jueves, 14 de agosto de 2008

Deleuze-Guattari, El anti edipo, capitulo primero.

Deleuze-Guattari, El anti-edipo.
Titulo Original: L’Anti-Oedipe, Capitalisme et schizophrénie
Publicado en francés por Les Éditions de Minuit, París, 1972.
Ediciones Paidos, 1998.
Traducción de Francisco Monge.
pp. 10-54 .



CAPÍTULO PRIMERO.
LAS MÁQUINAS DESEANTES.

Ello funciona en todas partes, bien sin parar, bien discontinuo. Ello respira, ello se calienta, ello come. Ello caga, ello besa. Qué error haber dicho el ello. En todas partes máquinas, y no metafóricamente: máquinas de máquinas, con sus acoplamientos, sus conexiones. Una máquina-órgano empalma con una máquina-fuente: una de ellas emite un flujo que la otra corta. El seno es una máquina que produce leche, y la boca, una máquina acoplada a aquélla. La boca del anoréxico vacila entre una máquina de comer, una máquina anal, una máquina de hablar, una máquina de respirar (crisis de asma). De este modo, todos «bricoleurs»; cada cual sus pequeñas máquinas. Una máquina-órgano para una máquina energía, siempre flujos y cortes. El presidente Schreber tiene los rayos del cielo en el culo. Ano solar. Además, podemos estar seguros de que ello marcha; el presidente Schreber siente algo, produce algo, y puede teorizarlo. Algo se produce: efectos de máquina, pero no metáforas.
El paseo del esquizofrénico es un modelo mejor que el neurótico acostado en el diván. Un poco de aire libre, una relación con el exterior. Por ejemplo, el paseo de Lenz reconstituido por Büchner[1]. Por completo diferente de los momentos en que Lenz se encuentra en casa de su buen pastor, que le obliga a orientarse socialmente, respecto al Dios de la religión, respecto al padre, a la madre. En el paseo, por el contrario, está en las montañas, bajo la nieve, con otros dioses o sin ningún dios, sin familia, sin padre ni madre, con la naturaleza. «¿Qué quiere mi padre? ¿Puede darme algo mejor? Imposible. Dejadme en paz.» Todo forma máquinas. Máquinas celestes, las estrellas o el arco iris, máquinas alpestres, que se acoplan con las de su cuerpo. Ruido ininterrumpido demáquinas. «Creía que se produciría una sensación de infinita beatitud si era alcanzado por la vida profunda de cualquier forma, si poseía un alma para las piedras, los metales, el agua y las plantas, si acogía en sí mismo todos los objetos de la naturaleza, maravillosamente, como las flores absorben el aire con el crecimiento y la disminución de la luna.» Ser una máquina clorofílica, o de fotosíntesis, o por lo menos deslizar el cuerpo como una pieza en tales máquinas. Lenz se colocó más allá de la distinción hombre-naturaleza, más allá de todos los puntos de referencia que esta distinción condiciona. No vivió la naturaleza como naturaleza, sino como proceso de producción. Ya no existe ni hombre ni naturaleza, únicamente el proceso que los produce a uno dentro del otro y acopla las máquinas. En todas partes, máquinas productoras o deseantes, las máquinas esquizofrénicas, toda la vida genérica: yo y no-yo, exterior e interior ya no quieren decir nada.
Comitiva del paseo del esquizo, cuando los personajes de Beckett se deciden a salir. En primer lugar hemos de ver cómo su propio andar variado es asimismo una máquina minuciosa. Y luego la bicicleta: ¿qué relación existe entre la máquina bicicleta-bocina y la máquina madre ano? «hablar de bicicletas y de bocinas, qué descanso. Por desgracia, no es de esto de lo que tengo que hablar ahora, sino de la que me dio a luz, por el ojo del culo si mal no recuerdo.» A menudo creemos que Edipo es algo sencillo, que está dado. Sin embargo, no es así: Edipo supone una fantástica represión de las máquinas deseantes. ¿Por qué, con qué fin? En verdad, ¿es necesario o deseable someterse a él? ¿Y con qué? ¿Qué poner en el triángulo edípico, con qué formarlo? La bocina de bicicleta y el culo de mi madre, ¿son el meollo del asunto? ¿No hay cuestiones más importantes? Dado un efecto, ¿qué máquina puede producirlo? y dada una máquina, ¿para qué puede servir? Por ejemplo, adivine usted qué uso tiene una funda de cuchillo a partir de su descripción geométrica. O bien, ante una máquina completa formada por seis piedras en el bolsillo derecho de mi abrigo (bolsillo que suministra), cinco en el bolsillo derecho de mi pantalón, cinco en el bolsillo izquierdo de mi pantalón (bolsillos de transmisión), y con el último bolsillo del abrigo recibiendo las piedras utilizadas a medida que las otras avanzan, ¿qué efecto produce este circuito de distribución en el que la propia boca se inserta como máquina para chupar las piedras? En este caso, ¿cuál es la producción de voluptuosidad? Al final de Malone meurt, Mme. Pódale lleva de paseo a los esquizofrénicos, en charabán, en barco, de pic-nic por la naturaleza: se prepara una máquina infernal.

Le corps sous la peau est une usine surchauffée,
et debors,
le malade brille,
il luit,
de tous ses pores,
éclatés[2]

No pretendemos fijar un polo naturalista de la esquizofrenia. Lo que el esquizofrénico vive de un modo específico, genérico, no es en absoluto un polo específico de la naturaleza, sino la naturaleza como proceso de producción. ¿Qué quiere decir aquí proceso? Es probable que, a un determinado nivel, la naturaleza se distinga de la industria: por una parte, la industria se opone a la naturaleza, por otra, saca de ella materiales, por otra, le devuelve sus residuos, etc. Esta relación distintiva entre hombre-naturaleza, industria-naturaleza, sociedad-naturaleza, condiciona, hasta en la sociedad, la distinción de esferas relativamente autónomas que denominaremos «producción», «distribución», «consumo». Sin embargo, este nivel de distinciones, considerado en su estructura formal desarrollada, presupone (como lo demostró Marx), además del capital y de la división del trabajo, la falsa conciencia que el ser capitalista necesariamente tiene de sí y de los elementos coagulados de un proceso de conjunto. Pues en verdad —la brillante y negra verdad que yace en el delirio— no existen esferas o circuitos relativamente independientes: la producción es inmediatamente consumo y registro, el registro y el consumo determinan de un modo directo la producción, pero la determinan en el seno de la propia producción. De suerte que todo es producción: producciones de producciones, de acciones y de pasiones; producciones de registros, de distribuciones y de anotaciones; producciones de consumos, de voluptuosidades, de angustias y de dolores. De tal modo todo es producción que los registros son inmediatamente consumidos, consumados, y los consumos directamente reproducidos[3]. Este es el primer sentido de proceso: llevar el registro y el consumo a la producción misma, convertirlos en las producciones de un mismo proceso.
En segundo lugar, ya no existe la distinción hombre-naturaleza. La esencia humana de la naturaleza y la esencia natural del hombre se identifican en la naturaleza como producción o industria, es decir, en la vida genérica del hombre. La industria ya no se considera entonces en una relación extrínseca de utilidad, sino en su identidad fundamental con la naturaleza como producción del hombre y por el hombre[4]. Pero no el hombre como rey de la creación, sino más bien como el que llega a la vida profunda de todas las formas o de todos los géneros, como hombre cargado de estrellas y de los propios animales, que no cesa de empalmar una máquina-órgano a una máquina-energía, un árbol en su cuerpo, un seno en la boca, el sol en el culo: eterno encargado de las máquinas del universo. Este es el segundo sentido de proceso. Hombre y naturaleza no son como dos términos uno frente al otro, incluso tomados en una relación de causa, de comprensión o de expresión (causa-efecto, sujeto-objeto, etc.). Son una misma y única realidad esencial del productor y del producto. La producción como proceso desborda todas las categorías ideales y forma un ciclo que remite al deseo en tanto que principio inmanente. Por ello, la producción deseante es la categoría efectiva de una psiquiatría materialista que enuncia y trata al esquizo como Homo natura. No obstante, con una condición que constituye el tercer sentido de proceso: no hay que tomarlo por una finalidad, un fin, ni hay que confundirlo con su propia continuación hasta el infinito. El fin del proceso, o su continuación hasta el infinito, que es estrictamente lo mismo que su detención brutal y prematura, es la causa del esquizofrénico artificial, tal como lo vemos en el hospital, andrajo autistizado producido como entidad. Lawrence dice del amor; «Hemos convertido un proceso en una finalidad; el fin de todo proceso no radica en su propia continuación hasta el infinito, sino en su realización... El proceso debe tender a su realización, pero no a cierta horrible intensificación, a cierta horrible extremidad en la que el cuerpo y el alma acaban por perecer»[5]. Lo mismo que para el amor es para la esquizofrenia: no existe ninguna especificidad ni entidad esquizofrénica, la esquizofrenia es el universo de las máquinas deseantes productoras y reproductoras, la universal producción primaria como «realidad esencial del hombre y de la naturaleza».
Las máquinas deseantes son máquinas binarias, de regla binaria o de régimen asociativo; una máquina siempre va aclopada a otra. La síntesis productiva, la producción de producción, posee una forma conectiva: «y», «y además»... Siempre hay, además de una máquina productora de un flujo, otra conectada a ella y que realiza un corte, una extracción de flujo (el seno — la boca). Y como la primera a su vez está conectada a otra con respecto a la cual se comporta como corte o extracción, la serie binaria es lineal en todas las direcciones. El deseo no cesa de efectuar el acoplamiento de flujos continuos y de objetos parciales esencialmente fragmentarios y fragmentados. El deseo hace fluir, fluye y corta. «Me gusta todo lo que fluye, incluso el flujo menstrual que arrastra los huevos no fecundados...», dice Miller en su canto del deseo[6]. Bolsa de aguas y cálculos del riñon; flujo de cabellos, flujo de baba, flujo de esperma, de mierda o de orina producidos por objetos parciales, constantemente cortados por otros objetos parciales, que a su vez producen otros flujos, cortados por otros objetos parciales. Todo «objeto» supone la continuidad de un flujo, todo flujo, la fragmentación del objeto. Sin duda, cada máquina-órgano interpreta el mundo entero según su propio flujo, según la energía que ]e fluye: el ojo lo interpreta todo en términos de ver —el hablar, el oír, el cagar, el besar... Pero siempre se establece una conexión con otra máquina, en una transversal en la que la primera corta el flujo de la otra o «ve» su flujo cortado por la otra.
Por lo tanto, el acoplamiento de la síntesis conectiva, objeto parcialflujo, posee además otra forma, producto-producir. El producir siempre está injertado en el producto; por ello, la producción deseante es producción de producción, como toda máquina, máquina de máquina. No podemos contentarnos con la categoría idealista de expresión. No podemos, no deberíamos pensar en describir el objeto esquizofrénico sin vincularlo al proceso de producción. Los Cahiers de l’art brut son su demostración viviente (y a la vez niegan que haya una entidad del esquizofrénico). Así, Henri Michaux describe una mesa esquizofrénica en función de un proceso de producción (el del deseo): «Desde el momento que uno la notaba, continuaba ocupando la mente. Incluso continuaba no se qué, sin duda su propio quehacer... Lo que sorprendía era que, sin ser simple, tampoco era verdaderamente compleja, compleja de entrada o de intención o de plan complicado. Más bien se desimplificaba a medida que era trabajada... Tal como estaba era una mesa de añadidos, al igual que algunos dibujosde esquizofrénicos llamados abarrotados, y si estaba terminada era en la medida en que ya no había forma de añadir nada; mesa que se había ido convirtiendo en amontonamiento, dejando de ser mesa... No era apropiada para ningún uso, para nada de lo que se espera de una mesa. Pesada, voluminosa, apenas era transportable. Uno no sabía como cogerla (ni mental, ni manualmente). El tablero, la parte útil de la mesa, progresivamente reducido, desaparecía, y tenía tan poca relación con el voluminoso armazón, que uno ya no pensaba en el conjunto como una mesa, sino como un mueble aparte, un instrumento desconocido cuyo empleo se ignoraba. Mesa des- humanizada, que no tenía ningún acomodo, que no era burguesa, ni rústica, ni de campaña, ni de cocina, ni de trabajo. Que no se prestaba a nada, que se protegía, que rechazaba todo servicio, toda comunicación. En ella había algo aterrado, petrificado. Se hubiera podido pensar en un motor parado»[7]. El esquizofrénico es el productor universal. Aquí no es posible
distinguir entre el producir y su producto. El objeto producido se lleva su aquí en un nuevo producir. La mesa continúa su «propio quehacer». El armazón se come el tablero. La no terminación de la mesa es un imperativo de producción. Cuando Lévi-Strauss define el «bricolage», propone un conjunto de caracteres bien engarzados: la posesión de un stock o de un código múltiple, heteróclito y sin embargo limitado; la capacidad de introducir los fragmentos en fragmentaciones siempre nuevas; de lo que se desprende una indiferencia del producir y del producto, del conjunto instrumental y del conjunto a realizar[8]. La satisfacción del «bricoleur» cuando acopla algo a una conducción eléctrica, cuando desvía un conducto de agua, no podría explicarse mediante un juego de «papá-mamá» o mediante un placer de transgresión. La regla de producir siempre el producir, de incorporar el producir al producto, es la característica de las máquinas deseantes o de la producción primaria: producción de producción. Un cuadro de Richard Lindner, Boy with Machine, muestra un enorme y turgente niño que ha injertado y hace funcionar una de sus pequeñas
máquinas deseantes sobre una gran máquina social técnica (pues, como veremos, también esto es cierto con respecto al niño).
El producir, un producto, una identidad producto-producir... Precisamente es esta identidad la que forma un tercer término en la serie lineal: un enorme objeto no diferenciado. Todo se detiene un momento, todo se paraliza (luego todo volverá a empezar). En cierta manera, sería mejor que nada marcharse, que nada funcionase. No haber nacido, salir de la rueda de los nacimientos; ni boca para mamar, ni ano para cagar. ¿Estarán las máquinas suficientemente estropeadas, sus piezas suficientemente sueltas como para entregarse y entregarnos a la nada? Se diría que los flujos de energía todavía están demasiado ligados, que los objetos todavía son demasiado orgánicos. Un puro fluido en estado libre y sin cortes, resbalando sobre un cuerpo lleno. Las máquinas deseantes nos forman un organismo; pero en el seno de esta producción, en su producción misma, el cuerpo sufre por ser organizado de este modo, por no tener otra organización, o por no tener ninguna organización. «Una parada incomprensible y por completo recta» en medio del proceso, como tercer tiempo: «Ni boca. Ni lengua. Ni dientes. Ni laringe. Ni esófago. Ni vientre. Ni ano.» Los autómatas se detienen y dejan subir la masa inorganizada que articulaban. El cuerpo lleno sin órganos es lo improductivo, lo estéril, lo engendrado, lo inconsumible. Antonin Artaud lo descubrió, allí donde estaba, sin forma y sin rostro. Instinto de muerte, éste es su nombre, y la muerte no carece de modelo. Pues el deseo también desea esto, es decir, la muerte, ya que el cuerpo lleno de la muerte es su motor inmóvil, del mismo modo como desea la vida, ya que los órganos de la vida son la working machine. No nos preguntaremos como pueden funcionar juntos: esta cuestión incluso es el producto de la abstracción. Las máquinas deseantes no funcionan más que estropeadas, estropeándose sin cesar. El presidente Schreber «durante largo tiempo vivió sin estómago, sin intestinos, casi sin pulmones, el esófago desgarrado, sin vejiga, las costillas molidas; a veces se había comido parte de su propia laringe...». El cuerpo sin órganos es lo improductivo; y sin embargo, es producido en el lugar adecuado y a su hora en la síntesis conectiva, como la identidad del producir y del producto (la mesa esquizofrénica es un cuerpo sin órganos). El cuerpo sin órganos no es el testimonio de una nada original, como tampoco es el resto de una totalidad perdida. Sobre todo, no es una proyección; no tiene nada que ver con el cuerpo propio, o con una imagen del cuerpo. Es el cuerpo sin imágenes. El, lo improductivo, existe allí donde es producido, en el tercer tiempo de la serie binaria-lineal. Perpetuamente es reinyectado en la producción. El cuerpo catatónico es producido en el agua del baño. El cuerpo lleno sin órganos pertenece a la antiproducción; no obstante, una característica de la síntesis conectiva o productiva consiste también en acoplar la producción a la antiproducción, a un elemento de antiproducción.


