad y su pulso que jamás tiembla, lo hace como un sobrino, ni siquiera muy cercano, un sobrino cuya curiosidad oscila entre la frialdad del entomólogo y el resignado ardor del amante. Nada más lejos de él que la búsqueda del asombro o la admiración. Nadie más indiferente que él ante las amplias masas en marcha de América, aunque en alguna parte de su obra dejó escrito que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos.
Su poesía, sin embargo, es la más whitmaniana de todas: por sus versos circulan los temas de Whitman, sin excepción, y también sus reflejos y contrapartidas, el reverso y el anverso de la historia, la cara y la cruz de esa amalgama que es América y cuyo éxito o fracaso aún está por decidir. Y nada de esto lo agota, que no es poco admirable.
Empecé con mi primer amor y con Mircea Eliade. Ella vive aún en mi memoria; el rumano hace mucho que se instaló en el purgatorio de los crímenes no resueltos. Termino con Borges y con mi agradecimiento y mi asombro, aunque sin olvidar aquellos versos de "Casi juicio final", un poema del que Borges abominó: "He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre".

Meridiano de sangre
Miércoles 6 de junio de 2001

"Meridiano de sangre" es una novela del Oeste, una novela de vaqueros de un escritor que aparentemente está especializado en escribir novelas de ese tipo. Muchos listillos pensaron que a Cormac McCarthy no lo iban a traducir nunca al español y lo saquearon impunemente, amparados en la ignorancia y en una forma bastante sui generis de entender la intertextualidad.
Pero "Meridiano de sangre" no es sólo una novela del Oeste -su acción transcurre a mediados del siglo XIX- sino también una novela sobre la vida y la muerte, delirante, hiperviolenta, con varios discursos subterráneos (la naturaleza como principal enemigo del hombre, la absoluta imposibilidad de redención, la vida como movimiento inercial), que narra, por una parte, la incursión terminal de un grupo de norteamericanos en tierras de Chihuahua y luego, tras atravesar la Sierra Madre, en tierras del vecino estado de Sonora, y cuya misión, bien retribuida por los gobiernos de ambos estados, es la de exterminar y cortar cabelleras de indios, a quienes resulta muy difícil de cazar, además de oneroso en tiempo y vidas, por lo que terminan masacrando pueblos mexicanos, en donde las cabelleras, a final de cuentas, son muy parecidas, por no decir iguales.
Por otra parte "Meridiano de sangre" es una novela que narra el paisaje, el paisaje de Texas y de Chihuahua y de Sonora, como si fuera la otra cara de la moneda de un texto bucólico: el paisaje narrado, el paisaje que asume el rol protagónico se alza imponente, verdaderamente un nuevo mundo, silencioso y paradigmático y atroz, en donde todo cabe menos los seres humanos. Se diría que el paisaje de "Meridiano de sangre" es un paisaje sadiano, un paisaje sediento e indiferente regido por unas extrañas leyes que tienen que ver con el dolor y con la anestesia, que es como a menudo se manifiesta el tiempo.
Los otros dos personajes de la novela, el juez Holden y el Muchacho, son antagónicos, aunque ambos pertenecen a la misma banda: el juez es un hombre ilustrado y un asesino de niños, un músico y un pederasta, un naturalista y un pistolero, un hombre que ansía saberlo todo y destruirlo todo. El Muchacho, por el contrario, es un sobreviviente, es feroz pero es un ser humano, es decir es una víctima.
Según el prestigioso Harold Bloom, esta es una de las mejores novelas norteamericanas del siglo XX. Cormac McCarthy nació en 1933 y su vida no ha estado exenta de aventura y riesgo. La primera edición de "Blood meridian" es de 1985. La que aquí comentamos es la edición de Debate, 2001, traducida por Luis Murillo Fort.

Trovadores
Miércoles 13 de junio de 2001

¿Qué nos dicen los trovadores hoy? ¿En dónde radica su gracia, su excelencia? No lo sé. Recuerdo que empecé a leerlos influido por Pound y, sobre todo, tras los estudios deslumbrantes de Martín de Riquer. A partir de ese momento, poco a poco fui atesorando libros y antologías en donde aparecían los nombres de Arnaut Daniel, Marcabrú, Bertrán de Born, Peire Vidal, Giraut de Bornelh.
La mayoría fueron, por gajes del oficio, viajeros y trotamundos. Los hubo que sólo recorrieron una o dos provincias, pero también hubo algunos que cruzaron Europa, que ejercieron el oficio de soldados, que naufragaron en el Mediterráneo, que visitaron tierras islámicas.
Carlos Alvar hace una distinción entre trovadores, trouvères y minnesinger. En realidad la distinción básicamente se funda en fronteras geográficas. Los trovadores eran, en su mayoría, de la Francia meridional, occitanos, aunque también hubo catalanes. Los trouvères son de la Francia del norte. Los minnesinger, alemanes. El tiempo, que ha sido incapaz de borrar sus nombres y algunas de sus obras, finalmente borrará también estas diferencias nacionales.
Cuando yo era joven, en México DF, por juego, nos dividíamos a nosotros mismos en cultivadores del trobar leu y del trobar clus. El trobar leu era, por supuesto, el cantar claro, sencillo, inteligible para todos. El trobar clus, por el contrario, era el cantar oscuro, cerrado, formalmente complicado. Pese a su riqueza conceptual, sin embargo, el trobar clus en no pocas ocasiones podía ser más violento y más brutal que el trobar leu (que generalmente era delicado), como si dijéramos Góngora escrito por un presidiario, o, más acertadamente, como si en el trobar clus se prefigurara la estrella negra de Villon.
No sabíamos, pues éramos jóvenes e ignorantes, que el trobar clus, a su vez, se dividía en dos categorías, el trobar clus propiamente dicho, y el trobar ric, que como su nombre indica es una poesía suntuosa, llena de miriñaques, y generalmente vacía. Es decir: el trobar clus encerrado en la universidad o en la corte, el trobar clus despojado del vértigo de las palabras y de la vida.
Sabíamos que sin la poesía trovadoresca no hubiera existido el dolce stil novo italiano, y sin éste no hubiera existido Dante, pero lo que más nos gustaba era la vida descarriada de algunos trovadores. Por ejemplo: Jaufre Rudel, que se enamoró literalmente de oídas de una condesa que vivía en Trípoli, que viajó por el Mediterráneo, como cruzado, en busca de ella, que enfermó y que finalmente acabó sus días en una pensión de Trípoli, adonde acudió la condesa, sabedora de que ese hombre la había ensalzado en muchas canciones y poemas, y en cuyo regazo inclinó la cabeza Rudel, cuando ya lo único que quedaba por hacer era morirse.
No sé qué nos dicen, hoy, los trovadores. Parecen lejanos allá en su siglo XII y parecen ingenuos. Pero yo no me fiaría demasiado. Sé que inventaron el amor, y también inventaron o reinventaron el orgullo de ser escritor, siempre y cuando uno sepa meter la cabeza en el pozo.

Herralde
Miércoles 20 de junio de 2001

Los editores suelen ser malas personas. Los editores y los críticos y los lectores de las editoriales y los miles de empleadillos que recorren los pasillos tenebrosos o iluminados de las editoriales. Pero los escritores suelen ser peores, porque, entre otras cosas, creen en la perdurabilidad o en un mundo regido por leyes darwinistas o tal vez porque en sus almas anida un espíritu cortesano aún más innoble.
Yo he tenido la desgracia de conocer a varios editores que eran una penalidad incluso para sus madres y también he tenido la suerte de conocer a varios, unos siete u ocho, que eran y son unas personas responsables, algo tristes (la melancolía es una marca del gremio), inteligentes y con grandes dosis de audacia o humor, editores empeñados, por ejemplo, en publicar autores y libros que de antemano se sabe que se venderán muy pocos ejemplares.
Hace poco se entregó el premio Targa d´Argento, en su segunda edición, al mejor editor europeo y lo recibió mi editor, Jorge Herralde, pasando por delante de numerosos editores, algunos a punto de ser ungidos o ya ungidos por un aura legendaria.
Ahora Herralde publica el libro "Opiniones mohicanas", El Acantilado, 2001, la casa de otro notable editor y escritor, Jaume Vallcorba. Leer este libro, recopilación de artículos variados e incluso de pequeñas notas de no más de veinte líneas, es sumergirse en la historia reciente de la edición barcelonesa y de la edición europea y latinoamericana, además de entrar en el círculo de los amigos de Herralde, de sus conflictos como editor, del cambio político vivido en España desde el fin de la dictadura.
En sus páginas desfila un variadísimo número de escritores. Bukowski, a quien Herralde y Lali Gubern visitan en California. Patricia Highsmith, con quien cenan en Madrid con el alcalde Tierno Galván de anfitrión. Carlos Monsiváis, el grandísimo Sergio Pitol, Carlos Barral, sobre cuyo fantasma aún pesa la marca infamante de haber rechazado "Cien años de soledad". Soledad Puértolas, Carmen Martín Gaite, Esther Tusquets, Belén Gopegui, probablemente las cuatro mejores prosistas españolas. Además de una multitud de escritores británicos, franceses, italianos, norteamericanos, y algunos latinoamericanos y catalanes.
¿Qué puedo decir yo de Herralde que luego nadie, ni el propio Herralde, me pueda echar en cara? Podría decir que su prosa es elegante e irónica, como el propio Herralde. Pero eso es decir muy poco. En realidad lo que tendría que decir es que una vez, durante un viaje que hice montado en la paranoia más radical, al llegar al país adonde iba me encontré varios fax de Herralde en mi hotel, en donde éste me decía que no me preocupara y ponía todos los medios a su disposición para que, en caso de que mi paranoia se agravase, pudiese salir de aquel país lo antes posible.
También recuerdo otra ocasión, en su oficina, en que, tras yo decirle que no pensaba acudir a una fiesta a la que me habían invitado por desconocer el uso que debía darles a los cinco tenedores, seis cucharas y cuatro cuchillos que seguramente harían guardia junto a mi plato, Herralde, con suma paciencia, me explicó el uso específico de cada uno de los cubiertos y el tempo de uso y desuso de tales instrumentos. De más está decir que, mientras Herralde explicaba esto yo lo miraba entre perplejo, admirado y rabioso. En este sentido Herralde es un orgullo de la burguesía catalana. Una burguesía ilustrada y nada cobarde que desaparece a pasos de gigante.
¿Y qué más puedo decir de él? Pues que la literatura en lengua castellana no sería la misma si no hubiese existido nunca la editorial Anagrama, y que si algún día me voy de la editorial (en donde he publicado siete libros) probablemente echaré de menos, más que a Herralde, a Lali Gubern, a Teresa, a Ana Jornet, a Noemí, a Ema, a Marta, a Izaskun, a la ya jubilada y entrañable María Cortés, entre tantas chicas guapas (e inteligentes) que trabajan allí, pero que también echaré de menos a Herralde, las tardes interminables en que discutíamos de anticipos, sus frases cortas y siempre acertadas, sus opiniones demoledoras, las comidas en El Tragaluz y las cenas en el Giardinetto, más opiniones demoledoras, más recuerdos confrontados desde distintas perspectivas, su independencia de jefe de los irreductibles mohicanos.

Conjeturas sobre una frase de Breton
Miércoles 27 de junio de 2001

Hace tiempo, en una entrevista que luego perdí, André Breton decía que tal vez había llegado la hora de que el surrealismo entrara en la clandestinidad. Sólo allí, creía Breton, podía subsistir y prepararse para los desafíos futuros. Esto lo dijo en los últimos años de su vida, a principios de la década de los sesenta.
La propuesta, atractiva y equívoca, nunca volvió a ser formulada, ni por Breton en las múltiples entrevistas que concedería después ni por sus discípulos surrealistas, más ocupados en dirigir pésimas películas o revistas literarias que ya poco o nada tenían que aportar a la literatura y a la revolución, que Breton y sus compañeros de primera hora vieron como algo convulsivo e indistinto. La misma cosa informe.
Siempre me pareció extraño el tupido velo que cayó sobre esta, llamémosla así, posibilidad estratégica. Se me ocurren varias preguntas al respecto.
¿Pasó realmente el surrealismo a la clandestinidad y allí, en las cloacas, murió? ¿Pasó sólo una parte del surrealismo a la clandestinidad, la menos visible, los jóvenes, por ejemplo, mientras la vieja guardia cubría la retirada con cadáveres exquisitos y objetos encontrados, para así dar la impresión de quietud cuando en realidad se estaba realizando un movimiento de repliegue? ¿En qué se transformó el surrealismo clandestino a partir de 1965, un año antes de la muerte de Breton? ¿En qué sentido incidió, junto con los situacionistas, en el mayo del 68?
¿Hubo un surrealismo clandestino operativo en los últimos treinta años del siglo XX? ¿Y si lo hubo cómo evolucionó, qué propuestas en materia plástica, literaria, arquitectónica, cinematográfica realizó? ¿Cuáles fueron sus relaciones con el surrealismo oficial, es decir el de las viudas, el de los cinéfilos y el de Alain Jouffroy? ¿Alguno de estos subgrupos mantuvo relaciones con los clandestinos?
¿El radio de acción del surrealismo de las cloacas se ciñó al ámbito europeo y norteamericano o hubo ramificaciones asiáticas, africanas, latinoamericanas? ¿Es probable que el surrealismo clandestino se escindiera, con el tiempo, en subgrupos enfrentados y luego perdidos como tribus nómades en el desierto? ¿Cabe la posibilidad de que los surrealistas clandestinos olvidaran, al cabo de no muchos años, que ellos eran precisamente surrealistas clandestinos? ¿Y cómo son captados los nuevos surrealistas clandestinos? ¿Quién los llama a medianoche y les dice que a partir de aquel momento ya pueden considerarse parte del grupo? ¿Y qué piensan los que reciben una llamada de esta naturaleza? ¿Que son víctimas de una broma, que esa voz con acento francés en realidad es la voz de un amigo guasón, que acaban de sufrir una alucinación auditiva?
¿Y qué órdenes reciben los nuevos surrealistas clandestinos? ¿Que aprendan rápidamente a leer y a hablar francés? ¿Que acudan a una dirección de París en donde alguien los estará esperando? ¿Que no se asusten? ¿Sobre todo que no se asusten?
¿Y si la dirección que te dan es la de un cementerio, uno de los tantos cementerios legendarios de París, o la de una iglesia o la de una casa burguesa en una avenida burguesa? ¿Y si la dirección es la de un sótano ubicado en lo más oscuro del barrio árabe? ¿Debe el nuevo surrealista clandestino, que además no está muy seguro de no ser víctima de una broma que se alarga demasiado, acudir?
Puede que nadie, nunca, reciba esta llamada. Puede que los surrealistas clandestinos jamás hayan existido o sean, ahora, sólo una colección no muy numerosa de viejos humoristas. Puede que los que reciban la llamada no acudan a la cita, porque creen que es una broma o porque no pueden acudir.
"Después de siglos de filosofía, vivimos aún de las ideas poéticas de los primeros hombres", escribió Breton. Esta frase no es, como pudiera pensarse, un reproche, sino una constatación en el umbral del misterio.

