En Extremoccidente, revista semestral de comentarios y ensayos, año 2, Nº 3, pp. 73-75
“Diálogo”.[1]
Pablo Oyarzún Robles.
[...]Por eso, aquí, el problema no es mostrar cómo se puede mostrar y, por decirlo así, poner en escena un “diálogo” entre Celan y Heidegger. El carácter reservado de esa relación, el silencio en que se sume, esencialmente, no puede ser sustituida por ninguna articulación hechiza de motivos y temas, ni tampoco es posible suplantar los nombres implicados e imbricados aquí por los fingidos partners de un intercambio elocuente. Tampoco se trata de hacer una lectura heideggeriana de Celan, ni de contrarrestar a Heidegger con supuestas tesis celanianas. El problema a tañe a la posibilidad misma de pesar el poema –el poema, hoy, en esta datación indeleble en que se inscribe la poesía de Celan– de acuerdo a la matriz definida por el concepto del diálogo. Y, claro, ésta es la gran matriz de ha sido establecida por el pensamiento heideggeriano del poema, por la acuñación de las relaciones de poema y pensamiento que ha llevado a cabo Heidegger. ¿Acaso no presenta Celan, en cierto sentido, una resistencia absoluta a esa matriz?
La sola formulación de este problema invita a la inscripción de un doble epígrafe, cuya interna conexión fue avistada primeramente por Beda Allemann. Un doble epígrafe, el primero de cuyos textos contiene in nuce la elaboración heideggeriana de la matriz del diálogo. Pertenece a Hölderlin, y aquí lo tomamos en la versión que o prefiere Heidegger: “Mucho ha experimentado el hombre. / De los celestes a muchos ha nombrado / Desde que somos un diálogo / y podemos oír unos a otros”. Estos versos, tomados de un borrador, son la tercera “palabra-guía” que Heidegger escoge para llevar a cabo la averiguación de la “esencia de la poesía” de la mano de Hölderlin. Cinco tales “palabras” escanden la averiguación. Este pasaje ocupa la mitad exacta, y tal ubicación –que ciertamente es reclamada por el argumento– no es de ningún modo inocua. En esa mitad de reúne –tal como lo señala el prefijo Ge- del Gespräch, del diálogo, de la conversación– el movimiento fundacional que vincula lenguaje y poesía y el habitar histórico de los humanos como pueblo.
El segundo epígrafe, de Celan, es un envío a Brecht; un breve poema, que se encuentra en el póstumo Shcneepart, Parte de nieve: “UNA HOJA, desarbolada. / Para Bertolt Brecht: / /¿Qué tiempos son estos, / en que un diálogo / es casi un crimen, / porque encierra / tanta cosa dicha?”
Como el de Hölderlin, el poema de Celan es un poema esencialmente político. Esta calidad suya no le del vínculo brechtiano del contagio con un nombre que, en el contexto contemporáneo, marca un lugar decisivo de la relación entre poesía y política. No sólo este poema es político, sino que lo político es una clave principal de toda la poesía celaniana: ella es poesía política en el sentido más radical y más alto. Pero precisamente el estilo y modo en que es política trae consecuencias cruciales para la forma occidental del poema, y sobre todo para aquella que arranca de Hölderlin, y que arroja su sombra más allá, cubriendo también el poema post-mallarmeano. A partir de Hölderlin, sí, porque este “poeta del poeta” –como lo llama Heidegger– es prioritariamente también un poeta que lleva su máxima elevación la pregunta por la relación entre el poeta y su pueblo, su comunidad histórica, y por la posibilidad política esencial de ésta.
Radica la cuestión aquí en saber si la “poesía política” celaniana puede ser remitida al mismo modelo al cual refiere Heidegger la poesía de Hölderlin. Sobre esto, una cosa parece, en principio, clara: la comunidad universal de lo humano, el ser-común universal que es aún miramiento esencial de Hölderlin, el mismo que lo lleva a pronunciar la promesa escatológica (así la llama Allemann) de “luego somos canto” (“canto” que, según el mismo Allemann, es “diálogo ascendido”, consumado), y que Heidegger no recoge, el ser-común universal de lo humano, digo, ya no es experiencia para Celan. Para decirlo de otra suerte: si en Hölderlin el diálogo es el principio constitutivo de la comunidad, debe estar claro que su experiencia estriba en que en el mundo moderno la comunidad se ha vuelto radicalmente problemática, y que le está encomendad a la poesía –una poesía fuera de balance, que desespera de la medida– la posibilidad de fundarla. Pero si la comunidad ya es problemática para Hölderlin, para Celan es imposible: la experiencia, desde un primer momento, esencialmente abierta a la historia, se ha radicalizado, se ha abismado en sí misma por obra del despliegue de la propia historia bajo el primado de la desmesura. Se debe conceder, sin duda, que esta imposibilidad no implica un cierre absoluto ni una especie de pesimismo poético-político. En el envío a Brecht leemos que el diálogo, en estos tiempos (de indigencia ahondada en el horror), encierra “tanta cosa dicha”, que no es decir actual y auténtico, y que, por tanto, abocado al lugar (la fosa común) de las hablas banalizadas, y contaminada por los “discursos mortíferos”, no forma comunidad, sino más bien la rompe (Verbrechen, “crimen”, contiene brechen, “romper”). Pero se conserva aquí la memoria de una posibilidad distinta del diálogo, y del “casi” (beinah) que modula lo criminoso es también la estrecha apertura al porvenir de esa misma posibilidad. Pero esa posibilidad no tiene lugar si la ruptura radical del diálogo no es experimentada “hasta las últimas consecuencias”. En cuanto no tiene lugar sino se hace –poesía y pensamiento– tal experiencia, esa posibilidad es propiamente el no-lugar, la ú-topía, a cuya luz se emprende y ha de llevarse a cabo la “exploración de lugares” en que consiste la poesía celaniana. Lo político de ésta propone un núcleo duro, irreductible, una aporía del diálogo, entendido éste, precisamente, como principio dinámico, constitutivo y constructivo del ser-común de lo humano y de su (impedida) universalidad.
