En: Historia, Violencia, Imagen. Santiago: Magíster en Teoría e Historia del Arte, Departamentos de Teoría de las artes, Facultad de Artes, Universidad de Chile, 2007, pp. 53-64.
Al Filo de la Historia.
Elizabeth Collingwood Selby.
Cotidianamente, mediáticamente, la mayor parte de los discursos y análisis sobre la violencia que escuchamos parecen desplegarse en el convencimiento de que el ejercicio de la violencia y el estado de derecho están cismados por una profunda enemistad. Todo parece indicar que es desde el orden establecido del derecho que la violencia ha de combatirse, y que, en último término, allí donde impera el derecho, prescribe la violencia.
En este notable texto suyo, escrito en 1921, y titulado Para la Crítica de la Violencia, Walter Benjamin ataca la raíz misma de este supuesto, exponiendo un vínculo que el ánimo estatal civilizatorio debe persistentemente bregar por encubrir: la alianza sistémica entre derecho y violencia.
Seguir algunas de las hebras de esa exposición es lo que me propongo hacer aquí. La primera corre por fuera del texto y me obliga a partir con un rodeo.
El filo de la historia.
¿Cómo, cuándo y dónde comienza la historia? No hay desde dónde, desde cuándo ni cómo responder. La pregunta misma, no obstante, se ofrece como seña, como insinuación; o mejor dicho, como lapsus. La pregunta es el filo que corta: la historia. Cabría a este respecto no dejar de preguntarse entonces, de qué lado está dicho filo.
En su ensayo Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje del hombre, Benjamin recurre[1] a los primeros capítulos del Génesis como a una cifra que guarda y difunde a la vez el secreto de ese incisivo limen. El secreto se preserva y se revela como lenguaje, en el lenguaje.
La lengua creadora de Dios y la lengua conocedora del hombre son prehistóricamente, paradisíacamente –y esto es y sólo puede ser una aseveración histórica–, lenguas concretas, lenguas en que una diferencia entre el ser y el nombre no se dejaría, siquiera adivinar. Cuando Dios dice de lo creado que ‘era bueno’, afianza simplemente –sin oposiciones– el ser de las cosas. Cuando, habiendo comido del fruto del árbol del conocimiento los hombres dicen de las cosas que son buenas o malas, dicen, por vez primera, algo que no pertenece a la esfera del ser.
El mal no existía en el paraíso, no había sido creado. El mal comienza a existir justamente con y como la palabra que ha dejado de ser nombre del ser nombrado y se ha transformado en juicio, en distancia, en sanción; una palabra que ya no es manifestación inmediata del ser, sino el medio abstracto de su administración.
El poder ilusorio, pero eficaz, de la palabra que juzga, no es nada en sí mismo; se instituye como tal sólo en el ejercicio que artificiosamente le abre un lugar; arrogarse este poder inexistente, ejercerlo, es, en último término, el único modo de tenerlo.
En el pecado original, al haber sido ofendida la pureza eterna del nombre, se alzó la más severa pureza de la palabra juzgadora, del juicio. Respecto al nexo fundamental de la lengua tiene un efecto o significado triple (…). En cuanto el hombre sale de la pura lengua del nombre, hace de la lengua un medio (para un conocimiento inadecuado al nombre) y por lo tanto también –al menos en parte– una simple señal, lo cual tiene luego como consecuencia la pluralidad de las lenguas. El segundo efecto consiste en que del pecado original –como repristinación de la inmediatez en él violada del nombre– surge una nueva magia, la del juicio, que ya no reposa bienaventuradamente en sí misma. El tercer significado, que puede acaso ser arriesgado como hipótesis es que también el origen de la abstracción como facultad del espíritu lingüístico sea buscado en el pecado original. Bien y mal son, efecto, como innominables, sin nombre, fuera de la lengua nominal, que el hombre abandona justamente en el abismo de esta pregunta. Pero el nombre, en la lengua existente, es sólo el terreno en el cual tienen sus raíces sus elementos concretos. Pero los elementos abstractos de la lengua -como se puede tal vez suponer tienen sus raíces en la palabra juzgadora, en el juicio.[2]
Junto con generar la existencia del mal en el mundo, el filo cortante del juicio abre la distancia que permite la expulsión de los hombres del paraíso, la distancia que da lugar a la historia como caída, como historia del juicio: historia de la mediatización general –lingüística y existencial– de las relaciones.
