© Idelber Avelar.
Incripción Nº 115.192
I.S.B.N. 956-260-192-7
Editorial Cuarto Propio.
1ª Edición, agosto 2000.
ALEGORÍAS DE LA DERROTA: LA FICCIóN POSTDICTATORIAL Y EL TRABAJO DEL DUELO
Idelber Avelar.
íNDICE.
Introducción: Alegoría y Postdictadura.
1. Edipo en tiempos postauráticos: Modernización y duelo en el boom hispanoamericano.
2. La genealogía de una derrota.
2.1. La cultura letrada bajo dictadura.
2.2. La teoría del autoritarismo como fundamento de las “transiciones” conservadoras
2.3. El giro naturalista y el imperativo confesional
2.4. La alegoría como fin epocal de lo mágico
2.5. La disolución de la universidad en la universalidad del mercado
3. Una lectura alegórica de la tradición argentina
4. Duelo y narrabilidad: un cyberpolicial en la ciudad de los muertos.
5. Pastiche, Repetición y la firma falsificada del ángel de la historia.
6. Sobrecodificación de los márgenes: figuras del eterno retorno y del apocalipsis.
7. Bildungsroman en suspenso: ¿Quién aprende con historias y viajes?
8. La escritura del duelo y la promesa de restitución.
9. Epílogo: Postdictarura y posmodernidad.
Obras citadas.
Agradecimientos.
Incripción Nº 115.192
I.S.B.N. 956-260-192-7
Editorial Cuarto Propio.
1ª Edición, agosto 2000.
ALEGORÍAS DE LA DERROTA: LA FICCIóN POSTDICTATORIAL Y EL TRABAJO DEL DUELO
Idelber Avelar.
íNDICE.
Introducción: Alegoría y Postdictadura.
1. Edipo en tiempos postauráticos: Modernización y duelo en el boom hispanoamericano.
2. La genealogía de una derrota.
2.1. La cultura letrada bajo dictadura.
2.2. La teoría del autoritarismo como fundamento de las “transiciones” conservadoras
2.3. El giro naturalista y el imperativo confesional
2.4. La alegoría como fin epocal de lo mágico
2.5. La disolución de la universidad en la universalidad del mercado
3. Una lectura alegórica de la tradición argentina
4. Duelo y narrabilidad: un cyberpolicial en la ciudad de los muertos.
5. Pastiche, Repetición y la firma falsificada del ángel de la historia.
6. Sobrecodificación de los márgenes: figuras del eterno retorno y del apocalipsis.
7. Bildungsroman en suspenso: ¿Quién aprende con historias y viajes?
8. La escritura del duelo y la promesa de restitución.
9. Epílogo: Postdictarura y posmodernidad.
Obras citadas.
Agradecimientos.
Máxima brechtiana: nunca empezar desde los buenos, viejos tiempos, sino desde éstos, miserables.
(Walter Benjamin)
INTRODUCCIÓN
ALEGORÍA Y POSTDICTADURA
. . . lo posible, que entra en la realidad mientras la realidad se disuelve, opera y lleva a efecto el sentido de la disolución, así como la reminiscencia de lo disuelto... Desde el punto de vista de la reminiscencia ideal, la disolución como necesidad se convierte en el objeto ideal de la vida recientemente desarrollada, un vistazo hacia atrás al camino que tuvo que ser tomado, desde el principio de la disolución hasta aquel momento en que, en la nueva vida, puede darse una reminiscencia de lo disuelto.
(Friedrich Hölderlin)[1]
Quizás a partir de la clásica oposición entre metáfora y metonimia se pueda proponer un punto de partida para pensar el estatuto de la memoria en tiempos de mercado. Por un lado, el mercado maneja una memoria que se quiere siempre metafórica, en la cual lo que importa es por definición sustituir, reemplazar, entablar una relación con un lugar a ser ocupado, nunca con una contigüidad interrumpida. La mercancía abjura de la metonimia en su embestida sobre el pasado; toda mercancía incorpora el pasado exclusivamente como totalidad anticuada que invitaría una sustitución lisa, sin residuos. La producción de lo nuevo no transita muy bien por el inacabamiento metonímico: una mercancía vuelve obsoleta a la anterior, la tira a la basura de la historia. Lógica que el tardocapitalismo lleva hoy a su punto de exhaustión, de infinita sustitutibilidad: cada información y cada producto son perennemente reemplazables, metaforizables por cualquier otro. Se trata entonces de hacer una primera observación sobre la memoria: la memoria del mercado pretende pensar el pasado en una operación sustitutiva sin restos. Es decir, concibe el pasado como tiempo vacío y homogéneo, y el presente como mera transición. La relación de la memoria del mercado con su objeto tendería a ser, entonces, simbólico-totalizante.
No todo, sin embargo, es redondez metafórica en el mercado. Al producir lo nuevo y desechar lo viejo, el mercado también crea un ejército de restos que apunta hacia el pasado y exige restitución. La mercancía anacrónica, desechada, reciclada, o museizada, encuentra su sobrevida en cuanto ruina. Pensar esa sobrevida demanda, quizás más que la oposición entre metáfora y metonimia, otra distinción, que en un cierto sentido funda la estética moderna: aquélla que opone símbolo y alegoría. La mercancía abandonada se ofrece a la mirada en su devenir-alegoría. Dicho devenir se inscribe en una temporalidad en la cual el pasado es algo otro que simplemente un tiempo vacío y homogéneo a la espera de una operación metafórico-sustitutiva. Los desechos de la memoria del mercado le devuelven un tiempo de calaveras, destrozos, tiempo sobrecargado de energía mesiánica. Se dice de la alegoría que ella está siempre “fechada”, es decir, ella exhibe en su superficie las marcas de su tiempo de producción:
Mientras que en el símbolo, con la transmutación de la decadencia, el rostro transfigurado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de una redención, la alegoría ofrece a la mirada del observador la facies hippocratica de la historia en tanto paisaje primordial petrificado. La historia, en todo lo que tiene, desde el comienzo, de extemporáneo, penoso, fallido, se acuña en un rostro, no, en una calavera . . . Este es el núcleo de la consideración alegórica, de la exposición barroca, mundana, de la historia como historia sufriente del mundo.[2]
De ahí la conexión entre los emblemas alegóricos barrocos y la mercancía moderna: se trata en ambos casos de un tiempo caído, ajeno a toda redención. Un tiempo que sólo se deja leer en la cruda materialidad de los objetos, no en la triunfante epopeya de un sujeto. Los índices del fracaso pasado interpelan al presente en condición de alegoría. En la alegoría, según Benjamin, “no hay el más remoto vestigio de una espiritualización de lo físico, sino el último estadio de una externalización”,[3] afirmación del afuera más absoluto que sería la dimensión utópica propiamente dicha de la alegoría.
Definición clásica, es decir, romántica, goetheana, de alegoría: relación convencional entre una imagen ilustrativa y un sentido abstracto. Nada resume mejor la concepción de alegoría con la que hay que romper. Al interior de la estética romántica, la primacía de la interioridad de un yo que se quiere inmune a fracturas y el privilegio del símbolo sobre la alegoría son, rigurosamente, dos caras de la misma moneda. La lectura clásico-romántica de la alegoría recibe su formulación más acabada en Goethe:
Hay una gran diferencia entre el poeta que busca lo particular desde lo general y el que contempla lo general en lo particular. Del primer procedimiento surge la alegoría, en la cual lo particular sólo sirve como instancia o ejemplo de lo general; el segundo, en cambio, es la verdadera naturaleza de la poesía: la expresión de lo particular sin ninguna referencia a lo general.[4]
Asimismo, Hegel:
El ser alegórico nunca llega a la individualidad concreta de un dios griego o de un santo . . . puesto que para que haya congruencia entre subjetividad y sentido abstracto, el ser alegórico debe hacer la subjetividad tan vacía que toda individualidad específica desaparece . . . Poetas como Virgilio se ocupan de seres alegóricos porque no son capaces de crear dioses individuales como los homéricos.[5]
Recibe ahí su fundamento la comprensión dominante, post-romántica, de la alegoría como desvío aberrante, patológico, del ideal translúcidamente orgánico del símbolo. En la visión hegeliana el elemento conceptual, la esfera del sentido, “domina” y “subsume” una “externalidad determinada que no es más que un signo”.[6] El símbolo evitaría esta reducción al redondear la representación en una totalidad infisurada, en la cual imagen y sentido, signo y concepto, fueran indistinguibles. En el símbolo la asimilación y absorción del elemento conceptual en su actualización estética sería tal que la separación aberrante, propia a la alegoría, se corregiría. La formulación hegeliana corona el símbolo como embajador estético de la dialéctica, tropo capaz de a-propiar lo exterior, convertirlo en interior, y realizar esa digestión exitosa que es, ella misma, símbolo gastronómico privilegiado del pensamiento dialéctico.
En Inglaterra, fue Coleridge quien se encargó de dirigir violentos ataques a la alegoría como forma “mecánica”, a la cual opuso la cualidad “orgánica”, “natural”, “transparente” del símbolo.[7] Para el siglo XIX habría algo de intempestivo en la alegoría: “como alegorista, Baudelaire estuvo aislado”.[8] Goethe, Hegel y Coleridge convergen al ver en la alegoría una degeneración en la cual lo universal se albergaría en una externalidad vacía sin dejarse contaminar por ella. Es como si en la alegoría las singularidades se refirieran demasiado deprisa a las universalidades que evocan. Lo que Goethe, Hegel y Coleridge condenan en la alegoría es la ausencia de mediación. La forma abrupta, vertiginosa en que las corporalidades alegóricas hacen presentes los nudos conceptuales aleja la alegoría del proyecto estético clásico-romántico, basado en la ascensión cadenciada y mediada del sentido. La concepción clásico-romántica reduciría, entonces, la alegoría a un “mero modo de designación [Bezeichnung]”.[9]
Ya en el siglo XX, Benedetto Croce afirma que “la alegoría no es un modo directo de manifestación espiritual, sino una suerte de criptografía o escritura”.[10] En el sistema estético idealista de Croce eso representa, por cierto, un defecto. Pero lo interesante es cómo Croce, más allá de los juicios de valor, capta un componente fundamental del problema: las relaciones entre alegoría y cripta. En sus orígenes, en la iconografía medieval y en los libros de emblemas barrocos, la alegoría toma la forma de una relación entre una imagen y una leyenda. La inscripción escrita operaría, protobrechtianamente, impidiendo que la imagen se congele como forma naturalizada, a menudo proponiendo un enigma que vaciaría cualquier posibilidad de una lectura ingenuamente especular de la imagen. Lo alegórico se instaura, por tanto, no por recurso a un “sentido abstracto”, sino en la materialidad de una inscripción. La forma original de la alegoría toma cuerpo en el devenir-cripta de una mónada verbal que enmarca una mónada pictórica. Se sabe que en la poética barroca la impresión de la letra sobre el blanco de la página y el diseño material del texto configuran parte integral de la obra. Karl Giehlow, investigando la génesis medieval de la alegoría, la vincula al desciframiento de los jeroglíficos egipcios, a través del cual las escrituras sagradas se traducían en signos pictóricos profanos. Esa profanación de lo sagrado vendría después a acentuarse con el barroco. La alegoría mantiene así una relación con lo divino, pero con una divinidad lejana, incomprensible, babélica. La alegoría florece en un mundo abandonado por los dioses, mundo que sin embargo conserva la memoria de ese abandono, y no se ha rendido todavía al olvido. La alegoría es la cripta vuelta residuo de reminiscencia.
Contribución fundamental de Benjamin a la teoría de lo alegórico: explicitar la irreductibilidad del vínculo que une alegoría y duelo. Dice Benjamin: “la alegorización de la phisis sólo se puede llevar a cabo en todo vigor a partir del cadáver. Los personajes del drama barroco [Trauerspiel, literalmente, “juego en duelo”, “lutiludio”] mueren porque sólo así, como cadáveres, pueden adentrarse en la morada de la alegoría”.[11] Lo que está en juego en el drama barroco es una emblematización del cadáver: paralización del tiempo, suspensión de la dialéctica diegética, resistencia a una resolución reconfortante. Los desenlaces de gran parte del teatro del siglo XVII serían inimaginables sin esa condensación de energía alegórica en un cadáver vuelto emblema. La energía semántica del cadáver emblemático impone, en la conclusión del drama barroco, una conciencia apremiante de la transitoriedad: el cadáver se afirma como el objeto alegórico por excelencia porque el cuerpo que empieza a descomponerse remite inevitablemente a esa fascinación con las posibilidades significativas de la ruina que caracteriza la alegoría. El duelo es la madre de la alegoría. De ahí el vínculo, no simplemente accidental, sino constitutivo, entre lo alegórico y las ruinas y destrozos: la alegoría vive siempre en tiempo póstumo.
Al revisitar uno de los casos freudianos más ilustres, el del hombre de los lobos, Nicolas Abraham y Maria Torok desarrollan la noción de criptonimia para designar el sistema de sinónimos parciales que es incorporado al yo como signo de la imposibilidad de nombrar la palabra traumática. La cripta, para Abraham y Torok, sería la figura de la parálisis que mantendría el duelo en suspenso.[12] En la ya clásica distinción freudiana entre el duelo y la melancolía - distinción elaborada, cabe recordar, bajo el impacto del caso del hombre de los lobos[13] - el duelo designa el proceso de superación de la pérdida en el cual la separación entre el yo y el objeto perdido aún puede llevarse a cabo, mientras que en la melancolía la identificación con el objeto perdido llega a un extremo en el cual el mismo yo es envuelto y convertido en parte de la pérdida. La distinción que proponen Abraham y Torok, entre introyección e incorporación - como dos modalidades de internalización de la pérdida - operaría un corte transversal a la dicotomía freudiana. La introyección designaría un horizonte de completud exitosa del trabajo del duelo, a través del cual el objeto perdido sería dialécticamente absorbido y expulsado, internalizado de tal manera que la libido podría descargarse en un objeto sustitutorio. La introyección aseguraría, entonces, una relación con lo perdido a la vez que compensaría la pérdida.[14] En la incorporación, por otro lado, el objeto traumático permanecería alojado dentro del yo como un cuerpo forastero, "invisible pero omnipresente,"[15] innombrable excepto a través de sinónimos parciales. En la medida en que ese objeto resista la introyección, él no se manifestará sino de forma críptica y distorcionada. Al expresar “un rechazo al duelo y sus consecuencias, un rechazo a introducir en sí la parte de sí mismo depositada en lo se ha perdido," [16] la incorporación erigiría una tumba intrasíquica en que se niega la pérdida y el objeto perdido es enterrado vivo. El freudianismo reservaría para el arte y la literatura, por cierto, un estatuto privilegiado en cuanto manifestación del contenido traumático. Tan atentos a las mediaciones tropológicas que implica tal traducción como el Freud de Más allá del principio del placer,[17] Abraham y Torok reservan la noción de cripta para designar la manifestación residual de la persistencia fantásmica de un duelo irresuelto. Una teoría de la cripta sería entonces inseparable, para Abraham y Torok, de una teoría de lo espectral y de los fantasmas (de allí su importancia para Derrida). Desde una tropología postdictatorial, la teoría de la cripta sería también componente clave de una teoría de lo alegórico, de la operación alegórica de toda traza (de allí la constitución, visible en Benjamin, de una incipiente teoría de la cripta en el estudio de la alegoría barroca).
Alegórica sería la manifestación de la cripta en la que se aloja el objeto perdido. Éste, enterrado vivo y condenado a una existencia espectral, sintomatizaría la insistencia de la incorporación - sinonimizada, en Abraham y Torok, a la obstaculización del trabajo del duelo. El carácter alegórico de tal espectralidad residiría en la resistencia a la figuración, propia de toda alegoría y elemento central en el proceso de incorporación. El establecimiento de una tumba intrasíquica conllevaría, para Abraham y Torok, un acercamiento a las palabras que las reduciría a dobles fantásmicos del objeto mismo, materializaciones espectrales de la palabra traumática. La melancolía emergería como una reacción a cualquier amenaza a la cripta protetora: el sujeto pasa a identificarse con el objeto perdido como forma de protegerlo de la posibilidad de ser objeto de duelo. El rechazo incorporativo al duelo se manifestaría a través de una subsunción de toda metaforicidad bajo la bruta literalidad identificada con la palabra traumática. Como ha explorado Tununa Mercado en En estado de memoria, la labor del duelo implicaría la socialización de una tumba exterior donde la bruta literalización de la palabra traumática se dejaría, al menos parcialmente, metaforizar. Éste sería el intento, digamos, de Antígona: instalar la irreductibilidad del duelo en la polis y forzar el estado al reconocimiento de tal irreductibilidad. Tal intento es, sin embargo, también mediado por estructuras alegóricas, por fragmentos que hacen duelo por una totalidad perdida. El aparato textual, o mejor dicho la prática de la escritura, sería, en Mercado, el mediador entre el espectro de un devenir-universal de la alegoría (el abismo del melancólico benjaminiano, donde la mirada sólo reconoce alegorías) y la lucha antigonal por erigir símbolos cívicos donde el imperativo del luto pudiera ser sancionado en la polis, es decir metaforizado.
Pese al hecho de que la alegoría ha ocupado el centro de los debates estético-políticos de los últimos años, especialmente en el Cono Sur, creo que sigue un nudo poco pensado, especialmente respecto al porqué del regreso de la alegoría en tiempos dictatoriales y postdictatoriales. La explicación más común para la proliferación de textos alegóricos durante dictaduras es conocida: bajo condiciones de miedo y censura, los escritores se verían forzados a usar “metáforas”, “formas indirectas”, “alegorías” (entendida ahora en el sentido clásico-romántico aludido arriba, de una imagen ilustrativa recubriendo, como un velo, una abstracción semántica). Dicha explicación nunca me ha convencido mucho, quizás porque yo rehúse conceder a los censores argentinos cualquier mérito por Respiración artificial, o darle algún crédito a la dictadura de Pinochet por Lumpérica o aun a los generales brasileños por las canciones de Chico Buarque de Hollanda. Lo fundamental, en todo caso, reside en el hecho de que la irrupción de lo alegórico ahí se reduciría a un contenido ya previo y meramente recubierto a posteriori, supuestamente enunciable transparentemente en tiempos de “libre expresión”. Contra esta simplificación, vale recordar la anécdota de Ricardo Piglia, quien al regresar a Buenos Aires después de un viaje a Estados Unidos, en 1977, observaba que las paradas de colectivos habían sido rebautizadas por la dictadura argentina: se llamaban ahora “zonas de detención”.[18] En la medida en que el país se había transformado en una inmensa zona de detención, las propias paradas de colectivo se dejaban leer como inscripción alegórica. Más que de objetos alegóricos en sí, se habla entonces de un dejarse leer como alegoría, un devenir-alegoría experimentado por las imágenes producidas y consumidas bajo dictadura. Como en la comercialización desenfrenada de íconos comunistas que siguió a la caída de la burocracia soviética, lo que antes había sido símbolo de una totalidad orgánica se vuelve ruina alegórica de un decaimiento. Cabría aquí, por consiguiente, una primera proposición: la postdictadura pone en escena un devenir-alegoría del símbolo. En tanto imagen arrancada del pasado, mónada que retiene en sí la sobrevida del mundo que evoca, la alegoría remite antiguos símbolos a totalidades ahora quebradas, datadas, los reinscribe en la transitoriedad del tiempo histórico. Los lee como cadáveres.
El devenir-cripta de ciertos nudos reminiscentes es la materia privilegiada de la literatura postdictatorial, o al menos de la literatura que he decidido privilegiar en este libro. La ubicación histórica del argumento me lleva a la primera hipótesis acerca de algunas prácticas literarias recientes en América Latina: las dictaduras, como instrumentos de una transición epocal del Estado al Mercado, representaron un corte en la singular sustitución de la política por la literatura propia al boom de los años sesenta, productor, él mismo, al mejor estilo romántico, de grandes símbolos identitarios. El primer capítulo traza el itinerario de esa ruptura, remontándose a los modos en que Emir Rodríguez Monegal, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Alejo Carpentier coincidieron, a pesar de sus muchas diferencias estéticas y políticas, en presentar los logros de la literatura latinoamericana no sólo en su supuesta independencia respecto al atraso social del continente, sino también como un sustituto efectivo de tal atraso. El notorio repudio, por parte de los escritores del boom, de cualquier vínculo con la tradición, así como su insistencia en el papel fundacional, casi adánico, de su generación, se interpretan en el contexto de esta operación retórica. Descartar el pasado era necesidad clave de la resuelta “puesta al día con la historia”, voluntad de presente cuya otra cara fue el asesinato edípico del padre europeo, asesinato éste concebido como prueba de una integración autosuficiente, triunfante, de Latinoamérica a la marcha literaria universal.
Las diatribas de Monegal contra la literatura rural (sistemáticamente asociada al naturalismo), las proclamaciones de Cortázar de que el boom epitomizaba una supuesta iluminación y concientización latinoamericanas, asimismo los insistentes anuncios de Fuentes de que “ahora, por primera vez, nosotros...”, expresaban la confianza de una escritura que parecía haber alcanzado transparente coincidencia con su contemporaneidad. Tal autosacralización tuvo su contrapunto ficcional en varias novelas que ostentaban figuras simbólicas de fundadores-demiurgos codificados en los alter egos de sus autores: La casa verde, Los pasos perdidos, Cien años de soledad. El boom encontraría en esta política de la sustitución - lo literario como resolución imaginaria del retraso de otras esferas - su vocación histórica.
No habría sido ello paradójico si no hubiese implicado un restablecimiento del mismo carácter premoderno, aurático y casi religioso que estos proyectos narrativos plenamente modernos intentaban eliminar. Lo aurático tuvo entonces estatuto equívoco, ambiguo, en el boom. Por un lado, parecía haber sido expulsado por lo que sin duda fue un empresa de modernización, de puesta al día, secular y futurizante. Lo aurático resurgía, sin embargo, encarnado en figuras literarias fundacionales que presentaban su escritura como momento inaugural en el que contradicciones de naturaleza social, política y económica podían ser finalmente resueltas. La religión letrada reintroduciría furtivamente el valor de culto por la puerta de atrás: reinstalación, digamos, de lo aurático en lo posaurático. Éste es el sentido de lo que se tratará de elaborar aquí como la vocación compensatoria del boom.
No es accidental, entonces, la elección del boom como telón de fondo histórico para la empresa de interpretación de la ficción postdictatorial: la operación compensatoria propia al boom se vacía en el momento en que las dictaduras hacen de la modernización el horizonte ineludible de Latinoamérica, vaciándolo a él, al ideal de modernización que subyacía al boom, de toda ilusión liberadora o progresista (al fin y al cabo, tras las dictaduras la modernización periférica vino irrevocablemente a conllevar, para las élites latinoamericanas, integración en el capital global como socios menores). Tras la extensa tecnificación impuesta por las dictaduras, el papel magisterial, regulador - a menudo fundacional, demiúrgico-religioso - asignado a la literatura por el boom tenía que disolverse bajo la nueva refuncionalización de una tecnicidad ahora completamente hegemónica. Mientras que el boom había intentado reconciliar la pulsión modernizadora con el restablecimento compensatorio de lo aurático en lo posaurático, tal reconciliación pasa a ser completamente imposible, vaciada a priori por una tecnificación que aniquila implacablemente el aura de lo literario y devela ese aura como resquicio de un momento aún incompleto del despliegue del capital. De ahí mi argumento de que la fecha del ocaso del boom, situada, por consenso crítico, alrededor de 1972 o 1973, emblemáticamente coincide, no por casualidad, con la caída del gran proyecto social alternativo latinoamericano de aquel momento, la Unidad Popular de Salvador Allende. Así, en el mismo sentido en que Peter Blake propuso el 15 de Julio de 1972 como fecha para el fin del modernismo anglo-europeo (cuando varios apartamentos de estilo funcionalista, construidos en St. Louis en los años cincuenta, tuvieron que ser dinamitados porque se habían vuelto inhabitables) sigo a John Beverley al proponer el 11 de septiembre de 1973 como la fecha alegórica para el ocaso del boom. Después del 11 de septiembre ya no nos estaría dada la posibilidad, para ponerlo lapidariamente, de creer en el proyecto de redención por las letras.
El segundo capítulo detalla esta nueva hegemonía de lo técnico tal como se manifestó en las transformaciones sufridas por la universidad y en la teoría del autoritarismo desarrollada por las sociologías chilena y brasileña. Respecto a la universidad, observamos lo que se podría describir como el paso de la universidad humanista, formadora de ideólogos administradores de los aparatos ejecutivo, jurídico e ideológico, hacia una nueva universidad cuya función principal es producir técnicos. Mientras que la primera podía encerrar en sí una contradicción que permitiera la formación de intelectuales que compitieran con los ideólogos por espacio institucional y teórico, la segunda testimonia la decadencia de los intelectuales, ya definitivamente derrotados por el técnico especializado. El diferendo entre técnicos e intelectuales, aunque incierto y cambiante, sería esencialmente irreductible: mientras que los primeros intervienen sólo en cuanto estén legitimados por la normatividad de un campo específico, los segundos necesariamente cuestionarían la previa división del conocimiento, requisito mismo para la constitución de áreas particulares. Si el técnico instrumentaliza un conocimiento específico para comprender un objeto dado, el intelectual pensaría necesariamente la totalidad que hace posible la formación de objetos particulares, o sea, el objeto de la reflexión intelectual sería el fundamento mismo, principio último, suelo no circunscrito sino por sí mismo. La labor de los intelectuales se entiende entonces como labor coextensiva al locus asignado por Kant a la Facultad de Filosofía, la reflexión sobre las condiciones de posibilidad últimas del conocimiento. Con la amplia tecnificación del cuerpo social - llevada a cabo por las dictaduras como parte de la transición epocal del Estado al Mercado - la posibilidad de tal reflexión estaría hoy definitivamente disuelta.
En la crítica a las teorías social-científicas del autoritarismo, tanto de José Joaquín Brunner como de Fernando Henrique Cardoso, se trata de señalar una instancia de cómo se habría nublado la visibilidad del fundamento último. En estas descripciones - hegemónicas en el campo social-científico y político-partidario - de la naturaleza de los recientes regímenes del Cono Sur, la equivalencia entre dictadura y autoritarismo hace emerger una antítesis universalizada, absolutizada, que se encarnaría en la democracia liberal. En la obra de Brunner, la identificación de antiguos elementos autoritarios en la cultura chilena supuestamente demostraría que los valores liberales y democráticos “no habían sido continuos en el país”, en una naturalización de la oposición que impedía, por ejemplo, cualquier investigación de una posible complicidad entre los dos. Esta línea de análisis llevó a Brunner a asociar la pérdida de status de los intelectuales no a la transición epocal del Estado al Mercado - con la correlativa transición del intelectual al técnico - sino más bien, y sorprendentemente, a la democratización en cuanto tal. Operación análoga parece haber tenido lugar en la obra de Cardoso, la cual explica repetidas veces las dictaduras brasileña e hispanoamericanas como productos de núcleos burocráticos estatales, no reductibles al interés de clase capitalista y misteriosamente contradictorios con él. Puesto que una burocracia, a diferencia de una clase dominante, puede ser eliminada sin que se toque el modelo económico, la teoría de Cardoso - de que las dictaduras eran el resultado de una burocratización aberrante - preparó el camino para una “transición a la democracia” hegemonizada por fuerzas neoliberales y conservadoras. En base a esta lectura de Brunner y Cardoso, se adelanta la proposición de que la teoría social-científica del autoritarismo habría sido en sí un síntoma de la tecnificación implementada por las dictaduras, un producto de la transición epocal, más que una teoría de tal transición.