Intento de agotar a los mecenas
Miércoles 4 de julio de 2001

Nunca tuve un mecenas. Nunca nadie me conectó con nadie para hacerme beneficiario de una beca. Nunca ningún gobierno ni ninguna institución me ofreció dinero, ni ningún caballero elegante se sacó la chequera delante mío, ni ninguna señora trémula (de pasión por la literatura) me invitó a tomar el té y se comprometió a pagarme una comida diaria. Pero con el tiempo he conocido, personalmente o a través de lecturas, a muchos mecenas.
El más común de todos es el cuarentón homosexual que de pronto advierte que su vida está vacía y que se dedica, morosamente, a llenarla de sentido. Este tipo de mecenas lo que en el fondo quiere es ser artista y tener a su vez un mecenas, un mecenas cuarentón y violento, que a su vez también tiene un mecenas, el cual a su vez es apadrinado por otro mecenas, y así hasta el infinito. Generalmente las obras que enloquecen a este tipo de mecenas son los falsos autorretratos.
También existe el mecenas con vínculos sanguíneos. Suele ser hermano o hermana del artista o poeta en cuestión y la relación que se establece entre ambos es como la del pájaro y el peñasco. En ese ámbito a la necesidad desesperada se la conoce con el nombre de amor. La derrota en todos los frentes está asegurada.
Luego viene el mecenas invisible. Su apadrinado jamás lo tuteará. De hecho, en algunos casos, jamás lo verá. El mecenas invisible es capaz de violar a un escritor sin que éste se dé cuenta. El mecenas invisible no es, como podría pensarse, un ser discreto y prudente. Más bien al contrario: suele ser un patán astuto.

De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales.

Después tenemos a la abuelita melancólica. Que no es, por supuesto, abuela, ni siquiera tía abuela, de sus apadrinados, y cuya imagen se corresponde en parte a aquellas viejas damas rusas amantes de las letras que durante una época pulularon por París, Venecia y Ginebra. Las abuelitas visten impecablemente bien. Hablan de Proust como si lo hubieran conocido. A veces evocan veladas a la luz de las velas en palacios de los que uno no ha oído hablar jamás. Tienen (por ignorancia) en alta estima a los autores que han sido traducidos a más de tres lenguas y su colección de diccionarios y enciclopedias suele ser admirable. Están en peligro de extinción.
No están en peligro de extinción, por el contrario, los agregados culturales que en las noches de luna llena se creen mecenas. De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales. Durante sus breves reinados sus amigos medran lo que pueden, que generalmente es poco, pero que para ellos es mucho, es todo.
Tampoco están en peligro de extinción los profesores latinoamericanos en universidades norteamericanas. Su concepción del mecenas se sustenta en la fuerza bruta y en una cobardía sin fin. La mayoría son de izquierda. Asistir a una cena con ellos y con sus favoritos es como ver, en un diorama siniestro, al jefe de un clan cavernícola comiéndose una pierna mientras sus acólitos asienten o ríen. El mecenas profesor en Illinois o Iowa o Carolina del Sur se parece a Stalin y allí radica su más curiosa originalidad.
Después viene una masa amorfa de mecenas de distinto pelaje y de distinta desgracia. Están las vírgenes neuróticas, el hombre de las gauchadas, el que lo hace por spleen, las casadas insatisfechas, los funcionarios suicidas, el poeta que de pronto descubrió que carecía de talento, el que cree que nadie lo entiende, el borracho que recita a Salustio, el gordito al que le gustaría ser flaco, el resentido que quiere levantar un nuevo canon, el neoestructuralista que no entiende ni la mitad de lo que dice, el sacerdote que pena por el infierno, la señora que vela por las buenas costumbres, el empresario que escribe sonetos.
Detrás de esta muchedumbre, sin embargo, se esconde el único, el verdadero mecenas. Si uno tiene la suficiente paciencia como para llegar hasta allí, tal vez lo pueda ver. Y si lo ve probablemente acabe defraudado. No es el diablo. No es el estado. No es un niño mágico. Es el vacío.

Jim
Lunes 9 de septiembre de 2002

Tuve, como todo el mundo, un amigo que se llamaba Jim. Nunca vi a un norteamericano más triste. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que tenía que durar más de medio año, pero al cabo de dos meses volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. En Centroamérica lo asaltaron varias veces. Lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo.
Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila y del miedo. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso.

Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí.

Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de liquido inflamable y escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba y luego seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto el rostro de un antiguo amigo o de alguien que había matado.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Tal vez me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Cuando por fin se giró observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos.
¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe me di cuenta de que eso, precisamente, esperaba Jim. “Chingado, hechizado/ chingado, hechizado”, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera.
Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y a las pocas calles nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.

El suicidio de Gabriel Ferrater
Lunes 16 de septiembre de 2002

Son incontables los suicidios literarios y algunos conservan aún hoy el resplandor original, el aura de leyenda, el estallido o la implosión que tanto asustó a sus contemporáneos, a aquellos que vivieron el suicidio de cerca, pues el suicida era un amigo o el maestro o un colega al que sólo en ese momento prestaron atención.
Hay suicidios que son obras maestras del humor negro, como el del surrealista Jacques Rigaut o el del precursor del surrealismo Jacques Vaché. Hay suicidios que ponen en jaque nuestra noción de cultura, como el de Walter Benjamin, y otros, como el de Hemingway, que más bien parecen trámites de aduana, encuentros largamente diferidos en aeropuertos.

Para el poeta catalán, vivir más allá de los cincuenta años era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.

El suicidio de Gabriel Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX, se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a los veintitantos años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater decidió suicidarse y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la única salvedad de que aquel año él cumpliría cincuenta, una cifra y una edad redonda. Vivir más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
Después ya no pensó más en ello, aunque es probable que en alguna juerga lo comentara con aquellos poetas jóvenes que tanto lo querían, como Barral y Gil de Biedma. Mientras llegaba aquella fecha fatídica, pero aún lejanísima, se dedicó en cuerpo y alma a leer, a traducir (Kafka, Chomsky), a follar, a beber, a viajar, a visitar museos, a atravesar en moto Barcelona, de arriba a abajo, con litros de whisky en la sangre, a cultivar la amistad, a enamorarse de mujeres extrañísimas.
Las fotos que tenemos de él nos muestran a un tipo en general bien parecido, a veces con un aire de actor de cine, el pelo blanco, gafas negras, suéter de cuello alto, las facciones duras e inteligentes, los labios con una ligera -y más que suficiente- inclinación sardónica, unos labios que debieron ser temidos en su época. Libros de poemas escribió pocos. Si la memoria no me engaña, tres. Todos irrepetibles.
En cualquier caso Ferrater vivió su vida -y escribió sus poemas- como un romano. Cuando por fin llegó el año 1972 y a los cincuenta años de su vida, en San Cugat del Vallés, un pueblito cercano a Barcelona, cumplió su destino y se suicidó. A nadie le pareció anormal.

Rodrigo Rey Rosa en Mali, creo
Lunes 23 de septiembre de 2002

Tal vez sería conveniente hablar de los últimos libros de Rey Rosa, el libro sobre la India y su última novela, una joya de escasas páginas, que arroja una mirada distinta sobre la novela negra, género en el que todos se atreven y del que muy pocos salen bien librados. Decir que Rodrigo Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi generación y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso de todos, no es decir nada nuevo.
Hoy prefiero recordar una historia que él me contó. La historia trata de un viaje a un país africano, creo que era Mali, no soy capaz de precisarlo. En cualquier caso Rey Rosa llega en avión, a la capital, una ciudad caótica y cerca de la costa. Tras pasar unos cuantos días allí se traslada en autobús hacia un pueblo del interior. En ese punto acaba la carretera o bien, es una posibilidad, la carretera se vuelve incierta, como una pista en el desierto que cualquier golpe de viento deshace.

Decir que Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi generación y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso de todos, no es decir nada nuevo.

El pueblo está junto a un río y Rey Rosa toma una barca que navega río arriba interminablemente. Finalmente arriba a una aldea, y tras caminar y preguntar a la gente, llega a una casa, una casa de ladrillos de una sola habitación, que es el lugar al que se dirigía. La casa, que pertenece a un pintor mallorquín que probablemente es uno de los grandes pintores contemporáneos, está vacía. En algún lugar hay un arcón y dentro de ese arcón, a salvo de las termitas, se halla la biblioteca del pintor. Esa noche Rey Rosa lee hasta tarde, iluminado por una vela, pues allí, es obvio decirlo, no hay luz eléctrica. Después se cubre con una manta y se echa a dormir.
Durante algunos días permanece en la aldea, que apenas si tiene las suficientes cabañas como para merecer ese nombre. Compra comida a los lugareños, bebe té a orillas del río, da largos paseos hasta el borde del desierto. Un día termina de leer el libro que ha cogido del ya legendario arcón y entonces lo devuelve a su lugar, cierra la casa y se marcha. Cualquier otro hubiera emprendido de inmediato el camino de regreso. Rey Rosa, sin embargo, sale de la aldea, como se suele decir, por la parte de atrás, no por la parte del río, y se dirige a unas montañas. He olvidado el nombre de éstas. Sólo sé que al atardecer adquieren un tono azulado que pasa, paulatinamente, del azul pastel al azul metálico. La oscuridad, por descontado, lo sorprende caminando por el desierto, y aquella noche duerme entre alimañas. Al día siguiente reemprende el camino. Y así, hasta llegar a las montañas, que encierran pequeños valles estériles, en donde el mar de arena va desgastando las rocas. Aún pasa allí una noche más. Luego regresa a la aldea, al río, al pueblo, al autobús, a la capital y al avión que lo lleva hasta París, en donde por ese entonces vivía.
Cuando me contó la historia le dije que un viaje así me mataría. Rodrigo Rey Rosa, que cree en la vida como sólo creen los niños y los que han sentido la presencia de la muerte, me respondió que no era para tanto.

Unas pocas palabras para Enrique Lihn
Lunes 30 de septiembre de 2002

En mi adolescencia era lugar común hablar de Lihn y de Teillier como de dos opciones enfrentadas. Los muchachos sensibles, los que no querían envejecer (o los que querían envejecer de inmediato), preferían a Teillier. Los que estaban dispuestos a discutir la cuestión preferían a Lihn. No era esta la única de sus virtudes. Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo. Esa voz, sin embargo, no sale del infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado, un ciudadano que espera llegar a la modernidad o que es resignadamente moderno. Un ciudadano que ha aprendido la lección de Parra, su maestro y compañero de travesuras, y que en ocasiones nos ofrece una visión latinoamericana refulgente y original. Todo el fulgor, sin embargo, en Lihn está tamizado por un ejercicio constante de la inteligencia.

¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos.

Esa lucidez, en los años setenta, le costará el estigma y el anatema de la izquierda dogmática y neostalinista que incluso llegará a acusarlo de connivencia con el pinochetismo. Esos mismos que entonces no levantaron la voz para defender a Reinaldo Arenas y que hoy se acomodan como putines* en la nueva situación, intentaron borrarlo del mapa, deslegitimar una voz que por lo demás siempre se consideró a sí misma como voz bastarda, hija del imperioso azar y de la necesidad, que tiene cara de perro.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos, aunque sólo sea por las almas puras, por los príncipes idiotas y por los alegres analfabetos que el país produjo con extraña generosidad y que aún hoy, según cuentan los viajeros, sigue produciendo, aunque en cantidades más limitadas. Bajo cierta luz, Lihn también podría ser un príncipe idiota y un alegre analfabeto.
En el ejercicio de la poesía, a la que siempre le fue fiel, sólo hay un poeta en lengua española que se le pueda comparar, Jaime Gil de Biedma, aunque el abanico de registros de Lihn es mucho más amplio. En el ejercicio del ensayo, de la reseña, del manifiesto e incluso del libelo, no hubo en Chile escritor más certero ni más libre. En la narrativa no alcanzó las cotas de Donoso o de Edwards, aunque siempre quedará la sospecha de que en el fondo, como por los demás todos los grandes poetas de ese país, juzgaba el arte de crear ficciones como algo innecesario, algo que no le iba a salvar la vida. Sus cuentos, sin embargo, siguen vivos, como sigue viva “La orquesta de cristal”, libro mítico por inencontrable y al cual no me atrevo a llamar novela, aun pese a saber que si hay que llamarlo de alguna manera es la palabra novela la que más se acerca a ese libro misterioso. De hecho, hay dos prosistas en la generación del cincuenta que están por descubrir: Lihn y Giaconi.
Es extraño pensar en Lihn ahora, en Giaconi, en Parra, en Teillier, en Rodrigo Lira, en Gonzalo Rojas, en poetas como Maquieira y Bertoni, en narradores como Contreras y Collyer, resulta extraño pensar en ellos y en tantos más. Te queda la extraña sensación de que la literatura ha estado a la altura de la realidad. La famosa rea, la rea, la rea, la rea-li-dad.
*Ay, mi hipócrita, no es argot mexicano, es
Vladimir Putin.