Ahí donde incisivamente se abre lugar el juicio, se abren también el valor el uso y el cálculo. Ahí se teja la trama de la historia en la cuidada determinación, selección y asociación de los medios y los fines.
Sin demasiadas torsiones, creo, podría sostenerse que Para la crítica de la violencia es también una crítica del juicio. Si, junto con ello, se considera que, al menos en principio, el ejercicio crítico tiene en el juicio su condición de posibilidad, entonces la crítica de la violencia como crítica del juicio será también inevitablemente una crítica de la crítica.
Resulta difícil no reconocer en el montaje de este extraño mecanismo de impugnaciones un procedimiento característico del pensamiento benjaminiano. La articulación de la paradoja responde la necesidad (teórica, política, histórica) de moverse, de mantenerse, sobre el filo –el filo inaugural y terminal de la historia–, en lugar de caer y acomodarse ciegamente en algún lugar fuera de ese borde.
La historia que tiene su origen en y con el juicio no puede ya desmontarse ni pueden, sin más, volver a reunirse el ser y el nombre en la inmediatez de la pura expresión. Con todo, el filo paradójico de dicho origen marca el lugar y momento apenas perceptible de un cruce de una posibilidad.
La expulsión del paraíso es, –dice Kafka–, en su parte esencial, un hecho de siempre. Quiero decir que la expulsión del paraíso es, sí, definitiva, que la vida en el mundo es inevitable, pero que la eternidad del hecho (o, por decirlo en términos temporales: la eterna repetición del hecho) hace posible no sólo el poder permanecer para siempre en el paraíso, sino el quedarnos efectivamente, y siempre, se sepa o no se sepa en esta tierra.[3]
Benjamin responde al poder performático del juicio que desata el devenir mediatizante de la historia, con la performance de una crítica del juicio decidida a generar las condiciones para su simultánea destrucción, esto es: la destrucción de la crítica y la destrucción del juicio.
Dado el estatuto que rige su propia constitución, la crítica no podría, por sí sola llevar a cabo una destrucción que aniquilara el canon de los medios y de los fines, que liquidara el régimen desatado de la historia como historia del juicio.[4] Desde un cierto punto de vista, dicha destrucción sólo podría advenir a la historia como súbita interrupción, desde fuera de la historia, desde ‘fuera’ de la historia como golpe que la suspende en una descomunal abreviatura[5].
Se trata, no obstante, y es crucial advertirlo, de un ‘afuera’ de la historia que no precede, en ningún sentido, a la historia misma –del mismo modo en que ningún paraíso precedería a su pérdida.
Levar la historia a su límite, desarticular los mecanismos auto-referentes de su clausura, exponerla a su heteróclita e inadministrable posibilidad de su fin –posibilidad también de su comienzo–, sería la tarea de la crítica –que es, como ya veremos, filosofía de la historia.
Para cumplir con su tarea, la crítica de la violencia tendrá, en última instancia, que replegarse, dar paso a su propia destrucción y junto con ello, para ello, dar paso –ser el paso– a una violencia que, no perteneciendo al orden de la historia, se manifiesta en la historia como su inminente fin. “Violencia divina”, o “violencia soberana” son nombres que aluden a ella en el texto. Esta sería la violencia que, para seguir con las imágenes bíblicas, parece anunciarse la historia bajo la figura del “juicio final”, juicio que no sería, quizá sino el final del juicio. Violencia por tanto, que aniquila y redime a la vez.
El derecho a la violencia y la violencia del derecho.
Sólo tiene sentido hablar de violencia, explica Benjamin al comienzo del texto, en el ámbito de las relaciones morales, y la esfera de dichas relaciones es definida por los conceptos de derecho y justicia. La elaboración de una crítica de la violencia tendría entonces que atender, antes que nada, a tales conceptos.
Para la crítica de la violencia es, entre otras cosas, una crítica de las críticas tradicionales de la violencia; una crítica de los presupuestos que posibilitan su constitución y que permanecen estratégicamente inadvertidos.
Las dos grandes tradiciones a las que Benjamin se refiere son: La crítica concebida por el jusnaturalismo, o el derecho natural, y la crítica concebida por el derecho positivo. A pesar de sus diferencias, ambas se levantan y despliegan desde el mismo corte. Al igual que todo el orden jurídico, las dos se articulan desde la distinción y la relación entre medio y fines, olvidando asumir primero lo que el principio mismo de esta división oculta.