Esta generalizada inmanentización o destranscendentalización - el bloqueo de la visibilidad del suelo último - se estudia, a continuación, en parte de la literatura alegórica escrita bajo dictadura. En las grandiosas máquinas alegóricas diseñadas en A Hora dos Ruminantes, de J. J. Veiga, Casa de campo, de José Donoso, y El vuelo del tigre, de Daniel Moyano, se nota la decadencia del contraste mágico-realista o fantástico entre lógicas opuestas. Mientras que el realismo mágico movilizaba (y domesticaba) una cosmogonía premoderna a manos de la maquinaria narrativa moderna - en un proceso que implicaba una demonización de la lógica indígena o precapitalista - en estas fábulas alegóricas, por otro lado, todo el texto se subsume bajo la lógica propia a las tiranías retratadas. Al eliminarse toda coexistencia de modos de producción (y sus lógicas respectivas), el fundamento de esas tiranías o catástrofes se hace invisible a los personajes, narrador y lector, inimputable a la voluntad o la acción de cualquier sujeto. La rígida circunscripción espacio-temporal común a estos textos se analiza dentro de este marco: despliegan, al fin y al cabo, la petrificación de la historia característica de la alegoría. Esta inmanentización radical se vincularía, a mi modo de ver, con la experiencia de la derrota, cuya réplica tropológica reside en el concepto de alegoría: derrota histórica, inmanentización de los fundamentos de la narrativa y alegorización de los mecanismos ficcionales de representación, serían teóricamente coextensivos, cooriginarios. Se demuestra así que la alegoría no tiene nada que ver con una simple sobrecodificación de un contenido idéntico a sí mismo, que se camuflaría para escapar a la censura. En contraste con esta visión instrumentalista, se sostiene que el giro hacia la alegoría equivale a una transmutación epocal, paralela y coextensiva a la imposibililidad de representarse el fundamento último: derrota constitutiva de la productividad de lo literario, instalación, en fin, de su objeto de representación en cuanto objeto perdido.
Estas grandiosas máquinas alegóricas, empero, traicionaban inconfesada nostalgia por la totalidad infisurada del símbolo: revelaban, a contrapelo, su naturaleza híbrida. Aunque su inmanentización del principio narrativo organizacional, su petrificación de temporalidad, su rechazo de cualquier recolección trascendental de la facticidad diegética, manifestaban, sin duda, un abrazo del imaginario alegórico, si bien su tono melancólico y doliente los volvía más consonantes con la alegoría que con el símbolo, aún así estos textos poseían esa redondez acabada característica de los modos simbólicos. Su petrificación de la historia se inscribía invariablemente en ciclos totalizantes - invasión de la ciudad, destrucción y alejamiento en J. J. Veiga y Daniel Moyano; opresión, revolución y contrarrevolución en José Donoso -, los cuales hacían de la derrota nada más que un momento en una progresión teleológica más amplia, de carácter casi siempre apocalíptico o redentor. Por debajo de la alegorización de la historia - su petrificación, su coagulación como mónada - uno podia aún vislumbrar el grandioso flujo de un devenir que procedía cíclicamente. Esto equivale a decir que la aceptación de la derrota era, en estos textos, parcial y contradictoria: al mismo tiempo que hacían ineludible la experiencia de la derrota (al retratar, en toda su irreductibililidad, la desolación de la catástrofe), la acolchonaban bajo la grandiosa narrativa de ascensos y descensos propia al símbolo. De ahí la naturaleza transparente de estos textos, la tabla de equivalencias - obvia en algunos casos - que se dejaba establecer entre ellos y las historias a las que aluden (Casa de campo, de José Donoso es paradigmática en este aspecto: casi todos los elementos de la novela podían ser interpretados desde la perspectiva de la caída de Allende y el consiguiente ascenso de la dictadura de Pinochet). Esta transparencia había ya sido observada por varios críticos y, de un modo algo ligero, adscrita unilateralmente por algunos a la alegoría. El análisis que se llevará a cabo aquí tratará de demostrar que la facilidad con que algunos de esos textos se prestaban a la decodificación, no se debía a una supuesta transparencia necesaria del procedimiento alegórico, sino más bien a la naturaleza híbrida de esos textos, es decir, los modos específicos mediante los cuales la petrificación alegórica de la historia se subsumía bajo la marcha grandiosa de una teleología simbólica.
El marco general desarrollado en los dos primeros capítulos, a pesar de la aparente mezcla caótica de referencias - el boom, el papel del intelectual y la universidad, la teoría social-científica del autoritarismo y la renovada relevancia de lo alegórico -, tiene un hilo unificante: delinea, por así decir, una topología de la derrota. Al tratar de develar el impacto de la derrota histórica en estas prácticas (muchas de las cuales sólo la sintomatizaron), se establece la base para un análisis de los textos postdictatoriales. El salto no es sólo temporal, sino también cualitativo, puesto que la postdictadura no alude únicamente a la posterioridad de estos textos en relación a los regímenes militares (una de las novelas analizadas, Lumpérica, de Diamela Eltit, fue en realidad escrita y publicada en el auge del régimen de Pinochet), pero también y fundamentalmente, su incorporación reflexiva de la mentada derrota en su sistema de determinaciones. Así, de un modo similar a la definición de lo posmoderno como el momento crítico y desnaturalizador de lo moderno, la postdictadura viene a significar, en el contexto de este análisis, no tanto la época posterior a la derrota (la derrota todavía circunscribe nuestro horizonte, no hay posterioridad respecto a ella), sino más bien el momento en el que la derrota se acepta como la determinación irreductible de la escritura literaria en el subcontinente. En este marco, La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, Em Liberdade, de Silviano Santiago, Lumpérica y Los vigilantes, de Diamela Eltit, Bandoleiros y las novelas cortas de João Gilberto Noll y En estado de memoria, de Tununa Mercado, representan algunas de las estrategias que incorporan el trabajo del duelo como imperativo postdictatorial.
En La ciudad ausente (1992), de Ricardo Piglia, momento culminante de un notable proyecto ficcional, la reconexión entre literatura y experiencia y la activación del trabajo del duelo, tienen lugar a través de la intervención de lo apócrifo. El relato policial / futurista / cyberpunk de Piglia confronta al lector con una máquina de relatos inventada por Macedonio Fernández - transformado aquí en personaje ficcional. La máquina codifica en sí tanto el duelo por la muerte del otro como la posibilidad de circular narrativas en una ciudad postdictatorial corroída por el olvido. Junior, una especie de alter ego de Piglia, intenta localizar el origen de esta perturbadora máquina, que progresivamente surge, a su vez, como imagen privilegiada de la memoria. A la disociación dolorosa entre literatura y experiencia se le opone a una estrategia - hecha posible por la impersonalidad de la máquina - que permitiría la apropiación indebida, diseminación y desubjetivización de los nombres propios. Un amplio abanico de narrativas intercaladas que tematizan el pasado y el presente de Argentina preparan el clímax: la historia de una isla joyceana en la que los documentos nunca permanecen porque sus habitantes despiertan periódicamente hablando otra lengua. A partir de la radical inestabilidad de esa lengua insular Piglia construye una teoría del olvido postdictatorial. El papel de la ficción sería, entonces, para Piglia, recuperar la narrabilidad que pudiera reconstituir, restituir la memoria: la posibilidad de contar historias podría restaurar la memoria porque la experiencia puede volverse apócrifa, es decir, ser relatada con nombres falsos, como si perteneciera a otro. Como un análisis detallado intentará mostrar, La ciudad ausente diseña una utopía de naturaleza mnemónico-restitutiva.
También mnemónico-restitutiva, aunque agresivamente escéptica y corrosiva, es la reescritura que propone Em Liberdade (1981), de Silviano Santiago, del escritor brasileño de los años treinta, Graciliano Ramos. Por oposición a las clásicas memorias de Graciliano sobre su encarcelamiento entre 1936 y 1937 por el régimen de Getúlio Vargas - Memórias do Cárcere, publicadas póstumamente en 1953 - Em Liberdade inventa un diario de sus primeros días en libertad, es decir, ya no de un periodo de victimización recuperable, en última instancia, por una piadosa empatía con el sufrimiento (la conmiseración que Memórias do Cárcere, a lo largo de sus más de 600 páginas, nietzscheanamente se esfuerza por vaciar), sino más bien a través de un nuevo sino: la completa ausencia de acontecimientos, la angustia de la página en blanco, el momento “post” en el que ni la heroización ni el martirio son opciones posibles o deseables. Al asumir la identidad de Graciliano, al escribir su diario imaginario, usando su nombre y creando toda una narrativa según la cual los originales del diario habían sido entregados a un amigo con la petición explícita de que no se publicaran hasta 25 años después de su muerte - narrativa únicamente contradicha en el subtítulo de la cubierta, donde se lee “ficción de Silviano Santiago” - Em Liberdade barajó nombres propios al punto de crear divertidos malentendidos entre los críticos, algunos de los cuales llegaron a demostrar que Santiago había llevado a cabo un soberbio trabajo “editorial” con el “manuscrito” de Graciliano. El pastiche se duplica en abyme en el diario, cuando Graciliano proyecta una historia en la que hablaría por la voz del poeta e insurgente republicano del siglo XVIII Cláudio Manuel da Costa, en una reinterpretación de ese movimiento anti-colonial y anti-monárquico que, de manera doblemente estrábica, mira hacia ambos presentes, las postdictaduras de Graciliano, en 1937, y de Santiago, en 1981. La historia imaginada por Graciliano, a su vez, muestra varias coincidencias con el asesinato del periodista Wladimir Herzog por la dictadura brasileña en 1975, en una desconcertante proliferación de réplicas que codifican una verdadera filosofía post-catástrofe de la historia. Como en la apropiación de Macedonio Fernández en La ciudad ausente, la reescritura del pasado nunca se contamina de ninguna voluntad irónica; nunca surge ninguna distancia paródica entre el sujeto de la enunciación del texto y la voz histórica de Graciliano. A diferencia de La ciudad ausente, sin embargo, en Em Liberdade no hay lugar para la utopía. La discusión intentará, entonces, detallar un diferendo: la movilización del pasado para el proyecto de un presente afirmativo, de afirmación en el presente, reclutamiento que trae el pasado hacia el presente (Piglia), versus la impulsión del presente hacia atrás, empuje que hace del pasado no realizado la alegoría misma de un presente en crisis, y que retrotrae, por lo tanto, el presente, haciéndolo reconocerse en el rostro del pasado fallido (Santiago).
El análisis de los textos de João Gilberto Noll nos mueve hacia el extremo opuesto del espectro: para Noll el vacío que surge del divorcio entre literatura y experiencia no debe ser llenado, sino aceptado, radicalizado. Al señalarse cómo los personajes y narradores de Noll dramatizan una radical imposibilidad de contar historias - cortesía de una memoria atrofiada y una incapacidad fundamental de sintetizar la experiencia - queda claro el contraste entre la saturación apócrifa de Santiago y Piglia (proliferación apócrifa de nombres propios) y la estrategia de rarefacción propia a la literatura de Noll. El nombre propio aquí ya no aparece barajado y circulado, sino sometido a un progresivo borramiento. Al retratar cuarentones grises, sin nombre ni trabajo, fracasados cuyos intentos de aprender de la experiencia delatan su paralizante incapacidad de organizar lo vivido en una narrativa coherente, Noll pone en crisis el modelo dialéctico del Bildungsroman tan central para la novela moderna. En uno de los textos analizados, Bandoleiros, un viaje a Estados Unidos durante el reaganismo sirve como pretexto para una revisión crítica de esa fuente privilegiada de aprendizaje que es la literatura de viajes. A diferencia del primer Wim Wenders, o del irónico diario estadounidense de Baudrillard, el viaje de Noll por la mitología americana no provee ya ningún encuentro verdadero con la otredad, ninguna fuente alternativa de relatos. Para Noll la misma memoria codificada en el espacio de la urbe se ha reificado: la metrópoli moderna replica el desvanecimiento gris y anónimo de los personajes. La ciudad ya no ofrecería, en Noll, ningún momento de epifanía que pudiera elevar la experiencia más allá de su pura facticidad. La literatura de Noll decididamente se negaría a afirmar: permanece cínicamente sospechosa de toda restitución, oponiéndose a todos los proyectos mnemónico-restitutivos y elaborando una estrategia que podríamos llamar amnésico-destitutiva.
Lumpérica (1983), de Diamela Eltit, moviliza también la dimensión del anonimato presente en Noll, pero aquí el anonimato está dotado de una función potencialmente liberadora: la comunión de la protagonista con los cuerpos desvalidos de los mendigos en la plaza pública parece inventar una política y una sexualidad alternativa al terror que se cierne sobre la ciudad, terror filtrado por la violencia fálica que emana del letrero de la plaza. El tropo dominante en el texto de Eltit es la prosopopeya: la voz de L. Iluminada es la única instancia en que el lumpen, inarticulado y sin voz, puede inscribir su desdicha en lo concreto metropolitano. “Mujer”, “lumpen” y “América” se encuentran en el significante “Lumpérica”, y la misa negra de Eltit viene a representar un espacio marginal y utópico que, si bien no sobrevive a la luz de la mañana, anuncia su repetición cíclica para la noche siguiente. En Los vigilantes (1994), novela postdictatorial, enlutada por excelencia, el gesto restitutivo se lleva al punto límite de la redención: la protagonista es ahora la única reserva incontaminada en una polis completamente devorada por el olvido. El colectivo de los destituidos de Lumpérica pasa ahora a segundo plano, borrosamente vislumbrado al fondo, en el mejor de los casos, como una masa impotente, perseguida y victimizada, en todo dependiente de la filantropía caridosa de la protagonista. El motivo cristiano, presente en Lumpérica pero sometido a un herético y ateo eterno retorno, adquiere una posición dominante en la tropología de Los vigilantes. Este cambio se expresa también en la temporalidad que organiza la novela, la cual se aleja del eterno retorno y adopta lo apocalíptico. Mi lectura explora el salto desde la temporalidad del eterno retorno en Lumpérica a la temporalidad del último día en Los vigilantes, leyéndolo como síntoma mismo de la interminabilidad - aunque no inmutabilidad - del imperativo del duelo.
He dejado En estado de memoria (1990), de Tununa Mercado, para el final, porque en cierto sentido este texto provee la clave maestra con la que se interpretan todos los demás. En efecto, la novela de Mercado - pretendamos por el momento que aún puede llamársela así - me parece el texto fundamental de la postdictadura latinoamericana. Opera, fundamentalmente, con las ruinas de la derrota histórica. Trata de procesar la experiencia del exilio, de reactivar un compromiso intenso, aunque problemático, con el psicoanálisis y, sobre todo, reflexionar sobre el estatuto abismal de la escritura en duelo - labor hercúlea permeada por singular confrontación con la Fenomenología del espíritu, de Hegel. Narrando una serie de hechos en la vida del sujeto escritor durante su exilio en Francia (1967-1970) y en México (1974-1986), hasta el regreso a Argentina tras la restauración de la democracia, el texto de Mercado ocupa una posición liminal entre lo novelístico, lo autobiográfico, y lo teórico: si bien los datos biográficos tienten al lector a asociar la voz textual con la persona de Mercado, el mismo texto, con su complejo juego de aproximaciones y alejamientos, duplicaciones, réplicas y fantasmagorías, se encarga de barajar las señas de identidad. Somatizaciones del trauma, espectrales baúles recordatorios de los desaparecidos, insólitos reencuentros con el paisaje urbano, siniestros retornos de lo reprimido: todo, en Mercado, es remembranza de la pérdida; no hay, en En estado de memoria, retrospección que no esté activada por el trabajo del duelo. Escrito bajo el signo de la enfermedad -psíquica, corpórea, afectiva - el texto de Mercado no acepta ninguna compensación, ninguna fácil curación imaginaria, ninguna elusión del duelo; se sumerge, en fin, en la patología postdictatorial sin aceptar ningún mecanismo sustitutivo. Como resultado de este esfuerzo, se arma una elaborada red alegórica en la cual se piensa el duelo como condición de la escritura y, a la vez, la escritura como condición de una virtual resolución - siempre utópica, siempre aplazada, no más que vislumbrada en el texto - del trabajo postdictatorial del duelo.
Son diferencias, sin embargo, que emergen de un terreno común. La irreductibilidad de la derrota es para Piglia, Santiago, Eltit, Noll y Mercado, el fundamento de la escritura literaria. Todos ellos escriben bajo la conjunción de dos determinaciones fundamentales, el imperativo del duelo y la decadencia del arte de narrar. El duelo y la narración, incluso al nivel más obvio, serían coextensivos: llevar a cabo el trabajo del duelo presupone, sobre todo, la capacidad de contar una historia sobre el pasado. Y a la inversa, sólo ignorando la necesidad del duelo, sólo reprimiéndola en un olvido neurótico, puede uno contentarse con narrar, armar un relato más, sin confrontar la decadencia epocal del arte de narrar, la crisis de la transmisibilidad de experiencia. Esta ha sido, naturalmente, la estrategia hegemónica, la versión victoriosa en lo que se podría llamar la ficción hegemónica en la postdictadura. De haber elegido estudiar las formas dominantes en la prosa literaria actual, habríamos tenido que dirigirnos a comarcas más visitadas, ya el posmodernismo casual, pop (con su horror a la experimentación y la dificultad), ya las varias mitificaciones demagógico-populistas, falogocéntricas, de identidades nacional o continental en clave mágica o regionalista, ya los numerosos realismos y testimonialismos, ya la prosa neomística limítrofe con la autoayuda. Lo representativo es, por definición, lo dóxico. En contraste, yo diría que los autores aquí tratados, junto con otros pocos, tienen en común esa intempestividad[19] que los hace extraños al presente. Lo intempestivo sería aquello que piensa el fundamento del presente, desgarrándose de él para vislumbrar lo que ese presente tuvo que ocultar para constituirse en cuanto tal - lo que, en otras palabras, a ese presente le falta. Una periodización que no tome en cuenta lo intempestivo - que no tome en cuenta lo que, en el presente, clama en desacuerdo con él - sería, más que teoría del presente, su mero síntoma.
Esta intempestividad es hoy, en tiempos de derrota, la misma esencia, la calidad constitutiva de la literatura. Quizás sea ésta la única justificación para seguir con ella, sin hacer concesión alguna - imperativo es subrayarlo - a defensas estético-reactivas de la institución literaria contra los desafíos provenientes del culturalismo. Pues si la literatura ya no puede ser la redención sustitutiva en que la ontología optimista y positiva del boom quiso convertirla, también puede ser, por otro lado, demasiado temprano para rendirse a un discurso apocalíptico, pronunciar sentencias de muerte sobre lo literario y empezar a buscar objetos sustitutorios sobre los cuales aplicar el mismo optimismo positivo. Pues éstos seguirían siendo, a pesar de toda la euforia, objetos de una sustitución compulsiva, es decir, de una neurosis aún ignorante de sí misma. Sólo instrumentalizarían, una vez más, la voluntad de eludir la derrota, la renuncia a aceptarla y pensar desde ella que constituía, para Benjamin, el crimen más hediondo que se podía cometer contra la memoria de los muertos. Contra el optimismo culturalista, este libro acepta la derrota de lo literario, derrota coextensiva a la instalación del momento telemático del capital global - impuesto en Latinoamérica, como sabemos, sobre incontables cadáveres. Tal aceptación es precisamente la razón por la que seguimos con ella: para que pueda advenir la reminiscencia de lo disuelto, como Hölderlin, escribiendo al borde de la locura, parece haber comprendido.
CAPITULO 1
EDIPO EN TIEMPOS POSAURÁTICOS:
MODERNIZACIÓN Y DUELO EN EL BOOM
Estos tiempos de euforia mercadolibrista, en que el propio peronismo domestica su antiguo componente popular y se convierte en instrumento de implementación del neoliberalismo, en que el principal teórico de la dependencia gobierna bajo el respaldo de las oligarquías latifundiarias, en que pactos y concertaciones congregan la extrema derecha y socialistas “renovados” alrededor de una indistinguible alabanza de las virtudes de la austeridad monetarista y de la sabia potestad del mercado, estos tiempos prefieren no ser designados como postdictatoriales. Eligen, repetidamente, denominaciones que no apunten su procedencia, y sí su burda actualidad, su mera presencia: tiempos de “democracia”, tiempos de “gobernabilidad”, tiempos de “estabilidad”. Un estudio de la producción simbólica del presente desde el punto de vista de su condición postdictatorial trae la marca de lo intempestivo. Intempestiva sería aquella mirada que aspira ver en el presente lo que a ese presente le excede - el suplemento que el presente ha optado por silenciar. Tal mirada anhelaría vislumbrar en el suelo constitutivo del presente lo que a él, presente, le falta. En nuestra actualidad, la clave de dicha disyunción - el suplemento sobrante apuntando hacia lo que se echa en falta - sería, a mi modo de ver, su condición postdictatorial, su fantasmagórico duelo irresuelto.
En este contexto - en el que, sea dicho de paso, la lógica del mercado absorbe incluso la documentación de desapariciones y torturas como una pieza más del pasado en venta - quizás no sea prudente creer en lugares de enunciación incooptables. Sin embargo, una crítica literaria informada por la filosofía ambicionaría, al menos, arrojar luz sobre una cierta reserva de sentido, alumbrar cierta área de la experiencia irreductible al imaginario de las transiciones democráticas. Me gustaría mapear este campo en una topología de los afectos. Lo que se designa aquí con esta expresión se aclarará a medida que se avance pero, por ahora, habría que subrayar el carácter material, social de lo que se deja aludir con la noción de afecto. Por oposición al sentimiento, la sensación, la emoción, a diferencia de todo el vocabulario heredado de un cierto romanticismo, el término “afecto” no se agota dentro de los límites de una psicología del ego o de cualquier otra narrativa basada en la primacía de la interioridad y el yo.[20] Al lidiar con la esfera del afecto, se tratará siempre aquí de desubjectivizarla, delimitándola en su inmanencia al campo social, con miras a vincular texto y experiencia siguiendo líneas que eludan cualquier tentación de psicología colectivista. El peligro que se nombra aquí - la reducción de los afectos a un vocabulario egológico -tiene su propia historia en América Latina; reaparece en gran parte de la retórica del exilio, así como en la extensa resurrección de la literatura confesional en los setentas, ya en la poesía marginal brasileña, ya en los varios testimonialismos, formas literarias que recibirán aquí el tratamiento de síntomas de la transformación epocal abierta por las dictaduras.
La discusión sobre los afectos y la experiencia nos llevará a una intervención en el debate sobre el estatuto de la literatura en la reestructuración de las sociedades civiles latinoamericanas y a un diálogo con asertos recientes - algunos ya célebres en la crítica literaria - acerca de la relevancia, política o no, de la literatura en este rearreglo institucional. John Beverley ha justificado su abandono de la literatura por el testimonio afirmando que “mientras la literatura en América Latina ha sido (principalmente) un vehículo para engendrar a un sujeto adulto, blanco, varón, patriarcal y “letrado”, el testimonio permite la emergencia - aunque mediatizada - de identidades femeninas, homosexuales, indígenas y proletarias, entre otras”.[21] George Yúdice ha opuesto, por un lado, al arte y la literatura como “portadores privilegiados de la identidad nacional” que “permiten a ciertos grupos de individuos establecer normas de buen gusto dentro de la esfera pública, excluyendo a otros” al testimonio, como la expresión de una “conciencia liberada de tal elitismo”.[22] Junto al testimonio, se han propuesto argumentos similares respecto a pictografías indígenas, la artesanía popular y los medios de comunicación de masas, como objetos dotados de la relevancia social que la literatura una vez tuvo. El creciente consenso es que “la literatura parece haber cedido su posición crítica o haberse marginado”.[23] Operaré en muchos casos dentro de este consenso, aunque desplazándolo, espero, hacia otras comarcas.
Si el objetivo es interrogar el locus de lo literario en la estela de las dictaduras, habría que empezar por una reevaluación del legado estético, cultural y político del boom hispanoamericano, hegemónico en el campo durante los sesentas y parte de los setentas. Saludable sería tomar cierta distancia crítica respecto a caracterizaciones anteriores del fenómeno que, tributarias de la descripción que hizo de sí mismo el boom en cuanto culminación estética de la literatura latinoamericana y realización definitiva de todo su potencial de complejidad, dejaron de atender a los mecanismos de exclusión y al proyecto político subyacentes a la retórica de la ya no tan “nueva narrativa hispanoamericana”. Pide examen, sin duda, dicho proyecto, especialmente su voluntad de modernidad, manifiesta tanto ficcional como ensayísticamente. A través de una lectura de textos de Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Emir Rodríguez Monegal, se deslindarán aquí las conexiones entre una serie de recurrencias retóricas: 1) el sistemático planteamiento de su propia literatura como consecución definitiva de la modernidad estética de América Latina, en una narrativa evolucionista en la cual el presente surge como la inevitable superación de un pasado fallido; 2) el establecimiento de una genealogía selectiva de la producción literaria anterior de América Latina que culmina, teleológicamente, en la incorporación de tal tradición al canon estético occidental; 3) la repetida asociación de lo rural a un pasado primitivo, preartístico y, en términos más estrictamente literarios, naturalista; 4) la combinación de una retórica adánica - la retórica del “por primera vez” - con una voluntad edípica, según la cual el padre europeo se encontraría superado, rendido al hecho de que sus hijos latinomericanos se han adueñado de su corona literaria.
Más que un ataque al boom, empero, se trata de una lectura de sus condiciones de posibilidad. Éstas se sitúan en la modernización del campo intelectual y literario, sujeto a una secularización y mercantilización que ponen en crisis el aura religiosa del letrado latinoamericano. Sería orgánico al boom un intento de restablecimiento del aura en un contexto posaurático en el cual la misma modernización demoledora de mitos compone una nueva, seductora y fetichista mitología. Dicha mitología recibe una de sus primeras y más consistentes formulaciones en La nueva novela hispanoamericana, de Carlos Fuentes, quien, ya entonces novelista internacionalmente reconocido, ofrece allí una narrativa en la que el boom emerge como la culminación de un proceso de maduración de la literatura latinoamericana. La estrategia discursiva fundamental de Fuentes es la construcción de una genealogía en la que el presente invariablemente toma la forma de un triunfo sobre el pasado fracasado. El pasaje de Sarmiento a Gallegos se describe como “el tránsito del simplismo épico a la complejidad dialéctica, de la seguridad de las respuestas a la impugnación de las preguntas”.[24] Las metáforas organicistas del progreso, desarrollo y crecimiento presiden ese recuento de la historia de la literatura latinoamericana, en una nueva encarnación de la guerra santa librada por la civilización - el presente triunfante - contra la barbarie pasada. La novela de la revolución mexicana había impuesto, defiende Fuentes, un “primer cambio cualitativo” al eliminar “nuestro catálogo primitivo de villanos”.[25] La nueva narrativa representaría el momento en que “por primera vez, nuestras novelas saben reír”, mientras que los personajes de Julio Cortázar se definen como los “primeros seres en la novela latinoamericana que simplemente existen, son, hacen y se dejan hacer, sin ataduras discursivas al bien o al mal”.[26] Se deja leer aquí la postulación de una complejidad progresivamente alcanzada y la superación gradual de errores previos; retórica, en fin, modernizante, desarrollista, que anuncia una grandiosa puesta al día.
