A propósito de Werner Herzog, Pablo Oyarzún.
En Arte, Visualidad e Historia, Editorial La Blanca Montaña, pgs 177-187.
Empiezo con una cita:
Resulta así palpable que la naturaleza que le habla a la cámara es distinta de aquella que le habla al ojo. Es otra, sobre todo, por que en lugar de un espacio en que despliega su eficacia el hombre consciente, entra en escena otro inconscientemente explorado. Si es usual que alguien se de cuenta –aunque sea a grandes rasgos– del caminar de la gente, con certeza ya no sabe nada de su actitud en la fracción de segundo de adelantar el paso. Si grosso modo ya no es corriente el ademán que hacemos en pos de los fósforos o de la cuchara, apenas sabemos algo de lo que realmente se juega entre mano y metal, para no hablar de las fluctuaciones que ello puede experimentar en virtud de las distintas disposiciones de ánimo en que nos encontramos. Aquí interviene la cámara con sus medios auxiliadores, sus caídas y elevaciones, sus interrupciones y sus aislamientos, sus extensiones y aceleraciones del curso, sus agrandamientos y disminuciones. Recién a través suyo nos enteramos de lo inconsciente óptico, así como nos enteramos de lo inconsciente pulsional a través del psicoanálisis.
El pasaje que acabo de transcribir está tomado del ensayo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, escrita en el año 36.[1] El propósito de Benjamin era discutir la relación de arte y política a partir de las transformaciones técnicas que, con la invención de la fotografía, conmueven al arte. En el momento en que la reproducción deja de ser discernible de la producción original y autentificable de la obra, desde que la reproducción se convierte en la matriz productiva del arte (y eso es lo que empieza a pasar con la fotografía, y lo que confirma el cine), la obra misma cambia de situación y de status, el valor cultual que la nimbaba –aquello que Benjamin llamaba el aura– deja de ser el velo encubridor de su politicidad.
La técnica irrumpe, pues, dotada de una potencia develadora, en la misma medida en que el índice de materialidad específica que ella trae ha permanecido secularmente reprimido bajo el hechizo y la sacralidad del “arte”. Con la demolición técnica del aura parece anunciarse, entonces, la del arte mismo en su fisonomía heredada, o –de otro modo– parece insinuarse el horizonte de una fusión de arte y técnica.
Esta fusión es una tema esencial del imaginario artístico (vanguardístico) en el siglo XX. El célebre ensayo benjaminiano, que por uno de sus costados –ése que más se ofrece a una lectura inmediata– pareciera rezumar optimismo tecnológico, hace además de suscribir dicho tema. Hoy por hoy se está más que proclive a descreer de ese costado. El último momento en que un optimismo de esta índole se difundió en el campo contemporáneo del arte fue en los setenta, asociado esencialmente a los movimientos de neovanguardia, que buscan superar los impasses de la vanguardia de la primera mitad de siglo, tematizando las relaciones entre cultura elitaria y cultura de masas. Ese momento, lo sabemos, está clausurado, y la lógica cultural dominante (que tiene una de sus expresiones más eficaces en el mercado artístico) porfía en restaurar hasta sus últimas trizas la corona aurática agredida por las distintas tentativas de ruptura; restaurarla, digo, pero frivolizada con dejo escéptico. Sin duda, Benjamin –y su aparente optimismo tecnológico es, en verdad, engañoso, cosa que podemos comprobar con que sólo intentemos un análisis primario dela noción de aura–, [2] Benjamin había estado atento a que en el cine, sitio que consideraba de máxima conflictualidad política e ideológica de las transformaciones a las que él mismo buscaba dotar de lucidez teórica, precisamente allí, el sistema aurático se reinstalaba por medio del culto a las “estrellas” y de la ficción –aceptada, afirmada, deseada como ficción– de una “tierra prometida” hecha de celuloide y, por cierto, de capital.
En una determinado sentido, no habrá conciliación posible entre arte y técnica: la situación actual es la de la necesidad de la resistencia artística, a partir de la coincidencia de su tecnicidad inherente, a la dictadura de esta misma tecnicidad, que ya no tiene por supuesto, ya no puede tener el aspecto del trabajo artesanal. Esa resistencia tiene que ver con la afirmación de las varias especificidades de las disciplinas del arte. Y precisamente es decisivo en Benjamin que jamás pierda de vista la especificidad artística. Su preocupación por la técnica –por las relaciones de arte y técnica, escasamente exploradas por la teoría hasta entonces– tiene, entre otros, ese sentido, y posee, además, la fuerza para hacer emerger el conflicto, siempre latente: el dispositivo técnico de las artes obra en éstas como en su inconsciente.