Esta aporía define una determinada imposibilidad de conciliar el poema de celaniano con lo que podríamos llamar la matriz greco-germana del diálogo, si éste es un nombre oportuno para el prestigioso paradigma que fabrica Heidegger en su interpretación de Hölderlin. Es verdad, en todo caso, que este paradigma conviene a cierto Hölderlin, y debe tenerse en cuenta que la “aporía” celaniana supone también una lectura de Hölderlin –incorporada temáticamente en su poema– y, así también, de “otro Hölderlin”.
¿Podría ser delimitada esta relación inconciliable a partir de otro paradigma, es decir, de la eficacia actual y actualmente expresada en el poema celaniano de otro paradigma, que sería, cómo va a negárselo, el paradigma judío?
Sin lugar a dudas puede haber mucho material para alimenta la tentación de entender así las cosas. Recelo, sin embrago, de que esto pueda afirmarse sin reservas. Más aún: me parece que una inteligencia de esta índole quebrantaría una posibilidad de lectura del poema celaniano con la que éste explícitamente cuenta y labora. Para mantener a la vista esta prevención, habría que añadir, quizá, un tercer epígrafe, que sería una suerte de Joyce modificado. “Jewgreek is Greekjew? / Extremmes hardly meet”. Bajo este epígrafe, que llamaré casi una divisa, retomo lo esbozado: ciertamente se podría pensar que, en el trance de la cabal aporía del diálogo, restaría apelar, como salida, a una teoría judaica del poema.
Hay dos índices, disímiles, al respecto. El primero viene de la brillante biografía de Celan que escribió John Felstiner. Aunque su obra no tiene pretenciones teóricas, toda ella se organiza alrededor de una tesis fundamental. Es la tesis del Nombre. La declaración que Celan hizo a Allemann diciendo que “las palabras devienen nombres” (Worte werden Namen), y la justificación de la producción verbal de Celan registrada por Clemens Podewils, de su interés era “liberarse las palabras como meras designaciones. Quisiera oír otra vez en las palabras los nombres de las cosas”, parece aportar un fuerte sustento a esta hipótesis. Pero aquí todo depende de las modulaciones y de los énfasis. Si se los eleva, entonces “judaizar” radicalmente la poesía celaniana equivaldría a suponer que hay el Nombre, que hay a Lengua Sagrada, y que ésta es el hebreo. La creciente aproximación de Celan a las palabras hebreas en su poesía es leída precisamente en esta dirección. Y a esto se puede agregar que con tal aproximación, Celan está cumpliendo un paso –un pasaje– histórico, del alemán al hebreo, simétrico respecto del que cumple Heidegger del alemán al griego. Cabría argüir, además, que este paso realiza aquello que más de algún comentarista podría sentirse proclive a considerar como un principio activo de la poesía de Celan, a saber, la venganza, porque con ese paso se despiertan zonas reprimidas, “inconscientes” o, en todo caso, no domeñadas de la lengua alemana, que remiten a la acuñación del idioma que emprendió a Lutero a partir de la traducción de la Sagrada Escritura.
Pero ya lo dije: todo depende de las modulaciones y los énfasis. La instancia del Nombre en la poesía del Celan es, creo, indeleble. Pero me parece que se trata más del Nombre en un sentido afín al que concibe Benjamin, como asíntota de la relación de las lenguas entre sí, como la huella sólo legible en la fractura originaria e inextirpable. Más se trata pues del nombre en la escena babélica que en la escena paradisíaca o pentecostal o escatológica. Lo cumplido por Celan para el alemán –de-propiarlo, des-arraigarlo de sí, convertirlo en lugar de paso de una plurivocidad, una plurivocalidad babélica, para remitirlo al arraigo de otro innombrable (el Nombre pues como esencialmente innombrable)– vale para toda lengua, y si esto ha de ser concebido como “venganza”, entonces será preciso definir un distinto concepto de “venganza”, que ya no podrá fundarse en el interés de una subjetividad agredida e in-dignada, sino en la apertura a un advenimiento imprevisible.