Todos los temas con Fresán
Lunes 7 de octubre de 2002

Con Rodrigo Fresán me une una amistad que se cimenta no sólo en la simpatía (que por mi parte está llena de cariño) sino también en nuestras inacabables conversaciones, que a menudo se convierten en discusiones sobre los temas más peregrinos, algo que no siempre podemos hacer en Barcelona, pues yo vivo en la Costa Brava, ni en la Costa Brava, más concretamente en la sala de mi casa de Blanes, pues él vive en Barcelona, y pese a que ambos viajamos bastante, él más que yo, ninguno de los dos tiene automóvil ni sabe conducir, y el tiempo nos está volviendo sedentarios.
En líneas generales se podría decir que hablamos de muchas cosas. Intentaré enumerarlas sin orden jerárquico. 1) Del infierno latinoamericano que se concentra, sobre todo los fines de semana, en algunos Kentucky Fried Chicken y Mc Donald’s. 2) De las andanzas del fotógrafo de Buenos Aires Alfredo Garófano, amigo de infancia de Rodrigo, y ahora amigo mío y de cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. 3) De las malas traducciones. 4) De los asesinos en serie y de los asesinos de masas. 5) Del ocio proyectivo como antídoto del verso proyectivo. 6) De la cantidad ingente de escritores que deberían jubilarse tras escribir el primer libro o el segundo o el tercero o el cuarto o el quinto. 7) De la superioridad de la obra de Basquiat ante la de Haring, o viceversa. 8) De la obra de Borges y de la obra de Bioy. 9) De la conveniencia de retirarse a un rancho en México, cerca de un volcán, para terminar escribiendo La trilogía del Zopilote. 10) De los rizos espacio-temporales. 11) De algunas desconocidas majestuosas que se te acercan en un bar y te dicen al oído que tienen el sida (o no). 12) De Gombrowicz y de lo que éste entendía por inmadurez. 13) De Philip K. Dick, a quien ambos admiramos sin reservas. 14) De la posibilidad de una guerra entre Chile y Argentina y de sus posibles e imposibles consecuencias. 15) De la vida de Proust y de la vida de Stendhal. 16) De lo que hacen algunos profesores en Estados Unidos. 17) De la actividad sexual de los monitos tití y de las hormigas y de los grandes cetáceos. 18) De los colegas a los que hay que evitar como si fueran bombas lapa. 19) De Ignacio Echevarría, a quien ambos queremos y admiramos. 20) De algunos escritores mexicanos que a mí me gustan y que a él no le gustan, así como de algunos escritores argentinos que a mí me gustan y a él no le gustan. 21) De los modales de los barceloneses. 22) De David Lynch y del palabrerío de David Foster Wallace. 23) De Chabon y Palahniuk, que a él le agradan y a mí no. 24) De Wittgenstein y de su habilidad como fontanero y carpintero. 25) De algunas cenas crepusculares, que en realidad, para sorpresa del comensal, se convierten en piezas teatrales en cinco actos. 26) De los concursos basura de la tele. 27) Del fin del mundo. 28) Del cine de Kubrick, que yo, ante el desmedido entusiasmo de Fresán, empiezo a detestar. 29) De la guerra increíble entre el planeta de los seres-novela y el planeta de los entes-cuento. 30) De la posibilidad de que cuando la novela despierte de su sueño de hierro, el cuento siga allí.
Por supuesto, estos treinta apartados no agotan, ni mucho menos, nuestros temas de conversación. Sólo un par de cosas que añadir. Me río mucho cuando hablo con Fresán. Raras veces hablamos de la muerte.

Recuerdos de Los Ángeles
Lunes 14 de octubre de 2002

Hace unos meses venía en avión desde Madrid a Barcelona y me tocó sentarme junto a un joven chileno. El joven resultó ser de Los Ángeles, Bío-Bío, el sitio donde más tiempo viví en Chile. Él iba a El Cairo, en viaje de negocios, vaya Dios a saber lo que vendía, y la conversación fue breve y más bien discreta. Dijo que Los Ángeles había crecido mucho pero que seguía siendo un pueblo, mencionó dos o tres fábricas, habló de un fundo que producía no sé qué cosa. Era un joven discreto y profundamente ignorante, pero que sabía viajar en primera.
Cuando el avión despegó le cambié el asiento a una mujer que quería estar junto a sus hijos y me fui a sentar al lado de un fotógrafo que no paraba de sudar. El fotógrafo tenía pinta de pakistaní, por lo que pensé que tal vez al cabo de un rato iba a sacar un cútex y secuestrar el avión. Puestos a morir, me dije, prefiero hacerlo mordiéndole los tobillos a un pakistaní que sentado junto a un chileno de Los Ángeles. Después me puse a recordar mi infancia y parte de mi adolescencia en aquella ciudad o pueblo.

En aquella ciudad o pueblo de Bío-Bío comprendí que la práctica de cualquier deporte era un acto aberrante y que sin salir del umbral de mi casa podía conocer el mundo entero.

Para mi sorpresa, me di cuenta de que recordaba muchas cosas. Me acordaba, por ejemplo, de las paredes de mi casa, que eran de madera. Y de cómo se mojaban los tablones (y los listones) cuando caían esas lluvias interminables del sur. También recordaba a una enana que vivía unas cinco casas más allá. Una enana de origen alemán, profesora de algo en alguna escuela, que parecía la viva imagen del exilio, al menos la imagen decimonónica, la imagen póntica. Durante un tiempo pensé que esta mujer era, en realidad, una extraterrestre.
Y más recuerdos. Una chica llamada Loreto, otra llamada Verónica, las hermanas Saldivia, una cuyo nombre he olvidado pero a la que besé el último día que estuve allí. Los campeonatos de taca-taca. El rostro de mi amigo Fernando Fernández. Los ataques de asma de mi madre. Una tarde en que creí que me estaba volviendo loco. Otra tarde en que bebí sangre de cordero.
En Los Ángeles comprendí que la práctica de cualquier deporte era un acto aberrante, que entre O’Higgins y Guiraut de Bornelh yo me quedaba con Guiraut, que sin salir del umbral de mi casa podía conocer el mundo entero.
Por supuesto, hice más cosas que aún recuerdo: batí mi propio récord de masturbaciones, batí mi propio récord de páginas leídas en un día, batí mi propio récord de cimarras, batí mi propio récord de felices horas perdidas sin hacer absolutamente nada.
Fui feliz allí, pero menos mal que mis padres decidieron irse.

Autobiografías: Amis & Ellroy
Lunes 21 de octubre de 2002

Siempre me parecieron detestables las autobiografías. Qué perdida de tiempo la del narrador que intenta hacer pasar gato por liebre, cuando lo que un escritor de verdad debe hacer es atrapar dragones y disfrazarlos de liebres. Doy por descontado que en literatura un gato nunca es un gato, como dejó claro de una vez y para siempre Lewis Carroll.
Pocas son las autobiografías realmente memorables. En Latinoamérica, probablemente ninguna. En estos días ha salido el primer tomo de las memorias de García Márquez. Todavía no lo he leído, pero se me ponen los pelos de punta sólo de imaginar lo que allí ha escrito nuestro Premio Nobel. Más aun cuando lo imagino luchando contra su enfermedad, sacando fuerzas de donde ya quedan pocas fuerzas, y sólo para realizar un ejercicio de melancolía y de ombliguismo.

Todavía no he leído las memorias de García Márquez, pero se me ponen los pelos de punta al imaginar lo que allí ha escrito. Más aun cuando lo imagino luchando contra su enfermedad, y sólo para realizar un ejercicio de melancolía y de ombliguismo.

Hace un tiempo leí dos especies de autobiografías de dos de los mejores escritores de lengua inglesa vivos. “Experiencia”, de Martin Amis, y “Mis rincones oscuros”, de James Ellroy. Ambas libros tienen en común el haber sido escritos por escritores jóvenes, es decir por escritores a quienes no se les supone en el trance de hacer un balance de sus vidas, pues éstas, salvo imponderables, distan mucho de estar en su recta final. Hasta aquí llega el parecido y a partir de aquí los libros se separan para siempre.
Amis escribe una autobiografía brillante, pedante, blanda, la vida de un escritor hijo de escritor. Ellroy, a quien muchos desprecian por consideraciones tan imbéciles como que se trata de un escritor de género, escribe una autobiografía sesgada, unas memorias que surgen directamente de los límites del infierno. En realidad lo que hace Ellroy es investigar y recrear, sin ocultar nada, la vida de su madre, los últimos días de vida de su madre violada y asesinada en 1958 y cuyo asesino jamás fue descubierto.
Como el crimen parece ser el símbolo del siglo veinte, en las memorias de Amis también hay un asesino en serie, el infame Fred West, en cuyo jardín se encontraron los restos de ocho mujeres, entre ellas una prima de Amis desaparecida muchos años antes. Pero Amis, cuando se acerca al abismo, cierra los ojos, pues sabe, como buen universitario que ha leído a Nietzsche, que el abismo puede devolverle la mirada. Ellroy también lo sabe, aunque no haya leído a Nietzsche, y allí radica la principal diferencia entre ambos: él mantiene los ojos abiertos. De hecho, no sólo mantiene los ojos abiertos, Ellroy es capaz de bailar la conga mientras el abismo le devuelve la mirada.
El libro de Amis no es malo. Pero casi todos los libros anteriores de Amis son mejores. Quien busque en “Experiencia” al autor de “Dinero” o “Campos de Londres” o “La información” o “Tren nocturno” se llevará una decepción. El libro de Ellroy, por el contrario, es un libro ejemplar. La segunda o tercera parte, la que cuenta la infancia y adolescencia de Ellroy tras la muerte de su madre, es de lo mejor que se ha escrito en la literatura en cualquier lengua de los últimos treinta años.
El libro de Amis termina con niños. Termina con paz y amor. El libro de Ellroy termina con lágrimas y mierda. Termina con un hombre solo y erguido. Termina con sangre. Es decir, no termina nunca.

Ese extraño señor Alan Pauls
Lunes 28 de octubre de 2002

Lo primero que leí del señor Alan Pauls fue un cuento absolutamente original, “El caso Berciani”, publicado en la antología “Buenos Aires”, de Juan Forn, Anagrama, 1992.
En dicho libro, compuesto por textos de escritores tan relevantes como Piglia, Aira, Saccomanno o Fresán, el cuento del señor Pauls sobresalía por diversos motivos, el más notable de los cuales era una anomalía: había algo en “El caso Berciani” que sugería un rizo espacio-temporal, no sólo en el argumento, que por otra parte no iba de eso, es decir no era de ciencia-ficción ni nada parecido, sino en el encadenamiento de los hechos narrados, en la feroz entropía apenas entrevista, en la disposición de los párrafos y de las oraciones.
Durante mucho tiempo fui un lector fervoroso de este escritor del que sólo conocía un cuento. Sabía pocas cosas de él: había nacido en Buenos Aires en 1959, había publicado dos novelas que jamás pude encontrar, “El pudor del pornógrafo” y “El coloquio”, y un libro de ensayo sobre Manuel Puig. Así que durante mucho tiempo me tuve que conformar -y fue más que suficiente- con leer y releer “El caso Berciani”, que a estas alturas me parece, es evidente, un cuento perfecto, si es que existen monstruos perfectos, supuesto poco razonable.
Hasta que un día entré en contacto con el fabuloso señor Pauls. No sé si yo le escribí o fue él quien me escribió. Creo que fue él. Una carta cuya sequedad me dejó impresionado. Temblando, incluso. En esa carta me hablaba de un viaje en automóvil en compañía de su hija, una niña de edad similar a la de mi hijo, tal vez un poco menor. El viaje, según entendí tras releer su carta diez veces (vicio adquirido con “El caso Berciani”) había empezado en el centro de Buenos Aires para terminar en el extrarradio. La jovencita Pauls parecía una niña inteligentísima. Su padre, un conductor de coches experto. El mundo, inhóspito. Contesté su carta mandándole saludos a la niña, de mi parte y de parte de mi hijo. Tal vez aquí cometí una falta de delicadeza, pues el señor Pauls tardó un poco en contestarme, aduciendo no sé qué problemas con su computadora. Su hija se hizo la desentendida con respecto a los saludos de mi hijo.
Poco después leí dos cuentos o dos fragmentos de una saga hipocondriaca o médica, firmados por el señor Pauls, y que hasta donde sé permanecen inéditos. Ambos cuentos o fragmentos o lo que sea me parecieron perfectos, monstruos perfectos. Llegado a este punto, como comprenderá cualquier lector, lo único que deseaba era seguir leyéndolo.
De tal manera que le pedí a Rodrigo Fresán (quien, además de amigo del señor Pauls, durante un tiempo fue su vecino) que en su próximo viaje a la Argentina arramblara con todo lo que estuviera firmado por este autor.
Así leí “Wasabi”, su tercera y por ahora última novela, en donde narra el crecimiento y el a la postre imposible amaestramiento de un forúnculo, y su libro de ensayo sobre Borges, “El factor Borges”, un libro estupendo, como “Wasabi”, pero que desde el inicio plantea una serie de problemas borgeanos: el libro está firmado por Alan Pauls y Nicolás Helft, sin embargo en los créditos se aclara que el texto es de Alan Pauls y que las imágenes reproducidas con generosidad pertenecen a los Archivos de la Fundación San Telmo.

No sé si yo le escribí al fabuloso señor Pauls o fue él quien me escribió. Creo que fue él. Una carta cuya sequedad me dejó impresionado. Temblando, incluso.

¿Entonces por qué el libro aparece firmado por Nicolás Helft? ¿Y quién es Nicolás Helft? Según Fresán, Nicolás Helft es el propietario de algunas de las ilustraciones o de los facsímiles que aparecen en el libro. Yo no lo creo. Tampoco creo que sea un heterónimo creado por el señor Pauls, poco dado a excesos portugueses, sino más bien la sombra de una sombra, la sombra de un conde polaco, por ejemplo, o la sombra de cierta descorazonadora lucidez.
Recuerdo una carta que me escribió hace ya mucho tiempo el señor Alan Pauls. Me decía en ella que se había ido con su mujer -y presumiblemente con su niña- a una comuna hippie uruguaya. No a vivir, aclaraba, sino a pasar unos días. Durante esos días lo único que hizo, eso entendí tras leer su carta diez veces, fue terminar de leer una novela larga y contemplar una especie de duna que el viento cambiaba de sitio de forma más que perceptible. Pero lo raro fue que nadie se daba cuenta de ello. En fin, eso suele pasar, querido señor Pauls, pensé tras la lectura número diez. Es usted uno de los mejores escritores latinoamericanos vivos y somos muy pocos los que disfrutamos con ello y nos damos cuenta.