Sobre la base de su especificidad, que siempre es determinante y permanece indeleble en toda forma artística, la eficacia de una tal se mide por su poder para influir a las demás. Esto, en el caso de cine, quiere decir que se lo puede hacer haciendo otra cosa, que una vez que la forma cinematográfica (y esto tiene que ver esencialmente con cierta inteligencia técnica, compositiva y de-compositiva) eclosiona en el universo de la producción artística, todas las otras formas quedan afectadas en sus, llamésmolos así, “principios generativos”. La poesía y la prosa, la pintura, la escultura y la arquitectura, y otros sectores de la productividad intelectual que no son necesariamente artístico, pero que necesariamente tienen que echar mano –y en abundancia– de los recursos retóricos e imaginales, atraviesan una reelaboración de sus propios procesos a partir de la influencia del cine, una reelaboración que muchas veces anticipa –algunos dirían: dialécticamente– esta misma influencia, la provoca. “Bajo el signo del cine” era el título de la última parte de la Historia social del Arte y la Literatura de Arnold Hauser: “signo” no debería entenderse sólo como enseña o, digamos, como tónica, sino ante todo como forma operativa.
En la línea d el argumento benjaminiano, estas transformaciones agudas son a la vez, cambios en el orden de la percepción. El concepto mismo del aura está destinado a señalar el tipo de organización perceptual que gobierna toda la experiencia tradicional d el arte con el mandato de un noli me tangere. La revolución fotográfica y cinematográfica trae consigo cambios radicales en ese orden, y esto está en la primera línea de los intereses de Benjamin: el desplazamiento del modelo de la visualidad que venera a distancia a favor dela inspección ocular, la variabilidad cinestética y –sobre todo– la tactilidad. Esto, por lo pronto, quiere decir que si el cine ha podido tener una eficacia de la envergadura manifiesta que le conocemos, es porque con él, y desde su especifidad, se replantea una cuestión que es ejemplar en todo arte: la cuestión de la visualidad; en todo arte, digo, y no sólo en las así llamadas “artes visuales”. A eso apunta, me parece, la idea de “inconsciente óptico”. (Siempre me ha parecido que al cine debe exigírsele una toma de posición a propósito de la visualidad, y creo además que esta toma de posición no tiene por qué caer de este lado de la consabida línea demarcatoria que separa al “cine-arte” del “cine-comercial”. Si se piensa que esto es una idea demasiado restrictiva, diría que es al menos una idea, y que ella me proporciona el beneficio de un criterio. Como se sabe, cada cual elige sus filmes. Mi manera de hacerlo está vinculada a esa obsesión por lo visual).
La conmoción de la visualidad por la experiencia cinematográfica deja al ojo –aunque sea por una fracción de segundo imperceptible, literalmente invisible– en el descampado: fuera del amparo de los hábitos y modelos en que ha sido criado secularmente. En lugar del ver adiestrado en la continuidad y redondez de la presencia, en la certeza y limitación de la forma, se acusan como paradigma la ceguera, el parpadeo y el reojo, el blanco y la nebulosa, lo demasiado grande y lo demasiado pequeño, el vislumbre y la sedimentación indeleble de lo visto. Esa frase soberbia de Breton “el ojo existe en estado salvaje” me parece que define un hito esencial de la visualidad artística del presente siglo, hito que sigue siendo vigente hoy. Creo también que el surrealismo nunca llegó a estar plenamente a la altura de la exigencia que esa misma frase le formulaba. No; miento o, mejor dicho, generalizo. Hay en Ernst, en Miró, en Buñuel mucho de esa violencia, sólo que se debe menos al empeño por llevar a cabo un programa que a la decisión de padecer lo incontrolable. Marca un hiato esencial esa frase, y es incluso un nombre insoslayable de cierta fuerza que atraviesa todo el arte contemporáneo, y quizás sea mejor ponerlo así. De eso que en el arte contemporáneo, y a todo su través, se liga a la fuerza. Muy temprano en el siglo los pintores que quisieron trasladar sus cromos de la paleta a la tela sin mediciones, impertinentemente, recibieron el mote de “fieras”: “fauves”.
Pero no estoy pensando ahora precisamente en ellos, sino en la progenie de pintores y plásticos del espacio alemán (Kirchner, Nolde, Kokoschka, Grosz, Barlach), de escritores (Kafka, Trakl, Heym, Benn) y por fin de cineastas (Murnau y Lang, por supuesto, pero también Pabst, von Sternberg y von Stroheim) a los que se reconoce por regla bajo el apelativo de «expresionistas».
El inventario de los “ismos” con que se prorratea de manera usualmente heteróclita la pluralidad de direcciones en que consiste la desazón del arte moderno y contemporáneo, suele encubrir lo que podía ser, si la hay, su lógica profunda. Si tuviésemos un acceso certero a esa lógica, probablemente se nos harían evidentes los hiatos y desniveles entre “ismos” que la comodidad distributiva y expositiva, y asimismo la urgencia mercantil, sitúan simplemente en el mismo nivel. Uno de los “ismos” más esenciales que se nos patentizaría entonces sería, estoy seguro, el “expresionismo”.