Esta euforia reforzó la certeza de haber resuelto viejos problemas y dicotomías. De ahí el tono inaugural, la faz adánica del discurso del boom. En la obra de Emir Rodríguez Monegal, se refunde interesantemente la polaridad entre lo urbano y lo rural en el planteamiento de que las novelas del boom representaban la superación de un conflicto que había sido falso desde el principio: “En tanto que en las viejas novelas la ciudad suele ser una ausencia que hace sentir sus arbitrariedades misteriosas, en el mundo de los nuevos novelistas la ciudad es el eje, el centro, ese lugar donde todos los caminos se cruzan”.[27] Más que afirmar el cambio temático cuantitativo desde lo rural hacia lo urbano en la literatura (cambio que, obviamente, acompañaba el mismo proceso de urbanización de América Latina), Monegal asocia sistemáticamente lo rural al simplismo y al primitivismo preartístico. “La clásica dicotomía novela urbana-novela rural se disolvió por su misma base ... ya se acabaron para siempre esos relatos campesinos o selváticos, con seres de dos dimensiones y mecánica exposición documental”.[28] Si la meta del argumento de Monegal es alegar que uno bregaba con una “falsa oposición”, es interesante observar que la “superación” de la dicotomía se conciba como la eliminación de uno de sus términos. La reacción del boom contra la novela de la tierra se elabora mediante una curiosa identificación entre lo artístico y lo urbano, por oposición a una ruralidad que “pocas veces consigue alzar su creación al plano puramente literario”.[29]
Creo que esta asociación tiene menos que ver con preferencias de escenario, caracterización, o cualquier otro asunto estrictamente narratológico. A fin de cuentas, varias de las novelas aclamadas por Monegal y sus compañeros del boom como paradigmas de la “nueva narrativa” eran rurales o semirurales: Cien años de soledad, Pedro Páramo, Grande Sertão: Veredas. La explicación hay que buscarla en otro lugar, es decir, en el hecho de que en el imaginario discursivo del boom, lo urbano se hizo sinónimo de lo universal. Al identificar la literatura rural con el pasado, uno se convencía de que el pasado había muerto, de que éramos todos parte de la misma aldea global y de que la dolorosa distinción entre centro y periferia por fin se había borrado: “hoy, cada gran ciudad de la América Latina ... aspira a tener su Balzac, su Galdós, su Proust, su Joyce, su Dos Passos, su Moravia, su Sartre”.[30] Caricaturizando un poco el problema, diríamos que dentro de las posibilidades discursivas ofrecidas por el boom, Buenos Aires o Caracas podrían tener su Balzac, pero que era muy improbable que Tucumán o Chiapas llegaran a tener su Steinbeck. En la correlación directa ruralidad = naturalismo, todo lo no urbano pareciera volverse innarrable en el lenguaje revolucionario de la nueva ficción, conclusión necesaria, pero que permanecía omitida bajo el florido frontispicio “nosotros, latinoamericanos, al fin integrados a la marcha de la literatura universal”:
A partir de la certeza de esta universalidad del lenguaje, podemos hablar con rigor de la contemporaneidad del escritor latinoamericano, quien súbitamente es parte de un presente cultural común: ... nuestros escritores pueden dirigir sus preguntas no sólo al presente latinoamericano sino también a un futuro que, cada vez más, también será común al nivel de la cultura y de la condición espiritual de todos los hombres, por más que técnicamente nuestras deformaciones y aislamientos se acentúen”. [31]
En esta lectura algo tosca de algunos postulados estructuralistas, la cultura universal emergería de una supuesta “universalidad lingüística”, más allá de las diferencias sociales y económicas. Esta premisa permeó el espectro discursivo del boom en su totalidad, desde la derecha (Monegal, Paz) hasta la extrema izquierda (digamos, Carpentier y Cortázar). De ahí la posibilidad de referirse al boom como una formación discursiva:[32] ciertas condiciones necesarias presiden el archivo de enunciados posibles, más allá de las polémicas y desacuerdos entre sus miembros. La misma concepción de la modernización cultural, entendida como universalidad finalmente conquistada, informaba la práctica crítica de Vargas Llosa:
...cuando tenían a Proust y a Joyce, los europeos se interesaban apenas o nada por Santos Chocano o Eustasio Rivera. Pero ahora que sólo tienen a Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute o Giorgio Bassani, ¿cómo no volverán los ojos fuera de sus fronteras en busca de escritores más interesantes, menos letárgicos y más vivos? Busquen ustedes, en la literatura europea de los últimos años, un autor comparable a Julio Cortázar, una novela de la calidad de El siglo de las luces, un poeta joven de voz tan profunda y subversiva como la del peruano Carlos Germán Belli; no aparecen por ninguna parte.[33]
Vargas Llosa expresa así el impulso edípico del boom, complementario al gesto adánico al que me referí antes. Matamos al padre europeo al vencerlo bajo sus propias reglas; le señalamos su cuerpo moribundo mientras él reconoce que la corona tiene un nuevo dueño. La victoriosa narrativa edípica cuenta la historia de un padre muerto leyendo los libros escritos por el hijo. Como sucede con todo Edipo triunfante, sin embargo, no todas las cuentas están saldadas; el padre nunca muere tan irreversiblemente como se cree. Siempre hay un momento restitutivo en que regresa el fantasma del padre, el espectro que se creía conjurado. Una lectura genealógica debe, sobre todo, dar cuenta del itinerario de este retorno.
Es de poca importancia discutir el valor de verdad del aserto central que nortea el proyecto modernizante del boom - la visión de una literatura desproporcionalmente “avanzada”, “adelantada” respecto al atraso social y económico del continente, el postulado, por así decirlo, de una madurez precoz en la literatura latinoamericana. De hecho, yo diría que ello es en sí un falso problema. Lo que hay que observar es la operación retórica a través de la cual el diagnóstico de una disimetría entre lo social y lo literario engendra una operación sustitutiva mediante la cual el segundo supuestamente compensaría el primero. La relación entre economía y cultura toma entonces, en el boom, un giro curioso. Están tan lejos la una de la otra que el desarrollo de la primera se da de manera independiente del atraso de la segunda, pero suficientemente cerca como para que aquélla pueda remediar, curar, o funcionar como correctivo de ésta: paradoja constitutiva, por cierto, de la escritura de Fuentes, Monegal, Vargas Llosa y Carpentier, pero que no se puede atribuir meramente a una supuesta ingenuidad de su parte, a simples errores que podrían haber sido evitados. La estrecha complicidad del boom con la teoría de la modernización no era una opción entre otras, es decir, los escritores del boom no eran un grupo eligiendo libremente la posición a adoptar hacia la modernización. El boom representa, hay que recordar, el momento culminante en la profesionalización del escritor latinoamericano.[34] Por primera vez en Latinoamérica una generación entera de escritores encuentra su medio de supervivencia en la escritura literaria. Dicha autonomización - y la consolidación institucional y discursiva conllevada por ella - sería el momento de verdad de los triunfalismos ideológicos acerca del poder concientizador de la literatura, bastante marcados especialmente en Cortázar: “¿qué es el boom sino la más extraordinaria toma de conciencia por parte del pueblo latinoamericano de una parte de su propia identidad? ... Todos los que ... califican el boom de maniobra editorial, olvidan que el boom no lo hicieron los editores sino los lectores, y ¿quiénes son los lectores, sino el pueblo de América Latina?”[35] Esta “continuidad ilusoria entre estética y política”[36] toma la forma de una interesante paradoja: el progreso y la liberación - la puesta al día - se encarnan en egos libres, prekantianos, premodernos, lectores que eligen, desde su libre albedrío, lo que quieren o no quieren leer. Con tal ficción anacrónica, Cortázar atribuye un proceso social de modernización a la pura voluntad de un “pueblo” ya enteramente mistificado.
Es cierto, como ha demostrado Julio Ramos, que los primeros signos de autonomización estética en América Latina pueden ya observarse en el siglo XIX con Martí.[37] También es cierto, por otro lado, que hasta los años veinte y treinta Borges podía evitar la “vergüenza mortal” de que sus libros se vendieran en librerías, y ocuparse personalmente de la distribución, entre el círculo de literatos de Buenos Aires, de sus ediciones de 300 ejemplares.[38] Compárese eso con el promedio de 100.000 ejemplares anuales de Cien años de soledad puestos en venta desde 1968, y la dimensión del cambio se hace obvia. Todavía no era inevitable, para la producción literaria anterior al boom, el concepto del libro como mercancía desauratizada, reducida a puro valor de cambio. La desauratización sería contemporánea a la autonomización completa del campo literario. A pesar de la cantidad de material disponible sobre el boom, aún no hay un estudio serio sobre la conclusión de este proceso de autonomización, es decir, no hay nada comparable, sobre el siglo XX, al mapeo discursivo de Sarmiento, Bello y Martí logrado por Julio Ramos.[39] De todas maneras, al volverse autónomo, el escritor latinoamericano sufre un desplazamiento: ya no es primordialmente un funcionario estatal, carrera en la que innumerables habían encontrado su modo de supervivencia desde las independencias nacionales. Su profesionalización indicaba una separación de esferas sociales a partir de la cual lo estético pasaba a ser un campo socialmente autónomo, a la vez que, obviamente, sujeto a las presiones y leyes del mercado. En ese contexto se hizo impensable fantasear que la literatura fuera otra cosa que trabajo. Se trataba aquí, en otras palabras, de despedir a las musas de la bohemia romántica. El logro del escritor latinoamericano implicaría, entonces, una pérdida: el precio a pagar por la autonomía social era la desaparición del aura. En medio de la dramática necesidad de arreglárselas con una modernización galopante, yacía la pérdida de la cualidad aurática de lo literario. Del manera análoga a la que el arte del siglo XIX había sentido la amenaza desencadenada por la llegada de técnicas reproductivas como la fotografía, y “reaccionado con la doctrina del l’art pour l’art, es decir, con una teología del arte”,[40] el boom percibe la decadencia del aura religiosa de lo estético y responde con una estetización de la política o, más concretamente, con una sustitución de la política por la estética.
En América Latina la literatura no había sido nunca secular ni autónoma en el mismo sentido en que la literatura europea había evolucionado hacia una esfera separada, dotada de instituciones independientes, estándares de buen gusto y una racionalidad común.[41] La escritura, especialmente la definida como literaria, había sido siempre en Latinoamérica una suerte de religión suplementaria, y los letrados, “dueños de la escritura en una sociedad analfabeta ... coherentemente procedieron a sacralizarla”.[42] La disolución del aura, llevada a cabo por el desarrollo de las fuerzas de mercado y la profesionalización, daría origen a una paradoja desconcertante: el mismo momento en que la literatura se hace independiente como institución, el mismo momento en que se realiza por completo en su autonomía, en que radicalmente se vuelve idéntica a sí misma, coincide con el colapso irreversible de su tradicional razón de ser en el continente. Mientras que la literatura históricamente había florecido a la sombra de un precario aparato estatal, ahora un estado cada vez más tecnocrático dispensaba sus servicios; si siempre había sido instrumento clave en la formación de una élite letrada y humanista, ahora esa élite la dejaba de lado por teorías económicas más eficaces, importadas de Chicago; las facultades de literatura y filosofía habían sido medios vitales de reproducción ideológica, pero ahora la ideología llevaba la máscara neutral de la tecnología moderna.
De ahí la proposición de que el boom, más que draconiano complot de dominación por parte de las élites letradas latinoamericanas (lectura hoy muy difundida en algunas latitudes, especialmente norteñas) intenta, en realidad, dar cuenta de una imposibilidad fundamental para las élites, en virtud de la modernización misma, de instrumentalizar la literatura para el control social: pérdida, por así decirlo, de la productividad disciplinadora de la literatura. El boom no es otra cosa que luto por esa imposibilidad, es decir, luto por lo aurático. Viene a ser, en efecto, un proceso incompleto de duelo, que no puede, por razones estructurales, ir más allá de lo que Freud llamó la fase triunfante del trabajo del duelo.[43] Fuentes, Monegal y Cortázar vislumbraron una ficción latinoamericana adelantada por siglos a un continente económicamente rezagado, pero tal madurez precoz sólo podía florecer porque la literatura, ahora autónoma y secular, había perdido su funcionalidad. La literatura estaba adelantada porque estaba atrasada. Era precoz porque era anacrónica respecto a la tecnologización masiva del continente. El tono celebratorio del periodo sutura entonces esa fractura a través de una operación sustitutiva que intenta compensar no sólo el subdesarrollo social, sino también la pérdida del estatuto aurático del objeto literario. Duelo en triunfo, imaginariamente enmascarando la denegación: de ahí el tono retumbante, apoteósico, de la escritura del boom.
La estructura de la compensación está, por tanto, enmarcada por la relación de la literatura con la modernización. La voluntad compensatoria, aunque visible a nivel más inmediato en los escritos crítico-teóricos de los autores del boom, no es menos central en sus novelas: textos tan disímiles como Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier y La casa verde, de Mario Vargas Llosa, convergen al presentar alegorías de un fundador demiurgizado, operando más allá del sistema de determinaciones sociales, fundando la polis a través de su escritura. Ésta quizás sea la alegoría más apropiada para el boom, emblematizada repetidamente en la ficción del periodo, desde Melquíades, el escriba de Cien años de soledad, al narrador-protagonista de Los pasos perdidos: imágenes de escritores-fundadores que ofrecen un contrapunto ficcional a las autorepresentaciones canonizadas en los escritos críticos del boom. Esta negación de la tradición, sin embargo, más que inventar una novedad radical o “quemar el museo”, trata de retornar al momento prístino en que la escritura inaugura la historia, en que nombrar las cosas equivale a hacerlas ser - una vindicación de la escritura literaria dentro de una modernización galopante que cada vez prescindía más de ella. Algunos críticos vinculados al boom llegarían más tarde a extender esa operación y localizar una “vocación literaria” en las crónicas y en la historiografía latinoamericanas,[44] maniobra decisiva para forjar la hegemonía de lo literario dentro de un cierto imaginario institucional en el continente, así como para establecer retrospectivamente una genealogía para el boom (que aparece así como heredero de las maravilladas, adánicas crónicas de la conquista). Más que simplemente ignorar la tradición, la nueva narrativa “declaró su propia imagen parte de un todo representado por sí misma a través de un acto de con-fusión. La ‘nueva narrativa logró ... con-fundirse con una tradición que ella misma inventó”.[45]
Se podría así demostrar cómo el análisis de González Echevarría de la temporalidad de Cien años de soledad devela una alegoría del propio boom: “el tiempo es circular en la ficción pero no en la habitación de Melquíades. El Archivo pareciera ser sucesivo y teleológico, mientras que el argumento de la novela es repetitivo y mítico”.[46] Es decir, el contenido anecdótico de la novela (su amplia apropiación de la historia latinoamericana como material ficcional) se somete a una sintaxis de inversiones, repeticiones, retornos - en una palabra, a la ley de la iterabilidad; pero el Archivo, al escribirse a sí mismo, de algún modo la elude y funda mito e historia en una primordialidad atemporal. La insistente tematización de la escritura en las novelas del boom, más que mera ludicidad metalingüística, cumplía el papel de llevar a cabo esa operación retórico-política. Un escritor-demiurgo, al fundar la polis a través de su escritura, escapa al insoportable ciclo latinoamericano de repeticiones políticas y sociales. La literatura - ¿y quién es Melquíades si no la misma imagen del escritor latinoamericano? - se convertiría en el territorio privilegiado de tal sustitución.
Mientras que la primera vanguardia moderna se había lanzado, sin tregua, al proyecto de aniquilación del aura, el boom hispanoamericano luchó por restaurar lo aurático a contrapelo de un mundo secular y modernizado. La imposibilidad de tal restauración activaría la economía del duelo. Circunscrita por el horizonte de una integración cada vez más estrecha en el mercado mundial, por la eliminación gradual de enclaves precapitalistas y por la irreversible profesionalización y autonomización de lo literario, el aura letrado-religiosa parecía, a los ojos del proyecto desarrollista, destinada a la desaparición. Sin embargo, el carácter desigual y paradójico propio de la modernización y la autonomización en el continente mantenían viva la demanda por el aura, ya que el mismo proyecto de modernización narrativa era, paradójicamente, tributario de una relación religiosa con la escritura. El aura ya no era posible, pero estructuralmente no podía desaparecer. La literatura sería postulada como el depositorio de este aura fantasmática. De ahí la irritación manifiesta de los escritores del boom ante la mención de su éxito mercantil: entre otras cosas, el mercado representa el anacronismo del aura, la disolución de la unicidad inmaculada del arte, la ecuación última entre la cadena de producción industrial y la producción de objetos estéticos.
Es tentador, entonces, presentar la imposibilidad de coincidencia entre la temporalidad de la anécdota y la temporalidad de la escritura en Cien años de soledad como una imagen alegórica de la disyunción que define al boom: la necesidad de reconciliación entre fábulas de identidad y teleologías de la modernización, entre el tiempo circular del mito y el tiempo lineal, progresivo, de la historia secular. La “identidad” continental tematizada por el boom sería, por tanto, nada más que un intento de suturar tal disyunción. La “identidad” toma, en el boom, la forma de un “ya desde siempre” perdido: construcción retrospectiva, ideologización compensatoria que provee la base ficcional para la creencia de que una vez se fue idéntico a sí mismo. La noción de identidad se convirtió en la cara reactiva y resentida de las afirmaciones triunfantes de universalidad, en un extraña complicidad entre Calibán y Edipo, entre afirmación de autoctonía e incorporación al lugar del padre universal. En un comentario sobre la escena cultural brasileña de los años sesenta, Roberto Schwarz resumió ese callejón sin salida con una fórmula brillante, “nacional por sustracción”: “las dos vertientes nacionalistas [derecha e izquierda, I.A.] coincidían: esperaban alcanzar lo que buscaban a través de la eliminación de lo que no es nativo. El residuo, en esta operación de sustracción, sería la sustancia auténtica del país”.[47]
En resumen, no hay incompatibilidad entre el boom como discurso de identidad latinoamericana y el boom como entrada triunfante en el mercado global. La mitología del boom veía en la literatura la morada privilegiada de la identidad, porque el duelo por el aura en un mundo posaurático había hecho de la literatura el espacio en que podían coexistir y reconciliarse las fábulas de identidad y las teleologías de la modernización. Ningún modelo económico disponible podía armonizarlas, pero “nuestra” literatura era irreductiblemente “latinoamericana”, y al mismo tiempo “moderna”, “avanzada”, al nivel del Primer Mundo. El boom, más que el momento en que la literatura latinoamericana “allcanzó su madurez” o “encontró su identidad” (“un continente que encuentra su voz” fue la consigna fono-etno-logocéntrica repetida hasta la saciedad en aquel entonces) puede definirse como el momento en que la literatura latinoamericana, al incorporarse al canon occidental, formula una compensación imaginaria por una identidad perdida, identidad que, desde luego, sólo se construye retrospectivamente, es decir, sólo tiene existencia en tanto identidad perdida. Como en el Nachträglichkeit freudiano, la memoria del trauma es el verdadero trauma, no hay otro proceso primario sino la ficción producida retrospectivamente por el secundario.[48] La literatura ofrecería esa ficción retrospectiva, narrando modernamente una esfera premoderna, prelapsaria. Los ejemplos son legión: “el lado de acá” y el irónicamente nombrado Traveler, “él que nunca se había movido de la Argentina”[49] en Rayuela, de Cortázar, las comunidades indígenas destruidas por la llegada de Fushía en La casa verde, de Vargas Llosa, el mundo idílico de la selva venezolana en Los pasos perdidos, de Carpentier, el Macondo edénico previo a la compañía bananera en Cien años de soledad, de García Márquez. La posibilidad de tal compensación, o sea, la posibilidad de reinscribir la identidad perdida, el duelo por el aura, en el interior de una teleología modernizadora, recibiría su cierre histórico con las dictaduras militares de los setentas, y por ello la decadencia del boom coincide con la llegada de los regímenes militares.
Las paradojas descritas arriba no desaparecieron, sino que se “resolvieron” de manera extremadamente violenta. Al confrontar una presión popular creciente, las élites latinoamericanas, en varios momentos y a diferentes pasos, decididamente abandonaron todos los proyectos de desarrollo nacional autosuficiente para abrazar de una vez por todas el capital multinacional como socios menores. La victoria de los militares brasileños en 1964 inauguró ese periodo histórico, abriendo una transición continental que no se llevaría a cabo hasta 1976, el año del golpe de estado en Argentina. Tomo de John Beverley la sugerencia de que, dentro de este ciclo, un fecha específica fue crucial para el campo literario.[50] Hablando alegóricamente, diríamos que el boom terminó el 11 de septiembre de 1973, con la caída de la Unidad Popular de Salvador Allende. La mayoría de los críticos están de acuerdo en considerar 1972-3 como la fecha de defunción del boom, pero el atisbo de Beverley nos permite asociar más directamente la decadencia del boom al terreno que la hizo posible, es decir, la modernización desigual y contradictoria de América Latina.
La caída de Salvador Allende emblematiza, alegóricamente, la muerte del boom, porque la vocación histórica del boom, es decir, la tensa reconciliación entre modernización e identidad, pasó a ser irrealizable. Después de los militares ya no hay modernización que no implique integración en el mercado global capitalista. Este fue, sin duda, el papel central de los regímenes militares: purgar el cuerpo social de todo elemento que pudiera ofrecer alguna resistencia a una apertura generalizada al capital multinacional. El boom terminó con el bombardeo a la Moneda porque en retrospectiva el 11 de septiembre de 1973 hizo irreversible la venida de un periodo histórico en el que las dictaduras vaciarían la modernización de todo contenido progresista, liberador. En este contexto la función sustitutiva de la literatura, en las formas que tomó durante el boom - la de la escritura literaria como entrada épica en el primer mundo y entierro de un pasado fallido y atrasado - estaba condenada a desaparecer, subsistiendo como más en versiones altamente ideológicas. La sustitución de la estética por la política que, se esperaba, sería temporal y en última instancia se autodisolvería en una politización revolucionaria de la estética, desde luego que terminó, pero por razones diferentes, es decir, por la total subsunción dictatorial de la política bajo la estética - una estética de la farsa y de lo grotesco.
CAPÍTULO 2
LA GENEALOGÍA DE UNA DERROTA
1. La cultura letrada bajo dictadura.
Cuando los militares brasileños derrocaron el gobierno populista de João Goulart el 31 de marzo de 1964, la izquierda aún tenía expectativas optimistas para América Latina: la revolución cubana celebraba su quinto aniversario con reiterados signos de vitalidad; en Chile la coalición popular de Salvador Allende, aunque vencida en las elecciones por el demócratacristiano Eduardo Frei, recibía un inaudito 38.6% del voto, anunciador de la victoria electoral de 1970; numerosas ocupaciones de fábricas por trabajadores argentinos preparaban el ambiente para lo que se percibía como el inminente regreso de Perón del exilio; la lucha armada en Colombia y Venezuela conseguía victorias parciales pero significativas. Todo ello contribuyó a que la izquierda brasileña interpretara el golpe según la vieja creencia narcótica en el progreso. El régimen militar no podría detener el avance de la historia, se autodestruiría inexorablemente. La izquierda pagaría un alto precio por tan inquebrantable optimismo, no sólo con el exilio y la tortura, sino también con la obstaculización de una reflexión más detenida acerca de su propia trayectoria. En lugar de la imperativa crítica del mesianismo y del paternalismo, la dividida y desesperada izquierda brasileña se dedicaría a una confrontación armada, claramente condenada al fracaso, contra la dictadura. Naturalmente, es fácil presentar este juicio retrospectivamente; pero también es cierto que varias de las cabezas más lúcidas de la época ya advertían el callejón sin salida. Para la izquierda armada, sin embargo, admitirlo habría significado reexaminar toda una mitología, incluyendo la noción leninista del partido de vanguardia. El recurso suicida al militarismo resultó ser la opción menos penosa.
Resulta útil distinguir dos períodos en la evolución de la dictadura brasileña. De 1964 a 1968 (fecha del llamado “golpe dentro del golpe”, marcado por la promulgación del Acto Institucional 5, que cerró el congreso, suprimió las libertades civiles y confirió poderes casi ilimitados a la junta militar), la represión se concentró básicamente en dos grupos, forzando al exilio a los líderes políticos del régimen populista anterior - João Goulart, Leonel Brizola, Celso Furtado, Miguel Arraes - y destruyendo los activos grupos obreros, campesinos y estudiantiles de principios de los sesenta. Sería agotador narrar una vez más las quemas de organizaciones de estudiantes, la depredación de ligas campesinas y sindicatos, todas documentadas detalladamente en una bibliografía creciente.[51] Esta primera fase se caracteriza, a primera vista paradójicamente, por una notable efervescencia cultural que continúa el legado de los días anteriores al golpe. Operando con vistas a un propósito claramente definido, la represión es, en ese primer momento, altamente selectiva:
Torturados y presos largamente fueron sólo aquellos que habían organizado el contacto con los trabajadores, campesinos, marineros y soldados... habiendo cortado los enlaces entre los movimientos culturales y las masas, el gobierno de Castelo Branco no impidió la circulación artística y teórica del ideario izquierdista que, aunque en un área restringida, floreció extraordinariamente.[52]
Una mirada rápida a la producción artística de la época confirma el diagnóstico de Schwarz: la “estética del hambre” del Cinema Novo aún genera películas como Terra em Transe (1966), de Gláuber Rocha, en la que se reconsideran, a la luz de la derrota de 1964, apuestas anteriores al poder revolucionario de la imagen; la música popular atraviesa uno de sus momentos más fértiles, con los festivales televisivos revelando nombres como Chico Buarque de Hollanda, Edu Lobo, Caetano Veloso y Gilberto Gil; el grupo teatral Arena continúa sus producciones de obras contestatarias de Oduvaldo Vianna Filho y Gianfrancesco Guarnieri, además de la gran tropicalización de Bertolt Brecht que marcó el período; en 1964 también debuta el espectáculo musical Opinião, en el que Nara Leão, Zé Kéti y João do Vale combinan la postura comprometida de la era populista con representaciones vanguardistas que comienzan a establecer un puente entre experimentación formal y utopía política. Al llegar 1968 esta efervescencia se había convertido en una amenaza real para los generales. Las protestas estudiantiles se multiplican y los mítines contra la dictadura reúnen a multitudes, culminando en la masiva passeata dos 100 mil. El régimen respondió con un contraataque feroz. Roberto Schwarz una vez más da en el clavo:
Mientras que en el 64 le había sido posible a la derecha ‘preservar’ la producción cultural, pues bastaba eliminar su contacto con la masa trabajadora y campesina, en el 68, cuando los estudiantes y el público de las mejores películas, del mejor teatro, de la mejor música y de los mejores libros ya constituían una masa políticamente peligrosa, era necesario reemplazar o censurar a los profesores, los dramaturgos, los escritores, los músicos, los libros, los editores - en otras palabras, era necesario liquidar la cultura viva del momento.[53]
1968 inaugura el período en que “más claramente se empieza a sentir la presencia de un censor al lado de la máquina de escribir”.[54] El aparato represivo pasaría entonces a la aniquilación de una resistencia armada que se había originado, fundamentalmente, en un movimiento estudiantil cuyas conexiones con la clase obrera ya habían sido rotas. Al mismo tiempo, la maquinaria ideológica operaba a todo trapo; la televisión diseminaba mensajes diarios sobre el paraíso de la modernización, la censura federal controlaba estrechamente la prensa escrita, mientras que un boom económico, favorecido por el aumento en la extracción de plusvalía posibilitado por la represión, contribuía a mantener satisfecha o inmovilizada a la clase media. El arte de oposición que permaneció en el país fue gradualmente arrinconado; la pornografía invadió el cine y el adulterio se convirtió en el tema principal del teatro. El ataque a la cultura letrada incluyó el bombardeo paramilitar a una de las casas editoriales más importantes del país, Civilização Brasileira. En 1973 la derrota de la guerrilla en la provincia de Araguaia, en el mediooeste, puso fin a toda esperanza de derrocar a los militares por la lucha armada. El régimen declaraba triunfalmente su victoria contra la “subversión”.