Javier Aspurúa en su propio funeral
Lunes 4 de noviembre de 2002

Supe, no hace mucho, de la muerte de Javier Aspurúa, por boca de un amigo de paso en Barcelona y por una carta que me trajo el correo electrónico. Los detalles de esta muerte, como suele pasar en estos casos, no son del todo claros. Aspurúa, calculo, debía de tener más de setenta años, estaba enfermo, según uno de mis informantes, sólo tenía un resfriado, según el otro, lo cierto es que una tarde, mientras paseaba su convalecencia por Quilpué o tal vez por Villa Alemana (en uno de esos dos pueblos vivía, ahora no consigo recordar en cuál), un vehículo lo atropelló y él dejó de respirar, es decir se murió.
Cuentan algunos amigos o conocidos que su aparición en el mundo de la literatura, de la literatura, digamos, profesional, se produjo cuando ya había cumplido los cincuentaicinco años, según otros pasados los sesenta, después de una oscura jubilación anticipada en alguna oficina pública. Esta llamémosla aparición, por lo demás, fluyó siempre por los cauces (o por los canales de regadío, ya que estamos con metáforas hidrográficas) de la más irrestricta discreción. Que se sepa, sólo escribió reseñas de libros. Que se sepa, su obra completa está reunida en “Las Últimas Noticias”, y puede bastar un libro de cien páginas, aunque es posible que me equivoque, para contenerla.

Lo conocí en el año 1999, en Santiago. Fue la primera y única vez que lo vi. Le agradecí una reseña favorable que escribió sobre uno de mis libros. Él enrojeció y se puso a mirar el cielorraso.

Lo conocí en el año 1999, en Santiago. Fue la primera y única vez que lo vi. Él estaba allí para entregar su crítica, yo acompañaba a Andrés Braith-
waite y Rodrigo Pinto. Le agradecí una reseña favorable que escribió sobre uno de mis libros. Él enrojeció y se puso a mirar el cielorraso. Después fuimos a un bar y en algún momento de la noche en nuestra mesa había más de ocho personas y todos hablaban y opinaban, menos Javier Aspurúa, que permanecía en silencio. A su lado llevaba una bolsa de plástico con libros. Puesto que la conversación general no me interesaba, me acerqué a él y le pregunté qué libros había comprado. Me tendió la bolsa para que yo mismo los mirara: novelas inglesas. Estuvimos hablando sobre la obra de algunos de ellos. Más tarde el señor Aspurúa consultó el reloj y dijo que tenía que marcharse pues de lo contrario perdería el último autobús para Quilpué o Villa Alemana.
Lo acompañé hasta la calle. Cuando lo perdí de vista pensé en el hombre invisible, pero al cabo de pocos segundos, en el momento de darme la vuelta y volver a entrar en el bar, supe con la rotundidad de un mazazo que Aspurúa no tenía nada que ver con la invisibilidad, bien al contrario, todos sus gestos, toda su timidez, incluso su discreción, apuntaban a un hombre que era plenamente consciente, tal vez dolorosamente consciente de su visibilidad y de la visibilidad de los otros. En este sentido, pensé, pero esto lo pensé mucho más tarde, tal vez en el avión que me trajo de vuelta a España, los libros, que leyó siempre con entusiasmo, un entusiasmo en donde era dable adivinar al adolescente que algunos jubilados arrastran siempre consigo, fueron como aspirinas para el dolor de cabeza o como las gafas oscuras, totalmente negras, que algunos locos se ponen para no ver absolutamente nada y descansar, pues la realidad, experimentada día a día como visibilidad, cansa y agota y en ocasiones enloquece. Tal vez esa fue su relación con los libros. O tal vez no. Tal vez esperaba de ellos, quiero creer ahora que ha muerto, mensajes en una botella o tal vez droga dura o tal vez ventanas a través de las cuales, en raras ocasiones, uno ve cruzar veloz como un relámpago al conejo blanco de Alicia.
Según Braithwaite, que asistió a su funeral, en algún momento de éste se vio, precisamente, a un conejo correr por entre las tumbas. No un conejo blanco sino gris o pardo, tal vez una liebre, pero de la misma familia al fin y al cabo.

Para llegar de verdad a Madrid
Lunes 18 de noviembre de 2002

De entre las muchas formas de viajar a Madrid, mi preferida es haciendo autostop, como cuando yo era Poil de Carotte, en las melancólicas palabras de Renard en su Diario, la vez que se orinó levemente en la cama porque estaba enfermo y ya nada se podía arreglar, si es posible orinarse levemente en un mundo (y en una cama, que es el reverso de la moneda donde está labrada la metáfora del mundo) donde la densidad de los actos voluntarios e involuntarios es cualquier cosa menos sueño y menos deseo, sino hecho tangible y en alguna medida irremediable: ese líquido amarillo que corre por tu pierna y que el autor francés, el gran amigo de Schwob, observa con curiosidad y despego y que le recuerda a un niño, él mismo, y además escrito por él mismo pero hace ya tanto.

Bien mirado, vivir o estar en Madrid no se diferencia mucho de vivir o estar en Tacuarembó. El aire, tal vez, es diferente.

De entre los muchos hoteles de Madrid, yo prefiero los que están entre la plaza Santa Ana y la plaza de Lavapiés, como cuando hacía autostop y era capaz de aguantar muchos días sin comer ni dormir. Aunque ciertamente conozco hoteles mejores, como el Wellington, por ejemplo, que es el hotel donde un día vi a la baronesa Von Thyssen, sentada sola en el lobby, cubierta con un abrigo de piel blanca como si fuera un escudo o la áspera colcha con que los vagabundos y los sin casa se defienden de las inclemencias del invierno, a cada segundo que pasaba más Tita Cervera y menos baronesa.
Bien mirado, vivir o estar en Madrid no se diferencia mucho de vivir o estar en Tacuarembó. El aire, tal vez, es diferente. Su claridad, en ocasiones, ciega el alma para que veamos con mayor claridad las cosas: las calles conjeturales, esa jerga dialectal del castellano que tan bien hablan en la vieja capital de la madre patria. Y las mujeres, las hijas del pueblo de Madrid, es decir las rubias y las morenas, añaden misterio a una materia ya rica en misterio, aunque es bien sabido que los hispanos, como los hispanoamericanos, no sólo tuvimos una educación portentosamente mala sino que además somos malos para la cama.
De ahí tal vez esa mirada que uno puede descubrir en los ojos de las madrileñas: mitad sorna y mitad Merimée. La verdad es que Madrid es una ciudad que no existe. Pese a los guerreros y sacerdotes que salieron de la villa y corte y que jamás volvieron, pese a las mujeres de Madrid, melancólicas y prácticas en la región con menos sentido de la meseta. O tal vez Madrid es una ciudad imaginaria a la que hay que llegar en autostop y no volando, con veinticinco años y no con casi cincuenta.

El Bukowski de La Habana
Lunes 25 de noviembre de 2002

Que a alguien le digan el Bukowski de La Habana puede ser en cierto sentido incluso halagador, un piropo y no un insulto, pero que se lo digan a un escritor, a un escritor cubano, pues no sé, se puede tomar como una forma abierta o soterrada de desprecio, pues Bukowski, que fue un excelente poeta, un poeta borracho formado en la lectura de malas traducciones de Li Po, otro borracho legendario, ha caído en los últimos años en el descrédito total, algo que parece más bien injusto, pues si bien como novelista nunca brilló a gran altura, como cuentista, cuentista en la tradición que va de Twain a Ring Lardner, es autor de algunos textos notables.
A Pedro Juan Gutiérrez la crítica lo llama el Bukowski de La Habana y, en efecto, hay muchas cosas que el cubano comparte con el norteamericano: una vida de múltiples trabajos, la mayoría aparentemente no relacionados con la literatura, un éxito tardío, una escritura sencilla, aunque aquí hay que tener muchísimo cuidado, unos temas comunes, como las mujeres, el alcohol y la lucha por sobrevivir una semana más. También, como Bukowski, sus novelas son notablemente inferiores a sus cuentos.
En una palabra: a Pedro Juan no lo toman en serio, algo que a él, me imagino, lo trae al fresco, pues por un lado está acostumbrado a que no lo tomen en serio y por otro lado no creo que sea eso, precisamente, lo que ande buscando. Su imagen pública no puede ser más contradictoria: hay quienes ven en él al escritor priápico por excelencia, el producto caribeño ideal. En este sentido Gutiérrez es como un Prometeo sexual desencadenado. Su querencia por las mujeres no conoce edad (aunque ciertamente nadie ha dicho de él que sea un pedófilo, más bien al contrario), ni raza (Gutiérrez enarbola la bandera del arcoiris), ni rencores personales (es capaz de enamorarse de las peores víboras de la Tierra). Sé de lectores que se preguntan de dónde saca este fauno tiempo para escribir, si parece estar templando todo el día.
También sé de lectores que piensan que Gutiérrez es un espía castrista al que un equipo de comisarios literarios le escribe sus libros mientras él se dedica a sus menesteres. Bastante desquiciada tendría que estar la Seguridad castrista para inventarse un escritor así.

La querencia de Pedro Juan Gutiérrez por las mujeres no conoce edad, ni raza, ni rencores personales: el escritor cubano es capaz de enamorarse de las peores víboras de la Tierra.

En los cuentos de Gutiérrez, aparte del sexo y de las drogas y del ansia por sobrevivir, la otra protagonista es La Habana. Una Habana lamentable, en estado comatoso, en donde hablar de Revolución ya ni siquiera funciona como un chiste. En realidad, más que comatosa, La Habana de Gutiérrez está anémica y afiebrada. Comatosa estaba Bucarest o Kiev o Sofía. La fragilidad de los habaneros, sin embargo, es similar a la de los ciudadanos de estas ex ciudades comunistas y además en poco se diferencia de la fragilidad de los ciudadanos de cualquier otra ciudad grande de Latinoamérica. Los cuentos de Gutiérrez, en este sentido, se insertan en medio del caos de la Historia (y no sólo de las historias particulares), y, pese a ser el Bukowski de La Habana, son más reales y auténticos y a menudo están mucho mejor narrados que muchos cuentos de autores llamados serios por la crítica, que aún se debaten en las cada vez más pestilentes aguas del “boom”, por poner un ejemplo cercano, o que intentan, más bien de forma patética, travestirse con los ropajes de la flema y de la aristocracia, en un continente en donde no existe aristocracia y en donde las cosas más terribles ocurren a pocos centímetros de nuestras desvaídas, por llamarlo de alguna manera, jetas.
Cuba está mal. Latinoamérica está mal. Gutiérrez no parece estar mucho mejor. Pero, mucho me temo, sigue fiel a sus principios o a su naturaleza. Quien desee comprobarlo que lea la “Trilogía sucia de La Habana” o los tres libros de bolsillo en donde la editorial Anagrama reúne todos sus cuentos publicados hasta ahora.

Sergio González Rodríguez bajo el huracán
Lunes 2 de diciembre de 2002

Hace algunos años, mis amigos que viven en México se cansaron de que les pidiera información, cada vez más detallada, además, sobre los asesinatos de mujeres de Ciudad Juárez, y decidieron, al parecer de común acuerdo, centralizar o pasarle esta carga a Sergio González Rodríguez, que es narrador, ensayista y periodista y quién sabe cuántas cosas más, y que, según mis amigos, era la persona que más sabía de este caso, un caso único en los anales del crimen latinoamericano: más de trescientas mujeres violadas y asesinadas en un periodo de tiempo extremadamente corto, desde 1993 hasta 2002, en una ciudad en la frontera con Estados Unidos, de apenas un millón de habitantes.

“Huesos en el desierto” no sólo es una fotografía del mal y de la corrupción en México, sino también una metáfora del incierto futuro de toda Latinoamérica.

Ya no me acuerdo en qué año empecé a cartearme con Sergio González Rodríguez. Sólo sé que mi cariño y mi admiración por él no ha hecho sino crecer con el tiempo. Su ayuda, digamos, técnica, para la escritura de mi novela, que aún no he terminado y que no sé si terminaré algún día, ha sido sustancial. Ahora acaba de aparecer su libro, “Huesos en el desierto” (Anagrama), un libro que indaga directamente en el horror y que Sergio ha presentado estos días en Barcelona. Próximamente el libro será distribuido a toda Latinoamérica. Y seguramente traducido a otros idiomas. Pero antes sucedieron otras cosas. Entre ellas, un intento de asesinato del que Sergio se salvó por los pelos. Y varios seguimientos. Y amenazas y teléfonos intervenidos. Cosas que hubieran espantado a cualquier otra persona, pero que Sergio, con una calma aplastante, sólo ha experimentado como quien observa llover.
Lo cierto es que, más que una lluvia, lo que Sergio ha observado y luego de alguna manera vivido, es un huracán. Su libro, que aparece en la colección Crónicas de Anagrama, en donde se encuentran libros de Wallraff, Kapuscinski y Michael Herr, no sólo no desmerece en nada de la compañía de estos mitos del periodismo, sino que incluso, como ellos, precisamente, transgrede a la primera ocasión las reglas del periodismo para internarse en la no-novela, en el testimonio, en la herida e incluso, en la parte final, en el treno. “Huesos en el desierto” es así no sólo una fotografía imperfecta, como no podía ser de otra manera, del mal y de la corrupción, sino que se convierte en una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventurera sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea.
Ayer, sin embargo, Sergio estuvo en mi casa y estuvimos hablando de cosas más leves. Mi niña se apropió de Paola, la muchacha que iba con él. Carolina sirvió jamón y queso. Abrimos una botella de vino. Sergio me trajo de regalo medio kilo de café de mi añorada y aborrecida cafetería La Habana, de la calle Bucareli. Paola y Carolina se fumaron un Delicados sin filtro. Recordamos los viejos camiones Pegaso del transporte urbano del DF y nos reímos. Luego yo me quedé callado y pensé que si alguna vez me encuentro en una situación jodida sería una garantía tener a Sergio González Rodríguez a mi lado. Viva México.

84, Charing Cross Road
Lunes 16 de diciembre de 2002

Hace no muchos años vi una película en la tele, basada en el libro “84, Charing Cross Road”, aunque yo por entonces no tenía ni idea de que el libro existiera. Era muy tarde, cerca de las cuatro de la mañana y la película estaba empezada. Aun así, me pareció magnífica. Decir que era sobria y contenida es caer en un recurso fácil: lo era, pero eso evidentemente no era lo más importante, ni siquiera el que sus actores fueran buenísimos. Su principal virtud, al menos eso me pareció aquella única vez que la vi, era su carácter de obra abierta, de boceto lo suficientemente estimulante como para que el espectador rellenara los vacíos con dos o tres o diez películas mentales que nada tenían que ver, al menos en apariencia, con lo que sucedía en la pantalla.

Las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las que no se alejan demasiado de la risa.