***

Entre las máquinas deseantes y el cuerpo sin órganos se levanta un conflicto aparente. Cada conexión de máquinas, cada producción de máquina, cada ruido de máquina se vuelve insoportable para el cuerpo sin órganos. Bajo los órganos siente larvas y gusanos repugnantes, y la acción de un Dios que lo chapucea o lo ahoga al organizado. «El cuerpo es el cuerpo / está solo / y no necesita órganos / el cuerpo nunca es un organismo / los organismos son los enemigos del cuerpo»[9]. Tantos clavos en su carne, tantos suplicios. A las máquinas-órganos, el cuerpo sin órganos opone su superficie resbaladiza, opaca y blanda. A los flujos ligados, conectados y recortados, opone su fluido amorfo indiferenciado. A las palabras fonéticas, opone soplos y gritos que son como bloques inarticulados. Creemos que éste es el sentido de la represión llamada originaria o primaria: no es una «contracatexis», es esta repulsión de las máquinas deseantes por el cuerpo sin órganos. Y esto es lo que significa la máquina paranoica, la acción de efracción de las máquinas deseantes sobre el cuerpo sin órganos, y la reacción repulsiva del cuerpo sin órganos que las siente globalmente como aparato de persecución. Por tanto, no podemos seguir a Tausk cuando ve en la máquina paranoica una simple proyección del «propio cuerpo» y de los órganos genitales[10]. La génesis de la máquina tiene lugar sobre el propio terreno, en la oposición entre el proceso de producción de las máquinas deseantes y la detención improductiva del cuerpo sin órganos. Dan fe de ello el carácter anónimo de la máquina y la indiferenciación de su superficie. La proyección no interviene más que de forma secundaria, lo mismo que la contracatexis, en la medida en que el cuerpo sin órganos carga un contra-interior o un contra-exterior, bajo la forma de un órgano perseguidor o de un agente exterior de persecución. La máquina paranoica es en sí un avatar de las máquinas deseantes: es el resultado de la relación de las máquinas deseantes con el cuerpo sin órganos, en tanto que éste ya no puede soportarlas.
Sin embargo, si queremos tener una idea de las fuerzas posteriores del cuerpo sin órganos en el proceso no interrumpido, debemos pasar por un paralelo entre la producción deseante y la producción social. Un paralelo tal sólo es fenomenológico; no prejuzga para nada ni la naturaleza ni la relación de las dos producciones, ni siquiera prejuzga la cuestión de saber si efectivamente existen dos producciones. Lo que ocurre, simplemente, es que las formas de producción social también implican una pausa improductiva inengendrada, un elemento de antiproducción acoplado al proceso, un cuerpo lleno determinado como socius. Este puede ser el cuerpo de la tierra, o el cuerpo despótico, o incluso el capital. De él dice Marx: no es el producto del trabajo, sino que aparece como su presupuesto natural o divino. En efecto, no se contenta con oponerse a las fuerzas productivas mismas. Se vuelca sobre toda la producción, constituye una superficie en la que se distribuyen las fuerzas y los agentes de producción, de tal modo que se apropia del excedente de producción y se atribuye el conjunto y las partes del proceso que ahora parecen emanar de él como de una cuasi-causa. Fuerzas y agentes se convierten en su poder bajo una forma milagrosa, parecen milagroseados por él. En una palabra, el socius como cuerpo lleno forma una superficie en la que se registra toda la produción que a su vez parece emanar de la superficie de registro. La sociedad construye su propio delirio al registrar el proceso de producción; pero no es un delirio de la conciencia, más bien la falsa conciencia es verdadera conciencia de un falso movimiento, verdadera percepción de un movimiento objetivo aparente, verdadera percepción del movimiento que se produce sobre la superficie de registro. El capital es el cuerpo sin órganos del capitalista, o más bien del ser capitalista. Pero como tal, no es sólo substancia fluida y petrificada del dinero, es lo que va a proporcionar a la esterilidad del dinero la forma bajo la cual éste produce a su vez dinero. Produce la plusvalía, como el cuerpo sin órganos se reproduce a sí mismo, brota y se extiende hasta los confines del universo. Carga la máquina de fabricar con una plusvalía relativa, a la vez que se encarna en ella como capital fijo. Y sobre el capital se enganchan las máquinas y los agentes, hasta el punto que su propio funcionamiento parece milagrosamente producido por aquél. Todo parece (objetivamente) producido por el capital en tanto que cuasi-causa. Como dice Marx, al principio los capitalistas tienen necesariamente conciencia de la oposición entre el trabajo y el capital, y del uso del capital como medio para arrebatar el excedente de trabajo. Sin embargo, a la vez que se instaura rápidamente un mundo perverso embrujado, el capital desempeña el papel de superficie de registro en la que recae toda la producción (proporcionar la plusvalía, o realizarla, éste es el derecho de registro). «A medida que la plusvalía relativa se desarrolla en el sistema específicamente capitalista y que la productividad social del trabajo crece, las fuerzas productivas y las conexiones sociales del trabajo parecen separarse del proceso productivo, pasando del trabajo al capital. De este modo, el capital se convierte en un ser muy misterioso, pues todas las fuerzas productivas parecen nacer en su seno y pertenecerle»[11]. En este caso, lo específicamente capitalista es el papel del dineroy el uso del capital como cuerpo lleno para formar la superficie de inscripción o de registro. Sin embargo, cualquier cuerpo lleno, cuerpo de la tierra o del déspota, una superficie de registro, un movimiento objetivo aparente, un mundo perverso embrujado y fetichista, pertenecen a todos los tipos de sociedad como constante de la reproducción social.
El cuerpo sin órganos se vuelca sobre la producción deseante, y la atrae, y se la apropia. Las máquinas-órganos se le enganchan como sobre un chaleco de floretista, o como medallas sobre el jersey de un luchador que avanza balanceándolas. Una máquina de atracción sucede, puede suceder, a la máquina repulsiva: una máquina milagrosa después de la máquina paranoica. Pero, ¿qué quiere decir «después»? Las dos coexisten, y el humor negro no se encarga de resolver las contradicciones, sino de lograr que no las haya, que nunca las haya habido. El cuerpo sin órganos, lo improductivo, lo inconsumible, sirve de superficie para el registro de todos los procesos de producción del deseo, de tal modo que las máquinas deseantes parece que emanan de él en el movimiento objetivo aparente que les relaciona. Los órganos son regenerados, enmilagrados, sobre el cuerpo del presidente Schreber que atrae sobre sí los rayos de Dios. Sin duda, la antigua máquina paranoica subsiste bajo la forma de voces burlonas que intentan «eliminar el milagro» de los órganos y principalmente el ano del presidente. No obstante, lo esencial radica en el establecimiento de una superficie encantada de inscripción o de registro que se atribuye todas las fuerzas productivas y los órganos de producción, y que actúa como cuasi-causa, comunicándoles el movimiento aparente (el fetiche). Totalmente cierto es que el esquizo hace economía política y que toda la sexualidad es asunto de economía.
Sólo que la producción no se registra del mismo modo que se produce. O más Hen no se reproduce en el movimiento objetivo aparente del mismo modo como se producía en el proceso de constitución. Lo que ocurre es que insensiblemente hemos pasado a un dominio de la producción de registro, cuya ley no es la misma que la de la producción de producción. La ley de esta última era la síntesis conectiva o acoplamiento. Pero cuando las conexiones productivas pasan de las máquinas a los cuerpos sin órganos (como del trabajo al capital), parece que pasan a depender de otra ley que expresa una distribución con respecto al elemento no productivo en tanto que «presupuesto natural o divino» (las disyunciones del capital). Las máquinas se enganchan al cuerpo sin órganos como puntos de disyunción entre los que se teje toda una red de nuevas síntesis que cuadriculan la superficie. El «ya... ya» esquizofrénico releva al «y además»: cualesquiera que sean los dos órganos considerados, la manera como se enganchan sobre el cuerpo sin órganos debe ser tal que todas las síntesis disyuntivas entre ambos vengan a ser lo mismo sobre la superficie resbaladiza Mientras que el «o bien» pretende señalar elecciones decisivas entre términos impermutables (alternativa), el «ya» designa el sistema de permutaciones posibles entre diferencias que siempre vienen a ser lo mismo al desplazarse, al deslizarse. Así por ejemplo, para la boca que habla o para los pies que andan: «Solía detenerse sin decir nada. Ya porque no tuviera nada que decir. Ya porque a pesar de tener algo que decir renunciase finalmente a decirlo... Otros casos principales se presentan a la mente. Comunicación continua inmediata con nueva partida inmediata. Lo mismo con nueva partida retardada. Comunicación continua retardada con nueva partida inmediata. Lo mismo con nueva partida retardada. Comunicación discontinua inmediata con nueva partida inmediata. Lo mismo con nueva partida retardada. Comunicación discontinua retardada con nueva partida inmediata. Lo mismo con nueva partida retardada»[12]. Es de este modo que el esquizofrénico, poseedor del capital más raquítico y más conmovedor, como por ejemplo las propiedades de Malone, escribe sobre su cuerpo la letanía de las disyunciones y se construye un mundo de paradas en el que la más minúscula permutación se considera que responde a la nueva situación o al interpelador indiscreto. La síntesis disyuntiva de registro, por lo tanto, viene a recubrir las síntesis conectivas de producción. El proceso como proceso de producción se prolonga en procedimiento como procedimiento de inscripción. O mejor, si llamamos libido al «trabajo» conectivo de la producción deseante, debemos decir que una parte de esta energía se transforma en energía de inscripción disyuntiva (Numen). Transformación energética. Pero, ¿por qué llamar divina, o Numen, a la nueva forma de energía a pesar de todos los equívocos soliviantados por un problema del inconsciente que no es religioso más que en apariencia? El cuerpo sin órganos no es Dios, sino todo lo contrario. Sin embargo, es divina la energía que le recorre, cuando atrae a toda la producción y le sirve de superficie encantada y milagrosa, inscribiéndola en todas sus disyunciones. De ahí las extrañas relaciones que Schreber mantiene con Dios. Al que pregunta ¿cree usted en Dios? debemos responder de un modo estrictamente kantiano o schreberiano: seguro, pero sólo como señor del silogismo disyuntivo, como principio a priori os este silogismo (Dios define la Omnitudo realitatis de la que todas las realidades derivadas surgen por división).
Por tanto, sólo es divino el carácter de una energía de disyunción. Lo divino de Schreber es inseparable de las disyunciones en las que se divide él mismo: imperios anteriores, imperios posteriores; imperios posteriores de un Dios superior, y de un Dios inferior. Freud señaló con insistencia la importancia de estas síntesis disyuntivas en el delirio de Schreber en particular, pero también en el delirio en general. «Una división de este tipo es por completo característica de las psicosis paranoicas. Estas dividen mientras que la histeria condensa. O más bien, estas psicosis resuelven de nuevo en sus elementos las condensaciones y las identificaciones realizadas en la imaginación inconsciente»[13]. Pero, ¿por qué añade Freud, con reflexión ya hecha, que la neurosis histérica es primera y que las disyunciones no se obtienen más que por proyección de un condensado primordial? Sin duda, porque ésta es una manera de mantener los derechos de Edipo en el Dios del delirio y en el registro esquizo-paranoico. Es por esta razón por la que sobre este problema debemos plantear la pregunta más general: ¿el registro del deseo pasa por los términos edípicos? Las disyunciones son la forma de la genealogía deseante; pero, ¿esta genealogía es edípica, se inscribe en el triángulo de Edipo? ¿Es Edipo una exigencia o una consecuencia de la reproducción social, en tanto que esta última se propone domesticar una materia y una forma genealógicas que se escapan por todos los lados? Pues es por completo cierto que el esquizo es interpelado, y que no deja de serlo. Precisamente porque su relación con la naturaleza no es un polo específico, es interpelado con los términos del código social en vigor: ¿tu nombre, tu padre, tu madre? Duranre sus ejercicios de producción deseante, Molloy es interpelado por un policía: «Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije, acabo de acordarme. ¿Y su mamá?, dijo el comisario. Yo no comprendía. ¿También se llama Molloy?, dijo el comisario. ¿Se llama Molloy?, dije yo. Sí, dijo el comisario. Yo reflexioné. Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije yo. ¿Y su mamá?, dijo el comisario, ¿también se llama Molloy? Yo reflexioné.» No podemos decir que el psicoanálisis sea muy innovador en este aspecto: continúa planteando sus cuestiones y desarrollando sus interpretaciones desde el fondo del triángulo edípico, incluso cuando ve que los fenómenos llamados psicóticos desbordan este marco de referencia. El psicoanálisis dice que debemos descubrir al papá bajo el Dios superior de Schreber, y ¿por qué no al hermano mayor bajo el Dios inferior? Ora el esquizofrénico se impacienta y pide que se le deje tranquilo. Ora entra en el juego, incluso lo exagera, con la libertad de poder reintroducir sus propios puntos de referencia en el modelo que se le-propone y que desde el interior hace estallar (sí, es mi madre, pero mi madre es la Virgen). Nos imaginamos al presidente Schreber respondiendo a Freud: claro que sí, los pájaros parlantes son muchachas, y el Dios superior es papá, y el Dios inferior, mi hermano. Pero a la chita callando vuelve a embarazar a las muchachas con todos los pájaros parlantes, y a su padre con el Dios superior, y a su hermano con el Dios inferior, formas divinas que se complican o más bien «se desimplifican» a medida que se abren camino bajo los términos y funciones demasiado simples del triángulo edípico.