Sin embargo, sería erróneo limitar el papel del estado a su función represiva. “La censura no fue la única, ni la más eficiente de las estrategias adoptadas por los gobiernos militares en el campo de la cultura”.[55] El estado militar nunca se limitó a negar su antítesis, sino que también impuso una nueva positividad. A pesar de la importancia que pueda tener la denuncia de las políticas represivas, nada ha obstaculizado el entendimiento de la producción simbólica bajo dictadura como el enfoque exclusivo en la censura. Brasil presenciaría no sólo supresiones, sino también la emergencia de una nueva ideología, sustancialmente diferente de todo lo que el pensamiento reaccionario había producido hasta entonces. Además de otorgar generosos subsidios a megaconglomerados (TV Globo, Editora Abril, etc.), el estado impulsó una nueva política de turismo que se alimentaba de la mercantilización de la cultura popular. En el noreste, las “Casas de Cultura Popular” operaban en estrecha colaboración con la industria del turismo.[56] A través de órganos como el “Conselho Federal de Cultura”, el estado haría del ideologema “Cultura para el Pueblo” su nueva consigna. Para la elaboración de tales políticas, el estado tecnocrático recurrió en gran medida a intelectuales tradicionales y conservadores remanescentes de la antigua sociedad agroexportadora, ahora agrupados mayoritariamente en academias de letras e institutos históricos y geográficos (IBGEs). La contradicción residía en el hecho de que esos intelectuales, residuos de la sociedad latifundista, operaban dentro de un humanismo conservador ya fuera de compás con la tecnocracia modernizante de la dictadura.
La ideología del mestizaje, en tanto ontología nacional, se mantuvo como eje organizador de esos dos momentos del pensamiento conservador brasileño. En el paso de la cultura bacharelesca, retoricizante, humanista del antiguo estado agroexportador, al imaginario tecnificado de la dictadura militar, se mantuvo intacta la apelación a una ontología en que el mestizaje era celebrado como una identidad lograda, realizada, del Brasil, una especie de extraña utopía en la que, se supone, uno vive sin saberlo. Un pedazo sólido de ideología se desplaza, entonces, de las teorías de armonía racial de Gilberto Freyre, elaboradas en los años 30, a la celebración, por parte de la dictadura, del mestizaje brasileño como prueba de una democracia social lograda. Mientras los medios de comunicación de masas se ponían en manos del capital privado, el estado encontraba su función cultural alrededor de la preservación y del patrimonio, legitimándose a sí mismo en una genealogía de la nación que excluía cualesquier rupturas o conflictos. Pedro Demo, secretario de asuntos culturales en 1979, ofrece una de las perlas de la retórica oficial:
Esa cultura intelectualizada, que considera importante saber nombres de cocina francesa, conocer música clásica, tener buenos modales, ir al teatro, apreciar películas herméticas y canciones de protesta política, tiene su valor, porque a nadie le hace daño apreciar la literatura, la música, el teatro, el ballet, etc. Pero es preciso saber que esto nada tiene que ver con los problemas sociales del país.[57]
Esa cultura “ajena” tenía su contrapartida positiva en la alabanza que hacía el secretario al “apego del criollo por el bosque amazónico, los cantantes folklóricos, la literatura de cordel, la farmacología popular”. Esta extraña oposición muestra cómo el estado se hizo cargo de la labor de preservar la memoria nacional al apropiarse de los tropos de la misma izquierda nacional-popular. En la primera enumeración, el enlace curioso entre comida francesa y música clásica o de protesta yace en su no pertenencia a las vidas de ciudadanos pacíficos y dóciles, su exterioridad a la verdadera identidad brasileña. Como pasatiempo y entretenimiento, dosis moderadas de folklore y mitología eran inofensivas, siempre que las fronteras sociales permanecieran claramente determinadas. El anti-intelectualismo toma entonces una forma perversa en Brasil: en lugar de atacar la falta de acceso de la población a la cultura letrada, o criticar los vicios que dicha disimetría había producido en la intelligentsia, se demonizaba a la reflexión intelectual en cuanto tal. Aquí se nota otra convergencia entre los militares y la izquierda populista-reformista: una valoración mítica de lo popular, por oposición a una cultura “no auténtica” o “no nacional”. El discurso de la identidad permitiría al régimen negar a las clases medias y trabajadoras cualquier derecho a los bienes culturales, a la vez que se estigmatizaban esos bienes como elitistas. El régimen canalizaba entonces el odio de clases hacia un terreno en que la cultura se había convertido en un sustituto inofensivo de la política, y conseguía ese objetivo al aparecer como un aliado de los pobres en su guerra santa contra “la cocina francesa y la música clásica y de protesta”. Al intensificar la represión contra la producción cultural opositora, el régimen también la aislaría de los sectores más pobres para, en un segundo movimiento, acolchonar la cultura popular, envolviéndola en un puro folklorismo ornamental.
El régimen militar se apropia, entonces, de una cierta retórica populista nacionalizante de origen izquierdista y la transforma en parte integral de su política cultural. Si los años sesenta habían presenciado el desarrollo de un etos populista y anti-intelectual en la izquierda, era la derecha la que ahora se hacía cargo de proteger una identidad nacional por definición alienada, a la vez, obviamente, que vendía el país al capital multinacional. La televisión, al igual que los órganos estatales a cargo de la cultura, fueron vitales en ese proceso: la primera se convirtió en vehículo privilegiado de una representación abyecta y escandalosa de lo popular, especialmente a través de los programa-verdad o “reality-shows”, instancias de la verdadera obsesión con la “realidad” que barrió la sociedad brasileña en los años setenta, paralelamente a la hegemonía de un neonaturalismo documental en las artes. Mientras tanto, el estado cooptaba y absorbía ese etos populista en vías a convertir el folklorismo en apéndice dócil y compensatorio de la tecnología. La evolución de la literatura brasileña bajo dictadura tuvo mucho que ver con este clima: representaciones naturalistas de escándalos rimbombantes en los medios de comunicación produjeron algunos de los best-sellers del período. Otro ejemplo del Zeitgeist populista fue la polémica bastante violenta dirigida contra un enemigo identificado bajo el nombre de “teoría”, en la cual escritores, periodistas y catedráticos se lamentaban, en las páginas de algunos de los periódicos de más tirada del país, de que el placer único y etéreo que proveía la literatura estaba en peligro de desaparecer a causa de métodos ajenos a la identidad brasileña y castradores de las interpretaciones “personales” - léase impresionistas. En aquel momento el estructuralismo se convertía, debido a su creciente hegemonía en las facultades de ciencias humanas, casi en un sinónimo metonímico de la teoría, y aunque hay que admitir que su legado en los estudios literarios brasileños no fue muy inspirador, la reacción furiosa que provocó decía mucho más sobre sus detractores que sobre sus logros o fracasos en la crítica brasileña.[58]
El aumento gradual, paulatino de la represión que se observa en Brasil no se aplica a Chile. En los primeros días que siguieron al golpe del 11 de septiembre de 1973, la maquinaria pinochetista de torturas y asesinatos ya funcionaba a toda marcha. El exilio y el encarcelamiento de aquellos conectados con o vagamente sospechosos de tener simpatías por el gobierno de la Unidad Popular se empezó a llevar a cabo inmediatamente después del golpe. El impacto del exilio en la cultura chilena fue, sin duda, mucho mayor que en Brasil. A finales de los setenta decenas de miles de chilenos o habían sido forzados o escogieron - no hace falta decir que en tales circunstancias ésta es una distinción innecesaria - vivir en el extranjero. La consecuencias para la crítica literaria se hacen sentir inmediatamente después del golpe. La reforma universitaria de 1967 había coincidido con un salto cualitativo en la crítica literaria chilena, producto de una apertura de la universidad a varios marcos teóricos que desafiaban el dominio de los métodos generacionales o biográficos.[59] Gradualmente se formó una fuerte escuela de crítica socio-histórica con la conquista cresciente de hegemonía por el paradigma de la dependencia, especialmente en la Universidad de Chile. Varios intelectuales notables (Pedro Lastra, Nelson Osorio, Hernán Loyola) dirigieron series en editoriales como Nascimento y Universitaria, introduciendo la nueva literatura latinoamericana y desarrollos teóricos provenientes de Europa. Críticos / escritores del calibre de Federico Schopf y Antonio Skármeta extendían su actividad a periódicos de circulación masiva. La literatura y la crítica literaria parecían inseparables de la construcción de una nueva sociedad. A mediados de los setenta, la mayoría de esa vibrante generación estaba en el exilio, y los que se quedaron fueron forzados a trabajar en las peores circunstancias posibles. Se reconsolidó el antiguo predominio de la crítica impresionista asociada a la prensa oficial, sobre todo a través de Ignacio Valente, crítico literario autorizado de Chile y reseñista en el ultraconservador El mercurio. Además, la crítica universitaria vería su circulación social disminuida, mientras proliferaba en los medios de comunicación de masas un lenguaje orientado hacia el mercado de reseñas.[60] Nuevos paradigmas emergerían dentro de círculos intelectuales muy restringidos, como veremos, pero algún tiempo pasó antes de que éstos pudieran establecer parámetros para una nueva reflexión sobre la literatura chilena.
La efervescencia cultural de los años de Allende (1970-73) apenas se puede describir en espacio de que disponemos aquí. Más de 300 grupos teatrales independientes estaban en activo en teatros y en las calles.[61] Inversiones estatales en cinematografía, música y emisoras universitarias de radio garantizaban la circulación de bienes simbólicos no directamente sujetos a las leyes de mercado.[62] Chile presenció la emergencia de una nueva permeabilidad entre las culturas popular y erudita - con mutuos tránsitos formales entre ellas - así como un esfuerzo concertado por incorporar el impacto de tales avances en la cultura de masas.[63] La industria editorial chilena dio un salto gigantesco: Quimantú hizo disponible a bajo costo un gran número de títulos de clásicos literarios nacionales e internacionales, poniendo a la venta ediciones que iban de 50.000 a 100.000 copias e incluían desde Mark Twain a Gogol, pasando por Bocaccio, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Dostoiévski, etc. Estos libros, vendidos no sólo en librerías sino también en quioscos populares, revolucionaron la experiencia de la lectura en Chile. En un país de menos de 10 millones de habitantes una sola serie de clásicos literarios (Minilibros) llegó a vender 3.6 millones de ejemplares en un año, fenómeno obviamente inaudito en América Latina, quizás con la excepción de Cuba. Después del golpe los medios se dedicarían a una demonización sistemática del legado letrado de la Unidad Popular. Como señala Jaime Collyer, Chile fue “uno de los pocos países donde proliferó la auténtica quema de libros y la reducción de la actividad editorial a su mínima expresión”.[64] El número de títulos publicados en Chile crece consistentemente bajo Allende, llegando a 719 en 1972; después del golpe, declinaría año tras año, alcanzando el record mínimo de 244 en 1979.[65]
En Chile “no hubo, desde luego, una cultura oficial, como la que se conoció en la España de Franco o en la Italia fascista”.[66] El régimen de Pinochet nunca creó intelectuales orgánicos, a no ser que consideremos intelectuales a los monologadores histéricos sobre Dios, la familia y la tradición, o aun a los funcionarios técnicos importados de Chicago a partir del final de los 1970. Ni un solo pensador de relevancia sirvió a la dictadura de Pinochet de forma decisiva. No es este el caso, por supuesto, en todas las dictaduras: además de los ejemplos español e italiano, se puede mencionar el Brasil, donde el régimen sí contó con intelectuales como Roberto Campos o Gilberto Freyre. El estado dictatorial chileno operaría culturalmente a través de la imposición de una verdadera pasión por el consumismo, privatización absoluta de la vida pública, obsesiones con el éxito individual y horror por la política y la iniciativa colectiva, todo ello fundamentado, según la afortunada expresión de José Joaquín Brunner, en una “cultura del superego”.[67] Control sobre la gente, libertad para las cosas, especialmente para el capital y las mercancías. El discurso del régimen se alimenta, en ese momento, de tres fuentes básicas: 1) la geopolítica de la Doctrina de Seguridad Nacional - la sociedad chilena sufría de una enfermedad y algunas partes de ese cuerpo tenían que ser “amputadas”; 2) el catolicismo conservador - Chile, en su “esencia”, pertenecía al abanico de naciones occidentales cristianas; 3) el populismo nacionalista - el pueblo chileno era por naturaleza dócil y amante de la paz. Este complejo ideológico encontró su contrapartida económica en el neoliberalismo monetarista, en la “libertad” de reestructurar cada rincón de la vida social de acuerdo con la lógica del mercado.
La esfera cultural presenció la retirada del estado de su papel anterior de patrocinador. En lugar de él, pasaron a operar fundaciones privadas con el propósito de mejorar la imagen pública de sus respectivas corporaciones a través de la promoción de becas y concursos. El edificio ideológico oficial, sin embargo, funcionaría primordialmente a través de los medios de comunicación de masas. Empezando en 1973 con el bombardeo de las emisoras de radio de la Unidad Popular y la ocupación por el ejército de la Televisión Nacional, pasando por la subsiguiente censura y espectacularización de la información, la dictadura chilena hizo de la televisión el eje clave de su intervención cultural.[68] Tal iniciativa formaba parte de una separación violenta entre una cultura erudita dirigida a los ricos (opera, teatro clásico, etc.), una cultura de masas estereotípica y paralizante, dirigida a sectores más amplios de la población y, concomitantemente, la guetoización de las producciones artísticas populares y vanguardistas, ahora forzadas a confrontar no sólo la represión y la censura, sino también duras restricciones financieras en un contexto dominado por los valores de mercado. Las nuevas condiciones forzaron a las producciones culturales no oficiales a debatirse entre la institucionalización y la marginalidad; la necesidad de ruptura política y simbólica y la necesidad paralela, a menudo contradictoria con la primera, de una interlocución social a un nivel más amplio.[69]
La represión política alcanzó su auge en 1978-9, preparando el camino para la victoria de Pinochet en el plebiscito constitucional de 1980 (en el que el espacio de debate fue, naturalmente, nulo) y la extensión de su presidencia hasta 1989. De forma paralela a esta escalada, sin embargo, la sociedad civil reemerge lentamente de la derrota. 1983 marca una ruptura importante: los exiliados comienzan a regresar, se levanta la censura de libros, 200.000 personas se concentran en las calles para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de Pablo Neruda, y una vigorosa secuencia de protestas culmina en la huelga general convocada por la Confederación de Trabajadores del Cobre en mayo de 1983. Hasta 1987 se llevan a cabo alrededor de veinte “jornadas de protesta” de un día de duración, sobre todo en Santiago.[70] A diferencia de la resistencia armada a la dictadura brasileña a principios de los setenta, este movimiento se organiza, fundamentalmente, a partir de la clase trabajadora. Las protestas alcanzan mayor fuerza en las poblaciones, zonas pobres donde los trabajadores llegan a levantar barricadas y enfrentan una violenta represión, en un episodio luego conocido como la revuelta de los pobladores. Hasta bien entrados en la década, cuando ya se había logrado la democratización en gran parte del subcontinente, los sectores más pobres de la sociedad chilena todavía enfrentaban una horrible rutina de allanamientos, secuestros y palizas. Fue también en estos sectores, sin duda, donde la dictadura militar encontró la más fiera resistencia.
En el área de las artes vanguardista y popular, la oposición a la dictadura también se hizo más firme. En un contexto en el que el folklore chileno y la cultura popular se asociaban a la memoria de la Unidad Popular, tales manifestaciones habían sido violentamente reprimidas y sus organizaciones sólo comenzaron a reemerger hacia finales de los setenta, con intervenciones centradas en el pasado y a menudo apelando a figuras simbólicas como Pablo Neruda o Violeta Parra. Momentos importantes en esta trayectoria fueron el nacimiento de la Unión Nacional para la Cultura (UNAC) en 1978, la consolidación y el éxito de grupos teatrales populares como ICTUS, y la reemergencia de varios grupos musicales pertenecientes a diferentes géneros de la llamada Nueva Canción Chilena, también tradicionalmente asociada con la memoria de la Unidad Popular. Las ciencias sociales comenzaron a evaluar la experiencia de los primeros años del autoritarismo en innovadoras investigaciones producidas a través de organizaciones como FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales) y CENECA (Centro de Indagación y Expresión Cultural y Artística), propulsoras de un giro hacia objetos más localizados de investigación, con especial atención a la cultura. Las artes plásticas y literarias comenzaron a resurgir vigorosamente con grupos como CADA (Colectivo Acciones de Arte) y un amplio espectro de prácticas de vanguardias conocidas como escena de avanzada. Me referiré a estas prácticas artísticas más tarde, como introducción a mi análisis de Lumpérica y Los vigilantes, de Diamela Eltit, en el capítulo 6, ya que la literatura de Eltit surge en relación directa con ellas. Por ahora hay que subrayar que pese al crecimiento paulatino del movimiento de oposición, el poder militar en ningún momento perdió su hegemonía sobre la llamada transición democrática, el retorno gradual y restringido al liberalismo parlamentario. El paso controlado y circunscrito a la democracia marca otra especificidad de la evolución chilena que la diferencia de, por ejemplo, la caída abrupta de los generales argentinos.
En Argentina, la franja izquierda del campo intelectual fue afectada decisivamente, a lo largo de los sesenta y principios de los setenta, por una conjunción de fenómenos nacionales e internacionales: la emergencia de movimientos socialistas o de liberación nacional en el tercer mundo (Argelia, Cuba, Vietnam, etc.) coincidió con la proscripción del peronismo en Argentina (1955-73) y la desilusión con períodos bastante débiles de democracia liberal. El componente popular de estas luchas de liberación, aliada a la ruptura de la alianza nacional que reunió a intelectuales de izquierda y porciones significativas de la élite liberal en la oposición a Perón (1946-55), contribuyó a un cambio notable en varios sectores de la izquierda argentina. El peronismo pasa a ser releído “desde la izquierda”, es decir, la izquierda pasa a considerar la posibilidad de que el peronismo pudiera, después de todo (ser forzado a) asumir posiciones revolucionarias. Muchos de los intelectuales progresistas que se habían opuesto a Perón entre 1946 y 1955 se reorientaron, de formas diferentes, hacia reinterpretaciones del fenómeno que de algún modo permitieran una convergencia con el liderazgo populista contra el liberalismo y el capital internacional. Muy notablemente, para el grupo influido por Sartre que se había congregado alrededor de Contorno (Ismael y David Viñas, León Rozitchner, Juan José Sebreli), “se trataba de explicitar las razones del trágico juego de espejos que los había conducido a oponerse a un régimen que, a pesar de todo, se les iba revelando menos cuestionable a partir de las gestiones políticas posteriores”.[71] Al mismo tiempo en que crece la desilusión con el liberalismo, se empieza a distinguir una cierta esencia del peronismo como fenómeno social frente a sus otros posibles usos o actualizaciones, incluso por el mismo Perón. Tal esencia del peronismo se vislumbraba como la semilla o la potencialidad de un movimiento nacional anti-imperialista. Esta percepción se refuerza progresivamente al demostrarse falsas, en los sesenta y setenta, antiguas predicciones respecto a la debilitación o desaparición del peronismo tras su evacuación del aparato estatal. Una parte importante de esta remodelación la llevó a cabo el grupo de activistas intelectuales (algunos expulsados del Partido Comunista) fundadores de Pasado y presente, una revista cuya reevaluación del peronismo inequívocamente situaba el liberalismo al otro lado de la barricada como el enemigo común. Al incorporar nuevos desarrollos de las ciencias humanas, y al establecer un modelo nacional-popular influido por Gramsci (en el cual se repensaba positivamente el peronismo), Pasado y presente fue, en muchos sentidos, paradigmática de la trayectoria de la izquierda argentina en ese período.
El drama de la intelligentsia no era únicamente argentino, pero sin duda fue más profundo allí que en ninguna otra parte de América Latina: ¿cómo concebir su propio papel en un movimiento populista caracterizado por el más estrecho anti-intelectualismo? La mayoría de los sectores progresistas argentinos se acercaban a la discusión central de los sesenta - la relación posible o deseable entre los intelectuales y las “masas” - alimentando una profunda sospecha de la reflexión teórica e ignorando el mesianismo que ya ganaba espacio en la izquierda. Tal mesianismo cumplía, fundamentalmente, el papel de solventar las contradicciones entre la teoría del intelectual orgánico y su inserción en un movimiento que parecía negar toda forma de mediación intelectual. Lo que permaneció invariable en ambos momentos del itinerario de la intelligentsia progresista, como Silvia Sigal ha señalado en un perspicaz análisis, fue su naturaleza reactiva: “En verdad pasaron... de una unidad negativa a otra, del antiperonismo al rechazo del antiperonismo gubernamental [del liberal Frondizi]”.[72] La aproximación al peronismo implicaba una renuncia creciente a todas las formas de mediación democrática: “Enfrentados en casi todo, la izquierda revolucionaria y el peronismo tercermundista coincidíamos sin embargo en una caracterización de la institucionalidad democrática como institucionalidad formal. Y a partir de ese adjetivo construíamos una cadena: formal-aparente-engañoso-falso”.[73] Hay un sentido, naturalmente, en el que la institucionalidad democrática sí había sido falsa en Argentina, aunque sólo sea porque siempre estaba al borde de ser derrocada de nuevo. Es de notar, sin embargo, cómo una gran fracción de la izquierda de hoy ha llevado a cabo una autocrítica de sus posiciones anteriores. Lo que aún está por ver es hasta qué punto el rechazo retrospectivo de la militarización setentista de la política los llevará a un simple abrazo de la democracia liberal como objetivo último en sí mismo.
Tal hiperpolitización tuvo lugar, no hay que olvidarlo, al mismo tiempo que el boom literario conquistaba una cierta América Latina, continente en proceso de ser reconstruido a la imagen, en gran parte, de ese mismo boom literario. Es imperativo tener presente esta compleja dialéctica. En Argentina - bueno, en realidad en Francia, pero sin duda escribiendo desde la tradición argentina - Cortázar se convertiría en el enlace con dicha dimensión latinoamericanista del boom. El ala derecha de la esfera literaria en Argentina - es decir, el grupo del Sur: Borges, Ocampo, Bioy Casares, Mujica Láinez - nunca estableció grandes puentes con la nueva narrativa latinoamericana, gran parte de ella escrita, claro está, bajo la inspiración del mismo Borges. Muchos contrastarían esto con la presencia ubicua del boom en Casa de las Américas, afirmando que el marxismo había “tomado el poder” en la literatura del continente. Obviamente, esta lectura conservadora no se hacía cargo de la complejidad del legado político del boom (¡lo fácil que sería si la herencia de uno fuera realmente tan incontaminada y desprovista de ambigüedad!), pero se prestaba a ser leída como sintomática en el contexto argentino: los sesenta presencian la pérdida definitiva de hegemonía de Sur en el campo cultural. Ni siquiera en “asuntos estrictamente estéticos”, como le gustaba al grupo ponerlo, representaban ya la vanguardia en las importaciones primermundistas. Mientras Sur se resigna a introducir nombres menores como Graham Green o Aldous Huxley, el mejor modernismo anglo-americano - Joyce, Faulkner, Fitzgerald, etc., - entra a Argentina por otras vías (con la única excepción de la traducción borgeana de Las palmeras salvajes, de Faulkner, producida en un momento en que Sur todavía representaba la rama dominante en la vanguardia estética). Dentro de la tradición nacional la reevaluación de escritores despreciados por Sur, como Roberto Arlt y Leopoldo Marechal, había estado en vías de realización por más de una década, debido sobre todo a los esfuerzos de los contornistas. Además, la profesionalización de la crítica literaria en los sesenta volvió anacrónico el método de la revista, fuertemente dependiente de nociones románticas de genialidad y creación. Tiene razón, entonces, Ricardo Piglia, al sugerir que la literatura argentina terminó no obedeciendo el pronóstico de Sur, ya que lo mejor de la literatura reciente bebe en las fuentes de Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández y Roberto Arlt, más que en la constelación privilegiada por Sur.[74]
A partir del cordobazo en 1969, una serie de protestas populares comienza a minar las bases de sostenimiento de la dictadura militar. Tras el retorno de Perón y su victoria en las elecciones presidenciales de 1973, la militarización de la política no hace más que crecer en Argentina. La figura del intelectual comienza a fundirse con la del activista guerrillero. En el campo literario gana terreno una profunda sospecha de la teorización: la izquierda peronista recibía “esa pequeñísima parcela del poder - la cultura - como recompensa por sus servicios o como trampa en la que iban a caer”.[75] El culto de la espontaneidad y un cierto empirismo populista ganan terreno, y la figura del “intelectual europeizado” pasa a representar el villano más atacado. Para algunos sectores de la esfera literaria el crecimiento del paternalismo y del mesianismo instalaban un dilema faustiano: especializar y profesionalizar la cultura letrada manteniendo y radicalizando, al mismo tiempo, el compromiso político que esa misma especialización había hecho imposible o inútil, al menos en las formas populistas que tomó. La política “real” había sido enviada al otro lado de las barricadas, donde militantes obedientes y grandilocuentes gritaban cada vez más alto que un revolucionario no necesitaba libros, sólo armas. Cuando Cortázar escribe El libro de Manuel (1973), una novela sobre un grupo de militantes argentinos expatriados en París, permeada de reproducciones de periódicos que atestiguaban la creciente violencia derechista en Latinoamérica, la fisura entre literatura y política ya se podía leer en clave alegórica, físicamente en las páginas del libro. El argumento de la novela privatizaba - es decir, despolitizaba - la actividad militante, y la política en cuanto tal encontraba un refugio en los recortes de periódico, cuya función oscilaba, entonces, entre documentación y ornamentación. Cortázar a menudo se refirió a lo que él percibía como los “defectos” de El libro de Manuel, postulando que se derivaban del hecho de que el libro se había escrito con vistas a un impacto político, y no a la “calidad literaria”.[76] La pregunta fundamental, sin embargo, seguía sin plantearse: ¿cuál era la base histórica que hacía de lo político y lo literario polos antinómicos? ¿Qué era lo que permitía a la política ser reinscrita como ornamento naturalista? ¿Por qué no podía ya la vanguardia política coincidir con la vanguardia estética?