Hace poco me topé con el libro, “84, Charing Cross Road” (Anagrama, 2002), en el que se inspiraba la película y, contra lo que suele suceder, el libro me pareció aun mejor. Su autora es Helen Hanff y el volumen en cuestión, que tiene menos de cien páginas, está constituido por las cartas auténticas que la señorita Hanff, neoyorquina, pobre, judía, aspirante a escritora, le envía a un librero de Londres en los años posteriores a la segunda guerra mundial.
Las cartas, al principio, tratan exclusivamente sobre temas bibliófilos, pero la señorita Hanff no tarda en inmiscuirse en la vida de todos los empleados de la librería. ¿Cómo se inmiscuye? Pues enviando regalos “necesarios”, cosas como huevos en polvo (primera noticia: no tenía idea de que alguna vez se hubieran comercializado huevos en polvo), jamón, azúcar, café, hasta, pasado el tiempo, regalos no tan necesarios, como medias de nylon para las empleadas y para la esposa del librero. Regalos que emocionan a los ingleses (que tienen muchas cosas racionadas) y que emocionan al lector y que establecen una especie de hermandad entre la señorita Hanff y sus amistades epistolares.
Por supuesto, los ingleses también empiezan a enviar regalos a la señorita Hanff: colchas o manteles, libros raros, fotos. Llegado a este punto, el lector, para no quedarse atrás, se pone a llorar y en esas lágrimas, si uno quiere perder el tiempo observando sus propias lágrimas, algo nada recomendable, puede encontrar el oscuro mecanismo de ciertos textos de Dickens: las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las mejores lágrimas, asimismo, son las que no se alejan demasiado de la risa.
Hay algunas otras curiosidades en el libro de la admirable señorita Hanff (Filadelfia, 1918-Nueva York, 1997). Por ejemplo, el hecho demostrable de que jamás compraba un libro sin haberlo leído previamente en la Biblioteca Pública, es decir, estamos ante una gran relectora más que ante una gran lectora. Y otra más: su absoluto desdén por la ficción, que sólo con los años se fue atemperando. De esto último buena prueba es “84, Charing Cross Road”, en donde tanto las cartas de ella como las cartas de sus corresponsales londinenses son, contra lo que en ocasiones pudiera llevar a engaño, completamente auténticas.
Un último detalle: la librería Marks & Co, que se ocupaba de libros usados y que atendía a sus clientes en el 84 de Charing Cross Road, ya no existe. Pero sus buenos precios, su profundo buen hacer en materia libresca y la gentileza de sus empleados perviven en este libro como ejemplo para futuros libreros y librerías, dos especies en peligro de extinción.

Jaume Vallcorba y los premios
Lunes 23 de diciembre de 2002

Días de reconocimiento para Jaume Vallcorba, el fundador de la editorial en lengua catalana Quaderns Crema y de la editorial en lengua castellana El Acantilado, quien ha tenido buenas noticias. Imre Kertész obtuvo el Premio Nobel y nadie, hasta ese momento, se había fijado en él, salvo Vallcorba, que es un experto en descubrir restaurantes ocultos y libros y autores raros.
En realidad, Vallcorba es experto en muchas cosas. En cierta ocasión hablábamos de Guiraut de Bornelh, un trovador provenzal del que yo creía saber algo, y de Jaufré Rudel, y posiblemente hasta de Marcabrú, cuando de pronto Vallcorba se puso a recitar a estos tres trovadores en su lengua y yo diría que hasta con el acento que le imprimían al provenzal o al occitano en la época en que fueron compuestos los poemas, con las variantes regionales de cada caso. Son cosas que, dichas así, de golpe, podrían atemorizar a cualquiera. Quiero decir: su conocimiento exhaustivo de la literatura medieval o de la literatura latina, la punta de un iceberg profundo y sólido en donde gira, a veces de forma armoniosa y a veces de forma caótica, aquello que es de todos y que se llama cultura europea. Pero basta conocerlo para perder cualquier prevención o temor. La cultura, nos dice Jaume Vallcorba con cada cosa que hace, es juego y es riesgo (juego y riesgo de la inteligencia), y si al final no nos reímos, francamente no vale la pena.

Con cada cosa que hace, Vallcorba nos dice que la cultura es juego y riesgo (juego y riesgo de la inteligencia), y si al final no nos reímos, francamente no vale la pena.

Sólo así se entiende su catálogo y el prestigio que en tan pocos años ha alcanzado El Acantilado. ¿Quién, si no él, se iba a atrever a publicar a Stefan Zweig o a Schnitzler? ¿A Lafcadio Hearn, a
Bracque, a Satie? ¿Quién se podía dar el gustazo de publicar “El cantar de los cantares” de Guido Ceronetti, hacer una segunda edición de los “Líricos griegos arcaicos” de Juan Ferraté, cuando está bien claro, o parecía estarlo, que los únicos interesados en este libro ya teníamos la primera edición, publicada hace siglos en Seix Barral, y que por lo tanto no íbamos a comprar la suya, o, en el colmo de los colmos, “El sueño de Polífilo” de Francesco Colonna?
Pero lo verdaderamente increíble de Vallcorba, lo pienso ahora que él está en Estocolmo invitado por Kertész, es su actitud ante los libros, su incansable curiosidad, su increíble modestia. Modestia que se ha agudizado, si cabe, al serle otorgado este año el premio al mejor editor de España. Y que no le impide, ni mucho menos, seguir visitando librerías tan extrañas como los restaurantes en donde come, o conversando con autores inéditos que otros editores despacharían en medio minuto, o embarcándose (con sigilo, pero también con arrojo) en empresas en donde sólo se embarcan, hasta donde yo sé y conozco, sólo los catalanes, algunos catalanes. Es más, apretando la tuerca yo diría: algunos editores catalanes. He tenido la felicidad de conocer a tres. Uno me ha enseñado mucho. El otro es una persona encantadora, en el sentido medieval del término, para seguir la terminología del sacrificado Rudel. El tercero es Jaume Vallcorba, cuyo destino ignoro, pero cuya presencia agradezco a Dios. No por mí, que no creo en Dios y que ya leí todo lo que tenía que leer, sino por los lectores. Aunque también por mí.

Tiziano retrata a un hombre enfermo
Lunes 30 de diciembre de 2002

En los Uffizi, de Florencia, se encuentra este curioso lienzo de Tiziano. Durante un tiempo no se supo quién fue el autor del óleo. Primero fue atribuido a Leonardo y luego a Sebastiano del Piombo. Sin que esté probado de forma absoluta, hoy todos los críticos se inclinan por la autoría de Tiziano.
En el cuadro vemos a un hombre aún joven, de pelo largo y rizado, de color marrón oscuro, puede que con un ligero matiz rojizo, de barba y bigote, que, mientras posa, deja que su mirada se pierda hacia la derecha, probablemente en dirección a una ventana que no vemos, una ventana que, sin embargo, podemos imaginar cerrada, con las cortinas abiertas o suficientemente abiertas para que penetre en la estancia una luz amarilla, luz que el tiempo confundirá con los barnices que cubren el óleo.

El rostro del joven es hermoso y profundamente pensativo. Mira la ventana, si es que la mira, pero probablemente lo que ve sólo está sucediendo en el interior de su cabeza.

El rostro del joven es hermoso y profundamente pensativo. Mira la ventana, si es que la mira, pero probablemente lo que ve sólo está sucediendo en el interior de su cabeza. No se trata, sin embargo, de una huida. Tal vez Tiziano le dijo que se girara de aquella manera, que enfocara su rostro sobre aquella luz, y el joven lo único que ha hecho es obedecerle. Se diría, por otra parte, que tiene ante sí todo el tiempo del mundo. Con esto no quiero decir que el joven piensa que es inmortal. Bien al contrario. El joven sabe que la vida se renueva y que el arte de la renovación es, a menudo, la muerte. Su rostro denota inteligencia y en sus ojos y en sus labios es perceptible un ligero rictus de tristeza o tal vez, más que tristeza, de desgana, lo que no desdice que en determinado momento se sienta dueño de todo el tiempo del mundo, porque si bien es cierto que el hombre es una criatura del tiempo, conjeturalmente (o artísticamente, si me lo permiten) el tiempo también es una criatura del hombre.
De hecho, en este óleo el tiempo, que está retratado con los trazos de la invisibilidad, es un gatito posado sobre las manos del joven, manos enguantadas, o más bien mano derecha enguantada que se apoya sobre un libro, que es la exacta estatura del hombre enfermo, más que su abrigo con cuello de piel, más que su blusa, acaso de seda, más que su disposición ante el pintor y la posteridad, es decir la frágil memoria, que éste le garantiza o le vende. La mano izquierda no sé dónde está.
¿Cómo hubiera pintado un pintor medieval a ese hombre enfermo? ¿Cómo hubiera pintado un no figurativo del siglo veinte a ese hombre enfermo? Probablemente entre alaridos y gritos de terror. Juzgado por el ojo de un Dios incomprensible o atrapado en el laberinto de una sociedad incomprensible. Tiziano, por el contrario, nos lo entrega a nosotros, los espectadores del futuro, armado con las formas de la simpatía y de la comprensión.
Ese joven puede ser Dios o puedo ser yo. La risa de unos borrachos puede ser mi risa o puede ser mi poema. Esa Virgen tan simpática es mi amiga. Esa Virgen desconsolada es la larga marcha de mi gente. El niño que corre con los ojos cerrados por un jardín solitario somos nosotros.

Hojas escritas en la escalera de Jacob
Lunes 6 de enero de 2003

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.
Aún recuerdo mi vieja edición de “Crimen y castigo”, editado por Thor, de Buenos Aires, a doble columna, como si fuera un ejemplar, y tal vez lo era, de pulp fiction, libros baratos para leer y después olvidar en una estación de autobuses o en un café que no cierra hasta las cuatro de la mañana. ¿Qué hice con ese libro? No lo sé, probablemente perdió importancia de golpe apenas leí su última página y luego lo dejé olvidado en algún lugar. No lo atesoré, como ahora atesoro mis libros. Pero lo leí muy joven y a Raskolnikov no lo pude dejar olvidado en ninguna parte.
Lo mismo me pasó con Petrus Borel y con De Quincey. Lo mismo con Baudelaire (de cuyas “Flores del mal” he tenido más de diez ediciones) y con Mallarmé. Si pudiera reencontrar una vieja edición argentina o mexicana de “Igitur”, sin duda me sentiría feliz. No me pasó lo mismo con Rimbaud, o al menos yo no quise que me pasara lo mismo, ni con Lautreamont, pero al final sus libros también los perdí.

Suelo recorrer librerías de viejo y trato de encontrar allí los libros que yo perdí hace más de treinta años y en otro continente, con la esperanza y la ambición y la mala leche de quien busca sus primeros libros perdidos.

Buscar esos ejemplares o ejemplares parecidos, las mismas letras, la misma estructura, el mismo argumento, la sintaxis oscura o luminosa, me obliga a recordar, en cierta manera, la época en que fui joven y pobre y descuidado, aunque sepa que los mismos ejemplares, en rigor los mismos, ya son inencontrables, y que empeñarme en tal tarea es como internarme en la Florida en busca de la fuente de El Dorado.
Aun así, suelo recorrer librerías de viejo y revisar lotes de libros olvidados por otros o vendidos en un mal momento, y trato de encontrar allí, en esos rincones, los libros que yo perdí u olvidé hace más de treinta años y en otro continente, con la esperanza y la ambición y la mala leche de quien busca sus primeros libros perdidos, libros que en el caso de encontrarlos no leería, ciertamente, pues ya los leí hasta la extenuación, sino que miraría y tocaría, como el avaro acaricia las monedas que lo sepultan.
Pero los libros nada tienen que ver con la avaricia, aunque con las monedas sí. Los libros son como fantasmas. ¡Otra bandeja de empanadas! ¡Feliz año 2003! ¡Música, maestro!

La traducción es un yunque
Lunes 13 de enero de 2003

¿Qué es lo que hace que un autor tan apreciado por quienes hablamos español sea un autor de segunda o tercera fila, cuando no un absoluto desconocido, entre quienes se comunican en otras lenguas? El caso de Quevedo, recordaba Borges, tal vez sea el más flagrante. ¿Por qué Quevedo no es un poeta vivo, es decir digno de relecturas y reinterpretaciones y ramificaciones, en ámbitos foráneos a la lengua española? Lo que lleva directamente a otra pregunta: ¿por qué consideramos nosotros a Quevedo nuestro más alto poeta? ¿O por qué Quevedo y Góngora son nuestros dos más altos poetas?
Cervantes, que en vida fue menospreciado y tenido por menos, es nuestro más alto novelista. Sobre esto no hay casi discusión. También es el más alto novelista, según algunos el inventor de la novela, en tierras donde no se habla español y donde la obra de Cervantes se conoce, sobre todo, gracias a traducciones.
Estas traducciones pueden ser buenas o pueden no serlo, lo que no es óbice para que la razón del Quijote se imponga o impregne la imaginación de miles de lectores, a quienes no les importa ni el lujo verbal ni el ritmo ni la fuerza de la prosodia cervantina que obviamente cualquier traducción, por buena que sea, desdibuja o disuelve.
Sterne le debe mucho a Cervantes y en el siglo XIX, el siglo novelístico por excelencia, también Dickens. Ninguno de los dos, es casi una obviedad decirlo, sabía español, por lo que se deduce que leyeron las aventuras del Quijote en inglés. Lo portentoso -y sin embargo natural en este caso- es que esas traducciones, buenas o no, supieron transmitir lo que en el caso de Quevedo o de Góngora no supieron ni probablemente jamás sabrán: aquello que distingue una obra maestra absoluta de una obra maestra a secas, o, si es posible decirlo, una literatura viva, una literatura patrimonio de todos los hombres, de una literatura que sólo es patrimonio de determinada tribu o de un segmento de determinada tribu.

¿Cómo reconocer una obra de arte? ¿Cómo separarla, aunque sólo sea un momento, de su aparato crítico, de sus exégetas, de sus incansables plagiarios, de sus ninguneadores? Es fácil. Hay que traducirla.