Je ne crois à ni père
ni mère
Ja na pus
à papa-mama*

La producción deseante forma un sistema lineal-binario. El cuerpo lleno se introduce en la serie como tercer término, pero sin romper su carácter: 2, 1, 2, I... La serie es por completo rebelde a una transcripción que la obligaría a pasar (y la amoldaría) por una figura específicamente ternaria y triangular como la de Edipo. El cuerpo lleno sin órganos es producido como Antiproducción, es decir, no interviene como tal más que para recusar toda tentativa de triangulación que implique una producción parental. ¿Cómo queremos que sea producido por padres ése que da fe de su auto-producción, de su engendramiento por sí mismo? Es sobre él, allí donde está, que el Numen se distribuye y que las disyunciones se establecen independientemente de cualquier proyección. Si, he sido mi padre y he sido mi hijo. «Yo, Antonin Artaud, soy mi hijo, mi padre, mi madre y yo.» El esquizo dispone de modos de señalización propios, ya que dispone en primer lugar de un código de registro particular que no coincide con el código social o que sólo coincide para parodiarlo. El código delirante, o deseante, presenta una extraordinaria fluidez. Se podría decir que el esquizofrénico pasa de un código a otro, que mezcla todos los códigos, en un deslizamiento rápido, siguiendo las preguntas que le son planteadas, variando la explicación de un día para otro, no invocando la misma genealogía, no registrando de la misma manera el mismo acontecimiento, incluso aceptando, cuando se le impone y no está irritado, el código banal edípico, con el riesgo de atiborrarlo con todas las disyunciones que este código estaba destinado a excluir. Los dibujos de Adolf Wölfli ponen en escena relojes, turbinas, dinamos, máquinas-celestes, máquinas-edificios, etc. Y su producción se realiza de forma conectiva, yendo de la orilla al centro por capas o sectores sucesivos. Sin embargo, las «explicaciones» que une, y que cambia según su estado de humor, apelan a series genealógicas que constituyen el registro del dibujo. Además, el registro se vuelca sobre el propio dibujo, bajo la forma de líneas de «catástrofe» o de «caída» que son otras tantas disyunciones envueltas en espirales[14]. El esquizo vuelve a caer sobre sus pies siempre vacilantes, por la simple razón de que es lo mismo en todos lados, en todas las disyunciones. Por más que las máquinas-órganos se enganchen al cuerpo sin órganos, éste no deja de permanecer sin órganos y no se convierte en un organismo en el sentido habitual de la palabra. Mantiene su carácter fluido y resbaladizo. Del mismo modo, los agentes de producción se colocan sobre el cuerpo de Schreber, se cuelgan de este cuerpo, como los rayos del cielo que atrae y que contienen millares de pequeños espermatozoides. Rayos, pájaros, voces, nervios entran en relaciones permutables de genealogía compleja con Dios y las formas divididas de Dios. Sin embargo, todo ocurre y se registra sobre el cuerpo sin órganos, incluso las cópulas de los agentes, incluso las divisiones de Dios, incluso las genealogías cuadriculantes y sus permutaciones. Todo permanece sobre este cuerpo increado como los piojos en las melenas del león.

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Según el sentido de la palabra «proceso», el registro recae sobre la produción, pero la propia producción de registro es producida por la producción de producción. Del mismo modo, el consumo es la continuación del registro, pero la producción de consumo es producida por y en la producción de registro. Ocurre que sobre la superficie de inscripción se anota algo que pertenece al orden de un sujeto. De un extraño sujeto, sin identidad fija, que vaga sobre el cuerpo sin órganos, siempre al lado de las máquinas deseantes, definido por la parte que toma en el producto, que recoge en todo lugar la prima de un devenir o de un avatar, que nace de los estados que consume y renace en cada estado. «Luego soy yo, es a mí...» Incluso sufrir, como dice Marx, es gozar de uno mismo. Sin duda, toda producción deseante ya es de un modo inmediato consumo y consumación, por tanto, «voluptuosidad». Sin embargo, todavía no lo es para un sujeto que no puede orientarse más que a través de las disyunciones de una superficie de registro, en los restos de cada división. El presidente Schreber, siempre él, es plenamente consciente de ello; existe una tasa constante de goce cósmico, de tal modo que Dios exige encontrar la voluptuosidad en Schreber, aunque sea al precio de una transformación de Schreber en mujer. Sin embargo, el presidente no experimenta más que una parte residual de esta voluptuosidad, como salario de sus penas o como prima por convertirse en mujer. «Es mi deber ofrecer a Dios este goce; y si, haciéndolo así, me cae en suerte algo de placer sensual, me siento justificado para aceptarlo, en concepto de ligera compensación por el exceso de sufrimientos y privaciones que he padecido desde hace tantos anos.» Del mismo modo como una parte de la libido en tanto que energía de producción se ha transformado en energía de registro (Numen), una parte de ésta se transforma en energía de consuma (Voluptas). Esta energía residual es la que anima la tercera síntesis del inconsciente, la síntesis conjuntiva del «luego es...» o producción de consumo.
Debemos considerar cómo se forma esta síntesis o cómo es producido el sujeto. Partíamos de la oposición entre las máquinas deseantes y el cuerpo sin órganos. Su repulsión, tal como aparecía en la máquina paranoica de la represión originaria, daba lugar a una atracción en la máquina milagrosa. Sin embargo, entre la atracción y la repulsión persiste la oposición. Parece que la reconciliación efectiva sólo puede realizarse al nivel de una nueva máquina que funcionase como «retorno de lo reprimido». Que tal reconciliación exista o pueda existir es por completo evidente. De Roben Gie, el excelente dibujante de máquinas paranoicas eléctricas, se nos dice sin más precisión: «Parece que, a falta de poderse librar de estas corrientes que le atormentaban, ha acabado por tomar su partido, exaltándose al figurárselas en su victoria total, en su triunfo.»[15] Freud señala, más específicamente, la importancia del cambio de la enfermedad en Schreber, cuando éste se reconcilia con su devenir-mujer y se lanza a un proceso de autocuración que le conduce a la identidad Naturaleza-Producción (producción de una nueva humanidad). Schreber se encuentra encerrado en una actitud y un aparato de travesti, en un momento en el que está prácticamente curado y ha recobrado todas sus facultades: «A veces me encuentro ante el espejo, o en algún otro lugar, adornado con preseas femeninas (lazos, collares, etc.). Pero esto sucede únicamente hallándome sólo...» Tomemos el nombre de «máquina célibe» para designar esta máquina que sucede a la máquina paranoica y a la máquina milagrosa, y que forma una nueva alianza entre las máquinas deseantes y el cuerpo sin órganos, para el nacimiento de una nueva humanidad o de un organismo glorioso. Viene a ser lo mismo decir que el sujeto es producido como un resto, al lado de las máquinas deseantes, o que él mismo se confunde con esta tercera máquina productiva y la reconciliación residual que realiza: síntesis conjuntiva de consumo bajo la forma fascinada de un «¡Luego era eso!».
Michel Carrouges aisló, bajo el nombre de «máquinas célibes», un cierto número de máquinas fantásticas que descubrió en la literatura. Los ejemplos que invoca son muy variados y a simple vista parece que no pueden situarse bajo una misma categoría: la Mariée mise à nu... de Duchamp, la máquina de La Colonia penitenciaria de Kafka, las máquinas de Raymond Roussel, las del Surmale de Jarry, algunas máquinas de Edgar Poe, la Eve future de Villiers, etc.[16] Sin embargo, los rasgos que crean la unidad, de importancia variable según el ejemplo considerado, son los siguientes: en primer lugar, la máquina célibe da fe de una antigua máquina paranoica, con sus suplicios, sus sombras, su antigua Ley. No obstante, no es una máquina paranoica. Todo la diferencia de esta última, sus mecanismos, carro, tijeras, agujas, imanes, radios. Hasta en los suplicios o en la muerte que provoca, manifiesta algo nuevo, un poder solar. En segundo lugar, esta transfiguración no puede explicarse por el carácter milagroso que la máquina debe a la inscripción que encierra, aunque efectivamente encierre las mayores inscripciones (cf. el registro colocado por Edison en la Eva futura). Existe un consumo actual de la nueva máquina, un placer que podemos calificar de auto-erótico o más bien de automático en el que se contraen las nupcias de una nueva alianza, nuevo nacimiento, éxtasis deslumbrante como si el erotismo liberase otros poderes ilimitados.
La cuestión se convierte en: ¿qué produce la máquina célibe? ¿qué se produce a través de ella? La respuesta parece que es: cantidades intensivas. Hay una experiencia esquizofrénica de las cantidades intensivas en estado puro, en un punto casi insoportable —una miseria y una gloria célibes sentidas en el punto más alto, como .un clamor suspendido entre la vida y la muerte, una sensación de paso intensa, estados de intensidad pura y cruda despojados de su figura y de su forma. A menudo se habla de las alucinaciones y del delirio; pero el dato alucinatorio (veo, oigo) y el dato delirante (pienso...) presuponen un Yo siento más profundo, que proporcione a las alucinaciones su objeto y al delirio del pensamiento su contenido. Un «siento que me convierto en mujer», «que me convierto en Dios», etc., que no es ni delirante ni alucinatorio, pero que va a proyectar la alucinación o a interiorizar el delirio. Delirio y alucinación son secundarios con respecto a la emoción verdaderamente primaria que en un principio no siente más que intensidades, devenires, pasos[17], ¿De dónde proceden estas intensidades puras? Proceden de las dos fuerzas precedentes, repulsión y atracción, y de la oposición entre estas dos fuerzas. No es que las propias intensidades estén en oposición unas con otras y se equilibren alrededor de un estado neutro. Por el contrario, todas son positivas a partir de la intensidad = O que designa el cuerpo lleno sin órganos. Y forman caídas o alzas relativas según su relación compleja y según la proporción de atracción y repulsión que entra en su juego. En una palabra, la oposición entre las fuerzas de atracción y repulsión produce una serie abierta de elementos intensivos, todos positivos, que nunca expresan el equilibrio final de un sistema, sino un número ilimitado de estados estacionarios y metastásicos por los que un sujeto pasa. Profundamente esquizoide es la teoría kantiana que dice que las cantidades intensivas llenan la materia sin vacío en diversos grados. Siguiendo la doctrina del presidente Schreber, la atracción y la repulsión producen intensos estados de nervios que llenan el cuerpo sin órganos en diversos grados, por los que pasa el sujeto-Schreber, convirtiéndose en mujer, convirtiéndose en muchas más cosas siguiendo un círculo de eterno retorno. Los senos sobre el torso desnudo del presidente no son ni delirantes ni alucinatorios; en primer lugar, designan una banda de intensidad, una zona de intesidad sobre su cuerpo sin órganos. El cuerpo sin órganos es un huevo: está atravesado por ejes y umbrales, latitudes, longitudes, geodésicas, está atravesado por gradientes que señalan los devenires y los cambios del que en él se desarrolla. Aquí nada es representativo. Todo es vida y vivido: la emoción vivida de los senos no se parece a los senos, no los representa, del mismo modo como una zona predestinada en el huevo no se parece al órgano que de allí va a surgir. Sólo bandas de intensidad, potenciales, umbrales y gradientes. Experiencia desgarradora, demasiado conmovedora, mediante la cual el esquizo es el que está más cerca de la materia, de un centro intenso y vivo de la materia: «esta emoción situada fuera del punto particular donde
la mente la busca... esta emoción que devuelve a la mente el sonido turbador de la materia, toda el alma corre por ella y pasa por su fuego ardiente»[18].
¿Cómo nos hemos podido figurar al esquizo como este andrajo autista, separado de lo real y de la vida? Peor aún: ¿cómo ha podido la psiquiatría convertirlo en este andrajo, cómo ha podido reducirlo a este estado de un cuerpo sin óiganos ya muerto —a ése que se instalaba en este punto insoportable donde la mente toca la materia y vive sus momentos de intensidad, y la consume? Además, ¿no sería preciso relacionar esta pregunta con otra, en apariencia muy diferente: qué hace el psicoanálisis para reducir, esta vez al neurótico, a una pobre criatura que consume eternamente el papá-mamá, y nada más? ¿Cómo ha podido ser reducida la síntesis conjuntiva del “¡Luego era eso!”, “¡Luego soy yo!” el eterno y triste descubrimiento de Edipo, “Luego es mi padre, luego es mi madre...”? Todavía no podemos responder a estas cuestiones. Tan sólo vemos hasta qué punto el consumo de intensidades puras es ajeno a las figuras familiares, y en qué medida el tejido conjuntivo del «luego es (o soy)...» es ajeno al tejido edípico. ¿Cómo resumir todo este movimiento vital? Siguiendo un primer camino (vía breve): los puntos de disyunción sobre el cuerpo sin órganos forman círculos de convergencia alrededor de las máquinas deseantes; entonces el sujeto, producido como residuo al lado de la máquina, apéndice o pieza adyacente de la máquina, pasa por todos los estados del círculo y pasa de un círculo a otro. No está en el centro, pues lo ocupa la máquina, sino en la orilla, sin identidad fija, siempre descentrado, deducido de los estados por los que pasa. Así los rizos trazados por el Innombrable, «ora bruscos y breves, como valses, ora con una amplitud de parábola», teniendo como estados a Murphy, Watt, Mercier, etc., sin que la familia cuente para nada. O bien otro camino más complejo, pero que viene a ser lo mismo: a través de la máquina paranoica y la máquina milagrosa, las proporciones de repulsión y de atracción sobre el cuerpo sin órganos producen en la máquina célibe una serie de estados a partir de 0; y el sujeto nace de cada estado de la serie, renace siempre del estado siguiente que le determina en un momento, consumiendo y consumando todos estos estados que le hacen nacer y renacer (el estado vivido es primero con respecto al sujeto que lo vive).
Esto es lo que Klossowski ha demostrado admirablemente en su comentario de Nietzsche: la presencia de la Stimmung como emoción material, constitutiva del pensamiento más alto y de la percepción más aguda[19]. «Las fuerzas centrífugas nunca huyen del centro, sino que se aproximan una vez más para alejarse de nuevo: éstas son las vehementes oscilaciones que conmocionan a un individuo en tanto que no busque más que su propio centro y no vea el círculo del que él mismo forma parte; pues si las oscilaciones lo conmocionan, es debido a que cada una responde a otro individuo distinto del que cree ser, desde el punto de vista del centro inencontrable. De ahí, que una identidad es esencialmente fortuita y que una serie de individualidades deben ser recorridas por cada una de ellas, para que el carácter fortuito de ésta o de aquella haga que todas sean necesarias.» Las fuerzas de atracción y de repulsión, de desarrollo y de decadencia, producen una serie de estados intensivos a partir de la intensidad = O que designa al cuerpo sin órganos («pero lo singular radica en que allí todavía es necesario un nuevo aflujo, para significar tan' sólo esta ausencia»). No existe el yo-Nietzsche, profesor de filología, que pierde de golpe la razón, y que podría identificarse con extraños personajes; existe el sujeto nietszcheano que pasa por una serie de estados y que identifica los nombres de la historia con estos estados: yo soy todos los nombres de la historia... El sujeto se extiende sobre el contorno del círculo cuyo centro abandonó el yo. En el centro hay la máquina del deseo, la máquina célibe del eterno retorno. Sujeto residual de la máquina, el sujeto nietzscheano saca una prima eufórica (Voluptas) de todo lo que la máquina hace girar, y que el lector había creído que era sólo la obra en fragmentos de Nietzsche: «Nietzsche cree proseguir en lo sucesivo, no la realización de un sistema, sino la aplicación de un programa... bajo la forma de los residuos del discurso nietzscheano, convertidos en cierta manera en el repertorio de su histrionismo.» No es identificarse con personas, sino identificar los nombres de la historia con zonas de intensidad sobre el cuerpo sin órganos; y cada vez el sujeto exclama: «¡Soy yo, luego soy yo!» Nunca se ha hecho tanta historia como la que el esquizo hace, ni de la manera como la hace. De una vez consume la historia universal. Empezamos a definirlo como Homo natura y acaba como Homo historia. De uno a otro ese largo camino que va de Holderlin a Nietasche, y que se precipita («La euforia no podría prolongarse en Nietzsche tanto tiempo como la alienación contemplativa de Hölderlin... La visión del mundo concedida a Nietzsche no inaugura una sucesión más o menos regular de paisajes o de naturalezas muertas, extendida sobre unos cuarenta años; es la parodia rememorante de un acontecimiento: un solo actor para representarla en una jornada solemne —ya que todo se pronuncia y vuelve a desaparecer en una sola jornada— aunque debiera haber durado del 31 de diciembre al 6 de enero —más allá del calendario razonable.»)

