sábado, 27 de septiembre de 2008

Roberto Bolaño, La literatura nazi en América Latina


LA LITERATURA NAZI EN AMERICA

Roberto Bolaño





Cuando el río es lento y se cuenta con una buena bicicleta o caballo sí es posible bañarse dos (y hasta tres, de acuerdo con las necesidades higiénicas de cada quien) veces en el mismo río.
AUGUSTO MONTERROSO
LOS MENDILUCE
EDELMIRA THOMPSON DE MENDILUCE
Buenos Aires, 1894-Buenos Aires, 1993

A los quince años publicó su primer libro de poemas, A Papá, que consiguió introducirla en una discreta posición en la inmensa galería de las poetisas de la alta sociedad bonaerense. A partir de entonces fue asidua de los salones de Ximena San Diego y de Susana Lezcano Lafinur, dictadoras de la lírica y del buen gusto en ambas márgenes del Plata en los albores del siglo XX. Sus primeros poemas, como es lógico suponer, hablan de sentimientos filiales, pensamientos religiosos y jardines. Coqueteó con la idea de hacerse monja. Aprendió a montar a caballo.
En 1917 conoce al ganadero e industrial Sebastián Mendiluce, veinte años mayor que ella. Todo el mundo quedó sorprendido cuando al cabo de pocos meses se casaron. Según los testimonios de la época Mendiluce despreciaba la literatura en general y la poesía en particular, carecía de sensibilidad artística (aunque de tanto en tanto acudía a la ópera) y su conversación estaba al mismo nivel que la de sus peones y obreros. Era alto y enérgico, pero distaba mucho de ser guapo. Su única cualidad reconocida era su inagotable fortuna.
Las amigas de Edelmira Thompson dijeron que había sido un matrimonio de conveniencia, pero la verdad es que se casó por amor. Un amor que ni ella ni Mendiluce supieron jamás explicar y que se mantuvo impertérrito hasta la muerte.
El matrimonio que acaba con la carrera de tantas escritoras en ciernes dio nuevos bríos a la pluma de Edelmira Thompson. Abrió su propio salón en Buenos Aires, que rivalizó con el de la San Diego y el de la Lezcano Lafinur. Protegió a jóvenes pintores argentinos a quienes no sólo compraba obra (en 1950 su pinacoteca de plástica argentina era no la mejor pero sí una de las más numerosas y extravagantes de la República) sino que solía llevarlos a su estancia de Azul para que pintaran lejos del mundanal ruido y con todas las necesidades cubiertas. Fundó la editorial Candil Sureño en donde publicó más de cincuenta libros de poesía, muchos de los cuales están dedicados a ella, el «hada buena de las letras criollas».
En 1921 publica su primer libro en prosa, Toda mi vida, autobiografía idílica, cuando no plana, exenta de chismorreos y llena de descripciones paisajísticas y de consideraciones poéticas que, contra lo que la autora esperaba, pasa sin pena ni gloria por los escaparates de las librerías de Buenos Aires. Decepcionada y en compañía de sus dos hijos pequeños, dos sirvientas y más de veinte maletas, Edelmira parte para Europa.
Visita Lourdes y las grandes catedrales. La recibe el Papa. Recorre en velero las islas del Egeo y llega a Creta un mediodía de primavera. En 1922 publica en París un librito de poemas infantiles en francés y otro en español. Luego vuelve a la Argentina.
Pero las cosas han cambiado y Edelmira ya no se siente a gusto en su país. En un periódico reciben la aparición de su nuevo libro de poesía (Horas de Europa, 1923) tildándola de cursi. El crítico literario más influyente de la prensa nacional, el doctor Luis Enrique Belmar, la juzga «dama infantil y desocupada que haría mejor dedicando su esfuerzo a la beneficencia y a la educación de tanto pillete desharrapado que corre por los espacios sin límites de la patria». Edelmira responde con elegancia invitando al doctor Belmar y a otros críticos a su salón. Sólo acuden cuatro periodistas muertos de hambre que atienden páginas de sucesos. Edelmira, desairada, se recluye en la estancia de Azul a donde la siguen unos pocos incondicionales. En la paz de los campos, escuchando las conversaciones de la gente trabajadora y humilde, prepara un nuevo libro de poesía que arrojará a la cara a sus detractores. Horas Argentinas (1925), el poemario esperado, provoca el escándalo y la controversia desde el mismo día de su publicación. En él Edelmira abandona la visión contemplativa y pasa al ataque. Arremete contra los críticos, contra las literatas, contra la decadencia que envuelve la vida cultural. Propugna un regreso a los orígenes: las labores del campo, la frontera sur siempre abierta. Atrás quedan los requiebros y deliquios amorosos. Edelmira quiere una literatura épica, epopéyica, a la que no le tiemble el pulso a la hora de cantarle a la patria. A su manera, el libro es todo un éxito y en un acto de humildad, apenas con tiempo para saborear las mieles del trabajo reconocido, Edelmira parte otra vez para Europa. La acompañan sus hijos, sus sirvientas y el filósofo bonaerense Aldo Carozzone que hace las veces de secretario particular.
El año 1926 lo pasa viajando con su numeroso séquito por Italia. En 1927 se le une Mendiluce. En 1928 nace en Berlín su primera hija, Luz Mendiluce, una rozagante niña de cuatro kilos y medio. El filósofo alemán Haushofer oficiará de padrino de bautizo en una ceremonia en donde se dará cita la crema de la intelectualidad argentina y alemana y que al cabo de tres días de fiesta ininterrumpida terminará en un bosquecillo cercano a Rathenow en donde los Mendiluce obsequian a Haushofer con un solo de timbales, compuesto y ejecutado por el maestro Tito Vázquez, que causará sensación en la época.
En 1929, mientras el crac mundial obliga a Sebastián Mendiluce a retomar a la Argentina, Edelmira y sus hijos son presentados a Adolfo Hitler, quien cogerá a la pequeña Luz y dirá: «Es sin duda una niña maravillosa. » Se hacen fotos. El futuro Führer del Reich causa en la poetisa argentina una gran impresión. Antes de despedirse le regala algunos de sus libros y un ejemplar de lujo del Martín Fierro, obsequios que Hitler agradece calurosamente obligándola a improvisar una traducción al alemán allí mismo, cosa que no sin dificultad consiguen entre Edelmira y Carozzone. Hitler se muestra complacido. Son versos rotundos y que apuntan al futuro. Edelmira, feliz, le pide consejo sobre la escuela más apropiada para sus dos hijos mayores. Hitler sugiere un internado suizo, aunque apostilla que la mejor escuela es la vida. Al terminar la entrevista, tanto Edelmira como Carozzone se confesarán hitlerianos convencidos.
Es 1930 un año de viajes y de aventuras. En compañía de Carozzone, de su hija pequeña (los niños han quedado internos en un selecto colegio de Berna) y de sus dos sirvientas pampas, Edelmira recorre el Nilo, visita Jerusalén (en donde sufre una crisis mística o nerviosa que la mantiene tres días postrada en la habitación de su hotel), Damasco, Bagdad...
Su cabeza bulle de proyectos: planea fundar una nueva editorial a su regreso a Buenos Aires en donde traducirá a pensadores y novelistas europeos, sueña con estudiar arquitectura y diseñar macroescuelas que edificará en los territorios argentinos en donde la civilización aún no ha llegado, desea crear una fundación que lleve el nombre de su madre para jovencitas de escasos recursos y de inquietudes artísticas. Poco a poco un nuevo libro empieza a tomar forma en su espíritu.
En 1931 vuelve a Buenos Aires y empieza a dar cuerpo a sus proyectos. Funda una revista, La Argentina Moderna, que dirigirá Carozzone y que publicará lo último en la poesía y prosa sin desdeñar los artículos políticos, el ensayo filosófico, la reseña cinematográfica y la actualidad social. La salida de la revista coincide con la aparición de su libro El Nuevo Manantial, al que La Argentina Moderna dedicará la mitad de sus páginas. El Nuevo Manantial, a mitad de camino entre la crónica de viaje y las memorias filosóficas, constituye una reflexión sobre el mundo contemporáneo, sobre el destino del continente europeo y el continente americano al tiempo que avizora y advierte sobre la amenaza que para la civilización cristiana representa el comunismo.
Los años siguientes son pródigos en nuevos libros, nuevas amistades, nuevos viajes (recorre el norte de Argentina y cruza la frontera boliviana montada a caballo), nuevas aventuras editoriales y nuevas experiencias artísticas que la llevarán a escribir el libreto de una ópera (Ana, la campesina redimida, 1935, estrenada en el Colón con división de opiniones y enfrentamientos verbales y físicos), a pintar una serie de paisajes de la provincia de Buenos Aires y a colaborar en el montaje de tres piezas del dramaturgo uruguayo Wenceslao Hassel.
En 1940 muere Sebastián Mendiluce y la guerra le impide viajar a Europa como hubiera sido su deseo. Loca de dolor, redacta ella misma la nota necrológica que aparece ocupando una página a dos columnas en los principales periódicos del país. Lo firma: Edelmira, viuda de Mendiluce. El texto acusa sin duda el extravío mental en que se encuentra. Concita burlas, puyas, el desprecio de gran parte de la intelectualidad argentina.
Una vez más, se refugia en la estancia de Azul con la única compañía de su hija menor, del inseparable Carozzone y del joven pintor Atilio Franchetti. Por las mañanas escribe o pinta. Por las tardes da largos paseos solitarios o dedica las horas a la lectura. Fruto de estas lecturas y de su manifiesta vocación de diseñadora de interiores es su obra mejor, La Habitación de Poe (1944), que prefigurará el nouveau roman y muchas de las vanguardias posteriores y que gana para la viuda de Mendiluce un lugar al sol en la literatura argentina e hispanoamericana. La historia es la siguiente. Edelmira lee Filosofía del moblaje, de Edgar Allan Poe. El ensayo le entusiasma, encuentra en Poe un alma gemela en lo decorativo y discute el tema ampliamente con Carozzone y Atilio Franchetti. Este último pinta un cuadro siguiendo fielmente las instrucciones de Poe: una cámara oblonga de unos treinta pies de largo por veinticinco de ancho (un pie equivale aproximadamente a veintiocho centímetros), con una puerta y dos ventanas colocadas en el extremo opuesto. Los muebles, el empapelado, las cortinas son reproducidas con el máximo de exactitud por Franchetti. Tal exactitud, sin embargo, le parece poca cosa a Edelmira que opta por reproducir al natural la habitación de Poe. A tal efecto manda construir en el jardín de la hacienda una habitación con las mismas medidas que la descrita por Poe y luego lanza a sus agentes (anticuarios, mueblistas y carpinteros) a la pesquisa de los enseres descritos en el ensayo. El resultado buscado y conseguido sólo a medias era el siguiente:
— Las ventanas son amplias, bajan hasta el suelo y se hallan montadas en profundos nichos.
— Los cristales de las ventanas son de color carmesí.
— Los marcos, de palorrosa, más gruesos que los usuales.
— Del lado interior del nicho tienen por cortinas un espejo tejido de plata adaptado a la forma de la ventana, que cuelga suelto en menudos pliegues.
— Fuera del nicho se ven cortinas de una riquísima seda carmesí, orlada con una brillante red de oro y forrada con el tejido de plata que forma la cortina exterior.
— Los pliegues de las cortinas surgen de debajo de un ancho cornisamento dorado que recorre la habitación en la línea de contacto de las paredes con el techo.
— El cortinado se abre o se cierra por medio de un ancho cordón de oro, que lo sostiene flojamente y termina en un sencillo nudo; no se ven clavijas ni otros dispositivos semejantes.
— Los colores de las cortinas y de sus orlas, es decir el carmesí y el oro, aparecen profusamente en todas partes, determinando el carácter de la habitación.
— La alfombra, tejida en Sajonia, tiene media pulgada de espesor y su fondo es también carmesí, simplemente realzado por un cordoncillo de oro (análogo al que festonea las cortinas) que se levanta apenas sobre el fondo, hallándose dispuesto de manera tal que constituye una serie de curvas breves e irregulares, las cuales se entrecruzan una y otra vez.
— Las paredes están revestidas de un papel satinado de una tonalidad plateada grisácea, en la que figuran menudos diseños arabescos del tono carmesí dominante, pero de un matiz más suave.
— Numerosos cuadros. Predominan los paisajes de estilo imaginativo, tales como las grutas de las hadas de Stanfield o el lago melancólico de Chapman. Vense, sin embargo, tres o cuatro cabezas femeninas de etérea belleza; son retratos a la manera de Sully. La tonalidad de todos los cuadros es cálida pero sombría.
— No hay ninguno de pequeño tamaño. Las pinturas diminutas dan a un cuarto ese aire manchado que constituye la falla de tantas hermosas obras de arte excesivamente retocadas.
Los marcos son anchos, pero no profundos; están ricamente labrados sin ser opacos ni afiligranados.
Las pinturas están bien adosadas a las paredes, sin colgar de cordones.
Un espejo no muy grande, casi circular, cuelga de manera que no se refleje en él nadie que se encuentre ubicado en los sitios donde hay asientos.
Éstos están constituidos por dos amplios sofás de palorrosa y seda carmesí, con flores de oro, y dos sillas livianas igualmente de palorrosa.
— De esta madera es también el piano, que no tiene funda y está abierto.
— Cerca de un sofá se ve una mesa octogonal del más hermoso mármol incrustado de oro. La mesa no tiene tapete alguno.
— Cuatro grandes y espléndidos vasos de Sévres, de donde asoma una profusión de hermosas y brillantes flores, ocupan los ángulos ligeramente redondeados de la estancia.
— Un alto candelabro, que contiene una lamparilla antigua llena de aceite perfumado, se levanta cerca de uno de los sillones (aquel en donde duerme el amigo de Poe, el poseedor de esta habitación ideal).
— Algunos livianos y graciosos anaqueles de dorados bordes, suspendidos de cordeles de seda carmesí con borlas de oro, soportan doscientos o trescientos volúmenes magníficamente encuadernados.
— Fuera de ello no hay otros muebles, excepto una lámpara de Argand con su pantalla de vidrio transparente de color carmesí suspendida del alto y abovedado techo por una fina cadena de oro, y que vierte un resplandor sereno y mágico sobre todas las cosas.
La lámpara de Argand no fue extremadamente difícil de conseguir. Tampoco las cortinas, la alfombra o los sillones. Con el empapelado hubo problemas que la viuda de Mendiluce solucionó encargándolo directamente a la fábrica con un modelo diseñado especialmente por Franchetti. Las pinturas de Stanfield o de Chapman fueron inencontrables, pero el pintor y su amigo Arturo Velasco, un joven y prometedor artista, realizaron unos lienzos que acabaron por satisfacer el deseo de Edelmira. El piano de palorrosa también planteó algunos problemas pero a la larga todos fueron superados.
Con la habitación reconstruida Edelmira creyó llegado el momento de escribir. La primera parte de La Habitación de Poe es una descripción al detalle de ésta. La segunda parte es un breviario sobre el buen gusto en el diseño de interiores, tomando como punto de partida algunos de los preceptos de Poe. La tercera parte es la construcción propiamente dicha de la habitación en un prado del jardín de la estancia de Azul. La cuarta parte es una descripción prolija de la búsqueda de los muebles. La quinta parte es, otra vez, una descripción de la habitación reconstruida, similar pero distinta de la habitación descrita por Poe, con particular énfasis en la luz, en el color carmesí, en la procedencia y en el estado de conservación de algunos muebles, en la calidad de las pinturas (todas, una por una, son descritas por Edelmira sin ahorrarle al lector ni un solo detalle). La sexta y última parte, acaso la más breve, es el retrato del amigo de Poe, el hombre que dormita. Algunos críticos, tal vez demasiado perspicaces, quisieron ver en él al recientemente fallecido Sebastián Mendiluce.
La obra se publica sin pena ni gloria. Esta vez, sin embargo, Edelmira está tan segura de lo que ha escrito que la incomprensión apenas la afecta.
Durante 1945 y 1946, según sus enemigos, es asidua visitante de playas abandonadas y calas secretas en donde da la bienvenida a la Argentina a viajeros clandestinos que arriban en los restos de la flota de submarinos del almirante Doenitz. Se comenta, asimismo, que es su dinero el que está detrás de la revista El Cuarto Reich Argentino y posteriormente de la editorial del mismo nombre.
En 1947 aparece una segunda edición corregida y aumentada de La Habitación de Poe. Esta vez se incluye una reproducción de la pintura de Franchetti: en ésta se puede apreciar la habitación desde la perspectiva de la puerta. Del durmiente sólo es posible vislumbrar media cara. En efecto, podría ser Sebastián Mendiluce o tal vez sólo un hombre corpulento.
En 1948, sin deshacerse de La Argentina Moderna, funda una nueva revista, Letras Criollas, cuya dirección deja en manos de sus hijos Juan y Luz. Poco después parte para Europa de donde no volverá hasta 1955. Como motivo de este largo exilio se cita su irreconciliable enemistad con Eva Perón. En muchas fotos de la época, sin embargo, Evita y Edelmira aparecen juntas, ya sea en cócteles, recepciones, fiestas de cumpleaños, estrenos teatrales y gestas deportivas. Evita, probablemente, no pudo llegar jamás a la página diez de La Habitación de Poe y Edelmira seguramente no aprobaba la procedencia social de la primera dama, pero existen papeles y cartas de terceros que atestiguan que ambas estaban embarcadas en proyectos comunes como la creación de un gran museo (diseñado por Edelmira y el joven arquitecto Hugo Bossi) de arte contemporáneo argentino, con un servicio de residencia y pensión completa incorporado, algo nunca visto en ningún complejo museístico mundial, con el objetivo de facilitar la creación —y la vida cotidiana— a los jóvenes y no tan jóvenes exponentes de la pintura moderna y evitar, de paso, su emigración a París o Nueva York. Se habla también del borrador de un guión cinematográfico escrito por ambas sobre la vida y desgracias de un joven donjuán inocente que protagonizaría Hugo del Carril, pero el borrador, como tantas otras cosas, se perdió.
Lo cierto es que Edelmira no volvió a la Argentina hasta 1955 y por entonces la estrella ascendente en las letras bonaerenses era su hija Luz Mendiluce.
Pocos libros más publicará Edelmira. El primer tomo de sus Poesías Completas aparecerá en 1962; el segundo, en 1979. Un libro de memorias, El siglo que he vivido (1968), escrito con la colaboración de su fiel Carozzone, un conjunto de relatos brevísimos, Iglesias y cementerios de Europa (1972), en donde destaca su prodigioso sentido común, y una recopilación de poemas inéditos de juventud, Fervor (1985), componen la totalidad de su obra publicada en los últimos años.
Su labor de animadora de las artes y promotora de nuevos talentos, por el contrario, no decaería con el tiempo. Son incontables los libros que ostentan un prólogo, un epílogo o un envío de la viuda de Mendiluce, como incontables son las primeras ediciones que financió de su bolsillo. Entre los primeros cabe destacar Corazones rancios y corazones jóvenes, de Julián Rico Anaya, novela que en 1978 levantó considerable polémica tanto en Argentina como en el extranjero, o Las Adoratrices Invisibles, de Carola Leyva, poemario con voluntad de poner punto final a la estéril discusión que sobre la poesía se mantenía en algunos círculos argentinos desde el Segundo Manifiesto del Surrealismo. Entre los segundos es imposible no citar La Muchachada de Puerto Argentino, memorias acaso un tanto infladas sobre la guerra de las Malvinas con las que irrumpe en el mundo literario el ex soldado Jorge Esteban Petrovich, y Los Dardos y él Viento, una antología de poetas jóvenes y de buena familia entre cuyos objetivos estéticos está el de no utilizar cacofonías ni palabras disonantes ni groserías cotidianas y que, prologada por Juan Mendiluce, obtuvo un éxito de ventas inesperado.
Sus últimos años los pasó en la estancia de Azul, recluida en la habitación de Poe en donde solía dormitar y soñar con el pasado, o en la amplia terraza de la casa principal, sumida en la lectura o en la contemplación del paisaje.
Mantuvo la lucidez («la rabia», decía ella) hasta el final.
JUAN MENDILUCE THOMPSON
Buenos Aires, 1920-Buenos Aires, 1991

Segundo hijo de Edelmira Thompson, desde muy joven supo que con su vida podía hacer lo que quisiera. Intentó los deportes (fue un tenista aceptable y un pésimo piloto de coches de carrera), el mecenazgo (que confundió con la bohemia y el trato con delincuentes y del que su padre y su vigoroso hermano mayor lo apartaron con amenazas y prohibiciones que llegaron incluso a la agresión física), la carrera de leyes y la literatura.
A los veinte años publica su primera novela, Los Egoístas, relato de misterio y de exaltación juvenil que transcurre entre Londres, París y Buenos Aires. Los hechos se desencadenan en torno a un suceso en apariencia intrascendente: un buen padre de familia de pronto le pide a gritos a su mujer que huya de la casa con los niños o que se encierren con llave en una habitación. Acto seguido él se encierra a su vez en el cuarto de baño. Al cabo de una hora la mujer sale de la habitación en donde se ha metido cumpliendo la orden del marido, va al cuarto de baño y encuentra a aquél muerto, con la navaja de afeitar en la mano y el cuello cortado. A partir de este suicidio, a primera vista claro e irrefutable, se desencadena una investigación llevada principalmente por un policía de Scotland Yard de aficiones espiritistas y por uno de los hijos del muerto. La investigación dura más de quince años y sirve de pretexto para el desfile de una galería de personajes tales como un joven camelot francés o un joven nazi alemán, a quienes el autor hace hablar profusamente y con quienes tiende a identificarse.
La novela fue un éxito (agotó, hasta 1943, cuatro ediciones en Argentina y se vendió profusamente en España, Chile, Uruguay y otros países hispanoamericanos), pero Juan Mendiluce optó por dejar a un lado la literatura en beneficio de la política.
Durante un tiempo se consideró a sí mismo falangista y seguidor de José Antonio Primo de Rivera. Era antinorteamericano y anticapitalista. Más tarde se hizo peronista y llegó a ocupar altos cargos políticos en la provincia de Córdoba y en la capital federal. Su periplo por la administración pública fue impecable. Con la caída del peronismo sus inclinaciones políticas sufrieron una nueva transformación: se volvió pro norteamericano (de hecho, la izquierda argentina lo acusó de publicar en las páginas de su revista a veinticinco agentes de la CÍA, cifra exagerada se mire como se mire), fue admitido en uno de los más poderosos bufetes legales de Buenos Aires y finalmente nombrado embajador en España. A su regreso de Madrid publicó la novela El Jinete Argentino, en donde arremete contra la carencia de espiritualidad del mundo, la progresiva falta de piedad o de compasión, la incapacidad de la novela moderna, sobre todo la francesa, embrutecida y aturdida, por comprender el dolor y por lo tanto por crear personajes.
Es llamado el Catón argentino. Se pelea con su hermana, Luz Mendiluce, por el control de la revista familiar. Gana la partida e intenta llevar a cabo una cruzada en contra de la falta de sentimientos en la novela actual. Coincidiendo con la aparición de su tercera novela, La Primavera en Madrid, desencadena una ofensiva contra los afrancesados y contra los cultores de la violencia, el ateísmo y las ideas foráneas. Letras Criollas y La Argentina Moderna le servirán de plataforma, así como los diferentes diarios de Buenos Aires que acogen entusiasmados o estupefactos sus diatribas contra Cortázar, a quien acusa de irreal y cruento, contra Borges, a quien acusa de escribir historias que «son caricaturas de caricaturas» y de crear personajes exhaustos de una literatura, la inglesa y la francesa, ya periclitada, «contada mil veces, gastada hasta la náusea»; sus ataques se hacen extensivos a Bioy Casares, Mujica Lainez, Ernesto Sabato (en quien ve la personificación del culto a la violencia y de la agresividad gratuita), Leopoldo Marechal y otros.
Todavía publicará tres novelas más: El Ardor de la Juventud, un repaso a la Argentina de 1940, Pedríto Saldaña, de la Patagonia, relato de aventuras australes a medio camino entre Stevenson y Conrad, y Luminosa Oscuridad, novela sobre el orden y el desorden, la justicia y la injusticia, Dios y el vacío.
En 1975 abandonó una vez más la literatura por la política. Sirvió con igual lealtad al gobierno peronista y al de los militares. En 1985, tras la muerte de su hermano mayor, asumió la responsabilidad de los negocios familiares. En 1989 delegó éstos en sus dos sobrinos y en su hijo y se propuso escribir una novela que no llegó a terminar. Edelmiro Carozzone, hijo del secretario de su madre, dio a la luz una edición crítica de esta última obra, Islas que se hunden. Cincuenta páginas. Conversaciones entre personajes ambiguos y caóticas descripciones de un enjambre sin fin de ríos y de mares.
LUZ MENDILUCE THOMPSON
Berlín, 1928-Buenos Aires, 1976

Luz Mendiluce fue una niña preciosa y rozagante, una adolescente gorda y pensativa y una mujer alcohólica y desdichada. Aparte de eso fue, de todos los escritores de su familia, la que tuvo más talento.
La famosa foto de Hitler sosteniendo a la niña de pocos meses la acompañó toda su vida. Enmarcada en un rico trabajo de plata labrada, presidía el salón de su casa junto a varios retratos de pintores argentinos en donde aparecía ella, niña o adolescente, generalmente en compañía de su madre. Pese al prestigio de alguno de sus cuadros no es descartable que en caso de incendio Luz Mendiluce hubiera puesto a salvo de las llamas, antes que cualquier otra cosa, incluidos algunos cuadernos con textos inéditos, la fotografía.
Solía dar versiones distintas a quienes visitaban su casa y se interesaban por el origen de tan singular instantánea. A veces decía que se trataba de una huérfana, sin más, y que la foto había sido tomada en una visita a un orfanato, de las tantas que hacen los políticos para ganar votantes y publicidad. Otras veces explicaba que se trataba de una sobrina de Hitler, una niña heroica y desgraciada que había muerto a los diecisiete años mientras combatía en el Berlín asediado por las hordas comunistas. Y a veces reconocía sin ambages que se trataba de ella, que Hitler la había acunado y que aún, en sueños, podía sentir sus brazos fuertes y el aliento cálido por encima de su cabeza, y que probablemente aquél había sido uno de los mejores momentos de su vida. Tal vez no le faltara razón.
Poetisa precoz, a los dieciséis años publica su primera colección de versos. A los dieciocho tiene en su haber tres libros editados, vive prácticamente sola y decide casarse con el joven poeta argentino Julio César Lacouture. El matrimonio cuenta con el beneplácito de la familia pese a los inconvenientes que a primera vista ofrece el novio. Lacouture es joven, elegante, culto, de una singular belleza varonil, pero no tiene un peso y como poeta es una mediocridad. El viaje de novios lo realizan a Estados Unidos y México, en cuya capital Luz Mendiluce ofrece un recital de poesía. Allí mismo comienzan los problemas. Lacouture tiene celos de su mujer. Se venga poniéndole cuernos. Una noche, en Acapulco, Luz sale a buscarlo. Lacouture está en casa del novelista Pedro de Medina. La casa, en la que durante el día se ha celebrado una barbacoa en honor de la poetisa argentina, por la noche se ha transformado en un burdel en honor de su cónyuge. Luz encuentra a Lacouture en compañía de dos putas. Al principio conserva la serenidad. Bebe un par de tequilas en la biblioteca junto a Pedro de Medina y el poeta realista socialista Augusto Zamora, quienes intentan calmarla. Hablan de Baudelaire, de Mallarmé, de Claudel y de la poesía soviética, de Paul Valery y de Sor Juana Inés de la Cruz. La mención de Sor Juana es la gota que colma el vaso y Luz explota. Coge lo primero que encuentra a mano y vuelve al dormitorio en busca de su marido. Lacouture, en alto grado de intoxicación etílica, está atareado en el proceso de vestirse. Las putas, en paños menores, lo observan desde un rincón del cuarto. Luz no lo puede resistir y estrella sobre la cabeza de su marido una figura de bronce que representa a Palas Atenea. Lacouture, con una fuerte conmoción cerebral, tiene que ser internado en un hospital durante quince días. Vuelven juntos a la Argentina pero al cabo de cuatro meses se separan.
El fracaso matrimonial sume a Luz en la desesperación. Se dedica a la bebida, a frecuentar antros y a tener aventuras con los personajes de peor catadura de Buenos Aires. De esa fecha data su famoso poema Con Hitler fui feliz, texto incomprendido tanto por la derecha como por la izquierda. Su madre intenta enviarla a Europa, pero Luz se niega. Por entonces pesa más de noventa kilos (apenas mide 1, 58) y acostumbra a beber una botella de whisky al día.
En 1953, coincidiendo con la muerte de Stalin y de Dylan Thomas, publica el poemario Tangos de Buenos Aires, en donde, además de una versión corregida y aumentada de Con Hitler fui feliz, se incluyen algunos de sus mejores poemas: Stalin, una fábula caótica que transcurre entre botellas de vodka y alaridos incomprensibles, Autorretrato, posiblemente uno de los poemas más crueles que se hayan escrito en la Argentina en la década de los cincuenta, pródiga en poemas de este tipo, Luz Mendiluce y el Amor, en la línea del anterior pero con algunas dosis de ironía y de humor negro que lo hacen más respirable, y Apocalipsis a los cincuenta años, una promesa de suicidio llegada a esa edad que quienes la conocen tachan de optimista: con el ritmo de vida que lleva, Luz Mendiluce es una firme candidata a morir antes de los treinta.
Poco a poco va nucleándose a su alrededor una camarilla de escritores demasiado heterodoxos para el gusto de su madre o demasiado radicales para el gusto de su hermano. Para los nazis y los resentidos, para los alcoholizados y los marginados sexual o económicamente Letras Criollas se convierte en punto de referencia obligado y Luz Mendiluce en la gran mamá de todos y en la papisa de una nueva poesía argentina que la sociedad de las letras, asustada, intentará aplastar.
En 1958 Luz vuelve a enamorarse. Esta vez el elegido es un pintor de veinticinco años, rubio, de ojos azules y de una estupidez desarmante. La relación dura hasta 1960, fecha en la que el pintor se marcha a París con una beca que Luz, por intermediación de su hermano Juan, le ha conseguido. El nuevo desengaño sirve de motor para la gestación de otro de sus grandes poemas, La Pintura Argentina, en donde repasa su relación no siempre armoniosa con pintores argentinos, desde la perspectiva de compradora de arte, de esposa, de modelo infantil y de modelo adulta.
En 1961, y tras conseguir la anulación de su primer matrimonio, contrae nupcias con el poeta Mauricio Cáceres, colaborador de Letras Criollas y cultor de una poesía que él mismo denomina «neogauchesca». Escarmentada, esta vez Luz está decidida a ser una mujer ejemplar: deja Letras Criollas en manos de su marido (lo que le acarreará no pocos problemas con Juan Mendiluce, que acusa a Cáceres de ladrón), abandona la práctica de la escritura y se dedica en cuerpo y alma a ser una buena esposa. Con Cáceres al frente de la revista pronto los nazis, los resentidos y los problemáticos pasan, en masa, a ser «neogauchescos». A Cáceres el éxito se le sube a la cabeza. Por un momento llega a creer que ya no necesita a Luz ni a la familia Mendiluce. Ataca, cuando lo cree conveniente, a Juan y a Edelmira. Incluso se da el lujo de despreciar a su mujer. No tardan en aparecer nuevas musas, jóvenes poetisas rendidas ante la viril propuesta «neogauchesca» que logran atraer la atención de Cáceres. Hasta que de pronto Luz, aparentemente ajena e ignorante de los negocios de su marido, vuelve a explotar. El incidente es profusamente recogido por la crónica de sucesos de Buenos Aires. Cáceres y un redactor de Letras Criollas acaban en el hospital con heridas de bala que en el caso del redactor no revestirán mayor interés pero que mantendrán a Cáceres internado durante mes y medio. La suerte de Luz no será mucho mejor. Tras disparar contra su marido y contra el amigo de su marido se encierra en el baño y se traga todas las pastillas del botiquín. Esta vez el viaje a Europa es ineludible.
En 1964, y tras pasar por varios sanatorios, Luz vuelve a sorprender a los pocos pero fíeles lectores: aparece el poemario Como un huracán, diez poemas, ciento veinte páginas, prólogo de Susy D'Amato (que apenas si entiende una línea de la poesía de Luz, pero que es de las pocas amigas que le quedan), publicado por una editorial feminista de México que no tarda en arrepentirse amargamente por apostar por una «conocida militante de ultraderecha», de la cual desconocían su filiación verdadera, aunque los versos de Luz están exentos de alusiones políticas, tal vez alguna metáfora («en mi corazón soy la última nazi») desafortunada, siempre en el plano íntimo. El libro es reeditado un año después en Argentina y consigue algunas críticas favorables.
En 1967 Luz vuelve a instalarse, ya definitivamente, en Buenos Aires. Un aura de misterio la envuelve. En París, Jules Albert Ramis ha traducido y publicado prácticamente toda su poesía. La acompaña un joven poeta español, Pedro Barbero, que hace las veces de secretario y al que ella llama Pedrito. El tal Pedrito, al contrario que sus esposos y amantes argentinos es servicial, atento (aunque acaso un poco tosco) y por encima de todo leal. Luz retoma la dirección de Letras Criollas y se pone al frente de una nueva editorial, El Águila Herida. Una cohorte de seguidores no tarda en rodearla y celebrarle todas sus ocurrencias. Pesa cien kilos. Lleva el pelo hasta la cintura y se lava poco. Viste ropas viejas, cuando no harapos.
Su vida sentimental se ha atemperado. Es decir, Luz Mendiluce ya no sufre. Tiene amantes, bebe en exceso y a veces abusa de la cocaína, pero su equilibrio espiritual se mantiene incólume. Es dura. Sus reseñas literarias son temidas y esperadas con fruición por aquellos a quienes su ingenio y sus dardos envenenados no tocan. Mantiene agrios y polémicos debates con algunos poetas argentinos (todos hombres, todos famosos) a quienes satiriza cruelmente por homosexuales (Luz está públicamente en contra de la homosexualidad aunque en privado abunden los amigos de esta tendencia), por recién llegados o por comunistas. Una buena parte de las escritoras argentinas, abiertamente o no, la admiran, la leen.
La pelea con su hermano Juan por el control de Letras Criollas (la revista en la que tanto ha puesto y que tantos sinsabores le ha costado) alcanza proporciones épicas. Pierde y se lleva consigo a los jóvenes. Vive en un gran piso en Buenos Aires y en una finca del Paraná que ha convertido en una comuna de artistas en donde reina sin oposición. Allí, junto al río, los artistas conversan, duermen la siesta, beben, pintan, ajenos a los cruentos sucesos políticos que comienzan a desarrollarse vertiginosamente en el exterior.
Pero nadie está a salvo. Una tarde aparece en la finca Claudia Saldaña. Es joven, es poeta, es hermosa, acompaña a una amiga. Luz la ve y queda prendada de inmediato. Hace que se la presenten y no escatima atenciones con ella. Claudia Saldaña pasa una tarde y una noche en la finca y a la mañana siguiente vuelve para Rosario, en donde vive. Luz le ha leído sus poemas, le ha mostrado sus libros traducidos al francés, le ha enseñado la foto de su primera infancia en donde aparece con Hitler, la ha animado a escribir, le ha rogado que le deje leer sus poesías (Claudia Saldaña ha dicho que apenas está empezando, que es demasiado mala), le ha regalado una pequeña talla de madera que la otra ponderaba y ha intentado, finalmente, emborracharla, enfermarla para que no se marchara pero Claudia Saldaña se ha marchado.
Al cabo de dos días (que pasa como sonámbula) Luz descubre que está enamorada. Se siente como una niña. Consigue el teléfono de Claudia en Rosario y la llama. Apenas ha bebido, apenas puede contener su emoción. Le pide una cita. Claudia se la da. Se verán en Rosario al cabo de tres días. Luz no se contiene, desea verla esa misma noche, a más tardar al día siguiente. Claudia alude compromisos inexcusables. Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Luz acepta las condiciones, resignada y feliz. Esa noche llora y baila y bebe hasta desmayarse. Es, sin duda, la primera vez que siente algo así por una persona. El amor verdadero, le confiesa a Pedrito, que a todo asiente.
La cita en Rosario no es tan maravillosa como Luz se imagina. Claudia le expone con claridad y franqueza los impedimentos para una futura y más estrecha relación entre ambas: ella no es lesbiana, la diferencia de edades es sustancial (se llevan más de veinticinco años) y finalmente sus ideas políticas son contrapuestas cuando no claramente antagónicas. «Somos enemigas a muerte», le dice Claudia con tristeza. A Luz esta última afirmación parece interesarle. (Ser lesbiana o no, cuando el amor es verdadero le parece intrascendente. Y la edad es una ilusión. ) Pero ser enemigas a muerte despierta su curiosidad. ¿Por qué? Porque yo soy trotskista y tú eres una facha de mierda, dice Claudia. Luz encaja el insulto y se ríe. ¿Y eso es insalvable?, pregunta muriéndose de amor. Es insalvable, dice Claudia. ¿Y la poesía?, pregunta Luz. La poesía poca cosa tiene que hacer en Argentina en estos días, dice Claudia. Tal vez tengas razón, reconoce Luz a punto de echarse a llorar, pero tal vez te equivoques. La despedida es triste. Luz tiene un Alfa Romeo deportivo de color azul cielo. Le cuesta hacer entrar en el coche su rotunda anatomía, pero, animosa, lo intenta con una sonrisa en la cara. Claudia la observa sin moverse desde la puerta de la cafetería en donde han estado. Luz acelera y la imagen de Claudia no se mueve del espejo retrovisor.
Cualquier otra en su posición se hubiera rendido, pero Luz no es cualquiera. Una actividad creadora torrencial se apodera de ella. Antes, cuando sufría amores o desamores su pluma se secaba durante mucho tiempo. Ahora escribe como una loca, presintiendo tal vez la fatalidad del destino. Cada noche telefonea a Claudia, hablan, discuten, se leen poemas (los de Claudia son francamente malos pero Luz se cuida mucho de decírselo). Cada noche insiste, ruega por un nuevo encuentro. Hace propuestas fantasiosas: marcharse juntas de Argentina, huir a Brasil, a París. Sus planes provocan la hilaridad de la joven poeta, una hilaridad desprovista de crueldad, acaso una hilaridad teñida de tristeza.
De pronto el campo, la comuna de artistas del Paraná, se torna asfixiante para Luz, que decide volver a Buenos Aires. Allí intenta retomar su vida social, frecuentar amigos, ir al cine o al teatro. Pero no puede. Tampoco tiene valor para visitar a Claudia en Rosario sin su permiso. Escribe entonces uno de los poemas más extraños de la literatura argentina, Hija mía, 750 versos plenos de amor, de arrepentimiento, de ironía. Y telefonea a Claudia cada noche.
No es ilícito pensar que al cabo de tantas conversaciones surgiera entre ambas una amistad sincera y correspondida.
En septiembre de 1976, henchida de amor, Luz coge el Alfa Romeo y sale literalmente volando para Rosario. Quiere decirle a Claudia que ella está dispuesta a cambiar, que de hecho ya está cambiando. Al llegar a casa de Claudia encuentra a los padres de ésta sumidos en la desesperación. Un grupo de desconocidos ha secuestrado a la joven poeta. Luz remueve cielo y tierra, recurre a sus amistades, a las amistades de su madre, de su hermano mayor y de Juan, sin resultado. Los amigos de Claudia dicen que la tienen los militares. Luz se niega a creer nada y espera. Al cabo de dos meses aparece su cadáver en un basurero de la zona norte de la ciudad. Al día siguiente Luz regresa a Buenos Aires en su Alfa Romeo. A mitad de camino se estrella contra una gasolinera. La explosión es considerable.
LOS HÉROES MÓVILES O LA FRAGILIDAD DE LOS ESPEJOS
IGNACIO ZUBIETA
Bogotá, 1911-Berlín, 1945