Borges, que escribió obras maestras absolutas, ya lo explicó en cierta ocasión. La historia es así. Borges va al teatro a ver una representación de Macbeth. La traducción es infame, la puesta en escena es infame, los actores son infames, la escenografía es infame. Hasta las butacas del teatro son incomodísimas. Sin embargo, cuando se apagan las luces y comienza la obra, el espectador, Borges uno de ellos, vuelve a sumergirse en el destino de aquellos seres que atraviesan el tiempo y vuelve a temblar con aquello que a falta de una palabra mejor llamaremos magia. Algo similar sucede con las representaciones populares de la Pasión. Esos voluntariosos actores improvisados que una vez al año escenifican la crucifixión de Cristo y que emergen del ridículo más espantoso o de las situaciones más inconscientemente heréticas montados en el misterio, que no es tal misterio, sino una obra de arte.
¿Cómo reconocer una obra de arte? ¿Cómo separarla, aunque sólo sea un momento, de su aparato crítico, de sus exégetas, de sus incansables plagiarios, de sus ninguneadores, de su final destino de soledad? Es fácil. Hay que traducirla. Que el traductor no sea una lumbrera. Hay que arrancarle páginas al azar. Hay que dejarla tirada en un desván. Si después de todo esto aparece un joven y la lee, y tras leerla la hace suya, y le es fiel (o infiel, qué más da) y la reinterpreta y la acompaña en su viaje a los límites y ambos se enriquecen y el joven añade un gramo de valor a su valor natural, estamos ante algo, una máquina o un libro, capaz de hablar a todos los seres humanos: no un campo labrado sino una montaña, no la imagen del bosque oscuro sino el bosque oscuro, no una bandada de pájaros sino el Ruiseñor.

El humor en el rellano
Lunes 20 de enero de 2003

Cortázar se quejaba de la carencia de una literatura erótica en el ámbito latinoamericano. Con la misma razón hubiera podido quejarse de la ausencia de una literatura humorística. Los clásicos, por llamarlos de alguna manera, quiero decir los clásicos de nuestros países en desarrollo, sacrificaron el humor en aras de un romanticismo cursi y en aras de textos pedagógicos o, en algunos casos, de denuncia, que mal resisten el paso del tiempo y que si se mantienen es por un afán voluntarista de bibliófilo, no por el valor real, el peso real de esa literatura.
En algunos modernistas o vanguardistas tempranos es dable leer, sin embargo, páginas de humor de ley. No son muchos, pero son. Recuerdo a Tablada, textos muy poco conocidos de Amado Nervo, fragmentos en prosa de Darío, cuentos de horror y humor de Lugones, las primeras incursiones de Macedonio Fernández. Posiblemente, sobre todo en el caso de Nervo, este humor es involuntario. Los hay también, excelentes prosistas y poetas, en cuya obra el humor brilla por su ausencia. Martí es el máximo exponente de este tipo de escritores, pese a “La edad de oro”.

En la literatura latinoamericana, los escritores que se ríen son contados con los dedos, y en no pocas ocasiones su risa es amarga.

Podría decirse que en la Latinoamérica rural, provinciana, el humor es un ejercicio en decadencia y que sólo vuelve a renacer con la llegada masiva de los emigrantes de principios del siglo XX. Nuestros próceres, que en materia de pensamiento casi siempre fueron unos patanes, desconocieron a Voltaire y a Diderot y a Lichtenberg, y en el colmo de los colmos no leyeron nunca o mal leyeron o dijeron que habían leído, mintiendo como bellacos, al Arcipreste de Hita, a Cervantes, a Quevedo.
Es en el siglo XX cuando el humor, tímidamente, se instala en nuestra literatura. Por supuesto, los practicantes son una minoría. La mayoría hace poesía lírica o épica o se refocila imaginando al superhombre o al líder obrero ejemplar o deshojando las florecillas de la Santa Madre Iglesia. Los que se ríen (y su risa en no pocas ocasiones es amarga) son contados con los dedos. Borges y Bioy, sin ningún género de dudas, escriben los mejores libros humorísticos bajo el disfraz de H. Bustos Domecq, un heterónimo a menudo más real, si se me permite esta palabra, que los heterónimos de Pessoa, y cuyos relatos, desde los “Seis problemas para don Isidro Parodi” hasta los “Nuevos cuentos de H. Bustos Domecq”, deberían figurar en cualquier antología que sea algo más que un poco de basura, como hubiera dicho don Honorio, precisamente. O no.
Pocos escritores acompañan a Borges y a Bioy en esta andadura. Cortázar, sin duda, pero no Arlt, que como Onetti opta por el abismo seco y silencioso. Vargas Llosa en dos libros y Manuel Puig en dos, pero no Sábato ni Reinaldo Arenas, que contemplan hechizados el destino latinoamericano. En poesía, antaño un lugar privilegiado para la risa, la situación es mucho peor: uno diría que todos los poetas latinoamericanos, inocentes o de plano necios, se debaten entre Shelley y Byron, entre el flujo verbal, inalcanzable, de Darío, y las expectativas nerudianas de hacer carrera. Enfermos de lírica, enfermos de otredad, la poesía latinoamericana camina a buen paso hacia la destrucción. El bando de lo que en Chile se llama muy apropiadamente tontos graves es cada vez mayor. Si releemos a Paz o si releemos a Huidobro advertiremos una ausencia de humor, una ausencia que a la postre resulta ser una cómoda máscara, la máscara pétrea. Menos mal que tenemos a Nicanor Parra. Menos mal que la tribu de Parra aún no se rinde.

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OTROS ARTICULOS

Clarín, 25.03.2001
ROBERTO BOLAÑO
Un narrador en la intimidad

En este texto exclusivo, el narrador chileno muestra los secretos de su escritura con humor desopilante. Un tono irreverente que vuelve a aparecer en "Nocturno de Chile", la última novela que acaba de publicar Anagrama.
ROBERTO BOLAÑO


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Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay ventanas. A mí me gustaría, por supuesto, que hubiera algo, una lámpara, algunos libros, un ligero aroma de valentía, pero la verdad es que no hay nada.
A veces, sin embargo, cuando soy víctima de irrefrenables ataques de optimismo (que finalizan, por otra parte, en alergias espantosas) mi cocina literaria se transforma en un castillo medieval (con cocina) o en un departamento en Nueva York (con cocina y vistas de privilegio) o en una ruca en los faldeos cordilleranos (sin cocina, pero con una fogata). Metido en estos trances generalmente hago lo que hace toda la gente: pierdo el equilibrio y pienso que soy inmortal. No quiero decir inmortal literariamente hablando, pues esto sólo lo puede pensar un imbécil y a tanto no llego, sino literalmente inmortal, como los perros y los niños y los buenos ciudadanos que aún no se han enfermado. Por suerte, o por desgracia, todo ataque de optimismo tiene un principio y un final. Si no tuviera final, el ataque de optimismo se convertiría en vocación política. O en mensaje religioso. Y de ahí a sepultar libros (prefiero no decir "quemarlos" porque sería exagerar) hay un solo paso. Lo cierto es que, al menos en mi caso, los ataques de optimismo se acaban, y con ellos se acaba la cocina literaria, se desvanece en el aire la cocina literaria, y sólo quedo yo, convaleciente, y un ligerísimo aroma de ollas sucias, platos mal rebañados, salsas podridas.
La cocina literaria, me digo a veces, es una cuestión de gusto, es decir es un campo en donde la memoria y la ética (o la moral, si se me permite usar esta palabra) juegan un juego cuyas reglas desconozco. El talento y la excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no participan. La audacia y el valor sí participan, pero sólo en momentos puntuales, lo que equivale a decir que no participan en exceso. El sufrimiento participa, el dolor participa, la muerte participa, pero con la condición de que jueguen riéndose. Digamos, como un detalle inexcusable de cortesía.
Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.
Si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la cocina de Silvina Ocampo, en la de Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y poeta mexicana Carmen Boullosa, en la de Simone de Beauvoir. Entre otras razones, porque son cocinas que están más limpias.
Algunas noches sueño con mi cocina literaria. Es enorme, como tres estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas interminables en donde se amontonan todos los seres vivos de la tierra, los extinguidos y los que dentro de no mucho se extinguirán, iluminada de forma heterodoxa, en algunas zonas con reflectores antiaéreos y en otras con teas, y por supuesto no faltan zonas oscuras en donde solamente se vislumbran sombras anhelantes o amenazantes, y grandes pantallas en las cuales se observan, con el rabillo del ojo, películas mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la pesadilla, yo me paseo por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me preparo un huevo frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con una enorme sensación de cansancio.
No sé lo que se debe hacer en una cocina literaria, pero sí sé lo que no se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario merece que lo cuelguen en la plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como todos sabemos, tenía más razón que un santo.
Así que este punto queda claro: no se debe plagiar, a menos que desees que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los plagiarios, hoy en día, no los cuelgan. Por el contrario, reciben becas, premios, cargos públicos, y, en el mejor de los casos, se convierten en best-sellers y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío político de la patria.
En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin dar ni pedir cuartel.

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El Mundo, Miércoles, 11 de agosto de 1999

LAS 100 JOYAS DEL MILENIO/NUMERO 45
ROBERTO BOLAÑO

De la diferencia a la dignidad

En el recuerdo de mis lecturas juveniles hay cuatro novelas cortas escritas por autores que más bien solían escribir novelas largas, cuatro novelas que al cabo de los años conservan toda su carga explosiva original, como si tras estallar en una primera lectura volvieran a estallar en una segunda y en una tercera lectura y así sucesivamente, sin llegar nunca a agotarse. Son, sin lugar a dudas, obras perfectas. Las cuatro hablan de derrotas, pero convierten la derrota en una especie de agujero negro: el lector que meta su cabeza allí sale temblando, helado de frío o cubierto de sudor. Son perfectas y son ácidas. Son precisas: la mano que maneja la pluma es la de un neurocirujano. Y son también una fiesta del movimiento: la velocidad de sus páginas hasta entonces era inédita en la literatura de lengua española. Estas novelas son El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.
No creo que sea casual que los cuatro autores se conocieran y fueran amigos, que miraran con curiosidad lo que los otros iban escribiendo, y que estas cuatro joyas se escribieran, si la memoria no me engaña, en la década de los 60 (aunque puede que El perseguidor sea de los 50), prodigiosa para los latinoamericanos, con todo lo que arrastra de bueno y de malo ese adjetivo.
Con estas cuatro novelas (si sus autores no hubieran escrito nada más, que no es el caso) sería suficiente para crear una literatura.
De las cuatro, Los cachorros es probablemente la más ácida, la que tiene el ritmo más endiablado y en donde las voces, la multiplicidad de hablas, está más viva. También es la más complicada, al menos desde el punto de vista formal. Escrita la primera versión en 1965, es decir, cuando Vargas Llosa tenía 29 años y era el más joven de los autores del Boom, la versión definitiva data de 1966 y se publica originalmente en Lumen acompañada de fotografías de Xavier Miserachs. En apariencia Los cachorros no puede ser más sencilla. Narra, desde diferentes voces, desde diferentes ángulos (uno estaría tentado a decir torsiones, las que realiza el escritor y que a menudo son ejemplos prácticos y magistrales, de todo cuanto puede hacerse con nuestro idioma), la vida de Pichula Cuéllar, un chico de la clase media alta limeña, y lo narra desde las voces de sus amigos de infancia, chicos semejantes a Pichula Cuéllar, residentes o ciudadanos del barrio limeño de Miraflores, algo que deja su rúbrica, los futuros señores del Perú.
Pero Pichula Cuéllar sufre un accidente que lo marcará por el resto de su vida y que lo hace diferente; la novela es la profundización en esa diferencia. Es el intento colectivo por explicar esa diferencia, el progresivo distanciamiento de Pichula Cuéllar de sus iguales hasta alcanzar una distancia abismal, de relato de terror mezclado con el relato de costumbres. Una distancia, por otra parte, pendular, con flujos y reflujos, pues si bien Cuéllar se va alejando de sus iguales, no por ello deja de ser uno más del grupo, y en esa medida sus intentos de aproximación suelen ser más dolorosos, más reveladores de la fotografía de conjunto, que su distanciamiento radical. El descenso a los infiernos, narrado entre grititos y susurros, es, de alguna manera, el descenso a otro tipo de infierno al que se verán abocados los narradores. De hecho, lo que aterroriza a los narradores es que Pichula Cuéllar es uno de ellos, y que empeña, de forma natural, su voluntad en ser uno de ellos, y que únicamente la fatalidad lo hace diferente. En esa diferencia, los narradores pueden verse a sí mismos en su real estatura, el infierno al que ellos hubieran podido llegar y no llegan.
Toda anomalía es infernal, aunque tras la destrucción de Cuéllar lo que las voces que arman el relato tienen ante sí es la planicie de la madurez, la tranquila destrucción de sus cuerpos, la resignada y total aceptación de una mediocridad burguesa a la que Cuéllar se ha sustraído mediante el horror, un precio sin duda demasiado alto, el único precio posible, como parece sugerirnos en algunos momentos el joven Vargas Llosa.
He hablado antes de la velocidad que tienen Los cachorros y sus tres hermanas gemelas. No hablé de su musicalidad, una musicalidad sustentada en el habla cotidiana, en las voces que puntúan el relato, y que se imbrica con la velocidad del texto. Velocidad y musicalidad son dos constantes en Los cachorros y de alguna manera este ejercicio magistral sobre la velocidad y la musicalidad le sirve a Vargas Llosa de ensayo para la que poco después sería una de sus grandes novelas y una de las mejores escritas en español del siglo XX: Conversación en La Catedral (publicada en 1969), cuya forma, original y arriesgada, guarda más de un parecido con Los cachorros.
Los jefes es el primer libro de Vargas Llosa. Entre sus relatos hay uno en donde aparece por primera vez el sargento Lituma, que recorre como un camaleón toda la obra de Vargas Llosa, otro cuenta los flecos de una traición, entre la maligna broma de un viejo, otro un doble duelo, otro un episodio caciquil. Todos son fríos y objetivos. En todos se vislumbra una dignidad desesperada.