Mientras Cortázar regresaba a una forma u otra de realismo, la literatura argentina postgolpe parecía seguir distinto camino. De hecho, paralelamente a la crisis del populismo en la política, Argentina presencia una crisis del realismo en las artes. Como ha señalado Fernando Reati, la necesidad de representar lo irrepresentable y el imperativo del duelo por los muertos producen una profunda crisis en la estructura misma de la mímesis.[77] En el trabajo de Andrés Avellaneda - además de la importante recopilación de los absurdos de la censura - se vislumbra porque el realismo sólo podía existir ahora como “caricatura testimonial o altavoz populista”.[78] En otros estudios significativos del período, Francine Masiello ha mostrado cómo el rock nacional se convirtió en un ejercicio de socialidad e intercambio de experiencias en un contexto en que las reuniones políticas eran extremadamente peligrosas.[79] Liliana Heker ha reflexionado sobre el rol de los talleres literarios en proveer un espacio intelectual respirable en un momento de represión violenta sobre la universidad.[80] Osvaldo Pellettieri y otros han estudiado el importante fenómeno del Teatro Abierto, una serie de producciones anuales de obras escritas por ventiuno de los mejores autores argentinos y dirigidas colectivamente durante varios años a partir de 1981. Combinando compromiso político y experimentación formal, y sobreviviendo ataques terroristas que incluyeron la quema de su sede una semana después de la inauguración, el Teatro Abierto fue probablemente el acontecimiento cultural con más poder de interpelación en Argentina durante los días de la dictadura.[81] El cine, como es típico durante las dictaduras, sufrió más con la censura internalizada y los problemas financieros, y no reemergió hasta principios o mediados de los ochenta. Tiempo de revancha, de Adolfo Aristaráin, marca momento clave de este renacimiento en 1981, con una alegoría política centrada en un trabajador que simula mudez tras un accidente en las minas de cobre, gana un pleito contra la compañía pero se encuentra incapaz o sin voluntad de volver a la normalidad tras su victoria, culminando en una chocante mutilación corporal que reescribe todo el sentido anterior de la película. Después de la caída de los generales, Argentina produjo algunas de las mejores películas latinoamericanas, gran cantidad de las cuales enfocaban diferentes facetas de la condición postdictatorial, como el retorno del exilio (en Sur de Fernando Solanas o Días de junio de Alberto Fischerman), el peso inevitable de la complicidad y culpa (en La historia oficial, de Luis Puenzo, ganadora de un Oscar), la emblematización de la exclusión y el silenciamiento a través de la imagen de la locura (en Hombre mirando al sudeste, de Eliseo Subiela), la genealogía de las causas de la catástrofe (No habrá más penas ni olvido, adaptación de la novela de Osvaldo Soriano dirigida por Héctor Olivera), o la gran reflexión acerca de las relaciones entre el arte, el trauma y la representación en Un muro de silencio, de Lita Stantic.[82]
En contraste con el poderoso movimiento socialista en la clase trabajadora chilena, en Argentina la hegemonía sobre el sindicalismo había sido conquistada por un movimiento personalista en el cual no parecía haber lugar para el intelectual; a diferencia de Brasil, la postdictadura argentina no presenció la constitución de un partido de masas, a la vez radical y posestalinista, en el que la intelligentsia pudiera reorientar sus objetivos políticos. Por consiguiente, gran parte del debate postdictatorial sobre la dirección de las políticas intelectuales se ha polarizado entre la alternativa representada por algunos de los antiguos miembros de Contorno - David Viñas y León Rozitchner, entre otros - quienes siguen afirmando la primacía del modelo de la política militarizada, y no ven en la presente configuración más que una acomodación al mercado o una traición generalizada a antiguos ideales y, por otro lado, un serie de intelectuales progresistas que intentaron superar el aislamiento a través de una aproximación a y consiguiente abandono del radicalismo alfonsinista. Esta trayectoria incluye a algunos de los críticos culturales que comenzaron a editar Punto de Vista en 1978, durante el auge de la represión política en Argentina. Inicialmente dirigida por Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, Ricardo Piglia (éste después se desvincularía del grupo), a los que más tarde se unieron María Teresa Gramuglio, Hugo Vezzetti y otros, Punto de Vista representó una contribución decisiva a la recomposición del campo intelectual progresista argentino. Como parte del intento de desarrollar un marco materialista para el análisis de la literatura y de las culturas de masas y popular, la revista trae al primer plano figuras hasta entonces marginales a la reflexión de izquierda en Argentina, como Raymond Williams y Pierre Bourdieu. Desde el principio incluyó también alusiones decisivas al pasado argentino, encontrando en la reflexión histórica la posibilidad de plantear temas relacionados con la realidad política del país en un contexto de represión feroz sobre la actividad intelectual. Además, su páginas trajeron algunos de los primeros análisis críticos sobre la narrativa contemporánea (Ricardo Piglia, Juan José Saer, Juan Carlos Martini, Daniel Moyano, etc.). Después de la dictadura, el grupo de Punto de Vista, junto con un círculo del exilio mexicano conocido como la “Mesa socialista” (Pancho Aricó, Juan Carlos Portantiero, Oscar Terán), fundaría el “Club de Cultura Socialista”, en el cual el nuevo papel de los socialistas y la relación entre intelectuales y estado serían algunos de los temas centrales. Algunos de esos problemas regresarán más adelante, en la medida en que la literatura discutida aquí los volverá a replantear.[83]
2. La teoría del autoritarismo como fundamento de las “transiciones” conservadoras
En Brasil y en el Cono Sur la teoría del autoritarismo ha sido la versión más aceptada de las dictaduras que haya surgido de las ciencias sociales. Uno de sus principales representantes, el chileno José Joaquín Brunner, describe la hegemonía del paradigma del autoritarismo con un cierto tono de inevitabilidad: “se impuso ... el uso de los términos autoritario y autoritarismo para caracterizar el tipo de regímenes políticos que habían surgido en Brasil y en el Cono Sur durante las dos últimas décadas”.[84] En Brasil los análisis de la dependencia llevados a cabo por Fernando Henrique Cardoso empezaron a incorporar la palabra “autoritarismo” como forma de explicar la naturaleza del estado inaugurado en 1964, en una evolución que culminó en Autoritarismo e Democratização (1975). Ya en el principio de los setenta y trabajando independientemente de Cardoso, el argentino Guillermo O’Donnell caracterizaba los regímenes emergentes como “burocrático-autoritarios”, mostrando cómo el desarrollo y la modernización en América Latina, lejos de implicar necesariamente formas de gobierno liberal-democráticas, conllevaron la emergencia de formas tecnocráticas de dictadura militar.[85] En Chile José Joaquín Brunner produjo un gran número de estudios de la sociedad chilena bajo la misma rúbrica. Aunque hay diferencias obvias entre estos científicos sociales - la sociología de Brunner se enfoca principalmente en la cultura, la ciencia política de O’Donnell privilegia el estudio de las formas estatales, mientras que Cardoso era un sociólogo cuyo principal interés recaía sobre las formaciones económicas -, es desde luego notable la recurrrencia de modelos explicativos basados en una u otra forma de la teoría del autoritarismo. A pesar de la naturaleza aparentemente descriptiva del término, es imperativo examinar las implicaciones retóricas y políticas de la teoría, especialmente en las dos versiones que fundamentaron no sólo la comprensión de las dictaduras brasileña y chilena, sino también los procesos de transición conservadora que las siguieron.
José Joaquín Brunner es el autor de la anatomía más completa e incisiva de la ideología impuesta en Chile después de 1973, ideología caracterizada por él como “la concepción autoritaria del mundo”. Proponiendo que la transformación política fue parte de una refundación más amplia, basada en un sistema de valores fundamentalmente diferente de todo lo conocido hasta entonces por la sociedad chilena, Brunner mostró la imbricación entre la doctrina de la seguridad nacional y el mercado transnacional; entre las Fuerzas Armadas y la burguesía internacionalizada; en una palabra, entre el autoritarismo político y el interés de clase capitalista. Gran parte de la obra de Brunner podría ser caracterizada como una disección de la ideología dictatorial como totalidad, es decir, como un complejo en el que el autoritarismo “no viene por añadidura: es más bien un elemento esencial del nuevo modelo, destinado a hacer posible una reorganización de la sociedad sobre la base de su disciplinamiento”.[86] Demostrando cómo el autoritarismo llevaba a cabo la función de “mantener el orden adecuado al nuevo modelo de desarrollo capitalista”[87], el texto de Brunner disuelve toda ilusión de que se tratara una aberración. Lo que se subraya es, entonces, la organicidad de la dictadura a la implementación de los valores de mercado en Chile. Se evidencia que la ideología de mercado, la doctrina militar y el tradicionalismo religioso - los tres componentes de la “concepción autoritaria del mundo” - han impuesto, en fin, un nuevo universo cultural e ideológico.
En un estudio posterior Brunner señala la tendencia general de las ciencias sociales postgolpe de examinar las raíces del autoritarismo en la historia de Chile. Allí se exponen la historia de los elementos autoritarios en la izquierda leninista, en el catolicismo conservador y en el pensamiento burgués liberal. Al revelar dichas trazas autoritarias “estos estudios muestran que el credo liberal y democrático no ha sido ni continuo ni se desarrolló sin contradicciones a lo largo de las últimas décadas”.[88] Pasa a establecerse aquí una dicotomía según la cual las “creencias liberales y democráticas” aparecen como aquello que, por definición, se opone al autoritarismo. La ubicuidad de las posiciones autoritarias pareciera ser coextensiva al hecho de que las “creencias liberales y democráticas” no han sido continuas. Es decir, no importa cuánto espacio se le conceda a las consiguientes “contradicciones” - es decir, los casos en que “aun” los liberales fueron autoritarios...-, la democracia liberal pasa a emerger, en el estudio de Brunner, como remedio por excelencia contra el autoritarismo. Se da por sentada la evidencia de la oposición que fundamentaría el futuro menú de dos ítems de la transición conservadora. Si los mentados regímenes son autoritarios, los que se oponen a ellos lo hacen en nombre de la democracia, ¿no? Otra vez, bajo el aparente significado obvio de estos términos, habría que develar algunas redes retóricas.
Ya en La cultura autoritaria en Chile, Brunner tomaba las varias críticas autoritarias de la democracia - pronunciadas por sectores conservadores después de 1973 como justificativas del golpe, y hechas desde un punto de vista católico-tradicionalista, neoliberal-mercantil o de seguridad nacional - y señalaba, correctamente, a mi modo de ver, que la refundación transnacional capitalista de Chile no se podría haber logrado en un régimen democrático. Sin embargo, la oposición entre autoritarismo y democracia parece naturalizarse hasta el punto que ésta es definida como forma política que “impide la plena expresión estatal de una sola clase, la dominante”.[89] Otra vez, del hecho historico y contingente de que la instalación epocal del mercado exigió una dictadura militar, Brunner pareciera deducir el mucho más cuestionable postulado de que la democracia parlamentaria por definición refrena la dominación de clase.
La dicotomía regresa en un ensayo en que Brunner describe un serie de prácticas que progresivamente comenzaron a minar las bases de sostenimiento del régimen militar. Brunner llama la atención al papel clave de la memoria en la lucha de esos sectores: la dictadura militar “cubre de cal los cadáveres; los lanza al agua; hace desaparecer físicamente a los agentes del mal; limpia las murallas pintarrajeadas; impone horarios y zonas de tránsito vedado; vacía las calles de ruidos y presencias”.[90] Amplios sectores de la población recordaban una experiencia que podía fomentar y fortalecer la oposición a los militares. Brunner llama a esos recuerdos y prácticas cultura democrática: “(L)a experiencia simbólica de la democracia es así convertida en el eje central de una memoria colectiva que se resiste a desaparecer”.[91] El choque entre el régimen militar y las fuerzas sociales opuestas a él aparece de nuevo como un choque entre autoritarismo y democracia. La posibilidad de que los recuerdos populares mencionados pudieran ser irreductibles a la noción de democracia (o pudieran forzar su reinterpretación desde un punto de vista inaudito e inesperado) da lugar a una identificación automática entre las dos. La historia de las prácticas del pasado, de esa “tradición cultural”, se subsume bajo la historia de la democracia. El escenario está preparado para que la postdictadura no sea imaginable más que como “transición democrática”. “(S)i el orden autoritario no puede ... organizarse a sí mismo bajo la forma de una cultura completa ... tampoco el orden democrático puede emerger como cultura mientras no existan las condiciones que aseguren una transición hacia la democracia como régimen político”.[92] Nótese aquí la naturalización de la cadena significante “resistencia popular-etos democrático-democracia parlamentaria”, como si cada término se dedujera inexorablemente del anterior. La sinonimización entre la democracia como práctica o experiencia popular y la democracia como régimen político (ya hecha posible por una sinonimización entre la memoria de las luchas populares y el significante “democracia”), termina confiriéndole al regreso al liberalismo parlamentario un aire de lisa inevitabilidad.
Que la dicotomía observada en Brunner opera también en Cardoso es manifiesto en el mismo título de Autoritarismo e Democratização. Lo que en Brunner era una sutil operación retórica, empero, en Cardoso toma la forma de una sistemática disociación entre los intereses del capital multinacional y los regímenes militares. La razón de ser del reciente estado dictatorial en Brasil había que encontrarla
menos en los intereses políticos de las corporaciones multinacionales (que prefieren formas de control estatal más permeables a sus intereses privados) que en los intereses sociales y políticos de los estamentos burocráticos que controlan el estado (civiles y militares) y que se organizan cada vez más en el sentido de controlar el sector estatal del aparato productivo.[93]
La eficacia ideológica de esta tesis reside en la curiosa identificación entre autoritarismo político y estatismo económico, como si los dos caminaran necesariamente juntos. El modelo explicativo de Cardoso presuponía, en aquel momento, que un estado dictatorial es menos permeable a “intereses privados”. Al enmascarar sistemáticamente la estrecha complicidad entre la dictadura y el capital multinacional, y encubrir el hecho de que fue el régimen militar el que hizo posible una inédita extracción de plusvalía y concentración de riqueza (por medio de incontables y siempre generosos subsidios, exenciones, etc., además, obviamente, de la violenta represión), Cardoso manufacturaba el espejismo de una burocracia que actuaría en su propio nombre, una “burguesía estatal”, como él la llamaría, con intereses misteriosamente no coincidentes con los del capital multinacional. Tal fantasía ideológica tuvo, no cabe duda, papel central en la consolidación de la hegemonía liberal-conservadora en la “transición a la democracia”. Al fin y al cabo la dictadura, nos hace creer Cardoso, nunca operó según el interés de clase capitalista, sino de una anacrónica burocracia estatal. Mientras correctamente criticaba el rótulo de “fascista”, asignado a los regímenes militares por sectores de la izquierda (esos regímenes, a diferencia del fascismo, no se basaban en la movilización popular, no hacían uso de una estructura partidaria y no necesitaban de expansión internacional), Cardoso redefinía las élites dirigentes como “burocracia de estado”:
Se ve, por tanto, que no hay símil posible entre las burguesías dependientes-asociadas de América Latina y sus congéneres de los Estados Unidos o de Europa. El espacio económico de la burguesía internacionalizada (inclusive, en este caso, los sectores locales de esta burguesía) trasciende los límites nacionales sin que necesite de ayuda de los estados locales ... El escudo real de las burguesías locales internacionalizadas, en este aspecto, es el conglomerado multinacional, protegido y aliado con los estados de las sociedades matrices. Al contrario, los estados locales sirven de soporte político más para los “funcionarios”, los técnicos, los militares, los fragmentos desgarrados de la burguesía nacional no integrados a la internacionalización del mercado, que a los grandes intereses burgueses internacionalizados (subrayado mío).[94]
Se trata aquí de un pedazo sólido de ideología: los mercadolibristas nacionales e internacionales se convierten en factores marginales en el régimen dictatorial, puesto que éste último supuestamente habría actuado en nombre de un misteriosa capa burocrática no reductible al interés de clase capitalista. Manténgase en mente el recordatorio de que una burocracia estatal, a diferencia de una clase social dominante, puede ser removida del poder sin que se haga daño alguno al modelo económico hegemónico. La definición de la dictadura como “estado autoritario” prepara el camino para el próximo paso, una alianza opositora fuertemente hegemonizada por el conservadurismo neoliberal, con vistas a una redemocratización que, como apunta Emir Sader en su crítica a Cardoso, “se redujo a la desconcentración del poder político del ejecutivo”[95] y nunca cuestionó el modelo económico impuesto por las dictaduras. Al fin y al cabo, aquellos en cuyo interés se sostenían los generales habían sido cuidadosamente exentos de toda responsabilidad en la barbarie dictatorial. La teoría del autoritarismo fue la base ideológica regalada por las ciencias sociales a la hegemonía conservadora en las llamadas transiciones democráticas. La teoría del autoritarismo sería la lengua de la transición conservadora, no su teoría. No hay contradicción, entonces, entre Cardoso-el-firme-opositor-al-régimen-militar en 1975 y Cardoso-el-implementador-de-políticas-neoliberales en 1998. El primero fue, de hecho, la condición de posibilidad del segundo. No tiene sentido, por lo tanto, preguntarse qué le pasó al valiente soldado de la democracia. No hubo traición aquí; lo que se entendía por “democracia” estaba dado ya en 1975.
Las últimas secciones del libro lo hacen más claro. Según Cardoso el éxito de las políticas económicas oficiales dependía de “la capacidad que tuviese el estado para convertirse, cada vez más, en empresario y gestor de empresas. Con esto, en lugar del fortalecimiento de la ‘sociedad civil’ - las burguesías - como parecía desear la política económico-financiera, se fue robusteciendo la base para un estado expansionista, disciplinador y represor”.[96] De nuevo, la deliberada confusión entre la muy real acción represiva del estado y el espejismo de una “expansión económica” estatista, un inencontrable emprendedorismo estatal, hizo posible lo que más tarde sería la piedra angular de la hegemonía conservadora en la llamada transición: presentar la dictadura como producto de unos pocos burócratas estatistas, opuestos en todo a la “sociedad civil”, esta segunda extrañamente reducida, metonímicamente, a la burguesía liberal. Puesto de tal modo el asunto, la elección política se limitaba inevitablemente a un menú de dos alternativas: democracia o autoritarismo. La alianza liberal-conservadora que llevaría a Tancredo Neves y José Sarney al poder podía ahora aparecer como la encarnación de un anhelo universal de democracia.
La crítica de la teoría del autoritarismo implica, para nosotros, un desplazamiento terminológico. De aquí en adelante la palabra “transición” no designará, como en la literatura social-científica, el regreso a una democracia parlamentaria liberal, elecciones libres e institucionalidad jurídico-política. El final de las dictaduras no se puede, desde la perspectiva que se adelanta aquí, caracterizar como un proceso transicional. Subyacente a la crítica a Brunner y Cardoso se encuentra el postulado de que las verdaderas transiciones son las dictaduras mismas. Valga la corrección de Willy Thayer:
No entendemos aquí “transición” como el proceso posdictatorial de redemocratización de las sociedades latinoamericanas; sino, más ampliamente, el proceso de “modernización” y tránsito del Estado nacional moderno al mercado transnacional post estatal. En este sentido, para nosotros, la transición es primordialmente la dictadura. Es la dictadura la que habría operado el tránsito del Estado al Mercado. Tránsito que eufemísticamente se denomina “modernización”.[97]
Se trata de una inversión clave, que le sustrae el énfasis a una transición epidérmica, derivativa, y lo desplaza a la transición verdaderamente epocal. La transición epocal fue sin duda la dictadura, no el retorno del control civil que tuvo lugar una vez concluida la transición real. El regreso a la democracia no implica en sí un tránsito a ningún otro lugar más que aquel en que la dictadura nos dejó.[98] “Transición a la democracia” significó, en este sentido, nada más que la legitimación jurídico-electoral de la exitosa transición llevada a cabo por los militares, es decir, la ecuación última entre libertad política para el pueblo y libertad económica para el capital, como si la primera dependiera de la segunda, o como si la segunda hubiera sido de algún modo obstaculizada por los generales. Así, no hay que sorprenderse ante el hecho de que la categoría de “gobernabilidad” haya disfrutado tanta centralidad en las ciencias sociales de las postdictaduras conosureña y brasileña. Ninguna otra palabra resume de modo tan sucinto el rol de las ciencias sociales en la legitimación de la transición epocal. La gobernabilidad es un problema que, por definición, sólo puede ocupar a los vencedores. Para los vencidos no hace falta decir que la cuestión de la gobernabilidad no se plantea. Desde el punto de vista de los vencidos, en el concepto mismo se vislumbra una complicidad irrevocable con los vencedores.
Habría que decir una palabra, sin embargo, acerca de la especificidad de la experiencia argentina respecto al significado de la palabra “transición”. En Brasil y Chile, las transiciones epocales del Estado al Mercado tuvieron lugar durante las dictaduras mismas, a lo largo de procesos que duraron dos décadas y en los que incluso el retorno a la democracia fue estrechamente controlado y en última instancia hegemonizado por los mismos regímenes militares. Por otro lado, de la dictadura argentina (1976-1983), a pesar de que hizo lo que pudo para desmantelar cualquier planificación estatal y desregular la economía, no se puede decir que haya realizado esa transición epocal, al menos no de un modo tan claro. Es bien sabido que en 1983 el estado aún era responsable de una porción comparativamente grande de la economía argentina, en un momento en que la privatización se había realizado ya, en gran medida, en el resto del subcontinente. Por numerosas razones históricas la transición argentina al mercado global tuvo un carácter mucho más inestable que la de sus vecinos. Aunque la posibilidad de una resistencia significativa ya se había eliminado en 1976, los generales argentinos se enfrentaban a una clase trabajadora cuyo grado de organización y sindicalización no tenía paralelo en el continente. Además de todo esto, Argentina, a diferencia de Brasil, vio surgir el fenómeno de las guerrillas urbanas armadas antes del golpe, especialmente en el período de 1973 a 1976, marcado por una violencia generalizada entre la izquierda y la derecha, violencia que progresivamente tomó, de hecho, el carácter de una masacre generalizada de la primera por la segunda (sobre todo a través de la malhadada AAA - Alianza Anticomunista Argentina). Realizado este trabajo preparatorio, la desregulación y privatización se lleva hoy a cabo por el mismo peronismo que una vez fue - o se creía que era, dicha ambigüedad siendo la marca misma del peronismo - el mayor obstáculo a su implementación.
Desalojados del poder de manera mucho más abrupta, los generales argentinos nunca disfrutaron el control que tuvieron sus colegas chilenos y brasileños sobre la “transición democrática”. La insistencia actual, por parte de intelectuales argentinos progresistas, en la necesidad de defender y preservar la democracia institucional como un valor en sí, es considerablemente más enfática que en el resto de la región, y sin duda está relacionada con la especificidad adquirida por la expresión “transición a la democracia” para los argentinos. El último y desesperado intento dictatorial de recuperar legitimidad sería la guerra suicida contra Gran Bretaña, obvia maniobra en búsqueda de apoyo popular - más allá, claro, del hecho indisputable de que las Islas Malvinas pertenecen por derecho a la Argentina. Tras la derrota en el Atlántico sur los argentinos entrarían en el terreno afectivo propio de la postdictadura: la experiencia de la derrota y la destitución. Un corto período de euforia seguiría la elección de Raúl Alfonsín en 1983, con el subsiguiente desencanto tras las sistemáticas concesiones de Alfonsín a los militares respecto a sus crímenes, así como al FMI en asuntos de política económica - por la cual se empezaría a realizar, en efecto, la transición definitiva al mercado transnacional. Esta modificación se emblematiza en la trayectoria de la palabra “imposible” en la cultura política argentina, como nota Oscar Landi: hasta el gobierno de Alfonsín, “la Argentina imposible” designaba la pesadilla militar a la cual el país casi unánimamente se negaba a regresar. Después de la ascención al poder de la versión neoliberal-kitsch del peronismo representada por Carlos Menem, y de la puesta en marcha de la desregulación total de la economía argentina, “imposible” pasa a designar no el pasado distópico que se rechazaba, sino el proyecto utópico que se debía abandonar. Se pedía ahora al país que renunciara a los sueños de un “futuro imposible” y acogiera el “realismo” del mercado.[99] Así, incluso en la dictadura argentina, más corta y económicamente menos fundacional, sigue siendo correcto hablar de una transición epocal del Estado al Mercado, quizás no llevada a cabo completamente, pero sin duda posibilitada y preparada por el régimen militar. 1983 fue, no lo olvidemos, la primera vez en 40 años que el peronismo fue derrotado en elecciones libres; el candidato vencedor fue precisamente aquél cuya retórica giraba alrededor del eje democracia / autoritarismo, este último asociado repetidamente, en los discursos de Alfonsín, no sólo a la dictadura de los años anteriores, sino también al autoritarismo de la izquierda armada de principios de los setenta, como si se tratara de dos violencias del mismo orden. La polaridad entre democracia y autoritarismo se había convertido en la doxa de nuestra actualidad.
3. El giro naturalista y el imperativo confesional
En la narrativa brasileña de los setenta el llamado romance-reportagem disfrutó una sólida, aunque no incontestada, hegemonía. Bajo la forma de ficcionalizaciones de noticias escandalosas vehiculadas en los medios - estructuradas básicamente a partir de una estética naturalista - el romance-reportagem combinaba de forma paradójica un culto a la objetividad y la neutralidad con el mito del periodista valiente e intrépido que supera todos los obstáculos en la búsqueda de la verdad.[100] El romance-reportagem llenó, aunque de forma imaginaria, el vacío de información en la sociedad brasileña durante un período de censura en los medios. La generalizada sensación de que “están pasando muchas cosas de las que no sabemos nada” reforzó la fetichización de la información como una mercancía preciosa en sí, separada de los procesos sociales a través de los cuales es producida y circulada. Ello coincidió con la llegada de una serie de tecnologías de la comunicación en Brasil, en el contexto de modernización dependiente impulsada por la dictadura. Una versión completamente despolitizada de las ciencias de comunicación se convertiría, entonces, en el eje, tanto de la retórica modernizante de los militares - la nueva tecnología se presentaba como prueba de que “Brasil había llegado por fin al primer mundo” - y, de forma bastante irónica, de gran parte de la narrativa de oposición escrita contra ellos.
La afirmación de José Louzeiro sobre su Infância dos Mortos (1977) sintetiza la retórica naturalista del romance-reportagem: “los hechos que dan sustancia a esta narrativa fueron tomados de nuestro amargo cotidiano. El autor no se preocupó por alinearlos cronológicamente, ni se abstuvo de describir situaciones brutales, que muestran muy bien el grado de deshumanización a que hemos llegado”.[101] Un comentario que en otro contexto habría podido sonar a truco ficcional, o verosimilitud fingida, aparecía ahora como estrategia de legitimación de una “copia de lo real” que inocentemente creía en su propia transparencia. Si el romance-reportagem terminó dando algunos de los mayores éxitos de mercado en el Brasil de los setenta, la explicación hay que buscarla en estas apelaciones naturalistas a la neutralidad y la transparencia, ahora fundidas en una estética de la abyección moldeada fundamentalmente a partir de los medios de comunicación. El enmascaramiento sistemático de sus propias condiciones de producción en cuanto texto hizo posible la identificación catártica del lector con un reportero-guerrero que parecía flotar por encima de todas las tensiones sociales. Tal heroización del periodista llenó, también de forma imaginaria, el vacío creado por la derrota de la oposición armada a la dictadura. Entre 1968 y 1973 el voluntarismo putschista de la guerrilla había alimentado la esperanza de derribar al régimen militar con la acción aislada de una autotitulada vanguardia -- militarización, claro está, bastante reduccionista de la política. La “valentía” y el “valor” del reportero que “trae a la luz la verdad censurada” se nutrían de una operación análoga: la política brasileña se seguía narrando con metáforas militares, incluso en el campo de oposición. He aquí un eco del lenguaje que dominó la narrativa brasileña en ese momento: “algunos arriesgan la piel en las guerras. Otros arriesgan la piel en las revoluciones. John Reed fue uno de ellos. Hemingway fue uno de ellos. Murilo de Carvalho es uno de ellos. Un hombre que anda detrás de historias que contar. Un cazador de la realidad. Un reportero”.[102] Lo que está en juego aquí, desde luego, no es el valor de verdad de tales afirmaciones, sino el proceso por el cual su misma sintaxis mimetiza los medios de comunicación, mientras que su semántica, aunque intenta alcanzar la política, permanece dentro de la mera técnica militar.