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La célebre tesis del psiquiatra Clerambault parece que está bien fundada: el deliria, con su carácter global sistemático, es secundario con respecto a fenómenos de automatismo parcelarios y locales. En efecto, el delirio califica al registro que receje el proceso de producción de las máquinas deseantes; y aunque tenga síntesis y afecciones propias, como podemos verlo en la paranoia e incluso en las formas paranoides de la esquizofrenia, no constituye una esfera autónoma y es secundario con respecto al funcionamiento y a los fallos de las máquinas deseantes. No obstante, Clerambault utilizaba el término «automatismo (mental)» tan sólo para designar fenómenos atemáticos de eco, de sonorización, de explosión, de sin sentido, en los que veía el efecto mecánico de infecciones o intoxicaciones. A su vez, explicaba una buena parte del delirio como un efecto del automatismo; en cuanto a la otra parte, «personal», era de naturaleza reactiva y remitía al «carácter», cuyas manifestaciones, por otra parte podían preceder al automatismo (por ejemplo, el carácter paranoico)[20]. De este modo, Clerambault no veía en el automatismo más que un mecanismo neurológico en el sentido más general de la palabra, y no un proceso de produción económica que ponía en acción máquinas deseantes; y en cuanto a la historia, se contentaba con invocar el carácter innato o adquirido. Clerambault es el Feuerbach de la psiquiatría, en el mismo sentido en que Marx dice: «En la medida en que Feuerbach es materialista, la historia no se encuentra en él, y en la medida que considera la historia, no es materialista.» Una psiquiatría verdaderamente materialista se define, por el contrario, por una doble operación: introducir el deseo en el mecanismo, introducir la producción en el deseo.
No existe una diferencia profunda entre el falso materialismo y las formas típicas del idealismo. La teoría de la esquizofrenia está señalada por tres conceptos que constituyen su fórmula trinitaria: la disociación (Kraepelin), el autismo (Bleuler), el espacio-tiempo o el ser en el mundo (Binswanger). El primero es un concepto explicativo que pretende indicar el trastorno específico o el déficit primario. El segundo es un concepto comprensivo que indica la especificidad del efecto: al propio delirio o la ruptura, «el desapego a la realidad acompañado por una predominancia relativa o absoluta de la vida interior». El tercero es un concepto expresivo que descubre o redescubre al hombre delirante en su mundo específico. Los tres conceptos tienen en común el relacionar el problema de la esquizofrenia con el yo, a través de «la imagen del cuerpo» (último avatar del alma, en el que se confunden las exigencias del espiritualismo y del positivismo,). Pero, el yo es como el papá-mamá, ya hace tiempo que el esquizo no cree en él. Está más allá, está detrás, debajo, en otro lugar, pero no en esos problemas. Sin embargo, allí donde esté, existen problemas, sufrimientos insuperables, pobrezas insoportables, mas ¿por qué queremos llevarlo al lugar de donde ha salido, y queremos colocarlo en esos problemas que ya no son los suyos? ¿por qué queremos burlarnos de su verdad a la que creemos haber rendido suficiente homenaje al concederle un saludo ideal? Tal vez se diga que el esquizo no puede decir yo, y que es preciso devolverle esta función sagrada de enunciación. Ante lo cual dice resumiendo: se me vuelve a enmarranar. «Ya no diré yo, nunca más lo diré, es demasiado estúpido. Pondré en su lugar, cada vez que lo oiga, a la tercera persona, si pienso en ello. Quizás esto les divierta, sin embargo, no cambiará nada.» Y si vuelve a decir yo, esto tampoco cambiará nada. Completamente ajeno a estos problemas, por completo más allá. Incluso Freud no escapa a este limitado punto de vista del yo. Y lo que se lo impedía era su propia fórmula trinitaria —la edípica, la neurótica: papá-mamá-yo. Será preciso que nos preguntemos si el imperialismo analítico del complejo de Edipo no condujo a Freud a recobrar, y a garantizar con su autoridad, el fastidioso concepto de autismo aplicado a la esquizofrenia. Pues, en una palabra, a Freud no le gustan los esquizofrénicos, no le gusta su resistencia a la edipización, más bien tiene tendencia a tratarlos como tontos: toman las palabras por cosas, dice, son apáticos, narcisistas, están separados de lo real, son incapaces de transferencia, se parecen a filósofos, «indeseable semejanza». A menudo se ha preguntado sobre la manera de concebir analíticamente la relación entre las pulsiones y los síntomas, entre el símbolo y lo simbolizado. ¿Es una relación causal, o de comprensión, o de expresión? La cuestión se plantea demasiado teóricamente. Pues, de hecho, desde que nos introducimos en Edipo, desde que se nos mide con Edipo, ya se ha desarrollado el juego y se ha suprimido la única relación auténtica: la de producción. El gran descubrimiento del psicoanálisis fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente. Sin embargo, con Edipo, este descubrimiento fue encubierto rápidamente por un nuevo idealismo: el inconsciente como fábrica fue sustituido por un teatro antiguo; las unidades de producción del inconsciente fueron sustituidas por la representación; el inconsciente productivo fue sustituido por un inconsciente que tan sólo podía expresarse (el mito, la tragedia, el sueño...).
Cada vez que se remite el problema del esquizofrénico al yo, sólo podemos «probar» una esencia o especificidad supuestas del esquizo, sea con amor y piedad, sea para escupirla con desagrado. Una ve: como yo disociado, otra como yo escindido, otra, la más coqueta, como yo que no había cesado de ser, que estaba allí específicamente, pero en su mundo, y que se deja recobrar por un psiquiatra maligno, un super-observador comprensivo, en suma, un-fenomenólogo. También ahí recordamos la advertencia de Marx: no adivinamos por el gusto del trigo quien lo ha cultivado, no adivinamos en el producto el régimen y las relaciones de producción. El producto aparece específico, inenarrablemente específico, cuando se le relaciona con formal ideales de causa, comprensión o expresión; pero no aparece específico si se le relaciona con el proceso de producción real del que depende. El esquizofrénico aparece tanto más específico y personificado desde que se detiene el proceso, o desde que se le convirte en un fin, o desde que se le hace jugar en el vacío hasta el infinito, de manera que provoque esta «horrible extremidad en la que el alma y el cuerpo acaban por perecer» (el Autista). El famoso estado terminal de Kraepelin... Por el contrario, desde que se asigna el proceso material de producción, la especificidad del producto tiende a desvanecerse, al mismo tiempo que aparece la posibilidad de otra «realización». Antes que la afección del esquizofrénico artificializado, personificado en el autismo, la esquizofrenia es el proceso de la producción del deseo y de las máquinas deseantes. Por tanto, la cuestión importante es: ¿cómo pasamos de uno a otro? ¿es inevitable este paso? Sobre este punto, al igual que sobre otros, Jaspers proporcionó las indicaciones más valiosas, ya que su idealismo era singularmente atípico. Oponiendo el concepto de proceso a los de reacción o desarrollo de la personalidad, piensa el proceso como ruptura, intrusión, alejado de una relación ficticia con el yo para sustituirla por una relación con lo «demoníaco» en la naturaleza. Tan sólo le faltaba concebir el proceso como realidad material económica, como proceso de producción en la identidad Naturaleza = Industria, Naturaleza = Historia.
En cierta manera, la lógica del deseo pierde su objeto desde el primer paso: el primer paso de la división platónica que nos obliga a escoger entre producción y adquisición. Desde el momento en que colocamos el deseo al lado de la adquisición, obtenemos una concepción idealista (dialéctica, nihilista) del deseo que, en primer lugar, lo determina como carencia, carencia de objeto, carencia del objeto real. Cierto es que el otro lado, el lado «producción», no es ignorado. Incluso correspondió a Kant el haber realizado en la teoría del deseo una revolución crítica, al definirlo como «la facultad de ser por sus representaciones causa de la realidad de los objetos de estas representaciones». Sin embargo, no es por casualidad que, para ilustrar esta definición, Kant invoca las creencias supersticiosas, las alucinaciones y los fantasmas: sabemos perfectamente que el objeto real no puede ser producido más que por una causalidad y por mecanismos externos, pero este saber no nos impide creer en el poder interior del deseo para engendrar su objeto, aunque sea bajo una forma irreal, alucinatona o fantasmática, y para representar esta causalidad en el propio deseo[21]. La realidad del objeto en tanto que producido por el deseo es, por tanto, la realidad psíquica. Entonces podemos decir que la revolución crítica no cambia para nada lo esencial: esta manera de concebir la productividad no pone en cuestión la concepción clásica, del deseo como carencia, sino al contrario se apoya en ella, se extiende sobre ella y se contenta con profundizarla. En efecto, si el deseo es carencia del objeto real, su propia realidad forma parte de una «esencia de la carencia» que produce el objeto fantasmático. El deseo concebido de esta forma como producción, pero producción de fantasmas, ha sido perfectamente expuesto por el psicoanálisis. En el nivel más bajo de la interpretación, esto significa que el objeto real del que el deseo carece remite por su cuenta a una producción natural o social extrínseca, mientras que el deseo produce intrínsecamente un imaginario que dobla a la realidad, como si hubiese «un objeto soñado detrás de cada objeto real» o una producción mental detrás de las producciones reales. Ciertamente, el psicoanálisis no está obligado a desembocar en un estudio de los gadgets y de los mercados, bajo la forma más miserable de un psicoanálisis del objeto (psicoanálisis del paquete de tallarines, del automóvil o de la «máquina»), Pero incluso cuando el fantasma es interpretado en toda su extensión, ya no como un objeto, sino como una máquina específica que pone en escena al deseo, esta máquina tan sólo es teatral, y deja subsistir la complementariedad de lo que separa: entonces, la necesidad es definida por la carencia relativa y determinada de su propio objeto, mientras que el deseo aparece como lo que produce el fantasma y se produce a sí mismo separándose del objeto, pero también redoblando la carencia, llevándola al absoluto, convirtiéndola en una «incurable insuficiencia de ser», una «carencia-de-ser que es la vida». De donde, la presentación del deseo como apoyado en las necesidades, la productividad del deseo continuando su hacer sobre el fondo de las necesidades, y su relación de carencia de objeto (teoría del apoyo o anaclisis). En una palabra, cuando reducimos la producción deseante a un problema de fantasma, nos contentamos con sacar todas las consecuencias del principio idealista que define el deseo como una carencia, y no como producción, producción «industrial». Clément Rosset dice acertadamente: cada vez que insistimos sobre una carencia de la que carecería el deseo para definir su objeto, «el mundo se ve doblado por otro mundo, gracias al siguiente itinerario; el objeto falta al deseo; luego el mundo no contiene todos los objetos, al menos le falta uno, el del deseo; luego existe otro lugar que posee la clave del deseo (de la que carece el mundo).»[22]
Si el deseo produce, produce lo real. Si el deseo es productor, sólo puede serlo en realidad, y de realidad. El deseo es este conjunto de síntesis pasivas que maquinan los objetos parciales, los flujos y los cuerpos, y que funcionan como unidades de producción. De ahí se desprende lo real, es el resultado de las síntesis pasivas del deseo como autoproducción del inconsciente. El deseo no carece de nada, no carece de objeto. Es más bien el sujeto quien carece de deseo, o el deseo quien carece de sujeto fijo; no hay más sujeto fijo que por la represión. El deseo y su objeto forman una unidad: la máquina, en tanto que máquina de máquina. El deseo es máquina, el objeto del deseo es todavía máquina conectada, de tal modo que el producto es tomado del producir, y que algo se desprende del producir hacia el producto, que va a dar un resto al sujeto nómada y vagabundo. El ser objetivo del deseo es lo Real en sí mismo[23]. No existe una forma de existencia particular que podamos llamar realidad psíquica. Como dice Marx, no existe carencia, existe pasión como «ser objeto natural y sensible». No es el deseo el que se apoya sobre las necesidades, sino al contrario, son las necesidades las que se derivan del deseo: son contraproductos en lo real que el deseo produce. La carencia de un contra-efecto del deseo, está depositada, dispuesta, vacualizada en lo real natural y social. El deseo siempre se mantiene cerca de las condiciones de existencia objetiva, se las adhiere y las sigue, no sobrevive a ellas, se desplaza con ellas, por ello es tan fácilmente deseo de morir, mientras que la necesidad mide el alejamiento de un sujeto que perdió el deseo al perder la síntesis pasiva de estas condiciones. La necesidad como práctica del vacío no tiene más sentido que ese: ir a buscar, capturar, ser parásito de las síntesis pasivas allí donde estén. Por más que digamos: no se es hierba, hace tiempo que se ha perdido la síntesis clorofílica, es preciso comer... El deseo se convierte entonces en este miedo abyecto a carecer. Pero justamente, esta frase no la pronuncian los pobres o los desposeídos. Ellos, por el contrario, saben que están cerca de la hierba, y que el deseo «necesita» pocas cosas, no estas cosas que se les deja: sino estas mismas cosas de las que no se cesa de desposeerles, y que no constituían una carencia en el corazón del sujeto, sino más bien la objetividad del hombre, el ser objetivo del hombre, para el cual desear es producir, producir en realidad. Lo real no es imposible; por el contrario, en lo real todo es posible, todo se vuelve posible. No es el deseo el que expresa una carencia molar en el sujeto, sino la organización molar la que destituye al deseo de su ser objetivo. Los revolucionarios, los artistas y los videntes se contentan con ser objetivos, nada más que objetivos: saben que el deseo abraza a la vida con una potencia productiva, y la reproduce de una forma tan intensa que tiene pocas necesidades. Y tanto peor para los que creen que es fácil de decir, o que es una idea en los libros. «De lo poco que leí saqué la conclusión de que los hombres que más se empapaban en la vida, que la moldeaban, que eran la propia vida, comían poco, dormían poco, poseían pocos bienes, si es que poseían alguno. No mantenían ilusiones en cuestiones de deber, de procreación, en los limitados fines de perpetuar la familia o defender el Estado... El mundo de los fantasmas es aquél que no hemos acabado de conquistar. Es un mundo del pasado y no del futuro. Quien va hacia adelante aferrado al pasado, arrastra consigo las cadenas del presidiario»[24]. El viviente vidente es Spinoza bajo el hábito del revolucionario napolitano. Nosotros sabemos de donde proviene la carencia _ y su correlato subjetivo el fantasma. La carencia es preparada, organizada, en la producción social. Es contraproducida por mediación de la antíproducción que se vuelca sobre las fuerzas productivas y se las apropia. Nunca es primera; la producción nunca es organizada en función de una escasez anterior, es la escasez la que se aloja, se vacuoliza, se propaga según la organización de una producción previa[25]. Es el arte de una clase dominante, práctica del vacío como economía de mercado: organizar la escasez, la carencia, en la abundancia de producción, hacer que todo el deseo recaiga es el gran miedo a carecer, hacer que el objeto dependa de una producción real que se supone exterior al deseo (las exigencias de la racionalidad), mientras que la producción del deseo pasa al fantasma (nada más que al fantasma).