Único hijo varón de una de las mejores familias de Bogotá, la vida de Ignacio Zubieta pareció desde el principio proyectada hacia las más altas cimas. Buen estudiante, extraordinario deportista, a los trece años hablaba y escribía correctamente el inglés y el francés, dueño de un porte y una belleza varonil que lo hacía destacar allí donde fuera, de trato agradable, excelente conocedor de la literatura clásica española (a los diecisiete años publicó por su cuenta una monografía sobre Garcilaso de la Vega que sería unánimemente aplaudida en los círculos literarios colombianos), jinete de primera, campeón de polo de su generación, excelso bailarín, irreprochable en el vestir si bien con una ligera tendencia hacia la ropa sport, bibliófilo empedernido, alegre pero carente de vicios, todo en él hacía presagiar los más altos logros o al menos una vida provechosa para su familia y su patria. Pero el azar o la época terrible que le tocó (y escogió) vivir torcieron su destino irremediablemente.
A los dieciocho años publica un libro de versos gongorinos que la crítica hace notar como obra valiosa e interesante pero que en manera alguna añade nada a la poesía colombiana de entonces. Zubieta lo comprende y seis meses después se marcha a Europa en compañía de su amigo Fernández-Gómez.
En España frecuenta los salones de la alta sociedad, que queda prendada de su juventud y de su simpatía, de su inteligencia y de un halo trágico que ya desde entonces aureolaba su figura alta y espigada. Se dice (lo dicen las columnas de chismorreo de los periódicos bogotanos de la época) que mantiene relaciones íntimas con la duquesa de Bahamontes, viuda, rica y veinte años mayor que él, aunque sobre el particular no hay constancia alguna. Su piso en la Castellana es lugar de encuentro de poetas, comediógrafos y pintores. Emprende, y no acaba, un estudio sobre la vida y la obra del aventurero del siglo XVI Emilio Henríquez. Escribe poesías que no da a la imprenta y que pocos leen. Viaja por Europa y por el norte de África y de tanto en tanto envía apuntes de su peregrinaje, esbozos de turista atento, a los periódicos colombianos.
En 1933, según algunos ante la inminencia de un escándalo que finalmente no llega a producirse, sale de España y tras una breve estancia en París visita Rusia y los países escandinavos. La impresión que le causa el país de los soviets es contradictoria y misteriosa: en su irregular corresponsalía con la prensa colombiana se muestra admirado por la arquitectura moscovita, por los grandes espacios cubiertos de nieve y por el ballet de Leningrado. Las opiniones políticas se las reserva o bien no las tiene. Describe Finlandia como un país de juguete. Las mujeres suecas le parecen campesinas exorbitantes. Estima que los fiordos noruegos no han hallado aún a su poeta (Ibsen le parece nauseabundo). Seis meses después regresa a París y se instala en un confortable piso de la rue des Eaux en donde se le unirá poco después su inseparable Fernández-Gómez que ha debido quedarse en Copenhague convaleciente de una pulmonía.
La vida en París transcurre entre el Club de Polo y las veladas artísticas. Zubieta se interesa por la entomología y asiste a las clases del profesor André Thibault en la Sorbona. En 1934 viaja a Berlín junto a Fernández-Gómez y un nuevo amigo, el joven Philipe Lemercier, pintor de paisajes vertiginosos y de «escenas del fin del mundo», al que Zubieta de alguna forma protege.
Poco después de estallar la Guerra Civil en España Zubieta y Fernández-Gómez viajan a Barcelona y posteriormente a Madrid. Allí permanecen tres meses visitando a los pocos amigos que no han huido. Después, con no poca sorpresa para quienes los conocen, pasan a la zona nacional y se enrolan como voluntarios en el ejército franquista. La carrera militar de Zubieta es rápida, frecuente en hechos de valor y medallas aunque no exenta de ciertas lagunas. De alférez pasa a teniente y luego, casi sin transición, a capitán; se le supone presente en el cierre de la bolsa de Extremadura, en la campaña del norte, en la batalla de Teruel; el final de la guerra, no obstante, le encuentra en Sevilla, en servicios vagamente administrativos. El gobierno colombiano, oficiosamente, lo propone como agregado cultural en Roma, cargo que rechaza. Participa, jinete en brioso potro blanco, en las Fiestas del Rocío de 1938 y 1939, un tanto deslucidas pero aún encantadoras. El comienzo de la Segunda Guerra Mundial lo sorprende viajando con Fernández-Gómez por tierras mauritanas. Durante todo este tiempo la prensa de Bogotá sólo ha recibido de su pluma dos escritos y ninguno de los dos referidos a los puntuales acontecimientos políticos y sociales de los que Zubieta es testigo privilegiado. En el primero describe la vida de algunos insectos del Sahara. En el segundo habla sobre las caballerías árabes y las compara con la cría de pura raza que se practica en Colombia. Ni una palabra sobre la Guerra Civil española, ni una palabra sobre el cataclismo que parece cernirse sobre Europa, ni una palabra sobre literatura o sobre sí mismo, aunque sus amigos colombianos siguen esperando la gran obra literaria a la que Zubieta parece predestinado.
En 1941, a la llamada de Dionisio Ridruejo, de quien es amigo íntimo, Zubieta se incorpora de los Primeros en la División Española de Voluntarios, conocida popularmente como División Azul. Durante el período de entrenamiento en Alemania, que le resulta mortalmente aburrido, se dedica, junto a su inseparable Fernández-Gómez, a traducir la poesía de Schiller que publicarán conjuntamente las revistas Poesía Viva de Cartagena y El Faro Poético Literario de Sevilla.
Ya en Rusia participa en diferentes acciones a lo largo del río Volchov y en las batallas de Possad y de KrassnijBor en donde obtiene, por su comportamiento heroico, la Cruz de Hierro. En el verano de 1943 está de vuelta en París, solo, pues Fernández-Gómez se ha quedado en el Hospital Militar de Riga restableciéndose de sus heridas.
En París Zubieta reanuda su vida social. Frecuenta escritores y artistas. Viaja a España en compañía de Lemercier. Se dice que vuelve a ver a la duquesa de Bahamontes. Una editorial madrileña publica un libro con sus traducciones de Schiller. Es celebrado, invitado a todas las fiestas, mimado por la sociedad, aunque Zubieta ya no es lo que era: un velo de gravedad cubre permanentemente su rostro, como si presintiera la muerte inminente.
En octubre, con la repatriación de la División Azul, vuelve Fernández-Gómez y ambos amigos se reencuentran en Cádiz. Junto a Lemercier viajan a Sevilla, luego a Madrid donde dan una lectura de los poemas de Schiller en el anfiteatro universitario con asistencia multitudinaria y entusiasta, luego a París donde finalmente se instalan.
Pocos meses antes del desembarco de Normandía Zubieta entra en contacto con oficiales de la Brigada Carlomagno aunque en los archivos de esta unidad de las SS francesas no consta su nombre. Con el grado de capitán vuelve al Frente Ruso en compañía de su inseparable Fernández-Gómez. Con remite de Varsovia Lemercier recibirá en octubre de 1944 parte de los papeles que a la postre constituirán el legado literario de Ignacio Zubieta.
Integrado en un batallón de irreductibles SS franceses Zubieta será cercado en Berlín en las postrimerías del Tercer Reich. Según el diario de Fernández-Gómez morirá en combates callejeros el 20 de abril de 1945. El 25 del mismo mes Fernández-Gómez deposita en la Legación Sueca el resto de los papeles del amigo y una caja con papeles propios que la embajada sueca hace llegar al embajador colombiano en Alemania en 1948. Los papeles de Zubieta finalmente arriban a las manos de la familia que en 1950 publica en Bogotá un primoroso librito con quince poemas, ilustrados por Lemercier quien ha decidido radicarse en el bello país sudamericano. El poemario se titula Cruz de Flores. Los poemas no exceden ninguno los treinta versos. El primero se titula Cruz de Velos, el segundo Cruz de Flores, y así sucesivamente (el penúltimo se titula Cruz de Hierro y el último Cruz de Escombros). No hace falta añadir que son decididamente autobiográficos aunque marcados por un proceso verbal hermético que los hace oscuros, crípticos para quien desee rastrear en ellos el periplo vital de Zubieta, el misterio que rodeará siempre sus exilios, sus opciones, su muerte aparentemente inútil.
Del resto de la obra de Zubieta poco se sabe. Hay quienes afirman que no había más o que lo poco que había resultaba decepcionante. Durante un tiempo se especuló con la existencia de un diario íntimo de más de 500 páginas que la madre de Zubieta entregó a las llamas.
En 1959 un grupo de extrema derecha bogotano publicaría con autorización de Lemercier, mas no de la familia de Zubieta que entablará demandas y juicios contra el francés y los editores, el libro titulado Cruz de Hierro y subtitulado «Un colombiano en la lucha contra el bolchevismo» (título y subtítulo de los que obviamente Zubieta no es responsable). La novela o el cuento largo (80 páginas con cinco fotos de Zubieta vestido de uniforme, en una de las cuales, en un restaurante parisino, enseña con una sonrisa fría su Cruz de Hierro, única que obtuviera un colombiano durante la Segunda Guerra Mundial) es una apología de la amistad entre soldados que no rehuye ninguno de los tópicos en la vasta literatura de ese tipo y que un crítico de la época definiera como híbrido entre Sven Hassel y José María Pemán.
JESÚS FERNÁNDEZ-GÓMEZ
Cartagena de Indias, 1910-Berlín, 1945

Hasta que treinta años después de su muerte la editorial El Cuarto Reich Argentino diera a conocer una parte de sus escritos la vida y la obra de Jesús Fernández-Gómez permaneció sumida en el anonimato. Los libros publicados fueron Años de Lucha de un Falangista Americano en Europa, especie de novela autobiográfica de unas 180 páginas escritas durante los treinta días que el autor pasó en el Hospital Militar de Riga convaleciente de heridas de guerra y en donde Fernández-Gómez narra sus aventuras en España durante la Guerra Civil y en Rusia como voluntario de la División 250, la famosa División Azul Española; el otro libro es un largo texto poético titulado Cosmogonía del Nuevo Orden.
Empecemos por este último. Los tres mil versos que componen el poema están fechados entre Copenhague y Zaragoza, a lo largo de los años 1933 y 1938. El poema, de intención épica, narra dos historias que constantemente se intercalan y yuxtaponen: la de un guerrero germano que debe matar a un dragón y la de un estudiante americano que debe demostrar en un medio hostil su valía. El guerrero germano sueña una noche que ha matado al dragón y que sobre el reino que éste subyugaba se impondrá un nuevo orden. El estudiante americano sueña que debe matar a alguien, que obedece la orden que le ordena matar, que consigue un arma, que se introduce en la habitación de la víctima y que en ésta sólo encuentra una «cascada de espejos que lo ciegan para siempre». El guerrero germano, tras el sueño, se dirige confiado a la lucha en donde morirá. El estudiante americano, ciego, vagará hasta su muerte por las calles de una ciudad fría, reconfortado paradójicamente por el brillo que provocó su ceguera.
Las primeras páginas de Años de Lucha de un Falangista Americano en Europa revisan la infancia y adolescencia del autor en su ciudad natal de Cartagena, en el seno de una familia «pobre, pero honrada y feliz», sus primeras lecturas, los primeros versos. Continúa con el encuentro en un burdel de Bogotá con Ignacio Zubieta, la amistad de los jóvenes, las ambiciones compartidas, el deseo de ver mundo y romper con las ataduras familiares. La segunda parte consigna los primeros años en Europa: la vida en un piso de Madrid, las nuevas amistades, las primeras peleas entre él y Zubieta que en ocasiones se saldan a puñetazos, las viejas y viejos viciosos, la imposibilidad de trabajar en casa y sus largos encierros en la Biblioteca Nacional, los viajes que suelen ser felices pero que en ocasiones también son desdichados.
Fernández-Gómez se siente maravillado por su propia juventud: habla de su cuerpo, de su potencia sexual, de la longitud de su miembro viril, de su aguante con la bebida (que detesta: bebe porque así acostumbra Zubieta), de su capacidad para estar sin dormir durante días. También se siente maravillado, y agradecido, de su facilidad para aislarse en los momentos más difíciles, del consuelo que le proporciona el ejercicio literario, de la posibilidad de escribir una gran obra que «lo dignifique, que lo limpie de todos los pecados, que dote de sentido su vida y su sacrificio», aunque sobre la naturaleza de este «sacrificio» corra un tupido velo. Procura hablar de sí mismo y no de Zubieta, pese a que, como él mismo reconoce, la sombra de Zubieta la lleva «pegada al cuello, como una corbata necesaria o como una lealtad mortal».
No se extiende en consideraciones políticas. Considera que Hitler es el hombre providencial de Europa y poco más dice de él. La cercanía física del poder, sin embargo, lo conmueve hasta las lágrimas. En el libro abundan las escenas en que, acompañando a Zubieta, participa en saraos o actos protocolarios, entregas de medallas, desfiles militares, misas y bailes. Los detentadores de la autoridad, casi siempre generales o autoridades eclesiásticas, son descritos detalladamente, con el amor y la morosidad de una madre en la descripción de sus hijos.
La Guerra Civil es el momento de la verdad. Fernández-Gómez se entrega a ella con entusiasmo y valor, aunque comprende de inmediato y así lo hace saber a sus lectores futuros, que la presencia de Zubieta a su lado constituye una pesada carga. La recreación que hace del Madrid de 1936 en donde él y Zubieta se mueven como fantasmas entre fantasmas a la búsqueda de los amigos ocultos del terror rojo o visitando embajadas latinoamericanas donde son recibidos por funcionarios desmoralizados que poco o nada pueden informarles es vivida y vibrante. No tarda Fernández-Gómez en adaptarse a lo extraordinario. La vida castrense, la dureza del frente, las marchas y contramarchas no hacen mella en su disposición ni en su ánimo. Tiene tiempo para leer, para escribir, para ayudar a Zubieta que depende de él en gran medida, para pensar en el futuro, para hacer planes sobre su regreso a Colombia que nunca llevará a la práctica.
Terminada la Guerra Civil, más unido a Zubieta que nunca, pasa casi sin transición a la aventura rusa de la División Azul. La batalla de Possad está narrada con un realismo sobrecogedor, exento de lirismo y de concesiones de cualquier tipo. La descripción de los cuerpos destrozados por la artillería se asemeja en ocasiones a las pinturas de Bacon. Las páginas finales nos hablan de la tristeza del Hospital de Riga, de la soledad del guerrero postrado, sin amigos, abandonado a la melancolía de los atardeceres bálticos que compara desfavorablemente con los atardeceres cartageneros de la patria lejana.
Pese a su carácter de obra no corregida y revisada, Años de Lucha de un Falangista Americano en Europa tiene la fuerza de la obra escrita en los límites de la experiencia, además de algunas sabrosas puntualizaciones sobre aspectos desconocidos de la vida de Ignacio Zubieta que pudorosamente omitiremos. Entre los múltiples reproches que Fernández-Gómez le hace desde su lecho de Riga anotemos tan sólo aquella de carácter puramente literario sobre la paternidad de la traducción de los poemas de Schiller. En cualquier caso, fuera como fuere, lo cierto es que los amigos se volvieron a encontrar, si bien con la presencia de un tercero, el pintor Lemercier, y juntos reemprendieron el camino con la discutida Brigada Carlomagno. Es difícil discernir quién arrastró a quién en esta postrera aventura.
La última obra de Fernández-Gómez salida a la luz pública (aunque nada hace temer que sea realmente la última) es la novelita galante La Condesa de Bracamonte, aparecida bajo el sello editorial Odín de la ciudad colombiana de Cali en el año 1986. El lector avisado reconocerá fácilmente en la protagonista de este relato a la Duquesa de Bahamontes y en sus dos jóvenes antagonistas a los inseparables Zubieta y Fernández-Gómez. La novela no está exenta de humor, sobre todo para la época en que fue escrita: París, 1944. Probablemente Fernández-Gómez exageró un poco las tintas. Su Duquesa de Bracamonte tiene treinta y cinco años y no los cuarenta y pico que se le calculaban a la auténtica Duquesa de Bahamontes. En la novela de Fernández-Gómez los dos jóvenes colombianos (Aguirre y Garmendia) comparten las noches de la Duquesa. Durante el día duermen o escriben. La descripción de los jardines andaluces es minuciosa y no carece de interés.
PRECURSORES Y ANTIILUSTRADOS
MATEO AGUIRRE BENGOECHEA
Buenos Aires, 1880-Comodoro Rivadavia, 1940

Dueño de una enorme estancia en Chubut que administró personalmente y a la que pocos amigos accedieron, su vida es un enigma que oscila entre lo bucólico contemplativo y la personificación del titán. Coleccionista de pistolas y de cuchillos, gustaba de la pintura florentina y detestaba, sin embargo, la pintura veneciana; excelente conocedor de la literatura en lengua inglesa, su biblioteca, pese a los encargos regulares a varios libreros de Buenos Aires y de Europa, jamás pasó de mil ejemplares; cultivó el celibato, la pasión por Wagner, algunos poetas franceses (Corbiére, Catulle Mendés, Laforgue, Banville) y algunos filósofos alemanes (Fichte, August-Wilhelm Schlegel, Friedrich Schlegel, Schelling, Schleirmacher); en la habitación donde escribía y despachaba los asuntos de la estancia abundaban los mapas y los aperos de campo; en sus paredes y estanterías coexistían armoniosamente los diccionarios y los manuales prácticos con las fotos desvaídas de los primeros Aguirres y las fotos relucientes de sus animales premiados.
Escribió cuatro novelas felices y espaciadas en el tiempo (La Tempestad y los Jóvenes, 1911; El río del Diablo, 1918; Ana y los Guerreros, 1928, y El alma de la cascada, 1936) y un breve poemario donde lamenta haber nacido demasiado pronto y en un país demasiado joven.
Su correspondencia es múltiple y precisa; sus corresponsales, literatos americanos y europeos de las más variadas tendencias a los que leyó atentamente y a los que nunca llegó a tutear.
Odió a Alfonso Reyes con un tesón digno de más noble empeño.
Poco antes de morir, en carta enviada a un amigo de Buenos Aires, augura un período brillante para la humanidad, la triunfal entrada en una nueva edad de oro y se pregunta si los argentinos estarán a la altura de las circunstancias.
SILVIO SALVÁTICO
Buenos Aires, 1901-Buenos Aires, 1994

Entre sus propuestas juveniles se cuenta la reinstauración de la Inquisición, los castigos corporales públicos, la guerra permanente ya sea contra los chilenos o contra los paraguayos o bolivianos como una forma de gimnasia nacional, la poligamia masculina, el exterminio de los indios para evitar una mayor contaminación de la raza argentina, el recorte de los derechos de los ciudadanos de origen judío, la emigración masiva procedente de los países escandinavos para aclarar progresivamente la epidermis nacional oscurecida después de años de promiscuidad hispano-indígena, la concesión de becas literarias a perpetuidad, la exención impositiva a los artistas, la creación de la mayor fuerza aérea de Sudamérica, la colonización de la Antártida, la edificación de nuevas ciudades en la Patagonia.
Fue jugador de fútbol y futurista.
De 1920 a 1929 escribió y publicó más de doce poemarios, algunos de los cuales obtuvieron premios municipales y provinciales, y frecuentó los salones literarios y las cafeterías de moda. Desde 1930, encadenado por un matrimonio desastroso y por una prole numerosa, trabajó como gacetillero y corrector en varios periódicos de la capital y frecuentó los tugurios y el arte de la novela que siempre le fue esquivo; publicó tres: Campos de Honor (1936), que trata de desafíos y de duelos semiclandestinos en un Buenos Aires espectral, La Dama Francesa (1949), un relato de prostitutas generosas, cantantes de tango y detectives, y Los Ojos del Asesino (1962), curiosa premonición del psico-killer cinematográfico de los setenta y ochenta.
Murió en el asilo de ancianos de Villa Luro, con una maleta repleta de viejos libros y manuscritos inéditos por toda posesión.
Sus libros nunca se reeditaron. Sus inéditos probablemente fueron arrojados a la basura o al fuego por los celadores del asilo.
LUIZ FONTAINE DA SOUZA
Río de Janeiro, 1900-Río de Janeiro, 1977

Autor de una temprana Refutación de Voltaire (1921) que le valió elogios en los círculos literarios católicos del Brasil y la admiración del mundo universitario dada la vastedad de la obra, 640 páginas, el aparato crítico y bibliográfico y la manifiesta juventud del autor. En 1925, como para confirmar las expectativas creadas por su primer libro, aparece la Refutación de Diderot (530 páginas) y dos años después la Refutación de D'Alembert (590 páginas), obras que lo colocan a la cabeza de los filósofos católicos del país.
En 1930 se publica la Refutación de Montesquieu (620 páginas) y en 1932, Refutación de Rousseau (605 páginas).
En 1935 pasa cuatro meses internado en una clínica para enfermos mentales de Petrópolis.
En 1937 ve la luz La Cuestión Judía en Europa seguida de un Memorándum sobre la Cuestión Brasileña, libro voluminoso como todos los suyos (552 páginas), en donde expone los peligros que aguardan al Brasil (desorden, promiscuidad, criminalidad) si el mestizaje se generaliza.
En 1938 aparece la Refutación de Hegel seguida de una Breve Refutación de Marx y Feuerbach (635 páginas), que muchos filósofos e incluso algún lector consideran la obra de un demente. Fontaine, es irrefutable, conoce la filosofía francesa (domina perfectamente este idioma), la filosofía alemana, en cambio, no. Su refutación de Hegel, a quien en no pocas ocasiones confunde con Kant y en otras, aun peor, con Jean Paul, con Hölderlin y con Ludwig Tieck, es, según los críticos, patética.
En 1939 sorprende a todo el mundo con la publicación de una novelita sentimental. En sus escasas 108 páginas (otra sorpresa) narra los requiebros amorosos de un profesor de literatura portuguesa por una joven rica y casi analfabeta de Novo Hamburgo. La novela, Lucha de contraríos, apenas se vende pero su fino estilo, su agudeza y la perfecta economía verbal con que está construida no pasan desapercibidas para algunos críticos que la alaban sin reservas.
En 1940 es ingresado otra vez en el sanatorio de Petrópolis de donde no saldrá hasta tres años más tarde. Durante su larga estancia, si bien interrumpida por las fiestas navideñas o vacacionales con la familia y siempre bajo el cuidado estricto de una enfermera, escribe la continuación de Lucha de contrarios: Atardecer en Porto Alegre, cuyo subtítulo resulta esclarecedor para el conjunto total de la novela, Apocalipsis en Novo Hamburgo. El relato parte exactamente del mismo lugar en que se interrumpe Lucha de contraríos. Con una escritura quebrada, ajena al fino estilo, a la agudeza y a la economía verbal de la precedente, Atardecer en Porto Alegre narra desde varios puntos de vista de un mismo personaje, el profesor de literatura portuguesa, un atardecer interminable, y sin embargo velocísimo, en la meridional ciudad brasileña, mientras simultáneamente en Novo Hamburgo (y de ahí el subtítulo Apocalipsis en Novo Hamburgo) los criados, la familia y posteriormente la policía se enfrentan al cadáver de la rica heredera analfabeta hallada en su habitación, bajo la gran cama de baldaquino, cosida a puñaladas. La novela, por imperativos familiares, no se publicará hasta bien entrada la década de los sesenta.
Después, un largo silencio. En 1943 publica un artículo en un periódico de Río oponiéndose a la entrada de Brasil en la Segunda Guerra Mundial. En 1948 publica un artículo en la revista Mujer Brasileña sobre flores y leyendas de Pará, especialmente la zona entre el río Tapajoz y el río Xingu.
Así hasta 1955 en que aparece Crítica a «El Ser y la Nada», de Sartre, vol. I (350 páginas), que trata únicamente de los apartados dos y tres de la Introducción, En Busca del Ser, de El Ser y la Nada. Estos apartados son El cogito prerreflexivo y el ser del percipere y El ser del percipi y en su denostación Fontaine recurre desde los filósofos presocráticos hasta los filmes de Chaplin y Buster Keaton. En 1957 aparece el segundo volumen (320 páginas), que trata sobre el apartado quinto, La prueba ontológica, y el apartado sexto, El ser en sí, de la Introducción de la obra sartreana. Ambos libros pasan diríamos de puntillas por el ámbito filosófico y universitario brasileños.
En 1960 aparece el tercer volumen. En seiscientas páginas justas aborda los apartados tercero, cuarto y quinto (La concepción dialéctica de la nada, La concepción fenomenológica de la nada y El orígen de la nada) del capítulo primero (El Orígen de la Negación) de la Primera Parte (El Problema de la Nada) y los apartados primero, segundo y tercero (Mala fe y mentira, Las conductas de mala fe y La «fe» de la mala fe) del capítulo segundo (La Mala Fe) de la Primera Parte.
En 1961, y en medio de un silencio sepulcral ni siquiera roto por su propio editor, aparece el cuarto volumen (555 páginas) que enfrenta los cinco apartados (La presencia ante sí, La facticidad del para-sí, El para-sí y el ser del valor, El para-sí y el ser de los posibles y El yo y el circuito de la ipseidad) del capítulo primero (Las Estructuras Inmediatas del Para-Sí) de la Segunda Parte (El Ser-Para-Sí) y el apartado segundo y tercero (Ontología de la temporalidad, a) «La Temporalidad estática», b) «Dinámica de la Temporalidad» y Temporalidad original y temporalidad psíquica: la reflexión) del capítulo segundo (La Temporalidad) de la Segunda Paite.
En 1962 aparece el quinto volumen (720 páginas) en donde saltándose el capítulo tercero (La Trascendencia) de la Segunda Parte, casi todos los apartados del capítulo primero (La Existencia del Prójimo) y todos los apartados sin excepción del capítulo segundo (El Cuerpo) de la Tercera Parte (El Para-Otro) aborda, pródigo y fiero, el apartado tercero (Hüsserl, Hegel, Heidegger) del capítulo primero y los tres apartados [La primera actitud hacia el prójimo: el amor, el lenguaje, el masoquismo, La segunda actitud hacia el prójimo: la indiferencia, el deseo, el odio, el sadismo y El «ser-con» (Mitsein) y el «nosotros», a) «El "Nos"-objeto», b) «El nosotros-sujeto»] del capítulo tercero (Las Relaciones Concretas con el Prójimo) de la Tercera Parte.
En 1963, mientras trabajaba en el sexto volumen, sus hermanos y sobrinos se ven obligados a internarlo nuevamente en un sanatorio para enfermos mentales, en donde permanecerá hasta 1970. No volvió a escribir. La muerte lo sorprenderá siete años más tarde, en su confortable piso de Leblon, en Río, mientras escucha un disco del compositor argentino Tito Vázquez y observa por los ventanales el atardecer carioca, los coches, la gente que discute en las aceras, las luces que se encienden, se apagan, las ventanas que se cierran.
ERNESTO PÉREZ MASÓN
Matanzas, 1908-Nueva York, 1980

Novelista realista, naturalista, expresionista, cultor del decadentismo y del realismo socialista, autor de una veintena de obras que avalan una carrera que se inicia con el espléndido relato Sin Corazón (La Habana, 1930), una pesadilla con extraños ecos kafkianos en un momento en que pocos en el Caribe conocían la obra de Kafka y termina con la prosa crujiente, mordaz, resentida de Don Juan en La Habana (Miami, 1979).
Integrante un tanto sui generis de la revista Orígenes, su enemistad con Lezama Lima fue legendaria. En tres ocasiones desafió al autor de Paradiso a batirse en duelo con él. En la primera, en 1945, impuso como escenario del lance un campito que poseía en las afueras de Pinar del Río y sobre el cual escribió numerosas páginas acerca de la felicidad profunda de ser propietario, término que ontológicamente llegó a equiparar con el de destino. Lezama, por supuesto, lo desairó.
En la segunda ocasión, en 1954, el sitio elegido para el lance fue el patio de un burdel de La Habana y las armas, sables. Lezama, una vez más, no se presentó.
El tercer y último desafío ocurrió en 1963; el lugar escogido fue el jardín trasero de la casa del doctor Antonio Nualart, en donde se celebraba una fiesta con participación de poetas y pintores; las armas, los puños, como en las clásicas peleas cubanas. Lezama, que por pura casualidad se encontraba en la fiesta, nuevamente logró escabullirse, ayudado por Eliseo Diego y Cintio Vitier. Esta vez la bravuconada de Pérez Masón terminó mal. Al cabo de media hora se presentó la policía y tras una breve discusión fue arrestado. En la comisaría las cosas empeoraron. Según la policía Pérez Masón golpeó a un agente en un ojo. Según Pérez Masón aquello fue una encerrona montada hábilmente por Lezama y por el castrismo, enmaridados contranatura ante la ocasión de hundirlo. El incidente se saldó con quince días de prisión.
No será la última vez que Pérez Masón visite las cárceles del régimen. En 1965 se publica la novela La Sopa de los Pobres, en donde, en un impecable estilo que hubiera aprobado Sholojov, narra los sufrimientos de una familia numerosa de La Habana de 1950. La novela consta de quince capítulos. El primero comienza: «Volvía la negra Petra... »; el segundo: «Independiente, pero tímida y remisa... »; el tercero: «Valiente era Juan... »; el cuarto: «Amorosa, le echó los brazos al cuello... » Pronto salta el censor avispado. Las primeras letras de cada capítulo componen un acróstico: VIVA ADOLF HITLER. El escándalo es mayúsculo. Pérez Masón se defiende despectivo: se trata de una coincidencia. Los censores se ponen manos a la obra; nuevo descubrimiento, las primeras letras de cada segundo párrafo componen otro acróstico: MIERDA DE PAISITO. Y las de cada tercer párrafo: QUE ESPERAN LOS US. Y las de cada cuarto párrafo: CACA PARA USTEDES. Y así, como cada capítulo se compone invariablemente de veinticinco párrafos, los censores y el público en general no tardan en encontrar veinticinco acrósticos. La cagué, dirá más tarde, eran demasiado fáciles de resolver, pero si los hubiera hecho difíciles nadie se hubiera dado cuenta.
El resultado son tres años de cárcel, que finalmente se quedan en dos y la edición, en inglés y francés, de sus primeras novelas: Las Brujas, un relato misógino y lleno de historias que se abren a otras historias que a su vez se abren a otras historias y cuya estructura o falta de estructura guarda cierta semejanza con la obra de Raymond Roussel; El Ingenio de los Masones, obra paradigmática y paradójica en donde nunca se sabe con certeza si Pérez Masón está hablando de la agudeza mental de sus antepasados o de un ingenio azucarero de finales del siglo XIX en donde se reúne una logia masónica que planea la revolución cubana y más tarde la revolución mundial, y que en su día (1940) mereció los elogios de Virgilio Pinera que vio en ella una versión cubana de Gargantúa y Pantagruel; y El Árbol de los Ahorcados, novela oscura, de un gótico caribeño inédito hasta entonces (1946), en donde queda al descubierto su fobia por los comunistas (sorprendentemente el capítulo tercero está dedicado a narrar las vicisitudes militares del mariscal Zhukov, héroe de Moscú, Stalingrado y Berlín, y constituye, por sí solo —y poco tiene que ver con el resto de la novela—, uno de los trozos más brillantes y extraños de la literatura latinoamericana de la primera mitad del siglo xx), por los homosexuales, por los judíos y por los negros, y que le valió la enemistad de Virgilio Pinera quien sin embargo nunca dejó de reconocer el valor inquietante, como de caimán dormido, de la novela, tal vez la mejor de todas las que escribiera Pérez Masón.
Casi toda su vida, hasta el triunfo de la Revolución, trabajó como profesor de literatura francesa en una escuela superior de La Habana. En la década de los cincuenta intentó sin éxito el cultivo del cacahuete y del ñame en su historiado campito de Pinar del Río que finalmente le expropiaron las nuevas autoridades. Sobre su vida en La Habana tras salir de la cárcel se cuentan infinidad de historias, la mayor parte inventadas. Se dice que fue confidente de la policía, que escribió discursos y arengas para un conocido político del régimen, que fundó una secta secreta de poetas y asesinos fascistas, que practicó la santería, que recorrió las casas de todos los escritores, pintores, músicos, pidiendo que intercedieran por él ante las autoridades. Sólo quiero trabajar, decía, sólo trabajar y vivir haciendo lo único que sé hacer. Es decir, escribiendo.
Al salir de la cárcel tiene terminada una novela de 200 páginas que ninguna editorial cubana se atreve a publicar. Su argumento indaga los primeros años de alfabetización de los sesenta. Su ejecución es impecable, en vano los censores se afanan en encontrar mensajes crípticos entre sus páginas. Aun así no se puede publicar y Pérez Masón quemará los tres únicos manuscritos existentes. Años más tarde escribirá en sus memorias que la novela entera, desde la primera a la última página, era un manual de criptografía, el Super Enigma, aunque por supuesto ya no tiene el texto para probarlo y su afirmación pasará ante la indiferencia, si no la incredulidad, de los círculos de exiliados de Miami que le reprochan sus primeras y algo apresuradas hagiografías de Fidel y Raúl Castro, Camilo Cienfuegos y el Che Guevara, y que Pérez Masón responderá escribiendo una curiosa novelita pornográfica (que publicará bajo el seudónimo de Abelardo de Rotterdam) ferozmente antinorteamericana, con el general Eisenhower y el general Patton como protagonistas.
En 1970, también según su diario, intenta y consigue fundar un Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios. El grupo lo integran el pintor Alcides Urrutia y el poeta Juan José Lasa Mardones, de quien nadie tiene noticia y que probablemente sean invenciones del propio Pérez Masón o seudónimos perfectos de escritores adictos al régimen castrista que en determinado momento se volvieron locos o quisieron jugar con dos barajas. Las siglas G. E. A. C. esconden, según algunos críticos, al Grupo de Escritores Arios de Cuba. En cualquier caso, del Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios o del Grupo de Escritores Arios de Cuba (¿o del Caribe?) no se supo nada hasta que Pérez Masón, confortablemente instalado en Nueva York, publica sus memorias.
Sus años de ostracismo pertenecen al dominio de la leyenda. Tal vez estuvo otra vez en la cárcel, tal vez no.
En 1975, y tras muchos intentos frustrados, consigue salir de Cuba y se instala en Nueva York en donde se dedica —trabajando más de diez horas diarias— a la escritura y a la polémica. Cinco años después moriría. El Diccionario de Autores Cubanos (La Habana, 1978) que ignora a Cabrera Infante, sorprendentemente recoge su nombre.
LOS POETAS MALDITOS
PEDRO GONZÁLEZ CARRERA
Concepción, 1920-Valdivia, 1961