En el contexto de esta primera opción de lo que he llamado una “teoría judaica del poema” es importante la observación que hace Allemann a propósito de un poema de Lichtzwang: LIVIDIVOCAL, desollado /desde lo profundo: / ninguna palabra, ninguna cosa / y de ambas único nombre, // llamada ganancia de un mundo”. Allemann se refiere a las relaciones de palabra, cosa y nombre (y un mundo), y así mismo incide sobre el ya mencionado “devenir nombres de las palabras”: “no debemos tranquilizarnos con la comprobación de que se ha enunciado [...] con el concepto de “nombre” una posición que solucione el problema del lenguaje. La “ganancia de un mundo” no resulta ya de que la postule, y el poema sería una configuración dudosa si se la agotara en este postulado”. Para enfatizar la prevención que en estos términos se expresa –a mi entender, con pleno derecho– se tiene que reparar en esa palabra bífida que cualifica la ganancia: “wunder” “wunder Gewinn”. Traducida por “llagada” es perder esa ambivalencia, pérdida que tiene que suceder aquí forzosamente. “Wunder”, como adjetivo, designa lo “herido”, pero como sustantivo indica el “milagro”, el “prodigio”, la “maravilla”. A Felstiner, que también menciona esta duplicidad, le parece escuchar tonos animados en este poema: “Basta un momento para escuchar el salmo en esta voz desde lo profundo. Y luego otro momento para ver que la davar hebrea significa a la vez “palabra” (sagrada o secular) y “cosa” que tiene que ser ese único nombre”. Pero esta lectura parece insinuar que la palabra hebrea, la davar, como único nombre, trae consigo la reparación, la cicatriz y, por último, la borradura de la llaga en el esplendor del milagro, del prodigio de la ganancia. Sin embrago, el calembour de Wunde, y Wunder (llaga y milagro) sólo tiene fuerza y eficacia, con su impulsiva síntesis, si en esta se acrecienta (y no se esfuma) la tensión que no se puede suprimir y el hiato intransitable de los dos términos antitéticos. En cierto sentido, esta misma palabra, al mismo tiempo discreta y desbordada de elocuencia por su exceso de significación –un exceso ante el cual ella, como calembour, permanece neutra, in-diferente–, rubrica la inacercabilidad del Nombre, del “único nombre”.
El de Felstiner, decía, es el primer índice de lo que llamaba la “teoría judaica del poema”. El otro índice fundamental es el que entrega Jaques Derrida con su reflexión sobre el schibboleth. Esta noción es más precisa, más radical, más avispada (si cabe decirlo así) que la apelación a la índole originaria del Nombre y de la Lengua Sagrada. Tiene además la virtud de situarnos en una política esencial, político-bélica, política-babélica, que marca a la vez la aporía del diálogo y la imposibilidad de constituir la comunidad humana en sentido universal. Vale la pena citar in extenso el pasaje pertinente en que Derrida se refiere al asunto, lo cual ocurre a propósito del poema In eins (“Todo en uno”), de la Rosa de nadie, y en particular de una “segunda lengua” que, ya desde el “segundo verso”, con “una palabra aparentemente hebraica puja en la ‘boca del corazón’”: “Esta segunda lengua bien podría ser una primera lengua, lengua de la mañana, le lengua de origen que habla desde el corazón y desde el Oriente. [Se advertirá la lúcida advertencia sobre la posibilidad de una interpretación “arcaizante” de esta apelación al hebreo, la apelación a un alba que ciertamente es distinta a aquélla que rememora Hölderlin.] La lengua es, en hebreo, el labio, ¿y Celan no nombra acaso, en otros sitios, y ya vendremos a ello, las palabras circuncisas [de recogidos labios, si se quiere], tal como se dice también el “corazón circunciso”? Dejemos eso por ahora. Schibboleth, esta palabra que llamo hebraica, sabéis que se la encuentra en toda una familia de lenguas, el fenicio, el judeo-arameo, el siríaco. Está atravesada por una multiplicidad de sentidos: río, ribera, espiga de trigo, rama de olivo. Pero más allá de estos sentidos, ha adquirido el valor de una palabra de paso. Se la utiliza, durante o después de una guerra, en el paso de una frontera vigilada. La palabra importaba menos por su sentido que por la manera en que era pronunciada. La relación al sentido o a la cosa estaba suspendido, neutralizado, puesto entre paréntesis: lo contrario si puede decirse de una “época” fenomenológica que resguarda ante todo el sentido. Los efraimitas habían sido vencidos por el ejercito de Jeftá; y para impedir que los soldados se escaparan pasando la ribera [...], se le exige a cada persona decir schibboleth. Y los efraimitas eran conocidos por una capacidad para pronunciar correctamente el schi de schibboleth, que para ellos se convertía, desde ese momento en un nombre impronunciable. [Insistencia –en cursiva– de Derrida: el origen se convierte en lo absolutamente inapropiable.] Decían sibboleth y, sobre esta frontera invisible entre schi y si, se denunciaban ante el centinela a riesgo de su vida. Denunciaban su diferencia y se volvían indiferentes a la diferencia diacrítica entre schi y si, se marcaban por no poder re-marcar una marca codificada de esta suerte” (J. Derrida, Schibboleth s.).