Recortando muy toscamente la trama del texto a este respecto podríamos sostener lo siguiente:
La sentencia del derecho natural sobre la violencia se resolvería, en último término, en el juicio de los fines. Si los fines son justos, entonces los medios violentos encuentran en ellos su legitimación. Si los fines no son justos, entonces la violencia en el proceso de su consecución no se justifica.
En el caso del derecho positivo, la crítica de la violencia se establece en sentido inverso, es decir, como juicio sobre los medios. Únicamente la legitimidad de los medios puede ofrecer acceso a la justicia de los fines.
A pesar de que aparentemente la posición de ambos es muy distinta, los dos comparten para Benjamin un mismo dogma, un mismo presupuesto: a saber, que es posibles alcanzar fines justos a través de medios legítimos.
Si se demostrara por tanto, que esa afinidad entre medios y fines resulta en realidad insostenible, esto es, que los medios legítimos y los fines justos “se hallan entre sí en términos de contradicción irreductibles”[6], entonces el dictamen de ambas tradiciones respecto de la violencia se revelaría, digámoslo provisionalmente, carene de fundamento.
La exposición de esta radical e insospechada incompatibilidad entre medios legítimos y fines justos es una de las tareas que Benjamin parece ponerse en este contexto. No seguiremos aquí paso a paso el curso de esta exposición. Recurriremos, más bien, a lo que puede de servirnos orientación en la nota introductoria de esta preparación. Señalamos allí que la distinción entre “medios” y “fines” se instaura con la violenta –esto es, la arbitraria y artificiosa– conmoción del orden de las ‘relaciones’ entre ser y lenguaje. El juicio, como sentencia inmotivada, como palabra vana que nombra abstractamente lo que no ha sido creado, abre un abismo entre ser y lenguaje, instaurando con ello el fárrago histórico de la mediación. Esto significa que la distinción entre “medios” y “fines” brota ella misma como violencia, desde la violencia y que el origen de dicha distinción debe buscarse en la injusticia del juicio que la engendra. Con ello se manifiesta ya aquella profunda y constitutiva incompatibilidad entre medios legítimos y fines justos, en la medida en que tanto el sistema de sus posibles relaciones se revelan como originariamente injustos.
Si tanto el derecho natural como el derecho positivo se ejercen como fallo respecto de las relaciones entre medios y fines, entonces una auténtica crítica de la violencia sólo podría constituirse demarcándose de la esfera del derecho como esfera crítica. Mientras dicha crítica se despliegue protegida y determinada por la lógica ciega que al respecto instaura el derecho no podrá llevar a cabo su tarea, esto es, no podrá reconocer ni exponer el primitivo e indisoluble vínculo entre derecho y violencia.
La especificidad de dicho vínculo se deja leer en el texto de Benjamin a partir de las dos funciones básicas que en este terreno cumpliría la violencia. Se trata, por una parte, de la violencia que funda el derecho; por otra, de la violencia que lo conserva.
Lo dicho hasta aquí permite sostener que en verdad, en su verdad, ningún derecho podría calificarse de “natural”, puesto que el artificio arrogante del juicio que le da lugar, marca precisamente el momento de quiebre con eso que a posteriori podríamos llamar “naturaleza”.
Todo derecho debe, por tanto, fundarse así mismo. Extemporáneamente entonces, debe, antes del derecho, sin derecho, imponerse, autoerigirse sobre lo único que puede servirle de fundamento: el ejercicio violento de su propia institución.[7] Así también, cualquier fundamento de un nuevo derecho y de un nuevo Estado reclama la destrucción del derecho y del Estado previamente existentes.
Por otra parte, una vez que un derecho –derecho que por lo general se instala y sostiene coligado a un estado– ha sido fundado, es necesario preservarlo, dado que este se ve siempre amenazado por la posibilidad de otra violencia que pretende destruirlo con el fin de instaurar un orden legal nuevo.
Para asegurara su propia conservación, el derecho debe recurrir nuevamente a la violencia, juzgando y castigando severamente cualquier transgresión. El ejemplo más agudo de este modo de empleo de la violencia es, según Benjamin, el de la pena de muerte. La existencia y aplicación jurídica de dicha pena, más que ninguna otra, revela con extraordinaria claridad el origen violento del ordenamiento jurídico que le da curso. La pena de muerte es, en verdad, la manifestación más clara de la violencia como fundamento último del derecho.