Las contadas hagiografías que corren sobre González Carrera coinciden en afirmar que su obra fue tan brillante como gris fue su vida y tal vez no les falte razón. De procedencia humilde, profesor de Escuela Primaria, casado desde los veinte años y padre de siete hijos, la vida de González Carrera fue una sucesión de cambios de destino, siempre en escuelas de pueblos pequeños o de aldeas cordilleranas, y de estrecheces económicas condimentadas por desgracias familiares o afrentas personales.
Sus primeros poemas nos muestran a un adolescente que imita a Campoamor, Espronceda, los románticos españoles. A los veintiún años publica su primera poesía en la revista Flores Sureñas, un magazine dedicado a «la agricultura, la ganadería, la educación y la pesca» y que por entonces dirigían un grupo de profesores de primaria de Concepción y Talcahuano entre los que destacaba Florencio Capó, amigo de González desde la niñez. A los veinticuatro, según sus biógrafos, González intenta publicar su segundo poema en la Revista del Instituto Pedagógico de Santiago. Capó, que por entonces se había trasladado a la capital y colaboraba con la revista, presenta el poema según sus propias palabras sin haberlo leído y éste aparece publicado junto a otros veinte textos de otros tantos poetas que ejercían el magisterio en Santiago y, mayoritariamente, en provincias y que constituían el núcleo lector básico de la revista.
El escándalo es inmediato y, aunque restringido al ámbito del magisterio nacional, mayúsculo.
Lejos, lejísimos quedaban los requiebros de Campoamor. El poema, de treinta versos exactos y límpidos, era una reivindicación de los vilipendiados ejércitos del Duce, del burlado valor italiano (en aquellos años tanto en círculos aliadófilos como germanófilos se daba por sentado que los italianos eran una raza de cobardes; conocida es la afirmación de un político santiaguino en referencia a un posible conflicto fronterizo con los italianizados argentinos de que con una compañía de carabineros bien chilenos el gobierno podía frenar y aplastar a una división de taños) y al mismo tiempo, y esto es lo que lo hace original, una negación de la flagrante derrota, una promesa de victoria final que llegará «por cauces inéditos, insospechados, maravillosos».
El revuelo armado, del que González, profesor entonces en una aldea perdida en las cercanías de Santa Bárbara sólo tendrá noticias por mediación de tres cartas, una de ellas de Capó en la cual éste le reprocha su actitud, le reafirma su amistad y se lava las manos, servirá para que la revista Corazón de Hierro intente ponerse en contacto con él y el Ministerio de Educación anote su nombre a una larga e inútil lista de posibles quintacolumnistas del fascio.
Su siguiente incursión en las páginas impresas data de 1947. Son tres poemas en donde se amalgama lo lírico y lo narrativo, la metáfora modernista y la metáfora surrealista; sus imágenes son, por momentos, desconcertantes: González ve hombres con armaduras, «merovingios de otro planeta», caminar por pasillos de madera interminables; ve mujeres rubias dormir al raso junto a arroyos podridos; ve máquinas cuya función apenas intuye que se mueven en noches cerradas en donde la luz de los reflectores es «semejante a una diadema de colmillos». Ve actos, que no describe, que le causan pavor pero hacia los que se siente irresistiblemente atraído. Los poemas transcurren no en este mundo sino en un universo paralelo en donde «la Voluntad y el Miedo son la misma cosa».
Al año siguiente publica otros tres poemas en la revista Corazón de Hierro que por entonces se ha trasladado a Punta Arenas. Los poemas insisten en los mismos escenarios y en la misma atmósfera, con ligeras variantes, de los tres poemas precedentes. En carta a su amigo Capó fechada el 8 de marzo de 1947 González, entre las consabidas quejas por su situación laboral y lamentos por su situación familiar, sitúa su iluminación poética en el verano de 1943. Es en esa época cuando lo visitan por primera vez los extraterrestres merovingios. ¿Pero lo visitan en un sueño o es una visita real? González no lo aclara. En la carta a Capó se extiende en consideraciones acerca del fenómeno de la glosolalia, las epifanías, los milagros de las imágenes en el fondo de un túnel. Dice haber trabajado hasta el anochecer en su escuelita de campo, que sintió mucho sueño y mucha hambre y que trató de levantarse y volver a casa. No lo consiguió o lo consiguió en parte, esto queda confuso. Después, al cabo de una hora, se despertó en un potrero cercano, tirado en la tierra, boca arriba, bajo una noche estrellada como pocas y con todos los poemas, de principio a final, dentro de su cabeza. Capó, que junto con la carta ha leído la revista Corazón de Hierro que le ha enviado González, le contesta aconsejándole que pida urgentemente el traslado, que en esas soledades va a terminar por volverse loco.
González le obedece en lo que respecta al traslado pero prosigue obstinado en la explotación de su particular veta poética. Los tres siguientes poemas que publica (no en la revista Corazón de Hierro, que por entonces ya no existe, sino en las páginas del suplemento cultural de un periódico de Santiago) se han despojado de la imaginería surreal, de los lastres simbolistas, de los caprichos modernistas (escuelas de las que González, hay que hacerlo notar, desconocía virtualmente casi todo). Sus versos son ahora escuetos, sus imágenes desnudas; también han sufrido una transformación las figuras recurrentes en los seis poemas anteriores: los guerreros merovingios se han transformado en robots, las mujeres agónicas junto a los arroyos podridos en flujos de pensamiento, los tractores misteriosos que roturaban el campo sin ton ni son, en naves secretas procedentes de la Antártida o en Milagros (así, con mayúscula, como lo escribe González). Y esta vez se esboza una figura a manera de contrapunto, la del propio autor perdido en las inmensidades de la patria, que observa las apariciones como un notario de la maravilla, pero que en resumidas cuentas desconoce el porqué de éstas, su fenomenología, su fin último.
Con gran esfuerzo y a costa de sacrificios sin fin González publica a su costa en 1955 una plaquette con doce poemas en una imprenta de Cauquenes, capital de la provincia de Maule, adonde lo han trasladado. El librito se titula Doce y la portada, obra del autor, merece una descripción aparte por tratarse del primero de los numerosos dibujos con que González acompañaba a sus poemas y que sólo se conocerán tras su muerte: las cuatro letras de la palabra doce con garras de águila en la parte inferior, se sujetan de una cruz gamada en llamas. Bajo la esvástica puede adivinarse un mar ondulado, como dibujado por un niño. Bajo el mar, entre las ondas, en efecto vemos un niño que dice «mamá, tengo miedo». El bocado que engloba la declaración del niño aparece desdibujado. Bajo el niño y bajo el mar hay rayas, borrones, que tal vez sean volcanes o defectos de imprenta.
Los doce nuevos poemas añaden nuevas figuras y nuevos paisajes a los nueve anteriores. A los robots, los flujos de pensamiento y las naves hay que sumar ahora el Destino y la Voluntad, que encarnan dos polizones escondidos en las bodegas de la nave, la Máquina de la Enfermedad, la Máquina del Lenguaje, la Máquina de la Memoria (que tiene una avería desde el principio de los Tiempos), la Máquina de la Virtualidad y la Máquina de la Precisión. A la única figura humana de los poemas anteriores (la del propio González) se agrega ahora la del Abogado de la Crueldad, un personaje extraño que a veces habla como un roto chileno (como los maestros de primaria creían que hablaban los rotos) y a veces como la sibila o como un arúspice griego. El escenario de estos doce poemas es el mismo que el de los anteriores: un campo abierto en medio de la noche o un teatro de magnitudes colosales instalado en el corazón de Chile.
La plaquette, pese a los esfuerzos de González que se preocupa de enviarla a diferentes periódicos de Santiago y de provincias, pasa completamente desapercibida. Un gacetillero de Valparaíso hace una reseña humorística bajo el título «Ya tenemos un Julio Verne en el campo». En un periódico de izquierdas se le cita, junto a otros muchos, como ejemplo de la fascistización de la vida cultural en el país. Pero la verdad es que nadie lo lee, ni en la izquierda ni en la derecha, y nadie, mucho menos, lo apoya, salvo quizá Florencio Capó, que está lejos y cuya amistad ha quedado resentida por el dibujo de la portada de Doce. En Cauquenes un par de papelerías exhiben el libro durante un mes. Luego lo devuelven al autor.
Obstinadamente, González sigue escribiendo y dibujando. En 1959 envía a dos editoriales de Santiago el manuscrito de una novela que ambas rechazarán. En carta a Capó habla de esta novela como de su obra científica, el compendio de su conocimiento científico que lega a la posteridad, aunque es público y notorio que sus conocimientos de física, astrofísica, química, biología y astronomía son nulos. Un nuevo traslado a un pueblo cercano a Valdivia termina de empeorar su salud ya de por sí delicada. En junio de 1961 muere en el Hospital Provincial de Valdivia a la edad de cuarenta años. Es enterrado en la fosa común.
Muchos años más tarde, y gracias a los desvelos de Ezequiel Arancibia y Juan Herring Lazo que conocían el número de Corazón de Hierro donde se publicaron sus poemas, se emprende una búsqueda y una investigación seria alrededor de la obra de González. Afortunadamente, primero la viuda y luego una de sus hijas, conservaron la mayor parte de sus papeles. Florencio Capó entregaría más tarde, en 1976, las cartas que guardaba del viejo amigo.
Así, en 1975, sale el primer tomo de sus Poesías Completas (350 páginas), editadas y anotadas por Arancibia.
En 1977 aparece el segundo y último tomo (480 páginas), en donde se adjuntan las notas sobre el plan general de la obra que González diagramara ya en 1945 y los numerosísimos y en más de un sentido originales dibujos con que el autor se ayudaba a sí mismo a entender el alud de «revelaciones novísimas que perturban mi alma».
En 1980 aparece la novela, El Abogado de la Crueldad, con la extraña dedicatoria: a mi amigo italiano, el soldado desconocido, la víctima a carcajadas. La novela (150 páginas) invita al lector a pasar por ella de puntillas: sin concesiones a la moda (aunque difícilmente González podía estar al tanto de las modas literarias en su exilio maulino), sin concesiones al lector, sin concesiones consigo mismo. Fría, pero arrebatada y arrebatadora, como la definió Arancibia en el prólogo.
Finalmente, en 1982 ve la luz en un tomito de noventa páginas la totalidad de su Correspondencia. Son las cartas de su noviazgo, las cartas dirigidas a su amigo Capó (el grueso del libro corresponde a este apartado) y las cartas dirigidas a directores de revista, compañeros de trabajo, jefes en el Ministerio de Educación. Poco nos dicen acerca de su obra y sí mucho acerca de los sufrimientos por los que tuvo que pasar.
Hoy día, en un barrio perdido de Cauquenes y cerca de una plaza desarbolada por la parte norte de Valdivia existen, gracias a la iniciativa de los promotores y redactores de la Revista del Hemisferio Sur, sendas calles que ostentan el nombre de Pedro González Carrera. Pocos saben a quién conmemoran.
ANDRÉS CEPEDA CEPEDA, llamado el Doncel
Arequipa, 1940-Arequipa, 1986

Sus primeros pasos estuvieron marcados por el influjo benéfico de Marcos Ricardo Alarcón Chamiso, poeta y músico arequipeño, con el que solía pasar las tardes en el restaurante La Góndola Andina escribiendo poesía a dos manos. En 1960 publicó la plaquette El Destino de la calle Pizarra, cuyo subtítulo, Las puertas infinitas, prefigura una sucesión de «Calles Pizarro» a lo largo y ancho del continente cuya virtud, una vez descubiertas (pues las «Calles Pizarro» por regla general permanecen ocultas), consistiría en proporcionar un nuevo marco de percepción americana, en donde la voluntad y el sueño se fundirían en una nueva visión de la realidad, en un despertar americano. Los trece poemas de El Destino de la calle Pizarro, compuestos en endecasílabos un tanto confusos, dejaron a la crítica indiferente: sólo Alarcón Chamiso los reseñó en el Heraldo Arequipeño, elogiando, por encima de todo, su calidad musical, el «misterio silábico que se agazapaba tras el verbo ígneo» de su autor.
En 1962 comenzó a colaborar con la revista bimensual Panorama que editaba en Lima el célebre abogado y polemista Antonio Sánchez Lujan, a quien conoce durante una cena-homenaje ofrecida por el Rotary Club de Arequipa. Nace entonces el Doncel, nom de plume con el que firma artículos que van desde el ditirambo político hasta la reseña cinematográfica o literaria. En 1965 combina su trabajo en Panorama con una columna diaria en el periódico Última Hora Peruana, propiedad de Pedro Argote, magnate de la harina de pescado y compadre de Antonio Sánchez Lujan. Allí Andrés Cepeda vive sus escasos momentos de gloria: sus artículos, variados como los del Dr. Johnson, concitan enemistades y rencores duraderos. Opina sobre cualquier tema, cree tener soluciones para todo. Comete errores, es demandado junto con el periódico, pierde uno a uno cada juicio. En 1968, en medio de la vorágine en que se ha convertido su vida limeña, reedita El Destino de la calle Pizarra, añadiendo a los trece poemas originales cinco poemas de nuevo cuño, trabajo que, como confiesa él mismo en su propia columna («La Labor de un Poeta»), le ha llevado ocho años de duro esfuerzo. Esta vez, y gracias a la nombradía de el Doncel, su poemario no estará exento de ataques, a cual más mordaz. Entre los adjetivos de sus críticos destaquemos los siguientes: paleonazi, tarado, abanderado de la burguesía, títere del capitalismo, agente de la CIA, poetastro de intenciones cretinizantes, plagiario de Eguren, plagiario de Salazar Bondy, plagiario de Saint-John Perse (acusación ésta sostenida por un jovencísimo poeta de San Marcos y que a su vez desató otra polémica entre seguidores y detractores de Saint-John Perse en el ámbito universitario), esbirro de las cloacas, profeta de baratillo, violador de la lengua española, versificador de intenciones satánicas, producto de la educación de provincia, rastacuero, cholo alucinado, etc., etc.
Y sin embargo las diferencias entre la primera y la segunda edición de El Destino de la calle Pizarro no son notables. Consignemos algunas. La más obvia: la edición arequipeña consta de trece poemas y está dedicada a su maestro Alarcón Chamiso; la limeña tiene dieciocho poemas y no lleva dedicatoria alguna. De los trece poemas originales, sólo el octavo, el decimosegundo y el decimotercero observan retoques, ligeros cambios, algunos sinónimos (atolladero por dificultad, juicio por talento, misceláneo por diverso) que en poco varían el sentido primigenio. Los cinco nuevos poemas, a su vez, parecen cortados por el mismo patrón: endecasílabos, un tono pretendidamente enérgico, una intencionalidad más bien misteriosa, una versificación regular, en ocasiones con calzador, en nada original. Y sin embargo es el añadido de estos cinco poemas lo que cambia el sentido o lo que ahonda e ilumina la lectura de los trece anteriores. A la luz de éstos lo que antes era misterio, brumas, recurrencias manidas a personajes mitológicos, se convierte en claridad, método, apuesta y propuesta transparente. ¿Y qué es lo que propone el Doncel? ¿Cuál es su apuesta? El regreso a una edad de hierro que sitúa aproximadamente en la época de Pizarro. El enfrentamiento racial en el Perú (aunque cuando dice Perú, y esto quizás es más importante que su teoría de la lucha de razas, liquidada por lo demás en un par de versos, engloba a Chile, Bolivia y Ecuador). El posterior enfrentamiento entre Perú y Argentina (Argentina engloba a Uruguay y Paraguay) en lo que denomina «lucha de Castor y Pólux». El triunfo incierto. Tal vez la derrota de ambos contendientes que profetiza para el año treinta y tres del tercer milenio. En los tres últimos versos advierte no sin trabajo del nacimiento de un niño rubio en las ruinas de una Lima sepulcral.
La notoriedad del Cepeda poeta no duró más de un mes. La carrera de el Doncel fue más larga, aunque su momento ya había pasado. A la cruda luz de los juicios por difamación perdidos siguió su posterior despido de Última Hora Peruana que lo ofreció como víctima propiciatoria para aplacar las iras de un industrial cervecero de origen indio y de un secretario de cierto ministro a quien Cepeda criticaba abiertamente su ineptitud públicamente reconocida y aceptada.
No publicó más libros.
Vivió los años que le quedaban de sus colaboraciones en Panorama y de trabajos esporádicos en la radio. También trabajó ocasionalmente como corrector de periódicos. Al principio tuvo a su alrededor a un pequeño grupo de admiradores, llamados los Donceles, que el tiempo fue disgregando. En 1982 volvió a Arequipa en donde puso una pequeña frutería. Murió de un derrame cerebral en la primavera de 1986.
LETRADAS Y VIAJERAS
IRMA CARRASCO
Puebla, México, 1910-México D. F., 1966

Poetisa mexicana de tendencia mística y de expresión desgarrada. A los veinte años publicó su primera colección de versos, La voz por ti marchita, en donde se aprecia una lectura voluntariosa, en ocasiones fanática, de Sor Juana Inés de la Cruz.
De abuelos y padres porfiristas, su hermano mayor, sacerdote, abraza el ideal cristero y muere fusilado en 1928. En 1933 aparece El Destino de las Mujeres, en donde se confiesa enamorada de Dios, de la Vida y de un nuevo amanecer mexicano que indistintamente llama resurrección, despertar, soñar, enamorarse, perdonar y casarse.
De carácter abierto, frecuenta tanto los salones de la buena sociedad mexicana como los cenáculos del nuevo arte en donde su simpatía y franqueza conquistan de inmediato a los pintores y escritores revolucionarios quienes la admiten encantados pese a conocer de sobra sus ideas conservadoras.
En 1934 publica La Paradoja de la Nube, quince sonetos gongorinos, y Retablo de Volcanes, poemas íntimos y de alguna forma precursores de un feminismo católico y avant la lettre. Su capacidad creativa es desbordante. Su optimismo, contagioso. Su personalidad es exquisita. Su aspecto físico transmite belleza y serenidad.
En 1935 se casa, tras un noviazgo de cinco meses demasiado corto para la época, con Gabino Barreda, arquitecto natural de Hermosillo, Sonora, estalinista semiclandestino y público donjuán. La luna de miel transcurre en el desierto de Sonora, cuyas soledades inspiran por igual a Irma Carrasco que a Barreda.
Al regreso se instalan en una casa colonial de Coyoacán que Barreda transforma en la primera casa colonial con paredes de acero y cristal. Exteriormente conforman una pareja envidiable: ambos son jóvenes y no les falta el dinero, Barreda es el prototipo del arquitecto brillante, idealista, con grandes proyectos para las nuevas ciudades del continente; Irma es el prototipo de la mujer hermosa, segura de su casta, orgullosa pero inteligente y serena, el timón necesario para llevar a buen puerto un matrimonio de artistas.
La vida real, no obstante, es diferente y para Irma no está exenta de desengaños. Barreda la engaña con vicetiples de tres al cuarto. Barreda no se anda con contemplaciones y la golpea casi a diario. Barreda la suele despreciar públicamente, a ella y a su familia, a quienes trata de «cristeros jijos de la chingada» o «carne podrida de paredón», delante de amigos y desconocidos. La vida real, en ocasiones, se parece demasiado a una pesadilla.
En 1937 viajan a España. Barreda va a salvar la República. Irma va a salvar su matrimonio. En Madrid, mientras la aviación franquista bombardea la ciudad, Irma recibe, en la habitación 304 del Hotel Splendor, la paliza más brutal de su vida.
Al día siguiente, sin decirle nada a su marido abandona la capital de España con destino a París. Una semana después Barreda sale en su busca, pero Irma ya no está en París: se ha pasado a la zona nacional y vive en Burgos en donde obtiene la ayuda de la madre superiora del convento de las Carmelitas Descalzas, lejanamente emparentada con su familia.
Durante el resto de la guerra su vida es leyenda. Se dice que hizo de enfermera en puestos de socorro de primera línea, que representó como autora y actriz retablos morales para los soldados, que conoció e hizo amistad con los poetas católicos colombianos Ignacio Zubieta y Jesús Fernández-Gómez, que el general Muñoz Grandes la vio y se puso a llorar porque supo de inmediato que jamás sería suya, que los jóvenes poetas falangistas la conocían por el cariñoso apodo de Guadalupe o el ángel de las trincheras.
En 1939 publica en Salamanca El Triunfo de la Virtud o el Triunfo de Dios, plaquette de cinco poemas en donde celebra en finos hemistiquios la victoria franquista. En 1940, instalada en Madrid, aparece otro libro de poesía, El Regalo de España y una obra de teatro que no tardará en ser representada con éxito y más tarde llevada al cine: La Noche Serena de Burgos, pieza que hurga en las felices vicisitudes de una novicia a punto de tomar los hábitos. En 1941 recorre Europa en una triunfal gira de promoción de artistas españoles contratados por el Ministerio de Cultura alemán. Visita Roma y Grecia, Rumania (en donde frecuentará la casa del general Entrescu y conocerá a su novia, la poetisa argentina Daniela de Montecristo por la que sentirá una aversión instantánea: todas las evidencias me llevan a concluir que esta mujer es una p..., escribirá en su Diario) y Hungría, navega en barca por el Rin y por el Danubio, renace y vuelve a brillar en todo su esplendor un talento oscurecido por la falta de estímulos y por la falta o el exceso de amor. Este renacer trae consigo los gérmenes de una nueva y apasionada ocupación: la del periodismo. Escribe artículos, semblanzas de personajes políticos o militares, describe con detalles vividos y pintorescos las ciudades que visita, se ocupa de la moda de París y de los problemas e intereses de la curia vaticana. Sus crónicas se publican en revistas y periódicos de México, Argentina, Bolivia y Paraguay.
En 1942 México declara la guerra a las potencias del Eje y aunque a Irma Carrasco la medida le parece, literalmente, una patochada o en el mejor de los casos una broma ridicula, ante todo es mexicana y decide volver a España y esperar el desarrollo de los acontecimientos.
En abril de 1946, un día después del estreno de su pieza dramática La luna en sus ojos en el madrileño teatro Principal, con un discreto éxito de crítica y de público, llaman a la puerta de su sencillo pero confortable piso de Lavapiés y aparece en escena, otra vez, Barreda.
El arquitecto, que ahora vive en Nueva York, ha venido a rehacer su matrimonio. Pide perdón de rodillas, promete y jura todo aquello que Irma Carrasco desea escuchar. Los rescoldos del primer amor vuelven a arder. El corazón sensible de la mexicana hace el resto.
Vuelven a América. Barreda, en efecto, ha cambiado. Durante la travesía se desvive en atenciones y muestras de afecto. El barco que los ha traído de Europa llega a Nueva York. El departamento que tiene Barreda en la Tercera Avenida está preparado expresamente para recibir a Irma. Durante tres meses viven una nueva luna de miel. En Nueva York, Irma experimenta instantes de gran felicidad. Deciden tener hijos lo antes posible pero Irma no queda embarazada.
En 1947 el matrimonio regresa a México. Barreda reinicia el trato diario con sus antiguas amistades. Éstas o el aire de México lo transforman nuevamente en el temido Barreda de antes de la reconciliación: su carácter se ofusca, vuelve a la bebida y a las vicetiples, ya no escucha a su mujer, no le habla, pronto llegan los primeros maltratos de palabra y una noche, tras defender Irma delante de unos amigos la honradez y los logros del régimen franquista, Barreda vuelve a golpearla.
Al primer brote de violencia matrimonial le siguen, en tromba, nuevos y casi diarios maltratos. Pero Irma está escribiendo y eso la salva. Palizas, insultos, todo tipo de vejaciones soporta sin abandonar la pluma, recluida en una habitación de su casa de Coyoacán mientras Barreda se entrega al alcohol y a las discusiones interminables en el seno del Partido Comunista Mexicano. En 1948 termina una obra de teatro, Juan Diego, pieza extraña y sutil en donde dos actores dan vida al indio guadalupano y a su ángel de la guarda en su paso por el Purgatorio, una travesía que al parecer es eterna porque el Purgatorio, parece querer decirnos la autora, es eterno. Después del estreno Salvador Novo felicita a Irma en los camerinos, le besa la mano, se dicen mutuamente zalamerías; Barreda, mientras conversa o finge conversar con algunos amigos, no le quita la vista de encima. Cada vez parece más nervioso. La figura de Irma adquiere a sus ojos proporciones gigantescas. Suda en abundancia, tartamudea. Hasta que definitivamente pierde el control de la situación: se aproxima a empellones, insulta a Novo y abofetea repetidas veces a Irma ante la consternación de los presentes que tardan más de lo debido en separarlos.
Tres días más tarde, Barreda es detenido junto con la mitad del comité central del Partido. Irma, una vez más, está libre.
Pero no abandona a Barreda. Lo visita, le lleva libros de arquitectura y novelas policíacas, se preocupa de que se alimente bien, mantiene charlas interminables con su abogado, se hace cargo de sus negocios pendientes. En Lecumberri, en donde permanece seis meses, Barreda riñe con sus compañeros quienes tienen ocasión de comprobar personalmente lo insoportable que puede llegar a ser semejante carácter en un espacio reducido. Se salva por poco de ser ajusticiado por sus propios correligionarios. Al salir abandona el Partido, abjura públicamente de su militancia y se marcha con Irma a Nueva York. Todo hace presagiar que iniciarán, una vez más, una nueva vida. Lejos de México Irma confía en que su matrimonio recobre la felicidad, la armonía. No es así: Barreda está resentido y es Irma quien paga los platos rotos. La vida en Nueva York, en donde tan felices habían sido, se convierte en un infierno hasta que una mañana Irma decide dejarlo todo, toma el primer autobús y al cabo de tres días está de vuelta en México.
No volverán a verse hasta 1952. Para entonces Irma ha estrenado otras dos obras de teatro, Carlota, emperatriz de México y El Milagro de Peralvillo, ambas de carácter religioso. Y ha aparecido su primera novela, La Colina de los Zopilotes, recreación de los últimos días de vida de su único hermano, que provoca opiniones encontradas en la crítica mexicana. Según algunos, Irma propone sin más la vuelta al México de 1899 como única forma de salvar un país al borde del desastre. Según otros, se trata de una novela apocalíptica en donde se atisban los desastres futuros de la nación que nadie podrá impedir o conjurar. La colina de los zopilotes que da título a la novela, y que es el lugar en donde muere fusilado su hermano, el padre Joaquín María, cuyas reflexiones y recuerdos constituyen el grueso de la obra, representa la geografía futura de México, yerma, desolada, escenario perfecto para nuevos crímenes. El jefe del pelotón de fusilamiento, el capitán Álvarez, representa al PRI, el partido gobernante y timonel del desastre. Los soldados del pelotón son el pueblo mexicano engañado, descristianizado, que asiste impertérrito a su propio funeral. El periodista de un rotativo del D. E representa a los intelectuales mexicanos, vacíos y ateos, interesados únicamente en el dinero. El viejo cura disfrazado de campesino que observa el fusilamiento a la distancia ejemplifica la actitud de la madre Iglesia, cansada y atemorizada ante la violencia de los hombres. El viajante de comercio griego, Yorgos Karantonis, que se informa en el pueblo del fusilamiento y sube a la colina por curiosidad, sólo por matar el tiempo, encarna la esperanza: Karantonis cae de rodillas llorando en el momento en que el padre Joaquín María es acribillado. Y finalmente los niños que al otro lado de la colina, de espaldas al fusilamiento, juegan a tirarse piedras, representan el futuro de México, la guerra civil y la ignorancia.
El único sistema político en el que creo a ojos cerrados, dice en una entrevista a la revista femenina Labores de Casa, es el teocrático, aunque el generalísimo Franco tampoco lo está haciendo tan mal.
El mundo literario mexicano, casi sin excepción, le gira la espalda.
En 1953, reconciliada con Barreda que se ha convertido en un arquitecto de renombre, viajan por Oriente: Hawai, Japón, Filipinas, la India servirán de inspiración para sus nuevos poemas, La Virgen de Asia, sonetos acerados que hurgan en la herida del mundo moderno. La propuesta de Irma, esta vez, es volver a la España del siglo xvi.
En 1955 es hospitalizada con varias fracturas y contusiones múltiples.
Barreda, que ahora se confiesa libertario, llega a la cúspide de su fama: es un arquitecto reconocido internacionalmente y en su taller se acumulan los proyectos que le solicitan de todas partes del mundo. Irma, por el contrario, abandona la creación de piezas dramáticas y se dedica a su casa, a la vida social junto con su marido y a la laboriosa ejecución de una obra poética que sólo se conocerá tras su muerte. En 1960 Barreda intenta divorciarse por primera vez. Irma se niega utilizando para ello todos los recursos a su alcance. Un año después Barreda la abandona definitivamente dejando el asunto en manos de sus abogados. Éstos presionan a Irma, la amenazan con quitarle el dinero, con el escándalo público, apelan a su sentido común y a su buen corazón (la mujer con la que Barreda vive en Los Ángeles está a punto de dar a luz), pero nada consiguen.
En 1963 Barreda la visita por última vez. Irma está enferma y no es del todo imposible suponer que el arquitecto sintiera piedad, o curiosidad, o algo parecido.
Irma lo recibe en la sala, vestida con su mejor traje. Barreda llega acompañado por su hijo de dos años; afuera, en el coche, se ha quedado su mujer, una norteamericana veinte años más joven que Irma, embarazada de seis meses. El encuentro, el último que tendrán, es tenso y en ocasiones dramático. Barreda se interesa por su salud, incluso por su poesía. ¿Todavía escribes?, le pregunta. Irma asiente con gravedad. El hijo de Barreda la inquieta y la inhibe al principio. Luego se sobrepone y adopta un tono distante que poco a poco se va haciendo más irónico y soterradamente agresivo. Cuando Barreda menciona a los abogados y la necesidad del divorcio, Irma lo mira a los ojos (a él y a su hijo) y vuelve a negarse en redondo. Barreda no insiste. Vengo como amigo, dice. ¿Amigo, tú? Irma está señorial. Tú no eres mi amigo sino mi esposo, declara. Barreda sonríe. Los años han limado su carácter de asperezas o eso pretende aparentar o tal vez Irma le importa tan poco que ya ni siquiera es capaz de enojarse. El niño no se mueve. Irma, compadecida, le sugiere tímidamente que vaya a jugar al patio. Cuando se quedan solos Barreda menciona la necesidad de que los niños se críen en el seno de un matrimonio bien constituido. Tú qué sabes, le replica Irma. Es verdad, admite Barreda, yo qué sé. Beben. Barreda, tequila Sauza. Irma, rompope. El niño juega en el patio; la sirvienta de Irma, casi una niña también, juega con él. En la penumbra de la sala Barreda bebe su tequila y hace observaciones banales sobre el estado de conservación de la casa, luego anuncia que tiene que marcharse. Irma se levanta antes que lo haga él y con una velocidad endiablada vuelve a llenarle la copa. Brindemos, dice. Por nosotros, dice Barreda, por la buena suerte. Se miran a los ojos. Barreda empieza a sentirse incómodo. Irma tuerce los labios en una mueca que puede ser de desprecio o crispación y arroja el vaso de rompope al suelo. Éste se estrella y sobre las baldosas blancas se derrama el líquido amarillo. Barreda, que por un momento ha pensado que le iba a lanzar el vaso a la cara, la mira con sorpresa y alarma. Pégame, le dice Irma. Anda, pégame, pégame, y adelanta el torso hacia su ex marido. Los gritos son cada vez más fuertes. En el patio, sin embargo, el niño y la sirvienta siguen jugando. Barreda los observa con el rabillo del ojo: le parecen inmersos en otro tiempo, no, en otra dimensión. Luego mira a Irma y por un segundo (que olvidará de inmediato) tiene una vaga noción del horror. Al marcharse, al cruzar la puerta de la calle con su hijo en brazos aún cree escuchar los ahogados gritos de Irma que se ha quedado sola en la sala, de pie, ajena a todo menos a su último acto conyugal, sorda a todo menos a su voz que repite dulcemente una invitación o un exorcismo o un poema, la parte sin piel del poema, más corto que cualquier haikú de Tablada, su único poema experimental, por decirlo de alguna manera.
Y ya no hay más poemas ni más vasitos de rompope sino un silencio religioso y sepulcral hasta la muerte.
DANIELA DE MONTECRISTO
Buenos Aires, 1918-Córdoba, España, 1970

Mujer de legendaria belleza y permanentemente rodeada por un aura de misterio, de sus primeros años en Europa (1938-1947) se cuentan historias a menudo contradictorias cuando no antagónicas. Se dice que fue amante de generales italianos y alemanes (entre estos últimos se menciona a Wolff, el tristemente célebre jefe de las SS en Italia); que se enamoró de un general del ejército rumano, Eugenio Entrescu, al que crucificaron sus propios soldados en 1944; que escapó del cerco de Budapest disfrazada de monja española; que perdió una maleta llena de poemas al cruzar clandestinamente la frontera austro-suiza en compañía de tres criminales de guerra; que fue recibida por el Papa en 1940 y en 1941; que un poeta uruguayo y otro colombiano se suicidaron por su amor no correspondido; que en la nalga izquierda llevaba tatuada una esvástica negra.
Su obra literaria, descontando los poemas de juventud perdidos en las cumbres heladas de Suiza y de los que nunca más se supo, se compone de un solo libro de título un tanto épico: Las Amazonas, editado por Pluma Argentina y con prólogo de la viuda de Mendiluce que no se queda corta a la hora de prodigar elogios (en algún párrafo compara, sin otro fundamento que la intuición femenina, los famosos poemas perdidos en los Alpes con la obra de Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni).
El libro aborda de manera torrencial y anárquica todos los géneros literarios: la novela amorosa y la novela de espías, las memorias, el teatro, incluido el de vanguardia, la poesía, la historia, el panfleto político. Su argumento gira en torno a la vida de la autora y de sus abuelas y bisabuelas, remontándose en ocasiones a los días inmediatamente posteriores a la fundación de Asunción y Buenos Aires.
Algunas páginas son originales, sobre todo cuando describe un Cuarto Reich femenino con sede en Buenos Aires y campos de entrenamiento en la Patagonia, o cuando divaga nostálgica, apoyada en conocimientos seudocientíficos, acerca de la glándula que produce el sentimiento amoroso.
DOS ALEMANES EN EL FIN DEL MUNDO
FRANZ ZWICKAU
Caracas, 1946-Caracas, 1971

Franz Zwickau pasó por la vida y por la literatura como un torbellino. Hijo de emigrantes alemanes, dominó a la perfección tanto la lengua de sus padres como la lengua de su tierra de nacimiento. Las crónicas de la época hablan de un muchacho talentoso e iconoclasta que se negó a crecer (José Segundo Heredia lo definió en cierta ocasión como «el mejor poeta escolar de Venezuela»); las fotos enseñan a un joven alto, rubio, con el cuerpo de un atleta y la mirada de un asesino o un soñador o ambas cosas a la vez.
Publicó dos libros de poesía. El primero, Motoristas (1965), es una serie de veinticinco sonetos de corte y música un tanto heterodoxa que incide sobre temas juveniles: motos, amores desesperados, el despertar sexual y la voluntad de la pureza. El segundo, El Hijo de los Criminales de Guerra (1967), marca un cambio sustancial en la poética de Zwickau y en cierta manera en la poesía venezolana de aquel tiempo. Libro maldito, espeluznante, mal escrito (Zwickau tenía una extraña teoría sobre la corrección del poema, algo bastante singular en alguien que empezó escribiendo sonetos), plagado de improperios, maldiciones, blasfemias, detalles autobiográficos absolutamente falsos, imputaciones calumniosas, pesadillas.
Algunos de sus poemas son memorables:
— Diálogo con Hermán Goering en el Infierno, en donde el poeta montado en la moto negra de sus primeros sonetos llega a un aeródromo abandonado en la costa venezolana, un lugar cercano a Maracaibo llamado Infierno, y encuentra la sombra del mariscal del Reich con la que conversa de temas diversos: aviación, vértigo, destino, casas deshabitadas, valor, justicia, muerte.
— Campo de Concentración, por el contrario, narra con humor no exento de ciertas gotas de ternura su infancia desde los cinco hasta los diez años en un barrio de clase media caraqueño.
— Heimat (350 versos) describe en una curiosa mezcla de español y alemán —con algunas alocuciones en ruso, inglés, francés y yiddish— las partes íntimas de su cuerpo con una frialdad de forense trabajando en la morgue la noche después de un crimen múltiple.
— El Hijo de los Criminales de Guerra, el extenso poema que da título al libro, es un texto vibrante y desmesurado en donde Zwickau, que lamenta no haber nacido veinticinco años antes, da rienda suelta a su capacidad verbal, a su odio, a su humor, a su nula esperanza en la vida. Allí, en unos versos libres como pocas veces se habían visto en Venezuela, el autor pone en escena una infancia atroz, inenarrable, se compara con un niño negro de Alabama en 1858, baila, canta, se masturba, hace pesas, sueña con un Berlín fabuloso, recita a Goethe, a Junger, arremete contra Montaigne y Pascal a quienes conoce bien, adopta las voces de un montañero alpino, de una campesina, de un tanquista alemán de la Brigada Peiper muerto en las Ardenas en diciembre de 1944, de un periodista norteamericano en Nuremberg.
El poemario, de más está decirlo, fue ignorado cuando no aviesamente ocultado por la crítica al uso.
Durante un corto período frecuentó el círculo literario de Segundo José Heredia. De su participación activa en la Comuna Aria Naturalista saldría su única obra en prosa, la novela corta Camping Calabozo, en donde se burla repetidas veces de su fundador (a quien es fácil reconocer en el personaje de Camacho, el Rosenberg de la Llanura) y de sus discípulos, los Mestizos Puros.
Su relación con el mundo literario nunca fue fácil. Sólo dos antologías de poesía venezolana recogen su nombre: la publicada en 1966 por Alfredo Cuervo, Nuevas Voces Poéticas, y la polémica Joven Poesía Venezolana 1960-1970, de Fanny Arespacochea.
Se despeñó con su moto en el camino de Los Teques a Caracas cuando aún no había cumplido los veinticinco años. Sólo postumamente se conocieron sus poemas escritos en alemán, Meine Kleine Gedichte, una colección de ciento cincuenta textos breves y de ambiente más bien bucólico.
WlLLY SCHÜRHOLZ
Colonia Renacer, Chile, 1956-Kampala, Uganda, 2029