Está en lo correcto, entonces, Flora Süssekind, cuando sugiere que la función del romance-reportagem fue ofrecer una compensación simbólica.[103] Su función compensatoria estribaba no sólo en proveer información bloqueada por la censura, sino que también articulaba una dimensión afectiva. En una sociedad civil que enfrentaba una derrota desmoralizante, la literatura se encargaba de asegurarnos que la verdad y la razón estaban de “nuestro” lado. Al inscribirse en la retórica maniqueísta de la dictadura, el naturalismo no sólo renunció a convertirse en espacio de reflexión sobre los errores de la resistencia o las concepciones míticas de lo nacional-popular hegemónicas en el campo de oposición. Reforzó, además, una sustitución compensatoria por la cual la clase media expiaría la culpa de haberse juntado a la histeria anti-comunista y apoyado el golpe, todo en la esperanza de un ascenso social que al final se vería frustrado. De aquí se puede deducir que la crisis del romance-reportagem es coextensiva y contemporánea al fracaso de una cierta narrativa épica acerca de la política brasileña. El romance-reportagem no conocía otros tipos sociales aparte de los villanos (dictadores, torturadores y traidores) o héroes (valientes periodistas en búsqueda de la verdad, ésta reducida a la mera noticia) porque pretendía narrar la historia de una caída, la trayectoria de un mundo sin redención posible, con el lenguaje de los géneros clásicos, la tragedia o la épica. Es decir, la ilusión específica al “giro periodístico” fue pretender hacerse cargo de la representación de un mundo caído (un mundo, por tanto, novelístico, en que todo heroísmo activa su doble paródico) con un lenguaje prenovelístico, épico. Cuando intentaba dotar el sino de un personaje mundano, cotidiano, de una dimensión trágica, la novela periodística producía una paradoja irresoluble, ya que toda la simpatía y solidaridad que su destino pudiera inspirar dependía del hecho de que el personaje era “uno de nosotros”, un ciudadano común, activista estudiantil o trabajador. El lenguaje que lo narra a ese personaje, sin embargo, insiste en convertir su caída en un hecho de proporciones trágicas, o sus victorias parciales contra el régimen en aventuras épicas. Se remueven, por tanto, estos hechos del terreno en que tenían sentido, es decir, el de la experiencia. En otras palabras, el callejón sin salida en que ese sector de la literatura brasileña se encontró tenía que ver con el impulso de construcción de un sujeto lleno y clásico en un mundo gobernado por el desarraigo trascendental lukácsiano - desgarramiento fundante del lenguaje descentrado de la novela. Es decir, la incompetencia fundamental del romance-reportagem residía en su incapacidad de lidiar con la pérdida.[104]
Además del privilegio del periodismo como modelo de escritura de ficción en Brasil, el Cono Sur presenció una proliferación de narrativas confesionales por actores políticos de oposición, sobre todo prisioneros y víctimas de la tortura. Textos como Preso sin nombre, celda sin número, de Jacobo Timerman, The Little School de Alicia Partnoy, O Que é Isso, Companheiro?, de Fernando Gabeira, Tejas verdes, de Hernán Valdés, y muchos otros, traían al primer plano la atrocidad absoluta. Ya no había aquí ningún rodeo posible, ningún terreno intermedio, ninguna reconciliación, cuando los regímenes en cuestión habían desarrollado tal arsenal de técnicas: descargas eléctricas en los genitales, ejecuciones falsas, violaciones, palizas, submarinos, humillaciones de varios tipos, tortura en niños y mujeres embarazadas, tortura a menudo aplicada a prisioneros encapuchados, asistida por médicos y convertida en verdadera ciencia. Puede que no sea inútil decir todo esto una vez más, para que se recuerde el terreno histórico sobre el que reposa el mercado actual. Este es un gesto necesario, pero, como sabemos, insuficiente. La acumulación de hechos provista por la literatura testimonial representó un paso crucial, no sólo para convencer a aquellos que insistían en negar lo obvio, sino también para las batallas jurídicas que han tenido lugar y seguirán durante los próximos años.[105] Sin embargo, la recopilación de datos no es aún la memoria de la dictadura. La memoria de la dictadura, en el sentido fuerte de la palabra, requiere otro lenguaje; y tras repasar la inmensa bibliografía testimonial producida en el Cono Sur, no se puede evitar llegar a una conclusión desconfortante: si estos textos son tratados con menos condescendencia de lo que hasta ahora han sido - evitando así la trampa de desatender a su retórica simplemente porque atestiguan la crueldad de un enemigo común - se hace claro que la literatura testimonial ha dejado un legado exiguo para la reinvención de la memoria postdictatorial. El peor servicio que la crítica puede hacer a estos textos, a la verdad que exponen, es tratarlos como gran parte de la crítica del testimonio ha hecho, es decir, como introductores de una revolución epocal que finalmente ha permitido hablar libremente al subalterno.
Una demostración de los límites discursivos del género testimonial en el Cono Sur requeriría un estudio más extenso, que evidenciara, por ejemplo, como Prisionero sin nombre, celda sin número, de Jacobo Timerman - un recuento de su encarcelamiento y tortura a manos de los militares argentinos - está enteramente filtrado por el lenguaje de la dictadura. Como tantos otros testimonios del período, de hecho, el texto de Timerman mantiene una relación de parasitismo con tal lenguaje, en las referencias a los militantes izquierdistas como “terroristas”,[106] a las acciones de los militares como “excesos”, en el espejismo de una división entre generales “radicales” y “moderados” que podría ser explotada por los prisioneros, incluso durante sesiones de tortura, en la firme creencia de que “el presidente Rafael Videla y el General Roberto Viola intentaron convertir mi desaparición en arresto para salvar mi vida”, en su indignación ante el hecho de que un respetable liberal tuviera que compartir la miseria del encarcelamiento arbitrario con “terroristas” de izquierda, su consternación de que los líderes judíos, bajo las circunstancias pesadillescas de finales de los setenta, no levantaran la voz en su defensa, su certeza de que los “generales moderados” habían impedido una mayor “explosión de antisemitismo”, sus afirmaciones de que el lenguaje liberal de su periódico, La Opinión, era “comprensible y directo”, mientras que “líderes, políticos e intelectuales” recurrían a “eufemismos y circunlocuciones” - afirmación, a propósito, perfectamente firmable por el “moderado” general Videla. No cabe duda de que la necesidad de defender este texto, defender la verdad de la brutalidad que exhibe, contra toda denegación postdictatorial, no puede, de ningún modo, servir como excusa para una condescendencia que pactara con los principios retóricos y políticos que lo estructuran.
La mayoría de los testimonios, sin embargo, se originaron en la izquierda. Aquí, el análisis tomaría un camino ligeramente diferente, aunque aquellos familiarizados con los textos quizás no se sorprenderán al notar varias coincidencias retóricas con Prisionero sin nombre, de Timerman. O Que é Isso, Companheiro?, de Fernando Gabeira, el recuento memorialístico más exitoso publicado en Brasil en las últimas décadas, se lee, fundamentalmente, como una novela de aventuras.[107] Todo en el texto, desde el tono burlesco o el énfasis en las escapadas milagrosas, pasando por el retrato heroico de la militancia, invita a una identificación especular e irreflexiva. Si el romance-reportagem disuelve la pregunta por la experiencia en la grandiosidad épico-trágica, O Que é Isso, Companheiro lo hace en la fabulación jocosa, festiva. El episodio central gira alrededor del secuestro del embajador estadounidense Charles Elbrick en 1969, a cambio de la liberación de algunos guerrilleros encarcelados. Gabeira cuenta los planes, las exigencias planteadas por la organización, las conversaciones con Elbrick sobre temas como la guerra de Vietnam, la liberación de Elbrick y de varios prisioneros políticos, hasta el desafortunado desenlace, en que la mayoría es recapturada, con dos de ellos muriendo bajo tortura. La narrativa alterna dos mecanismos básicos de identificación: los segmentos aventurescos se narran del mismo modo en que un adulto contaría su mala conducta de niño - no hay autocrítica explícita, pero tampoco reafirmación de principios, sino un puro goce con las peripecias, borrándose así la política a la vez que se banaliza la experiencia. El segundo principio de identificación es catártico. Las descripciones de torturas, repletas de explosiones sentimentales y emocionales, completamente seguras del potencial de representación del lenguaje, hacen uso abundante de la abyección, sólo para regresar otra vez a la historia del superhéroe, cuyo protagonista emerge indemne al final. Cuando se publicó O Que é Isso, Companheiro?, en 1979, la clase media brasileña estaba visiblemente ansiosa por purgar su complicidad culpable con el régimen militar. El texto de Gabeira, entre otros, ayudó a completar esa purificación sin traumas mayores, sin retrabajar el pasado o reelaborar la experiencia. Es de hecho impresionante, considerando las descripciones bastante literales de las escenas de tortura, lo poco que el libro sacudió la estructura de sentimiento hegemónica en Brasil en ese momento. En sucesivas ediciones el libro encabezó las listas de best-sellers. La política se narraba como una aventura batmanesca, en que las conciencias culpables simplemente eran barridas bajo la alfombra.[108]
Varios de los tropos típicos del testimonialismo latinoamericano reaparecen en Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso, las memorias de un activista montonero capturado en Montevideo y torturado por la policía uruguaya antes de ser repatriado a Argentina. Tras su captura, la primera reflexión que se le ocurre ya establece el tono de toda la narrativa: “La capucha...obliga a mirar hacia dentro. A preguntarse si uno va a resistir. Si va a salir de la prueba siendo el mismo de antes o va a convertirse en un traidor”.[109] Sería necesario hacer una lectura lenta y detallada de Recuerdo de la muerte para mostrar que nada en el subsiguiente desarrollo de la acción, incluso los fracasos que se acumulan sobre los montoneros durante los setenta, cambia los términos de la elección con la que los personajes se confrontan: uno sigue igual o se convierte en traidor. Una genuina mitología del macho que soporta la tortura y nunca traiciona la causa sustituye cualquier examen más detenido de la derrota. Los ejemplos se acumulan en la narrativa: “El individuo siempre puede traicionar. Lo que vale es el Partido. Nada, nada. La traición se parece a la seducción. A la imagen de la mujer seducida” (135). Si la traición - palabra omnipresente en el texto, como si la política se hubiera reducido a la polaridad cristiana entre traición y fidelidad - gradualmente se feminiza, la experiencia de la derrota se silencia, compensada de forma imaginaria por la imagen del resuelto guerrero-macho. “El Pelado quiso saber la historia de Serafín, el melancólico desdentado que le había dado el primer cigarrillo. Se enteró con pena que ‘había hablado en la tortura’ y se sorprendió al descubrir que su ánimo se inclinaba al perdón” (269). Para los “débiles” que dejan escapar información bajo tortura, lo que queda es el rótulo de traidor o, en el mejor de los casos, el perdón, la compasión, y la piedad. Con Nietzsche hemos aprendido, a propósito, de dónde proviene este lenguaje. Mientras la retórica reconfortante del cristianismo complementaba la retórica heroica y militarista de la “vanguardia armada”, la dictadura lograba una victoria fundamental: el lenguaje en que se narraban sus atrocidades era, en su esencia, el mismo lenguaje cultivado y promovido por la dictadura, el militarismo macho con un toque de catolicismo piadoso.
Desde luego, no se trata de condenar el género testimonial en cuanto tal. No se debe subestimar el peso denunciatorio e incluso judicial de los textos testimoniales producidos bajo condiciones de opresión. El papel clave que el testimonio representó en la resistencia a los militares, especialmente en el caso chileno, es innegable. Es imperativo, sin embargo, cuestionar la retórica triunfante con la que se rodeó este fenómeno en los ochenta, especialmente en los Estados Unidos y en gran parte, creo, como una compensación imaginaria por la sucesión de derrotas sufridas por la izquierda en décadas recientes. En circunstancias de aislamiento político es demasiado tranquilizador imaginar que la redención está a la vuelta de la esquina, anunciada por una voz subalterna que coincide transparentemente con su experiencia y provee al intelectual crítico una oportunidad de oro de satisfacer su buena conciencia. Ninguna afirmación de que el testimonio nos lleva a una “posliteratura” o de que ahora “el otro subalterno realmente habla” podrá eludir las aporías retóricas irresueltas en el testimonialismo conosureño. Se facilita, de hecho, el olvido postdictatorial, en la medida en que la narración de la atrocidad tiene lugar en un lenguaje que no se pregunta por su estatuto retórico y político. El tono insistentemente anunciatorio de la mayoría de los textos testimoniales en el subcontinente, casi siempre confiando en que mañana triunfarían las fuerzas de la justicia, reforzarían aun más el efecto narcótico. La reinvención de la memoria tras los militares exige una crítica del legado del testimonialismo, a pesar de la importancia indudable, insisto, de defender la verdad factual de esos textos. Tal verdad es irreductible, y el testimonialismo nos ha ofrecido un rico material al que referir siempre que se encuentren, como ha sido ya el caso, denegaciones de varios tipos. La verdad factual, sin embargo, no es aún la verdad de la derrota. La verdad de la derrota no puede surgir en un lenguaje que aún no haya incorporado la experiencia que narra en una reflexión sobre la derrota. La verdad de la derrota, que es la verdad de la experiencia latinoamericana en las pasadas décadas - por no decir los últimos siglos - exige una narrativa que no se limite a invitar solidaridad. “La solidaridad, que sigue siendo la convocatoria esencial del texto testimonial, y la que lo distingue de forma radical del texto literario, se encuentra en perpetuo peligro de convertirse en una tropología retórica”.[110] La derrota, definámosla aquí provisionalmente, es ese momento de la experiencia en que toda solidaridad se convierte en un tropo necesariamente ciego a la estructura retórica que lo hace posible. Esta ceguera solo será exacerbada si la crítica literaria insiste en sustituir la reflexión sobre la derrota por un simple panegírico triunfante de una supuesta transparencia subalterna del testimonio.
4. La alegoría como fin epocal de lo mágico.
Además del retorno al naturalismo y los testimonios, la narrativa escrita bajo dictadura vio una proliferación de grandiosas máquinas alegóricas que intentaban elaborar mecanismos de representación de una catástrofe que parecía irrepresentable. Retratando países ficcionales aterrorizados por tiranos sangrientos, pequeños pueblos imaginarios ocupados por invasores inicuos o animales misteriosos y terroríficos, misas negras repletas de alusiones satánicas y cuerpos sacrificiales, entre otras variantes, esta literatura nos confronta a varias réplicas del Yoknapatawa County faulkeneriano o del Macondo de García Márquez: Hualacato en El vuelo del tigre, del argentino Daniel Moyano; Marulanda en Casa de campo, del chileno José Donoso, Manarairema en A Hora dos Ruminantes, del brasileño José J. Veiga, por nombrar aquéllos que serán aquí objeto de un breve análisis. Estas novelas son microcosmos textuales de una totalidad que ahora sólo se podía evocar de forma alegórica: en general, retratan un cierto intervalo, un período circunscrito en que la historia se suspende, y el tiempo secular, progresivo, da lugar a experiencias que parecen eternalizadas, desprovistas de progresión, como si el orden reinante no fuera otro que el de la naturaleza. La alegoría sería ese “extraño entrecruzamiento [Verschränkung] de naturaleza e historia” en la que ésta se representa como “paisaje primordial petrificado”,[111] es decir, como historia natural. “Naturaleza” aquí, sin embargo, no representa la exuberancia trascendente que hizo famosa el Romanticismo, sino más bien un proceso inmanente de putrefacción: “A los escritores barrocos ... la naturaleza no se les aparecía [erscheint] en capullo y floración, sino en la sobremaduración y decaimiento de sus creaciones. En la naturaleza veían lo eterno transitorio, y sólo aquí reconocía [erkannte] la historia la visión saturnina de esta generación”.[112]
“Lo eterno transitorio” es el oxímoron benjaminiano que apunta hacia ese interludio en que la historia se suspende y es contemplada en la cristalización de sus ruinas. La naturaleza se convierte aquí en emblema de la muerte y la decadencia, una manera de relatar una historia que ya no puede ser concebida como una totalidad positiva. “En el semblante de la naturaleza se deja leer ‘historia’, en inscripción sígnica [Zeichenschrift] de lo transitorio. La fisionomía alegórica de la historia natural, puesta en escena en el drama lutilúdico barroco [Trauerspiel] se encuentra en la realidad presente en cuanto ruina”.[113] La alegoría sería entonces una forma desesperada, la expresión estética misma de la desesperanza. El florecimiento de la alegoría en tiempos de reacción política nada tendría que ver con la difundida explicación de que para escapar a la censura la literatura construiría formas “alegóricas” de decir cosas que en otras condiciones se podrían expresar “directamente”.[114] La alegoría es la faz estética de la derrota política - véase la relación entre el barroco y la contrarreforma, la poesía alegórica de Baudelaire y el Segundo Imperio, la valencia actual de la alegoría en la posmodernidad - no gracias a algún agente extrínseco, controlador, sino porque las imágenes petrificadas de las ruinas, en su inmanencia, conllevan la única posibilidad de narrar la derrota. Las ruinas serían la única materia prima que la alegoría tiene a su disposición.
Se trata aquí de enfatizar la ruptura que presupone la alegoría con los modos de representación basados en ciertos efectos “maravillosos”, “mágicos”, o “fantásticos”. A diferencia del realismo mágico, donde la irrupción del elemento insólito tiene lugar dentro de un universo miméticamente creíble (poniendo así en escena la confrontación entre lógicas opuestas que es la traza definidora del género), en las fábulas alegóricas el texto hace saber al lector, desde el principio, que se encuentra en un lugar otro. No hay, por lo tanto, ninguna irrupción de lo inesperado o de lo mágico en las novelas alegóricas. En este respecto se asemejan más a la tradición oral de las parábolas, en que las reglas de verosimilitud no son violadas dentro del cuento, sino más bien puestas en suspensión a priori, como requisito para el desarrollo mismo de la historia. Sólo suspendiendo la verosimilitud pueden ellas preparar el escenario para narrar la monstruosidad que es su objeto. La verosimilitud debe ser previamente suspendida porque el texto no soporta el conflicto entre lógicas opuestas, concepciones opuestas de verosimilitud, que es la marca de lo real maravilloso o de lo fantástico. Como se verá, la alegoría tiene lugar cuando lo siniestro y lo insólito, el elemento unheimlich identificado modernamente con lo mágico, se ha vuelto, él mismo, heimlich: familiar, previsible, en efecto inevitable.
El vuelo del tigre, de Daniel Moyano, comenzada en Argentina y terminada durante el exilio español del autor, relata la historia de la ocupación de Hualacato por “los Percusionistas”, de los que el lector no sabe nada más que las reglas que imponen sobre la familia de los Aballay. En uno de los múltiples paralelismos entre la fábula de Hualacuato y la historia de Argentina, el narrador afirma que “No es la primera vez que vienen. En cuarenta años el viejo los ha visto llegar en caballos, en camiones, siempre de noche”.[115] Los Percusionistas toman las calles, imponen ley marcial y designan un “salvador” para cada casa. El texto pasa a describir la situación de los Aballay bajo Nabú, su “salvador”: todo el miedo, los interrogatorios, la confiscación de cartas y fotografías, las palabras prohibidas. Se fuerza a la familia a ocultar su relación con Cachimba, quien había estado casado con una de las tías de la familia y ahora era buscado por los ocupantes Percusionistas. Moyano introduce así el tema de la denegación: “nosotros no tenemos la culpa de que ella sea la mujer del Cachimba. Eso es un asunto suyo. Nosotros podemos ser amigos o parientes de Avelina pero no del Cachimba. Me lo presentó una vez y nunca más lo ví” (51). La buena conducta de la familia les vale una reclasificación en el ranking de los invasores: “ésta no es, aparentemente, una familia peligrosa, como se pensó al principio y como tal fue considerada. Catalogada ahora como sospechosa simplemente, se suponen algunos cambios sustanciales”. (95). Luego se permite a los Aballay dar su primer paseo fuera, tras meses durante los cuales habían olvidado la luz del sol. La familia está, también, a pesar de la apariencia de sumisión, planeando una resistencia secreta. Se inventa un nuevo lenguaje basado en el ruido producido con cucharas y se convoca a los animales a trabajar como mensajeros para los miembros de la resistencia. El momento crucial ocurre en el momento en que la familia observa el itinerario repetitivo de los pájaros: su vuelo parece girar en torno a un solo eje, un solo punto que empieza a parecer dotado de una cualidad mágica. La comunicación mística que sigue entre humanos y pájaros garantiza la liberación de Hualacato, cuando la familia provee a los pájaros el material necesario para la “casa de la vida”, una fortaleza en que la muerte no podría entrar, y donde los Percusionistas serían definitivamente derrotados. Tras la revolución, la gente de Hualacato comienza a emerger de las prisiones y escondrijos subterráneos, contando los muertos y contemplando el escenario postcatástrofe.
Un motivo semejante atraviesa Casa de campo, de José Donoso, una de las más ambiciosas novelas alegóricas latinoamericanas de las últimas décadas. La imponente obra de Donoso marca una ruptura con su producción anterior de carácter costumbrista, ruptura, por otra parte, ya observable en El obsceno pájaro de la noche. Tomando distancia del enfoque psicologista de ésta última, Casa de campo diseña personajes desprovistos de toda interioridad, reducidos a piezas en el mapa de una relación de fuerzas. Como indicaba Donoso al final de la novela, el mismo período de su composición se deja leer alegóricamente: empezada “el 18 de septiembre de 1973” (es decir, una semana después del golpe) y “terminada el 19 de junio de 1978”, Casa de campo es el intento definitivo, por un novelista no tradicionalmente considerado muy político, de elaborar el trastorno sufrido por Chile durante los setenta. El texto invita a una verdadera tabla de equivalencias con la trayectoria de Chile desde Allende a Pinochet. La casa a la que alude el título pertenece a los Ventura, cuya opulencia material se basa en la expropiación del oro de los “nativos”, con propósitos de comercio con “extranjeros” todopoderosos, fácilmente indentificables, a través de varias pistas dadas en el texto, con el capital multinacional. Los Ventura imponen un dominio tiránico sobre la casa, delegando a los sirvientes “la facultad para organizar redes de espionaje y sistemas de castigo con que imponer las leyes”.[116] Los sirvientes actúan al servicio del poder económico de los adultos, como instrumento armado de la represión, invitando así asociaciones con los militares en las dictaduras latinoamericanas. Las víctimas de tal violencia son mayoritariamente los niños, desprovistos de todo poder de decisión, así como los nativos, productores de la riqueza material de los Ventura. Las ambigüedades políticas de la familia se reflejan en la estructura laberíntica de la casa: la planta baja, los salones y parques acogen los rituales públicos, hipócritas y aparentemente democráticos, mientras que las negociaciones secretas y las deliberaciones tienen lugar en los sótanos y en los dormitorios de los adultos. La acción se divide en dos partes: “La partida”, que narra el viaje de los adultos a la ciudad, durante el cual los niños, aliados con los nativos, se rebelan contra la dominación y hacen a Adriano Gomara, el único adulto aliado (y figura fantasmal de Salvador Allende a lo largo de la novela), el nuevo líder. Se quitan las barreras protectoras, se invita a entrar a los nativos, se toman medidas igualitarias, sólo para ver, sin embargo, a los adultos regresar en la segunda parte (“El regreso”) e imponer una dictadura feroz sobre niños y nativos. Al mismo tiempo los adultos servilmente se someten a los “extranjeros”, que habían venido a comprar y tomar posesión de la casa. La ausencia de los adultos dura, según los niños y los nativos, un año; de acuerdo con los adultos, sólo un día, en una polémica que tiene una interesante réplica histórica en la pelea acerca de la significación y legado del gobierno de Allende. Casa de campo, a diferencia de El vuelo del tigre, no termina con un asalto revolucionario, sino con la casa invadida por hierbas y semillas, que vuelven el aire irrespirable y arrojan tanto a los adultos como a los niños al suelo, dejando una caótica imagen final de destrucción.
La tercera y última máquina alegórica de la cual brevemente se tratará aquí, A Hora dos Ruminantes, de José J. Veiga, fue escrita inmediatamente tras el golpe de estado brasileño. Un poco como en El vuelo del tigre, de Moyano, los habitantes del pueblo imaginario de Veiga, Manarairema, se despiertan un día y notan un gran campamento junto al río. Puesto que los forasteros nunca vienen al pueblo a hacer compras, no parecen interesados en hacer amigos y no respetan ninguna de las reglas de cortesía criolla, la gente del pueblo empieza a inquietarse por su presencia. En los raros contactos con los extranjeros, los locales se sorprenden por su descortesía y desprecio. Las conversaciones empiezan a ocuparse de la autosuficiencia desafiante de esos invasores, que no parecían necesitar al pueblo para nada, pero no se iban. Algunos de los hombres más valientes del pueblo gradualmente se transforman en vergonzosos criados en presencia de los de fuera. Durante su estancia en Manarairema el pueblo sufre dos invasiones catastróficas y surreales, la primera de perros y la segunda de bueyes. La población se aterroriza primero cuando el pueblo se llena de incontables perros hambrientos, todos ellos originarios del campamento de los extranjeros. Los perros ponen la ciudad cabeza abajo, cazando y matando pollos, asustando a la gente para fuera de sus casas, haciendo sus necesidades en cualquier parte, etc. Aquí, como en la actitud vergonzosa de los nativos hacia los forasteros, Veiga pone otra vez el énfasis en la relación entre el miedo y la complicidad:
Pero al ver que los perros no tenían prisa por irse, el pueblo comenzó a cambiar de actitud. Las porras, la correas, las escopetas iban siendo escondidos y sustituidos por tentativas de cariños, buenas palabras y ofrecimientos de comida ... si una criatura desavisada agarraba un látigo preparado por el padre y amenazaba a un perro más atrevido, era inmediatamente parado y castigado con el mismo látigo. La orden era respetar a los perros ... si un perro se aproximaba a una fuente, no faltaba quien corriera con las manos en forma de copa para evitarle al perro la inconveniencia de beber de la fuente (36-7).[117]
Cuando los perros se van es hora de tragarse la humillación, fingir que nada ha pasado y abrazar el olvido: “nadie quería hablar de los perros; pero el recuerdo de ellos estaba en todas partes” (38). Con la segunda invasión el pueblo queda prácticamente destruido. Miles de bueyes aparecen como de la nada, atascando las calles, la iglesia, llenando las carreteras hasta los pueblos vecinos e impidiendo que la población salga de sus casas: “cuando una ventana era abierta no se la podía ya cerrar, no había fuerza que pudiera tirar de aquella masa elástica de cuernos, cabezas y pescuezos que habían ocupado el espacio” (84). La ocupación parece durar una eternidad: muchos habitantes del pueblo se mueren de hambre, mientras otros mueren en el intento de llegar a casas de familiares andando sobre las espaldas de los bueyes. Tras una larga estancia los bueyes desaparecen del mismo modo que vinieron, y los sobrevivientes se juntan, eufóricos con las noticias pero completamente incapaces de reconstruir un pueblo lleno de barro y excrementos. Encienden una hoguera en la cima de una colina y miran incrédulamente al paisaje desolado. Alguien les informa que también los extranjeros se han ido.