El fraseo de este pasaje, la cuidadosa elección de los términos y los giros, merecerían un detenido comentario. Aquí, en todo caso, interesa la sugestiva caracterización de la poesía de paso, de frontera, de la zona indecisa e indecidible del traslado, de la traducción, de la transposición (Über-tragung, Über-setzung). Por eso, la de Celan no es una poesía que versa “sobre” el paso, que lo hace tema suyo, o que busca hacer experimentos con él, sino poesía puesta y expuesta –transpuesta–, la tarea, la única tarea de la poesía es dar (con) la palabra: ¿qué palabra dará el paso? ¿Cuál será el santo y seña, el schibboleth?.
Pero, claro, tal como sugiere Derrida, la clave del schibboleth consiste en que él mismo no es una “palabra” en el modo en que estamos habituados a reconocerle, como núcleo de sentido, o, dicho de otro modo, estriba en que es palabra insignificante. Una cuasi-palabra o, para expresarlo con el término exacto de El Meridiano, una contra-palabra, Gegenwort que ya sólo es testimonio, seña de presencia, que contraría, en el seno mismo de la palabra, su vocación de amplitud, de significancia. El Schibboleth es el Deut, la pizca, que no es palabra sino existencia.
En todo caso, la complejidad del planteamiento de Derrida no suprime la propuesta de una teoría judaica del poema, que se inscribe aquí bajo el lema que Celan toma, para epígrafe de su poema “Y con el libro de Tarussa”, de la poeta rusa Marina Tsvetáieva: “Todos los poetas son judíos”. Una teoría que sabe su obligación de constituirse desde el sostén endeleble de las comillas. Este recelo corre a parejas con la cuestión de la circuncisión en el texto derridiano, y con la cuestión de la palabra circuncisa. Así en relación a lo que aquí nos ocupa, se dice al final de schibboleth: “De un mismo golpe, si puede decirse, la palabra circuncisa da acceso a la comunidad, a la alianza, a la participación de la lengua, en la lengua. Y en la lengua judía como lengua poética, si toda lengua poética era, como todos los poetas, según el exergo, de esencia judía; pero esta esencia no se promete más que a través de la des-identificación, esta expropiación de la nada de la no esencia de que ya hemos hablado. La lengua germana, como toda otra, pero aquí cuán privilegiada, debe circuncidarla también un rabino, y el rabino se convierte entonces en un poeta, revela en él al poeta. ¿Cómo puede advenir la circuncisión a la lengua alemana, a la data de este poema, es decir, desde el holocausto, la solución, la cremación final, la ceniza de todo? ¿Cómo se podría bendecir las cenizas en alemán?” (Op. cit., s.).
Derrida termina su reflexión su reflexión apelando a la imposibilidad de situar a la circuncisión de la palabra, a su pre-historicidad, que es también, como apertura de la palabra al otro, a la inauguración de “la historia, el poema, y la filosofía, y la hermenéutica, y la religión”, situando, precisamente, lo judío (lo que podríamos llamar, a la letra, la operación judía: la circuncisión) en esa otra alba.
¿Qué paso se juega aquí? ¿Es el paso de las lenguas, de las regiones, de las horas, de las historias? ¿Y qué medida trae consigo ese paso, que en sí sería inconmensurable, inmenso?
Sin perjuicio de ese paso, sin perjuicio de todo lo pertinente que es la lectura de Derrida, confieso que no me siento inclinado a convalidar su “teoría judaica del poema”. Se trataría de insistir, creo, entre lo germano y lo judío, y también entre lo Greek y Jew –tal como Celan, en lo judío y su im-propiedad, insiste entre “pequeño” y “grande” (Conversación en la montaña), se trataría, pues, de insistir en un des-encuentro de los extremos –incluso consigo mismos.
¿Cuál es la ley –si ley podemos llamarla– de este desencuentro? ¿Cuál es la ley que un “poema del encuentro” (como sería el de Celan) debe tener siempre presente?
[1] Se reproduce aquí cercenando un párrafo inicial– la primera mitad del séptimo y último capítulo del libro Entre Celan y Heidegger, de próxima publicación. El texto ha sido levemente reducido y han sido omitidas las notas.