A cuarenta kilómetros de Temuco está la Colonia Renacer. Aparentemente es uno más de los tantos latifundios de la zona. Una mirada atenta, sin embargo, puede captar algunas diferencias sustanciales. Para empezar en la Colonia Renacer funciona una escuela, una clínica, un taller mecánico y un sistema económico autárquico que le permite vivir de espaldas a lo que los chilenos, tal vez en un exceso de optimismo, llaman «realidad chilena» o «realidad» a secas. La Colonia Renacer es una empresa rentable. Su presencia es inquietante: sus fiestas las celebran en secreto, ellos solos, sin invitar a los lugareños, sean pobres o ricos. Sus muertos los enterraban en su propio cementerio. Finalmente, otro motivo diferenciador, acaso el más nimio pero también el que primero llamaba la atención de quienes se asomaban a sus lindes o de los escasos visitantes, era la procedencia de sus pobladores: todos, sin excepción, eran alemanes.
Se trabajaba comunalmente y de sol a sol. No contrataban campesinos, no subarrendaban parcelas. Superficialmente hubieran podido pasar por una de las muchas sectas protestantes alemanas que emigraron a América huyendo de la intolerancia y del servicio militar. Pero no eran una secta religiosa y su llegada a Chile coincidió con el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Cada cierto tiempo sus actividades o la bruma que encubría sus actividades eran noticia en los periódicos nacionales. Se hablaba de orgías paganas, de esclavos sexuales y ajusticiamientos secretos. Testigos presenciales no del todo fiables juraban que en el patio principal no se alzaba la bandera chilena sino la enseña roja con el círculo blanco y la cruz gamada negra. También se decía que allí habían estado ocultos Eichman, Bormann, Mengele. En realidad el único criminal de guerra que pasó unos años en la Colonia (dedicado en cuerpo y alma a la horticultura) fue Walther Rauss, al que luego se quiso vincular con algunas prácticas de tortura durante los primeros años del régimen de Pinochet. La verdad es que Rauss murió de un ataque al corazón mientras veía por la tele el partido de fútbol que enfrentó a las dos Alemanias durante el Mundial de 1974 en la República Federal.
Se decía, también, que la endogamia practicada en el interior de la Colonia producía niños deformes e imbéciles. Los lugareños hablaban de familias albinas que conducían tractores durante la noche y algunas fotos probablemente trucadas de revistas de la época mostraban al asombrado lector chileno a gente más bien pálida y seria entregada sin descanso al trabajo agrícola.
Después del golpe de Estado de 1973 la Colonia dejó de ser noticia.
Willy Schürholz, el menor de cinco hermanos, no aprendió a hablar correctamente el español hasta los diez años. Hasta esa edad su mundo fue el vasto mundo que encerraban los cercados de alambre de espino de la Colonia. Una infancia regida por una férrea disciplina familiar, las labores del campo y unos profesores singulares en donde se aunaban a partes iguales el milenarismo nacionalsocialista y la fe en la ciencia, forjaron un carácter retraído, obstinado, con una extraña seguridad en sí mismo.
Por un azar de la vida sus mayores lo destinaron a estudiar agronomía en Santiago y allí no tardó en descubrir su verdadera vocación de poeta. Tenía todas las cartas para fracasar estrepitosamente: ya desde sus primeras obras es dable ver un estilo, una línea estética que seguirá con pocas variaciones hasta el día de su muerte. Schürholz es un poeta experimental.
Sus primeros poemas son una mezcla de frases sueltas y de planos topográficos de la Colonia Renacer. No llevan título. Son ininteligibles. No buscan ni la comprensión ni mucho menos la complicidad del lector. Algún crítico ha querido ver en ellos una semejanza con el mapa del tesoro de la infancia perdida. Algún otro sugirió malignamente que se trataba de cartas de enterramientos clandestinos. Sus amigos, poetas vanguardistas y por regla general opositores al régimen militar, lo apodan cariñosamente el Portulano hasta que descubren que Schürholz profesa ideas diametralmente distintas de las suyas. Tardan en descubrirlo. Schürholz es todo lo contrario de una persona locuaz.
Su vida en Santiago es de extrema pobreza y soledad. No tiene amigos, no se le conocen novias, rehuye el trato con la gente, el poco dinero que gana como traductor de alemán se le va en pagar el cuarto de la pensión y unas pocas comidas al mes. Se alimenta de pan integral.
Su segunda serie de poemas, que exhibe en una sala de la Facultad de Letras de la Universidad Católica, es una serie de planos enormes que tardan en ser descifrados, con versos escritos con cuidadosa caligrafía de adolescente en donde se dan indicaciones adicionales para su emplazamiento y uso. La obra es un galimatías. Según un profesor de Literatura Italiana interesado en el tema, se trata de planos de los campos de concentración de Terezin, Mauthausen, Auschwitz, Bergen-Belsen, Buchenwald y Dachau. El evento poético dura cuatro días (iba a durar una semana) y pasa desapercibido para el gran público. Entre los que lo han visto y comprendido la opinión está dividida: unos dicen que es una crítica al régimen militar, otros, influidos por los antiguos vanguardistas amigos de Schürholz, creen que se trata de una propuesta seria y criminal de reinstaurar en Chile los desaparecidos campos. El escándalo, si bien reducidísimo, casi secreto, basta para conferir a Schürholz el aura negra de poeta maldito que lo acompañará el resto de sus días.
En la Revista de Pensamiento e Historia publican dos de sus textos y planos menos comprometidos. En algunos círculos se le considera el único discípulo del enigmático y desaparecido Ramírez Hoffman, aunque el joven de la Colonia Renacer carece de la desmesura de aquél: su arte es sistemático, monotemático, concreto.
En 1980, apoyado por la Revista de Pensamiento e Historia, publica su primer libro. Füchler, el director de la Revista, intenta escribir el prólogo. Schürholz se niega. El libro se titula Geometría y presenta las innúmeras variantes de un cercado de alambre de espino sobre un espacio vacío apenas pespunteado por versos sin hilación aparente. Las vistas aéreas de las cercas son precisas y esbeltas. Los textos hablan —susurran— sobre el dolor abstracto, sobre el sol, sobre el dolor de cabeza.
Los siguientes libros se titulan Geometría II, Geometría III, etc. En ellos insiste en el mismo tema: planos de campos de concentración sobreimpuestos al plano de la Colonia Renacer o al plano de una ciudad específica (Stutthof y Valparaíso, Maidanek y Concepción) o instalados en un espacio bucólico y vacío. La parte puramente textual con los años va adquiriendo consistencia y claridad. Las frases deshilvanadas se transforman en fragmentos de conversaciones sobre el tiempo, sobre el paisaje, en trozos de piezas teatrales en donde aparentemente nada ocurre salvo el paso de los años, su lento discurrir.
En 1985, su fama hasta entonces restringida a los vastos círculos pictórico-literarios chilenos se ve catapultada, merced al apoyo de un grupo de empresarios chilenos y norteamericanos, a las más altas cumbres de la popularidad. Apoyado en un equipo de excavadoras rotura sobre el desierto de Atacama el plano del campo de concentración ideal: una imbricada red que seguida a ras de desierto semeja una ominosa sucesión de líneas rectas y que observada a vuelo de helicóptero o aeroplano se convierte en un juego grácil de líneas curvas. La parte literaria queda consignada con las cinco vocales grabadas a golpe de azada y azadón por el poeta en persona y esparcidas arbitrariamente sobre la costrosa superficie del terreno. El evento no tarda en ser la sensación del verano cultural chileno.
La experiencia, con algunas variantes significativas, se repite en el desierto de Arizona y en un trigal de Colorado. Sus promotores, entusiasmados, le ofrecen una avioneta para realizar un campo de concentración en el cielo pero Schürholz se niega: sus campos ideales deben observarse desde el cielo, pero sólo pueden ser dibujados en la tierra. Una vez más la oportunidad de emular y superar a Ramírez Hoffman se ha perdido.
Pronto descubren que Schürholz no compite ni busca hacer carrera. En una entrevista para una cadena de televisión de Nueva York queda como un tonto. Balbuceante, afirma no saber ni una palabra de artes plásticas; confía en aprender a escribir algún día. Su humildad, al principio atractiva, no tarda en hacerse repugnante.
En 1990, para sorpresa de sus seguidores, publica un libro de cuentos infantiles bajo el inútil seudónimo de Gaspar Hauser. A los pocos días todos los críticos saben que Gaspar Hauser es Willy Schürholz y los relatos infantiles son examinados con displicencia o diseccionados sin compasión. En sus cuentos, Hauser-Schürholz idealiza una infancia sospechosamente afásica, amnésica, obediente, silenciosa. Su meta parece ser la invisibilidad. El libro, pese a las críticas, es un éxito de ventas. El personaje principal de Schürholz, el niño sin nombre, se convierte en el nuevo Papelucho de la literatura infantil y juvenil chilena.
Poco después, en medio de las protestas de algunos sectores de la izquierda, le es ofrecido el cargo de agregado cultural en la embajada chilena en Angola, que Schürholz acepta. En África encuentra lo que buscaba, el recipiente exacto de su alma. Nunca volverá a Chile. Vivirá el resto de sus días trabajando como fotógrafo y como guía de turistas alemanes.
VISIÓN, CIENCIA-FICCIÓN
J. M. S. HILL
Topeka, 1905-Nueva York, 1936

Un Quantrill que atraviesa el estado de Kansas a la cabeza de 500 jinetes, banderas con una suerte de cruz gamada primitiva y premonitoria, rebeldes que no se rinden jamás, un plan para llegar al Gran Lago del Oso a través de Kansas, Nebraska, Dakota del Sur, Dakota del Norte, Saskatchewan, Alberta y el Territorio del Noroeste, un filósofo sudista cuya quimera es crear una República Ideal en las cercanías del Círculo Polar Ártico, una expedición que se deshace por el camino acosada por los hombres y por la naturaleza, finalmente doce jinetes exhaustos que arriban al Gran Lago del Oso y desmontan. Éste podría ser el argumento resumido de la primera novela publicada por J. M. S. Hill en 1924 en la Colección Relatos Fantásticos.
Desde entonces hasta su temprana muerte acaecida doce años después verán la luz más de treinta novelas y más de cincuenta cuentos.
Sus personajes suelen ser trasuntos de la Guerra Civil y en ocasiones incluso llevan sus nombres (el general Ewell, el explorador perdido Early de La Saga de Early, el joven Jeb Stuart de El Mundo de las Serpientes, el periodista Lee); sus historias transcurren en un presente distorsionado en donde nada es lo que aparenta ser o bien en un futuro lejano de ciudades abandonadas y en ruinas, de paisajes silenciosos e inquietantes similares en muchos aspectos a los del Medio Oeste americano. Sus argumentos abundan en héroes predestinados, científicos locos, clanes o tribus escondidas que en determinado momento deben emerger y luchar contra otras tribus escondidas, sociedades secretas de hombres vestidos de negro que se reúnen en ranchos perdidos en la pradera, detectives privados que deben buscar a personas perdidas en otros planetas, niños robados y criados por razas inferiores para que en la edad adulta tomen el control de la tribu y guíen a ésta hacia el sacrificio, animales ocultos y de apetito insaciable, plantas mutantes, planetas invisibles que de pronto se hacen visibles, adolescentes ofrecidas en sacrificios humanos, ciudades de hielo habitadas por una sola persona, vaqueros que son visitados por ángeles, enormes movimientos migratorios que a su paso lo destrozan todo, laberintos subterráneos por donde pululan monjes guerreros, complots para matar al presidente de los Estados Unidos, naves espaciales que abandonan una Tierra en llamas y colonizan Júpiter, sociedades de asesinos telépatas, niños que crecen solos en grandes patios oscuros y fríos.
Su literatura no es pretenciosa. Sus personajes hablan como seguramente lo hacían en Topeka en 1918. Su ocasional falta de rigor verbal queda suplida por su infinito entusiasmo.
J. M. S. Hill fue el último de los cuatro hijos de un sacerdote de la Iglesia Episcopalista y de una madre cariñosa y soñadora que de soltera trabajó como taquillera en uno de los cines de su ciudad natal. Vivió solo casi toda su vida. Sólo se le conoció un amor, desdichado. En sus escasas declaraciones personales decía que ante todo era un profesional de la escritura. En privado se jactaba de haber creado parte del utillaje y del vestuario del nazismo alemán, aunque éstos sin duda no llegaron tan lejos.
Sus novelas están pobladas por héroes y titanes. Sus paisajes son desolados, inmensos y fríos. Cultivó el género del oeste y el de detectives, pero sus mejores obras pertenecen al de ciencia-ficción. No es raro, sin embargo, encontrar novelas suyas en donde se mezclan los tres géneros. Desde los veinticinco años vivió en un pequeño piso de Nueva York en donde morirá seis años más tarde. Entre sus pertenencias se encontró una novela inconclusa de tema seudohistórico, La Caída de Troya, que tardará en editarse hasta 1954.
ZACH SODENSTERN
Los Ángeles, 1962-Los Ángeles, 2021

Escritor de ciencia-ficción de gran éxito, Zach Sodenstern es el creador de la saga de Gunther O'Connell y de la saga del Cuarto Reich y de la saga de Gunther O'Connell y el Cuarto Reich, que es cuando ambas sagas se funden en una o cuando Gunther O'Connell, el pandillero y posteriormente líder político de la Costa Oeste consigue penetrar en el mundo subterráneo del Cuarto Reich del Medio Oeste norteamericano.
Más de diez novelas avalan las dos primeras sagas y tres, una de ellas inconclusa, la tercera y última. Algunos de estos relatos son verdaderamente notables. Una casita en Napa (inicio de la saga de Gunther O'Connell, 1987) describe con sequedad un mundo desmesurado: el de la hiperviolencia infantil y juvenil, sin dar lecciones morales ni proponer soluciones al problema. La novela aparentemente es una sucesión sólo interrumpida por la palabra fin de situaciones desagradables y agresivas. A simple vista no parece una novela de ciencia-ficción. Sólo los sueños o las visiones del adolescente Gunther O'Connell la tiñen con un cierto barniz profético y fantástico. En sus páginas no hay vuelos espaciales ni robots ni adelantos científicos; por el contrario, la sociedad que describe parece haber retrocedido en la escala de la civilización.
Candace (1990) es la segunda entrega de la saga de Gunther O'Connell. El adolescente se ha convertido en un hombre de veinticinco años decidido a cambiar su vida y la vida de los demás. La novela cuenta las peripecias de Gunther O'Connell como obrero de la construcción, su amor por una mujer llamada Candace, un poco mayor que él y casada con un policía corrupto. En las primeras páginas aparece el perro de O'Connell, un pastor alemán mutante y vagabundo, con poderes telepáticos y tendencias nazis, y en las últimas cincuenta el lector comprende que en California ha ocurrido el gran terremoto y que en Estados Unidos ha habido un golpe de Estado.
Revolución y La Catedral de Cristal son los títulos de la tercera y cuarta entrega de la saga. En Revolución básicamente se consignan los diálogos de O'Connell con su perro Flip y algunas aventuras marginales e hiperviolentas en la derruida Los Ángeles. La Catedral de Cristal es un relato sobre Dios, los predicadores fundamentalistas y el sentido último de la vida. Sodenstern nos pinta a O'Connell como un hombre sereno pero ensimismado, que carga con la calavera de su gran amor (Candace, asesinada por su marido en la segunda novela del ciclo) en un saquito permanentemente atado a su cintura, nostálgico de los programas de televisión (que recuerda con una fidelidad sospechosa) y amigo únicamente de su perro. Éste, por su parte, ha ganado cada vez más protagonismo: las aventuras de Flip y los pensamientos de Flip constituyen subnovelas dentro de la novela.
Los Cefalópodos y Guerreros del Sur ponen el broche final a la saga de O'Connell. En la primera se consignan el viaje y posteriores aventuras de O'Connell y Flip en San Francisco (dominado enteramente por homosexuales y lesbianas). En Guerreros del Sur se narra el choque entre los sobrevivientes de California y una masa de millones de mexicanos hambrientos que marchan desde el sur devorándolo todo a su paso. La novela recuerda, por momentos, la pugna entre romanos y bárbaros en los límites del Imperio.
El Control de los Mapas inicia la saga del Cuarto Reich. La novela, llena de apéndices, mapas, índices onomásticos incomprensibles, se propone como un texto interactivo, aunque el lector razonable apenas utilice esta variante de lectura. La acción transcurre básicamente en Denver y otras ciudades del Medio Oeste. No hay un personaje principal. Cuando no parece un caos se asemeja a una colección de cuentos salvajemente hilvanados entre sí. Nuestro Amigo B y Las Ruinas de Pueblo siguen la misma tónica. Los personajes son designados con una letra o con un número, los textos parecen no un puzzle desquiciado sino un fragmento de un puzzle desquiciado. El Cuarto Reich de Denver aunque presentado y vendido como una novela en realidad es una guía para leer las tres entregas precedentes. Los Simbas, última entrega antes de fundir la saga del Cuarto Reich con la saga de Gunther O'Connell, es un manifiesto soterrado contra negros, judíos e hispanos que sufrió lecturas diversas y contradictorias.
Considerado un autor de culto y con varias novelas llevadas al cine, Sodenstern relata en sus tres últimas obras el viaje iniciático de Gunther O'Connell hacia los territorios del centro del continente americano y el posterior encuentro con los misteriosos dirigentes del Cuarto Reich. Los Gángsters-Murciélagos narra el paso de O'Connell y Flip por las Rocallosas. Anita consigna el reencuentro del amor entre un O'Connell ya viejo y una réplica adolescente de su antigua novia Candace y que en realidad constituye una paráfrasis de la situación sentimental de Sodenstern en aquel momento, enamorado como un adolescente de una joven estudiante de la Universidad de Los Ángeles. A narra la incursión final de O'Connell en el interior del Cuarto Reich y su posterior elección como líder de éstos.
En los planes de Sodenstern la saga de O'Connell y el Cuarto Reich constaría de cinco novelas. De las dos últimas sólo se encontraron bocetos, papeles con listas indescifrables. La cuarta iba a llamarse La Llegada e iba a tratar sobre la larga vigilia de O'Connell, Anita, Flip y los miembros del Cuarto Reich a la espera del nacimiento de un nuevo mesías. La última, sin título, probablemente iba a desarrollar las consecuencias mundiales que la aparición del mesías traería consigo. En una nota suelta en su ordenador Sodenstern sugiere que el nuevo mesías podría ser el hijo de Flip, pero todo hace pensar que fue un apunte sin mayor trascendencia.
GUSTAVO BORDA
Guatemala, 1954-Los Ángeles, 2016

El más grande y el más desgraciado de los autores de ciencia-ficción guatemaltecos tuvo una infancia y adolescencia campesina. Hijo del capataz de la hacienda Los Laureles, la biblioteca de los patrones de su padre le proporcionó las primeras lecturas y las primeras humillaciones. Ambas, lecturas y humillaciones, no escasearían a lo largo de su vida.
Le gustaban las mujeres rubias y su apetito era insaciable, legendario, fuente de mil chistes y bromas pesadas. Propenso al amor y al amor propio, su vida fue ciertamente un rosario de humillaciones que supo llevar con la entereza de una fiera herida. Abundan las anécdotas californianas (en la misma medida en que escasean las anécdotas guatemaltecas en donde llegó a ser considerado, si bien no por mucho tiempo, el escritor nacional): se dice que era el blanco predilecto de todos los sádicos de Hollywood; que se enamoró de al menos cinco actrices, cuatro secretarias, siete camareras y que por todas fue rechazado con grave perjuicio para su dignidad personal; que en más de una ocasión lo golpearon brutalmente los hermanos, los amigos o los novios de las mujeres de las que se enamoraba; que a sus amigos les complacía hacerlo beber hasta reventar y que luego lo dejaban tirado en cualquier parte; que fue estafado por su agente literario, por su casero, por su vecino (el guionista y escritor de ciencia-ficción mexicano Alfredo De María); que su presencia en reuniones y congresos de escritores de ciencia-ficción norteamericanos constituía el blanco de los sarcasmos, el desprecio (Borda, al contrarío que la mayoría de sus colegas, carecía de los más elementales conocimientos científicos; su ignorancia en el campo de la astronomía, la astrofísica, la física cuántica, la informática, era proverbial) y la befa; que su simple existencia, en fin, solía hacer aflorar de inmediato los instintos más bajos y más ocultos en la gente que por una u otra causa se cruzaba en su vida.
No hay constancia, no obstante, de que nada lo desmoralizara. En sus Diaños les echa la culpa de todo a los judíos y a los usureros.
Gustavo Borda medía a duras penas un metro cincuenta y cinco centímetros, era moreno, de pelo negro y tieso y de dientes enormes y muy blancos. Sus personajes, por el contrario, son altos, rubios, de ojos azules. Las naves espaciales que aparecen en sus novelas llevan nombres alemanes. Sus tripulantes también son alemanes. Las colonias espaciales se llaman Nuevo Berlín, Nueva Hamburgo, Nuevo Frankfurt, Nuevo Koenigsberg. Y su policía cósmica viste y se comporta como seguramente hubieran vestido y se hubieran comportado las SS de haber podido sobrevivir hasta el siglo XXII.
Por lo demás sus argumentos siempre fueron convencionales: jóvenes que emprenden un viaje iniciático, niños perdidos en la inmensidad del cosmos que encuentran a viejos navegantes llenos de sabiduría, historias fáusticas de pactos con el diablo, planetas en donde es posible encontrar la fuente de la eterna juventud, civilizaciones perdidas que siguen subsistiendo de forma secreta.
Vivió en Ciudad de Guatemala y en México, en donde desempeñó todo tipo de trabajos. Sus primeras obras pasaron completamente desapercibidas.
Tras la traducción al inglés de su cuarta novela, Crímenes sin resolver en Ciudad-Fuerza, se convirtió en escritor profesional y se trasladó a vivir a Los Ángeles, ciudad que ya no abandonaría.
En cierta ocasión, preguntado por qué sus historias tenían ese componente germánico tan extraño en un autor centroamericano, contestó: Me han hecho tantas perrerías, me han escupido tanto, me han engañado tantas veces que la única manera de seguir viviendo y seguir escribiendo era trasladarme en espíritu a un sitio ideal... A mi manera soy como una mujer en un cuerpo de hombre...
MAGOS, MERCENARIOS, MISERABLES
SEGUNDO JOSÉ HEREDIA
Caracas, 1927-Caracas, 2004

Hombre de carácter impulsivo y sanguíneo, en su juventud recibió el mote de Sócrates por la afición que mostraba a discutir interminablemente sobre los temas más variados. Él prefería compararse a sí mismo con Richard Burton y T. E. Lawrence. Escribió, como aquéllos, tres novelas de aventuras: El sargento P (1955), la historia de un ex combatiente de las Waffen SS perdido en la selva venezolana en donde se dedica a ayudar a una misión de monjas en conflicto permanente con el gobierno, con los indios y con los aventureros que pueblan la región; Señales Nocturnas (1956), novela sobre los albores de la aviación en Venezuela y para cuya redacción aprendió no sólo a pilotar una avioneta sino también a saltar en paracaídas, y La Confesión de la Rosa (1958), en donde la aventura se priva de los grandes espacios de la patria, concentrándose en el interior de un sanatorio mental e incluso en el interior de las cabezas de los pacientes, con abundante uso del monólogo interior, de los puntos de vista diversos y de una jerga médico-detectivesca ampliamente aplaudida en su momento.
En los años siguientes dio varias veces la vuelta al mundo, dirigió dos películas y se rodeó de un grupo de jóvenes caraqueños interesados en la literatura con los que fundó la revista Segundo Round, publicación bimensual que se interesaba tanto por las bellas artes como por algunos deportes (alpinismo, boxeo, rugby, fútbol, hípica, béisbol, atletismo, natación, caza y pesca mayor), siempre tratados desde un punto de vista literario y aventurero por las mejores plumas que Segundo José Heredia podía reunir.
En 1970 publica su cuarta y última novela, considerada por él mismo como su obra magna: Saturnal, la historia de dos jóvenes amigos que a lo largo de una semana de viaje por Francia presencian los actos más atroces de sus vidas sin saber a ciencia cierta si se trata de un sueño o de la realidad. La novela no está exenta de violaciones, escenas de sadismo sexual y laboral, incestos, empalamientos, sacrificios humanos en cárceles en donde el hacinamiento ha alcanzado los límites, complicadísimos asesinatos en la línea de Conan Doyle, descripciones coloridas y veristas de cada uno de los barrios de París, amén de uno de los retratos femeninos, el de Elisenda, la antagonista de los dos jóvenes, más logrados y estremecedores de la narrativa venezolana de la segunda mitad del siglo XX.
Saturnal, que durante algún tiempo llegó a estar prohibida en Venezuela, conoció dos reediciones en diferentes editoriales sudamericanas y luego cayó en un olvido del que su autor no quiso rescatarla.
En los sesenta fundó una Comuna Aria Naturalista («nudista» según sus detractores) en las cercanías de Calabozo, en el estado de Guárico, de efímera existencia.
En los últimos años apenas si concedía algo de importancia a su vida civil y ninguna a su obra literaria.
AMADO COUTO
Juiz de Fora, Brasil, 1948-París, 1989

Couto escribió un libro de cuentos que ninguna editorial aceptó. El libro se perdió. Luego entró a trabajar en los Escuadrones de la Muerte y secuestró y ayudó a torturar y vio cómo mataban a algunos pero él seguía pensando en la literatura y más precisamente en lo que necesitaba la literatura brasileña. Vanguardia, necesitaba, letras experimentales, dinamita, pero no como los hermanos Campos que le parecían aburridos, un par de profesorazos desnatados, ni como Osman Lins que le parecía francamente ilegible (¿entonces por qué publicaban a Osman Lins y no sus cuentos?), sino algo moderno pero más bien tirando para su parcela, algo policíaco (pero brasileño, no norteamericano), un continuador de Rubem Fonseca, para entendernos. Ése escribía bien aunque decían que era un hijo de puta, a él no le constaba. Un día pensó, mientras esperaba con el coche en un descampado, que no sería mala idea secuestrar y hacerle algo a Fonseca. Se lo dijo a sus jefes y éstos lo escucharon. Pero la idea no se llevó a cabo. Meter a Fonseca en el corazón de una verdadera novela nubló e iluminó los sueños de Couto. Los jefes tenían jefes y en alguna parte de la cadena el nombre de Fonseca se evaporaba, dejaba de existir, pero en su cadena privada el nombre de Fonseca cada vez era mayor, más prestigioso, más abierto y receptivo a su entrada, como si la palabra Fonseca fuera una herida y la palabra Couto un arma. Así que leyó a Fonseca, leyó la herida hasta que ésta empezó como a supurar, y luego cayó enfermo y sus compañeros lo llevaron a un hospital y dicen que deliró: vio la gran novela policíaco-brasileña en un pabellón de hepatología, la vio con detalles, con trama, nudo y desenlace y le pareció que estaba en el desierto de Egipto y que se acercaba como una ola (él era una ola) a las pirámides en construcción. Escribió, pues, la novela y la publicó. La novela se llamaba Nada que decir y era una novela policíaca. El héroe se llamaba Paulinho y a veces era el chófer de unos señores y otras veces era un detective y otras un esqueleto que fumaba en un pasillo escuchando gritos lejanos, un esqueleto que entraba a todas las casas (a todas no, sólo a las casas de la clase media o de los pobres de solemnidad) pero que nunca se acercaba demasiado a las personas. Publicó la novela en la colección Pistola Negra, que editaba policíacos norteamericanos, franceses y brasileños, más brasileños últimamente porque escaseaba el dinero para pagar royalties. Y sus compañeros leyeron la novela y casi ninguno la entendió. Para entonces ya no salían en coche juntos ni secuestraban ni torturaban aunque alguno todavía mataba. Tengo que despegarme de esta gente y ser escritor, escribió en alguna parte Couto. Pero era trabajoso. Una vez intentó ver a Fonseca. Según Couto, se miraron. Qué viejo está, pensó, ya no es Mandrake ni es nadie, pero se hubiera cambiado por él aunque fuera sólo una semana. También pensó que la mirada de Fonseca era más dura que la suya. Yo vivo entre pirañas, escribió, pero don Rubem Fonseca vive en una pecera de tiburones metafísicos. Le escribió una carta. No recibió contestación. Así que escribió otra novela, La Última Palabra, que le publicó Pistola Negra y que ponía en escena otra vez a Paulinho y que en el fondo era como si Couto se desnudara delante de Fonseca sin ningún pudor, como si le dijera aquí estoy yo, solo, cargando con mis pirañas mientras mis compañeros recorren las calles céntricas, de madrugada, como los hombres del saco llevándose niños, el misterio de la escritura. Y aunque probablemente supo que Fonseca jamás leería sus novelas, siguió escribiendo. En La Última Palabra aparecían más esqueletos. Paulinho ya casi todo el día era un esqueleto. Sus clientes eran esqueletos. La gente con la que Paulinho conversaba, follaba, comía (aunque por regla comía solo), también eran esqueletos. Y en la tercera novela, La Mudita, las principales ciudades del Brasil eran como esqueletos enormes, y también los pueblos eran como esqueletos pequeños, esqueletos infantiles, y a veces hasta las palabras se habían metamorfoseado en huesos. Y ya no escribió más. Alguien le dijo que sus compañeros de la recogida estaban desapareciendo, le entró miedo, es decir le entró más miedo al cuerpo. Intentó volver tras sus pasos, encontrar caras conocidas, pero todo había cambiado mientras él escribía. Algunos desconocidos empezaban a hablar de sus novelas. Uno de ellos podría haber sido Fonseca, pero no era. Lo tuve en mis manos, anotó en su diario antes de desaparecer como un sueño. Después se fue a París y allí se ahorcó en un cuarto del hotel La Gréce.
CARLOS HEVIA
Montevideo, 1940-Montevideo, 2006

Autor de una monumental y a menudo mixtificadora biografía sobre san Martín donde, entre otras cosas, se dice que éste era uruguayo. También escribió relatos, recogidos en el volumen Los Mares y las Oficinas, y dos novelas: El Premio de Jasón, una fábula que propone que la vida en la Tierra es el resultado de un fallido concurso televisivo intergaláctico, y Montevideanos y Bonaerenses, novela de amigos y de exhaustivas conversaciones de madrugada.
Su vida estuvo ligada al periodismo televisivo en donde ocupó puestos subalternos y ocasionalmente de redactor jefe.
Durante algunos años vivió en París en donde conoció las teorías de la Revista de Historia Contemporánea, que lo marcarían definitivamente. Fue amigo y traductor del filósofo francés Étienne de Saint Étienne.
HARRY SIBELIUS
Richmond, 1949-Richmond, 2014

La lectura de Norman Spinrad y de Philip K. Dick y tal vez la posterior reflexión sobre un cuento de Borges llevaron a Harry Sibelius a escribir una de las obras más complicadas, densas y posiblemente inútiles de su tiempo. La novela, pues se trata de una novela y no de un libro de historia, es en apariencia simple. Su presupuesto es el siguiente: Alemania, aliada con Italia, España y la Francia de Vichy, vence a Inglaterra en el otoño de 1941. El verano del año siguiente es lanzado un ataque de cuatro millones de soldados contra la Unión Soviética. Ésta capitula en 1944, salvo reductos siberianos que prosiguen una guerra de baja intensidad. En la primavera de 1946 tropas europeas por el este y japonesas por el oeste atacan a los Estados Unidos. En el invierno de 1946 caen Nueva York, Boston, Washington, Richmond, San Francisco, Los Ángeles; la infantería y los panzer alemanes cruzan los Apalaches; los canadienses retroceden hacia el interior del país; el gobierno de los Estados Unidos se instala en Kansas City y la derrota planea en todos los frentes. En 1948 se produce la capitulación. Alaska, una parte de California y una parte de México pasan a Japón. El resto forma parte de la América ocupada por Alemania. Todo lo anterior Harry Sibelius lo explica a desgana en las diez primeras páginas introductorias. Esta introducción (en realidad una suerte de fechas clave para situar rápidamente al lector en la historia) se titula Vuelo de pájaro. A partir de aquí comienza la novela, El Verdadero Hijo de Job, 1. 333 páginas, espejo negro de La Europa de Hitler, de Arnold J. Toynbee.
El libro está estructurado siguiendo como modelo la obra del historiador inglés. La segunda introducción (en realidad, el auténtico prólogo) se titula La inaprensibilidad de la Historia, exactamente igual que el prólogo de Toynbee; la frase de éste: «La visión del historiador está condicionada siempre y en todas partes por su propia ubicación en el tiempo y en el espacio; y como el tiempo y el espacio están cambiando continuamente, ninguna historia, en el sentido subjetivo del término, podrá ser nunca un relato permanente que narre, de una vez y para siempre, todo de una manera tal que sea aceptable para los lectores de todas las épocas, ni siquiera para todas las partes de la Tierra» constituye uno de los motivos de reflexión sobre los que gira el prólogo de Sibelius; las intenciones de éste, por supuesto, difieren de las de Toynbee. El profesor británico en última instancia trabaja para que el crimen y la ignominia no caigan en el olvido. El novelista virginiano por momentos parece creer que en algún lugar «del tiempo y del espacio» aquel crimen se ha asentado victorioso y procede, por tanto, a inventariarlo.
La primera parte del libro de Toynbee se titula La Estructura Política de la Europa de Hitler, la de Sibelius La Estructura Política de la América de Hitler, ambas constan de seis capítulos, pero lo que en Toynbee es la realidad en Sibelius es un reflejo distorsionado en medio de un caos de historias. Sus personajes, que en ocasiones parecen extraídos directamente de una novela rusa (Guerra y Paz era uno de sus libros preferidos) y en ocasiones de un corto de dibujos animados, se mueven, hablan, viven, aunque en numerosas ocasiones no tengan la más mínima continuidad, en capítulos tan antinovelescos como el cuarto, Administración, en donde Sibelius imagina prolijamente la vida en 1) los territorios incorporados, 2) los territorios colocados bajo un jefe de administración civil, 3) los territorios agregados, 4) los territorios ocupados, y 5) las «Zonas de Operaciones».
No es raro que a un personaje le dedique veinte páginas y además veinte páginas únicamente para presentarlo ante el lector con sus características físicas, morales, sus gustos gastronómicos y deportivos, sus ambiciones y frustraciones y luego no aparezca más a lo largo de la novela, y que otros personajes a quienes apenas nombra como de pasada, reaparezcan una y otra vez, en sitios geográficamente distantes y en ocupaciones disímiles cuando no claramente excluyentes y antagónicas. Sus descripciones del funcionamiento de la maquinaria burocrática son implacables. El capítulo cuarto de la segunda parte, Los transportes, subdividido en a) La situación de los transportes alemanes y americanos al estallar la guerra, b) Los efectos de la situación militar cambiante sobre los transportes alemanes y americanos, c) Los métodos alemanes de control de los transportes en toda América y d) Organización alemana de los transportes americanos, 250 páginas en total, resulta abrumador para cualquier lector no cualificado.
Sus historias no siempre son originales. Sus personajes casi nunca. En el capítulo tercero de la segunda parte, La industria y las materias primas, podemos encontrar a Harry Morgan y Robert Jordán, de Hemingway junto con figuras de Robert Heinlein y argumentos del Reader's Digest. En el capítulo séptimo, Las finanzas, apartado b, La explotación alemana de los países extranjeros, el lector avisado reconocerá (¡en ocasiones Sibelius ni siquiera se toma la molestia de cambiarles el nombre!) a varios Sartorius, Benbow y Slopes de Faulkner (en Las Reichkreditkassen), a Bambi de Walt Disney y a Myra Breckinridge y John Cave de Gore Vidal (en La incautación del oro y de los bienes extranjeros), a Scarlett O'Hara y Rhett Butler junto con los Hersland y los Dehning de Gertrude Stein —lo que lleva a preguntarse a un crítico mordaz si es Sibelius el único americano que ha leído The Making of Americans— (en Los costos de ocupación y otras exacciones de tributos), a varios personajes de John Dos Passos junto con Holly Golightly de Capote y Ripley, Charles Bruno y Guy Daniel Raines de Patricia Highsmith (en Los acuerdos de Clearing), a Sam Spade de Hammet y a Eliot Rosewater, Howard Campbell y Bokonon de Kurt Vonnegut (en La manipulación de los tipos de cambio) y a Amory Blaine, el Gran Gatsby y Monroe Starr de Scott Fitzgerald junto con poemas de Robert Frost y Wallace Stevens, es decir personajes más bien abstractos, sesgados, compuestos de luces y de sombras (en El control alemán de la banca americana).
Sus historias, las mil historias que se cruzan sin causa ni efecto aparente en El Verdadero Hijo de Job, no obedecen a ningún dictado, no pretenden (como absurdamente supuso un crítico de Nueva York cuando la comparó con Guerra y Paz) dar una visión de conjunto. Las historias de Sibelius suceden porque suceden, sin más, fruto de un azar liberado a su propia potencia, soberano, fuera del tiempo y del espacio humanos, diríase en los albores de una nueva edad en donde la percepción espacio-temporal comienza a metamorfosearse e incluso a abolirse. Sibelius nos habla del ordenamiento político, económico y militar de la nueva América y es inteligible. Nos habla del nuevo ordenamiento religioso, racial, judicial, industrial con objetividad y claridad. Su fuerte es la Administración. Pero cuando sus personajes, prestados o no, cuando sus historias, prestadas o no, invaden y se superponen a la maquinaria burocrática que con tanto esfuerzo ha levantado es cuando alcanza, entonces sí, las más altas cotas narrativas. En la confusión de sus historias —en la inevitabilidad de éstas— se encuentra el mejor Sibelius.
El único Sibelius, al menos en lo que a la literatura respecta.
Tras la publicación de su novela se retiró tan silenciosamente como había llegado. Escribió artículos en varias revistas y fanzines de wargames de los Estados Unidos. Y colaboró en el diseño de algunos juegos: un Antietam, un Chancellorsville, un Gettysburg operacional, un Wilderness 1864 táctico, un Shiloh, un Bull Run....
LAS MIL CARAS DE MAX MIREBALAIS
MAX MIREBALAIS, alias MAX KASIMIR, MAX VON HAUPTMANN, MAX LE GUEULE, JACQUES ARTIBONITO
Puerto Príncipe, 1941-Les Cayes, 1998