Se estaría muy descaminado, creo, si se pensara que el expresionismo alemán no es más que una “tendencia” artística, o un “movimiento” cultural, o incluso, si todavía se cree en éstos énfasis –y sin duda que hay muchos que publicando lo contrario siguen, un poco a hurtadillas, siendo devotos de ellos–, una faceta del espíritu. Mejor sería decir que todo el arte alemán de este siglo está, de un modo u otro, bajo su sello y en su onda, no importa que estilísticamente se quisiera o pueda alienar a esta o aquella serie de manifestaciones conforme a otros criterios. Antes que ser una categoría histórico-cultural, el expresionismo es el concepto de una confrontación radical con una proveniencia y una deriva históricas: quizá no exagere si digo que Alemania misma seria impensable en el siglo xx si hubiera que prescindir de tal concepto.
Bajo ese sello, pienso, se podría situar a Werner Herzog: como un heredero fundamental de la gran tradición expresionista alemana y desde luego, en particular, del cine alemán; no, según acabo de decir, como si se tratara de catalogarlo en una tendencia «conocida», sino para acentuar, con su inscripción en dicha línea, lo que ignoramos acerca de ella. En este sentido no me imagino que tuviera mucho sentido objetar esta inscripción apelando a las citas pictóricas –que son algo más, y algo distinto de lo que habitualmente conocemos en el cine como citas– de que rebosa el trabajo herzogiano. Por supuesto que para nadie podría ser una secreto su recurso a ciertas instancias del pasado de la pintura alemana, particularmente del romanticismo; pienso en el patetismo del paisaje propio de Caspar David Friedrich que unívocamente proclama, por ejemplo, jader für sich und Gott gegen alle, “Cada uno para sí y Dios contra todos” (1974), el film sobre la historia de Kaspar Hauser, que antes había poetizado abismalmente Georg Trakl. Pero me parece que ese recurso es menos referible a una raigambre estilística –hay que maniobrar cautamente con el concepto de estilo, creo, por que es a menudo muy dócil a las reducciones subjetivistas, historicistas o aun sociológicas–, mucho menos referible a eso que a un problema esencial que comunica, en lo latente, momentos distintos y radicales del arte y el pensamiento alemanes: hablo del problema de la naturaleza, de una cierta experiencia, problemática y constitutivamente no delimitable, de la naturaleza.
En el expresionismo –tomado esta vez el nombre como denominador colectivo de una “tendencia”–, dicho problema se marca en la experiencia del animal, de lo animal, que el idioma alemán resume en la palabra wild, que no quiere decir meramente “feroz”, sino también “primigenio”. En cuanto primigenio, el animal es criatura de la tierra, desbordado en todos los sentidos por las fuerzas de lo terrenal, como dominio de lo obscuro, al cual lo humano no puede sustraerse, si no es, acaso, en el sacrificio.[3] Y esta animalidad, esta instancia insuprimible de lo salvaje, me parece, puede entregar alguna clave para la obra cinematográfica de Herzog (como ya puede sugerírnoslo el soldado idiota Woyseck, 1978); diría, en primea línea, de la importancia que tiene en ella la marcha, cuyo esquema vacilante –allí donde a simple vista puede parecernos el paso retumbante y sólido, la imprevisibilidad de la cámara está pronta a revelarnos el temblor, el roce, la fragilidad, el entrecortamiento– es como un indicio de la proveniencia a la que éste jamás podrá sobreponerse, o mejor dicho, donde todo intento de sobrepujanza desembocará necesariamente en la locura, la desolación, el crimen. (Nadie sabe a ciencia cierta lo que pasa consigo mismo en el ínterim de la marcha, registraba Benjamin; se está, en palabras que Herzog, precisamente, anota a propósito de los andariegos, “sin defensa”.)[4]
Pero, en el caso de Herzog, el crimen –así, en Aguirre, der Zorn Gotees, “Aguirre la ira de Dios” (1972), la traición absoluta del héroe horrendo, arrebatado por el delirio del poder sin objeto y de la raza pura–, carece de toda valencia moral. El bien y el mal habían sido, por supuesto, la oposición metafísica fundamental del expresionismo alemán avant la lettre, y la clave de su guerra de luz y tiniebla. Herzog ya no labora con este dualismo ético, ni con esta ética de la visualidad. Su oposición esencial es (creo) la de la tierra y el cielo, como inmensidad de la cual –podría decirse en evocación de Hölderlin, y de la lectura que de Hölderlin hace Heidegger– los dioses han huido. Ambos, cielo y tierra, comunican en los ápices o en las hondonadas, en los bordes y precipicios –como si todo suelo sobre el que andamos fuese despeñadero–, y en todo caso en la niebla o la nieve o la tierra baldía, como soporte frágil y siempre evanescente de las imágenes, de las visiones.