“Diálogo”.[1]
Pablo Oyarzún Robles.
[...]Por eso, aquí, el problema no es mostrar cómo se puede mostrar y, por decirlo así, poner en escena un “diálogo” entre Celan y Heidegger. El carácter reservado de esa relación, el silencio en que se sume, esencialmente, no puede ser sustituida por ninguna articulación hechiza de motivos y temas, ni tampoco es posible suplantar los nombres implicados e imbricados aquí por los fingidos partners de un intercambio elocuente. Tampoco se trata de hacer una lectura heideggeriana de Celan, ni de contrarrestar a Heidegger con supuestas tesis celanianas. El problema a tañe a la posibilidad misma de pesar el poema –el poema, hoy, en esta datación indeleble en que se inscribe la poesía de Celan– de acuerdo a la matriz definida por el concepto del diálogo. Y, claro, ésta es la gran matriz de ha sido establecida por el pensamiento heideggeriano del poema, por la acuñación de las relaciones de poema y pensamiento que ha llevado a cabo Heidegger. ¿Acaso no presenta Celan, en cierto sentido, una resistencia absoluta a esa matriz?
La sola formulación de este problema invita a la inscripción de un doble epígrafe, cuya interna conexión fue avistada primeramente por Beda Allemann. Un doble epígrafe, el primero de cuyos textos contiene in nuce la elaboración heideggeriana de la matriz del diálogo. Pertenece a Hölderlin, y aquí lo tomamos en la versión que o prefiere Heidegger: “Mucho ha experimentado el hombre. / De los celestes a muchos ha nombrado / Desde que somos un diálogo / y podemos oír unos a otros”. Estos versos, tomados de un borrador, son la tercera “palabra-guía” que Heidegger escoge para llevar a cabo la averiguación de la “esencia de la poesía” de la mano de Hölderlin. Cinco tales “palabras” escanden la averiguación. Este pasaje ocupa la mitad exacta, y tal ubicación –que ciertamente es reclamada por el argumento– no es de ningún modo inocua. En esa mitad de reúne –tal como lo señala el prefijo Ge- del Gespräch, del diálogo, de la conversación– el movimiento fundacional que vincula lenguaje y poesía y el habitar histórico de los humanos como pueblo.
El segundo epígrafe, de Celan, es un envío a Brecht; un breve poema, que se encuentra en el póstumo Shcneepart, Parte de nieve: “UNA HOJA, desarbolada. / Para Bertolt Brecht: / /¿Qué tiempos son estos, / en que un diálogo / es casi un crimen, / porque encierra / tanta cosa dicha?”
Como el de Hölderlin, el poema de Celan es un poema esencialmente político. Esta calidad suya no le del vínculo brechtiano del contagio con un nombre que, en el contexto contemporáneo, marca un lugar decisivo de la relación entre poesía y política. No sólo este poema es político, sino que lo político es una clave principal de toda la poesía celaniana: ella es poesía política en el sentido más radical y más alto. Pero precisamente el estilo y modo en que es política trae consecuencias cruciales para la forma occidental del poema, y sobre todo para aquella que arranca de Hölderlin, y que arroja su sombra más allá, cubriendo también el poema post-mallarmeano. A partir de Hölderlin, sí, porque este “poeta del poeta” –como lo llama Heidegger– es prioritariamente también un poeta que lleva su máxima elevación la pregunta por la relación entre el poeta y su pueblo, su comunidad histórica, y por la posibilidad política esencial de ésta.
Radica la cuestión aquí en saber si la “poesía política” celaniana puede ser remitida al mismo modelo al cual refiere Heidegger la poesía de Hölderlin. Sobre esto, una cosa parece, en principio, clara: la comunidad universal de lo humano, el ser-común universal que es aún miramiento esencial de Hölderlin, el mismo que lo lleva a pronunciar la promesa escatológica (así la llama Allemann) de “luego somos canto” (“canto” que, según el mismo Allemann, es “diálogo ascendido”, consumado), y que Heidegger no recoge, el ser-común universal de lo humano, digo, ya no es experiencia para Celan. Para decirlo de otra suerte: si en Hölderlin el diálogo es el principio constitutivo de la comunidad, debe estar claro que su experiencia estriba en que en el mundo moderno la comunidad se ha vuelto radicalmente problemática, y que le está encomendad a la poesía –una poesía fuera de balance, que desespera de la medida– la posibilidad de fundarla. Pero si la comunidad ya es problemática para Hölderlin, para Celan es imposible: la experiencia, desde un primer momento, esencialmente abierta a la historia, se ha radicalizado, se ha abismado en sí misma por obra del despliegue de la propia historia bajo el primado de la desmesura. Se debe conceder, sin duda, que esta imposibilidad no implica un cierre absoluto ni una especie de pesimismo poético-político. En el envío a Brecht leemos que el diálogo, en estos tiempos (de indigencia ahondada en el horror), encierra “tanta cosa dicha”, que no es decir actual y auténtico, y que, por tanto, abocado al lugar (la fosa común) de las hablas banalizadas, y contaminada por los “discursos mortíferos”, no forma comunidad, sino más bien la rompe (Verbrechen, “crimen”, contiene brechen, “romper”). Pero se conserva aquí la memoria de una posibilidad distinta del diálogo, y del “casi” (beinah) que modula lo criminoso es también la estrecha apertura al porvenir de esa misma posibilidad. Pero esa posibilidad no tiene lugar si la ruptura radical del diálogo no es experimentada “hasta las últimas consecuencias”. En cuanto no tiene lugar sino se hace –poesía y pensamiento– tal experiencia, esa posibilidad es propiamente el no-lugar, la ú-topía, a cuya luz se emprende y ha de llevarse a cabo la “exploración de lugares” en que consiste la poesía celaniana. Lo político de ésta propone un núcleo duro, irreductible, una aporía del diálogo, entendido éste, precisamente, como principio dinámico, constitutivo y constructivo del ser-común de lo humano y de su (impedida) universalidad.