Probablemente se llamaba Max Mirebalais aunque a ciencia cierta su nombre real no se sabrá nunca. Sus inicios en la literatura fueron misteriosos: un buen día apareció en las oficinas del director de un periódico y al día siguiente ya estaba recorriendo las calles en busca de noticias o, más a menudo, realizando encargos y recados para sus superiores. Su aprendizaje estuvo marcado a fuego lento por las miserias y servidumbres del periodismo haitiano. Su espíritu perseverante lo hizo acceder, al cabo de dos años, al puesto de ayudante del redactor de notas de sociedad en El Monitor de Puerto Príncipe en donde paseó su deslumbramiento y perplejidad por las fiestas y saraos de las mejores casas de la capital. No cabe duda que desde el primer momento quiso formar parte de ese mundo. Pronto comprendió que sólo existían dos maneras de acceder a él: mediante la violencia abierta, que no venía al caso pues era un hombre apacible y nervioso al que repugnaba hasta la vista de la sangre, o mediante la literatura, que es una forma de violencia soterrada y que concede respetabilidad y en ciertos países jóvenes y sensibles es uno de los disfraces de la escala social.
Optó por la literatura y optó por evitarse los arduos años de aprendizaje. Sus primeros poemas, publicados en la hoja cultural de El Monitor, son un calco de los trabajos de Airné Césaire y tuvieron cierta resonancia negativa entre algunos intelectuales de Puerto Príncipe que se burlaron abiertamente del joven poeta.
Los siguientes plagios demostraron que la lección había sido aprendida: esta vez el poeta imitado fue René Depestre y el resultado consiguió si no el aplauso unánime, sí la consideración de algunos profesores y críticos que auguraron un brillante futuro para el bisoño escritor.
Hubiera podido seguir con Depestre, pero Max Mirebalais no era tonto y decidió multiplicar las voces de sus fuentes: con paciencia artesanal y quitándose horas de sueño plagió a Anthony Phelps y Davertige, y creó su primer heterónimo, Max Kasimir, primo de Max Mirebalais, a quien le adjudicó los poemas de quienes se habían mofado de él en sus inicios literarios: Philoctète, Morisseau y Legagneur, miembros fundadores del grupo Haïti-Littéraire. Igual suerte correrían los poetas Lucien Lemoine y Jean Dieudonné Garcon.
Con el paso del tiempo se convirtió en un experto en el arte de desmenuzar un poema ajeno hasta hacerlo propio. No tardó, envanecido, en intentar el asalto del mundo. La poesía francesa le ofrecía un coto de caza infinito pero decidió comenzar con algo más próximo. Su plan, lo dejó anotado en alguna parte, consistía en agotar todas las expresiones de la negritud.
Así, tras exprimir y descartar a más de veinte autores cuyos libros, difícilísimos de encontrar, la Librería Francesa Apollinaire ponía a su disposición de forma gratuita, decidió adjudicar a Mirebalais los poetas martiniqueses Georges Desportes y Edouard Glissant y a Max Kasimir los poetas Flavien Ranaivo, de Madagascar, y Léopold-Sédar Senghor del Senegal. En el plagio de este último su arte alcanzó cimas de perfección: nadie se dio cuenta que los cinco poemas que Max Kasimir publicó en El Monitor de la segunda semana de septiembre de 1971 eran textos que Senghor había publicado en Hosties noires (Seuil, 1948) y Ethiopiques (Seuil, 1956).
El poder se fijó en él. El periodista de la página de sociales siguió cubriendo, con más ímpetu si cabe, los saraos de Puerto Príncipe pero ahora era recibido por los anfitriones y presentado indistintamente (para confusión de algunos invitados iletrados) como nuestro apreciado poeta Max Mirebalais o como nuestro querido poeta Max Kasimir o, costumbre que siguieron algunos militares campechanos, como nuestro dilecto vate Kasimir Mirebalais. Su recompensa no tardó en llegar: le fue ofrecido el cargo de agregado cultural en Bonn y partió para Europa. Era la primera vez que salía del país.
La vida en el extranjero resultó horrible. Tras una serie interminable de enfermedades que lo mantuvieron hospitalizado más de tres meses, decidió crear un nuevo heterónimo: el poeta mitad alemán y mitad haitiano Max von Hauptmann. Esta vez los autores imitados fueron Fernand Rolland, Pierre Vasseur-Decroix y Julien Dunilac, poetas a quienes estimó poco conocidos en Haití. Sobre sus textos, manipulados, maquillados, metamorfoseados, se levantó la figura de un bardo que hurgaba y cantaba la magnificencia de la raza aria y de la raza masai a partes iguales. Después de tres rechazos una editorial parisina decidió publicar los poemas. El éxito de Von Hauptmann fue inmediato. Así, mientras Mirebalais pasaba los días intentando matar el aburrimiento que le producía su trabajo en la embajada o se sometía a revisiones médicas interminables, en algunos círculos literarios parisinos se le empezaba a conocer como el Pessoa bizarro del Caribe. Por supuesto, nadie se dio cuenta (ni siquiera los poetas plagiados, ya que no resulta ilícito suponer que alguno leyera los curiosos textos de Von Hauptmann) del engaño.
Ser un poeta nazi y no renunciar a cierto tipo de negritud pareció entusiasmar a Mirebalais. Decidió profundizar en la obra creativa de Von Hauptmann. Comenzó por aclarar —o confundir— la historia desde el principio. Von Hauptmann no era el heterónimo de Mirebalais. Mirebalais era el heterónimo de Von Hauptmann. Su padre, dijo, había sido sargento de la Flota de Submarinos de Doenitz, náufrago en las costas haitianas, un Robinson atrapado en un país hostil, protegido por los pocos masai que vieron en él a un amigo. Luego su padre desposó a la más hermosa de las muchachas masai y en 1944 nació él (mentira, había nacido en 1941, pero la fama lo tenía cegado y puesto a mejorar la realidad quiso de paso regalarse tres años extra de juventud). Los franceses, como es lógico, no le creyeron pero tampoco le tomaron a mal la extravagancia. Todos los poetas, y quiénes mejor que los franceses para saberlo, inventan su pasado. Entre los haitianos las reacciones fueron distintas. Hubo quienes lo trataron como a un monigote indigno. Y hubo quienes se inventaron, de golpe, padres o abuelos alemanes, ingleses, franceses, náufragos o aventureros olvidados en algún rincón de la isla. De la noche a la mañana el fenómeno Mirebalais-Von Hauptmann se extendió entre las clases pudientes como un virus. Los poemas de Von Hauptmann se publicaron en Puerto Príncipe, las afirmaciones masai (en un país en donde probablemente nadie desciende de los masai) se multiplicaron con su añadido de leyendas e historias familiares, e incluso un par de acólitos de la Nueva Iglesia Protestante se dieron maña y plagiaron, sin mucho éxito, al plagiador.
Sin embargo la fama en el trópico no es duradera. A su vuelta de Europa la moda Von Hauptmann había sido olvidada. El poder real —la dinastía Duvalier, las pocas familias adineradas y los militares— tenían asuntos más importantes que tratar que aquellos que promovía la imagen ideal del falso cuarterón. El orden y la lucha contra el comunismo, comprobó con pesar un Mirebalais aún deslumbrado por el sol de Haití, pesaban más que la raza aria, la raza masai y su común destino en lo universal. Pero lejos de amilanarse se preparó para lanzar al mundo, con un gesto de soberbia, un nuevo heterónimo. Así nació Max Le Gueule, flor de la orfebrería del plagio, compendio de poetas quebequeses, tunecinos, argelinos, marroquíes, libaneses, cameruneses, congoleños, centroafricanos y nigerianos (amén del poeta de Mali Siriman Cissoko y del guineano Keita Fodeba, en cuyas obras, amablemente prestadas por el viejo librero maníaco depresivo de la Librería Francesa Apollinaire, entró ululando y salió temblando).
El resultado fue óptimo. La respuesta de los lectores fue inexistente.
Tocado en su amor propio, Mirebalais invernó durante algunos años en la Redacción de Sociales de El Monitor, que cada vez era más escasa y fantasmal, labor que compaginó con un oscuro puesto en la Compañía Telefónica de Haití, ya que el trabajo en la prensa no permitía, como antes, la mera subsistencia.
Los años de relegamiento fueron también años de estudio. Creció la obra poética de Mirebalais, creció la de Kasimir, la de Von Hauptmann y la de Le Gueule. Los poetas se hicieron más profundos, las diferencias entre los cuatro quedaron marcadas con claridad (Von Hauptmann como el cantor de la raza aria, un nazi mulato a ultranza; Le Gueule como el hombre pragmático por excelencia, duro y pro militar; Mirebalais como lírico, el patriota que levantaba los espectros de Toussaint L'Overture, Dessalines y Christophe; Kasimir, por el contrario, como el paisajista de la negritud y el país natal, el bardo de África y de los tam-tam). También sus semejanzas: todos amaban apasionadamente Haití y el orden y la familia. En materia de religión habían puntos de discordia: mientras Le Gueule y Mirebalais eran católicos y bastante tolerantes, Kasimir practicaba el rito vudú y Von Hauptmann era vagamente protestante e intolerante. Los hizo pelearse (sobre todo a Von Hauptmann y a Le Gueule, que eran dos gallitos) y los hizo reconciliarse. Se entrevistaron mutuamente. El Monitor publicó alguna de estas entrevistas. No es descabellado pensar que tal vez Mirebalais soñó alguna noche de inspiración y ambición con formar él solo la poesía haitiana contemporánea.
Recluido al ámbito de lo pintoresco (aun en una literatura, la oficial del régimen haitiano, en donde todo era, por lo menos, pintoresco) Mirebalais intentó un último asalto a la fama o a la respetabilidad.
La literatura, en su soporte decimonónico, ya no interesaba a la gente, pensó. La poesía se estaba muriendo. La novela todavía no, pero él no sabía escribir novelas. Hubo noches en que lloró de rabia. Después buscó una solución y no cejó hasta encontrarla. Durante su larga experiencia de cronista de sociedad había conocido a un guitarrista extraordinario y muy joven del que se decía era amante de un coronel de la policía y que malvivía en los barrios bajos de Puerto Príncipe. Cultivó su amistad, al principio sin un plan prefijado, por el puro gusto de escucharlo tocar. Después le propuso formar un grupo musical. El joven aceptó.
Así nace el último heterónimo de Mirebalais: Jacques Artibonito, compositor y cantante. Sus letras son plagios de Nacro Alidou, poeta del Alto Volta, Gottfried Benn, poeta alemán, Armand Lanoux, poeta francés. Los acordes son obra de su propio guitarrista, Eustache Descharnes, quien le cede la autoría quién sabe a cambio de qué.
La carrera del dueto es irregular. Mirebalais no tiene voz pero se empeña en cantar. No tiene sentido del ritmo pero se empeña en bailar. Graban un disco. Eustache, que lo sigue a todas partes con una docilidad que parece estar de vuelta de todo, más parece un zombi que un guitarrista. Juntos recorren los locales de todo Haití: de Puerto Príncipe a Cabo Haitiano, de Gonaives a Leogane. Al cabo de dos años sólo pueden actuar en los tugurios más infectos del país. Una noche, Eustache se ahorca en la habitación de hotel que comparte con Mirebalais. Éste pasa una semana en prisión hasta que se aclara el suicidio. Al salir recibe amenazas de muerte. El coronel amigo de Eustache ha prometido públicamente darle una lección. En El Monitor ya no lo quieren como cronista de sociedad. Sus amigos le dan la espalda.
Mirebalais se instala en la soledad. Ejerce los oficios más bajos y prosigue calladamente en la ejecución de lo que llama «la obra de mis únicos amigos», los poemarios de Kasimir, Von Hauptmann y Le Gueule, cuyas fuentes, por puro orgullo de orfebre o porque la dificultad a esas alturas era una manera de combatir el aburrimiento, diversifica hasta metamorfosis insospechadas.
En 1994, mientras visita a un sargento de la policía militar que recordaba con cariño las notas de sociedad de Mirebalais y los poemas de Von Hauptmann, una horda de desarrapados intenta lincharlo junto con una comitiva de militares que se disponía a abandonar el país. Indignado, aterrado, Mirebalais se retira a Les Cayes, capital del Departamento del Sur, en donde ejercerá de rapsoda de bares y de intermediario en los docks.
La muerte lo encontró trabajando en la obra póstuma de sus heterónimos.
POETAS NORTEAMERICANOS
JIM O'BANNON
Macón, 1940-Los Ángeles, 1996

Poeta y jugador de fútbol americano, Jim O'Bannon acogió en el mismo espíritu la atracción por la fuerza y el anhelo de las cosas delicadas y perecederas. Sus primeros escarceos literarios aparecen marcados por una estética beatnik, tal como lo atestigua su primer libro de poemas La noche de Macón, publicado en su ciudad natal por la efímera colección de poesía Ciudad en Llamas en el año 1961. Los textos van precedidos por largas dedicatorias a Alien Ginsberg, Gregory Corso, Kerouac, Snyder, Ferlinghetti. No los conoce personalmente (hasta entonces nunca ha salido de su Estado natal de Georgia) pero mantiene con al menos tres de ellos una profusa y entusiasta relación epistolar.
Al año siguiente viaja a Nueva York en autostop y se reúne con Ginsberg y un poeta negro en un hotel del Village. Conversan, beben, leen poemas en voz alta. Luego Ginsberg y el negro le proponen hacer el amor. O'Bannon al principio no entiende. Cuando uno de los poetas comienza a desnudarlo y el otro a acariciarlo la terrible verdad se abate sobre él. Durante unos segundos no sabe qué hacer. Luego la emprende a puñetazos con ambos y se marcha. «No los maté a patadas —dirá más tarde— porque me dieron pena. »
Pese a la paliza Ginsberg incluirá cuatro textos de O'Bannon en una antología de poetas beatniks que se publica un año más tarde en Nueva York. O'Bannon, que ya está de vuelta en Georgia, intenta emprender acciones legales contra Ginsberg y la editorial. Los abogados lo desaconsejan. Decide entonces regresar a Nueva York y darle personalmente una lección. Durante días O'Bannon recorre la ciudad sin éxito. Más tarde escribirá un poema al respecto, El Caminante, en donde un ángel atraviesa a pie Nueva York sin encontrar ni un solo hombre justo. También escribe su gran poema de ruptura con los beatniks, un texto apocalíptico que nos traslada por diversos escenarios históricos o del alma humana (el sitio de Atlanta por las fuerzas de Sherman, la agonía de un pastorcillo griego, la vida cotidiana de las pequeñas urbes, las cuevas de homosexuales, judíos y negros, la espada redentora que pende sobre cada cabeza y que está hecha de una aleación de metales dorados).
En 1963 viaja a Europa tras obtener la beca Daniel Stone para el Desarrollo de Artistas Jóvenes. En París visita a Étienne de Saint Étienne que le parece sucio y rencoroso. En París, también, conocerá a Jules Albert Ramis, el gran poeta neoclásico francés admirador de todo lo americano, y entre ambos nacerá una amistad duradera. Recorre en un coche alquilado Italia, Yugoslavia, Grecia. Al acabarse la beca decide continuar en París y Jules Albert Ramis le consigue trabajo en un hotel de Dieppe propiedad de su familia. El hotel resulta «lo más parecido a un cementerio», pero le deja muchas horas libres para escribir; los cielos grises del Canal de la Mancha dan alas a su inspiración; a finales de 1965 una editorial casi desconocida de Atlanta acepta, por fin, publicar su segundo libro de poesías, el primero del que O'Bannon está completamente satisfecho.
Pero no regresa a los Estados Unidos. Una tarde de lluvia aparece por el hotel una turista de Brunswick, Georgia, la señorita Margaret Hogan. El flechazo es instantáneo. Al cabo de dos semanas O'Bannon ha dejado el hotel y se halla viajando por tierras españolas con la que será su primera mujer y única musa. El matrimonio civil se celebra seis meses después, en la capital de Francia, y un emocionado, melancólico y declamatorio Ramis ejerce de padrino de la joven pareja. Para entonces el libro de O'Bannon ha sido comentado y reseñado en los medios de comunicación norteamericanos con suerte diversa. Algunos beatniks más oficiosos que oficiales reaccionan con descalificaciones abiertas ante los ataques del ex beatnik O'Bannon. Otros, entre ellos Ginsberg, se muestran indiferentes. El libro, La Senda de los Bravos, aúna una singular percepción de la naturaleza (una naturaleza extrañamente vacía, sin vida animal, turbulenta y soberana) con una inequívoca inclinación hacia el insulto personal, la difamación y el libelo, para no mencionar las amenazas y fanfarronerías varias que recorren cada uno de los poemas. Se habla de renacimiento nacional y no falta el lector entusiasta que vea en ellos al Carl Sandburg de la segunda mitad del siglo XX. La acogida entre los poetas de Atlanta es fría y distante.
En París, mientras tanto, O'Bannon ha ingresado en el Club de los Mandarines, la asociación literaria que preside Ramis y que integran de forma exclusiva sus jóvenes discípulos, dos de los cuales trabajan en la traducción de La Senda de los Bravos cuya edición no tardará en aparecer en la misma editorial que publica a Ramis y que contribuirá no poco a cimentar la fama de O'Bannon entre la crítica norteamericana de poesía, siempre atenta a lo que ocurre allende el océano.
En 1970 O'Bannon regresa a los Estados Unidos y sus libros comienzan a desfilar por los escaparates de las librerías con regularidad anual. A La Senda de los Bravos le sigue Tierra sin labrar, Las Escaleras de Incendio del Poema, Conversación con Jim O'Brady, Manzanas en la Escalera, La Escalera del Cielo y del Infierno, Nueva York Revisitado, Los Mejores Poemas de Jim O'Bannon, Los ríos y otros poemas, Los hijos de Jim O'Brady en el Amanecer de América, etc.
Vivió de dar conferencias y recitales a lo largo y ancho del país. Se casó y divorció cuatro veces aunque siempre mantuvo que su único gran amor fue Margaret Hogan. El tiempo apaciguó sus invectivas literarias: desde el poeta duro y sarcástico de «Negativo de John Brown» al poeta enfermo y olímpico de «Homenaje a un perro de la calle Vine» media un abismo. Conservó hasta el final su desprecio por los judíos y por los homosexuales, aunque a los negros poco a poco comenzaba a aceptarlos cuando le llegó la muerte.
RORY LONG
Pittsburgh, 1952-Laguna Beach, 2017

Su padre, el poeta Marcus Long, fue discípulo y amigo de Charles Olson quien solía pasar algunos días al año en su casa de Aserradero, cerca de Phoenix, Arizona, en cuya universidad Marcus Long daba clases de Literatura Norteamericana. Unos días agradables en compañía de uno de los queridos discípulos. Y todo hace suponer que Olson sentía también una gran simpatía por el pequeño Rory y que fue él (y su padre, claro) quien le enseñó a leer de verdad un libro de poesía y quien le dio personalmente las primeras clases sobre non projective verse y projective verse. Otra posibilidad: Rory, escondido debajo del porche, los escuchaba hablar mientras el crepúsculo de Arizona se fijaba para la eternidad.
En cualquier caso y someramente: el non projective verse es la versificación tradicional, la poesía íntima, «cerrada», en donde siempre nos será posible ver alguna de las mezquindades del ciudadano poeta, tocándose el ombligo o los huevos o fanfarroneando de sus alegrías y desgracias; por el contrario, el projective verse, que en ocasiones ejemplifican los trabajos de Ezra Pound y William Carlos Williams es la poesía «abierta», la poesía de «energía desplazada», la poesía cuya técnica de escritura se corresponde con la «composición por campos». En una palabra, y para perdernos exactamente por donde Olson se perdió, el projective verse es lo contrario del non projective verse.
O así lo entendió el pequeño Rory Long. La poesía «cerrada» era Donne y Poe y también Robert Browning y Archibald McLeish; la poesía «abierta» era Pound y Williams (pero no en toda su obra). La poesía «cerrada» era personal, desde el individuo poeta al individuo lector; la poesía «abierta» era impersonal, desde el cazador de la memoria de la tribu (el poeta) al receptor de la memoria de la tribu y parte consustancial del devenir de ésta (el lector). Y Rory Long pensó que la Biblia era poesía «abierta» y que las grandes masas que se movían o reptaban a la sombra del Libro eran los lectores ideales, los hambrientos de la Palabra luminosa. Y no tenía diecisiete años cuando construyó este edificio vasto y vacío. Pero era enérgico ya entonces y se puso manos a la obra de inmediato. Había que poblar y explorar el edificio, así que lo primero que hizo fue comprar una Biblia pues en su casa no encontró ninguna. Y luego comenzó a memorizar pasajes y pasajes y pasajes y vio que esa poesía le hablaba directamente a su corazón.
A los veinte se hizo predicador, protegido por la Iglesia de los Mártires Verdaderos de América, y publicó un libro de poesía que nadie leyó, ni siquiera su padre que era un hombre con vocación de Ilustrado y que se avergonzaba de ver a su hijo reptando con los que reptan a la sombra del gran Libro Móvil. Pero ningún fracaso era capaz de arredrar a Rory Long que por entonces recorría como un huracán las tierras de Nuevo México, Arizona, Texas, Oklahoma, Kansas, Colorado, Utah y vuelta a empezar por Nuevo México, como un reloj cuyas agujas corrieran al revés. Y más o menos así se sentía Rory Long, al revés, con las tripas y los huesos al aire, desilusionado de Olson (pero no del projective verse y del non projective verse) cuyos poemas tardó en leer —deslumhrado por la teoría y por su propia ignorancia— y que le resultaron casi un fraude (cuando leyó The Maximus Poems estuvo vomitando durante tres horas), desilusionado de la Iglesia de los Mártires Verdaderos de América cuyos componentes veían la planicie del Libro pero no su fuerza centrífuga, veían la planicie pero no los volcanes y ríos subterráneos, desilusionado de los años que corrían, los setenta, llenos de tristes hippies y de tristes putas. ¡Hasta pensó en matarse! Pero no lo hizo y siguió leyendo. Y escribiendo: cartas, canciones, piezas teatrales, guiones de televisión y cine, novelas inconclusas, cuentos, fábulas con animales, argumentos de cómic, biografías, panfletos económicos y religiosos y, sobre todo, poesía, en donde mezclaba todos los géneros ya citados.
Intentó ser impersonal: escribió guías para turistas del Libro y para náufragos del Libro. Se hizo dos tatuajes: un corazón roto en el brazo derecho que simbolizaba su búsqueda y un libro en llamas en su brazo izquierdo que simbolizaba su oficio. Probó la poesía oral: no los gritos ni las onomatopeyas ni los juegos de palabras de zombies semejantes a una tribu paralela al Libro pero no parte de él, ni tampoco el susurro del granjero recordando infancia y amores, sino una voz que hablaba cálidamente, familiarmente, como un locutor de radio en el fin del mundo. Y se hizo amigo de locutores de radio, a ver si podía aprender algo, reconocer la voz impersonal que recorría las ondas de América. El tono coloquial y dramático. La voz del hombre-todo-ojos que salía a vagar hasta encontrar la conciencia del hombre-todo-orejas. Así, los años lo vieron pasar de una iglesia a otra y de una casa a otra, sin publicar (mientras otros publicaban), sin medrar, pero escribiendo, buceando en las aguas cenagosas de la teoría de Olson y de otras teorías, cansado pero con los ojos abiertos, digno hijo (a su pesar) de un padre poeta.
Cuando por fin emergió del subterráneo parecía otro. Estaba más flaco (media 1, 85 y pesaba 60 kilos) y más viejo, pero había encontrado el camino o al menos algunos atajos que lo llevarían con prontitud al Gran Camino. Por entonces predicaba para la Iglesia Texana de los Últimos Días y sus ideas políticas, antaño confusas, se habían ordenado. Creía en la necesidad de una resurrección americana, creía conocer las características de esa resurrección, que serían distintas a todo lo hasta entonces experimentado, creía en la familia americana y en su derecho a recibir el mensaje múltiple verdadero y en su derecho a no ser envenenada por mensajes sionistas o por mensajes manipulados por el FBI, creía en la individualidad y en la necesidad de que Estados Unidos reemprendiera con renovado vigor la carrera espacial, creía que una enfermedad mortal corroía buena parte del cuerpo de la República y que era necesario intervenir quirúrgicamente. Olvidado Olson, olvidado su padre, pero no olvidada la poesía (publicó un conjunto de relatos cortos, poemas y «pensamientos» que tituló El Arca de Noé y que tuvo éxito), se dedicó a propagar por el suroeste su doctrina. Y también tuvo éxito. Llegaba. A través de las ondas, a través de grabaciones de vídeo. Era tan sencillo. Y aunque el pasado cada vez se borraba más deprisa, a veces pensaba cómo había sido posible que le costara tanto encontrar el camino verdadero.
Y engordó (llegó a pesar 120 kilos) y ganó dinero y no tardó en marcharse al lugar al que se marchaban todos los que tenían dinero. California. En donde fundó la Iglesia Carismática de los Cristianos de California. Y sus seguidores fueron tantos y era tan fácil transmitir el Mensaje que incluso tuvo tiempo para escribir poemas sarcásticos y poemas humorísticos: textos que lo hacían reír y que su risa transfiguraba en espejos en donde su rostro se reflejaba, sin mácula, solo en un cuarto texano o en compañía de desconocidos tan gordos como él y que se decían sus amigos, sus biógrafos, sus representantes, en cenas benéficas empotradas en otras cenas benéficas. Escribió, por ejemplo, un poema en donde Leni Riefenstahl hacía el amor con Ernst Jünger. Un centenario y una nonagenaria. Un entrechocar de huesos y de tejidos muertos. Santo cielo, decía Rory en su gran biblioteca que apestaba, el viejo Ernst la monta sin piedad y la puta alemana pide más, más, más. Un buen poema: los ojos de la anciana pareja se encienden con una luminosidad envidiable, se chupan hasta hacer crujir sus viejas mandíbulas, y miran de reojo al lector mientras dan imperceptiblemente la lección. Una lección tan clara como el agua. Hay que acabar con la democracia. ¿Por qué viven tanto los nazis? Fíjate en Hess, que si no se suicida hubiera llegado a los cien. ¿Qué los hace vivir tanto? ¿Qué los hace casi inmortales? ¿La sangre vertida, el vuelo del Libro, la conciencia que ha dado el salto? La Iglesia Carismática de California bajó a los subterráneos. Un laberinto en donde Ernst y Leni follaban y follaban, sin poderse desayuntar, como dos perros de fuego en un valle de ovejas. ¿En un valle de ovejas ciegas? ¿En un valle de ovejas hipnotizadas? Mi voz las hipnotiza, pensó Rory Long. Pero cuál es el secreto de la longevidad. La Pureza. Investigar, trabajar, crear el milenio desde diferentes planos. Y algunas noches creyó tocar con la punta de los dedos el cuerpo del Hombre Nuevo. Adelgazó 20 kilos. Ernst y Leni follaban en el cielo para él. Y comprendió que aquello no era una vulgar, aunque candente, terapia hipnótica sino la verdadera Hostia de Fuego.
Entonces se volvió loco del todo y la Astucia se instaló hasta en el último rincón de su cuerpo. Tuvo dinero, fama, buenos abogados. Tuvo emisoras de radio, periódicos, revistas y canales de televisión. Tuvo amigos en el Senado de los Estados Unidos. Y tuvo una salud de hierro hasta un mediodía de marzo del año 2017 en que un joven negro llamado Baldwin Rocha le voló la cabeza.
LA HERMANDAD ARIA
THOMAS R. MURCHISON, alias EL TEXANO
Las Cruces (Texas), 1923-Penal de Walla Walla (Oregón), 1979

La vida de Murchison estuvo marcada desde temprano por el presidio. Estafador, ladrón de coches, ventajista, camello, recorrió todo el variado espectro de la delincuencia sin especializarse en ninguna disciplina específica. No fue la ideología la que lo aproximó a la Hermandad Aria sino sus constantes estadías en la cárcel y su desmedido afán de supervivencia. De complexión endeble y de carácter poco dado a la violencia necesitó del grupo si quería seguir viviendo. Nunca fue un jefe pero le cupo el honor de poner en pie la primera revista literaria de dicha agrupación a la que siempre definió como «sociedad de caballeros del infortunio». En 1967, en la cárcel de Crawford, Virginia, vio la luz el primer número de Literatura entre Rejas, cuyos directores eran Markus Patterson, Roger Tyler y Thomas R. Murchison. La revista, de cuatro páginas formato tabloide, ofrecía además de cartas, noticias internas de la prisión y del condado de Crawford, algunos poemas (más bien letras de canciones) y tres cuentos. Los cuentos llevaban la firma de el Texano y fueron ampliamente celebrados: de carácter burlesco y fantástico, sus protagonistas eran presidiarios o ex presidiarios de la Hermandad que luchaban contra las Fuerzas del Mal, encarnadas por políticos corruptos o por alienígenas llegados del espacio exterior hábilmente camuflados de seres humanos.
La revista fue un éxito y el ejemplo, pese a las reticencias de algunos funcionarios, se extendió por otras prisiones. La dilatada y en gran medida infortunada carrera delictiva de Murchison hizo que éste colaborara en la mayoría de ellas, ya como miembro activo del consejo de redacción o como corresponsal en otras prisiones.
En los escasos períodos de libertad que disfrutó apenas si leía el periódico y procuraba no relacionarse con expresidiarios pertenecientes a la Hermandad. En la cárcel leía a Zane Grey y a otros autores de novelas del oeste. Su autor favorito era Mark Twain. En cierta ocasión escribió que su Mississippi eran los calabozos y los penales. Murió de un enfisema pulmonar. Su obra, dispersa en revistas, consta de más de cincuenta relatos cortos y un poema de 70 versos dedicado a una comadreja.
JOHN LEE BROOK
Napa, California, 1950-Los Ángeles, 1997

El que fuera considerado el mejor de los escritores de la Hermandad Aria y uno de los mejores poetas californianos de finales del siglo xx aprendió a leer y escribir en las frías aulas de una prisión a la edad de dieciocho años. Previamente su vida puede definirse como una sucesión de delitos menores, sin orden ni concierto, propios de un adolescente californiano de raza blanca y de clase baja, perteneciente a una familia desestructurada (padre desconocido, madre adolescente y dedicada a trabajos mal remunerados). Tras su alfabetización la carrera delictiva de John Lee Brook da un giro de noventa grados: se introduce en el negocio de la droga, la trata de blancas, el robo de coches de lujo, el secuestro y el asesinato. En 1990 es acusado de la muerte de Jack Brooke y de sus dos guardaespaldas. Durante el juicio se declara inocente. Pero sorprendentemente diez minutos después de subir al estrado interrumpe al fiscal y acepta todos los cargos además de autoinculparse de cuatro homicidios no resueltos y que para entonces han caído en el más absoluto olvido: los del pornógrafo Adolfo Pantoliano, la actriz porno Suzy Webster, el actor porno Dan Carmine y el poeta Arthur Crane, ocurridos, los tres primeros, cuatro años antes y el último en 1989. Es condenado a pena de muerte. Tras varias apelaciones, auspiciadas por algunos miembros influyentes de la comunidad literaria californiana, ésta se cumple en abril de 1997. Según testigos presenciales, Brook pasó sus últimas horas con gran serenidad, entregado a la lectura de sus propios poemas.
Su obra, compuesta por cinco libros, es sólida, con reminiscencias whitmanianas, abundante en formas coloquiales y muy próxima a la poesía narrativa aunque sin desdeñar otras corrientes de la lírica norteamericana. Sus temas preferidos y que se repiten a lo largo de todos sus poemas de manera a veces obsesiva, son la pobreza extrema en algunos sectores de la población blanca, los negros y los abusos sexuales carcelarios, los mexicanos siempre pintados como diminutos diablillos o como cocineros misteriosos, la ausencia de mujeres, los clubs de motociclistas vistos como herederos del espíritu de la frontera, las jerarquías del hampa en la calle y en la prisión, la decadencia de América, los guerreros solitarios.
Merecen especial atención los poemas:
— Reinvindicación de John L. Brook, el primero de una larga serie de textos-río, invariablemente de más de 500 versos, o novelas quebradas, como el propio autor solía definirlos. En él ya está Brook de cuerpo entero pese a que cuando lo escribió sólo tenía veinte años. El poema trata de las enfermedades juveniles y de la única forma idónea de curarlas.
— Calle sin Nombre, un texto en donde se combinan las citas de MacLeish y Conrad Aiken con los menús de la cárcel del condado de Orange y los sueños pederastas de un profesor de literatura inglesa que acudía a dar clases en el penal los martes y los jueves.
— Santino y yo, fragmentos de conversaciones sostenidas por el poeta con su agente de libertad vigilada, Lou Santino, en donde se abordan temas como los deportes (¿cuál es el deporte americano por excelencia?), las putas, la vida de las estrellas de cine, las celebridades de la cárcel y su peso moral dentro y fuera de éstas.
— Charly (precisamente una celebridad carcelaria), descripción no por somera y «concreta» menos entrañable de Charles Manson a quien el autor conociera en 1992.
— Damas de Compañía, una epifanía de psicópatas, asesinos en serie, perturbados mentales, bipolares obsesionados con el sueño de América, noctámbulos y cazadores furtivos.
— Los Malos, una aproximación al asesino nato; en su retrato Brook dice: Seres innobles/ niños poseídos por la voluntad/ en un laberinto o desierto de hierro/ Frágiles como un cerdo en la jaula de las leonas...
Este último poema, fechado en 1985 y publicado en su tercer libro de poesía (Soledad, 1986), mereció sendos y controvertidos estudios en la Revista de Psicología del Sur de California y en el Magazine de Psicología de la Universidad de Berkeley.
LOS FABULOSOS HERMANOS SCHIAFFINO
ÍTALO SCHIAFFINO
Buenos Aires, 1948-Buenos Aires, 1982

Probablemente no haya existido otro poeta más empeñoso que ítalo Schiaffino, al menos en Buenos Aires y en los años que le tocaron vivir, aunque luego su fama se viera ensombrecida por la estrella ascendente de su hermano menor, el también poeta Argentino Schiaffino.
De familia humilde, en su vida sólo hubo dos pasiones: el fútbol y la literatura. A los quince años, cuando ya hacía dos que había abandonado la escuela por un trabajo de recadero en la ferretería de don Ercole Massantonio, se hizo miembro de la barra brava de Enzo Raúl Castiglioni, una de las tantas que agrupaban por entonces a los seguidores de Boca Juniors.
No tardó en progresar. En 1968, cuando Castiglioni ingresó en prisión, tomó la jefatura del grupo y compuso su primer poema (al menos el primer poema del que queda recuerdo) y su primer manifiesto. El poema se titulaba Palidezcan los lebreles y tenía 300 versos y algunos pasajes fueron aprendidos de memoria por sus compañeros. Básicamente se trataba de un poema de combate; en palabras de Schiaffino «una especie de Ilíada para la muchachada del Boca». Se publicó en 1969 tras aportación voluntaria y pública y la edición de 1. 000 ejemplares contó con un prólogo del doctor Pérez Heredia en donde se daba la bienvenida al Parnaso argentino al nuevo poeta. El manifiesto era distinto. En cinco páginas Schiaffino exponía la situación del fútbol en la Argentina, se lamentaba de la crisis, señalaba a los culpables (la plutocracia judía incapaz de producir buenos jugadores y la intelectualidad roja que llevaba el país a la decadencia), indicaba el peligro y explicaba las maneras de exorcizarlo. El manifiesto se titulaba La Hora de la Juventud Argentina y en palabras de Schiaffino se trataba de «una criollada a lo Von Clausewitz para despertar a los espíritus más inquietos de la patria». No tardó en convertirse en lectura obligada al menos en los círculos más duros de la antigua barra de Castiglioni.
En 1971 Schiaffino visitó a la viuda de Mendiluce, pero no se conservan testimonios gráficos o escritos. En 1972 publicó El Camino de la Gloria, en donde examinaba, a lo largo de cuarenta y cinco poemas, la vida de otros tantos futbolistas de Boca Juniors. El librito llevaba, como en Palidezcan los lebreles, una amable introducción del doctor Pérez Heredia y un nihil obstat del vicepresidente de la entidad deportiva. La edición fue financiada por los integrantes de la barra brava de Schiaffino, previa suscripción, y el resto vendido en los aledaños de La Bombonera los domingos de partido. Esta vez se rompió el silencio de la crítica especializada: El Camino de la Gloria mereció reseñas en un par de periódicos deportivos y su autor fue invitado al programa radial «Todo fútbol» del doctor Pestalozzi para que opinara en mesa redonda sobre la encrucijada de la crisis en el fútbol argentino. En aquel programa, que congregara a ilustres nombres del deporte, Schiaffino estuvo mesurado.
En 1975 entregó a la imprenta su siguiente poemario: Como Toros Bravos. En versos de acento gauchesco en donde es lícito ver la influencia de Hernández, Güiraldes y Carriego, Schiaffino cuenta y en ocasiones pormenoriza las salidas de la barra brava a su cargo por diversas localidades de la provincia y un par de viajes a Córdoba y Rosario saldados con victoria visitante, afonía de la hinchada y escaramuzas varias que no llegan a degenerar en peleas callejeras aunque sí en lecciones a elementos aislados de «la masa enemiga». Pese a su tono eminentemente belicoso Como Toros Bravos es su obra más lograda, más libre y espontánea, en donde el lector puede hacerse una idea cabal del joven poeta y de la relación que éste mantiene con «los espacios virginales de la patria».
En 1975, asimismo, y tras la fusión de las barras de Honesto García y de Juan Carlos Lentini con la suya, Schiaffino funda la revista trimestral Con Boca que a partir de entonces será el órgano de expresión y difusión de sus ideas. Allí publicará, en el primer número de 1976, el estudio «Judíos fuera», de los campos de fútbol, naturalmente, no de la Argentina, pero que igual le granjearía múltiples incomprensiones y enemistades. Así como también unas «Memorias del Hincha Insatisfecho», tercer número de 1976, en donde fingiendo ser un seguidor de River Plate vertirá comentarios jocosos sobre jugadores y seguidores del club rival bonaerense, y que persistirá en el primer número de 1977, en el tercer número de 1977 y en el primer número de 1978, bajo el mismo título de «Memorias del Hincha Insatisfecho» II, III y IV, celebradas unánimemente por los lectores de Con Boca y citadas por el doctor Persio De La Fuente (coronel retirado) en un estudio sobre el habla y la picaresca criolla en la Revista de Estudios Semióticos de la Universidad de Buenos Aires.
Es 1978 el año de gloria de Schiaffino. Argentina gana por primera vez una Copa del Mundo y la barra brava lo celebra en las calles, convertidas para la ocasión en un corso mayúsculo. Es el año de Brindis por los muchachos, poema alegórico y desmesurado en donde Schiaffino imagina un país unido como una enorme barra brava al encuentro de su destino. También es el año en que se le ofrece una salida «decente» y «adulta»: no escasean las reseñas y no todas se restringen al ámbito de la caverna deportiva; una radio de Buenos Aires le ofrece un puesto de comentarista; un periódico cercano al gobierno le ofrece una columna semanal dedicada a la juventud. Schiaffino acepta todo pero pronto su pluma fogosa entra en conflicto con todos. En la radio y en el periódico no tardan en comprender que para Schiaffino es más importante ser el jefe de los chicos de Boca que un empleado. El conflicto se salda con costillas y vidrios rotos y la primera de una larga serie de visitas a la cárcel.
Sin el apoyo de sus viejos valedores, la vena lírica de Schiaffino parece congelarse. Entre 1978 y 1982 se dedica casi en exclusiva a la barra brava y a mantener en circulación Con Boca en donde siguen apareciendo artículos suyos que arremeten contra los males que sufren el fútbol y la Argentina.
Su poder entre la hinchada no sufrió merma. Bajo su mandato la barra de Boca creció y se fortaleció como nunca. Su prestigio, si bien un prestigio en cierta forma oscuro, secreto, no tuvo parangón: en su álbum familiar aún se conservan las fotos de Schiaffino en compañía de directivos y jugadores del club.
Murió de un ataque al corazón en 1982 mientras escuchaba por la radio uno de los últimos partes de la guerra de las Malvinas.
ARGENTINO SCHIAFFINO, alias EL GRASA
Buenos Aires, 1956-Detroit, 2015