Porque el trabajo de Herzog con la visualidad tiene que ver esencialmente con las visiones. Es la característica a la vez más temprana –desde Lebenszeichen, “Señales de vida” (1967)– y más tenaz, y a mi entender la más fundamental de toda su obra. En un cierto sentido me parece que se podría considerar las imágenes rarefactas de Fata Morgana (1968/70), que enseñan al desierto a manera de límite e imposibilidad de todo paisaje (y en él al humano: vibración y mancha), como una especie de programa cinematográfico, como peculiar programa visual de Herzog: uno que vendría a ser algo así como la mise en scène y, mas exactamente, como la invista puesta en imagen del inconsciente óptico. Vuelven las visiones una y otra vez en su cinematografía; no sólo provocan el velo hipnótico de la historia del pastor alucinado de Harz aus Glas, “Corazón de vidrio” (1976), que lo mismo profetiza catástrofes universales y acaecimientos nimios; también nutren las escenas la peste y de la fuga final hacia el indeciso horizonte en Nosferatu (1978), el clima vertiginoso de la ilusión en Aguirre, donde (se dice que) un barco reposa en la copa de un árbol, fantasma de Fitzcarraldo (1983) hará, en cierto modo real... Así, pues, las visiones, alucinaciones y espejismos despliegan la insistente inmemorial y –al mismo tiempo– premonitoria, develadora de lo nunca visto, de la huella óptica: Herzog busca suscitar imágenes primordiales. Inseparablemente están relacionadas con el exceso, la transgresión con el ser-en-el-borde, que no es exactamente el éxtasis, sino su deseo, y precisamente –pienso– como el deseo desmedido del cual nadie, ninguno de nosotros, podía sustraerse, el que nos mantiene en vilo y al borde. Es allí donde lo otro –a la vez arcaico y venidero– asecha, como imagen irruptiva, indescifrable.
La apertura de la percepción a lo Otro, como aquello que la define, la posibilita y la destina, agolpando en ella misma la desmesura en que cosiste lo humano, evidencia que no se la puede reducir a simple mecanismo biológico o bien análogo técnico. Esto mismo parece haber estad en el núcleo dela tesis benjaminiana sobre una “historia de la percepción”: que la percepción es pensamiento. La revolución de la percepción –no sólo visual– que trae consigo el cine corresponde, en este sentido, a una transformación general del pensamiento en la era de la técnica, y creo que es precisamente como pensamiento que el cine puede resistir, por decirlo así, desde dentro, el imperio y el imperativo técnicos, abriendo en ellos mismos un hiato que no se puede remontar –llamémoslo animal o humano–, haciendo manifiestos una vibración y un temblor incontrolables: y es la técnica la que los hace visibles, y los hace visibles en ella misma.
“Cine como pensamiento” me parece que no sería un mal lema en que resumir la obra admirable de Werner Herzog. Sería ella una instancia privilegiada en las tentativas en pos de aquella transformación –puesto que aquí no puede tratarse más que de tentativas que se cimbran sobre el precipicio de lo inanticipable–, una transformación que no sólo tiene lugar en la cinematografía, por cierto, pero que acaso tenga su centro esencial en el cambio de las relaciones entre pensamiento e imagen.[5]
Y es precisamente que el punto más íntimo de contacto entre imagen y pensamiento sea el punto paradojal de la ceguera. (Herzog ha filmado ese punto en un documento sobrecogedor: Land des Schweigens und der Dunkelheit, “Tierra del silencio y la oscuridad”, 1970/71). Pensar, en efecto, es andar a tientas: pensar es estar ciego. Y, en cierto sentido que creo esencial, sólo tiene visiones quien es ciego.
Pero el ciego siempre camina sobre hielo, a riesgo de resbalar (aunque resbalar sería el éxtasis). Indefenso.
[1] W. Benjamin, Gesammelte Schriften, 1-2 (Frankfurt/M: Suhrkamp, 1978), p.500. El pasaje pertenece al capítulo XIII del ensayo. Hay más de una traducción al español; la presente es mía.
[2] La cual, ciertamente, no se limita a ser la denuncia de una falsificación ideológica, sino que es el concepto de una verdad histórica.
[3] Si bien hablar de sustracción es equívoco, pues en el sacrificio, precisamente, lo mismo el hombre que el animal se abren extremosamente para manifestar en sí mismos, en sus cuerpos, aquel desborde.
[4] Según una exacta observación de Gilles Deleuze (Cinema. I. L’image-mouvement, Paris: Minuit, 1983, 252), que remite al diario de caminata de Herzog (München-París-München, entre el23 de noviembre y el 24 de diciembre de 1974) Vom Gehen im Eis, «Del andar sobre el hielo» (1978)
[5] Véase, sobre esto, el artículo “Filming: Inscriptions of Denken” de Wilhem S. Wurzer y Hugh J. Silverman, en Hugh J. Silverman, Postmodernism. Philosophy and the Arts. Continental Philosophy III, New York and London: Routledge, 1990 (173-186)
En Arte, Visualidad e Historia, Editorial La Blanca Montaña, pgs 177-187.