No existe por una parte una producción social de realidad y por otra una producción deseante de fantasma. Entre estas dos producciones no se establecen más que lazos secundarios de introyección y de proyección, como si las prácticas sociales se doblasen en prácticas mentales interiorizadas, o bien como si las prácticas mentales se proyectasen en los sistemas sociales, sin que nunca unas mermasen a las otras. Mientras nos contentemos con colocar paralelamente, por una parte, el dinero, el oro, el capital y el triángulo capitalista, y por otra parte, la libido, el ano, el falo y el triangulo familiar, nos entregaremos a un agradable pasatiempo; sin embargo, los mecanismos del dinero permanecen por completo indiferentes a las proyecciones anales de quienes lo manejan. El paralelismo Marx-Freud permanece por completo estéril e indiferente, colocando en escena términos que se interiorizan o se proyectan el uno en el otro sin cesar de ser extranjeros, como en esta famosa ecuación dinero = mierda. En verdad, la producción social es tan sólo la propia producción deseante en condiciones determinadas. Nosotros decimos que el campo social está inmediatamente recorrido por el deseo, que es su producto históricamente determinado, y que la libido no necesita ninguna mediación ni sublimación, ninguna operación psíquica, ninguna transformación, para cargar las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Sólo hay el deseo y lo social, y nada más. Incluso las formas más represivas y más mortíferas de la reproducción social son producidas por el deseo, en la organización que se desprende de él bajo tal o cual condición que deberemos analizar. Por ello, el problema fundamental de la filosofía política sigue siendo el que Spinoza supo plantear (y que Reich redescubrió): «¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación?» Cómo es posible que se llegue a gritar: ¡queremos más impuestos! ¡menos pan! Como dice Reich, lo sorprendente no es que la gente robe, o que haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. ¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos? Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehusa invocar un desconocimiento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una explicación a partir del deseo, en términos de deseo: no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario[26]. Sin embargo, Reich no llega a dar una respuesta suficiente, ya que a su vez restaura lo que estaba abatiendo, al distinguir la racionalidad tal como es o debería ser en el proceso de la producción social, y lo irracional en el deseo, siendo tan sólo lo segundo justiciable por el psicoanálisis. Por tanto, reserva al psicoanálisis la única explicación de lo «negativo», de lo «subjetivo» y de lo «inhibido» en el campo social. Con lo cual, necesariamente, llega a un dualismo entre el objeto real racionalmente producido y la producción fantasmática irracional[27]. Renuncia a descubrir la común medida o la coextension del campo social y del deseo Ocurría que para fundar verdaderamente una psiquiatría materialista, le faltaba la categoría de producción deseante,a la cual lo real fue sometido bajo sus formas llamadas tanto racionales como irracionales.
La existencia masiva de una represión social realizada sobre la producción deseante no afecta para nada nuestro principio: el deseo produce lo real, o la producción deseante no es más que la producción social. No es cuestión de reservar al deseo una forma de existencia particular, una realidad mental o psíquica que se opondría a la realidad material de la producción social. Las máquinas deseantes no son máquinas fantasmáticas u oníricas, que se distinguirían de las máquinas técnicas y sociales y las doblarían. Los fantasmas son más bien expresiones secundarias que provienen de la identidad de las dos clases de máquinas en un medio dado. El fantasma nunca es individual; es fantasma de grupo, como supo mostrarlo el análisis institucional. Y si hay dos clases de fantasmas de grupo, es debido, a que la" identidad puede ser leída en los dos sentidos, según que las máquinas deseantes sean tomadas en las grandes masas gregarias que forman, o según que las máquinas sociales sean relacionadas con las fuerzas elementales del deseo que las forman. Por tanto, puede suceder, en el fantasma de grupo, que la libido cargue el campo social existente, comprendido en sus formas más represivas; o puede suceder, al contrario, que proceda a una contracatexis que conecte el deseo revolucionario con el campo social existente (por ejemplo, las grandes utopías socialistas del siglo xix funcionan, no como modelos ideales, sino como fantasmas de grupo, es decir, como agentes de la productividad real del deseo que hacen posible una descarga, retiro de catexis, o una «desinstitución» del campo social actual, en provecho de una institución revolucionaria del propio deseo). Pero, entre ambas, entre las máquinas deseantes y las máquinas sociales técnicas, nunca existe diferencia de naturaleza. Existe una distinción, pero sólo una distinción de régimen, según relaciones de tamaño. Son las mismas máquinas, con una diferencia aproximada de régimen; y ello es lo que precisamente muestran los fantasmas de grupo.
Cuando anteriormente esbozábamos un paralelo entre la producción social y la producción deseante, para mostrar en ambos casos la presencia de una instancia de antiproducción presta a volcarse sobre las formas productivas y a apropiárselas, este paralelismo no prejuzgaba para nada la relación entre las dos producciones. Tan sólo podíamos precisar algunos aspectos relativos a la distinción de régimen. En primer lugar, las máquinas técnicas no funcionan, evidentemente, más que con la condición de no estar estropeadas; su límite propio es el desgaste y no el desarreglo. Marx puede basarse en este simple principio para mostrar que el régimen de las máquinas técnicas es el de una firme distinción entre el medio de producción y el producto, gracias a la cual la máquina transmite el valor al producto, y sólo el valor que pierde desgastándose. Las máquinas deseantes, por el contrario, al funcionar no cesan de estropearse, no funcionan más que estropeadas: el producir siempre se injerta sobre el producto, y las piezas de la máquina también son el combustible. El arte a menudo utiliza esta propiedad creando verdaderos fantasmas de grupo que cortocircuitan la producción social con una producción deseante, e introducen una función de desarreglo en la reproducción de máquinas técnicas. Como por ejemplo los violines quemados de Arman o los coches comprimidos de César. O de una forma más general, el método de paranoia critica de Dalí asegura la explosión de una máquina deseante en un objeto de producción social. Sin embargo, ya Ravel prefería el desarreglo al desgaste y sustituía la marcha lenta y la extinción gradual por las detenciones bruscas, las vacilaciones, las trepidaciones, los fallos, las roturas[28]. El artista es el señor de los objetos; integra en su arte objetos rotos, quemados, desarreglados para devolverlos al régimen de las máquinas deseantes en las que el desarreglo, el romperse, forma parte del propio funcionamiento; presenta máquinas paranoicas, milagrosas, célibes, como otras tantas máquinas técnicas, libre para minar las máquinas técnicas con máquinas deseantes. Además, la propia obra de arte es máquina deseante. El artista amontona su tesoro para una próxima explosión, y es por ello por lo que encuentra que las destrucciones, verdaderamente, no llegan con la suficiente rapidez.
Una segunda diferencia de régimen se desprende de ello: las máquinas deseantes producen por sí mismas la antiproducción, mientras que la antiproducción propia de las máquinas técnicas sólo es producida en las condiciones extrínsecas de la reproducción del proceso (aunque estas condiciones no vengan «después»). Por esta razón, las máquinas técnicas no son una categoría económica, y siempre remiten a un socius o máquina social que no se confunde con ellas y que condiciona esta reproducción. Por tanto, una máquina técnica no es causa, sino sólo índice de una forma general de la producción social: así por ejemplo, las máquinas manuales y las sociedades primitivas, la máquina hidráulica y el modo asiático, la máquina industrial y el capitalismo. Por tanto, cuando planteábamos el socius como lo análogo a un cuerpo lleno sin órganos, no dejaba de haber una diferencia importante. Pues las máquinas deseantes son la categoría fundamental de la economía del deseo, ya que producen por sí mismas un cuerpo sin órganos y no distinguen a los agentes de sus propias piezas, ni las relaciones de producción de sus propias relaciones, ni lo social de lo técnico Las máquinas deseantes son a la vez técnicas y sociales. Es en este sentido que la producción deseante constituye el lugar de una represión originaria, mientras que la producción social es el lugar de la represión general, y que de ésta a aquélla se ejerce algo que se parece a la represión secundaria «propiamente dicha»: todo depende de la situación del cuerpo sin órganos, o de su equivalente, según sea resultado interno o condición extrínseca (cambia notablemente el papel del instinto de muerte).
Sin embargo, son las mismas máquinas bajo dos regímenes diferentes aunque sea una extraña aventura para el deseo el desear la represión. Sólo hay una producción, la de lo real. Sin duda, podemos expresar esta identidad de dos maneras, pero estas dos maneras constituyen la autoproducción del inconsciente como oído. Podemos decir que toda producción social se desprende de la producción deseante en determinadas condiciones: en primer lugar, el Homo natura. No obstante, también podemos decir, y más exactamente, que la producción deseante es en primer lugar social y que no tiende a liberarse más que al final (en primer lugar, el Homo historia). Ocurre que el cuerpo sin órganos no está dado por sí mismo en un origen, y luego proyectado en las diferentes clases de socius, como si un gran paranoico, jefe de la horda primitiva, estuviese en la base de la organización social. La máquina, social o socius puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del Déspota, el cuerpo del Dinero. Nunca es una proyección del cuerpo sin órganos. Más bien, el último residuo de un socius desterritorializado es el cuerpo sin órganos. El problema del socius siempre ha sido éste: codificar los flujos del deseo, inscribirlos, registrarlos, lograr que ningún flujo fluya si no está canalizado, taponado, regulado. Cuando la máquina territorial primitiva ya no bastó, la maquina despótica instauró una especie de sobrecodifícación. Sin embargo, la máquina capitalista, en tanto que se establece sobre las ruinas más o menos lejanas de un Estado despótico, se encuentra en una situación por completo nueva: la descodificación y la desterritorialización de los flujos. El capitalismo no se enfrenta a esa situación desde afuera, puesto que de ella vive y encuentra en ella a la vez su condición y su materia, y la impone con toda su violencia. Su producción y su represión soberanas no pueden ejercerse más que a-este precio. El capitalismo nace, en efecto, del encuentro entre dos clases de flujos, flujos descodifícados de producción bajo la forma del capital-dinero, flujos descodificados del trabajo bajo la forma del «trabajador libre». Además, al contrario que las máquinas sociales precedentes, la máquina capitalista es incapaz de proporcionar un código que cubra el conjunto del campo social. La propia idea de código la sustituye en el dinero por una axiomática de las cantidades abstractas que siempre llega más lejos en- el movimiento de desterritorialización del socius. El capitalismo tiende hacia un umbral de descodificación, que deshace el socius en provecho de un cuerpo sin órganos y que, sobre este cuerpo, libera los flujos del deseo en un campo desterritorializado. ¿Podemos decir, en este sentido, que la esquizofrenia es el producto de la máquina capitalista, como la manía depresiva y la paranoia son el producto de la máquina despótica, como la histeria el producto de la máquina territorial?[29]
La descodificación de los flujos, la desterritorialización del socius forman, de este modo, la tendencia más esencial del capitalismo. No cesa de aproximarse a su límite, que es un límite propiamente esquizofrénico. Tiende con todas sus fuerzas a producir el esquizo como el sujeto de los flujos descodificados sobre el cuerpo sin órganos —más capitalista que el capitalista y más proletario que el proletario. Tender siempre hacia lo más lejano, hasta el punto en que el capitalismo se enviaría a la luna con todos sus flujos: en verdad, todavía no hemos visto nada. Cuando decimos que la esquizofrenia es nuestra enfermedad, la enfermedad de nuestra época, no queremos decir solamente que la vida moderna nos vuelve locos. No se trata de modo de vida, sino de proceso de producción. No se trata tampoco de un simple paralelismo, aunque el paralelismo ya sea más exacto, desde el punto de vista del fracaso de los códigos, por ejemplo, entre los fenómenos de deslizamiento de sentido en los esquizofrénicos y los mecanismos de discordancia creciente en todos los estratos de la sociedad industrial. De hecho, queremos decir que el capitalismo, en su proceso de producción, produce una formidable carga esquizofrénica sobre la que hace caer todo el peso de su represión, pero que no cesa de reproducirse como límite del proceso. Pues el capitalismo no cesa de contrariar, de inhibir su tendencia al mismo tiempo que se precipita en ella; no cesa de rechazar su límite al mismo tiempo que tiende a él. El capitalismo instaura o restaura todas las clases de territorialidades residuales y facticias, imaginarias o simbólicas, sobre las que intenta, tanto bien como mal, volver a codificar, a sellar las personas derivadas de las cantidades abstractas. Todo vuelve a pasar, todo vuelve de nuevo, los Estados las patrias, las familias Esto es lo que convierte al capitalismo, en su ideología, en «la pintura abigarrada de todo lo que se ha creído». Lo real no es imposible, sino cada vez más artificial. Marx llamaba ley de la tendencia opuesta al doble movimiento de la baja tendencial de la tasa de ganancia y del crecimiento de la masa absoluta de plusvalía. Como corolario de esta ley está el doble movimiento de la descodificación o de la desterritorialización de los flujos y de su nueva territorialización violenta y facticia. Cuanto más desterritorializa la máquina capitalista, descodificando y axiomatizando los flujos para extraer su plusvalía, tanto más sus aparatos anexos, burocráticos y policiales, vuelven a territorializarlo todo absorbiendo una parte creciente de plusvalía.
Ciertamente, no es en relación con las pulsiones que podemos dar definiciones suficientes y actuales del neurótico, del perverso y del psicótico; pues las pulsiones son tan sólo las propias máquinas deseantes. Podemos darlas en relación con las territorialidades modernas. El neurótico sigue instalado en las territorialidades residuales o facticias de nuestra sociedad, y todas las vuelca sobre Edipo como última territorialidad que se reconstituye en el gabinete del analista, sobre el cuerpo lleno del psicoanalista (sí, el patrón, es el padre, y también el jefe del Estado, y usted también, doctor...) El perverso es el que toma el artificio a la palabra: palabra: usted quiere, usted tendrá, territorialidades infinitamente más artificiales todavía que las que la sociedad nos propone, nuevas familias por completo artificiales, sociedades secretas y lunares. En cuanto al esquizo, con su paso vacilante que no cesa de errar, de tropezar, siempre se hunde más hondo en la desterritorialización, sobre su propio cuerpo sin órganos en el infinito de la descomposición del socius, y tal vez ésta es su propia manera de recobrar la tierra, el paseo del esquizo. El esquizofrénico se mantiene en el límite del capitalismo: es su tendencia desarrollada, el excedente de producto, el proletario y el ángel exterminador. Mezcla todos los códigos, y lleva los flujos descodificados del deseo. Lo real fluye. Los dos aspectos del proceso se unen: el proceso metafísico que nos pone en contacto con lo «demoníaco» en la naturaleza o en el corazón de la tierra, el proceso histórico de la producción social que restituye a las máquinas deseantes una autonomía con respecto a la máquina social desterntorializada. La esquizofrenia es la producción deseante como límite de la producción social. La producción deseante y su diferencia de régimen con respecto a la producción social están, por tanto, en el final y no en el principio. De una a otra no hay más que un devenir que es el devenir de la realidad. Y si la psiquiatría materialista se define por la introducción del concepto de producción en el deseo, no puede evitar plantear en términos escatológicos el problema de la relación final entre la máquina analítica, la máquina revolucionaria y las máquinas deseantes.