La trayectoria vital de Argentino Schiaffino fue comparada, en diferentes épocas, con la trayectoria de varias y a menudo contrapuestas figuras de la literatura y el deporte. Así, en 1978, un tal Palito Kruger dice, en el tercer número de Con Boca, que su vida y su obra son equiparables a las de Rimbaud; en 1982, en otro número de la misma revista, se le menciona como el equivalente criollo de Dionisio Ridruejo; en 1995, en el prólogo a la antología Los Poetas Ocultos de Argentina, el catedrático González Irujo lo pone a la altura de Baldomero Fernández y sus amigos personales, en cartas a los periódicos de Buenos Aires, lo ensalzan como la única figura civil comparable a Maradona; en el 2015, en una breve nota necrológica publicada en un periódico de Selma (Alabama), John Castellano mide su figura con la figura trágica de Ringo Bonavena.
Los vaivenes que dio la vida y la obra de Argentino Schiaffino en cierta medida dan validez a todos los símiles.
Creció, es un hecho, a la sombra de su hermano quien lo aficionó al fútbol, lo hizo fanático de Boca y lo interesó por los misterios de la poesía. La diferencia entre ambos, sin embargo, fue notable. Italo Schiaffino era alto, fuerte, autoritario, de carácter seco, poco imaginativo; poseía una figura que infundía respeto: nervuda, angulosa, de aire un tanto fúnebre aunque a partir de los veintiocho años comenzó a engordar peligrosamente, tal vez debido a un problema de hormonas, lo que a la larga le resultaría fatal. Argentino Schiaffino era más bien de estatura media tirando a bajo, gordito (de ahí el cariñoso apelativo de el Grasa que cargó hasta su muerte), de imaginación desbordada, carácter sociable y audaz, carismático aunque escasamente autoritario.
Comenzó a escribir poesía a los trece años. A los dieciséis, mientras su hermano mayor triunfaba con El Camino de la Gloria, publicó por su cuenta y riesgo en edición mimeografiada de cincuenta ejemplares su primer libro, una serie de treinta epigramas titulados Antología de los mejores chistes de Argentina que él mismo vendió entre los miembros de las barras bravas de Boca y cuya edición agotó en un fin de semana. En abril de 1973 aparece, siguiendo el mismo método editorial, su cuento La Invasión de Chile, en donde narra en clave de humor negro (en ocasiones parece el guión de una película gore) una supuesta guerra entre ambas repúblicas. En diciembre del mismo año publica el manifiesto Estamos hasta las pelotas, en donde arremete contra el estamento arbitral a quienes acusa de parcialidad, carencia de condición física y en algunos casos consumo de drogas.
Inaugura 1974 con la publicación del poemario La Juventud de Hierro (edición mimeografiada de cincuenta ejemplares), poemas espesos o marchas militares cuya única virtud consiste en alejarle por primera vez de su marco expresivo natural: el fútbol y el humor. Lo sigue una obra de teatro, El Concilio de los Presidentes o ¿Qué hacemos para salir del agujero?, farsa en cinco actos donde los más altos dignatarios de varias naciones americanas, reunidos en una habitación de hotel de una ciudad alemana, deliberan sobre las diferentes maneras de devolver al fútbol criollo su preponderancia natural e histórica, ahora amenazada por el fútbol-total europeo. La obra, larguísima, recuerda escenas de cierto teatro de vanguardia, desde Adamov, Genet y Grotowski hasta Copi y Savary, aunque es dudoso (pero no imposible) que el Grasa se personara alguna vez en un recinto dedicado a espectáculos de este tipo. Citaremos algunas de sus escenas: 1. El monólogo sobre la etimología de la palabra paz y la palabra arte que hace el agregado cultural de Venezuela. 2. La violación del embajador de Nicaragua en uno de los baños del hotel por parte del presidente de Nicaragua, el presidente de Colombia y el presidente de Haití. 3. El tango que bailan los presidentes de Argentina y Chile. 4. La particular lectura de las profecías de Nostradamus que hace el embajador de Uruguay. 5. El concurso de masturbación que organizan los presidentes y las tres únicas modalidades de victoria: grosor, que gana el embajador de Ecuador, longitud, que gana el embajador de Brasil y lanzamiento de semen, prueba máxima, que gana el embajador de Argentina. 6. El posterior enfado del presidente de Costa Rica, que considera «escatologías de mal gusto» tales competiciones. 7. La llegada de las putas alemanas. 8. Las peleas generalizadas, la barahúnda, el agotamiento. 9. La llegada del amanecer, un «amanecer de un rojo pálido que acentúa el cansancio de los altos capitostes que comprenden por fin su derrota». 10. El desayuno solitario del presidente de Argentina que luego de soltar una serie de sonoros pedos se mete en la cama y se duerme.
Aún tiene tiempo para publicar, en 1974, otras dos obras. Un pequeño manifiesto en Con Boca titulado Soluciones Satisfactorias que de alguna manera continúa el discurso de El Concilio de los Presidentes. Allí propone como respuesta latinoamericana al fútbol-total la eliminación física de los mejores exponentes de éste, es decir el asesinato de Cruyff, Beckenbauer, etc. Y un nuevo poemario en edición mimeografiada de cien ejemplares: El Espectáculo en el Cielo, poemas cortos, ligeros, diríase alados sobre algunos de los grandes jugadores de la historia de Boca Juniors y en donde es posible encontrar semejanzas con El Camino de la Gloría, el celebrado libro de ítalo Schiaffino. El tema es el mismo, la factura de los poemas es similar, algunas metáforas son idénticas, no obstante lo que en el hermano mayor es rigor, voluntad de fijar una historia de esfuerzo, en el hermano menor es hallazgo de imágenes y rimas, humor no exento de cariño por los viejos mitos, ligereza frente a pesadez, potencia verbal y en ocasiones lujo. El mejor Argentino Schiaffino probablemente se encuentra en este libro.
Los años que siguen son de silencio creativo. En 1975 contrae matrimonio y comienza a trabajar en un taller de reparación automotriz. Se dice que durante este tiempo viaja en autostop a la Patagonia, lee todo lo que cae en sus manos, se sumerge en el estudio de la Historia de América y experimenta con drogas psicotrópicas, pero la verdad es que ni un solo domingo deja de aparecer junto a la barra de su hermano, en donde cada vez goza de mayor predicamento, en el feudo de Boca o en campo contrario, animando como el que más. Se dice, también, que durante estos años participa activamente en el escuadrón de la muerte del capitán Antonio Lacouture, en calidad de conductor y mecánico del pequeño parque de coches que poseía éste en una quinta de las afueras de Buenos Aires, pero no hay constancia.
En 1978 el Grasa reaparece durante el Mundial de Argentina con un largo poema titulado Campeones (edición mimeografiada de 1. 000 ejemplares que vende personalmente en las entradas de los estadios), texto un tanto difícil, en ocasiones confuso, en donde pasa sin transición del verso libre a los alejandrinos, a los dísticos, a los pareados y en ocasiones incluso a las catáforas (cuando se introduce en los meandros de la selección argentina adopta el tono del Romancero Gitano, de Lorca, y cuando estudia a las selecciones rivales puede ir desde las ladinas admoniciones del viejo Vizcacha hasta las claras previsiones de Manrique en las Coplas). El libro se agotó en dos semanas.
Nuevamente un largo silencio creativo. En 1982, según confiesa él mismo en su autobiografía, intenta alistarse como voluntario en la guerra de las Malvinas. No lo consigue. Poco después viaja a España, con un grupo de hinchas radicales, para presenciar el Mundial. Tras la derrota sufrida por la selección argentina frente a Italia es detenido en un hotel de Barcelona como presunto autor de un delito de agresión con intento de homicidio, robo y desorden en la vía pública. Junto con otros cinco miembros de la hinchada argentina pasa tres meses en la cárcel Modelo de Barcelona. Es puesto en libertad por falta de pruebas. A su regreso es aclamado por la barra brava de Boca como nuevo líder, jerarquía que no consigue entusiasmarlo y que delega generosamente en el doctor Morazán y en el aparejador Scotti Cabello. Su ascendencia moral sobre los antiguos seguidores de su hermano, no obstante, se mantendrá a lo largo de su vida, una vida que para muchos de los hinchas de las nuevas generaciones adquiere cada vez más tintes de leyenda.
En 1983, y pese a los intentos contrarios del doctor Morazán, desaparece la revista Con Boca, suceso que priva a el Grasa de su único medio de expresión pero que a la larga le resultará provechoso. En 1984, una pequeña editorial político-literaria de Buenos Aires, Ediciones Blanco y Negro, saca de imprentas el volumen titulado Recuerdos de un Irredento, que pasa entre la indiferencia general del mundo literario pero que constituye la primera incursión de Schiaffino fuera del ámbito de la autoedición. Se trata de un pequeño volumen de cuentos de marcado carácter naturalista. El más largo no llega a las cuatro páginas y evoca las mañanas y noches de fútbol de un barrio obrero de Buenos Aires; los personajes son cuatro niños que se autodenominan Los Cuatro Gauchos del Apocalipsis y en donde más de un hagiografista ha pretendido ver reflejada la infancia de los hermanos Schiaffino. El más corto no llega a la media página y describe, en tono jocoso y con abundante uso de lunfardo, la enfermedad o un ataque al corazón o tal vez simplemente la melancolía que padece una tarde cualquiera alguien innombrado y lejano.
En 1985, bajo el mismo sello editorial, aparece Paletadas de Locos, librito de cuentos aún más exiguo que el anterior (56 páginas) y que parece a simple vista un apéndice de aquél. Esta vez consigue atraer la atención de algunas reseñas. En una, brevemente, es tachado de cretino. En otra lo despedazan a conciencia pero sin atreverse con el manejo del idioma exhibido por Schiaffino. Las otras dos (no hubo más) lo alaban abiertamente, con mayor o menor entusiasmo.
Poco después Ediciones Blanco y Negro quebró y Schiaffino pareció sumirse no sólo en el silencio, como en anteriores ocasiones, sino también en el anonimato. Hubo quienes dijeron que la mitad o al menos una parte importante de las acciones de Blanco y Negro le pertenecían y que eso explicaba su desaparición. De dónde pudo sacar dinero Schiaffino para participar en el montaje de una empresa editora, sigue siendo un misterio. Se habló de fondos obtenidos durante la dictadura militar, de tesoros robados y escondidos, de financiaciones misteriosas e indecibles, pero nada pudo probarse.
En 1987 Argentino Schiaffino reaparece al frente de la barra brava de Boca. Se ha separado de su mujer y trabaja ahora como camarero en un céntrico restaurante de Corrientes en donde su proverbial buen humor pronto lo hace querido e imprescindible para toda la parroquia. A finales de año publica, en edición mimeografiada, tres cuentos de no más de siete páginas cada uno que titula Novelón de los Restaurantes de Buenos Aires y que sin hacerse de rogar vende a sus propios clientes. El primero de los cuentos trata sobre un libanes que llega a Buenos Aires e intenta invertir en un negocio fiable sus ahorros. El libanes se enamora de una carnicera argentina y juntos deciden montar un restaurante especializado en carnes de todo tipo. Todo les va bien hasta que comienzan a aparecer los familiares pobres del libanes. Finalmente la carnicera soluciona todos los problemas liquidando uno por uno a los libaneses, auxiliada por su pinche de cocina apodado Monito, con quien sostiene una relación extramarital. El cuento termina con una escena aparentemente bucólica: la carnicera, su marido y Monito se van a pasar un día al campo y preparan un asado bajo los cielos libérrimos de la patria. El segundo cuento trata sobre un viejo potentado restaurantero de Buenos Aires que quiere encontrar el último amor de su vida y a tal efecto recorre clubs nocturnos, burdeles, casas de amigos con hijas ya crecidas, etc. Cuando por fin encuentra a la mujer de sus sueños descubre que se halla en su primer restaurante y que ésta es una cantante de tangos de veinte años, ciega de nacimiento. El tercer cuento trata sobre la cena de un grupo de amigos en el restaurante de uno de ellos, cerrado para tal efecto. La cena, al principio, parece ser una despedida de solteros, luego una celebración por algo que ha conseguido uno de los comensales, luego una cena fúnebre por alguien que ha muerto, luego un encuentro gastronómico sin otro motivo que el disfrute de la buena mesa argentina y finalmente una encerrona que entre todos o casi todos le han preparado a un traidor, aunque no se nos diga nunca qué es lo que el presunto traidor ha traicionado: vagamente se menciona la palabra confianza, amistad eterna, lealtad, honor. El cuento es ambiguo, sostenido únicamente por los diálogos de los asistentes a la mesa que a medida que avanza el tiempo se van, por otra parte, enrareciendo, haciéndose pomposos y crueles o por el contrario escuetos y lacónicos, punzocortantes. Lamentablemente el cuento acaba con un final previsible y, amén de innecesario, excesivamente violento: el descuartizamiento del traidor en los lavabos del restaurante.
De 1987 es también el extenso poema La Soledad (640 versos) cuya edición costea el doctor Morazán, autor, asimismo, del prólogo e ilustrado con cuatro dibujos en tinta china por la señorita Berta Macchio Morazán, sobrina del prologuista. Se trata de un poema extraño, desesperado, turbulento y que contribuye a esclarecer algunas lagunas en la biografía de nuestro autor: el poema transcurre entre Argentina y México y se desarrolla durante los Mundiales celebrados en este último país. Schiaffino, protagonista absoluto del poema, reflexiona sobre la «soledad de los campeones» en un hotelucho perdido de Buenos Aires que por momentos parece una estancia abandonada en la inmensidad de la pampa. Luego lo vemos volando a México en Aerolíneas Argentinas, en compañía de «dos guardias negros» que bien pudieran ser miembros de su barra o dos figuras amenazantes. La estancia en México transcurre entre bares de la peor catadura, en donde verifica in situ los efectos devastadores del mestizaje, aunque en líneas generales se lleva bien con los «borrachos mexicanos» que ven en él a un «príncipe-caracol con su torre destruida», y las pensiones y ciudades a las que se desplaza siguiendo a la selección albiceleste. La victoria final de la selección argentina es apoteósica: Schiaffino ve una luz enorme, como un platillo volador, planear sobre el Estadio Azteca y ve figuras transparentes que salen de la luz acompañadas por perrillos con rostro humano y pelaje de fuego, a quienes los seres transparentes sujetan con correas metálicas. También ve un dedo «de unos treinta metros de longitud» que indica, admonitorio, algo, tal vez una dirección o puede que sólo una nube, en el vasto cielo. La fiesta prosigue por las calles «de aluvión congelado» de la capital mexicana y termina con el Grasa desvanecido, agotado, reintegrado en la soledad de su pensión mexicana.
En 1988 publica, esta vez en edición fotocopiada de cincuenta ejemplares, el cuento El Avestruz, una suerte de homenaje a los militares golpistas y en donde, pese a su manifiesta admiración por el orden, la familia y la patria, no puede evitar algunas pinceladas de humor corrosivo, cruel, escatológico y al mismo tiempo desenfrenado, caricaturesco, paródico, irreverente, el estilo Schiaffino, en suma. Al año siguiente aparece, sin sello editorial y sin fecha, el libro titulado Lo mejor de Argentino Schiaffino, que reúne una selección de sus poemas, cuentos y escritos políticos. Los entendidos no tardan en sospechar que el libro es obra de la editorial El Cuarto Reich Argentino, empresa de vocación mistagógica que apareció y desapareció repetidas veces del mundo editorial bonaerense entre los años 1965 y 2000.
Su figura, poco a poco, adquiere cierta notoriedad en los medios de información del país. Participa en un programa de televisión dedicado a las barras bravas en donde es el primero en reivindicar la violencia de éstas arguyendo a razones tales como el honor, la legítima defensa, la necesidad de la camaradería, el goce puro y simple de las peleas callejeras. De acusado se convierte en acusador. Acude a debates radiofónicos y a más programas de televisión en donde habla de los temas más variados: política fiscal, decadencia de las jóvenes democracias latinoamericanas, el futuro del tango en la escena musical europea, la situación de la ópera en Buenos Aires, la inaccesibilidad de la moda, la educación pública en las provincias, el desconocimiento de los límites de la patria por parte de la inmensa mayoría de los argentinos, el vino nacional, la privatización de las industrias punteras, el Gran Premio de Fórmula 1, el tenis y el ajedrez, la obra de Borges, Bioy Casares, Cortázar y Mujica Lainez a quienes jura no haber leído en su vida pero sobre quienes lanza atrevidas conclusiones, la vida de Roberto Arlt, a quien dice admirar «pese a luchar en bandos ferozmente antagónicos», las claudicaciones fronterizas, la solución para acabar con el desempleo, la delincuencia de guante blanco y la delincuencia callejera, la natural inventiva de los argentinos, los aserraderos cordilleranos y la obra de Shakespeare.
En 1990 acude al Mundial de Italia en donde es considerado, junto a otros treinta hinchas argentinos, como visitante potencialmente peligroso. Previamente el Grasa había manifestado su intención de encontrarse con los hooligans británicos en un acto de reconciliación consistente en una misa por los caídos en las Malvinas seguida de un asado al aire libre. Pese a que todo no pasa de ser más que una declaración de intenciones, la noticia da la vuelta al mundo y a su regreso a la Argentina la notoriedad de Schiaffino se ve considerablemente aumentada.
En 1991 publica dos libros de poesía: Chimichurri (edición de autor, 40 páginas, 100 ejemplares), una desafortunada imitación de Lugones y Darío que en ocasiones llega al plagio puro y duro y que pocos se explican por qué lo escribió y sobre todo por qué lo publicó; y El Barco de Hierro (Ediciones La Castaña, 50 páginas, 500 ejemplares), una serie de treinta poemas en prosa con el fenómeno de la amistad entre los hombres como tema central. El corolario del libro, la trillada sentencia de que la amistad se forja en el peligro, parece anticipar lo que será la vida de el Grasa en los próximos años. En 1992, a la cabeza de un nutrido grupo de su barra, tiende una emboscada en plena vía pública a un autocar lleno de seguidores de River, con el resultado de dos muertos por disparos de arma de fuego y numerosos heridos. La justicia dicta orden de búsqueda y captura y Argentino Schiaffíno desaparece. En llamadas telefónicas a algunos medios de radiodifusión proclama a gritos su inocencia aunque no condena, todo lo contrario, la emboscada sufrida por los hinchas de River, sin embargo numerosos testigos entre los que se cuenta a más de un bañista arrepentido testimonian su presencia en los aledaños del atentado. Los medios de comunicación no tardan en señalarlo como el cerebro e inductor de los hechos. Aquí se inicia la etapa fantasmal, la más apta para todo tipo de especulaciones y mistificaciones, en la vida de el Grasa.
Fugitivo de la justicia, se sabe, por fotos que él mismo se hace sacar, de su presencia en los estadios arropando al equipo como un hincha más. La barra brava, el círculo interno de la barra, los que estuvieron con su hermano y con él desde los primeros tiempos, lo protegen con dedicación fanática. Su vida a salto de mata concita la admiración entre los más jóvenes; unos pocos lo leen; algunos lo imitan y siguen su senda literaria, pero el Grasa es inimitable.
En 1994, durante la celebración de los Mundiales de Estados Unidos, concede una entrevista a un periódico deportivo bonaerense. ¿Dónde se encuentra el Grasa? En Boston. El escándalo subsiguiente es mayúsculo. Los periodistas argentinos, escamados por las medidas de seguridad de que son objeto y que según ellos atentan contra su dignidad profesional, se toman a chacota el dispositivo policial norteamericano; el resto de periodistas latinoamericanos, más algunos españoles, italianos y portugueses se hacen eco de la mofa; la noticia, una más en el extenso anecdotario que suscita el evento, da la vuelta al mundo. La policía de Boston y el FBI se ponen en acción pero Schiaffino ha desaparecido.
Durante mucho tiempo nada se sabe acerca de su paradero. Públicamente la barra confiesa su ignorancia sobre el destino de su líder, hasta que Scotti Cabello recibe, en la cárcel, una larga carta-poema de el Grasa titulada Terra autem erat inanis, con sellos norteamericanos y remite en Orlando, Florida. La carta-poema, que el doctor Morazán se apresura a publicar mediante suscripción obligatoria entre la hinchada boquense, se abre con una comparación en cadenciosos versos libres de los espacios norteamericanos y argentinos, en uno y otro extremo del continente, sigue con un recuerdo pormenorizado de las cárceles que «el entusiasmo y la inocencia» han hecho conocer «al autor y a sus amigos», en clara alusión a la condena de dos años que en ese momento cumplía Scotti Cabello, y termina en un caos en donde se mezclan las amenazas, las visiones idílicas de la infancia recuperada (la madre, el olor de la pasta recién hecha, la risa de los hermanos alrededor de la mesa, los baldíos convertidos en canchas donde se juega con una pelota de plástico hasta la caída de la noche) y las bromas irreverentes y pesadas, señal característica en la poesía última de Schiaffino.
Hasta 1999 no se vuelve a saber nada más de él. La barra guarda un mutismo absoluto, tal vez sincero. Pese a las insinuaciones del doctor Morazán, a las frases voluntariamente enigmáticas, a las palabras con doble sentido, lo más probable es que nadie en la Argentina sabe nada sobre el destino de el Grasa; todo son suposiciones; aun así, en 1998 los recalcitrantes parten rumbo a los Mundiales de Francia con la certeza de que lo encontrarán, como siempre, animando a la albiceleste. La verdad es muy otra. Durante este tiempo el Grasa se desvincula de la primera de sus pasiones y se vuelca en la segunda: lee todo lo que cae en sus manos, especialmente libros de historia, novela policíaca y best-sellers, aprende un inglés que jamás pasará de rudimentario y se casa con la norteamericana María Teresa Greco, de New Jersey, veinte años mayor que él, lo que le permite acceder a la ciudadanía norteamericana. Vive en Beresford, una pequeña ciudad del sur de Florida y trabaja de jefe de barra en el restaurante de un cubano. Prepara, sin apuro, la que será su primera novela, un thríller de unas 500 páginas cuya acción transcurre en numerosos países y a lo largo de varios años. Sus hábitos han cambiado. Ahora es ordenado y, en cierta medida, se comporta como un monje.
En 1999, como decíamos, vuelve a dar señales de vida. Scotti Cabello, ya en libertad y retirado casi por completo de las turbulencias de las barras bravas y el fútbol, recibe no una carta sino una llamada telefónica de el Grasa. La sorpresa de Scotti es mayúscula. La voz de el Grasa, intocada por el tiempo, desgrana planes, proyectos, venganzas, con el entusiasmo intacto de los primeros años y, cosa que aterra a Scotti, como si el tiempo se hubiese detenido. La confesión de que ya no es el jefe de la barra brava de Boca no parece amilanar a Schiaffino. Tiene órdenes y espera que Scotti las cumpla. Primero, avisar a los muchachos que está vivo, segundo, anunciar a bombo y platillo su vuelta a casa, tercero, ir buscando editor en español para su gran novela norteamericana...
Scotti Cabello cumple con todos los encargos, salvo el último: en Argentina no hay quien se interese por la obra literaria de el Grasa. El que no cumple es Schiaffino que, después de creada la expectativa de su retorno —si bien no entre muchos seguidores— se sume nuevamente en un hosco silencio.
Durante el Mundial de Japón de 2002 algunos hinchas nacionales que rastrean el estadio de Osaka con binoculares creen verlo en los laterales contiguos al fondo sur. Se acercan, dubitativos y felices, pero al llegar ya no lo encuentran. Tres años después la Editorial Bucaneros de Tampa publica su obra Memorias de un Argentino (350 páginas), libro lleno de gángsters, persecusiones de coches, mujeres despampanantes, asesinatos sin resolver, bares donde se reúnen tertulias de detectives privados y policías honestos, aventuras en el ghetto negro, políticos corruptos, estrellas de cine amenazadas, prácticas de vudú, espionaje industrial, etc. El libro goza de un relativo éxito, al menos entre la comunidad hispanoparlante del sur de Estados Unidos.
Para entonces Schiaffino ha enviudado y se ha vuelto a casar. Según algunas fuentes ha estado vinculado al Ku Klux Klan, al Movimiento Cristiano Americano y al grupo Renacer Americano. Pero la verdad es que se dedica a los negocios y a la literatura. Tiene dos restaurantes de carnes a la brasa en el área de Miami y sigue empeñado en la elaboración de una magna work in progress de la que no suelta prenda.
En 2007 publica en edición de autor un libro de poemas en prosa, Los Caballeros del Arrepentimiento, en donde relata, si bien en claves confusas o conscientemente herméticas, algunas aventuras en tierras norteamericanas, desde su llegada como fugitivo hasta el momento en que conoce a Elizabeth Moreno, su tercera esposa, a quien está dedicado el libro.
Por fin, en 2010, aparece la novela tan dilatadamente prometida y esperada. Su título es escueto y sugerente: El Tesoro. Su trama apenas disfraza los recuerdos del propio Argentino Schiaffino que habla de su vida, que la analiza, la desmenuza, que considera los pros y los contras, que busca y encuentra justificaciones. A lo largo de 535 páginas el lector va conociendo aspectos inéditos de la vida del autor, algunos verdaderamente sorprendentes, aunque por regla general las revelaciones de Schiaffino se reducen a un ámbito más bien doméstico: sabemos, por ejemplo, que ante la imposibilidad de tener hijos Elizabeth y él adoptan a un pequeño irlandés de seis años llamado Tommy y a una pequeña mexicana de cuatro llamada Cynthia y a la que añaden, por deseo de el Grasa, el segundo nombre de Elizabeth, etc. Políticamente Schiaffino deja las cosas claras. Claras a su manera. No es de derechas ni de izquierdas. Tiene amigos negros y amigos del Ku Klux Klan (entre las fotos del libro hay una donde se ve una parrillada en un patio trasero; todos los comensales visten las togas y capuchas del Klan, menos Schiaffino que va vestido de cocinero y que usa una capucha blanca sobrante para secarse el sudor del cuello). Está en contra de los monopolios, sobre todo del monopolio de la cultura. Cree en la familia pero también en la diversión «propia y natural de los varones». Confía en los Estados Unidos, cuya nacionalidad ha adquirido, aunque enumera —la lista es larga e intrascendente— las cosas que deberían mejorarse.
Los capítulos dedicados a su vida en la Argentina y en especial a su destacada participación en las barras bravas son insignificantes en comparación con los dedicados a glosar su experiencia norteamericana. Incurre en falsedades históricas, aunque tal vez éstas encubran, como metáforas desquiciadas, algunas verdades. Por ejemplo, dice haber participado en la guerra de las Malvinas como soldado raso y haber obtenido por su actuación en diversos combates la Medalla al Valor San Martín y los galones de sargento. Su descripción de la lucha por Goose Green abunda en detalles de humor negro aunque peca de inverosímil en el plano estrictamente militar. De su largo periplo al frente de la hinchada futbolística de Boca apenas habla. Se queja, eso sí, de que en Argentina nunca prestaron demasiada atención a sus libros. Por el contrario, su vida en los Estados Unidos, la real y la imaginada, está relatada con vigor y minuciosidad. El libro abunda en capítulos dedicados a mujeres. Entre éstas tiene un sitial de honor su segunda esposa, la «querida y añorada compañera» que le abrió las puertas «de su biblioteca personal». Entre los deportes sólo le interesa el boxeo y la gente que se mueve alrededor del boxeo constituye un material de primera mano: italianos, cubanos, viejos negros melancólicos, todos son sus amigos y a todos hace hablar y contar historias profusamente.
Tras la publicación de El Tesoro su vida parece definitivamente encarrilada, pero no es así. Una mala administración o unos malos amigos lo llevan a la quiebra. Pierde sus dos restaurantes. El divorcio no tarda en llegar. En 2013 abandona Florida y se instala en Nueva Orleans, donde trabaja como director del restaurante El Chacarero Argentino. A finales de ese mismo año autoedita en Nueva Orleans su último libro de poemas: Historia oída en el Delta, ramillete de chistes no por melancólicos menos desaforados, en la línea de sus mejores versos boquenses. En 2015 abandona Nueva Orleans por causas desconocidas y pocos meses después uno o varios desconocidos lo matan en el patio trasero de un garito de Detroit.
RAMÍREZ HOFFMAN, EL INFAME
CARLOS RAMÍREZ HOFFMAN
Santiago de Chile, 1950-Lloret de Mar, España, 1998