Empiezo con una cita:
Resulta así palpable que la naturaleza que le habla a la cámara es distinta de aquella que le habla al ojo. Es otra, sobre todo, por que en lugar de un espacio en que despliega su eficacia el hombre consciente, entra en escena otro inconscientemente explorado. Si es usual que alguien se de cuenta –aunque sea a grandes rasgos– del caminar de la gente, con certeza ya no sabe nada de su actitud en la fracción de segundo de adelantar el paso. Si grosso modo ya no es corriente el ademán que hacemos en pos de los fósforos o de la cuchara, apenas sabemos algo de lo que realmente se juega entre mano y metal, para no hablar de las fluctuaciones que ello puede experimentar en virtud de las distintas disposiciones de ánimo en que nos encontramos. Aquí interviene la cámara con sus medios auxiliadores, sus caídas y elevaciones, sus interrupciones y sus aislamientos, sus extensiones y aceleraciones del curso, sus agrandamientos y disminuciones. Recién a través suyo nos enteramos de lo inconsciente óptico, así como nos enteramos de lo inconsciente pulsional a través del psicoanálisis.
El pasaje que acabo de transcribir está tomado del ensayo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, escrita en el año 36.[1] El propósito de Benjamin era discutir la relación de arte y política a partir de las transformaciones técnicas que, con la invención de la fotografía, conmueven al arte. En el momento en que la reproducción deja de ser discernible de la producción original y autentificable de la obra, desde que la reproducción se convierte en la matriz productiva del arte (y eso es lo que empieza a pasar con la fotografía, y lo que confirma el cine), la obra misma cambia de situación y de status, el valor cultual que la nimbaba –aquello que Benjamin llamaba el aura– deja de ser el velo encubridor de su politicidad.
La técnica irrumpe, pues, dotada de una potencia develadora, en la misma medida en que el índice de materialidad específica que ella trae ha permanecido secularmente reprimido bajo el hechizo y la sacralidad del “arte”. Con la demolición técnica del aura parece anunciarse, entonces, la del arte mismo en su fisonomía heredada, o –de otro modo– parece insinuarse el horizonte de una fusión de arte y técnica.
Esta fusión es una tema esencial del imaginario artístico (vanguardístico) en el siglo XX. El célebre ensayo benjaminiano, que por uno de sus costados –ése que más se ofrece a una lectura inmediata– pareciera rezumar optimismo tecnológico, hace además de suscribir dicho tema. Hoy por hoy se está más que proclive a descreer de ese costado. El último momento en que un optimismo de esta índole se difundió en el campo contemporáneo del arte fue en los setenta, asociado esencialmente a los movimientos de neovanguardia, que buscan superar los impasses de la vanguardia de la primera mitad de siglo, tematizando las relaciones entre cultura elitaria y cultura de masas. Ese momento, lo sabemos, está clausurado, y la lógica cultural dominante (que tiene una de sus expresiones más eficaces en el mercado artístico) porfía en restaurar hasta sus últimas trizas la corona aurática agredida por las distintas tentativas de ruptura; restaurarla, digo, pero frivolizada con dejo escéptico. Sin duda, Benjamin –y su aparente optimismo tecnológico es, en verdad, engañoso, cosa que podemos comprobar con que sólo intentemos un análisis primario dela noción de aura–, [2] Benjamin había estado atento a que en el cine, sitio que consideraba de máxima conflictualidad política e ideológica de las transformaciones a las que él mismo buscaba dotar de lucidez teórica, precisamente allí, el sistema aurático se reinstalaba por medio del culto a las “estrellas” y de la ficción –aceptada, afirmada, deseada como ficción– de una “tierra prometida” hecha de celuloide y, por cierto, de capital.
En una determinado sentido, no habrá conciliación posible entre arte y técnica: la situación actual es la de la necesidad de la resistencia artística, a partir de la coincidencia de su tecnicidad inherente, a la dictadura de esta misma tecnicidad, que ya no tiene por supuesto, ya no puede tener el aspecto del trabajo artesanal. Esa resistencia tiene que ver con la afirmación de las varias especificidades de las disciplinas del arte. Y precisamente es decisivo en Benjamin que jamás pierda de vista la especificidad artística. Su preocupación por la técnica –por las relaciones de arte y técnica, escasamente exploradas por la teoría hasta entonces– tiene, entre otros, ese sentido, y posee, además, la fuerza para hacer emerger el conflicto, siempre latente: el dispositivo técnico de las artes obra en éstas como en su inconsciente.