Esta aporía define una determinada imposibilidad de conciliar el poema de celaniano con lo que podríamos llamar la matriz greco-germana del diálogo, si éste es un nombre oportuno para el prestigioso paradigma que fabrica Heidegger en su interpretación de Hölderlin. Es verdad, en todo caso, que este paradigma conviene a cierto Hölderlin, y debe tenerse en cuenta que la “aporía” celaniana supone también una lectura de Hölderlin –incorporada temáticamente en su poema– y, así también, de “otro Hölderlin”.
¿Podría ser delimitada esta relación inconciliable a partir de otro paradigma, es decir, de la eficacia actual y actualmente expresada en el poema celaniano de otro paradigma, que sería, cómo va a negárselo, el paradigma judío?
Sin lugar a dudas puede haber mucho material para alimenta la tentación de entender así las cosas. Recelo, sin embrago, de que esto pueda afirmarse sin reservas. Más aún: me parece que una inteligencia de esta índole quebrantaría una posibilidad de lectura del poema celaniano con la que éste explícitamente cuenta y labora. Para mantener a la vista esta prevención, habría que añadir, quizá, un tercer epígrafe, que sería una suerte de Joyce modificado. “Jewgreek is Greekjew? / Extremmes hardly meet”. Bajo este epígrafe, que llamaré casi una divisa, retomo lo esbozado: ciertamente se podría pensar que, en el trance de la cabal aporía del diálogo, restaría apelar, como salida, a una teoría judaica del poema.
Hay dos índices, disímiles, al respecto. El primero viene de la brillante biografía de Celan que escribió John Felstiner. Aunque su obra no tiene pretenciones teóricas, toda ella se organiza alrededor de una tesis fundamental. Es la tesis del Nombre. La declaración que Celan hizo a Allemann diciendo que “las palabras devienen nombres” (Worte werden Namen), y la justificación de la producción verbal de Celan registrada por Clemens Podewils, de su interés era “liberarse las palabras como meras designaciones. Quisiera oír otra vez en las palabras los nombres de las cosas”, parece aportar un fuerte sustento a esta hipótesis. Pero aquí todo depende de las modulaciones y de los énfasis. Si se los eleva, entonces “judaizar” radicalmente la poesía celaniana equivaldría a suponer que hay el Nombre, que hay a Lengua Sagrada, y que ésta es el hebreo. La creciente aproximación de Celan a las palabras hebreas en su poesía es leída precisamente en esta dirección. Y a esto se puede agregar que con tal aproximación, Celan está cumpliendo un paso –un pasaje– histórico, del alemán al hebreo, simétrico respecto del que cumple Heidegger del alemán al griego. Cabría argüir, además, que este paso realiza aquello que más de algún comentarista podría sentirse proclive a considerar como un principio activo de la poesía de Celan, a saber, la venganza, porque con ese paso se despiertan zonas reprimidas, “inconscientes” o, en todo caso, no domeñadas de la lengua alemana, que remiten a la acuñación del idioma que emprendió a Lutero a partir de la traducción de la Sagrada Escritura.
Pero ya lo dije: todo depende de las modulaciones y los énfasis. La instancia del Nombre en la poesía del Celan es, creo, indeleble. Pero me parece que se trata más del Nombre en un sentido afín al que concibe Benjamin, como asíntota de la relación de las lenguas entre sí, como la huella sólo legible en la fractura originaria e inextirpable. Más se trata pues del nombre en la escena babélica que en la escena paradisíaca o pentecostal o escatológica. Lo cumplido por Celan para el alemán –de-propiarlo, des-arraigarlo de sí, convertirlo en lugar de paso de una plurivocidad, una plurivocalidad babélica, para remitirlo al arraigo de otro innombrable (el Nombre pues como esencialmente innombrable)– vale para toda lengua, y si esto ha de ser concebido como “venganza”, entonces será preciso definir un distinto concepto de “venganza”, que ya no podrá fundarse en el interés de una subjetividad agredida e in-dignada, sino en la apertura a un advenimiento imprevisible.