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¿En qué son las máquinas deseantes verdaderamente máquinas, independientemente de cualquier metáfora? Una máquina se define como un sistema de cortes. No se trata en modo alguno del corte considerado como separación con la realidad; los cortes operan en dimensiones variables según el carácter considerado. Toda máquina, en primer lugar, está en relación con un flujo material continuo (hylè) en el cual ella corta. La máquina funciona como máquina de cortar jabón: los cortes efectúan extracciones en el flujo asociativo. Así por ejemplo, el ano y el flujo de mierda que corta; la boca y el flujo de leche, pero también el flujo de aire, y el flujo sonoro; el pene y el flujo de orina, pero también el flujo de esperma. Cada flujo asociativo debe ser considerado como ideal, flujo infinito de un muslo de cerdo inmenso. La hylè designa, en efecto, la continuidad pura que una materia posee idealmente. Cuando Jaulin describe las polillas y polvos que se toman en la iniciación, muestra que cada año son producidos como un conjunto de extracciones sobre «una sucesión infinita que teóricamente no posee más que un sólo origen», única bola extendida hasta los confines del universo[30]. El corte no se opone a la continuidad, la condiciona, implica o define lo que corta como continuidad ideal. Pues, como hemos visto, toda máquina es máquina de máquina. La máquina sólo produce un corte de flujo cuando está conectada a otra máquina que se supone productora del flujo. Y sin duda, esta otra máquina es, en realidad, a ¿u vez corte. Pero no lo es más que en relación con la tercera máquina que produce idealmente, es decir, relativamente, un flujo continuo infinito. Así por ejemplo, la máquina-ano y la máquina-intestino, la máquina-intestino y la máquina-estómago, la máquina-estómago y la máquina-boca, la máquina-boca y el flujo del rebaño («y además, y además, y además...»). En una palabra, toda máquina es corte de flujo con respecto a aquélla a la que está conectada, pero ella misma es flujo o producción de flujo con respecto a la que se le conecta. Esta es la ley de la producción de producción. Por ello, en el límite de las conexiones transversales o transfinitas, el objeto parcial y el flujo continuo, el corte y la conexión, se confunden en uno —en todo lugar cortes, flujos de donde brota el deseo, y que son su productividad, realizando siempre el injerto del producir sobre el producto (es muy curioso como Melanie Klein, en su profundo descubrimiento de los objetos parciales, olvida a este respecto el estudio de los flujos y los considera sin importancia: de ese modo, cortocircuita todas las conexiones)[31].
Connecticut, Connect — I — cut, grita el pequeño Joey. Bettelheim traza el cuadro de este niño que no vive, no come, no defeca o no duerma mis que enchufándose a máquinas provistas de motores, de hilos, de lámparas, de carburadores, de hélices y de volantes: máquina eléctrica alimenticia, máquina-auto para respirar, máquina luminosa anal. Pocos ejemplos muestran tan bien el régimen de la producción deseante, y el modo como la rotura, o el desarreglo, forma parte del propio funcionamiento, o el corte, de las conexiones maquinales. Sin duda, se puede objetar que esta vida mecánica, esquizofrénica, expresa la ausencia y la destrucción del deseo más bien que el deseo, y supone determinadas actividades parentales de extremada negación ante las que el niño reacciona convirtiéndose en máquina. Pero incluso Bettelheim, favorable a una causalidad edípica o preedípica, reconoce que ésta no puede intervenir más que como respuesta a aspectos autónomos de la productividad o de la actividad del niño, Ubre a continuación para determinar en él una estasis improductiva o una actitud de retirada absoluta. Por tanto, existe en primer lugar una «reacción autónoma ante la experiencia total de la vida de la cual la madre no es más que una parte»[32]. Además, no es preciso creer que son las propias máquinas las que dan fe de la pérdida o de la represión ¿el deseo (lo que Bettelheim traduce en términos de autismo). Siempre volvemos a encontrar el mismo problema: ¿cómo el proceso de producción del deseo, cómo las máquinas deseantes del niño han empezado a girar en el vacío hasta el infinito, hasta llegar a producir el niño-máquina? ¿cómo se ha transformado el proceso en fin? ¿o bien, cómo ha sido víctima de una interrupción prematura, o de una horrible agravación extrema? Sólo en relación con el cuerpo sin órganos se produce algo, contraproducto, que desvía o exaspera toda la producción de la que, sin embargo, forma parte. Pero la máquina queda como deseo, posición de deseo que prosigue su historia a través de la represión originaria y el retorno de lo reprimido, en la sucesión de las máquinas paranoicas, máquinas milagrosas y máquinas célibes por las que pasa Joey, a medida que progresa la terapéutica de Bettelheim. En segundo lugar, toda máquina implica una especie de código que se encuentra tramado, almacenado en ella. Este código es inseparable no sólo de su registro y de su transmisión en las diferentes regiones del cuerpo, sino también del registro de cada una de las regiones en sus relaciones con las otras. Un órgano puede estar asociado a diversos flujos según diferentes conexiones; puede vacilar entre varias regiones, e incluso puede tomar sobre sí mismo el régimen de otro órgano (la boca anoréxica). Toda clase de cuestiones funcionales se plantean: ¿qué flujo cortar? ¿dónde cortar? ¿cómo y de qué modo? ¿Qué sitio hay que dejar a otros productores o antiproductores (el lugar del hermano pequeño)? ¿Es preciso o no es preciso atragantarse con lo que uno come, tragar el aire, cagar con la boca? En todo lugar los registros, las informaciones, las transmisiones, forman un cuadriculado de disyunciones, de distinto tipo que las conexiones precedentes. Pertenece a Lacan el descubrimiento de este rico dominio de un código del inconsciente, envolviendo la o las cadenas significantes; y el haber transformado de este modo el análisis (en este aspecto el texto básico es la Lettre volée). Pero qué extraño es este dominio en virtud de su multiplicidad, hasta el punto que apenas podemos hablar de una cadena o incluso de un código deseante. Las cadenas son llamadas significantes porque están hechas con signos, pero estos signos no son en sí mismos significantes. El código se parece menos a un lenguaje que a una jerga, formación abierta y polívoca. Los signos aquí son de cualquier naturaleza, indiferentes a su soporte (¿o es el soporte el que les es indiferente? El soporte es el cuerpo sin órganos). Carecen de plan previo, trabajan a todos los niveles y en todas las conexiones; cada uno habla su propia lengua y establece con los otros síntesis tanto más directas en transversal en cuanto permanecen indirectas en la dimensión de los elementos. Las disyunciones propias a estas cadenas todavía no implican ninguna exclusión, las exclusiones no pueden surgir más que por un juego de inhibidores y de represores que vienen a determinar el soporte y a fijar un sujeto específico y personal[33]. Ninguna cadena es homogénea, pero se parece a un desfile de letras de diferentes alfabetos en el que surgirían de repente un ideograma, un pictograma, la pequeña imagen de un elefante que pasa o de un sol que se levanta. De repente, en la cadena que mezcla (sin componerlos) fonemas, morfemas, etc., aparecen los bigotes de papá, el brazo levantado de mamá, una cinta, una muchacha, un policía, un zapato. Cada cadena captura fragmentos de otras cadenas de las que saca una plusvalía, como el código (o cifrado) de la orquídea «saca» la forma de una avispa: fenómeno de plusvalía de código. Todo un sistema de agujas y de sacar a suerte forman fenómenos aleatorios parcialmente dependientes, parecidos a una cadena de Markoff. Los registros de transmisiones provenientes de los códigos internos; del medio exterior, de una región a otra del organismo, se cruzan según las vías perpetuamente ramificadas de la gran síntesis disyuntiva. Si allí existe una escritura, es una escritura en el mismo Real, extrañamente polívoca y nunca bi-unívoca, lineal, una escritura transcursiva y nunca discursiva: todo el campo de la «inorganización real» de las síntesis pasivas, en el que en vano se buscaría algo que se pudiese Llamar el significante, y que no cesa de componer y descomponer las cadenas en signos que no poseen ninguna vocación para ser significantes. Producir el deseo, ésta es la única vocación del signo, en todos los sentidos en que ello se maquina.
Estas cadenas son sin cesar el lugar de alejamiento en todas direcciones, en todas partes esquizias que se valen por sí mismas y que sobre todo no es preciso llenar. Esta es, por tanto, la segunda característica de la máquina: cortes-separación, que no se confunden con los cortes-extracción. Estos llevan a flujos continuos y remiten a los objetos parciales. Aquellos conciernen a las cadenas heterogéneas y proceden por segmentos separables, stocks móviles, como bloques o ladrillos volantes. Es preciso concebir cada ladrillo emitido a distancia y compuesto por elementos heterogéneos: no sólo encerrando una inscripción con signos de diferentes alfabetos, sino también con figuras y luego una o varias pajas, y tal vez un cadáver. La extracción o toma de flujo implica la separación de la cadena; y los objetos parciales de la producción suponen los stocks o los ladrillos de registro, en la coexistencia y la interacción de todas las síntesis. ¿Cómo podría haber extracción parcial en un flujo, sin separación fragmentaria en un código que llega a informar el flujo? Si hace poco dijimos que el esquizo está en el límite de los flujos descodificados del deseo, era preciso entenderlo como de los códigos sociales en los que un Significante despótico aplasta todas las cadenas, las linealiza, les da una bi-univocidad, y se sirve de los ladrillos como de otros tantos elementos inmóviles para una muralla de la China imperial. Pero el esquizo los separa, los despega, se los lleva en todos los sentidos para recobrar una nueva polivocidad que es el código del deseo. Toda composición, y también toda descomposición, se realiza con ladrillos móviles. Diaschisis y diaspasis, decía Monakow: sea una lesión que se extiende según fibras que la unen a otras regiones y en ellas provoca a distancia fenómenos incomprensibles desde un punto de vista puramente mecanicista (pero no maquínico); sea un trastorno de la vida humoral que lleva consigo una desviación de la energía nerviosa y la instauración de direcciones rotas, fragmentadas, en la esfera de los instintos. Los ladrillos son las piezas esenciales de las máquinas deseantes desde el punto de vista del procedimiento de registro; a la vez partes componentes y productos de descomposición que no se localizan especialmente más que en tal o cual momento, en relación con la gran máquina temporal que es el sistema nervioso (máquina melódica del tipo «caja de música», de localización no espacial)[34]. Lo que produce el carácter desigual del libro de Monakow y Mourgue es su superación infinita de todo el jacksonismo en el que se inspira, es la teoría de los ladrillos, de su separación y su fragmentación, pero sobre todo es que una teoría semejante supone haber introducido el deseo en la neurología.
El tercer corte de la máquina deseante es el corte-resto o residuo, que produce un sujeto al lado de la máquina, pieza adyacente de la máquina. Y si este sujeto no tiene identidad específica o personal, si recorre el cuerpo sin órganos sin romper su indiferencia, es debido a que no sólo es una parte al lado de la máquina, sino una parte a su vez partida, a la que llegan partes correspondientes a las separaciones de cadena y a las extracciones de flujo realizadas por la máquina. Además, consume los estados por los que pasa, y nace de estos estados, siempre deducido de estos estados como una parte formada de partes, de las que cada una llena en un momento el cuerpo sin órganos. Lo que permite a Lacan desarrollar un juego maquínico más que etimológico, parere / procurar, separare / separar, ss parere I engendrarse a sí mismo, al señalar el carácter intensivo de un juego de esta clase: la parte no tiene nada que ver con el todo, «ella desempeña su parte por completo sola. El sujeto procede aquí de su partición a su parto..., por ello, el sujeto puede procurarse lo que aquí le concierne, un estado que nosotros calificaremos como civil. Nada en la vida de nadie desencadena más encarnizamiento para lograrlo. Para ser pan, sacrificaría una gran parte de sus intereses»...[35] No más que los otros cortes, el corte subjetivo no designa una carencia, sino al contrario una parte que vuelve al sujeto como parte, una renta que vuelve al sujeto como resto (incluso ahí, ¡qué mal modelo es el modelo edípico de la castración!) Ocurre que los cortes no son el resultado de un análisis, pues son síntesis. Son las síntesis que producen las divisiones. Consideremos el ejemplo del retorno de la leche en el eructo del niño; a la vez es restitución de extracción en el flujo asociativo, reproducción de separación o alejamiento en la cadena significante, residuo que vuelve al sujeto por su propia parte. La máquina deseante no es una metáfora; es lo que corta y es cortado según estos tres modos. El primer modo remite a la síntesis conectiva y moviliza la libido como energía de extracción. El segundo remite a la síntesis disyuntiva y moviliza el Numen como energía de separación. El tercero remite a la síntesis conjuntiva y moviliza la Voluptas como energía residual. Bajo estos tres aspectos, el proceso de la producción deseante es simultáneamente producción de producción, producción de registro, producción de consumo. Extraer, separar, «dar restos», es producir y efectuar las operaciones reales del deseo.