Sobre la base de su especificidad, que siempre es determinante y permanece indeleble en toda forma artística, la eficacia de una tal se mide por su poder para influir a las demás. Esto, en el caso de cine, quiere decir que se lo puede hacer haciendo otra cosa, que una vez que la forma cinematográfica (y esto tiene que ver esencialmente con cierta inteligencia técnica, compositiva y de-compositiva) eclosiona en el universo de la producción artística, todas las otras formas quedan afectadas en sus, llamésmolos así, “principios generativos”. La poesía y la prosa, la pintura, la escultura y la arquitectura, y otros sectores de la productividad intelectual que no son necesariamente artístico, pero que necesariamente tienen que echar mano –y en abundancia– de los recursos retóricos e imaginales, atraviesan una reelaboración de sus propios procesos a partir de la influencia del cine, una reelaboración que muchas veces anticipa –algunos dirían: dialécticamente– esta misma influencia, la provoca. “Bajo el signo del cine” era el título de la última parte de la Historia social del Arte y la Literatura de Arnold Hauser: “signo” no debería entenderse sólo como enseña o, digamos, como tónica, sino ante todo como forma operativa.
En la línea d el argumento benjaminiano, estas transformaciones agudas son a la vez, cambios en el orden de la percepción. El concepto mismo del aura está destinado a señalar el tipo de organización perceptual que gobierna toda la experiencia tradicional d el arte con el mandato de un noli me tangere. La revolución fotográfica y cinematográfica trae consigo cambios radicales en ese orden, y esto está en la primera línea de los intereses de Benjamin: el desplazamiento del modelo de la visualidad que venera a distancia a favor dela inspección ocular, la variabilidad cinestética y –sobre todo– la tactilidad. Esto, por lo pronto, quiere decir que si el cine ha podido tener una eficacia de la envergadura manifiesta que le conocemos, es porque con él, y desde su especifidad, se replantea una cuestión que es ejemplar en todo arte: la cuestión de la visualidad; en todo arte, digo, y no sólo en las así llamadas “artes visuales”. A eso apunta, me parece, la idea de “inconsciente óptico”. (Siempre me ha parecido que al cine debe exigírsele una toma de posición a propósito de la visualidad, y creo además que esta toma de posición no tiene por qué caer de este lado de la consabida línea demarcatoria que separa al “cine-arte” del “cine-comercial”. Si se piensa que esto es una idea demasiado restrictiva, diría que es al menos una idea, y que ella me proporciona el beneficio de un criterio. Como se sabe, cada cual elige sus filmes. Mi manera de hacerlo está vinculada a esa obsesión por lo visual).
La conmoción de la visualidad por la experiencia cinematográfica deja al ojo –aunque sea por una fracción de segundo imperceptible, literalmente invisible– en el descampado: fuera del amparo de los hábitos y modelos en que ha sido criado secularmente. En lugar del ver adiestrado en la continuidad y redondez de la presencia, en la certeza y limitación de la forma, se acusan como paradigma la ceguera, el parpadeo y el reojo, el blanco y la nebulosa, lo demasiado grande y lo demasiado pequeño, el vislumbre y la sedimentación indeleble de lo visto. Esa frase soberbia de Breton “el ojo existe en estado salvaje” me parece que define un hito esencial de la visualidad artística del presente siglo, hito que sigue siendo vigente hoy. Creo también que el surrealismo nunca llegó a estar plenamente a la altura de la exigencia que esa misma frase le formulaba. No; miento o, mejor dicho, generalizo. Hay en Ernst, en Miró, en Buñuel mucho de esa violencia, sólo que se debe menos al empeño por llevar a cabo un programa que a la decisión de padecer lo incontrolable. Marca un hiato esencial esa frase, y es incluso un nombre insoslayable de cierta fuerza que atraviesa todo el arte contemporáneo, y quizás sea mejor ponerlo así. De eso que en el arte contemporáneo, y a todo su través, se liga a la fuerza. Muy temprano en el siglo los pintores que quisieron trasladar sus cromos de la paleta a la tela sin mediciones, impertinentemente, recibieron el mote de “fieras”: “fauves”.
Pero no estoy pensando ahora precisamente en ellos, sino en la progenie de pintores y plásticos del espacio alemán (Kirchner, Nolde, Kokoschka, Grosz, Barlach), de escritores (Kafka, Trakl, Heym, Benn) y por fin de cineastas (Murnau y Lang, por supuesto, pero también Pabst, von Sternberg y von Stroheim) a los que se reconoce por regla bajo el apelativo de «expresionistas».
El inventario de los “ismos” con que se prorratea de manera usualmente heteróclita la pluralidad de direcciones en que consiste la desazón del arte moderno y contemporáneo, suele encubrir lo que podía ser, si la hay, su lógica profunda. Si tuviésemos un acceso certero a esa lógica, probablemente se nos harían evidentes los hiatos y desniveles entre “ismos” que la comodidad distributiva y expositiva, y asimismo la urgencia mercantil, sitúan simplemente en el mismo nivel. Uno de los “ismos” más esenciales que se nos patentizaría entonces sería, estoy seguro, el “expresionismo”.