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El País. Lunes, 21 de enero de 2002

Las palabras y los gestos

ROBERTO BOLAÑO

Era un gran escritor. Un gran hombre. Así hay que empezar siempre, decía un socorrista de la Cruz Roja. El parche antes de la herida. Pero resulta sofocante, en cierto modo, el alud de elogios en el día de su muerte. ¿Que murió con un ademán impasible, sin mover ni un músculo de la cara? Esa afirmación, ridícula e intrascendente, nada añade a un prestigio fundado tanto en las palabras como en los gestos.
¿Cómo murió Luis Martín-Santos, dando gritos, quejándose con un hilo de voz? ¿Cómo murió Juan Benet, perdido en un laberinto, viendo desfilar los fantasmas de España detrás de una catarata de lágrimas o de caspa o de piedad? Resulta sofocante el alud de elogios. Hoy he leído que Arrabal, junto con dos de sus amigos prestigiosos, consideraba a Cela el más grande escritor vivo universal. Quiero pensar que el dolor, seguramente, hace delirar. ¿Qué impulsa o qué sostiene tanta unanimidad? ¿El Nobel? ¿Son las hordas de Benavente que vuelven con muletas del olvido? Tanta unanimidad, francamente, asquea. Tanto crítico literario improvisado, tanto universitario mediocre, tanto funcionariado suelto.
Ni siquiera Cela, que tantas cosas hizo, y que algunas, quiero creer, las hizo solo y bien, se merece algo así. Ningún escritor de verdad se merece algo así. La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y de las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino el ejemplo.
Entre el macho anciano y el caballero perplejo, entre el Dalí entrado en carnes y el académico inmóvil, entre el hombre que ganó todos los premios y el tipo que despreció olímpicamente a todos los maricones, hay un hueco secreto para el mejor Cela, uno de los mejores prosistas, en plural, de la España de la segunda mitad del siglo XX, un ser humano feliz con Marina, un tipo peligrosamente parecido a nosotros.

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El principio del Apocalipsis

ROBERTO BOLAÑO
EL MUNDO 24/10/2001

Historia de Mayta, como casi todas las obras de Vargas Llosa (excepción hecha de su novela erótica), se presta a más de una o dos lecturas.Se puede leer como el sueño de unos jóvenes pobres e ingenuos, que no tarda en convertirse en pesadilla, y se puede leer, también, como el transcurso obstinado de una pesadilla que, para sopresa de todos, cada vez se hace más soportable, más cotidiana, más triste y más irremediable, y también acepta una lectura como nota a pie de página, tanto por su estructura como por su argumento o discurso, de su obra maestra Conversación en La Catedral, e incluso se puede leer como epílogo o como estudio agregado o como excrecencia de otra de sus grandes obras, La guerra del fin del mundo, novela ésta cuya lectura, en los tiempos que corren, a mí al menos me resulta más reveladora que El corazón de las tinieblas, de Conrad, que el propio Vargas Llosa recomienda para aproximarnos al enfrentamiento entre Oriente y Occidente, entre civilización y barbarie.
Por supuesto, también se puede leer como un cuadro de una situación cultural y política no sólo peruana sino latinoamericana, la de los años que van desde finales de los 50 y principios de los 60, con las primeras luchas armadas, luchas hechas en nombre de la revolución y por tanto de la Ilustración, hasta los años 80, la época de Sendero Luminoso y las guerrillas milenaristas, en donde se desata, sobre todo en Perú, aquello que se dio en llamar el horror latinoamericano.
Historia de Mayta nos pone en la peor de las situaciones. La guerrilla avanza por todas partes, barriéndolo todo, tanto a los representantes de la derecha como a los de la izquierda no dogmática, con un trasfondo que se asemeja a ciertas pinturas de Brueghel o a una invasión de extraterrestres. El paisaje, ciertamente, es exagerado, pero en modo alguno inverosímil. Los limeños viven en una suerte de estado de sitio permanente y la violencia extrema es ejercida no sólo por la guerrilla milenarista sino también por la Policía y el Ejército y también por los escuadrones de la muerte. En medio de este caos, un escritor o un periodista, que puede ser Vargas Llosa o no, se decide a escribir la historia de la primera guerrilla peruana, iniciada en 1958, antes incluso de la toma del poder por Fidel Castro.

El logro mayor de la novela

Y aquí aparece Mayta, cuyo retrato es, posiblemente, el logro mayor de esta novela. Mayta no es un muchacho, pero se comporta como un muchacho, es decir, Mayta permanece en una especie de adolescencia premeditada, no se sabe a ciencia cierta si buscada o aceptada con resignación. Mayta es, objetivamente, un inadaptado, pero no es violento ni manipulador ni mucho menos un nihilista.Mayta milita en un partido trotskista de siete miembros, escisión de otro partido trotskista de 20, pero antes lo ha hecho en el partido comunista y antes en el APRA, y de todos se ha marchado por su natural disposición a disentir y a dudar. A Mayta le gustaría ducharse todos los días pero en el cuarto que alquila no hay ducha y se tiene que conformar con ir a los baños públicos una vez cada tres días. Mayta es gordo y nadie diría de él que es atractivo y también es homosexual en una época en que ser homosexual estaba considerado, en Perú y en Latinoamérica, una desviación infame.
Por tanto Mayta oculta su homosexualidad, sobre todo a sus compañeros (pues la izquierda y la derecha, tratándose de temas sexuales, siempre han marchado como hermanos siameses en Latinoamérica) y la sublima o la aplasta bajo una montaña de trabajos de propaganda o militancia o alimenticios que asume con la disposición de un santo. En gran medida, eso es lo que es Mayta: un santo contemporáneo, tentado por el diablo en el desierto, cuyo grado de solidaridad (o de prístina fe) es tan grande que se antoja monstruoso.
Bastaría con esto para que la novela de Vargas Llosa fuera memorable.Pero hay más: el joven alférez que inspira la guerrilla, un caudillo ingenuo e impetuoso cuya fragilidad, intuida desde el primer momento, mientras suena en un pickup un mambo o un bolero, se advierte con los caracteres del fin de la inocencia; los compañeros reciclados de Mayta y sus distintas versiones de éste; las pequeñas historias que el periodista va escuchando y que, en apariencia, nada tienen que ver con la novela pero que constituyen, todas juntas, un entramado riquísimo; la historia del profesor Ubilluz, una posible versión del intelectual criollo y provinciano por excelencia; la composición de la novela, tan similar a un rompecabezas que se va armando en el abismo; el sentido del humor de Vargas Llosa, que salta, a la manera balzaquiana, incluso por encima de sus propias convicciones políticas; las convicciones políticas que ceden, como sólo les sucede a los escritores verdaderos, ante las convicciones literarias. Y finalmente la simpatía y la piedad, que acaso otros llamen objetividad, por sus propios personajes.

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El gran fresco del Renacimiento
ROBERTO BOLAÑO
EL MUNDO 06/04/2001

Durante la primera mitad del siglo XX, en Buenos Aires, vivieron y formaron parte de una misma generación, y por lo tanto se conocieron, escritores de la talla de Roberto Arlt, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges. Algunos tuvieron como maestro a Macedonio Fernández. Como si esto no bastara, un día llegó a la Argentina Witold Gombrowicz y allí se quedó.
A este grupo disímil perteneció Manuel Mujica Láinez, a simple vista el menos profesional de todos, en el sentido en que nos es difícil imaginar a Mujica Láinez como un escritor que vive de y para la literatura, sino más bien todo lo contrario, es decir un hombre que vive de rentas y que dedica sus ocios, por otra parte escasos, a escribir novelas sin otra ambición que la de ser leídas por su amplio grupo de amigos. Sin embargo, Mujica Láinez fue tal vez el más prolífico de los narradores argentinos de su tiempo.
No el más ambicioso ni el más seminal (un papel reservado probablemente a Julio Cortázar y Ernesto Sábato), ni el más cercano a la realidad argentina (un papel que se le puede adjudicar, según baje o suba el grado de delirio, a Arlt, a Cortázar, a Sábato, a Bioy), ni el más adelantado en concebir estructuras literarias capaces de internarse por territorios ignotos (como Borges y Cortázar), ni el que más ahonda en el misterio de la lengua (reino absoluto de Jorge Luis Borges, que además de ser un gran prosista, no hay que olvidarlo, fue un gran poeta). Mujica Láinez, en este sentido, fue de una discreción absoluta. De hecho, su figura, junto a la de esos escritores irrepetibles y gigantescos como Borges, Cortázar, Arlt, Bioy Casares y Sábato, parece empequeñecerse y buscar un refugio tranquilo en la literatura estrictamente argentina, el refugio de las literaturas provincianas, pero esta impresión, a poco que se lea su obra, resulta absolutamente equivocada.
Desde su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires (1938), es dable hallar en las páginas de Mujica Láinez dos constantes que lo acompañarán durante toda su vida de escritor. Por un lado, un manejo exquisito del idioma, que es preciso, rico, lleno de variantes, sin caer nunca en el español recargado y castizo. Por otro lado, y esto es posiblemente lo que de verdad importa, una disposición feliz ante el hecho de narrar.
Es verdad que nunca asumió riesgos muy grandes y que comparado con los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX su obra, de alguna manera, es la obra de un autor menor. ¡Pero qué lujo de autor menor! Capaz de escribir, por ejemplo, Misteriosa Buenos Aires, o El viaje de los siete demonios, o El unicornio, o Los viajeros, todos ellos libros gratos de leer, libros discretos (y también algo nerviosos) como su autor, y suficientes como para asegurarle su nombradía al lado de autores, asimismo menores, como Mallea o José Bianco.
Pero Mujica Láinez aún nos tenía reservada su mayor sorpresa y esta sorpresa es Bomarzo. Publicada en 1962, la novela obtuvo el Premio Nacional de Literatura argentino y después el premio John F. Kennedy, en 1964, premio compartido con Rayuela, de Cortázar, el cual (como nos recuerda Marcos Ricardo Barnatán) le sugirió a Mujica Láinez la posibilidad de publicar ambas novelas en una edición conjunta y con un título único, que podía ser Ramarzo o Boyuela.
Mi generación, demás está decirlo, se enamoró de Rayuela, porque eso era lo justo y lo necesario y lo que nos salvaba, y sólo leímos Bomarzo algunos años después, casi como un ejercicio de arqueología. Contra lo que esperábamos, no salimos indemnes de esta lectura, entre otras cosas porque nadie o casi nadie puede salir indemne de cualquier lectura y mucho menos si son las más de 600 páginas de Bomarzo, una novela feliz, es decir una novela que hará feliz a todo lector mínimamente sensible, es decir inocente, y que no le enseñará nada a ningún escritor joven.
La vida y aventuras del duque de Orsini, las mil aventuras del duque y sus incontables desgracias y hazañas son el escenario en donde se despliega una escritura, un arte de narrar, que al tiempo que recuerda a los clásicos del siglo XIX, introduce lujos apócrifos del siglo XVI, el siglo del monstruoso y angelical Orsini.
A simple vista Bomarzo se asemeja a una novela de resistencia, a una novela de supervivencia, a una novela histórica, a una novela de intriga, a un folletón. Puede que sea, efectivamente, todas esas cosas.
Pero también es muchas cosas más: es una novela sobre el arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela. También es, entre líneas, el comentario o el epílogo jocoso que Mujica Láinez hace de sí mismo y de su familia. Y también es, por supuesto, una novela para leer en voz alta y en familia, aunque esta última posibilidad siempre conlleva el riesgo de que los niños huyan en tropel.
Después de Bomarzo poco más es lo que le restaba por decir a Mujica Láinez. Viajó mucho y como un señor por diferentes lugares del planeta. Escribió De milagros y melancolías y El gran teatro, aparentemente sin la más mínima dificultad.
Y antes de morir, en 1984, a la edad de 74 años, tuvo tiempo para escribir y publicar, en 1982, El escarabajo, una novela de más de 500 páginas que narra las vicisitudes de los poseedores de un talismán egipcio a través del tiempo, y que es una obra inteligente, bien escrita, grata de leer (posiblemente grata de escribir), con dosificadas gotas de humor, dolor y algo de turismo, una novela feliz como la mayoría de sus obras.

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Números
Consejos sobre el arte de escribir cuentos
Roberto Bolaño

Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.

1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte.

2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.

3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los espejos amantes.

4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral.

5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.

6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.

7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!

8) Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges.

9) La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.

10) Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.

11) Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.

12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo.

Roberto Bolaño nació en 1953 en Chile, pero vive en España desde 1977. Desde la publicación de La literatura nazi en América (Seix Barral, Barcelona, 1996), se ha convertido en uno de los escritores latinoamericanos más apreciados internacionalmente. Otras obras suyas incluyen las novelas Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, escrita en colaboración con Antoni García Porta (Premio Ambito Literario de narrativa), Estrella distante (Anagrama, Barcelona, 1996) y Los detectives salvajes (reseñada por Róger Lindo en Avalovara Septiembre, 2001); y un libro de cuentos, Llamadas telefónicas (Anagrama, Barcelona, 1997). También dirigió una efímera revista y editorial: Rimbaud vuelve a casa (1978). El ensayo Números apareció publicado por primera vez en la revista Quimera (166, Febrero 1998, Barcelona).