En el contexto de esta primera opción de lo que he llamado una “teoría judaica del poema” es importante la observación que hace Allemann a propósito de un poema de Lichtzwang: LIVIDIVOCAL, desollado /desde lo profundo: / ninguna palabra, ninguna cosa / y de ambas único nombre, // llamada ganancia de un mundo”. Allemann se refiere a las relaciones de palabra, cosa y nombre (y un mundo), y así mismo incide sobre el ya mencionado “devenir nombres de las palabras”: “no debemos tranquilizarnos con la comprobación de que se ha enunciado [...] con el concepto de “nombre” una posición que solucione el problema del lenguaje. La “ganancia de un mundo” no resulta ya de que la postule, y el poema sería una configuración dudosa si se la agotara en este postulado”. Para enfatizar la prevención que en estos términos se expresa –a mi entender, con pleno derecho– se tiene que reparar en esa palabra bífida que cualifica la ganancia: “wunder” “wunder Gewinn”. Traducida por “llagada” es perder esa ambivalencia, pérdida que tiene que suceder aquí forzosamente. “Wunder”, como adjetivo, designa lo “herido”, pero como sustantivo indica el “milagro”, el “prodigio”, la “maravilla”. A Felstiner, que también menciona esta duplicidad, le parece escuchar tonos animados en este poema: “Basta un momento para escuchar el salmo en esta voz desde lo profundo. Y luego otro momento para ver que la davar hebrea significa a la vez “palabra” (sagrada o secular) y “cosa” que tiene que ser ese único nombre”. Pero esta lectura parece insinuar que la palabra hebrea, la davar, como único nombre, trae consigo la reparación, la cicatriz y, por último, la borradura de la llaga en el esplendor del milagro, del prodigio de la ganancia. Sin embrago, el calembour de Wunde, y Wunder (llaga y milagro) sólo tiene fuerza y eficacia, con su impulsiva síntesis, si en esta se acrecienta (y no se esfuma) la tensión que no se puede suprimir y el hiato intransitable de los dos términos antitéticos. En cierto sentido, esta misma palabra, al mismo tiempo discreta y desbordada de elocuencia por su exceso de significación –un exceso ante el cual ella, como calembour, permanece neutra, in-diferente–, rubrica la inacercabilidad del Nombre, del “único nombre”.
El de Felstiner, decía, es el primer índice de lo que llamaba la “teoría judaica del poema”. El otro índice fundamental es el que entrega Jaques Derrida con su reflexión sobre el schibboleth. Esta noción es más precisa, más radical, más avispada (si cabe decirlo así) que la apelación a la índole originaria del Nombre y de la Lengua Sagrada. Tiene además la virtud de situarnos en una política esencial, político-bélica, política-babélica, que marca a la vez la aporía del diálogo y la imposibilidad de constituir la comunidad humana en sentido universal. Vale la pena citar in extenso el pasaje pertinente en que Derrida se refiere al asunto, lo cual ocurre a propósito del poema In eins (“Todo en uno”), de la Rosa de nadie, y en particular de una “segunda lengua” que, ya desde el “segundo verso”, con “una palabra aparentemente hebraica puja en la ‘boca del corazón’”: “Esta segunda lengua bien podría ser una primera lengua, lengua de la mañana, le lengua de origen que habla desde el corazón y desde el Oriente. [Se advertirá la lúcida advertencia sobre la posibilidad de una interpretación “arcaizante” de esta apelación al hebreo, la apelación a un alba que ciertamente es distinta a aquélla que rememora Hölderlin.] La lengua es, en hebreo, el labio, ¿y Celan no nombra acaso, en otros sitios, y ya vendremos a ello, las palabras circuncisas [de recogidos labios, si se quiere], tal como se dice también el “corazón circunciso”? Dejemos eso por ahora. Schibboleth, esta palabra que llamo hebraica, sabéis que se la encuentra en toda una familia de lenguas, el fenicio, el judeo-arameo, el siríaco. Está atravesada por una multiplicidad de sentidos: río, ribera, espiga de trigo, rama de olivo. Pero más allá de estos sentidos, ha adquirido el valor de una palabra de paso. Se la utiliza, durante o después de una guerra, en el paso de una frontera vigilada. La palabra importaba menos por su sentido que por la manera en que era pronunciada. La relación al sentido o a la cosa estaba suspendido, neutralizado, puesto entre paréntesis: lo contrario si puede decirse de una “época” fenomenológica que resguarda ante todo el sentido. Los efraimitas habían sido vencidos por el ejercito de Jeftá; y para impedir que los soldados se escaparan pasando la ribera [...], se le exige a cada persona decir schibboleth. Y los efraimitas eran conocidos por una capacidad para pronunciar correctamente el schi de schibboleth, que para ellos se convertía, desde ese momento en un nombre impronunciable. [Insistencia –en cursiva– de Derrida: el origen se convierte en lo absolutamente inapropiable.] Decían sibboleth y, sobre esta frontera invisible entre schi y si, se denunciaban ante el centinela a riesgo de su vida. Denunciaban su diferencia y se volvían indiferentes a la diferencia diacrítica entre schi y si, se marcaban por no poder re-marcar una marca codificada de esta suerte” (J. Derrida, Schibboleth s.).