Las tres novelas nos retrotraen al inmenso problema de la alegoría. La primera observación crucial que hay que hacer tras leer estas representaciones alegóricas de la dictadura (y las décadas recientes han testimoniado una verdadera proliferación de ellas)[118] es que la antigua confrontación mágico-realista entre una visión de mundo subalterna, “maravillosa”, y el lugar de enunciación moderno o secular desde el que esa subalternidad precapitalista era representada (o, mejor aún, la sumisión de la primera a la segunda) ha desaparecido. En otras palabras, el efecto mágico en Asturias, García Márquez, o el Carpentier de El reino de este mundo, o incluso el elemento fantástico en Cortázar, surgían de alguna instancia irreductible al mundo moderno del capitalismo, de la separación de esferas y de la racionalización, sea la calidad seductora de las cosmogonías indígenas o precapitalistas en lo real maravilloso o mágico, sea, en lo fantástico, la singular epifanía estética que desautomatizaba la repetición insoportable de la atrofiada experiencia moderna. Los realismos mágico y fantástico dependían, entonces, para su efecto, del conflicto, o al menos de la yuxtaposición, de dos lógicas irreconciliables. En el caso de las sociedades más rurales en que floreció el realismo mágico de estirpe asturiana, este conflicto era prontamente reconocible como el de dos modos de producción: un aparato narrativo ya modernizado luchaba con un material folklórico o cosmogónico que no se dejaba incorporar a dicho aparato sin una previa domesticación, subyugación constitutiva de ningún modo desprovista de violencia. El realismo mágico fue siempre, desde Leyendas de Guatemala hasta Cien años de soledad y La casa de los espíritus, inseparable del acto de demonización de culturas subalternas (lugar subalterno que en la novela de Allende es ocupado por el significante “mujer”) llevado a cabo desde el punto de vista de formas capitalistas modernas que las tragaban, el ejemplo prototípico aquí siendo la sumisión del tiempo circular y mítico de la anécdota al tiempo lineal, progresivo, de la escritura en Cien años de soledad. Hay que mantener en mente esa sumisión constitutiva de lo premoderno a lo moderno en el realismo mágico, especialmente cuando uno maneja una bibliografía crítica que aún lee el realismo mágico como el realismo mágico se leía a sí mismo, celebrando su “subversión” del “racionalismo occidental”, su “apertura a la diversidad”, cuando no proponiéndolo abiertamente como la suma de la identidad latinoamericana.[119] En el caso de las sociedades rioplatenses, más urbanas, el realismo mágico sintomáticamente nunca estableció una tradición. El género análogo allí sería lo fantástico, donde invariablemente se emblematizaba otro conflicto, observable en Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y Julio Cortázar: el tema más típicamente vanguardista de la alienación e impotencia ante una realidad mercantilizada, contrarrestadas por el papel singular de la experiencia artística como fuente de ostranenia, ese efímero vistazo a a la imagen utópica de un mundo redimido. En Brasil, donde lo fantástico y lo mágico no fueron tendencias literarias dominantes, aflora, sin embargo, un conflicto entre lógicas opuestas a lo largo de la tradición moderna, desde el Macunaíma, de Mário de Andrade (donde el ai, que preguiça! del antihéroe negaba el mundo del trabajo racionalizado como un flâneur tropical) a las conciencias atormentadas de los personajes de Clarice Lispector, todavía capaces de encontrar en la contemplación de objetos cotidianos (como la cucaracha en A Paixão Segundo G.H.) una iluminación epifánica que pudiera reordenar una experiencia reificada.
Estos conflictos se desvanecen en las alegorías que proliferan bajo dictadura. La confrontación de órdenes opuestos da lugar a un sepultamiento total de la lógica alternativa, ya sea cosmogónico-precapitalista, ya sea estético-epifánica, por la racionalidad de las tiranías retratadas. El locus de enunciación desde el que se cuenta la historia ha, él mismo, caído en la inmanencia del material narrado, de tal modo que la aterradora totalidad permanece indescifrable a lo largo de la novela, irreductible a un principio explicativo, tanto para el narrador o el lector como para los anonadados personajes. Estas alegorías nos presentan, por tanto, un mundo desprovisto de todo afuera, donde el fundamento último se ha hecho invisible. No por casualidad, todas ellas tienen lugar dentro de un espacio circunscrito: una casa, un pueblo o una república imaginaria, imágenes de la petrificación de la historia característica de toda alegoría. Mas allá de los muros alegóricos, puede existir un dominio o una lógica alternativa, pero ese espacio se ha vuelto innarrable. El lenguaje de la derrota sólo puede narrar la radical inmanencia de la derrota.
La historia se presenta en esas alegorías como proceso absolutamente des-trascendentalizado, en el cual ya no se puede atribuir hecho alguno a la acción de una conciencia o sujeto. El orden en que se transita revela tal arbitrariedad o gratuidad que viene a ser asociado, intra y extradiegéticamente, con la naturaleza misma. Los bueyes vienen y se van por ninguna razón en A Hora dos Ruminantes, los adultos defienden un orden sobre el cual no ejercen ningún control en Casa de campo. Es casi como si los opresores fueran tan accidentales al marco de la dominación como los oprimidos, ambos superfluos ante el desarrollo de una pesadilla que parece operar de acuerdo a sus propias reglas inmanentes, como una ley gravitacional o atracción magnética. Inescapable, inexplicable e inatribuible a cualquier principio trascendental, la derrota surge, en estos textos, como una experiencia irreductible. Mientras que en una poética simbólica la inmanencia del acontecimiento era siempre recuperable desde un principio ontológico, la alegoría desafía toda trascendentalización, es decir toda interpretación: “la interpretación alegórica es entonces, fundamentalmente, una operación interpretativa que comienza por reconocer la imposibilidad de la interpretación en el sentido antiguo, y por incluir esa imposibilidad en sus propios movimientos provisionales o incluso aleatorios”.[120]
La alegoría se arrastra, entonces, en la inmanencia. Si la llegada de las dictaduras y la consiguiente transición del Estado al Mercado son coextensivas a la decadencia del boom (el fin de la posibilidad de una sustitución compensatoria de la política por la estética), la emergencia de esas máquinas alegóricas que intentan elaborar la catástrofe dictatorial también sería coextensiva a la decadencia definitiva de las poéticas mágico-realista y fantástico-realista en América Latina. Mientras que éstas últimas hicieron del símbolo el principio de unificación por el cual la dispersión de los hechos podía ser recogida y alzada por una clave maestra (de ahí todas la metáforas de identidad nacional o continental en el boom), el fin de la posibilidad de un capitalismo independiente, autosostenido nacionalmente, el paso al horizonte planetario del Mercado bajo las dictaduras, la sumisión de todos los enclaves pre-modernos a la lógica del capital global (del tal manera que esos enclaves pueden continuar existiendo, pero ahora producen valor para el movimiento desigual y combinado del capital, más que formas alternativas de valor) coinciden con la primacía de lo alegórico. Si el principio fundamental se ha hecho invisible, si uno ya no puede historizar un mapa que ha cubierto todo el territorio (como en el célebre cuento de Borges, él mismo una anticipación alegórica de la actual pesadilla), la totalidad infisurada del símbolo dará lugar a la vacilación fragmentaria de la alegoría. Mientras que el boom narraba el singular poder de la literatura para presentar una síntesis nacional o continental, las alegorías de la dictadura no narran otra cosa que su impotencia en leer su objeto. Dicha impotencia no está, empero, desprovista de sentido, y debe ser ella misma alegorizada, es decir, leída como ruina de una perdida, imposible totalidad. Si aún en 1982 se escribían novelas mágico-realistas clásicas como La casa de los espíritus, de Isabel Allende (o incluso después, con los melodramas mágicos de Laura Esquivel), ya se dejaba entrever en esos textos el hecho de que el realismo mágico sólo puede ser leído hoy como resquicio kitsch, altamente ideologizado, de un modo de representación cuyo suelo histórico se ha erosionado, y que debe ahora necesariamente recurrir a clichés sentimentales, reactivos, a menudo reaccionarios.[121]
Es, para resumir, en la relación con el otro, o con el afuera, que el contraste entre lo alegórico y lo mágico se hace irreductible. El realismo mágico, pese a su larga historia de apelaciones a una originalidad o diferencia latinoamericana, tiene firmes raíces en el giro etnográfico de la vanguardia europea, específicamente del surrealismo. Los dos nombres centrales en la formulación de la estética maravillosa / mágica, Miguel Angel Asturias y Alejo Carpentier, produjeron sus primeras obras en diálogo con la vanguardia francesa, durante y después de largas estancias en París. No se trata, obviamente, de preguntarse hasta qué punto sería el realismo mágico un fenómeno “genuinamente” latinoamericano - un falso problema, desde luego - sino de observar cuánto compartió él en las condiciones de posibilidad de lo que James Clifford ha llamado “surrealismo etnográfico”, o sea, el hecho de que “las sociedades ‘primitivas’ del planeta se hicieron crecientemente disponibles como recurso estético, cosmológico, o científico”.[122] En cuanto otredad respecto a lo que la vanguardia percibía como “la razón occidental”, dichas sociedades se transformaron en material ficcionable precisamente como signos de un afuera. El realismo mágico se haría cargo de narrar ese afuera y extraer de él su efecto mágico. Tal proyecto conllevaba un doble movimiento: las cosmogonías precapitalistas tenían que ser lo suficientemente otrificables como para garantizar dicho efecto, pero también familiares lo suficiente como para ser narrables en el lenguaje de la vanguardia occidental. El realismo mágico por tanto se definía en relación a un afuera - sin afuera no hay realismo mágico - pero tal afuera debía, necesariamente, ser incorporado, demonizado, apropiado y conjurado. En esta dialéctica entre incorporación y otrificación encontró el realismo mágico su especificidad histórica.
Para las alegorías (post)dictatoriales tal afuera se ha vuelto inenarrable. Toda alteridad, todo principio alternativo u opositor, se ha hecho predecible al punto de transformarse en un momento del despliegue del mismo orden tiránico. En una palabra, dicha tiranía histórica se nos surge como historia natural. Con el efecto mágico ya vaciado, el acontecimiento alegórico necesita arrastrarse en la inmanencia de su propia facticidad, irremisible a un afuera que le pudiera conferir un principio semántico organizador, final. ¿Habrá un más allá de Hualacato, Marulanda, y Manarairema en las tres novelas analizadas arriba? ¿Habrá un orden alternativo? ¿Una fuente de resistencia? Tal espacio se ha hecho inabarcable por las novelas, puesto que su propio principio de verosimilitud no trasciende, no puede sino ser coextensivo al espacio microcósmico de las ciudades imaginarias. Ante la imposibilidad de que el texto incorpore cualquier otro principio de verosimilitud, se concluye la lectura con la sensación de fracaso que es la otra marca inconfundible de la alegoría: la verdadera historia no se ha narrado, el otro al cual alude la alegoría - allos-agoreuein, en griego: “hablar otramente” - permanece indecible. En la alegoría el afuera no es, por lo tanto, incorporado, domesticado y conjurado, como en el realismo mágico, sino mantenido en tanto afuera radical, innombrable. Paradójicamente, entonces, al circunscribir un mundo desprovisto de cualquier alteridad, el texto alegórico preserva un afuera - lo preserva a costa de ser incapaz de nombrarlo.
5. La disolución de la universidad en la universalidad del mercado
En este apartado se tratará de observar dicho proceso de inmanentización en el pasaje de la universidad moderna, productora de ideólogos e intelectuales, a la universidad posmoderna, reducida a la formación de técnicos. Mientras que la universidad moderna - cuya emergencia fue documentada e impulsada en textos de Kant, Schelling, Fichte, Schleiermacher y Humboldt, escritos en la ocasión de la fundación de la Universidad de Berlín[123] - podía asignar un lugar para la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de todo saber, el fundamento último no fundamentado, él mismo, por ningún otro (lugar ocupado, en el proyecto kantiano, por la Facultad de Filosofía), las transformaciones contemporáneas en la producción del conocimiento parecieran sugerir que tal reflexión ya no es posible. El principio fundamental sería hoy, en medio de tecnosuperficies sin espesor histórico, ya irrecuperable para el saber. En este sentido el fin de la filosofía como pensamiento del fundamento último coincidiría con el fin de la universidad en su sentido moderno. La imposibilidad de un pensamiento fundacional explicaría nuestro paso del moderno “entusiasmo” - definido por Kant como el “síntoma que prevé, demuestra y recuerda la disposición moral de la humanidad hacia el progreso” - al aburrimiento posmoderno. “Caída en la inmanencia de quehaceres rutinarios, descreídos de cualquier narración que los articule otorgándoles espesor de sentido y de futuro”,[124] en la universidad de hoy en día ya no se puede plantear la pregunta kantiana: ¿Qué es la Ilustración? ¿Qué es el presente? “Nuestro intento de teorizar la ‘actualidad’ de la universidad, en el sentido de hacer visibles sus condiciones invisibles, estaría caracterizado por la impotencia lingüística y categorial”.[125] La imposibilidad de plantear la pregunta kantiana no indica entonces el fin de ciertas categorías, de algún modo reemplazables por otras, más adecuadas, sino el ocaso de lo categorial sin más.
Tal transformación sería coextensiva a la transición al capitalismo transnacional en su momento telemático, planetario, inescapable. La eliminación de toda coexistencia de modos de producción conllevaría, junto con la disolución de lo que solíamos llamar irracionalidad (un producto de la presencia yuxtapuesta de formas capitalistas y precapitalistas), el desplome de los puntos de apoyo que nos permitían pensar los fundamentos de la propia racionalidad. Mantengamos, siguiendo a Jameson, el nombre de “posmodernidad” como designación catacrética de este horizonte epocal. Si la racionalidad moderna se constituye a través una llamada a la universalidad - la cual, de más está decirlo, provee a la universidad moderna su suelo fundante - la persistencia de rincones no mercantilizados, no reificados, representaba el apalancamiento posible para toda crítica - modernamente formulada - de esa misma racionalidad, incluido el ilustre develamiento adorno-horkheimiano de la dialéctica de la ilustración. En un momento en que la mercantilización llega a un estadio verdaderamente universal, el sostén mismo de esa universalidad se vuelve impensable, por la ausencia de un afuera desde donde su diseño se dejara vislumbrar.[126] Desposeída de su principio constitutivo, la universidad presenciaría su completa saturación por el mercado, su metamorfosis en escuela técnica, su “disolución en la facticidad telemática”.[127]
En Latinoamérica la transición epocal realizada por las dictaduras marca este pasaje a un horizonte poscrítico, post-kantiano. ¿Cuáles serían - cabe preguntar - las especificidades de dicha transición en un continente donde la universidad siempre se ha asociado estrechamente al estado, especialmente si se tiene en cuenta que ese estado es hoy poco más que un pieza en la operación del capital? ¿Si se tiene en cuenta que los estados latinoamericanos modernos, liberales o populistas, históricamente responsables de la regulación, disciplinamiento e instrumentalización del saber producido en la universidad, han dado lugar a la realidad de un mercado post-estatal? La coincidencia histórica entre posmodernidad y postdictadura en gran parte de América Latina no sería, desde luego, gratuita o accidental. La posmodernidad latinoamericana es postdictatorial - la transición continental al horizonte posmoderno la llevan a cabo las dictaduras - porque los estados modernos latinoamericanos, nacional-populistas o nacional-liberales, no podían - o no pudieron - abrir el camino a la tercera fase del capital; eran, ellos mismos, sus futuras víctimas. Sólo la tecnocracia militar estaba cualificada, a ojos de las clases gobernantes locales, para purgar el cuerpo social de todos los elementos resistentes a esta reconfiguración. Lo resumió sucintamente Eduardo Galeano: “En Uruguay, se torturó a la gente para que los precios pudieran ser libres”.[128] Por supuesto, no sólo en Uruguay.
¿Qué implicaría ello para la universidad? Si la universidad liberal-populista pudo representar para las clases medias alguna esperanza realista de ascenso social e incorporación al sector letrado de las élites, la universidad de hoy día forma principalmente una especie impensable hace treinta años: el experto proletario. Junto con la tecnificación del conocimiento, la universidad presencia la tecnificación de sus profesionales y el borramiento tendencial de la diferencia que los separaba de los llamados trabajadores manuales. Con la rutinización y burocratización de lo que se solía llamar trabajo intelectual - un producto de la crisis de la posibilidad de plantear la pregunta por el fundamento del saber - en el capitalismo de hoy queda muy poco de la autoreflexividad que acostumbraba diferenciar las labores manual e intelectual. La evaporación de dicho diferendo se nutre de, y a su vez refuerza, la pérdida de status social, económico y discursivo de la figura que un día se conoció como intelectual. En el contexto latinoamericano la transición dictatorial implica, de forma llana y simple, el fin de la universidad como medio de ascenso social. En lugar de arquitectos, doctores, abogados y dentistas autónomos, uno tiene ahora asalariados a quienes se impide estructuralmente tener alguna ilusión de que las leyes de “la libre competencia” puedan tener alguna recompensa reservada para el trabajador más dedicado. Irónica coronación del apoyo dado por las clases medias a los golpes militares, apoyo basado, fundamentalmente, en la esperanza de ascensión social mediada por la universidad. La ceguera histórica de los sectores medios les impidió ver, desde luego, que el principal beneficiario de los golpes serían oligopolios trasnacionales cuya consolidación exigía la eliminación de esa misma posibilidad.
La transición del Estado al Mercado conllevaría, entonces, una transición análoga en la universidad: de la vieja universidad humanista a la universidad tecnocrática, productora de asalariados. En los estados nacional-populista y nacional-liberal, la universidad vino a ser un lugar privilegiado en que se formaba la fracción letrada de la élite encargada de los aparatos jurídico y ejecutivo, elaboradora de modelos de reproducción ideológica, administradora de conflictos intra e interclasistas. La universidad liberal-populista, en cuanto espacio de formación de la élite pensante, constituía, para hablar con Althusser, un aparato ideológico de estado por excelencia, el marco althusseriano instancia, él mismo, de una reflexión moderna sobre el estado.[129] Lejos de ser homogénea y ciertamente permeable a presiones democratizantes, como cualquier otro aparato estatal, la universidad en América Latina fue siempre, sin embargo, inseparable de la historia de la constitución de cuerpos de saber al servicio de la hegemonía de clase. Ya en la fundación de la Universidad de Chile, Andrés Bello formulaba la “república de las letras” como ejemplo moral y disciplinario que proveía “la estructura necesaria para la sociabilidad racionalizada, para la formación del ciudadano”.[130] Contemporáneamente a la emergencia de un campo intelectual autónomo durante el período de consolidación de los estados nacionales, la universidad se convertiría tanto en productora del saber profesional ligado a la racionalización y la modernización del cuerpo social como en terreno en que una afirmación reactiva de valores “espirituales” y “desinteresados” emanaría de las humanidades. El entendimiento esteticista de la “cultura” (palabra omnipresente en los ensayistas literarios de 1900), propio de una América Latina telúrica, se retrotrae a esa encrucijada. Dicha oposición representa la base misma de una genealogía crítica del latinoamericanismo tal como lo conocemos hoy (genealogía, en gran medida, todavía por llevarse a cabo).[131] La cultura asumiría el papel de fuerza regulativa y moderadora, una barricada de preservación contra los vientos de la modernización industrial. La retórica “espiritualista” que barrió las letras latinoamericanas durante las dos primeras décadas del siglo XX no estuvo, desde luego, exenta de contradicciones de clase: “mediante la educación, los ensayistas refuncionalizan las retóricas literarias, normativas, contra el ‘caos’ social y la masificación, reclamando para la disciplina de las humanidades un lugar rector en la administración y control de un mundo donde proliferaba una nueva forma de la ‘barbarie’: la ‘masa’ obrera”.[132]
Si es cierto que esa estructura elitista fue sacudida por la reforma universitaria de 1918, que en sus momentos más radicales forzó al aparato educacional a concesiones de otra forma no obtenibles, las demandas reformistas fueron gradualmente absorbidas en el proceso de modernización de la universidad. Para las humanidades y específicamente para la literatura, los papeles asociados con la elocuencia, la disciplina y la ciudadanía (Bello), la oposición culturalista a la modernización (Rodó, Rojas) y la protección de la lengua materna contra la anarquía lingüística obrero-inmigrante (Rojas, Lugones) se habían vuelto flagrantemente anacrónicas. En diversos ritmos en diferentes latitudes, la modernización educacional haría de la universidad latinoamericana, fundamentalmente, un aparato de producción de ideólogos (políticos, legisladores, moralistas, administradores, etc.). Sistemáticamente absorbido por el aparato estatal (como en Brasil o México) o no (como en Argentina), y con variable rentabilidad para la producción social de hegemonía - en Argentina el peronismo, el radicalismo y obviamente las dictaduras gobernarían sin gran recurso a mediaciones discursivas universitarias - el ideólogo sería el producto por excelencia de la universidad moderna en América Latina.
Sin embargo, habría que considerar la fisura moderna que permitió a la universidad formar no sólo ideólogos, sino también intelectuales. Se trata de dos categorías que se entrecruzan y se contaminan, pero que designan dos dimensiones mutuamente insubsumibles del saber moderno. La modernización de la estructura educacional, en conformidad con los intereses de la burguesía liberal (pero también conquistada con las luchas de 1918, que a menudo lograron concesiones no obtenibles de otro modo) trajo consigo un cambio significativo en el perfil social del estudiante universitario. Al ganar acceso a la universidad la clase media y, en menor medida, la trabajadora, el aparato de reproducción ideológica evolucionó hacia un terreno en que ya se formulaban universitariamente proyectos contrahegemónicos, ya emergían chispas de una contrarracionalidad. La misma universidad que produjo a Roberto Campos creó también a Florestan Fernandes. La misma profesionalización de la labor intelectual, prerrequisito de la modernización del aparato institucional del saber, intensificaría la contradicción entre la función ideológica de la universidad y su productividad real para el capitalismo latinoamericano, ya limitada en el momento desarrollista. El período inmediatamente anterior a la debacle de los estados liberales y populistas con las dictaduras presenciaría el despliegue definitivo de esta contradicción. En la medida en que los roles estético, moral y jurídico asociados a los humanistas de antaño se volvían anacrónicos, y el mercado ya no ofrecía posiciones de liderazgo político, o ni siquiera estabilidad económica, a los egresados de la universidad, una fracción significativa de los sectores letrados (ya no de origen exclusivamente burgués) se movía hacia la crítica intelectual en el sentido estricto de la palabra.
Este desplazamiento coincidió con la contradicción estructural entre, por un lado, una universidad establecida para formar ideólogos humanistas y moralistas, es decir, funcionarios que siempre habían disfrutado posiciones de liderazgo y, por otro, el desarrollo de un modo de producción que cada vez más prescindía de esas figuras, provocaba su proletarización y los situaba bajo el impacto de sectores más pobres que ganaban acceso al aparato educacional. La lucha alrededor de las implicaciones sociales del saber en la fase nacional-desarrollista del capitalismo latinoamericano se jugaría en esa compleja dialéctica entre ideólogos e intelectuales. A diferencia de los ideólogos, los intelectuales forzosamente piensan la totalidad del tejido social, las condiciones últimas de posibilidad, los principios fundamentales; de ahí el carácter del intelectual como figura moderna por excelencia. Como Beatriz Sarlo ha señalado, el requisito para la existencia del intelectual es que no haya una separación absoluta entre la normatividad general y la normatividad de un campo específico.[133] El intelectual no está circunscrito por ningún campo de especialización, puesto que la mera asignación de campos particulares de especialización a ciertas clases de individuos presupone una división previa del saber, la cual es el objeto mismo de la crítica intelectual. La existencia de los intelectuales está ligada, entonces, a la posibilidad de plantear la interrogación kantiana, crítica, acerca del suelo último. La obnubilación de la pregunta kantiana coincidiría, por consiguiente, con la decadencia de la figura del intelectual, ahora forzado a escoger entre la especialización académica meramente técnica, instrumental, y una existencia vegetativa en esferas públicas donde su actividad crítica ha sido reducida a una opinión que no hace diferencia cualitativa en el menú potencialmente infinito de diferencias del mercado.
La presente configuración del saber representa, por tanto, el cierre del efímero ciclo histórico en el cual la actividad intelectual - en el sentido kantiano, trascendental definido arriba - pareciera haber sido compatible con el compromiso profesional con la universidad. La profesionalización del aparato educacional que sigue la Reforma Universitaria de 1918, de hecho, abre un período en que el intelectual se volvería inseparable del aparato universitario. Mientras que en la vieja sociedad agro-exportadora había sido concebible para, digamos, Mário de Andrade o Alfonso Reyes, todavía en los años veinte y treinta, intervenir en la esfera pública como intelectuales no inmediatamente legitimados por un saber producido en el aparato educacional, el desarrollismo eliminaría todo margen divisorio entre la intelligentsia y la universidad; cerraría, en otras palabras, el ciclo de los autodidactas eruditos. En el momento en que surge en Argentina una revista clave como Contorno, todos sus miembros - lo más innovador del pensamiento argentino en aquel momento: Noé Jitrik, Sebreli, Ismael y David Viñas, Adolfo Prieto, etc. - ya estaban completamente inscritos dentro de una estructura discursiva profesionalizada. No les impidió ello, obviamente, operar fuera de las estructuras universitarias - y con gran impacto-, pero la creciente especialización sí implicaba que las reglas que gobernaban la producción discursiva habían cambiado. Los intelectuales hablaban ahora con el apoyo de un conocimiento formalizado producido dentro de un mapa disciplinario ya modernizado. Los contornistas todavía eran intelectuales en el sentido estricto: pensadores de la totalidad, proponentes de un proyecto político, figuras de la esfera pública, develadores de dogmas. Pero la intervención intelectual dependía ahora de la competencia y reconocimiento dentro de un campo especializado del saber. El intelectual tenía que ser también un experto.
Nuestra hipótesis aquí es que la transición dictatorial del Estado al Mercado ha representado la victoria definitiva del experto sobre el intelectual:
Durante décadas, los expertos coexistieron con los intelectuales de viejo tipo: unos desconfiaban, con razón, de los otros. Hoy la batalla parece ganada por los expertos: nunca se presentan como portadores de valores generales que trasciendan la esfera de su expertise, y, en consecuencia, tampoco se hacen cargo de los resultados políticos y sociales de los actos fundados en ella.[134]
Hasta el colapso del ideal de un capitalismo nacional autosostenido, el desarrollo tecnológico se mezclaba inevitable, visiblemente, con la toma de decisiones políticas, de tal forma que cualquier argumento acerca de la neutralidad de la tecnología debía ser defendida en esferas públicas que inmediatamente lo codificaban como argumento político. Si el papel de la universidad era producir la élite gobernante, la formación de tales castas estaba condenada a una lucha entre proyectos políticos antagónicos. De ahí que la universidad liberal y populista haya generado tanto a ideólogos (políticos de élite, legisladores, moralistas, directores, funcionarios) como a intelectuales. En cambio, la universidad legada por los regímenes militares, la universidad latinoamericana posmoderna, sólo residualmente produce uno u otro: los ideólogos se han vuelto prácticamente superfluos en un momento en que la reproducción ideológica se lleva a cabo en gran medida por los medios, y no en las esferas públicas donde solían operar esos ideólogos, mientras que la intelligentsia, forzada al rincón de la especialización académica, se da cuenta con angustia de que ya no puede formular un proyecto para la totalidad. Los ideólogos, indispensables enemigos y competidores de los intelectuales, han pasado por un ocaso semejante, provocado por el mismo cambio epocal. Ideólogos e intelectuales se nos aparecen así como productos de las mismas condiciones, mutuamente cómplices respecto al suelo que los hizo posible, y ahora igualados por la erosión de dicho suelo. Mientras que el uno ya no es necesario, el otro ya no es posible.
Derrotado por el experto, vuelto obsoleto juntamente con el ideólogo, el intelectual moderno subsiste residualmente como especialista académico o comentarista cultural. En realidad, la emergencia misma de los estudios culturales no sería sino una expresión, un síntoma, por así decirlo, del proceso de inmanentización que impide la formulación de proyectos críticos intelectuales en el sentido moderno. Si el pensar de la totalidad se encuentra hoy obstaculizado por una instrumentalización que reduce todas las disciplinas a su estatuto técnico, si todas las epistemologías han sido reducidas a un tratamiento técnico de su objeto, si, por consiguiente, el proyecto kantiano - la investigación del suelo último - ya no es posible, ¿habría algo accidental en el hecho de que la única politización reciente del conocimiento tenga lugar desde una apelación antiteórica a la especificidad - ese caballo de batalla más propio al experto técnico? El empirismo que subyace a los estudios culturales - su visible resistencia a la teorización - sería comprensible en este contexto. Habiendo heredado la voluntad política del intelectual moderno, pero siendo un producto de la misma inmanentización, compartimentalización y tecnificación que han eliminado al intelectual, los estudios culturales se enfrentan a la tarea de reconciliar su vocación política con su estatuto epistemológicamente técnico: de hecho, la “cultura” se ha hoy transformado en una manera técnica de hablar de política. En este sentido los estudios culturales vienen a sustituir, no una moribunda institución literaria, como se ha afirmado - pueden aquéllos coexistir pacíficamente con ésta, sin amenazarla, durante décadas, como en realidad ya ocurre - sino sintomatizar la imposibilidad de la filosofía. Su estatuto privilegiado como síntoma - los estudios culturales son, al fin y al cabo, el gran espacio donde pensarse hoy los vínculos entre polis y episteme - emerge de la misma tecnificación que ha sustituido al intelectual politizado de antaño por el experto presuntamente neutral de hoy. Permanece por verse si la voluntad política que es parte vital de la empresa de los estudios culturales revertirá los efectos de esa división del trabajo, de esa sumisión de lo político a lo técnico que es la condición de posibilidad de los estudios culturales tal como actualmente los conocemos.[135]
CAPÍTULO 3
UNA LECTURA ALEGÓRICA DE LA TRADICIÓN ARGENTINA
La literatura trabaja la política como conspiración, como guerra; la política como gran máquina paranoica y ficcional.