Avalovara, noviembre de 2001

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Un paseo por el abismo

Por Roberto Bolaño

“Mantra es una novela caleidoscópica, recorrida por un humor feroz, en ocasiones excesiva, escrita con una prosa de rarísima precisión que se permite oscilar entre el documento antropológico y el delirio de las madrugadas de una ciudad”

De las muchas novelas que se han escrito sobre México, las mejores probablemente sean las inglesas y alguna que otra norteamericana. D.H. Lawrence prueba la novela agonista, Graham Greene la novela moral y Malcolm Lowry la novela total, es decir la novela que se sumerge en el caos (que es la materia misma de la novela ideal) y que trata de ordenarlo y hacerlo legible. Pocos escritores mexicanos contemporáneos, con la posible excepción de Carlos Fuentes y Fernando del Paso, han emprendido semejante empresa, como si tal esfuerzo les estuviera vedado de antemano o como si aquello que llamamos México y que también es una selva o un desierto o una abigarrada muchedumbre sin rostro, fuera un territorio reservado únicamente para el extranjero.
Rodrigo Fresán cumple con creces éste y otros requisitos para escribir sobre México. Mantra es una novela caleidoscópica, recorrida por un humor feroz, en ocasiones excesiva, escrita con una prosa de rarísima precisión que se permite oscilar entre el documento antropológico y el delirio de las madrugadas de una ciudad, el Distrito Federal, que se superpone a otras ciudades de su subsuelo como si se tratara de una serpiente que se traga a sí misma.
La novela, aparentemente (y digo aparentemente pues todo en esta novela puede llegar a ser aparente, aunque sus partes estén ensambladas con exactitud matemática), está dividida en tres grandes capítulos. El primero está narrado por un niño argentino y transcurre en Argentina, tras la llegada al colegio de un nuevo alumno, un niño mexicano que pasa, en menos de un minuto, de posible víctima a líder del grupo mediante el ingenioso (y peligrosísimo) truco de jugar, cuando el profesor lo deja solo, a la ruleta rusa, con una pistola de verdad, delante de sus nuevos compañeros.
El niño, Martín Mantra, es la encarnación del niño terrible por excelencia: hijo de dos actores de telenovelas, acude al colegio acompañado por un guardaespaldas ex luchador enmascarado, y piensa revolucionar el mundo del cine y de la televisión. La visión de México, del lugar de donde viene ese niño increíble, está mediatizada por el niño y por los recuerdos de la propia infancia del narrador argentino y por algo que nunca se dice claramente pero que en ocasiones se asemeja a una enfermedad o a un desplome social y que tal vez sólo sea la ausencia definitiva de la infancia.
La figura simbólica que preside esta primera parte es la de un héroe del pasado, el general (posmortem) Gervasio Vicario Cabrera, mexicano despistado que luchó en la guerra de Independencia de Argentina, víctima de un fusilamiento a todas luces apresurado, de igual forma que la figura simbólica que preside la tercera parte es la de un robot cuya sombra se discierne confundida con las primeras palabras de Pedro Páramo.
El segundo capítulo, a mi juicio el mejor, está construido alfabéticamente, como un diccionario del DF o como un diccionario del abismo. Es, también, la parte más extensa de la novela, de la página 144 a la página 510. Su lectura es abierta: se puede leer linealmente o bien el lector puede entrar por la letra que prefiera. El narrador esta vez es un francés, un francés que sólo ha oído hablar de Martín Mantra y que viaja a México para matar y morir. E incluso para seguir matando después de muerto. Entre las múltiples líneas argumentales que se cruzan como relámpagos, está la vida de Joan Vollmer, muerta en el DF mientras jugaba a Guillermo Tell con Burroughs, su marido, en el papel de Guillermo; y la historia de los luchadores enmascarados mexicanos y la historia de la película nouvelle vague que quiso hacer en Francia uno de estos luchadores enmascarados; y la historia del LIM, el lenguaje internacional de los muertos; y la historia de los monstruos mexicanos y de la pornografía mexicana; y la historia del grupo de rock femenino Anorexia & susFlaquitas; y la historia de Martín Mantra como guerrillero milenarista y mediático; sin que falte incluso una historia de amor, pero en París, entre el narrador francés y una joven mexicana.
Palabras de Mantra extraídas al azar: En el apartado “Telenovelas” el lector puede leer: “Las telenovelas son como noticieros mutantes”. En el apartado “Televisores”: “Y me preguntarás cuál es la marca de estos televisores muertos que miran los muertos y te responderé (...) que estas pantallas zombis donde los zombis dan de comer a sus ojos zombis son marca Sonby”. En el apartado “Vómito”: “Así me habla Joan Vollmer, esto es lo que me dice mientras fuma varios cigarrillos invisibles. Me dice que son cigarrillos de marca diferente: unos la hacen hablar en primera persona, otros en tercera persona, en ese entrecortado y espasmódico idioma sísmico que es el Lenguaje Internacional de los Muertos”.
Así pues, los muertos hablan un lenguaje cuya cadencia se asemeja a un temblor. Y Mantra, eso lo descubrimos a medida que nos vamos internando en las distintas capas superpuestas de la novela, se va llenando de muertos, de todos los muertos de México, desde los muertos ilustres hasta los muertos anónimos. Y el temblor que el lector percibe es el temblor del LIM, un lenguaje que también sirve para hacer novelas siempre y cuando éstas se escriban en orden alfabético.
La tercera y última parte de la novela es una fábula futurista. La Ciudad de México ya no existe, aplastada por terremotos permanentes, y entre esas ruinas se alza una nueva ciudad llamada Nueva Tenochtitlán del Temblor. Un robot vuelve al corazón de esa ciudad extraña a buscar a su padre creador, un tal Mantrax. Así se lo ha prometido a su madrecita computadora. Evidentemente, nos hallamos ante una nueva versión de Pedro Páramo o ante el encuentro azaroso, al pie de una piedra de sacrificios, de Pedro Páramo de Rulfo y 2001 de Kubrick, con un final sorprendente.
Pocas novelas tan apasionantes he leído en los últimos años. Con Mantra es con la que más me he reído, la que me ha parecido más virtuosa y al mismo tiempo más gamberra; su carga de melancolía es inagotable, pero siempre está asociada al fenómeno estético, nunca a la cursilería ni al sentimentalismo siempre en boga en la literatura en lengua española. Es una novela sobre México, pero en realidad, como toda gran novela, de lo que verdaderamente trata es sobre el paso del tiempo, sobre la posibilidad e imposibilidad de los sueños. Y también trata, en un plano casi secreto, sobre el arte de hacer literatura, aunque muy pocos se den cuenta de eso.

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Horacio Castellanos Moya: la voluntad de estilo
Por Roberto Bolaño

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La primera persona que me habló de Castellanos Moya fue el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, después de comernos una paella en Blanes en compañía del crítico español Ignacio Echevarría. La segunda persona que me habló de él fue Juan Villoro. De esto ya hace algún tiempo. Por supuesto, intenté buscar, sin mucha esperanza, sus libros en dos librerías de Barcelona y tal como era previsible no los encontré.
Poco después recibí una carta del mismísimo Castellanos Moya y a partir de entonces mantenemos una correspondencia irregular y melancólica, por mi parte teñida además de admiración por su obra, que poco a poco ha ido engrosando mi biblioteca. Hasta ahora he leído cuatro de sus libros. El primero fue El asco, tal vez el mejor de todos, el más crepuscular, una larga perorata en contra de El Salvador, y por el cual Castellanos Moya recibió amenazas de muerte que lo obligaron a partir, una vez más, al exilio.
El asco, por supuesto, no es sólo un ajuste de cuentas o la expresión de profundo desaliento de un escritor ante una situación moral y política, sino también un ejercicio estilístico, la parodia que hace Castellanos Moya de ciertas obras de Bernhard y también una novela para morirse de risa.
Lamentablemente en El Salvador muy pocas personas han leído a Bernhard y aún muchas menos mantienen vivo el sentido del humor. Con la patria no se juega. Esa es la divisa y no sólo en El Salvador, también en Chile y en Cuba, en Perú y en México, e incluso en Austria y más de otro país o región europea. Si Castellanos Moya fuera bosnio o kosovar y hubiera escrito y publicado este libro allí, seguramente no hubiera tenido tiempo de tomar el avión. Aquí reside una de las muchas virtudes de este libro: se hace insoportable para los nacionalistas. Su humor ácido, similar a una película de Buster Keaton y a una bomba de relojería, amenaza la estabilidad hormonal de los imbéciles, quienes al leerlo sienten el irrefrenable deseo de colgar en la plaza pública al autor. La verdad, no concibo honor más alto para un escritor de verdad.
El segundo libro que leí fue la novela La diabla en el espejo, una novela negra, en realidad una novela negrísima, narrada sin embargo por una megapija o una síutica o una pituca de San Salvador, después del fin de la guerra civil, cuando el país ha entrado de lleno en el capitalismo salvaje. La asesinada es una amiga de la narradora, esposa de un empresario. La voz de la narradora, una voz llena de tics, una voz absolutamente lograda, que nos lleva de una habitación semioscura a otra habitación más oscura y así paulatinamente hasta una habitación en la oscuridad total, no es el mayor de sus logros. Este libro, según creo, es el primero que Castellanos Moya publicó en España, en la pequeña editorial Linteo.
El tercero que leí también está publicado en España, en Casiopea, otra editorial pequeña. Se trata de una reedición de El asco, precedida de dos relatos largos: Variaciones sobre el asesinato de Francisco Olmedo, un texto que sin duda merecería estar en cualquier antología del relato actual latinoamericano, y Con la congoja de la pasada tormenta. Ambos relatos indagan en el basural de la historia, y su planteamiento es conjetural, como en las novelas policiacas, pero su desarrollo es en cascada (y desde el primer momento) hacia un horror vagamente familiar, que todos conocemos o del que todos hemos oído hablar.
El último libro de Castellanos Moya que cayó en mis manos es la novela El arma en el hombre, editada por Tusquets México, que prolonga en cierta manera asuntos ya tratados en La diabla en el espejo, algunos destinos que en aquella novela eran marginales o estaban apenas esbozados y que aquí asumen el protagonismo, como Robocop, un ex soldado de un batallón de choque, que al final de la guerra se queda sin trabajo y que decide (o tal vez otros deciden por él) convertirse en asesino a sueldo. Una de sus víctimas es la señora de Trabanino, la amiga íntima de la narradora de La diabla en el espejo, y un crimen que también sale a relucir de pasada en El asco, a tal grado que se podría decir que el asesinato de esa pobre ama de casa burguesa constituye uno de los vértices de la narrativa de Castellanos Moya. Los otros vértices son el horror, la corrupción y una cotidianidad que tiembla en cada una de sus páginas y que hace temblar a sus lectores.
Horacio Castellanos Moya nació en 1957. Es un melancólico y escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país. Esta frase suena a realismo mágico. Sin embargo no hay nada mágico en sus libros, salvo tal vez su voluntad de estilo. Es un sobreviviente pero no escribe como un sobreviviente.

(Artículo reproducido en el periódico Milenio Diario, México)

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La inmortalidad literaria

Por Roberto Bolaño

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Yo no sé cómo hay escritores que aún creen en la inmortalidad literaria. Entiendo que haya quienes creen en la inmortalidad del alma, incluso puedo entender a los que creen en el Paraíso y el Infierno, y en esa estación intermedia y sobrecogedora que es el Purgatorio, pero cuando escucho a un escritor hablar de la inmortalidad de determinadas obras literarias me dan ganas de abofetearlo. No estoy hablando de pegarle sino de darle una sola bofetada y después, probablemente, abrazarlo y confortarlo. En esto, yo sé que algunos no estarán de acuerdo conmigo por ser personas básicamente no violentas. Yo también lo soy. Cuando digo darle una bofetada estoy más bien pensando en el carácter lenitivo de ciertas bofetadas, como aquellas que en el cine se les da a los histéricos o a las histéricas para que reaccionen y dejen de gritar y salven su vida.

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Entre paréntesis
La última novela de Javier Cercas

Miércoles 18 de abril de 2001

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Se llama "Soldados de Salamina" (Tusquets, 2001) y el narrador es un tal Javier Cercas que evidentemente no es el Javier Cercas que yo conozco y con el que suelo tener largas conversaciones sobre los temas más peregrinos del mundo.
El que yo conozco está casado, tiene un hijo, su padre aún vive. Por el contrario, el narrador de "Soldados de Salamina" se presenta a sí mismo, desde las primeras líneas de la novela, de esta forma: "Tres cosas acababan de ocurrirme por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor". Las tres aseveraciones son falsas, o mejor dicho, en este cruce de posibilidades que para mayor comodidad llamamos realidad, son falsas, aunque probablemente en otra disposición de la realidad, o de la pesadilla, son verdaderas.
Este Cercas hipotético prepara un reportaje sobre el escritor Sánchez Mazas, personaje perfectamente real y que fue uno de los fundadores del fascismo español. Todo lo que se cuenta sobre Sánchez Mazas en la novela se ciñe irrestrictamente (aunque con Cercas nada es irrestricto) a la realidad histórica: la juventud de Sánchez Mazas, sus libros, sus amigos, su actividad política, sus desgracias. Luego llega la guerra civil y el escritor fascista es encarcelado en la zona republicana.
El detonante de la novela sucede al final de la guerra y hoy tal vez pueda parecernos una anécdota singular (o no), pero en aquellos tiempos era una práctica usual y feroz: Sánchez Mazas y un grupo de prisioneros nacionales son llevados a una pequeña localidad catalana y fusilados. Todos mueren, menos Sánchez Mazas, que escapa y que es perseguido sin mucho entusiasmo. En un momento determinado, uno de los soldados que lo persiguen lo encuentra, oculto tras unos matorrales. El jefe de la partida pregunta si allí hay algo. El soldado republicano observa a Sánchez Mazas, lo mira a los ojos, y dice que no hay nadie. Luego se da vuelta y se marcha.
La segunda parte de la novela cuenta la historia de Sánchez Mazas (que para mi gusto no hizo nada bueno salvo engendrar a Sánchez Ferlosio, uno de los mejores prosistas españoles del siglo XX) y el interminable desencanto intelectual que nunca se tradujo en desencanto vital de muchos de los falangistas españoles.
La tercera parte se centra en el desconocido soldado republicano que le salvó la vida a Sánchez Mazas y aquí aparece un personaje nuevo, un tal Bolaño, que es escritor y chileno y vive en Blanes, pero que no soy yo, de la misma manera que el Cercas narrador no es Cercas, aunque ambos son posibles e incluso probables.
A través de este Bolaño el lector accede a la historia de Miralles, que pasó como soldado en retirada por el lugar en el que asesinaron a los falangistas e intentaron asesinar a Sánchez Mazas, y que luego cruzó la frontera a Francia y estuvo una temporada en un campo de concentración en los alrededores de Argeles, y que se alistó, para salir del campo, en la Legión Extranjera francesa, y que tras la derrota de Francia en 1940 siguió al general Leclerc en la marcha prodigiosa del Magreb hacia el Chad y que participó en varias batallas contra los italianos y el Afrika Korps, y que luego, encuadrado en la 2ª División blindada francesa, peleó en la batalla de Normandía y entró en París y luego combatió en la zona de Estrasburgo hasta que una mina, ya en territorio alemán, lo apartó definitivamente de la guerra.
La búsqueda de ese Miralles, a quien Bolaño frecuentó durante tres veranos en un camping cercano a Barcelona, se convierte en la clave de la novela. Por supuesto, Cercas no sabe (ni su amigo tampoco) si Miralles está vivo o no. Sólo sabe que vivía en Dijon, que había adquirido la nacionalidad francesa y que en aquel momento debía de tener más de ochenta años o estar muerto. La tercera parte de la novela es la búsqueda de Miralles, a quien Cercas sólo le quiere hacer una pregunta, en el supuesto de que sea él el soldado que no quiso matar a Sánchez Mazas: ¿por qué?
Con esta novela, saludada con entusiasmo por la crítica y cuya traducción al francés y al italiano se concretó incluso días antes de que apareciera en las librerías españolas, Javier Cercas se coloca en el reducido grupo de cabeza de la narrativa española. Su novela juega con el hibridaje, con el "relato real" (que el mismo Cercas ha inventado), con la novela histórica, con la narrativa hiperobjetiva, sin importarle traicionar cada vez que le conviene estos mismos presupuestos genéricos para deslizarse sin ningún rubor hacia la poesía, hacia la épica, hacia donde sea, pero siempre hacia adelante.

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