Se estaría muy descaminado, creo, si se pensara que el expresionismo alemán no es más que una “tendencia” artística, o un “movimiento” cultural, o incluso, si todavía se cree en éstos énfasis –y sin duda que hay muchos que publicando lo contrario siguen, un poco a hurtadillas, siendo devotos de ellos–, una faceta del espíritu. Mejor sería decir que todo el arte alemán de este siglo está, de un modo u otro, bajo su sello y en su onda, no importa que estilísticamente se quisiera o pueda alienar a esta o aquella serie de manifestaciones conforme a otros criterios. Antes que ser una categoría histórico-cultural, el expresionismo es el concepto de una confrontación radical con una proveniencia y una deriva históricas: quizá no exagere si digo que Alemania misma seria impensable en el siglo xx si hubiera que prescindir de tal concepto.
Bajo ese sello, pienso, se podría situar a Werner Herzog: como un heredero fundamental de la gran tradición expresionista alemana y desde luego, en particular, del cine alemán; no, según acabo de decir, como si se tratara de catalogarlo en una tendencia «conocida», sino para acentuar, con su inscripción en dicha línea, lo que ignoramos acerca de ella. En este sentido no me imagino que tuviera mucho sentido objetar esta inscripción apelando a las citas pictóricas –que son algo más, y algo distinto de lo que habitualmente conocemos en el cine como citas– de que rebosa el trabajo herzogiano. Por supuesto que para nadie podría ser una secreto su recurso a ciertas instancias del pasado de la pintura alemana, particularmente del romanticismo; pienso en el patetismo del paisaje propio de Caspar David Friedrich que unívocamente proclama, por ejemplo, jader für sich und Gott gegen alle, “Cada uno para sí y Dios contra todos” (1974), el film sobre la historia de Kaspar Hauser, que antes había poetizado abismalmente Georg Trakl. Pero me parece que ese recurso es menos referible a una raigambre estilística –hay que maniobrar cautamente con el concepto de estilo, creo, por que es a menudo muy dócil a las reducciones subjetivistas, historicistas o aun sociológicas–, mucho menos referible a eso que a un problema esencial que comunica, en lo latente, momentos distintos y radicales del arte y el pensamiento alemanes: hablo del problema de la naturaleza, de una cierta experiencia, problemática y constitutivamente no delimitable, de la naturaleza.
En el expresionismo –tomado esta vez el nombre como denominador colectivo de una “tendencia”–, dicho problema se marca en la experiencia del animal, de lo animal, que el idioma alemán resume en la palabra wild, que no quiere decir meramente “feroz”, sino también “primigenio”. En cuanto primigenio, el animal es criatura de la tierra, desbordado en todos los sentidos por las fuerzas de lo terrenal, como dominio de lo obscuro, al cual lo humano no puede sustraerse, si no es, acaso, en el sacrificio.[3] Y esta animalidad, esta instancia insuprimible de lo salvaje, me parece, puede entregar alguna clave para la obra cinematográfica de Herzog (como ya puede sugerírnoslo el soldado idiota Woyseck, 1978); diría, en primea línea, de la importancia que tiene en ella la marcha, cuyo esquema vacilante –allí donde a simple vista puede parecernos el paso retumbante y sólido, la imprevisibilidad de la cámara está pronta a revelarnos el temblor, el roce, la fragilidad, el entrecortamiento– es como un indicio de la proveniencia a la que éste jamás podrá sobreponerse, o mejor dicho, donde todo intento de sobrepujanza desembocará necesariamente en la locura, la desolación, el crimen. (Nadie sabe a ciencia cierta lo que pasa consigo mismo en el ínterim de la marcha, registraba Benjamin; se está, en palabras que Herzog, precisamente, anota a propósito de los andariegos, “sin defensa”.)[4]
Pero, en el caso de Herzog, el crimen –así, en Aguirre, der Zorn Gotees, “Aguirre la ira de Dios” (1972), la traición absoluta del héroe horrendo, arrebatado por el delirio del poder sin objeto y de la raza pura–, carece de toda valencia moral. El bien y el mal habían sido, por supuesto, la oposición metafísica fundamental del expresionismo alemán avant la lettre, y la clave de su guerra de luz y tiniebla. Herzog ya no labora con este dualismo ético, ni con esta ética de la visualidad. Su oposición esencial es (creo) la de la tierra y el cielo, como inmensidad de la cual –podría decirse en evocación de Hölderlin, y de la lectura que de Hölderlin hace Heidegger– los dioses han huido. Ambos, cielo y tierra, comunican en los ápices o en las hondonadas, en los bordes y precipicios –como si todo suelo sobre el que andamos fuese despeñadero–, y en todo caso en la niebla o la nieve o la tierra baldía, como soporte frágil y siempre evanescente de las imágenes, de las visiones.