Hay que tener presente entonces que la violencia aplicada como castigo de la transgresión no se ejerce simplemente para proteger intereses jurídicos particulares, no simplemente para castigar desacatos puntuales, sino fundamentalmente para proteger el derecho mismo, para protegerlo de la violencia que amenaza en toda transgresión con destruir el orden establecido y crear otro.
Lo que hace el derecho, entonces, es tratar de monopolizar, en la medida de lo posible, la violencia; monopolizar el derecho a la violencia para neutralizar toda fuerza que pueda amenazar su propia conservación. Determina la ilegalidad, la legitimidad de toda violencia que no sea la violencia del Estado y del derecho mismo. Habría un solo caso, que según Benjamin escaparía a esa regla, ese caso es el del derecho a huelga que se le otorga a la clase obrera –un derecho que sin embargo encontraría su límite en la huelga general revolucionaria.
Esta monopolización y aplicación de la violencia responde entonces al interés fundamental del derecho por conservarse a sí mismo.
La institución policial moderna como órgano del estado, sería, según Benjamin, una de las manifestaciones más evidentes y más nefastas, de la violencia del derecho (violencia del Estado). Su función principal sería justamente la de ejercer la violencia para defender el orden del derecho establecido. En esa medida, su función podría analogarse a la de todos los demás órganos represores del estado. Lo que, sin embargo, resultaría especialmente perturbador en la institución policial es, según Benjamin, el hecho de que su función no se limita a la conservación del derecho establecido, sino que en ella, se confunden y se ejercen ambos tipos de violencia, no sólo la conservadora del derecho, sino también, en cierto modo, la fundadora; porque toda vez que el derecho es lo suficientemente indeterminado como para permitírselo, la policía se arrogaría el derecho de inventar el derecho, el derecho, dirá Derrida, de actuar como legislador emitiendo decretos a los cuales su propia violencia otorga fuerza de ley. En resumen, la institución policial moderna es, para Benjamin, estructuralmente aberrante porque en ella la distinción entre violencia fundadora y violencia conservadora colapsa sin que dicho colapso pueda ser realmente asumido.
Ésta es entonces la médula de la crítica de Benjamin al derecho como crítica de la violencia, a saber que todo derecho se debe él mismo a la violencia; se debe a la violencia tanto en su origen como en su conservación. Y sería precisamente por esto que el derecho no podría constituirse como verdadera crítica de la violencia. Una crítica de la violencia desplegada desde el derecho no pasa de ser ella misma un ejercicio de la violencia que a la vez funda y preserva dicho derecho.
La crítica de la violencia que encuentre su criterio en el derecho, será entonces inevitablemente, será entonces inevitablemente una crítica que se erija en el olvido de la violencia fundamental, en el olvido de la violencia que es su propio fundamento y podríamos agregar también, en el olvido de la violencia que es constitutiva de toda instauración arbitraria de fundamento.
De lo que se trata entonces para Benjamin –en tanto su crítica se quiere como crítica de la violencia como principio, y no de la violencia sancionada como tal en cada caso por uno u otro orden jurídico en el olvido de su propio fundamento, es decir, en el olvido de la violencia misma–, de lo que se trata, como él mismo dice es
“de hallar para esta crítica un criterio fuera de la filosofía positiva del derecho, pero también fuera del derecho natural. Veremos a continuación cómo este criterio puede ser proporcionado sólo si se considera el derecho desde el punto de vista de la filosofía de la historia.”[8]
Para comprender el alcance de esta aserción, tomada del comienzo del texto, es necesario relacionarla con otra que se encuentra casi al final: “La crítica de la violencia es la filosofía de su historia. La “filosofía” de esta historia, en la medida en que sólo la idea de su desenlace abre una perspectiva crítica separatoria y terminante sobre sus datos temporales.”[9]
Me parece crucial establecer el vínculo entre estas dos citas, para entender –en la medida en que el texto se presta a ser entendido– la complejidad de la apuesta benjaminiana.
Arriesgo aquí la siguiente lectura:
Históricamente, los criterios a partir de las cuales se ha calificad la violencia, han sido proporcionados por el derecho (derecho natural o derecho positivo). Dichos criterio, con todo, no están a la altura de la calificación que promueven. Una verdadera crítica de la violencia, sugiere Benjamin, sólo podrá tener lugar si se encuentran otros criterios, es decir, criterios que no hayan sido proporcionados por el derecho. Estos criterios pueden sernos proporcionados, según se indica por la filosofía de la historia. “La crítica de la violencia es la filosofía de su historia”. Es decir, la crítica de la violencia es filosofía de la historia de la violencia, historia que en cierta medida coincide con la historia del derecho.