La carrera del infame Ramírez Hoffman debió comenzar en 1970 o 1971, cuando Salvador Allende era presidente de Chile.
Casi con toda seguridad asistió al taller de literatura de Juan Cherniakovski en Concepción, en el sur. Entonces se hacía llamar Emilio Stevens y escribía poemas que Cherniakovski no desaprobaba aunque las estrellas del taller eran las gemelas María y Magdalena Venegas, poetisas de Nacimiento, de diecisiete años, tal vez dieciocho, estudiantes de sociología y psicología respectivamente.
Emilio Stevens pololeaba (la palabra pololear me pone la piel de gallina) con María Venegas, en realidad salía a menudo con las dos hermanas, iban al cine, a conciertos, al teatro, a conferencias, eso es todo, a veces iban en el coche de las Venegas, un Volkswagen escarabajo blanco, a la playa a contemplar los atardeceres del Pacífico, fumaban yerba juntos, supongo que las Venegas también salían con otros, supongo que Stevens también salía con otra gente, en aquellos años todos salían con todos y todos creían saberlo todo de todos, una presunción bastante estúpida como muy pronto quedó demostrado. ¿Por qué se enredaron las hermanas Venegas con él? Es un misterio sin mayor trascendencia, un accidente cotidiano. Supongo que el llamado Stevens era guapo, era inteligente, era sensible.
Una semana después del golpe de Estado, en septiembre de 1973, en medio de la confusión reinante las hermanas Venegas dejaron su departamento de Concepción y volvieron a la casa de Nacimiento, Allí vivían solas con una tía. Los padres, un matrimonio de pintores, murieron cuando ellas aún no cumplían quince años dejándoles la casa y unas tierras en la provincia de Bío-Bío que les permitían vivir sin estrecheces. Las hermanas solían hablar de ellos y sus poemas a menudo tenían como personajes a pintores imaginarios perdidos en el sur de Chile, embarcados en una obra desesperada y en un amor desesperado. Una vez, sólo una, pude ver una foto de ellos: él era moreno y flaco, con esa cara de tristeza y de perplejidad que sólo tienen los nacidos a este lado del río Bío-Bío; ella era más alta que él, un poco gordita, con una sonrisa dulce y confiada.
Se fueron, pues, a Nacimiento y se encerraron en su casa, una de las más grandes del pueblo, en las afueras, una casa de madera de dos pisos que había pertenecido a la familia del padre, con más de siete habitaciones y un piano y la presencia poderosa de la tía que las guardaba de todo mal aunque las Venegas no eran lo que se dice unas muchachas cobardes, todo lo contrario.
Y un buen día, digamos dos semanas después o un mes después, aparece Emilio Stevens en Nacimiento. Tuvo que ser así. Una noche o tal vez antes, un atardecer de esos melancólicos del sur, en plena primavera, tocan a la puerta y allí está Emilio Stevens y las Venegas se alegran de verlo, lo acosan a preguntas, lo invitan a cenar y después le dicen que puede quedarse a dormir y durante la sobremesa probablemente leen poemas, Stevens no, él no quiere leer nada, dice que está preparando algo nuevo, se sonríe, adopta una actitud misteriosa, o tal vez ni siquiera se sonríe, dice secamente que no y las Venegas asienten, creen comprender, inocentes, no comprenden nada, pero creen comprender y leen sus poemas, muy buenos, densos, una amalgama de Violeta Parra y Nicanor y Enrique Lihn, como si esa amalgama fuera posible, una chupilca del diablo de Joyce Mansour, Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik, el cóctel perfecto para decirle adiós al día, un día del año 1973 que se va irremediablemente, y por la noche Emilio Stevens se levanta como un sonámbulo, tal vez durmiera con María Venegas, tal vez no, pero lo cierto es que se levanta con la seguridad de los sonámbulos y se dirige a la habitación de la tía mientras escucha el motor de un coche que se acerca a la casa, y luego degüella a la tía, no, le clava un cuchillo en el corazón, más limpio, más rápido, le tapa la boca y le entierra el cuchillo en el corazón y después baja y abre la puerta y entran dos hombres en la casa de las estrellas del taller de poesía de Juan Cherniakovski y la jodida noche entra en la casa y luego vuelve a salir, casi de inmediato, entra la noche, sale la noche, efectiva y veloz.
Y no hay cadáveres, o sí, hay un cadáver, un cadáver que aparecerá años después en una fosa común, el de Magdalena Venegas, pero únicamente ése, como para probar que Ramírez Hoffman es un hombre y no un dios, y por aquellos días desaparece mucha más gente, desaparece Juan Cherniakovski, el poeta judío del sur, y todo el mundo piensa es normal que el cabrón rojo desaparezca, aunque luego Cherniakovski, como su presunto tío judío-ruso, reaparece en todos los puntos calientes de América, una leyenda el Cherniakovski, el paradigma del chileno volador, en Nicaragua, en El Salvador, en Guatemala, con un fusil y el puño en alto, como diciendo aquí estoy hijos de puta, el último judío bolchevique de los bosques del sur de Chile, hasta que un día desaparece definitivamente, posiblemente muerto en la última ofensiva del FMLN. Y también desaparece Martín García, el otro poeta de Concepción, el que tenía su taller de poesía en la Facultad de Medicina, amigo y rival de Cherniakovski, siempre estaban juntos, discutiendo de poesía aunque el cielo de Chile se cayera a pedazos, Cherniakovski alto y rubio, Martín García bajito y moreno, Cherniakovski en la órbita de la poesía latinoamericana y Martín García traduciendo a poetas franceses que en Chile nadie salvo él conocía. Y eso le daba mucha rabia a mucha gente. ¿Cómo era posible que ese indio pequeñajo y feo tradujera y se carteara con Alain Jouffroy, Denis Roche, Marcelin Pleynet? ¿Quiénes eran, por Dios, Michel Bulteau, Matthieu Messagier, Claude Pelieu, Franck Venaille, Pierre Tilman, Daniel Biga? ¿Y qué méritos tenía ese tal Georges Perec cuyos libros publicados en Denoël el huevón de García paseaba de un lado a otro? Nadie lo echó en falta. A muchos les hubiera alegrado su muerte. Escribirlo ahora parece mentira. Pero García, igual que Cherniakovski (al que por cierto nunca más vio), reapareció exiliado en Europa, primero en la RDA, de donde salió a la primera oportunidad, y después en Francia en donde subsistió dando clases de español y traduciendo para ediciones no venales a algunos escritores bizarros de Latinoamérica, generalmente de principios de siglo, obsesionados por problemas matemáticos o pornográficos. Y después también a Martín García lo mataron, pero esa historia no tiene nada que ver con esta historia.
En aquellos días, mientras se desmantelaba la pobre estructura de poder de la Unidad Popular, caí preso. Las circunstancias que me llevaron al centro de detención son banales, cuando no grotescas, pero me permitieron presenciar el primer acto poético de Ramírez Hoffman, aunque por entonces yo no sabía quién era Ramírez Hoffman ni sabía la suerte que habían corrido las hermanas Venegas.
Sucedió un atardecer —Ramírez Hoffman amaba los crepúsculos— mientras junto con otros detenidos matábamos el aburrimiento en el Centro La Peña, en las afueras de Concepción, casi ya en Talcahuano, jugando al ajedrez en el patio de nuestra improvisada prisión. El cielo, antes absolutamente despejado, comenzaba a empujar algunos jirones de nubes hacia el este. Las nubes, como alfileres o cigarrillos, eran blanquinegras, luego rosadas, finalmente de un bermellón brillante. Creo que yo era el único preso que las miraba. Lentamente, por entre las nubes, apareció el avión. Un avión viejo. Al principio una mancha no superior al tamaño de un mosquito. Silencioso. Venía del mar y poco a poco se iba acercando a Concepción. En dirección al centro de la ciudad. Daba la impresión de ir tan despacio como las nubes. Cuando pasó por encima de nosotros el ruido que hizo fue como el de una lavadora estropeada. Luego subió el morro, volvió a tomar altura y ya estaba volando sobre el centro de Concepción. Y ahí, en esas alturas, comenzó a escribir un poema en el cielo. Letras de humo gris negro sobre el cielo azul rosado que helaban los ojos del que las miraba. JUVENTUD... JUVENTUD, leí. Tuve la impresión —la loca certeza— de que eran pruebas de imprenta. Entonces el avión volvió en dirección nuestra y luego volvió a girar y dio otra pasada. Esta vez el verso fue mucho más largo y debió exigir del piloto mucha pericia: IGITUR PERFECTI
SUNT COELI ET TERRA ET OMNIS ORNATUS EORUM. Por un momento pareció que el avión se perdía en el horizonte, en dirección a la cordillera. Pero volvió. Uno de los presos, uno que se llamaba Norberto y que se estaba volviendo loco, intentó subirse al muro que separaba nuestro patio del patio de las mujeres y se puso a gritar: es un Messerschmitt, un caza Messerschmitt de la Luftwaffe. Todos los demás detenidos se pusieron de pie. En la puerta que daba al gimnasio en donde por la noche dormíamos un par de carabineros habían dejado de hablar y miraban el cielo. El loco Norberto, agarrado al muro, se reía y decía que la Segunda Guerra Mundial había vuelto a la Tierra. Nos tocó a nosotros, los chilenos, recibirla, darle la bienvenida, decía. El avión volvió a Concepción: BUENA SUERTE PARA TODOS EN LA MUERTE, leí con dificultad. Por un momento pensé que si Norberto hubiera querido irse nadie se lo habría impedido. Todos, menos él, estaban sumidos en la inmovilidad, las caras vueltas hacia el cielo. Hasta ese momento nunca había visto tanta tristeza. Y el avión volvió a pasar sobre nosotros, completó la vuelta, se elevó y volvió a Concepción. Qué piloto, decía Norberto, mismamente Hans Marseille reencarnado. Leí: DIXITQUE ADAM HOC NUNC OS EX OSSIBUS MEIS ET CARO DE CARNE MEA HAEC VOCABITUR VIRAGO QUONIAM DE VIRO SUMPTA EST. En dirección este, perdidas entre las nubes que remontaban el Bío-Bío las últimas letras. Perdido el avión mismo que por un momento desapareció completamente del cielo. Como si todo aquello no mera sino un espejismo o una pesadilla. Qué ha puesto, compañero, oí que decía un minero de Lota. Ni idea, le contestaron. Otro dijo: huevadas, pero la voz le temblaba. Los carabineros de la puerta del gimnasio se habían multiplicado, ahora eran cuatro. Norberto, delante de mí, las manos enganchadas al muro, susurraba: esto no puede ser sino la blitzkrieg o estoy loco. Después suspiró profundamente y pareció tranquilizarse. En ese momento el avión volvió a salir. Venía del mar. No lo habíamos visto dar la vuelta. Santo cielo, dijo Norberto, perdónanos por nuestros pecados. Lo dijo en voz alta y los demás detenidos y también los carabineros lo oyeron y se rieron. Pero yo supe que nadie, en el fondo, tenía ganas de reírse. El avión pasó por encima de nuestras cabezas. El cielo se estaba oscureciendo, las nubes ya no eran rosadas sino negras. Cuando estuvo sobre Concepción su silueta apenas resultaba visible. Esta vez sólo escribió tres palabras: APRENDAN DEL FUEGO, que rápidamente quedaron desdibujadas en la noche, y luego desapareció. Durante unos segundos nadie dijo nada. Los carabineros fueron los primeros en reaccionar. Nos mandaron ponernos en fila e iniciaron el recuento de cada noche antes de encerrarnos en el gimnasio. Era un Messerschmitt, Bolaño, te lo juro por lo más sagrado, me dijo Norberto mientras entrábamos en el gimnasio. Seguramente, dije yo. Y escribía en latín, dijo Norberto. Sí, dije yo, pero no entendí nada. Yo sí, dijo Norberto, hablaba de Adán y Eva, y del Santo Virago, y del Jardín de nuestras cabezas, y a todos nos deseaba buena suerte. Un poeta, dije yo. Una persona educada, sí, dijo Norberto.
La broma o el poema, lo supe muchos años después, le costó a Ramírez Hoffman una semana de calabozo. Al salir secuestró a las hermanas Venegas. En las fiestas del fin del año 1973 volvió a hacer una exhibición de escritura aérea. Sobre el aeropuerto militar de El Cóndor dibujó una estrella que se confundía con las primeras estrellas del crepúsculo y luego escribió un poema que ninguno de sus superiores entendió. En uno de sus versos hablaba de las hermanas Venegas. Quien lo leyera cabalmente ya podía darlas por muertas. En otro mencionaba a una tal Patricia. Aprendices del fuego, decía. Los generales que lo observaban soltar el humo y formar las letras pensaron que se trataba de sus novias, sus amigas o el nombre de algunas putas de Talcahuano. Algunos de sus amigos supieron, por el contrario, que Ramírez Hoffman estaba nombrando, conjurando, a mujeres muertas. Por aquellas fechas participó en otras dos exhibiciones aéreas. Decían de él que era el más inteligente de su promoción, también el más impulsivo. Podía pilotar sin problemas un Hawker Hunter o un helicóptero de combate, pero lo que más le gustaba era coger el viejo avión cargado de humo, remontar los cielos vacíos de la patria y escribir con letras enormes sus pesadillas, que también eran nuestras pesadillas, hasta que el viento las deshacía.
En 1974 convenció a un general y voló hacia el Polo Sur. El viaje fue difícil y plagado de escalas, pero en todos los lugares donde aterrizaba escribía sus poemas en el cielo. Eran los poemas de una nueva edad de hierro para la raza chilena, decían sus admiradores. No quedaba nada de aquel Emilio Stevens literariamente retraído e inseguro. Ramírez Hoffman era la seguridad y la audacia personificadas. El vuelo desde Punta Arenas hasta la base antartica de Arturo Prat estuvo lleno de peligros que estuvieron a punto de costarle la vida. Cuando los periodistas le preguntaron, a su regreso, cuál había sido el mayor, contestó que atravesar el silencio. Las olas del Cabo de Hornos lamían el vientre del avión, olas enormes, pero mudas, como en una película sin sonido. El silencio es como el canto de las sirenas de Ulises, dijo, pero si lo atraviesas como un hombre ya nada malo puede ocurrirte. En la Antártida todo fue bien. Ramírez Hoffman escribió LA ANTÁRTIDA ES CHILE y fue filmado y fotografiado y después volvió a Concepción, solo, en su pequeño avión que según había dicho el loco Norberto era un caza Messerschmitt de la Segunda Guerra Mundial.
Estaba en la cresta de la ola. Lo llamaron de Santiago para que hiciera algo sonado en la capital, algo espectacular que demostrara el interés del nuevo régimen por el arte de vanguardia. Ramírez Hoffman acudió encantado. Se alojó en el departamento de un compañero de promoción y mientras por el día iba a entrenarse al aeródromo Capitán Lindstrom, por la noche se dedicó a preparar por su cuenta, en el departamento, una exposición de fotografías cuya inauguración hizo coincidir con su exhibición de poesía aérea. El dueño del departamento declararía años después que hasta el último momento no vio las fotografías que Ramírez Hoffman pensaba exponer. Sobre la naturaleza de éstas, dijo que Ramírez Hoffman pretendía que fueran una sorpresa y que sólo le adelantó que se trataba de poesía visual, experimental, arte puro, algo que iba a divertirlos a todos. Las invitaciones, por supuesto, eran restringidas: pilotos, militares jóvenes (el más viejo no llegaba a comandante) y cultos, un trío de periodistas, un pequeño grupo de artistas civiles, alguna dama joven y distinguida (que se sepa a la exposición sólo acudió una mujer, Tatiana von Beck Iraola) y el padre de Ramírez Hoffman, que vivía en Santiago.
Todo empezó mal. El día de la exhibición aérea amaneció con grandes cúmulos de nubes negras y gordas que bajaban por el valle hacia el sur. Algunos jefes le desaconsejaron volar. Ramírez Hoffman desoyó los malos presagios. Su avión se elevó y los espectadores vieron, con más esperanza que admiración, algunas piruetas preliminares. Después tomó altura y desapareció en el interior de una inmensa nube gris oscura que se desplazaba lentamente sobre la ciudad. Salió lejos del aeródromo, en un barrio periférico de Santiago. Allí mismo escribió el primer verso: La muerte es amistad. Después planeó sobre unos almacenes ferroviarios y sobre lo que parecían fábricas abandonadas y escribió el segundo verso: La muerte es Chile. Enfiló hacia el centro. Allí, sobre La Moneda, escribió el tercer verso: La muerte es responsabilidad. Algunos peatones lo vieron. Un escarabajo oscuro recortado sobre un cielo oscuro y amenazante. Muy pocos descifraron las palabras: el viento las deshacía en apenas unos segundos. En el camino de vuelta al aeródromo escribió el cuarto y quinto verso: La muerte es amor y La muerte es crecimiento. Cuando avistó el aeródromo escribió: La muerte es comunión, pero ninguno de los generales y mujeres de generales y altos mandos y autoridades militares, civiles y culturales pudo leer sus palabras. En el cielo se gestaba una tormenta eléctrica. Desde la torre de control un corone! le pidió que se diera prisa y aterrizara. Ramírez Hoffman dijo: entendido y volvió a tomar altura. Entonces, en el otro extremo de Santiago cayó el primer rayo y Ramírez Hoffman escribió: La muerte es limpieza, pero lo escribió tan mal, las condiciones meteorológicas eran tan desfavorables que muy pocos de los espectadores que ya comenzaban a levantarse de sus asientos y abrir los paraguas comprendieron lo escrito. Sobre el cielo quedaban jirones negros, garabatos de niño. Pero algunos sí que lo entendieron y pensaron que Ramírez Hoffman se había vuelto loco. Comenzó a llover y la desbandada fue general. En uno de los hangares se había improvisado un cóctel y a aquella hora y con aquel chaparrón todo el mundo tenía sed y hambre. Los canapés se acabaron en menos de veinte minutos. Algunos oficiales y algunas señoras comentaron lo raro que resultaba aquel piloto poeta, pero la mayoría de los invitados hablaban y se preocupaban por temas de relieve nacional e incluso internacional. Ramírez Hoffman, mientras tanto, seguía en el cielo, luchando contra los elementos. Sólo un puñado de amigos y dos periodistas que en sus ratos libres escribían poemas surrealistas siguieron desde la pista espejeante de lluvia, en una estampa que parecía sacada de una película de la Segunda Guerra Mundial, las evoluciones del avioncito debajo de la tormenta. Escribió, o pensó que escribía: La muerte es mi corazón. Y después: Toma mi corazón. Y después: Nuestro cambio, nuestra ventaja. Y después ya no tenía humo para escribir pero escribió: La muerte es resurrección y los que estaban abajo no entendían nada pero entendían que Ramírez Hoffman estaba escribiendo algo, entendían la voluntad del piloto y sabían que aunque no entendieran nada estaban asistiendo a un evento importante para el arte del futuro.
Después Ramírez Hoffman aterrizó sin ningún problema, se llevó una reprimenda del oficial encargado de la torre de control y de algunos altos mandos que aún deambulaban por entre los restos del cóctel y se marchó al departamento a preparar el segundo acto de su gala santiaguina.
Todo lo anterior tal vez ocurrió así. Tal vez no. Puede que los generales de la Fuerza Aérea Chilena no llevaran a sus mujeres. Puede que en el aeródromo Capitán Lindstrom jamás se hubiera escenificado ningún recital de poesía aérea. Tal vez Ramírez Hoffman escribió su poema en el cielo de Santiago sin pedir permiso a nadie, sin avisar a nadie, aunque esto es más improbable. Tal vez aquel día ni siquiera llovió sobre Santiago. Tal vez todo sucedió de otra manera. La exposición fotográfica en el departamento, sin embargo, ocurrió tal y como a continuación se explica.
Los primeros invitados llegaron a las nueve de la noche. A las once había unas veinte personas, todas razonablemente borrachas. Todavía nadie había entrado en el dormitorio de huéspedes, en donde dormía Ramírez Hoffman y en cuyas paredes pensaba exponer las fotos al criterio de sus amigos. El teniente Curzio Zabaleta, que años después publicaría el libro Con la soga al cuello, especie de narración auto-instigadora sobre su actuación en los primeros años de gobierno golpista, dice que Ramírez Hoffman se comportaba de manera normal, atendía a los invitados como si la casa fuera suya, saludaba a los compañeros de promoción a quienes no veía desde hacía mucho, condescendía a comentar los incidentes de aquella mañana en el aeródromo, hacía y soportaba de buen grado las bromas usuales en este tipo de reuniones. De vez en cuando desaparecía (se encerraba en el cuarto) pero sus ausencias nunca duraban mucho tiempo. Por fin, a las doce de la noche en punto, pidió silencio y dijo (palabras textuales, según Zabaleta) que ya era hora de empaparse un poco con el nuevo arte. Abrió la puerta de su cuarto y fue dejando pasar a sus invitados uno por uno. Uno por uno, señores, el arte de Chile no admite aglomeraciones. Cuando dijo esto (según Zabaleta), Ramírez Hoffman empleó un tono jocoso y miraba a su padre a quien hizo un guiño con el ojo izquierdo y después con el ojo derecho.
La primera en entrar fue Tatiana von Beck Iraola, como era lógico. La habitación estaba perfectamente iluminada. Nada de luces azules o rojas, nada de atmósfera especial. Afuera, en el pasillo y más allá, en el living, todos proseguían sus conversaciones o bebían con el desenfreno de los jóvenes y de los triunfadores. El humo, sobre todo en el pasillo, era considerable. Ramírez Hoffman estaba de pie en el quicio de la puerta. Dos tenientes discutían en la entrada del baño. El padre de Ramírez Hoffman era uno de los pocos que estaban serios y firmes en la cola. Zabaleta se movía, según propia confesión, arriba y abajo, nervioso y lleno de oscuros presagios. Los dos reporteros surrealistas conversaban con el dueño de la casa. En algún momento Zabaleta consiguió oír algunas de sus palabras: hablaban de viajes, el Mediterráneo, Miami, playas cálidas y mujeres exuberantes. No había pasado un minuto cuando Tatiana von Beck volvió a salir. Estaba pálida y desencajada. Miró a Ramírez Hoffman y trató de llegar al baño. No pudo. Vomitó en el pasillo y después, trastabillándose, se fue del departamento ayudada por un oficial que galantemente se ofreció a acompañarla pese a las protestas de la Von Beck que prefería irse sola. El segundo en entrar fue un capitán. No volvió a salir. Ramírez Hoffman, junto a la puerta entreabierta, sonreía cada vez más satisfecho. En el living algunos se preguntaban qué mosca le había picado a la Tatiana. Está borracha, pues, dijo una voz que Zabaleta no reconoció. Alguien puso un disco de Pink Floyd. Alguien comentó que entre hombres no se podía bailar, esto parece un encuentro de colisas, dijo una voz. Los reporteros surrealistas cuchicheaban entre sí. Un teniente propuso salir inmediatamente de putas. Pero en el pasillo, diríase como en la antesala de un dentista o de una pesadilla, casi nadie hablaba. El padre de Ramírez Hoffman se abrió paso y entró en el cuarto. Lo siguió el dueño de casa. Casi de inmediato éste volvió a salir, se encaró con Ramírez Hoffman, por un momento pareció que iba a golpearlo y luego le dio la espalda y marchó al living en busca de un trago. A partir de ese momento todos, incluido Zabaleta, entraron al dormitorio. El capitán estaba sentado en la cama, fumando y leyendo unas notas, parecía tranquilo, inmerso en la lectura. El padre de Ramírez Hoffman contemplaba algunas de las cientos de fotografías que decoraban las paredes y parte del techo de la habitación. Un cadete, cuya presencia allí Zabaleta no se explica, se puso a llorar y a maldecir y lo tuvieron que sacar a rastras. Los reporteros surrealistas hacían gestos de desagrado pero mantuvieron el tipo. De pronto ya nadie hablaba. Zabaleta recuerda que sólo se escuchaba la voz de un teniente borracho, que no había entrado en el cuarto de Ramírez Hoffman y que hacía una llamada telefónica desde el living. Discutía con su novia y se disculpaba con palabras incoherentes de algo que había hecho hacía mucho tiempo. Los demás volvieron al living en silencio y algunos se marcharon rápidamente, casi sin despedirse.
Después el capitán hizo salir a todos del cuarto y se encerró con Ramírez Hoffman durante media hora. En el departamento, según Zabaleta, quedaban unas ocho personas. El padre de Ramírez Hoffman no parecía particularmente conmovido. El dueño de la casa, enterrado en un sillón, lo miraba con rencor. Si quiere, dijo el padre de Ramírez Hoffman, me llevo a mi hijo. No, dijo el dueño de la casa, su hijo es mi amigo y los chilenos sabemos respetar la amistad. Estaba completamente borracho.
Un par de horas después llegaron tres militares de Inteligencia. Zabaleta pensó que iban a detener a Ramírez Hoffman pero lo que hicieron fue limpiar de fotografías la habitación. El capitán se marchó con ellos y durante un rato nadie supo qué decir. Después Ramírez Hoffman salió del dormitorio y se puso a fumar de pie junto a una ventana. El living, recuerda Zabaleta, parecía ahora el refrigerador de una gran carnicería saqueada. ¿Estás arrestado?, preguntó finalmente el dueño de la casa. Supongo que sí, dijo Ramírez Hoffman, de espaldas a todos, mirando las luces de Santiago por la ventana, las escasas luces de Santiago. Su padre se le acercó con una lentitud exasperante, como si no se atreviera a hacer lo que iba a hacer, y finalmente lo abrazó. Un abrazo breve que Ramírez Hoffman no correspondió. La gente es exagerada, comentó junto a la chimenea apagada uno de los reporteros surrealistas. Pico, dijo el dueño de la casa. ¿Y ahora qué hacemos?, dijo un teniente. Dormir la mona, dijo el dueño de la casa. Zabaleta nunca más vio a Ramírez Hoffman. Su última imagen de él, sin embargo, es indeleble: un living grande y desordenado, un grupo de gente pálida y cansada, y Ramírez Hoffman junto a la ventana, en perfecto estado, sosteniendo una copa de whisky en una mano que ciertamente no temblaba y mirando el paisaje nocturno.
A partir de esa noche las noticias sobre Ramírez Hoffman son confusas, contradictorias, su figura aparece y desaparece en la antología móvil de la literatura chilena envuelto siempre en brumas y con la prestancia de un dragón. Se especula con su expulsión de la Fuerza Aérea, las mentes más disparatadas de su generación lo ven vagando por Santiago, Valparaíso, Concepción, ejerciendo oficios disímiles y participando en empresas artísticas extrañas. Cambia de nombre. Se le vincula con más de una revista literaria de existencia efímera en donde publica proposiciones de happenings que nunca llevará a cabo o que, aún peor, llevará a cabo en secreto. En una revista de teatro aparece una pequeña pieza firmada por un tal Octavio Pacheco del que nadie sabe nada. La pieza es singular en grado extremo y transcurre en un mundo de hermanos siameses en donde el sadismo y el masoquismo son juegos de niños. Dicen que trabaja corno piloto para una línea comercial que enlaza Sudamérica con algunas ciudades de Extremo Oriente. Cecilio Macaduck, el poeta-dependiente de una zapatería y ex miembro del taller de literatura de Cherniakovski, sigue sus pasos gracias a un apartado que encuentra accidentalmente en la Biblioteca Nacional: allí están los dos únicos poemas publicados por Emilio Stevens junto con los testimonios fotográficos de los poemas aéreos de Ramírez Hoffman, la obra de teatro de Octavio Pacheco y textos aparecidos en revistas diversas de Argentina, Uruguay, Brasil y Chile. La sorpresa de Macaduck es enorme: encuentra por lo menos siete revistas chilenas aparecidas entre 1973 y 1980 que no conocía. Encuentra también un libro delgado, de tapas marrones, en octavo, titulado Entrevista con Juan Sauer. El libro lleva el sello de la editorial El Cuarto Reich Argentino. No tarda en comprender que Juan Sauer, quien en la entrevista contesta preguntas relacionadas con la fotografía y la poesía, es Ramírez Hoffman. En sus respuestas se bosqueja su teoría del arte. Según Macaduck, decepcionante. En ciertos círculos chilenos y sudamericanos, no obstante, su paso relampagueante por la poesía se convierte en objeto de culto. Pero pocos son los que pueden hacerse una idea cabal de su obra. Finalmente abandona Chile, abandona la vida pública, desaparece, aunque su ausencia física (de hecho, siempre ha sido una figura ausente) no pone fin a las especulaciones, a las interpretaciones, a las lecturas encontradas y apasionadas que su obra suscita.
Su paso por la literatura deja un reguero de sangre y varias preguntas realizadas por un mudo. También deja una o dos respuestas silenciosas.
Los años, contra lo que suele suceder, afirman su estatura mítica, fortalecen sus propuestas. La pista de Ramírez Hoffman se pierde en Sudáfrica, en Alemania, en Italia, hay quienes incluso aventuran que se ha ido a Japón como el doble negro de Gary Snyder, y su silencio es absoluto; los nuevos aires que recorren el mundo, sin embargo, lo reclaman, reivindican su obra, no faltan quienes le consideran un precursor. Desde Chile salen en su búsqueda escritores jóvenes y entusiastas. Tras un largo peregrinaje regresan derrotados y sin fondos. El padre de Ramírez Hoffman, presumiblemente la única persona conocedora de su paradero, muere en 1990.
Se abre paso entre los círculos literarios chilenos la idea, en el fondo tranquilizadora, de que Ramírez Hoffman también está muerto.
En 1992 su nombre sale a relucir en una encuesta judicial sobre torturas y desapariciones. En 1993 se le vincula con un «grupo operativo independiente» responsable de la muerte de varios estudiantes en el área de Concepción y en Santiago. En 1995 aparece el libro de Zabaleta en uno de cuyos capítulos se relata la velada de las fotos. En 1996 Cecilio Macaduck publica en una modesta editorial santiaguina un extenso ensayo sobre las revistas fascistas de Chile y Argentina en el período comprendido entre los años 1972 y 1992, y en donde la estrella más brillante y enigmática es sin duda Ramírez Hoffman. No faltan, por supuesto, las voces que se alzan en su defensa. Un sargento de Inteligencia Militar declara que el teniente Ramírez Hoffman era un poco raro, medio rayado y con explosiones inesperadas, pero cumplidor como pocos en su lucha contra el comunismo. Un oficial del Ejército que participó con él en algunas actividades de represión en Santiago incluso va más lejos y afirma que Ramírez Hoffman tenía toda la razón del mundo cuando decía que no había que dejar vivo a ningún prisionero a quien previamente se hubiera torturado: «tenía una visión de la Historia, cómo le diría, cósmica, en permanente movimiento, con la Naturaleza en medio de todo, devorándose y renaciendo que daba asco, pero brillante como un portento, señor... ».
Sin ninguna esperanza es llamado a declarar como testigo en algunos juicios. En otros se le cita como inculpado. Un juez de Concepción intenta sacar adelante una orden de busca y captura que no prospera. Los juicios, pocos, se llevan a cabo sin la presencia de Ramírez Hoffman. Luego se olvidan. Muchos son los problemas de la República como para interesarse en la figura cada vez más borrosa de un asesino múltiple desaparecido hace mucho tiempo.
Chile lo olvida.
Es entonces cuando aparece en escena Abel Romero y cuando vuelvo a aparecer en escena yo. Chile también nos ha olvidado. Romero fue uno de los policías más famosos de la época de Allende. Vagamente recordaba su nombre relacionado con el de un asesinato en Viña del Mar, «el clásico asesinato de la habitación cerrada», según sus propias palabras, resuelto con elegancia y limpieza. Y aunque siempre trabajó en la Brigada de Homicidios, fue él quien entró en el fundo Las Cármenes con una pistola en cada mano a rescatar a un coronel que se había autosecuestrado y a quien protegían varios matones de Patria y Libertad. Por esta acción, Romero recibió la Medalla al Valor de manos de Allende, la mayor satisfacción profesional de su vida. Tras el golpe estuvo preso tres años y luego se marchó a París. Ahora estaba tras la pista de Ramírez Hoffman. Cecilio Macaduck le había proporcionado mi dirección en Barcelona. ¿En qué puedo ayudarle?, le pregunté. En asuntos de poesía, dijo. Ramírez Hoffman era poeta, yo era poeta, él no era poeta, ergo para encontrar a un poeta necesitaba la ayuda de otro poeta. Le dije que para mí Ramírez Hoffman era un criminal, no un poeta. Bueno, bueno, dijo él, tal vez para Ramírez Hoffman o para cualquier otro usted no sea poeta o sea un mal poeta y él o ellos sí. Todo depende, ¿no cree? Cuánto me va a pagar, le dije. Así me gusta, dijo él, directo al grano. Bastante. La persona que me contrató tiene mucho dinero. Nos hicimos amigos. Al día siguiente llegó a mi casa con una maleta llena de revistas de literatura. ¿Qué le hace pensar que Ramírez Hoffman se encuentra en Europa? Me he hecho una composición del hombre, dijo. Cuatro días después apareció con una tele y un vídeo. Son para usted, dijo. No veo tele, dije. Pues hace mal, no sabe la cantidad de cosas interesantes que se está perdiendo. Leo libros y escribo, dije. Ya se ve, dijo Romero. Y añadió de inmediato: no se lo tome a mal, yo siempre he respetado a los curas y a los escritores que no tienen nada. Pocos habrá conocido, dije. Usted es el primero. Luego explicó que no podía ni era conveniente instalar la tele en la pensión de la calle Pintor Fortuny, donde estaba viviendo. ¿Cree usted que Ramírez Hoffman escribe en francés o alemán?, dije. Puede ser, dijo él, era un hombre con preparación.
Entre las muchas revistas que Romero me dejó había dos en donde creí ver la mano de Ramírez Hoffman. Una era francesa y la otra la editaba un grupo de argentinos en Madrid. La francesa, que no pasaba de ser un fanzine, era el órgano oficial de un movimiento denominado «escritura bárbara» cuyo máximo representante era un antiguo portero parisino. Una de las actividades de este movimiento consistía en realizar misas negras en donde se maltrataban libros clásicos. El ex portero había comenzado su carrera en mayo del 68. Mientras los estudiantes levantaban barricadas él se encerró en su pequeño cubículo de la portería de un lujoso edificio de la rue Des Eaux y se dedicó a masturbarse con libros de Victor Hugo y Balzac, a orinar sobre libros de Stendhal, a embadurnar de mierda páginas de Chateaubriand, a hacerse cortes en diversas partes del cuerpo y manchar de sangre bonitos ejemplares de Flaubert, Lamartine, Musset. Así, según él, aprendió a escribir. El grupo de los «escritores bárbaros» lo formaban dependientas, carniceros, guardas jurados, cerrajeros, burócratas de ínfima categoría, auxiliares de enfermería, extras cinematográficos. La revista madrileña, por el contrario, exhibía un nivel más alto y sus colaboradores no podían ser encasillados en una determinada tendencia o escuela. Entre sus páginas encontré textos dedicados al psicoanálisis, estudios sobre el Nuevo Cristianismo, poemas escritos por presos de Carabanchel precedidos por una sesuda y en ocasiones extravagante introducción sociológica. Uno de estos poemas, el mejor, sin duda, y también el más largo, se titulaba El fotógrafo de la muerte y estaba dedicado, misteriosamente, al explorador.
En la revista de los franceses creí ver la sombra de Ramírez Hoffman en uno de los pocos textos no creativos que acompañaban, laudatorios, a las obras de los «bárbaros». Éste, firmado por un tal Jules Defoe, propugnaba en un estilo entrecortado y feroz una literatura escrita por gente ajena a la literatura (de igual forma que la política, tal como estaba ocurriendo y se felicitaba por ello, debía hacerla gente ajena a la política). La revolución pendiente de la literatura, venía a decir Defoe, será de alguna manera su abolición. Cuando la Poesía la hagan los no-poetas y la lean los no-lectores. Podía haberlo escrito cualquiera, lo sé, cualquiera con ganas de quemar el mundo, pero tuve la corazonada de que aquel adalid del ex portero parisino era Ramírez Hoffman.
El poema del preso de Carabanchel presentaba el asunto bajo otra perspectiva. En la revista de Madrid no había textos de Ramírez Hoffman, pero se hablaba de él en uno de sus textos, si bien sin nombrarlo. El título, El fotógrafo de la muerte, podía haber sido tomado de una vieja película de Powell o Pressburger, no recordaba cuál de los dos, pero también podía remitirse a la antigua afición de Ramírez Hoffman. En esencia, y pese a la subjetividad que encorsetaba sus versos, el poema era sencillo: hablaba de un fotógrafo que deambulaba por el mundo, hablaba de crímenes que el fotógrafo retenía para siempre en su ojo mecánico, hablaba del repentino vacío del planeta, del aburrimiento del fotógrafo, de sus ideales (el absoluto) y de sus vagabundajes por tierras desconocidas, de sus experiencias con mujeres, de las tardes y noches interminables contemplando el amor en sus más variadas manifestaciones: parejas, tríos, grupos.
Cuando se lo dije a Romero éste me pidió que viera en el vídeo cuatro películas que había traído. Creo que ya tenemos localizado al señor Ramírez, dijo. En ese momento sentí miedo. Las vimos juntos. Eran películas pornográficas de bajo presupuesto. A la mitad de la segunda le dije a Romero que yo no podía tragarme cuatro películas pornográficas seguidas. Véalas esta noche, me dijo al marcharse. ¿Tengo que reconocer a Ramírez Hoffman entre los actores? Romero no me contestó. Sonrió enigmáticamente y se fue tras tomar nota de las direcciones de las revistas que le había seleccionado. No lo volví a ver hasta cinco días después. Mientras tanto vi todas las películas, y todas las vi más de una vez. No aparecía Ramírez Hoffman en ninguna de ellas. Pero en todas noté su presencia. Es muy sencillo, me dijo Romero cuando nos volvimos a ver, el teniente está detrás de la cámara. Luego me contó la historia de un grupo que hacía películas porno en una villa del golfo de Tárento. Una mañana aparecieron todos muertos. En total, seis personas. Tres actrices, dos actores y el cámara. Se sospechó del director y productor y se le detuvo. También detuvieron al dueño de la villa, un abogado de Corigliano relacionado con el hard core criminal, es decir con las películas porno con crímenes reales. Todos tenían coartada y se les dejó en libertad. ¿En dónde entraba Ramírez Hoffman? Había otro cámara. Un tal R. P. English. Y a éste no se le pudo localizar nunca.
¿Y usted, me dijo Romero, podría reconocer a Ramírez Hoffman si lo volviera a ver? No lo sé, contesté.
No volví a ver a Romero hasta dos meses más tarde. Tengo localizado a Jules Defoe, me dijo. Vamonos. Lo seguí sin rechistar. Hacía mucho tiempo que no salía de Barcelona. Contra lo que imaginaba, tomamos el tren de la costa. ¿Quién le paga?, le pregunté. Un compatriota, dijo Romero sin dejar de mirar el Mediterráneo que de pronto comenzó a aparecer entre los resquicios de fábricas abandonadas y después tras las primeras construcciones del Maresme. ¿Mucho? Bastante, dijo, es un compatriota que se ha hecho rico, suspiró, parece que en Chile hay bastante gente que se está haciendo rica. ¿Y qué va a hacer con el dinero? Voy a volver, me servirá para empezar de nuevo. ¿No será Cecilio Macaduck el que lo ha contratado? (Por un instante pensé que Macaduck, que nunca se fue de Chile y que ahora publicaba un libro cada dos años y colaboraba con revistas de todo el continente y de vez en cuando daba clases en pequeñas universidades norteamericanas, por un instante, digo, pensé que Macaduck era, además de un escritor establecido, un hombre de fortuna. Fue un instante de cretinismo y de sana envidia. ) Noooo, dijo Romero. ¿Y cuando lo encontremos, dije, qué va a hacer? Ay, amigo Bolaño, primero tiene usted que reconocerlo.
Nos bajamos en Blanes. En la estación tomamos un autobús para Lloret. Recién empezaba la primavera pero ya en el pueblo se veían grupos de turistas concentrados en las puertas de los hoteles o vagando por las calles del centro. Caminamos hacia una zona donde sólo había edificios de apartamentos. En uno de esos edificios vivía Ramírez Hoffman. ¿Lo va a matar?, dije mientras caminábamos por una calle fantasmal. Los establecimientos comerciales turísticos aún no abrirían hasta dentro de un mes. No me haga esa clase de preguntas, me dijo Romero con la cara arrugada por el dolor o por algo semejante. De acuerdo, dije, no le haré más preguntas.
Aquí vive Ramírez Hoffman, dijo Romero cuando pasamos sin detenernos frente a un edificio de ocho plantas, aparentemente vacío. Se me encogió el estómago. No mire para atrás, hombre, me regañó Romero y seguimos caminando. Dos cuadras más adelante había un bar abierto. Romero me acompañó hasta la puerta. Dentro de un rato, no sé cuánto, él vendrá a tomarse un café. Mírelo con cuidado y después me dice. Siéntese y no se mueva. Lo vendré a buscar cuando oscurezca. Un poco estúpidamente, nos dimos la mano al despedirnos. ¿Ha traído algún libro para leer? Sí, dije. Hasta luego, entonces, y piense que han pasado más de veinte años.
Desde los ventanales del bar se veía el mar y el cielo muy azul y unas pocas barcas de pescadores faenando cerca de la costa. Pedí un café con leche e intenté no distraerme. El bar estaba casi vacío: una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban con el que atendía la barra. Abrí mi libro, la Obra Completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal. Intenté leer. Al cabo de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras pasaban como escarabajos incomprensibles. Nadie entraba al bar, nadie se movía, el tiempo parecía detenido, empecé a sentirme mal: en el mar las barcas de pesca de pronto se transfiguraron en veleros, la línea de la playa era gris y uniforme y muy de tanto en tanto veía gente que caminaba o ciclistas que optaban por pedalear sobre la gran vereda vacía. Pedí una botella de agua mineral. Entonces llegó Ramírez Hoffman y se sentó junto al ventanal, a tres mesas de distancia. Lo encontré envejecido. Tanto como seguramente lo estaba yo. Pero no. Él había envejecido mucho más. Estaba más gordo, más arrugado, por lo menos aparentaba diez años más que yo, pensé, cuando en realidad sólo era tres años mayor. Miraba el mar y fumaba. Igual que yo, descubrí con alarma y apagué el cigarrillo e hice como que leía. Las palabras de Bruno Schulz adquirieron por un instante una dimensión monstruosa, casi insoportable. Cuando volví a mirar a Ramírez Hoffman éste se había puesto de perfil. Pensé que parecía un tipo duro, como sólo pueden serlo —y sólo pasados los cuarenta— algunos latinoamericanos. Una dureza tan diferente de la de los europeos o norteamericanos. Una dureza triste e irremediable. Pero Ramírez Hoffman no parecía triste y allí radicaba precisamente la tristeza infinita. Parecía adulto. Pero no era adulto, lo supe de inmediato. Parecía dueño de sí mismo. Y a su manera y dentro de su ley, cualquiera que fuera, era más dueño de sí mismo que todos los que estábamos en aquel bar silencioso. Era más dueño de sí mismo que muchos de los que caminaban en ese momento por las calles de Lloret o trabajaban preparando la inminente temporada turística. Era duro y no tenía nada o tenía muy poco y no parecía darle demasiada importancia. Parecía estar pasando una mala racha. Tenía la cara de los tipos que saben esperar sin perder los nervios o ponerse a soñar. No parecía un poeta. No parecía un ex oficial de la Fuerza Aérea Chilena. No parecía un asesino de leyenda. No parecía el tipo que había volado a la Antártida para escribir un poema en el aire. Ni de lejos.
Se marchó cuando empezaba a anochecer. De pronto me sentí con hambre y feliz. Pedí pan con tomate y jamón serrano y una cerveza sin alcohol.
Al cabo de un rato llegó Romero y nos marchamos. Al principio pareció que nos alejábamos del edificio de Ramírez Hoffman pero en realidad sólo dimos un rodeo. ¿Es él?, preguntó Romero. Sí, le dije. ¿Sin ninguna duda? Sin ninguna duda. Iba a añadir algo más pero Romero apuró el paso. El edificio de Ramírez Hoffman se recortó contra el cielo iluminado por la luna. Singular, distinto de los demás edificios que ante él parecían difuminarse, desvanecerse, tocado por una vara mágica que surgía del año 1973. Romero me señaló el banco de un parque. Espéreme aquí, dijo. ¿Lo va a matar? El banco estaba en un discreto rincón en penumbras. La cara de Romero hizo un gesto que no pude ver. Espéreme aquí o vayase a la estación de Blanes y coja el primer tren. No lo mate, por favor, ese hombre ya no le puede hacer mal a nadie, dije. Eso usted no lo puede saber, dijo Romero, ni yo tampoco. No le puede hacer daño a nadie, dije. En el fondo no lo creía. Claro que podía hacer daño. Todos podíamos hacer daño. Ahora vuelvo, dijo Romero.
Me quedé sentado mirando los arbustos oscuros mientras escuchaba el ruido de las pisadas de Romero que se alejaba. Veinte minutos después regresó. Debajo del brazo traía una carpeta con papeles. Vámonos, dijo. Tomamos el autobús que enlaza Lloret con la estación de Blanes y luego el tren a Barcelona. No hablamos hasta llegar a la Estación de Plaza Catalunya. Romero me acompañó hasta mi casa. Allí me entregó un sobre. Por las molestias, dijo. ¿Qué va a hacer usted? Me vuelvo esta misma noche a París, tengo vuelo a las 12, dijo. Suspiré o bufé, qué asunto más feo, dije por decir algo. Claro, dijo Romero, ha sido un asunto de chilenos. Lo miré, allí, de pie en medio del portal, Romero sonreía. Debía andar por los sesenta años. Cuídate, Bolaño, dijo finalmente y se marchó.
EPÍLOGO PARA MONSTRUOS
1. ALGUNOS PERSONAJES
Marcos Ricardo Alarcón Chamiso, Arequipa, 1910-Arequipa, 1977. Poeta, músico, pintor, escultor y matemático aficionado.
Susy D'Amato, Buenos Aires, 1935-París, 2001. Poetisa argentina amiga de Luz Mendiluce. Acabó sus días vendiendo artesanías latinoamericanas en la capital de Francia.
Duquesa de Bahamontes, Córdoba, 1893-Madrid, 1957. Duquesa y cordobesa. Y punto. Sus amantes (platónicos) se contaron por cientos. Problemas de orina y anorgasmia. En la vejez, buena jardinera.
Pedro Barbero, Móstoles, 1934-Madrid, 1998. Secretario, amante y confidente de Luz Mendiluce. El Miguel Hernández de la derecha populista. Autor de sonetos proletarios.
Gabino Barreda, Hermosillo, 1908-Los Ángeles, 1989. Arquitecto de renombre. Empezó como estalinista y terminó como salinista.