Porque el trabajo de Herzog con la visualidad tiene que ver esencialmente con las visiones. Es la característica a la vez más temprana –desde Lebenszeichen, “Señales de vida” (1967)– y más tenaz, y a mi entender la más fundamental de toda su obra. En un cierto sentido me parece que se podría considerar las imágenes rarefactas de Fata Morgana (1968/70), que enseñan al desierto a manera de límite e imposibilidad de todo paisaje (y en él al humano: vibración y mancha), como una especie de programa cinematográfico, como peculiar programa visual de Herzog: uno que vendría a ser algo así como la mise en scène y, mas exactamente, como la invista puesta en imagen del inconsciente óptico. Vuelven las visiones una y otra vez en su cinematografía; no sólo provocan el velo hipnótico de la historia del pastor alucinado de Harz aus Glas, “Corazón de vidrio” (1976), que lo mismo profetiza catástrofes universales y acaecimientos nimios; también nutren las escenas la peste y de la fuga final hacia el indeciso horizonte en Nosferatu (1978), el clima vertiginoso de la ilusión en Aguirre, donde (se dice que) un barco reposa en la copa de un árbol, fantasma de Fitzcarraldo (1983) hará, en cierto modo real... Así, pues, las visiones, alucinaciones y espejismos despliegan la insistente inmemorial y –al mismo tiempo– premonitoria, develadora de lo nunca visto, de la huella óptica: Herzog busca suscitar imágenes primordiales. Inseparablemente están relacionadas con el exceso, la transgresión con el ser-en-el-borde, que no es exactamente el éxtasis, sino su deseo, y precisamente –pienso– como el deseo desmedido del cual nadie, ninguno de nosotros, podía sustraerse, el que nos mantiene en vilo y al borde. Es allí donde lo otro –a la vez arcaico y venidero– asecha, como imagen irruptiva, indescifrable.
La apertura de la percepción a lo Otro, como aquello que la define, la posibilita y la destina, agolpando en ella misma la desmesura en que cosiste lo humano, evidencia que no se la puede reducir a simple mecanismo biológico o bien análogo técnico. Esto mismo parece haber estad en el núcleo dela tesis benjaminiana sobre una “historia de la percepción”: que la percepción es pensamiento. La revolución de la percepción –no sólo visual– que trae consigo el cine corresponde, en este sentido, a una transformación general del pensamiento en la era de la técnica, y creo que es precisamente como pensamiento que el cine puede resistir, por decirlo así, desde dentro, el imperio y el imperativo técnicos, abriendo en ellos mismos un hiato que no se puede remontar –llamémoslo animal o humano–, haciendo manifiestos una vibración y un temblor incontrolables: y es la técnica la que los hace visibles, y los hace visibles en ella misma.
“Cine como pensamiento” me parece que no sería un mal lema en que resumir la obra admirable de Werner Herzog. Sería ella una instancia privilegiada en las tentativas en pos de aquella transformación –puesto que aquí no puede tratarse más que de tentativas que se cimbran sobre el precipicio de lo inanticipable–, una transformación que no sólo tiene lugar en la cinematografía, por cierto, pero que acaso tenga su centro esencial en el cambio de las relaciones entre pensamiento e imagen.[5]
Y es precisamente que el punto más íntimo de contacto entre imagen y pensamiento sea el punto paradojal de la ceguera. (Herzog ha filmado ese punto en un documento sobrecogedor: Land des Schweigens und der Dunkelheit, “Tierra del silencio y la oscuridad”, 1970/71). Pensar, en efecto, es andar a tientas: pensar es estar ciego. Y, en cierto sentido que creo esencial, sólo tiene visiones quien es ciego.
Pero el ciego siempre camina sobre hielo, a riesgo de resbalar (aunque resbalar sería el éxtasis). Indefenso.
[1] W. Benjamin, Gesammelte Schriften, 1-2 (Frankfurt/M: Suhrkamp, 1978), p.500. El pasaje pertenece al capítulo XIII del ensayo. Hay más de una traducción al español; la presente es mía.
[2] La cual, ciertamente, no se limita a ser la denuncia de una falsificación ideológica, sino que es el concepto de una verdad histórica.
[3] Si bien hablar de sustracción es equívoco, pues en el sacrificio, precisamente, lo mismo el hombre que el animal se abren extremosamente para manifestar en sí mismos, en sus cuerpos, aquel desborde.
[4] Según una exacta observación de Gilles Deleuze (Cinema. I. L’image-mouvement, Paris: Minuit, 1983, 252), que remite al diario de caminata de Herzog (München-París-München, entre el23 de noviembre y el 24 de diciembre de 1974) Vom Gehen im Eis, «Del andar sobre el hielo» (1978)
[5] Véase, sobre esto, el artículo “Filming: Inscriptions of Denken” de Wilhem S. Wurzer y Hugh J. Silverman, en Hugh J. Silverman, Postmodernism. Philosophy and the Arts. Continental Philosophy III, New York and London: Routledge, 1990 (173-186)
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