El fraseo de este pasaje, la cuidadosa elección de los términos y los giros, merecerían un detenido comentario. Aquí, en todo caso, interesa la sugestiva caracterización de la poesía de paso, de frontera, de la zona indecisa e indecidible del traslado, de la traducción, de la transposición (Über-tragung, Über-setzung). Por eso, la de Celan no es una poesía que versa “sobre” el paso, que lo hace tema suyo, o que busca hacer experimentos con él, sino poesía puesta y expuesta –transpuesta–, la tarea, la única tarea de la poesía es dar (con) la palabra: ¿qué palabra dará el paso? ¿Cuál será el santo y seña, el schibboleth?.
Pero, claro, tal como sugiere Derrida, la clave del schibboleth consiste en que él mismo no es una “palabra” en el modo en que estamos habituados a reconocerle, como núcleo de sentido, o, dicho de otro modo, estriba en que es palabra insignificante. Una cuasi-palabra o, para expresarlo con el término exacto de El Meridiano, una contra-palabra, Gegenwort que ya sólo es testimonio, seña de presencia, que contraría, en el seno mismo de la palabra, su vocación de amplitud, de significancia. El Schibboleth es el Deut, la pizca, que no es palabra sino existencia.
En todo caso, la complejidad del planteamiento de Derrida no suprime la propuesta de una teoría judaica del poema, que se inscribe aquí bajo el lema que Celan toma, para epígrafe de su poema “Y con el libro de Tarussa”, de la poeta rusa Marina Tsvetáieva: “Todos los poetas son judíos”. Una teoría que sabe su obligación de constituirse desde el sostén endeleble de las comillas. Este recelo corre a parejas con la cuestión de la circuncisión en el texto derridiano, y con la cuestión de la palabra circuncisa. Así en relación a lo que aquí nos ocupa, se dice al final de schibboleth: “De un mismo golpe, si puede decirse, la palabra circuncisa da acceso a la comunidad, a la alianza, a la participación de la lengua, en la lengua. Y en la lengua judía como lengua poética, si toda lengua poética era, como todos los poetas, según el exergo, de esencia judía; pero esta esencia no se promete más que a través de la des-identificación, esta expropiación de la nada de la no esencia de que ya hemos hablado. La lengua germana, como toda otra, pero aquí cuán privilegiada, debe circuncidarla también un rabino, y el rabino se convierte entonces en un poeta, revela en él al poeta. ¿Cómo puede advenir la circuncisión a la lengua alemana, a la data de este poema, es decir, desde el holocausto, la solución, la cremación final, la ceniza de todo? ¿Cómo se podría bendecir las cenizas en alemán?” (Op. cit., s.).
Derrida termina su reflexión su reflexión apelando a la imposibilidad de situar a la circuncisión de la palabra, a su pre-historicidad, que es también, como apertura de la palabra al otro, a la inauguración de “la historia, el poema, y la filosofía, y la hermenéutica, y la religión”, situando, precisamente, lo judío (lo que podríamos llamar, a la letra, la operación judía: la circuncisión) en esa otra alba.
¿Qué paso se juega aquí? ¿Es el paso de las lenguas, de las regiones, de las horas, de las historias? ¿Y qué medida trae consigo ese paso, que en sí sería inconmensurable, inmenso?
Sin perjuicio de ese paso, sin perjuicio de todo lo pertinente que es la lectura de Derrida, confieso que no me siento inclinado a convalidar su “teoría judaica del poema”. Se trataría de insistir, creo, entre lo germano y lo judío, y también entre lo Greek y Jew –tal como Celan, en lo judío y su im-propiedad, insiste entre “pequeño” y “grande” (Conversación en la montaña), se trataría, pues, de insistir en un des-encuentro de los extremos –incluso consigo mismos.
¿Cuál es la ley –si ley podemos llamarla– de este desencuentro? ¿Cuál es la ley que un “poema del encuentro” (como sería el de Celan) debe tener siempre presente?
[1] Se reproduce aquí cercenando un párrafo inicial– la primera mitad del séptimo y último capítulo del libro Entre Celan y Heidegger, de próxima publicación. El texto ha sido levemente reducido y han sido omitidas las notas.
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