La palabra “filosofía”, que en este pasaje se sustrae mediante comillas a la continuidad del texto y a modo de adelanto, diría también a la continuidad de la historia, nombra un modo de entrar en relación con la historia, en este caso, un modo de entrar en relación con la historia de la violencia.
Cabría preguntarse entonces ¿desde dónde entra en relación la filosofía de la historia de la violencia con la violencia? O dicho de otro modo ¿cuál sería el criterio con que la crítica de la violencia puede entrar en relación con la violencia para decidir acerca de ella, para juzgarla?
La respuesta, me parece, vuelve a rozarse con lo que, quizá, podríamos calificar como el filo místico del pensamiento benjaminiano: “sólo la idea de su desenlace (del desenlace de la historia de la violencia) abre una perspectiva separatoria y terminante sobre sus datos temporales”.
Teniendo en mente no sólo este ensayo, sino también muy especialmente las tesis Sobre el Concepto de Historia, diría, ante todo, que ese “desenlace” no es histórico, no es temporal, no remite, por ejemplo, a lo que a continuación pueda ocurrir en el curso mismo de la historia.
El desenlace de la historia de la violencia sería, más bien, el súbito fin de esa historia. Este fin no pertenecería –se ha insistido ya en esto– al orden de la historia. Una vez más, se trataría de la insólita consistencia del límite.
Si la filosofía de la historia nombra un modo de entrar en relación con la historia, entonces nombra también la apertura a una alteridad, es decir a algo otro que la historia, justamente porque la historia no puede entrar desde sí misma en relación consigo misma (lo mismo no puede entrar en relación); algo otro que la historia, entonces, hace posible entrar en relación con la historia. Ese algo otro, esa “no historia” aparece en este ensayo bajo el nombre del “desenlace”. Es la idea del desenlace, del fin de la historia de la violencia, idea a la cual estaría expuesta la filosofía de la historia, la que hace posible una crítica de la violencia histórica.
Sólo la perspectiva del fin de la historia de la violencia podría proporcionar criterios para formular una verdadera crítica de la violencia. Justamente porque ese fin, ese desenlace, escaparía suplementariamente a esa historia y por lo tanto también a los criterios arbitrarios desde los cuales el derecho emite sus juicios y levanta sus críticas.
El fin, esa idea del desenlace de la historia de la violencia, es, en este texto de Benjamin, la idea de la violencia divina, la violencia soberana, la violencia pura. Violencia que siendo inmediatamente aniquiladora, redime. Es la idea de esa violencia pura, soberana y aniquiladora la que proporciona los verdaderos criterios para una crítica de la violencia. Pero esa violencia soberana es justamente la violencia que destruye el derecho, que aniquila el juicio y que deroga en la crítica la crítica.
En su exposición a la idea del fin de la historia de la violencia, en la introducción del juicio, la crítica de Benjamin se abre también necesariamente a la inminencia de esa violencia soberana que destruyendo el derecho, interrumpiendo la continuidad de su ejercicio, redime a la historia y al ser histórico de la injusticia extrema, la injusticia misma del juicio que encuentra, no en la justicia, sino en la violencia, su único fundamento.
[1] Detenerse en los sutiles y a la vez gravitantes modulaciones del texto respecto de este recurso es una tarea que espera aun ser asumida.
[2] Walter Benjamin, Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres. En Ensayos Escogidos. Ed. Sur, Buenos Aires, 1967, p. 100.
[3] Franz Kakfa, Consideraciones acerca del pecado el dolor la esperanza y el camino verdadero. Ed. Laia, Barcelona, 1983, p. 67.
[4] Si lo histórico está determinado por el eficaz artificio de la abstracción, la historia no podría por cuenta propia saldar la deuda de su instauración.
[5] La expresión en cursivas está tomada de la tesis XVIII de Sobre el Concepto de Historia, en La Dialéctica en Suspenso. Traducción de Pablo Oyarzún. Arcis-Lom, Santiago, p. 64.
[7] En cierto sentido, el olvido social generalizado, el olvido de esa falta de fundamento sirve también de secreto pero necesario soporte de aquella institución.