Tatiana von Beck Iraola, Santiago, 1950-Santiago, 2011. Feminista, galerista, periodista, escultora conceptual, una de las animadoras de la vida cultural chilena.
Luis Enrique Belmar, Buenos Aires, 1865-Buenos Aires, 1940. Critico literario. Aseguró que Macedonio Fernández no valía un pimiento. Crítico encarnizado de Edelmira Thompson.
Hugo Bossi, Buenos Aires, 1920-Buenos Aires, 1991. Arquitecto. Autor de los proyectos del Museo-Hotel, inspirado según propia confesión en sus años de interno en un colegio de jesuítas de la provincia de Buenos Aires. El Museo-Hotel, además de servir como museo abierto al público y como residencia para artistas sin recursos, debía tener varias canchas deportivas subterráneas, una pista de ciclismo, un cine, dos teatros, una capilla, un supermercado y una pequeña y discreta estación de policía.
Jack Brooke, New Jersey, 1950-Los Ángeles, 1990. Tratante de obras de arte relacionado con el narcotráfico y el lavado de dinero. Declamador y transformista en sus ratos libres.
Mauricio Cáceres, Tres Arroyos, 1925-Buenos Aires, 1996. Segundo marido de Luz Mendiluce. Popularmente conocido como el Martín Fierro del Apocalipsis. Durante un tiempo director de Letras Criollas.
Florencio Capó, Concepción, 1920-Santiago, 1995. Amigo y confidente de Pedro González Carrera. Aunque lo quería nunca pudo comprender su fama postuma.
Dan Carmine, Los Ángeles, 1958-Los Ángeles, 1986. Actor de cine pomo, superdotado, su pene medía 28 cm. Tenía los ojos más azules de la profesión. Trabajó en varias películas de Adolfo Pantoliano.
Aldo Carozzone, Buenos Aires, 1893-Buenos Aires, 1982. Filósofo epicúreo y secretario particular de Edelmira Thompson.
Edelmiro Carozzone, Buenos Aires, 1940-Madrid, 2027. Hijo único de Aldo Carozzone. Estaba predestinado a llamarse Adolfo (por Adolfo Hitler) pero a última hora su padre en un gesto de sagrada amistad le puso el nombre de su jefa y benefactora. Fue un muchacho permanentemente asombrado y, a rachas, feliz. Trabajó como secretario de la familia Mendiluce.
John Castellano, Mobile, 1950-Selma, 2021. Escritor norteamericano. Llamado por Argentino Schiaffino el Duce de Alabama.
Enzo Raúl Castiglioni, Buenos Aires, 1940-Buenos Aires, 2002. Jefe de la barra brava de Boca Juniors. Su entrada en prisión encumbró a la jefatura a ítalo Schiaffino. Lo más parecido a una rata, según algunos de sus contemporáneos. Mezcla de rata y pavo, según otros. Un pobre desgraciado, en opinión de sus familiares.
Juan Cherniakovski, Valdivia, 1943-El Salvador, 1984. Poeta y guerrillero panamericano. Sobrino en segundo grado del general soviético Iván Cherniakovski.
Arthur Grane, Nueva Orleans, 1947-Los Ángeles, 1989. Poeta. Autor de varios libros de valor, entre ellos El Cielo de los Homosexuales y La Disciplina de los Niños. Frecuentaba los bajos fondos y las personas de mal vivir como una forma de suicidio. Otros fuman tres paquetes de cigarrillos al día.
Eugenio Entrescu, Bacau, Rumania, 1905-Kishinev, Ucrania, 1944. General rumano. Durante la Segunda Guerra Mundial se distinguió en la toma de Odessa, el sitio de Sebastopol, la batalla de Stalingrado. Su miembro viril, erecto, medía exactamente 30 cm, dos más que el del actor porno Dan Carmine. Fue jefe de la 20 División, de la 14 División y del 3 Cuerpo de Infantería. Sus soldados lo crucificaron en una aldea cercana a Kishinev.
Atilio Franchetti, Buenos Aires, 1919-Buenos Aires, 1990. Pintor involucrado en La Habitación de Poe. Persio de la Fuente, Buenos Aires, 1928-Buenos Aires, 1994. Coronel y eminente semiólogo argentino.
Honesto García, Buenos Aires, 1950-Buenos Aires, 2013. Antiguo matón y jefe de la barra brava de Boca. Murió en la mendicidad, cantando tangos a gritos, llorando y cagándose en los pantalones en una calle perdida de Villa Devoto.
Martín García, Los Ángeles, Chile, 1942-Perpignan, 1989. Poeta y traductor chileno. Su taller de literatura en la Facultad de Medicina de Concepción era una de las cosas más sórdidas del mundo, estaba a dos pasos, pasillo en medio, del anfiteatro en donde los estudiantes diseccionaban cadáveres.
María Teresa Greco, New Jersey, 1936-Orlando, 2004. Segunda mujer de Argentino Schiaffino. Según testimonios presenciales era flaca, huesuda, alta, una suerte de fantasma o de encarnación de la voluntad.
Wenceslao Hassel, Pando, Uruguay, 1900-Montevideo, 1958. Dramaturgo. Autor de Las Guerras Domésticas de América, ¿Cómo ser hombre?, La Ferocidad, Argentinas en París, entre otras piezas que en su época cosecharon aplausos en teatros de Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile.
Otto Haushofer, Berlín, 1871-Berlín, 1945. Filósofo nazi. Padrino de Luz Mendiluce y padre de varias teorías descabelladas: la Tierra hueca, el Universo sólido, las civilizaciones primigenias, la tribu aria interplanetaria. Se suicidó después de ser violado por tres soldados uzbekos borrachos.
Antonio Lacouture, Buenos Aires, 1943-Buenos Aires, 1999. Militar argentino. Ganó la guerra contra la subversión, perdió la guerra de las Malvinas. Experto en aplicar el «submarino» y la picana eléctrica. Inventó un juego con ratones. Sus prisioneras temblaban al reconocer su voz. Obtuvo varias medallas.
Julio César Lacouture, Buenos Aires, 1927-Buenos Aires, 1984. Primer marido de Luz Mendiluce.
Autor de una Oda a San Martín y de una Oda a O'Higgins que ganaron sendos premios municipales.
Juan José Lasa Mardones, poeta cubano que vive en el misterio. Se conocen poemas sueltos. ¿Un invento de Ernesto Pérez Masón?
Philipe Lemercier, Nevers, 1915-Buenos Aires, 1984. Pintor paisajista francés y editor postumo de Ignacio Zubieta.
Juan Carlos Lentini, Buenos Aires, 1945-Buenos Aires, 2008. Antiguo jefe de barra brava. Terminó sus días como funcionario del Gobierno Federal.
Carola Leyva, Mar del Plata, 1945-Mar del Plata, 2018. Poetisa argentina seguidora de Edelmira Thompson y Luz Mendiluce.
Susana Lezcano Lafinur, Buenos Aires, 1867-Buenos Aires, 1949. Animadora desde su salón literario de la vida cultural bonaerense.
Marcus Long, Pittsburgh, 1928-Phoenix, 1989. Poeta cuya obra se parece sucesivamente a la de Charles Olson, Robert Lowell, W. S. Merwin, Kenneth Rexroth y Lawrence Ferlinghetti. Profesor de literatura. Padre de Rory Long.
Cecilio Macaduck, Concepción, 1956-Santiago, 2021. Escritor chileno de obra curiosa, propensa a los detalles y a las atmósferas cargadas. Con gran predicamento tanto en los lectores como en la crítica. Hasta los treinta y tres años trabajó como dependiente en una zapatería.
Berta Macchio Morazán, Buenos Aires, 1960-Mar del Plata, 2029. Ilustradora aficionada y sobrina del doctor Morazán de quien se dice fue amante. También fue amante de Argentino Schiaffino. Muchacha de carácter hipersensible, su relación con estos personajes la llevó al manicomio y a varios intentos de suicidio. El doctor Morazán gustaba atarla a la cama o a una silla. Argentino Schiaffino prefería las más tradicionales bofetadas o apagar cigarrillos en sus brazos y piernas. También fue amante de Scotti Cabello y ocasionalmente de ocho o nueve miembros de la vieja guardia de la barra brava de Boca. Morazán siempre dijo quererla como a una hija.
Alfredo de María, México D. F.., 1962-Villaviciosa, 2022. Escritor de ciencia-ficción. Durante dos interminables años, vecino de Gustavo Borda en Los Ángeles. Desapareció en Villaviciosa, un pueblo de asesinos del Estado de Sonora.
Pedro de Medina, Guadalajara, 1920-México D. F., 1989. Novelista mexicano de temas revolucionarios y campesinos.
Sebastián Mendiluce, Buenos Aires, 1874-Buenos Aires, 1940. Millonario argentino. Esposo de Edelmira Thompson.
Carlos Enrique Morazán, Buenos Aires, 1940-Buenos Aires, 2004. Jefe de la barra brava de Boca a la muerte de ítalo Schiaffino y rendido admirador de su hermano pequeño, Argentino. Doctor en parapsicología.
Elizabeth Moreno, Miami, 1974-Miami, 2040. Camarera de un café cubano. Tercera y última esposa de Argentino Schiaffino.
Adolfo Pantoliano, Vallejo, California, 1945-Los Ángeles, 1986. Director y productor de cine pornográfico. Obras: Conejos calientes, Métemelo por el culo, Los ex presidiarios y la quinceañera cachonda, De tres en tres, Alien versus Carina, entre otras.
Agustín Pérez Heredia, Buenos Aires, 1935-Buenos Aires, 2005. Fascista argentino relacionado con el deporte.
Jorge Esteban Petrovich, Buenos Aires, 1960-Buenos Aires, 2027. Escritor de tres novelas de carácter bélico centradas en las Malvinas. Posteriormente locutor de radio y televisión.
Jules Albert Ramis, Rouen, 1910-París, 1995. Poeta francés multilaureado. Funcionario del gobierno de Petain. Revisionista. Traductor ocasional y vocacional de inglés y español. Diputado. Filósofo en sus ratos libres. Mecenas. Creador del Club de los Mandarines.
Julián Rico Anaya, Junín, 1942-Buenos Aires, 1998. Autor nacionalista argentino de tendencia ultra católica.
Baldwin Rocha, Los Ángeles, 1999-Laguna Beach, 2017. Mató a Rory Long armado con un fusil de asalto. Tres minutos después murió acribillado por sus guardaespaldas.
Abel Romero, Puerto Montt, 1940-Santiago, 2013. Ex policía chileno largo tiempo en el exilio. A su regreso levantó una exitosa empresa de pompas fúnebres.
Étienne de Saint Étienne, Lyon, 1920-París, 1999. Filósofo e historiador revisionista francés. Fundador de la Revista de Historia Contemporánea.
Claudia Saldaña, Rosario, 1955-Rosario, 1976. Poetisa argentina. Inédita. Asesinada por los militares.
Ximena San Diego, Buenos Aires, 1870-París, 1938. Versión fosilizada y gauchesca de Nina de Villard.
Lou Santino, San Bernardino, 1940-San Bernardino, 2006. Agente de libertad vigilada de John Lee Brook. Según algunos, Brook entre ellos, un santo. Según otros, un cínico hijo de puta.
Germán Scotti Cabello, Buenos Aires, 1956-Buenos Aires, 2017. Lugarteniente del doctor Morazán y admirador incondicional de Argentino Schiaffino.
André Thibault, Niort, 1880-Périgueux, 1945. Filósofo maurrasiano, lo fusiló un grupo de partisanos del Périgord.
Alcides Urrutia, pintor cubano del que se carece de más datos. Probable visitante de las cárceles de Castro. ¿Un invento de Ernesto Pérez Masón?
Tito Vázquez, Rosario, 1895-Río de Janeiro, 1957. Músico argentino. Autor de dos sinfonías, varias piezas de cámara, tres himnos, una marcha fúnebre, una sonatina y ocho tangos que le permitieron vivir con decoro sus últimos días.
Arturo Velasco, Buenos Aires, 1921-París, 1983. Pintor argentino. Empezó como simbolista y terminó imitando a Le Pare.
María Venegas, Nacimiento, 1955-Concepción, 1973. Poetisa chilena. Asesinada por la dictadura.
Magdalena Venegas, Nacimiento, 1955-Concepción, 1973. Poetisa chilena, hermana gemela de la anterior. Asesinada por la dictadura.
Susy Webster, Berkeley, 1960-Los Ángeles, 1986. Actriz de cine pomo. Trabajó en varias películas de Adolfo Pantoliano.
Curzio Zabaleta, Santiago, 1951-Viña del Mar, 2011. Capitán retirado de la FACH. Monje seglar. Autor de libros bucólicos y ecologistas.
Augusto Zamora, San Luis Potosí, 1919-México D. F., 1969. Cultivó la literatura realista-socialista aunque a escondidas escribía poemas surrealistas. Fue homosexual aunque casi toda su vida tuvo que fingir ser un macho. Durante más de veinte años consiguió que sus compañeros creyeran que sabía ruso. Vio la luz en octubre del 68, en un calabozo de Lecumberri. Murió en la calle, de un ataque al corazón, un mes después de salir de la cárcel.
2. ALGUNAS EDITORIALES, REVISTAS, LUGARES....
El Águila Herida. Editorial fundada por Luz Mendiluce. Amanecer en California. Revista de la Hermandad Aria.
La Argentina Moderna. Revista mensual fundada por Edelmira Thompson y dirigida en su primera época por Aldo Carozzone.
Blanco y Negro. Editorial argentina de extrema derecha.
Candil Sureño. Editorial fundada por Edelmira Thompson. 1920-1946. Nunca dio un duro de beneficio.
La Castaña. Editorial argentina especializada en la difusión de cancioneros y autores populares.
El Círculo Interno. Revista de la Hermandad Aria.
Ciudad en Llamas. Editorial de poesía de Macón.
El Club de los Mandarines. Grupo metafísico y literario creado por Jules Albert Ramis.
Command. Revista de juegos de simulación militar en donde colaboró Harry Sibelius.
La Comuna Aria Naturalista. Fundada (1967) por Segundo José Heredia en una finca cercana a Calabozo (Guaneo) y en donde recaló por unos pocos días Franz Zwickau junto con otros jóvenes artistas venezolanos vagamente arios.
Con Boca. Revista fundada por ítalo Schiaffino, 1976-1983.
Corazón de Hierro. Revista nazi chilena que sobrevivió algunos años no en una base submarina de la Antártida como hubieran deseado sus ardientes impulsores sino en Punta Arenas.
El Cuarto Reich Argentino. Sin duda una de las empresas editoriales más extrañas, bizarras y obstinadas de cuantas se han dado en el continente americano, tierra abonada para empresas al borde de la locura, la legalidad y la simpleza. Su singladura comenzó en el punto álgido de los juicios de Nuremberg y oportunamente el primer número estuvo dedicado íntegramente a rebatir la legalidad de éstos. En el segundo número, junto a traducciones de autores alemanes perfectamente olvidables (entre los que se cuenta un poema a las gardenias de Baldur von Schirach, jefe de las Juventudes Hitlerianas y a la sazón juzgado en Nuremberg por crímenes contra la humanidad) el lector curioso puede encontrar tres textos de prosa varia de Ernst Jünger. El tercer y cuarto número insiste en el tema de los juicios y presenta una breve antología de poetas bonaerenses conspicuamente falangistas o peronistas. El quinto número dedica todas sus páginas (100) a la advertencia razonada sobre el peligro bolchevique, el único real que amenaza a Europa desde el fin de la Primera Guerra Mundial. El sexto propone un giro estilístico: está dedicado al viejo Buenos Aires, a los barrios, al puerto, al río, a las tradiciones, al folklore. El séptimo, en un arrebato anticipatorio, está dedicado al Buenos Aires del futuro tanto en su aspecto urbanístico (apartado del que se encarga el joven arquitecto Hugo Bossi, con los primeros vislumbres de una originalidad implacable que más tarde lo haría mundialmente famoso) como sociológico, económico y político. El octavo número pone los pies en la tierra nuevamente y se dedica íntegro a denunciar las falacias de Nuremberg y de la prensa esclava de la plutocracia judía. El noveno vuelve a la literatura: bajo el epígrafe «La Literatura Europea hoy en día» visita a vuelo de pájaro las obras de poetas y escritores franceses, alemanes, italianos, españoles, rumanos, suizos, lituanos, eslovacos, húngaros, belgas, letones y daneses. El décimo número no pudo salir por orden de la policía. La revista es puesta fuera de la ley y se transforma en empresa editorial. Algunos de sus libros aparecen con el sello del Cuarto Reich Argentino, otros, la mayoría, no. Su singladura errática continuó hasta el año 2001. Nunca se supo quién la dirigía.
Las Fabulosas Aventuras de la Nación Blanca. Revista de la Hermandad Aria. El Faro Poético Literario. Revista sevillana, 1934-1944.
El General. Revista de juegos de simulación militar en donde colaboró Harry Sibelius.
El Hotel de los Bravos. Revista de la Hermandad Aria.
Iglesia Carismática de los Cristianos de California. Congregación religiosa fundada por Rory Long en 1984.
Iglesia de los Mártires Verdaderos de América. Congregación religiosa en la que Rory Long fue predicador.
Iglesia Texana de los Últimos Días. Congregación religiosa en la que Rory Long fue predicador.
Jardín de Acero. Revista de la Hermandad Aria.
Letras Criollas. Revista bimensual fundada por Edelmira Thompson, 1948-1979. Fue dirigida por Juan y Luz Mendiluce y dio ocasión a más de una pelea fraterna.
Literatura entre Rejas. Revista de la Hermandad Aria.
Pensamiento e Historia. Revista chilena especializada en sus primeros números en artículos y ensayos de carácter geopolítico y de historia militar europea y americana. Durante la dirección de Gunther Füchler, sin duda la más rica y ambiciosa, se intentó lanzar al mercado con éxito desparejo cuando no escaso a una serie de novelistas y cuentistas germano-chilenos (Axel Axelrod, Basilio Rodríguez de la Mata, Hermán Cueto Bauer, Otto Munsen, Rodolfo Ernesto Gruber, etc. ) que a la postre resultó un sonado fracaso: sólo dos de ellos persistieron en el empeño literario pasados los veinticinco años y uno lo hizo escribiendo directamente en alemán, y en Alemania, naturalmente. A su primer director, J. C. Hoeffler, se debe una Historia Abierta de la Segunda Guerra Mundial seguida de una Historia Secreta de la Segunda Guerra Mundial, amén de la primera traducción seria al español de la Poesía Selecta de Baldur von Schirach. Werner Méndez Maier, director de 1979 a 1980, un futurista furibundo que acabó a puñetazos con el Consejo de Redacción y con los promotores económicos de la revista, es el autor de la controvertida Noticias Fidedignas del Teniente Ramírez Hoffman que en su día fue leída por amigos y enemigos como una tomadura de pelo monumental rayana en la esquizofrenia. Gunther Füchler, el tercer director (1980-1989), es el autor de una monumental Historia de la Guerra del Pacífico sobre el conflicto bélico de 1879 entre Chile y la Alianza Peruano-Boliviana, libro de intención totalizadora (740 páginas) en donde se describen con minucia desde los uniformes de ambos bandos hasta los planes de batalla estratégicos, operacionales y tácticos. Este magno empeño no será ajeno al Premio Nacional de Literatura que en 1997 corona la labor de historiador de Füchler, sin duda el director-editor más respetado de cuantos pasaron por la revista. Con Karl-Heinz Riddle se inicia el período más abiertamente revisionista. Fue influido por el pensamiento y las teorías del filósofo francés Étienne de Saint Étienne, el controvertido profesor de la Universidad de Lyon que intentó demostrar científicamente (valiéndose para ello hasta de dudosos permisos de apertura de carnicerías kosher) que durante la Segunda Guerra Mundial murieron sólo 300. 000 judíos en la globalidad de los campos de concentración. Siguiendo a Saint Étienne la obra de Riddle es una serie miscelánea de artículos peregrinos en donde el sistema enumerativo-histórico-matemático llega a sus últimas consecuencias. El declive que ya anticipaba Riddle se materializa finalmente con Antonio Capistrano (1998-2003), poeta de estilo georgiano ligado en otro tiempo a la Revista Literaria del Hemisferio Sur, del que lo más que puede decirse es que fue un administrador eficiente. A principios del siglo XXI ya no hay dinero, ni entusiasmo germano-chileno, y los incondicionales prosiguen la lucha en las autopistas informáticas.
Pistola Negra. Editorial de Río de Janeiro especializada en novela policíaca y que permitió publicar a muchos y variados escritores brasileños.
Poesía Viva. Revista literaria de Cartagena, España, 1938-1947.
Rebeldes Blancos. Revista de la Hermandad Aria.
Revista Literaria del Hemisferio Sur. Contemporánea de la revista Pensamiento e Historia, la aventura a la que se lanzaron Ezequiel Arancibia y Juan Herring Lazo pretendió ser, además de una alternativa, la respuesta de los chilenistas a los germanistas. En el planteamiento de la cuestión que se hicieron Arancibia y Herring Lazo, los de Pensamiento ocupaban la parcela alemana, nacionalsocialista, mientras los que pensaba aglutinar Hemisferio Sur ocuparían el papel del fascio. Un fascismo italiano, esteticista y bravucón en el caso de Arancibia y un fascismo español, católico y falangista, joseantoniano y anticapitalista en el caso de Herring. Políticamente siempre estuvieron con Pinochet, al que sin embargo no ahorraron «críticas internas», sobre todo en su faceta económica. Literariamente sólo admiraban a Pedro González Carrera, de quien editaron su obra completa. No desdeñaron, como los germanistas de Pensamiento e Historia, a Pablo Neruda y a Pablo de Rokha, de quienes estudiaron metódicamente su verso libre, largo, de respiración poderosa y a quienes pusieron en numerosas ocasiones como ejemplos de poesía combativa: sólo había que cambiar algunos nombres, Mussolini en vez de Stalin, Stalin en vez de Trotski, reajustar ligeramente adjetivos, variar sustantivos y ya estaba preparado el modelo ideal de poema panfleto que por necesaria higiene histórica preconizaron pero al que nunca, por otra parte, entronizaron en el sitial más elevado de la expresión poética. Execraron, en cambio, de la poesía de Nicanor Parra y Enrique Lihn por considerarla hueca y decadente, despiadada y desesperanzada. Fueron excelentes traductores e introdujeron en Chile la obra de muchos poetas desconocidos del ámbito de la lengua inglesa, alemana, francesa, italiana, portuguesa, rumana, flamenca, sueca e incluso afrikaner (Arancibia viajó tres veces a Sudáfrica y según sus amigos con eso y un buen diccionario tuvo suficiente para aprender el idioma). Durante la primera época intentaron promocionar sólo a creadores afínes tanto en lo político como en lo literario y mantuvieron una actitud belicista frente al resto de tendencias. Promovieron recitales y encuentros en las provincias, incluso las más alejadas y carentes de tradición literaria en donde las tasas de analfabetismo hubieran hecho retroceder a otros menos entusiastas. Fundaron el premio de poesía Hemisferio Sur que en sucesivas etapas ganaron Herring Lazo, Demetrio Iglesias, Luis Goyeneche Haro, Héctor Cruz y Pablo Sanjuán, entre otros. Intentaron, dentro de la Sociedad de Escritores Chilenos, la creación de un fondo de pensiones para escritores ancianos y económicamente débiles, iniciativa que la indiferencia general y el egoísmo del gremio condenó al fracaso. La obra literaria de Arancibia está concentrada en tres pequeños volúmenes de poesía y en una monografía sobre Pedro González Carrera. En el haber de Arancibia, en su entusiasmo y curiosidad sin límites, debe ponerse también su ya legendario viaje por Europa y Sudáfrica en busca del fantasmal Ramírez Hoffman. Juan Herring Lazo es el autor de varios poemarios y piezas teatrales de suerte diversa, así como de una trilogía novelística en donde se expone la gestación y nacimiento de una nueva sensibilidad americana basada en el amor. En sus últimos años al frente de la revista intentó abrir ésta a casi todos los escritores chilenos, consiguiéndolo sólo en parte. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Luis Goyeneche Haro, tercer director de Hemisferio Sur y autor de más de diez libros de poesía que vistos en conjunto no son más que variaciones del primero, trató de proseguir la línea marcada por Herring con escaso éxito. Su etapa es sin duda la más mediocre de la revista. Pablo Sanjuán, discípulo de Arancibia y gonzalista convencido intentó dar un golpe de timón y reconducir la nave hacia los viejos ideales, aunque sin renunciar a la apertura a otras voces, a otras ideas que en ocasiones él mismo se encargaba de censurar y mutilar con los consiguientes altercados y malentendidos. Hizo desesperados esfuerzos por granjearse amigos, pero sólo tuvo enemigos.
Segundo Round. Revista literaria y deportiva fundada y dirigida por Segundo José Heredia y que reunió a un amplio y por regla general malagradecido grupo de jóvenes escritores venezolanos.
Strategy & Tactics. Revista de juegos de simulación militar en donde colaboró Harry Sibelius.
Virginia Wargames. Revista de juegos de simulación militar en donde colaboró Harry Sibelius.
3. ALGUNOS LIBROS
A de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2013.
A Papá, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1909.
El Abogado de la Crueldad, de Pedro González Carrera, Santiago, 1980.
Las Adoratrices Invisibles, de Carola Leyva, Buenos Aires, 1975. Libro dedicado a Edelmira Thompson y que en realidad no es más que un refrito de poemas de Luz Mendiluce.
El Alma de la Cascada, de Mateo Aguirre, Buenos Aires, 1936.
Amanecer, de Rory Long, Phoenix, 1972.
Las Amazonas, de Daniela de Montecristo, Buenos Aires, 1966.
Ana, la campesina redimida, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1935. Libreto de ópera.
Ana y los guerreros, de Mateo Aguirre, Buenos Aires, 1928.
Anita, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2010.
Antología de los mejores chistes de Argentina, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1972.
Años de Lucha de un Falangista Americano en Europa, de Jesús Fernández-Gómez, Buenos Aires, 1975.
Apocalipsis en Ciudad-Fuerza, de Gustavo Borda, México D. F., 1999.
El Árbol de los Ahorcados, de Ernesto Pérez Masón, La Habana, 1958.
El Arca de Noé, de Rory Long, Los Ángeles, 1980.
El Ardor de la Juventud, de Juan Mendiluce, Buenos Aires, 1968.
Atardecer en Porto Alegre, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1964.
El Avestruz, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1988.
El Barco de Hierro, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1991.
Brindis por los Muchachos, de ítalo Schiaffino, Buenos Aires, 1978.
Las Brujas, de Ernesto Pérez Masón, La Habana, 1940.
Los Caballeros del Arrepentimiento, de Argentino Schiaffino, Miami, 2007.
La Caída de Troya, de J. M. S. Hill, Topeka, 1954.
El Camino de la Gloria, de ítalo Schiaffino, Buenos Aires, 1972.
Campeones, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1978.
Camping Calabozo, de Franz Zwickau, Caracas, 1970.
Campos de Honor, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1936.
Cancha de Béisbol, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1925.
Candace, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1990.
Carlota, Emperatriz de México, de Irma Carrasco. Obra de teatro representada por primera vez en el Teatro Calderón de México D. F., 1950.
Una Casita en Napa, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1987.
La Catedral de Cristal, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1995.
Los Cefalópodos, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1999.
Centro Forward, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1927.
El Cerebro en Llamas de Will Kilmartin, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1934.
Los Chicos, novela pornográfica de Ernesto Pérez Masón escrita bajo el seudónimo de Abelardo de Rotterdam, Nueva York, 1976.
Chimichurri, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1991.
El Clan del Estigma Sangriento, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1929.
El Club del Ojo-Avizor, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1931.
La Colina de los Zopilotes, de Irma Carrasco, México D. F., 1952. Como Toros Bravos, de ítalo Schiaffino, Buenos Aires, 1975. Como un huracán, de Luz Mendiluce, México D. F., 1964. Edición definitiva Buenos Aires, 1965. Con la Soga al Cuello, de Curzio Zabaleta, Santiago, 1993.
El Concilio de los Presidentes, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1974.
La Condesa de Bracamonte, de Jesús Fernández-Gómez, Cali, 1986.
La Confesión de la Rosa, de Segundo José Heredia, Caracas, 1958.
El Control de los Mapas, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1993.
Conversación con Jim O'Brady, de Jim O'Bannon, Chicago, 1974.
Corazones rancios y corazones jóvenes, de Julián Rico Anaya, Buenos Aires, 1978.
Correspondencia, de Pedro González Carrera, Santiago, 1982.
Cosmogonía del Nuevo Orden, de Jesús Fernández-Gómez, Buenos Aires, 1977.
Criaturas del Mundo, de Edelmira Thompson, París, 1922.
Crímenes sin resolver en Ciudad-Fuerza, de Gustavo Borda, México D. F., 1991.
Crítica al «Ser y la Nada», vol. I, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1955. Crítica al «Ser y la Nada», vol. II, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1957. Crítica al «Ser y la Nada», vol. III, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1960. Crítica al «Ser y la Nada», vol. IV, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1961. Crítica al «Ser y la Nada», vol. V, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1962.
Cruz de Flores, de Ignacio Zubieta, Bogotá, 1950.
Cruz de Hierro, de Ignacio Zubieta, Bogotá, 1959.
El Cuarto Reich de Denver, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2002.
Cuatro Poetas Haitianos: Mirebalais, Kasimir, Von Hauptman y Le Gueule, de Max Mirebalais, Puerto Príncipe, 1979.
La Cuestión Judía en Europa, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1937.
La Dama Francesa, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1949.
El Destino de la calle Pizarro, de Andrés Cepeda Cepeda, Arequipa, 1960. Nueva edición corregida y aumentada, Lima, 1968.
El Destino de las Mujeres, de Irma Carrasco, México D. F., 1933.
Doce, de Pedro González Carrera, Cauquenes, 1955.
Dolor e Imagen, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1922.
Don Juan en La Habana, de Ernesto Pérez Masón, Miami, 1979.
Los Egoístas, de Juan Mendiluce, Buenos Aires, 1940.
Les Enfants, de Edelmira Thompson, París, 1922.
Entrevista con Juan Sauer, probable autoentrevista de Carlos Ramírez Hoffman, Buenos Aires, 1979.
La Escalera del Cielo y del Infierno, de Jim O'Bannon, Los Ángeles, 1986.
Las Escaleras de Incendio del Poema, de Jim O'Bannon, Chicago, 1973.
Escritos en el Aire, colección de fotos de los poemas aéreos de Carlos Ramírez Hoffman, publicados sin permiso del autor, Santiago, 1985.
El Espectáculo en el Cielo, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1974.
Estamos hasta las pelotas, manifiesto de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1973.
La Expedición Maldita, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1932.
Ferrocarril y Caballo, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1925.
Fervor, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1985. Poemas de juventud no incluidos en sus Obras Completas.
Filosofía del Moblaje, de Edgar Alian Poe, en Ensayos y Críticas, traducción de Julio Cortázar.
Una Filosofía Sencilla, de Rory Long, Los Ángeles, 1987.
Los Gángsters-Murciélagos, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2004.
Geometría, de Willy Schürholz, Santiago, 1980. Geometría II, de Willy Schürholz, Santiago, 1983. Geometría III, de Willy Schürholz, Santiago, 1984. Geometría IV, de Willy Schürholz, Santiago, 1986. Geometría V, de Willy Schürholz, Santiago, 1988.
Guerreros del Sur, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2001.
La Habitación de Poe, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1944. Tuvo varias reediciones, alguna traducción y desigual suerte. La obra más importante de E. T.
Una Habitación en el Trópico, de Max von Hauptman, París, 1973. Edición aumentada en Puerto Príncipe, 1976.
Hablando con América, de Rory Long, Los Ángeles, 1992. Libro, compact-disc, CD Rom.
El Hijo de los Criminales de Guerra, de Franz Zwickau, Caracas, 1967.
Los Hijos de Jim O'Brady en el Amanecer de América, de Jim O'Bannon, Los Ángeles, 1993.
Historia oída en el Delta, de Argentino Schiaffino, Nueva Orleans, 2013.
Horas Argentinas, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1925.
Horas de Europa, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1923.
La Hora de la Juventud, manifiesto de ítalo Schiaffino, Buenos Aires, 1969.
Huellas en la Playa, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1922.
Iglesias y Cementerios de Europa, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1972.
El Ingenio de los Masones, de Ernesto Pérez Masón, La Habana, 1942.
La Invasión de Chile, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1973.
Islas que se hunden, de Juan Mendiluce, Buenos Aires, 1986. Obra postuma de J. M.
El Jinete Argentino, de Juan Mendiluce, Buenos Aires, 1960.
Juan Diego, de Irma Carrasco. Obra de teatro representada por primera vez en el Teatro Condesa de México D. F., 1948.
La Juventud de Hierro, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1974.
Karma-Explosión: Estrella Errante, de John Lee Brook, Los Ángeles, 1980.
Los Ladrones de Huellas Digitales, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1935.
La Llegada, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2022. Novela póstuma.
Lucha de Contrarios, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1939.
Luminosa Oscuridad, de Juan Mendiluce, Buenos Aires, 1974.
La Luna en sus Ojos, pieza dramática de Irma Carrasco representada por primera vez en el Teatro Principal de Madrid, en 1946.
Manzanas en la Escalera, de Jim O'Bannon, Atlanta, 1979.
Los Mares y las Oficinas, de Carlos Hevia, Montevideo, 1979.
Lo mejor de Argentino Schiaffino, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1989.
Los Mejores Poemas de Jim O'Bannon, de Jim O'Bannon, Los Ángeles, 1990.
Memorias de un Argentino, de Argentino Schiaffino, Tampa, Florida, 2005.
Memorias de un Libertario, de Ernesto Pérez Masón, Nueva York, 1977.
Meine Kleine Gedichte, de Franz Zwickau, Caracas, 1982 y Berlín, 1990.
Mi Ética, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1924.
El Milagro de Peralvillo, pieza dramática de Irma Carrasco representada por primera vez en el Teatro Guadalupe de México D. F., 1951.
Montevideanos y Bonaerenses, de Carlos Hevia, Buenos Aires, 1998.
Motoristas, de Franz Zwickau, Caracas, 1965.
La Muchachada de Puerto Argentino, de Jorge Esteban Petrovich, Buenos Aires, 1984. Relato de aventuras bélicas imaginarias.
La Mudita, de Amado Couto, Río de Janeiro, 1987.
El Mundo Salvaje de Roscoe Stuart, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1932.
El Mundo de las Serpientes, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1928.
El Nacimiento de Nueva Ciudad-Fuerza, de Gustavo Borda, México D. F., 2005.
Nada que decir, de Amado Couto, Río de Janeiro, 1978.
La Nave Perdida de Betelgeuse, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1936.
Noche Insomne, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1921.
La Noche de Macón, de Jim O'Bannon, Macón, 1961.
La Noche Serena de Burgos, pieza dramática de Irma Carrasco representada por primera vez en el Teatro Principal de Madrid en diciembre de 1940.
No por mucho madrugar, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1929.
Novelón de los Restaurantes de Buenos Aires, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1987.
Nuestro amigo B, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1996.
Nueva York Revisitado, de Jim O'Bannon, Los Ángeles, 1990.
El Nuevo Manantial, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1931.
Obras de T. R. Murchison, Seattle, 1994. Contiene casi todos los cuentos y artículos publicados por Murchison en diversas revistas de la Hermandad.
Los Ojos del Asesino, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1962.
Ojos Tristes, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1929.
Un País de Brisas, de Max Mirebalais, Puerto Príncipe, 1971.
Paletadas de Locos, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1985.
Palidezcan los lebreles, de ítalo Schiaffino, Buenos Aires, 1969.
La Paradoja de la Nube, de Irma Carrasco, México D. F., 1934.
El Pasillo de la Muerte, de John Lee Brook, Los Ángeles, 1995.
Pedrito Saldaña, de la Patagonia, de Juan Mendiluce, Buenos Aires, 1970.
La Perra Suerte, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1923.
La Pintura Argentina, de Luz Mendiluce, Buenos Aires, 1959. Poema-río de 1. 500 versos.
Poemas del Absoluto, de Max Kasimir, Puerto Príncipe, 1974.
Poema Mecanicista, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1928.
Poesías Completas I, de Pedro González Carrera, Santiago, 1975.
Poesías Completas II, de Pedro González Carrera, Santiago, 1977.
Poesías Completas, de Edelmira Thompson, Buenos Aires, dos tomos, 1962 y 1979.
Los Poetas Ocultos de Argentina, antología de poesía «rara» compilada y anotada por Federico González Irujo, Buenos Aires, 1995.
El Premio de Jasón, de Carlos Hevia, Montevideo, 1989.
La Primavera en Madrid, de Juan Mendiluce, Buenos Aires, 1965.
La Primera Gran República, de Max Kasimir, Puerto Príncipe, 1972.
Recuerdos de un Irredento, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1984.
Los Reductores, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1933.
Refutación de Voltaire, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1921.
Refutación de Diderot, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1925.
Refutación de D'Alembert, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1927.
Refutación de Montesquieu, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1930.
Refutación de Rousseau, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1932.
Refutación de Hegel, seguida de una Breve Refutación de Marx y Feuerbach, de Luiz Fontaine, Río de Janeiro, 1938.
El Regalo de España, de Irma Carrasco, Madrid, 1940.
Regreso a Ciudad-Fuerza, de Gustavo Borda, México D. F., 1995.
Reivindicación de John Lee Brook y otros poemas, de John Lee Brook, Los Ángeles, 1975.
Retablo de Volcanes, de Irma Carrasco, México D. F., 1934.
Revolución, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1991.
El Río del Diablo, de Mateo Aguirre, Buenos Aires, 1918.
Los Ríos y Otros Poemas, de Jim O'Bannon, Los Ángeles, 1991.
Las Ruinas de Pueblo, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 1998.
La Saga de Early, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1926.
Salud y Fuerza, de Rory Long, Los Ángeles, 1984.
San Martín definitivo, de Carlos Hevia, Montevideo, 1972.
El sargento P, de Segundo José Heredia, Caracas, 1955.
Saturnal, de Segundo José Heredia, Caracas, 1970.
La Senda de los Bravos, de Jim O'Bannon, Atlanta, 1966.
Señales Nocturnas, de Segundo José Heredia, Caracas, 1956.
El Siglo que he vivido, de Edelmira Thompson en colaboración con Aldo Carozzone, Buenos Aires, 1968.
Los Simbas, de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2003.
Sin Corazón, de Ernesto Pérez Masón, La Habana, 1930.
Sin Título, novela postuma de Zach Sodenstern, Los Ángeles, 2023.
Sobre la Estrella Perdida, de John Lee Brook, Los Ángeles, 1989.
La Soledad, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1987.
Soledad, de John Lee Brook, Los Ángeles, 1986.
Sombras de Niños Perdidos, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1930.
La Sopa de los Pobres, de Ernesto Pérez Masón, La Habana, 1965.
El Sueño de Diana, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1920.
Tangos de Buenos Aires, de Luz Mendiluce, Buenos Aires, 1953.
La Tempestad y los Jóvenes, de Mateo Aguirre, Buenos Aires, 1911.
Terra Autem Erat Inanis, de Argentino Schiaffino, Buenos Aires, 1996.
El Tesoro, de Argentino Schiaffino, Miami, 2010.
Tierra sin Labrar, de Jim O'Bannon, Atlanta, 1971.
Toda mi Vida, primera autobiografía de Edelmira Thompson, Buenos Aires, 1921.
Tres Poemas a la Argentina, de Silvio Salvático, Buenos Aires, 1923.
El Triunfo de la Virtud o el Triunfo de Dios, de Irma Carrasco, Salamanca, 1939.
La Última Palabra, de Amado Couto, Río de Janeiro, 1982.
El Último Canal de Marte, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1934.
Los Vaqueros de la Caverna, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1928.
El Verdadero Hijo de Job, de Harry Sibelius, Nueva York, 1996.
Los Viajeros de la Nieve, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1924.
La vida tal cual es, de Willy Schürholz bajo el seudónimo de Gaspar Hauser, Santiago, 1990.
La Virgen de Asia, de Irma Carrasco, México D. F., 1954.
Los Visitantes de Beta-Centauro, de J. M. S. Hill, Nueva York, 1928.
La voz por ti marchita, de Irma Carrasco, México D. F., 1930.

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