***

En las máquinas deseantes todo funciona al mismo tiempo, pero en los hiatos y las rupturas, las averías y los fallos, las intermitencias y los cortocircuitos, las distancias y las parcelaciones, en una suma que nunca reúne sus partes en un todo. En ellas los cortes son productivos, e incluso son reuniones. Las disyunciones, en tanto que disyunciones, son inclusivas. Los propios consumos son pasos, devenires y regresos. Maurice Blanchot ha sabido plantear el problema con todo rigor, al nivel de una máquina literaria: ¿cómo producir, y pensar, fragmentos que tengan entre sí relaciones de diferencia en tanto que tal, que tengan como relaciones entre sí a su propia diferencia, sin referencias a una totalidad original incluso perdida, ni a un totalidad resultante incluso por llegar?[36] Sólo la categoría de multiplicidad, empleada como sustantivo y superando lo múltiple tanto como lo Uno, superando la relación predicativa de lo Uno y de lo múltiple, es capaz de dar cuenta de la producción deseante: la producción deseante es multiplicidad pura, es decir, afirmación irreductible a la unidad. Estamos en la edad de los objetos parciales, de los ladrillos y de los restos o residuos. Ya no creemos en estos falsos fragmentos que, como los pedazos de la estatua antigua, esperan ser completados y vueltos a pegar para componer una unidad que además es la unidad de origen. Ya no creemos en una totalidad original ni en una totalidad de destino. Ya no creemos en la grisalla de una insulsa dialéctica evolutiva, que pretende pacificar los pedazos limando sus bordes. No creemos en totalidades más que al lado. Y si encontramos una totalidad tal al lado de partes, esta totalidad es un todo de aquellas partes, pero que no las totaliza, es una unidad de todas aquellas partes, pero que no las unifica, y que se añade a ellas como una nueva parte compuesta aparte. «Surge, pero aplicándose esta vez al conjunto, como determinado pedazo compuesto aparte, nacido de una inspiración» — nos dice Proust de la unidad de la obra de Balzac, pero también de la suya. Y en la máquina literaria de la Recherche du temps perdu, es sorprendente hasta que punto todas las partes son producidas como lados disimétricos, direcciones rotas, cajas cerradas, vasos no comunicantes, compartimentos, en los que incluso las contigüidades son distancias, y las distancias afirmaciones, pedazos de puzzle que no pertenecen a uno solo, sino a puzzles diferentes, violentamente insertados unos en otros, siempre locales y nunca específicos, y sus bordes discordantes siempre forzados, profanados, imbricados unos en otros, siempre con restos. Esta es la obra esquizoide por excelencia: podríamos decir que la culpabilidad, las declaraciones de culpabilidad, no están presentes más que para reír. (En términos kleinianos se podría decir que la posición depresiva no es más que una cobertura para una posición esquizoide más profunda). Pues los rigores de la ley sólo en apariencia expresan la protesta de lo Uno y, por el contrario, encuentran su verdadero objeto en la absolución de los universos parcelados, en los que la ley no reúne nada en un Todo, sino que por el contrario mide y distribuye las separaciones, las dispersiones, los estallidos de los que saca su inocencia en la locura. Por ello, el tema aparente de la culpabilidad, se entrelaza en Proust con otro tema que lo niega, el de la ingenuidad vegetal en la separación de los sexos, en los encuentros de Charlus así como en el sueño de Albertine, allí donde reinan las flores y se revela la inocencia de la locura, locura manifiesta de Charlus o locura supuesta de Albertine.
Pues Proust decía que el todo es producido, que es producido como una parte al lado de las partes, que ni unifica ni totaliza, sino que se aplica a ellas instaurando solamente comunicaciones aberrantes entre vasos no comunicantes, unidades transversales entre elementos que mantienen toda su diferencia en sus propias dimensiones. Así por ejemplo, en el viaje en ferrocarril, nunca hay totalidad de lo que se ve ni unidad de los puntos de vista; sólo en la transversal que traza el viajero enloquecido de una ventana a otra, «para aproximar, para pegar los fragmentos intermitentes y opuestos». Aproximar, pegar, es lo que Joyce denominaba «re-embody». El cuerpo sin órganos es producido como un todo, pero en su debido lugar, en el proceso de producción, al lado de las partes que ni unifica ni totaliza. Y cuando se aplica a ellas, se vuelca sobre ellas, e induce comunicaciones transversales, avisos transfinitos, inscripciones polívocas y transcursivas, sobre su propia superficie en la que los cortes funcionales de los objetos parciales no cesan de ser recortados por los cortes de cadenas significantes y por los cortes de un sujeto que allí se orienta. El todo no sólo coexiste con las partes es contiguo, él mismo producido aparte, y aplicándose a ellas: los genetistas lo muestran a su modo cuando dicen que «los aminoácidos son asimilados individualmente en la célula, pues son colocados en el orden conveniente por un mecanismo análogo a un molde en el que la cadena lateral característica de cada ácido se coloca en su propia posición»[37]. Por regla general, el problema de las relaciones partes-todo permanece mal planteado tanto por el mecanicismo como por el vitalismo clásicos, en tanto el todo es considerado como totalidad derivada de las partes, o como totalidad originaria de la que emanan las partes, o como totalización dialéctica. El mecanicismo no mas que el vitalismo, no ha captado la naturaleza de las máquinas deseantes, ni la doble necesidad de introducir la producción en el deseo tanto como el deseo en la mecánica.
No hay una evolución de las pulsiones que las haría progresar, con sus objetos, hacia un todo de integración, como tampoco hay una totalidad primitiva de la que derivarían. Melanie Klein hizo el maravilloso descubrimiento de los objetos parciales, este mundo de explosiones, de rotaciones, de vibraciones. Sin embargo, ¿cómo explicar que fracase en la lógica de estos objetos? En primer lugar, ocurre que Melanie Klein los piensa como fantasmas y los juzga desde el punto de vista del consumo, y no como producción real. Asigna mecanismos de causa (como la introyección y la proyección), de efecto (gratificación y frustración), de expresión (lo bueno y lo malo), que le imponen una concepción idealista del objeto parcial. No lo vincula a un verdadero proceso, de producción como podría ser el de las máquinas deseantes. En segundo lugar, Melanie Klein no se desembaraza de la idea de que los objetos parciales esquizo-paranoides remiten a un todo, ya original en una fase primitiva, ya por llegar en la posición depresiva ulterior (el Objeto completo). Los objetos parciales, por tanto, le parecen extraídos de personas globales; y no sólo entran en totalidades de integración concernientes al yo, el objeto y las pulsiones, sino que además ya constituyen el primer tipo de relación objetal entre el yo, el padre y la madre. Ahora bien, precisamente es ahí donde todo se decide a fin de cuentas. Es por completo cierto que los objetos parciales tienen en si mismos una carga suficiente -como para hacer estallar a Edipo y destituirle de su imbécil pretensión de representar el inconsciente, de triangular el inconsciente, de captar toda la producción deseante. La cuestión que aquí se plantea no es en modo alguno la de una importancia relativa de lo que podemos llamar preedípico con respecto a Edipo (pues «preedípico» todavía presenta una referencia evolutiva o estructural con Edipo). La cuestión es la del carácter absolutamente anedípico de la producción deseante. Pero por conservar el punto de vista del todo, de las personas globales y de los objetos completos — y tal vez también por querer evitar lo peor con respecto a la Asociación Psicoanalitica Internacional que escribió sobre su puerta; «que nadie entre aquí si no es edípico»—, Melanie Klein no utiliza los objetos parciales para hacer saltar la picota de Edipo, sino al contrario, los utiliza o finge utilizarlos para diluir Edipo, para miniaturizarlo, multiplicarlo, esparcirlo en la primera infancia.
Y si escogemos el ejemplo menos edipizante de todos los psicoanalistas, es para mostrar el «forcing» que debe realizar para armonizar a Edipo con la producción deseante. Con mayor razón se dará en los psicoanalistas normales que ni siquiera tienen conciencia del «movimiento». No es sugestión, es terrorismo. Melanie Klein escribe: «La primera vez que Dick vino a mi consulta no manifestó ninguna emoción cuando su niñera me lo confió. Cuando le enseñé los juguetes que tenía preparados, los miró sin el menor interés. Cogí un tren grande y lo coloqué al lado de un tren más pequeño y los llamé con el nombre de “tren papá” y “tren Dick”. . A continuación, tomó el tren que yo había llamado “Dick” y lo hizo rodar hasta la ventana y dijo “Estación”. Yo le expliqué “la estación es mamá; Dick entra en mamá". Dejó el tren y corrió a colocarse entre la puerta interior y la puerta exterior de la habitación, se encerró diciendo “negro” y salió en seguida corriendo. Repitió varias veces esta operación. Le expliqué que “en mamá se está negro; Dick está en el negro de mamá”... Cuando su análisis hubo progresado... Dick descubrió también que el lavabo simbolizaba el cuerpo materno y manifestó un miedo extraordinario a mojarse con el agua»[38]. ¡Di que es Edipo o si no recibirás una bofetada! El psicoanalista nunca pregunta: «¿Qué son para ti tus máquinas deseantes?», sino que exclama: «¡Responde papá-mamá cuando te hablo!» Incluso Melanie Klein... Entonces toda la producción deseante es aplastada, abatida, sobre las imágenes parentales, alineada en las fases preedípicas, totalizada en Edipo: de este modo, la lógica de los objetos parciales es reducida a nada. Edipo se convierte desde ahora para nosotros en la piedra de toque de la lógica. Pues, como ya lo presentíamos al principio, los objetos parciales sólo en apariencia son extraídos de las personas globales; son producidos realmente por extracción sobre un flujo o una hylè no personal, con la que comunican al conectarse con otros objetos parciales. El inconsciente ignora las personas. Los objetos parciales no son representantes de los personajes parentales ni de los soportes de relaciones familiares; son piezas en las máquinas deseantes, que remiten a un proceso y a relaciones de producción irreductibles y primeras con respecto a lo que se deja registrar en la figura de Edipo.
Cuando se habla de la ruptura Freud-Jung, se olvida demasiado a menudo el punto de partida modesto y práctico: Jung señalaba que en la transferencia el psicoanalista aparecía a menudo como un diablo, un dios, un brujo y que sus papeles o funciones desbordaban de manera singular las imágenes parentales. Sin embargo, toda la problemática a continuación se desvió, a pesar de que el principio era bueno. Exactamente igual ocurre con los juegos de los niños. Un niño no juega sólo a papá-mamá. También juega al brujo, al cow-boy, al policía y al ladrón, al tren y los coches. El tren no es forzosamente papá, ni la estación mamá. El problema no conduce al carácter sexual de las máquinas deseantes, sino al carácter familiar de esta sexualidad. Se admite que, cuando se ha hecho mayor, el niño se encuentra engarzado en relaciones sociales que ya no son familiares. Pero como se considera que estas relaciones sólo llegan después de las otras, no quedan más que dos vías posibles: o admitir que la sexualidad se sublima o se neutraliza en las relaciones sociales (y metafísicas), bajo la forma de un «después» analítico; o admitir que estas relaciones ponen en juego una energía no sexual, que la sexualidad a su vez se contentaría con simbolizar como un «más allá» anagógico. Es ahí donde Freud y Jung ya no se entienden. Aunque al menos tienen en común el creer que la libido no puede cargar o catexizar un campo social o metafísico sin mediación. Sin embargo, no es así. Consideremos un niño que juega o que explora a gatas las habitaciones de la casa. Contempla un enchufe eléctrico, trama su cuerpo, se sirve de una pierna como de una rama, entra en la cocina, en el despacho, manipula cochecitos. Es evidente que la presencia de los padres es constante y que el niño nada puede sin ellos. Pero éste no es el problema. El problema radica en saber si todo lo 'que le concierne es vivido como representante de los padres. Desde su nacimiento, la cuna, el seno, la tetina, los excrementos, son máquinas deseantes en conexión con las partes de su cuerpo. Nos parece contradictorio decir a la vez que el niño vive entre los objetos parciales y que lo que capta en los objetos parciales son las personas parentales incluso en pedazos. En rigor, no es cierto que el seno sea tomado o extraído del cuerpo de la madre, pues existe como pieza de una máquina deseante, en conexión con la boca, extraído de un flujo de leche no-personal, escaso o denso. Una máquina deseante, un objeto parcial no representa nada: no es representativo. Más bien es soporte de relaciones y distribuidor de agentes; pero estos agentes no son personas, como tampoco estas relaciones son intersubjetivas. Son simples relaciones de producción, agentes de producción y de antiproducción Bradbury nos lo señala claramente cuando describe la guardería como lugar de producción deseante y de fantasma de grupo, que no combina más que objetos parciales y agentes[39]. El niño está continuamente en familia; pero en familia y desde el principio, lleva a cabo inmediatamente una formidable experiencia no-familiar que el psicoanálisis deja escapar. El cuadro de Lindner.
No se trata de negar la importancia vital y amorosa de los padres. Se trata de saber cuál es su lugar y su función en la producción deseante, en lugar de hacer a la inversa, haciendo recaer todo el juego de las máquinas deseantes en el código restringido de Edipo. ¿Cómo se forman los lugares y funciones que los padres van a ocupar en calidad de agentes especiales, en relación con otros agentes? Pues Edipo no existe desde el principio más que abierto a las cuatro esquinas de un campo social, de un campo de producción directamente cargado por la libido. Parece evidente que los padres aparecen en la superficie de registro de la producción deseante. Pero todo el problema de Edipo es justamente éste: ¿bajo la acción de qué fuerzas se cierra la triangulación edípica? ¿en qué condiciones la triangulación canaliza el deseo sobre una superficie que no la implicaba por sí misma? ¿cómo forma la triangulación un tipo de inscripción para experiencias y maquinaciones que la desbordan por todas partes? En este sentido, y sólo en este sentido, el niño relaciona el seno como objeto parcial con la persona materna, y no cesa de consultar el rostro materno. «Relacionar» no designa aquí una relación natural productiva, sino una información, una inscripción en la inscripción, en el Numen. El niño posee desde su más tierna edad toda una vida. deseante, todo un conjunto de relaciones no familiares con los objetos y las máquinas del deseo, que no se relaciona con los padres desde el punto de vista de la producción inmediata, sino que está relacionado con ellos (con amor u odio) desde el punto de vista del registro del proceso, y en determinadas condiciones muy particulares de este registro, incluso si éstas reaccionan sobre el propio proceso (feed-back).
Es entre los objetos parciales y en las relaciones no familiares de la producción deseante que el niño siente su vida y se pregunta qué es vivir, incluso si la cuestión debe «relacionarse» con los padres y no puede recibir una respuesta provisional más que en las relaciones familiares. «Me acuerdo desde los ocho años, e incluso antes, que me preguntaba siempre quién era, lo que era y por qué vivía, me acuerdo de que a los seis años en una casa del bulevar de la Blancarde en Marsella (exactamente en el número 59) me pregunté a la hora de la merienda, pan con chocolate que una cierta mujer llamada madre me daba, lo que era ser y vivir, lo que era verse respirar, y haber querido respirarme con el fin de sentir el hecho de vivir y ver si me convenía y en qué me convenía»[40]. Aquí radica lo esencial: una cuestión se plantea al niño, que tal vez será «relacionada» con la mujer llamada mamá, pero que no es producida en función de ella, pues es producida en el juego de las máquinas deseantes, por ejemplo, al nivel de la máquina boca-aire o de la máquina de saborear — ¿qué es vivir? ¿qué es respirar? ¿qué soy yo? ¿qué es la máquina de respirar sobre mi cuerpo sin órganos? El niño es un ser metafísico. Al igual que para el cogito cartesiano, los padres no habitan en estas cuestiones. Y nos equivocamos si confundimos el hecho de que la cuestión sea relacionada con los padres (en el sentido de relatada, expresada) con la idea de que la cuestión se refiere a ellos (en el sentido de una relación natural con ellos). Al enmarcar la vida del niño en el Edipo, al convertir las relaciones familiares en la universal mediación de la infancia, nos condenamos a desconocer la producción del propio inconsciente y los mecanismos colectivos que se asientan sobre el inconsciente, principalmente todo el juego de la represión originaria, de las máquinas deseantes y del cuerpo sin órganos. Pues el inconsciente es huérfano, y él mismo se produce en la identidad de la naturaleza y el hombre. La autoproducción del inconsciente surge en el mismo punto donde el sujeto del cogito cartesiano se descubría sin padres, allí donde también el pensador socialista descubría en la producción la unidad del hombre y la naturaleza, allí donde el ciclo descubre su independencia con respecto a la regresión parental indefinida.

Ja na pas
á papa-mama

Hemos visto cómo los dos sentidos de «proceso» se confundían: el proceso como producción metafísica de lo demoníaco en la naturaleza y el proceso como producción social de las máquinas deseantes en la historia. Las relaciones sociales y las relaciones metafísicas no constituyen un después o un más allá. Estas relaciones deben ser reconocidas en todas las instancias psico-patológicas, y su importancia será tanto mayor cuanto más se refiera a síndromes psicóticos que se presenten bajo los aspectos más embrutecidos y más desocializados. Ahora bien, ya en la vida del niño, desde los comportamientos más elementales del niño de pecho, estas relaciones se tejen con los objetos parciales, los agentes de producción, los factores de antiproducción, según las leyes de la producción deseante en su conjunto. Al no ver desde el principio cuál es la naturaleza de esta producción deseante, ni cómo, en. que condiciones, bajo qué presiones la triangulación edípica interviene en el registro del proceso, nos encontramos presos en las redes de un edipismo difuso y generalizado que desfigura radicalmente la vida del niño y sus consecuencias, los problemas neuróticos y psicóticos del adulto, y el conjunto de la sexualidad. Recordemos y no olvidemos la reacción de Lawrence ante el psicoanálisis. Al menos en él su reticencia no provenía de un temor ante el descubrimiento de la sexualidad. Sin embargo, tenía la impresión, mera impresión, de que el psicoanálisis estaba encerrando la sexualidad en una extraña caja con adornos burgueses, en una especie de triángulo artificial bastante desagradable, que ahogaba toda la sexualidad como producción de deseo, para rehacerla de nuevo bajo el «sucio secretito», el secretito familiar, un teatro íntimo en lugar de la fábrica fantástica. Naturaleza y Producción. Tenía la impresión de que la sexualidad poseía más fuerza o potencia. Quizás el psicoanálisis podría llegar a «desinfectar el sucio secretito», pero no por ello dejaba de ser el pobre y sucio secreto del Edipo-tirano moderno. ¿Es posible que, de este modo, el psicoanálisis asuma de nuevo una vieja tentativa para envilecer-nos, rebajarnos, y hacernos culpables? Michel Foucault ha podido señalar hasta qué punto la relación de la locura con la familia estaba basada en un desarrollo que afectaba al conjunto de la sociedad burguesa del siglo XIX y que confiaba a la familia funciones a través de las que se evaluaban la responsabilidad de sus miembros y su culpabilidad eventual. Ahora bien, en la medida que el psicoanálisis envuelve la locura en un «complejo parental» y encuentra la confesión de culpabilidad en las figuras de autocastigo que resultan de Edipo, el psicoanálisis no innova, sino que concluye lo que había empezado la psiquiatría del siglo XIX: hacer aparecer un discurso familiar y moralizado de la patología mental, vincular la locura «a la dialéctica semi-real semi-imaginaria de la Familia», descifrar en ella «el atentado incesante contra el padre», «el sordo estribo de los instintos contra la solidez de la institución familiar y contra sus símbolos más arcaicos»[41]. Entonces, en vez de participar en una empresa de liberación efectiva, el psicoanálisis se une a la obra de represión burguesa más general, la que consiste en mantener a la humanidad europea bajo el yugo del papá-mamá, lo que impide acabar con aquél problema.

[1] Cf. el texto de Büchner, Lenz, tr. fr. Ed. Fontaine (tr. cast. Ed. Montesinos, 1981).
[2] El cuerpo bajo la piel es una fábrica recalentada / y fuera / el enfermo brilla, / reluce, / con todos sus poros, / reventados. (N. del T.) Artaud, Van Gogh le suicidé de la société (tr. cast., Fundamentos, 1977)._
[3] Cuando Georges Bataille habla de gastos o consumos suntuarios, no productivos, en relación con la energía de la naturaleza, se trata de gastos o consumos que no se inscriben en la esfera supuestamente independiente de la producción humana en tanto que determinada por «lo útil»: se trata, por tanto, de lo que nosotros llamamos producción de consumo (cf. La Notion de dépense y la Part maudite, Ed. De Minuit) (La parte maldita, tr. cast. EDHASA, 1974).
[4] Sobre la identidad Naturaleza-Producción y la vida genérica, según Marx, cf. los comentarios de Gerard Granel, «L'Ontologie marxiste de 1844 et la question de la coupure», en 1'Endurance de la pensée, Plon, 1968, págs. 301-310.
[5] D. H. Lawrence, La Verge d'Aaron, tt. fr. Gallimard, pág. 199.
[6] Henry Miller, Trapique du Cancer, cap. XIII («... y mis entrañas se expanden en un inmenso flujo esquizofrénico, evacuación que me coloca frente a frente con lo absoluto...») (trad. cast. Ed. Bruguera, 1982).

[7] Henri Michaux, Les Grandes épreuves de l’esprit, Gallimard, 1966, págs. 26 y sg.
[8] Claude Lévi-Strauss, La Pensée sauvage, Plon, 1962, págs. 26 y sg. (tr. cast. F.C.E)
[9] Artaud, en 84, n.° 5-6, 1948.
[10] Víctor Tausk, «De la genèse de 1'appareil á influencer au cours de la schizophrénie», 1919, tr. fr. en La Psychanalyse, n.° 4.

[11] Marx, Le Capital. III, cap. 25-(Pléiade II, pág. 1435). (Tr. cast. Siglo XXI). Cf. Althusser, Lire le Capital, los comentarios de Balibar, t. II, págs. 213 sg., y Macherey, t. I, págs. 201 sg. (Maspero, 1965) (tr. cast..Ed. Siglo XXI).
[12] Beckett, «Assez», in Têtes-mortes, Ed. de Minuit, 1967, págs. 40-41 (tr. cast. Ed. Tusquets, 1978).
[13] Freud, Cinq psychanalyses, tr. fr. P.U.F., pág. 297 (tr. cast. Obras completas, Ed. Biblioteca Nueva», 1981).

* No creo ni en padre ni en madre. La segunda estrofa es intraducibie o ilegible, un ejemplo de traducción libre podría ser: Ya nada con papá-mamá. (N. del T.)
[14] W, Morgenthaler, «Adolf Wölfli», tr. fr. L'Art brut, n.° 2.
[15] L'Art brut, n.° 3, pág. 63.
[16] Michel Carrouges, Les Machines célibataires, Arcanes, 1954.
[17] W. R. Bion es el primero que ha insistido en esta importancia del Yo siento; sin embargo, la inscribe tan sólo en el orden del fantasma, y realiza un paralelo afectivo con el Yo pienso. Cf. Elements of Psycho-anal-fsis, Heinemann, 1963, páginas 94 sg.

[18] Artaud, La Pèse-nerfs, Gallimard, Oeuvres complètes I, pág. 112 (tr. cast. El pesa-nervios, Ed. Corazón, 1976).
[19] Pierre Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux, Mercure de France, 1969 (tr. cast. Ed. Seix Barral).

[20] G. de Clerambaut;, Oeuvre psychiatrique, P.U.F.
[21] Kant, Critique du jugement, Introducción, 3 (tr. cast. Ed. Espasa Calpe, 1981).
[22] Clément Rosset, Logique du pire, P.U.F., 1970, pag. 37 (tr. cast. Ed. Barral, 1976).
[23] La admirable teoría sobre el deseo de Lacan creemos que tiene dos polos; uno con relación al «pequeño objeto-a» como máquina descante, que define el deseo por una producción real, superando toda idea de necesidad y también de fantasma; otro con relación al «gran Otro» como significante, que reintroduce una cierta idea de carencia. Podemos ver claramente la oscilación entre estos dos polos en el articulo de Leclaire sobre «La Realité du desir» (en Sexualité humaine, Aubier, 1970).
[24] H., Miller, Sexus, tr. fr. Buchet-Chastel, pág. 277 (tr. cast, Seix Bairal, 1984).
[25] Maurice Clavel señala, a propósito de Sartre, que una filosofía marxista no permite que se introduzca en el principio la noción de escasez o rareza: «Esta escasez anterior a la explotación erige en realidad nunca independiente, puesto que está situada a un nivel primordial, la ley de la oferta y la demanda. Por tanto, ya no se trata de incluir o deducir esta ley en el marxismo, puesto que es inmediatamente legible desee antes, en un plano del que el marxismo mismo se derivaría. Marx, neuroso, se niega a utilizar la noción de rareza (en el sentido de escasez. N. del T.), y debe negarla, pues esta categoría lo arruinaría» (Qui est aliené?, Flammarion, 1970, pág. 330).
[26] Reich, Psycologie de masse du fascisme (tr. cast. Ed. Bruguera, 1980).
[27] En los culturalistas encontramos una distinción entre sistemas racionales y sistemas proyectivos, no aplicándose el psicoanálisis más que a estos últimos (por ejemplo, Kardiner). A pesar de su hostilidad frente al culturalismo, Reich, y también Marcuse, recogen algún aspecto de esta dualidad, aunque determinan y aprecian de un modo por completo distinto lo racional y lo irracional.
[28] Jankelevitch, Ravel, Ed. du Seuil, pags. 74-80.
[29] Sobre la histeria, la esquizofrenia y sus relaciones con estructuras sociales cf. los análisis de Georges Devereux, Essais d'ethnopsychiatrie général, tr. fr. Gallimard, págs. 67 sg. (tr. cast. Barral Editores, 1973), y las hermosas páginas de Jaspers, Strindberg et van Gogh, tr. fr. Ed. de Minuit, págs. 232-236 (tr. cast. Ed. Aguilar) (¿En nuestra época, es la locura «una condición, de completa sinceridad, en campos en los que, en tiempos menos incoherentes, hubieran sido posibles sin ella experiencia y expresión honesta»? — pregunta que Jaspers corrige añadiendo; «Hemos visto que antaño algunos seres se esforzaban por lograr la histeria; del mismo modo, hoy podríamos decir que muchos se esfuerzan por llegar a la locura. Pero si la primera tentativa es posible psicológicamente en cierta medida, la otra no lo es en modo alguno y sólo puede conducir a la mentira.»).
[30] Roben Jaulin, La Mort Sara, Plon, 1967, pág. 122.
[31] Melanio Klein, La Psychanalyse des enfants, P.U.F.: «La orina en su aspecto positivo es un equivalente de la leche materna, el inconsciente no distingue en absoluto entre las substancias del cuerpo.»
[32] Brorio Bettelheim, La Forteresse vide, 1967, tr. fr. Gallimard, pág. 300. (trad. cast. Ed. Laia, 1981).
[33] Lacan, Ecrits, «Remarque sur le rapport de Daniel Lagache», ed. du Seuil, pág. 658: «...una exclusión que proviene de estos signos como tales y que no puede ejercerse más que como condición de consistencia en una cadena por constituir; añadamos que la dimensión en la que se controla esta condición es sólo la traducción de la que una cadena tal es capaz. Detengámonos todavía un instante en este loto. Para considerar que es la inorganización real por la que estos elementos están mezclados, en lo ordinal, al azar, la que con motivo de su salida nos hace sacar las suertes...».
[34] Monakow y Mourgue, Introduction biologique à 1'étude de la neurologie et de la psycho-pathologie, Alcan, 1928.
[35] Lacan, Ecrits, «Position de 1'inconscient», vía. 843. (Tr. cast. abv. Ed. Siglo XXI).
[36] Maurice Blanchot, L'Entretien infini, Gallimard, 1969, págs. 451-452.
[37] J. H. Rush, L’Origine de la vie, tr. fr. Payot, pág. 141.
[38] Melanie Klein, Essais de psychanalyse, tr. fr. Payot, págs. 269-271 (el subrayado es nuestro).
[39] Bradbury, L’Homme illustré, «La Brousse», tr. fr. Denoël (tr. cast. EDHASA, 1980).
[40] Artaud, «Je n’ai jamais rien etudié...», en 84, dic. 1950.
[41] Michel Foucault, Historie de la folie à l’age classique, Plon, 1961, págs. 588-589 (tr. cast. de la ed. abreviada en Ed. F.C.E., México, 1979).

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