(Ricardo Piglia)[136]
La ciudad ausente, de Ricardo Piglia (1992) reordena una compleja cadena de intertextos en la que la novela misma se inserta como pieza móvil. Desde luego, las narrativas de Piglia son siempre lecturas, tanto de la literatura argentina (Sarmiento, Borges, Macedonio, Arlt, Marechal, Walsh, por mencionar seis de los nombres más importantes) como de ciertos momentos clave del canon occidental - Joyce, Kafka, Brecht, el relato policial norteamericano. En las ficciones de Prisión perpetua y Respiración artificial y en los ensayos de Crítica y ficción y La Argentina en pedazos, surgen una serie de preguntas después replanteadas en La ciudad ausente: ¿qué significa hacer de Macedonio Fernández y Roberto Arlt los grandes pilares de la modernidad en la ficción argentina? ¿Cuál es la sintaxis de la apropiación pigliana de estas firmas? ¿En qué sentido puede uno plantear que Borges es la culminación de la literatura argentina del siglo XIX? ¿Cómo deduce Piglia una teoría del estado argentino desde el marco de la novela policial? En los dos próximos capítulos se tratará de mapear la trayectoria intelectual de Piglia hasta La ciudad ausente, no bajo la forma de un recuento lineal, sino a través del análisis de algunos nudos conceptuales privilegiados en su ficción y su trabajo crítico.
En las dos novelas de Piglia los argumentos, aunque notablemente ingeniosos, no generan mucho interés a no ser que se planteen esas preguntas teóricas. La narración está en Piglia tan entretejida con la reflexión metaliteraria que sus novelas, de cierto modo, vacían todo comentario, atrapándolo y haciéndolo confesar que ha sido ya leído, de antemano, por la misma narrativa que pretendía analizar. El texto de Piglia se ofrece como un cebo hacia el que el lector es seducido, y del cual él debe, entonces, intentar escapar por medio de la crítica, como forma de no convertirse en alimento del mismo texto, mero grano absorbido y previsto por la ficción. De este modo se invita al comentario crítico a ocupar los lugares que el texto no llena, y desde los que se podría, potencialmente, describir su fundamento. Desde luego, tal punto virtual siempre resulta estar en otro lugar, como los estantes de Alicia, siempre vacíos cuando los de alrededor misteriosamente parecen llenos. El lector de Piglia se siente a menudo abrumado por la sensación de que el punto desde el que ha decidido mirar a la novela resulta ser un reflejo fantasmático producido a priori por la novela misma, como si el lenguaje crítico estuviera siendo guiado a un engañoso abismo sin fondo. En ese sentido fue Piglia, y no Mujica Láinez, como se llegó a afirmar, quien escribió las novelas nunca escritas por Borges.
Dentro de la reconstrucción pigliana de la serie literaria argentina, Borges ocupa, de hecho, una posición muy particular, como culminación de las dos grandes corrientes del siglo XIX: la tradición modernizante y europeísta que abarca desde Sarmiento a Mansilla y más allá, así como, por otro lado, la apropiación letrada de lo popular en la gauchesca de Hidalgo, Del Campo, Ascasubi y Hernández. Borges representa el momento en que las técnicas propias a ambas formas se enfrentan a su demolición final a manos de la parodia:
Para tomar el caso del europeísmo, del cosmopolitismo, la genealogía extranjera de nuestra cultura: tradición nacional, habría que decir, ligada a problemas básicos que la obra de Borges expresa con nitidez. Bastaría hacer la historia del sistema de citas, referencias culturales, alusiones, plagios, traducciones, pastiches que recorre la literatura argentina desde Sarmiento hasta Lugones para ver hasta qué punto Borges exaspera y lleva a la parodia y al apócrifo esa tradición. En realidad, el tratamiento borgeano de la cultura es un ejemplo límite del funcionamiento de un sistema literario que ha llegado a su crisis y a su disolución (CF 107-8).
En el momento de culminación de la tradición erudita en Borges, la productividad de lo literario como signo de distinción social ya se había debilitado considerablemente. Operando sobre este límite histórico, el gesto de Borges vaciaría el mecanismo ostentatorio de la cita de toda autoridad y fiabilidad, transformando las técnicas retóricas del europeísmo en un capítulo más de la biblioteca de Babel. Borges cerraría, por así decirlo, el ciclo histórico de la cita como distinción de clase. A la erudición se le desproveía así de todo contenido, se la convertía en puro artificio, pura técnica, sintaxis vacía, mero procedimiento estructurante. La parodia borgeana introducía la literatura a su impotencia en mantener los papeles de civilizadora y disciplinadora de la barbarie (Sarmiento), espejo autobiográfico de la élite (Cané, Mansilla) y purificadora del lenguaje nacional contra la neobarbarie de la inmigración obrera (Lugones). Con Borges, la cita entra en una dialéctica bastante diferente, en la que ya no funcionaría como instrumento de regulación de la propiedad (propiedad lingüística, corrección, decoro), ni su consolidación y reproducción (propiedad económica, posesión, dominio). El funcionamiento de la cita en Borges destruye la inviolabilidad del terreno económico-ontológico de lo propio. Borges des-apropia la cita al subrayar, a través de las referencias erróneas y atribuciones falsas, las relaciones entre parodia y propiedad. He aquí una de las posibilidades de leerlo políticamente, más allá de sus desafortunadas elecciones ideológicas. “La verdad de Borges hay que buscarla en otro lado: en sus textos de ficción” (RA 157).
La otra cara de la moneda del europeísmo residiría en la doma de la voz popular en la tradición que abarca de Hidalgo a Hernández. La gauchesca sería, en Borges, la contrapartida del cosmopolitismo decimonónico en el sistema literario argentino. Borges habría también, según Piglia, cerrado esa tradición:
Por un lado, la gauchesca, de donde toma los rastros de la oralidad, el decir popular y sus artificios, y en esto se opone frontalmente a Lugones, al que le gustaba todo de la gauchesca salvo el lenguaje popular, y entonces veía al Don Segundo Sombra como la culminación del género, la temática del género pero en lengua culta y modernista. La guerra gaucha. Adecentar la épica nacional. Borges, en cambio, percibe la gauchesca, por supuesto, antes que nada como un efecto de estilo, una retórica, un modo de narrar. Aquello de que saber cómo habla un hombre, conocer una entonación, una voz, una sintaxis, es haber conocido un destino (CF 124).
Para reevaluar el locus de lo nacional en Borges sería imperativo empezar con la lectura de la gauchesca en tanto tono, lectura que alimentaría sus tres colecciones de ensayos publicadas en los años veinte (Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos, obras de las que después renegaría), así como los duelos de honor y exhibiciones de coraje en su ficción posterior. Hay, es cierto, una fuerte vena populista que atraviesa toda la obra de Borges, “la idea de que la biblioteca, los libros, empobrecen y que las vidas elementales de los hombres simples son la verdad” (CF 131). Esa oposición, a pesar de su simplismo, sigue siendo esencial para definir la relación de Borges con la gauchesca. Piglia recuerda cómo, en el prólogo a El idioma de los argentinos, Borges se definía como “enciclopédico y montonero” (AP 103), dos palabras que condensaban los cuerpos de las dos tradiciones - populismo versus vanguardia, digamos - que seguirían produciendo una de las grandes tensiones de toda la literatura argentina. En la apropiación letrada de la voz del gaucho por la gauchesca, la emergencia del mismo género sería un marco de la derrota histórica del gaucho, como si el culto al heroísmo - ver Martín Fierro, la ida - y al patriotismo - ver Martín Fierro, la vuelta - compensaran imaginariamente su sojuzgamiento y proletarización. En este sentido el género no fue sino un réquiem: su tono épico y altisonante replicaba negativamente la derrota histórica del gaucho. Borges exacerba esa derrota, hace visible su ineluctabilidad. El universo gaucho, desde Borges, no puede ser otra cosa que un objeto perdido: el gaucho se convertía ahora en orillero, habitante de esas zonas limítrofes que espacialmente alegorizan la transición temporal de una estructura social a otra. Al tematizar la imposibilidad del heroísmo en un mundo que cada vez prescindía más de él, Borges escribiría el epitafio del género. “Borges trabaja muy explícitamente la idea de cerrar la gauchesca, escribirle ‘el fin’” (CF 125).
Desde “Hombre de la esquina rosada” y “El fin” hasta “Historia de Rosendo Juárez,”[137] Borges desarrollaría una microscopia de la decadencia gradual de la gauchesca. Se trataba de retratar el código de honor del gaucho en tanto anacronismo, es decir, en su condición de objeto perdido. En “Hombre de la Esquina Rosada,” el foco no es la defensa del honor en el duelo público, sino el asesinato cobarde cometido por el narrador. No se lleva a cabo ninguna venganza: el hombre desafiado se va sin vengar su honor. El cuento disuelve el principio de inteligibilidad del género gauchesco, manteniendo, a la vez, su tono, escenas, y especialmente la música de su voz; para Borges, la materia prima del género había que encontrarla en “el truco y su conversación hecha de desafíos, donde el idioma es otro de golpe, en el ritmo de guerra y fiesta conversada de la milonga, en las narraciones de duelos y venganzas que se dicen entre sí los pobres.”[138] El análisis de Josefina Ludmer hace visible cómo Martín Fierro, el héroe popular de la gauchesca, termina la Vuelta (1879), de José Hernández -- el retorno del héroe siete años después de su debut en La Ida (1872) -- hablando un lenguaje legalista e impersonal, (con)fundiendo justicia y ley, hablando, de hecho, desde el punto de vista de la ley. Lo que Borges hizo con el Martín Fierro de Hernández fue ponerlo en la posición en que Hernández lo había dejado en la Vuelta, es decir, como un representante de la emergente legalidad estatal. En “El fin” borgeano, Fierro, convertido en funcionario estatal, encuentra la derrota a manos de la justicia popular representada ahora por un sirviente negro. El momento de cierre del género había sido el abandono definitivo, por parte de Hernández, del ventriloquismo de la “voz” del gaucho - intento de representación de una autoctonía gaucha, visible en la Ida - en el momento en que la figura del gaucho pasa a confundirse, en la Vuelta, con la del estado. Borges restaura la justicia popular oral - en su no coincidencia, su diferendo irreductible con la ley estatal codificada - al hacer que el criado se vengue de un Martín Fierro ya completamente convertido en funcionario estatal. De cierto modo, Borges le hizo a Hernández lo que Hernández le había hecho a Fierro: la memoria del héroe popular se había convertido, en la apropiación letrada de Hernández, en una zona de tránsito cubierta ya por la unificación jurídica estatal. Borges procede llevando a sus límites la estrategia más propia del género. Si Fierro había abandonado las filas de la memoria popular, convirtiéndose en ejemplo de patriotismo domesticado, entonces había que sacrificarlo a manos del miserable anónimo: el sirviente negro vence a Fierro en un duelo abierto, justo, utópico. La justicia popular se venga de la ley, y la ley del género encuentra su cierre epocal.
Borges clausura, entonces, según la interpretación de Piglia, las dos líneas maestras de la literatura argentina del siglo XIX. De ahí la afirmación de Renzi, en Respiración artificial, de que Borges fue el mejor escritor argentino del siglo XIX, “lo que no es poco mérito si uno piensa que en ese entonces escribían Sarmiento, Mansilla, Del Campo, Hernández” (CF 123). El anacronismo deliberado del aserto, pronunciado en esos términos epigramáticos y concluyentes que reserva Piglia para las proposiciones teóricas intercaladas en la ficción,[139] producía el saludable efecto de reinscribir a Borges en la tradición y ofrecer una contrapartida a las grandiosas proclamaciones del boom, que a menudo aludían a la literatura argentina como si no ésta no hubiera existido antes de Borges y Cortázar. Hay que resaltar la insistencia de Piglia en el hecho de que Borges opera dentro, nunca fuera, del espacio delimitado por Sarmiento: la delirante mezcla de citas, las referencias equívocas, la seducción de la barbarie, la coexistencia de la ficción con la no ficción. Todo esto ya está en Sarmiento. El gesto fundamental de Piglia consiste, entonces, en reinscribir a Borges en el interior de una tradición respecto de la cual sus cuentos a menudo creaban la ilusión, el efecto imaginario, de una independencia absoluta.
Empezando con el Facundo, de Sarmiento, la polaridad entre ficción y no ficción, tan central en Borges, jugaría un papel esencial en la cultura argentina. Para narrarse a sí misma, su propia genealogía y proyecto nacional, la élite argentina no hace uso de la ficción, sino más bien de la (auto)biografía (Sarmiento, Mansilla, Cané, etc.). La ficción surge como respuesta a una necesidad diferente, la de narrar a los otros (indios, gauchos, negros, inmigrantes, en una palabra: los bárbaros). La barbarie exigía un lenguaje ficcional: “la clase se cuenta a sí misma bajo la forma de autobiografía y cuenta al otro con la ficción” (AP 9). La especificidad de la intervención de Borges sobre esta tradición fue someter la referencia autobiográfica al vértigo de la ficción, haciendo que sus propias alusiones sistemáticas a la abuela, a su biblioteca inglesa, etc., se leyeran más como otro cuento borgeano que como mecanismo ostentatorio de autolegitimación. Borges toma el espejo literario fundamental de la élite argentina y, desde la lógica de esta misma clase, lo convierte en un artefacto vacío; hace inevitable, entonces, la contaminación de la civilización por la barbarie, de la no ficción por la ficción, contaminación implícita en la cultura argentina desde Sarmiento.
Si Borges fue el último (y mejor) escritor argentino del siglo XIX, ¿quién abre el siglo XX en Argentina? ¿Quién inaugura lo verdaderamente moderno? Respuesta de Piglia: Roberto Arlt. “Arlt parte de ciertos núcleos básicos, como las relaciones entre poder y ficción, entre dinero y locura, entre verdad y complot, y los convierte en forma y estrategia narrativa” (CF 28). Arlt anuncia la modernidad literaria porque es el primero que entiende el núcleo conspiratorio de la política argentina moderna. En contraste con el naturalismo, el realismo socialista y el costumbrismo, que operan con elementos puramente coyunturales, Arlt escribió lo que para Piglia es la gran ficción política, la que capta el núcleo fundamental y secreto alrededor del cual se estructura una sociedad. La falsificación y el engaño, la conspiración perenne de la política argentina, sus complots clandestinos y narrativas visionarias, utópicas y distópicas: ésta es la materia prima de la escritura de Arlt. En Los siete locos y Los lanzallamas, el Astrólogo (cuyo discurso barrocamente mezcla fascismo, bolchevismo y misticismo tecnológico) introduce una desolada y apocalíptica tecnocracia industrial en la que “la mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos.”[140] La utopía ha degenerado aquí en paranoia totalitaria, organizada de acuerdo a una lógica rigurosa, seductora y maquiavélica. El Astrólogo representa al profeta que vive la tecnología como relato visionario -- “toda ciencia será magia”[141] --, más allá de toda moral, en esa esfera genealógica desde donde se puede vislumbrar no exactamente la verdad tras el velo, sino la dependencia constitutiva de la verdad respecto al velo. Tales personajes resultan tener, invariablemente, visiones proféticas: “¿Usted cree que las futuras dictaduras serán militares? No, señor. El militar no vale nada junto al industrial. Puede ser instrumento de él, nada más. Eso es todo. Los futuros dictadores serán reyes del petróleo, del acero, del trigo.”[142] En estas palabras, pronunciadas por el Astrólogo arltiano en 1929, se deconstruye, avant la lettre, gran parte de la bibliografía sociológica sobre las dictaduras de los setenta. En lugar de enfocar una superficial evolución del sistema jurídico-parlamentario - análisis que desemboca en el elogio de la “democratización” - el Astrólogo apunta hacia el fundamento primero: la operación del capital. El Astrólogo sería esa pura voluntad de poder entendida como voluntad de dominación clasista; a partir de allí se hace visible el fundamento último de la sociedad capitalista. En la distopía del Astrólogo arltiano se dejaría entrever, para Piglia, la matriz de la polis argentina moderna.
El lenguaje de Arlt es esencialmente impuro, un collage compuesto de residuos de una modernidad periférica:
Un tango entreverado con marchas militares, con himnos del Ejército de Salvación, con canciones revolucionarias, una especie de tango anarquista donde se cantan las desdichas sociales y donde se mezclan elementos de cultura baja: las ciencias ocultas, el espiritismo, las traducciones españolas de Dostoievski, cierta cultura popular de la Biblia, los manuales de difusión científica y de sexología. Incluso la marca de Nietzsche es bastante nítida. La lectura de Nietzsche que circulaba por los medios anarquistas argentinos en la década del 20. Lo que atrae a Arlt es ese elemento de folletín que hay en Nietzsche y que Gramsci percibía agudamente cuando señalaba las relaciones entre el superhombre y los héroes de las novelas por entregas, como Rocambole o el conde de Montecristo (CF 31).
Arlt aparece en la obra de Piglia en contraste radical con Lugones, el autotitulado protector de la lengua nacional contra la barbarie inmigrante, poeta nacional horrorizado ante todo lo mezclado o impuro. Arlt, contra quien la élite nacional lanza incesantemente la acusación de mal escritor y violador de la sintaxis castellana, trae a la literatura esa mezcla delirante que es la marca de la modernidad. Usando fragmentos contaminados, restos sucios, Arlt “trabaja con lo que realmente es una lengua nacional” (RA 169). En Respiración artificial Renzi hace la interesante observación de que Arlt es el primer escritor argentino que elude el bilingüismo. A diferencia de los principales escritores argentinos que lo preceden, Arlt lee traducciones, “no sufre ese desdoblamiento entre la lengua de la literatura que se lee en otro idioma y el lenguaje en el que se escribe” (RA 170). Al desarrollar un estilo a partir de las lamentables traducciones españolas de Dostoiévski y Nietzsche, Arlt hace estallar los estándares de lo que se había considerado “buena” literatura en Argentina. Mientras que el ideal de estilo “limpio” y “elegante”, salpicado - cuando la verosimilitud lo exigía - de reproducciones pintorescas del habla popular, fue la norma para el grupo de escritores que rodeaban a Borges (Bioy Casares, Mujica Láinez, aunque no, obviamente, el mismo Borges), en Arlt no hay transcripción o copia cruda, primaria del habla. En lugar de eso, sus libros ofrecen un vistazo a una utopía babélica construida con los materiales lingüísticos de la modernidad argentina, desde el impacto de la inmigración en el castellano platense a los lenguajes de la tecnología, la usura y la ciencia popular.
El dinero no se reduce a un tema en Roberto Arlt; es más bien fundamento y metáfora organizadora de la ficción. Poblada de miserables tiranizados por la humillación de pertenecer a la clase media, las novelas de Arlt obsesivamente giran alrededor del brillo elusivo del dinero. Sus inventores, traidores, organizadores de sociedades secretas, charlatanes, atracadores y rufianes actúan motivados por visiones de un súbito, milagroso enriquecimiento. Común a todos es la certeza de que el trabajo sólo trae pobreza y miseria, de que la verdad del trabajo asalariado es la reproducción de la explotación. El personaje típico de Arlt es el miserable pequeño-burgués que sabe demasiado como para creer en la posibilidad de una mejora gradual y honesta por el trabajo duro. Las operaciones económicas paradigmáticas en Arlt tienen lugar fuera de la estructura formal de la remuneración por el trabajo. “No hay historia posible en el mundo del trabajo para Arlt” (AP 125). Sus argumentos comienzan con algún saqueo o préstamo ilícito, como si la existencia misma de cualquier relato dependiera de una alteración, aunque mínima e ilusoria, en el equilibrio entre ricos y pobres. Tal alteración siempre proviene de la transgresión de la ley: pequeños atracos que pálidamente miniaturizan el atraco institucionalizado sobre el cual funciona toda la polis. En Arlt todo enriquecimiento es, por definición, ilegal, escandaloso, criminal. Sus personajes encuentran en el enriquecimiento temporal y compensatorio - abiertamente ilícito - el crimen que sirve de base a la escritura. Se toman en serio la consigna de Brecht, de que el robo de un banco no significa absolutamente nada comparado con la fundación de un banco.
El dinero adquirido se gasta, invariablemente, en alguna invención mecánica, utopía visionaria o comunidad secreta. En todo caso, nunca se reproduce. Hay algo en los personajes de Arlt que los lleva a una lógica del puro gasto, ajena a toda acumulación: “una contraeconomía fundada en la pérdida y en la deuda.”[143] De ahí lo paradójico de su actitud hacia el dinero: perciben el dinero como el motor último que lo impulsa todo, pero a la vez como un objeto de desprecio. Son personajes que, como los de Dostoiévski, se sienten a menudo sobrecogidos por la sensación de que lo podrían tirar todo o dárselo al primer miserable que vean en la calle. El acto irracional de generosidad o autodesposesión señala, para el pequeño-burgués, la posibilidad de eludir la vergüenza de los pequeños cálculos. Sólo en el desdeñoso desperdicio de dinero puede uno afirmar radicalmente su propia libertad. Esta situación es, sin duda, específica de la clase media. Como Oscar Masotta ha afirmado en el que sin duda es uno de los mejores libros escritos sobre Arlt, la humillación consiste en pertenecer a la clase media.[144] En El juguete rabioso, el pobre adolescente explota de disgusto ante la humildad y sacrificios de su madre: “me sentí impulsado a levantarme, a cogerla de los hombros y zamarrearla, gritándole en las orejas ‘no hable de dinero, mamá, por favor ... ! No hable ... cállese...!’”[145]
Piglia se apropia del tratamiento arltiano del dinero como metáfora privilegiada de la falsificación. Se establece aquí un interesante nudo que vincula la capitalización, la adulteración y la ficción (invitando, y ya llegaré a ello, paralelos interesantes con Baudelaire):
Para Arlt la sociedad se asienta en la ficción porque el fundamento último de la sociedad es el dinero. Objeto mágico, ese papel que acredita el Estado es el signo vacío del poder absoluto. Hacer dinero: Arlt toma esa frase como esencia de la sociedad y la interpreta literalmente. Hacer dinero quiere decir fabricarlo: la falsificación es la estrategia central de la contraeconomía arltiana. El falsificador es un artista, el poeta del capitalismo. La falsificación es un arte de la época de la reproducción mecánica. ¿Qué es lo falso y qué es lo verdadero? Arlt piensa esa cuestión desde el dinero. ¿Cómo hacer pasar por legítimo lo que es falso? Allí concentra su poética: la falsificación es el modelo de la ficción arltiana. (AP 124).
A partir de la comprensión literal de la expresión “hacer dinero” como manufacturarlo, se podría desdoblar la conexión entre el dinero y el mundo de las invenciones y los descubrimientos paratecnológicos de la ciencia popular. El dinero no sólo constituye el motivo tras esas prácticas, sino que también provee su matriz última. La fabricación de pequeños aparatos encuentra su modelo definitivo en la producción del dinero, la cual se convierte en alegoría misma de la tecnología: el dinero como techne, una techne diabólica, moderna y faustiana. Este motivo persiste a lo largo de las obras de Arlt y Piglia. “En otro país”, una colección de anotaciones epigramáticas del diario de Piglia, cuenta el relato de un viejo que vive en las orillas del río Mississippi, se obsesiona con su transmisor de onda corta y envía mensajes a Harry Truman, a quien aún cree presidente de los Estados Unidos. Como inventor digno de una novela de Roberto Arlt, “uno de sus temas favoritos era la usura, el carácter satánico del dinero” (PP 21). En “Luba”, la historia que Piglia atribuye a Arlt (presentándose a sí mismo como un editor a lo Max Brod), el enlace entre el anarquista en fuga y Luba, la prostituta que lo esconde, se demuestra irreversible cuando él le ofrece parte del dinero que tiene en su posesión: “Con esta plata vas a empezar una nueva vida, vos también. Es plata falsa, pero eso no importa: nadie va a notar la diferencia. Son perfectos: los hizo el más grande falsificador de Sudamérica” (NF 150 209). Un poco como los personajes de las películas de Hal Hartley, para los cuales cualquier dinero es dinero sucio, en Arlt es como si todo dinero fuera falso, por definición, por el hecho mismo de ser dinero. La distinción entre la moneda de curso legal y la falsificada reposa sobre una falsificación previa que instaura la posibilidad misma de cualquier manufactura. La oposición se hace posible por uno de sus términos. Si la falsificación es un arte propio de la era de la reproducción mecánica, la posibilidad de falsificación reside en la caída del aura; viviendo en un mundo desauratizado, los personajes de Arlt perciben la falsificabilidad como fundamento mismo de la polis.[146] En el caso de la falsificación llamada dinero, ellos pasan de largo el poder aurático de la moneda al fabricarla, puesto que la ilusión de ganarla en el mercado sólo podría reforzar su hechizo aurático. Procedente de las capas sociales más bajas, Arlt no tenía nada que ganar con el cultivo del aura. Su ficción se plantearía, de hecho, la tarea de destruirla en todas sus manifestaciones -- la quema de la biblioteca por Silvio Astier, el desvalido y resentido adolescente de El juguete rabioso, sería aquí otro ejemplo de un implacable ataque al aura, en este caso el aura sagrada de la alta cultura.
Pero, ¿cuál sería la relación entre dinero, falsificación y ficción? Habría que buscar mediaciones para formularla, y Piglia encuentra una mediación alegórica en un elemento recurrente en las novelas de Arlt, el prostíbulo:
El Rufián Melancólico es el economista del mundo de Arlt. Sabe de dinero, sabe hacer negocios, conoce la lógica secreta de la explotación capitalista. La prostitución es el espejo donde ve la esencia de la sociedad: comprar cuerpos con dinero, trueque perverso, forma figurada de la esclavitud, representación del comercio en su pureza satánica. (La literatura y la prostitución son equivalentes en Arlt: por eso el Rufián es el único que habla de literatura en sus novelas. El cafishio como modelo del crítico literario.) (AP 125-6)
La prostitución sería la matriz de cualquier negocio. Dentro del prostíbulo, el comercio aflora a la superficie en su literalidad absoluta. La prostitución es el grado cero de la mala fe capitalista. Todos los velos se disuelven cuando se trata del comercio de cuerpos, y por ello la reflexión sobre el dinero encuentra, en Arlt, un núcleo emblemático privilegiado en el burdel. El mérito de Arlt sería formular una representación literaria de la prostitución en la que toda moral se revela parásita de una lógica económica. En “Luba”, de Piglia, el refugiado anarquista incita la ira de la prostituta al abandonar el lenguaje comercial para sugerir que se podría entablar alguna complicidad humana entre ellos. Cuando él intenta transformarla en una especie de sufridora pura, inmaculada, al estilo de Dostoiévski - a lo, digamos, Sonia, la prostituta redentora de Raskolnikov en Crimen y castigo - ella reacciona furiosa: “Pero ¿qué querés hacer de mí? Cobarde, hijo de puta -dice ella inclinando su cuerpo-. Viniste para burlarte de mí, para que yo vea lo bueno que sos” (PP 139 195). No hay lugar para la piedad o la solidaridad en los personajes de Arlt; la ficción nunca los mide por ningún valor transcendental, moral, sino por su mera voluntad de poder.
En la lectura de Piglia el burdel también surge como la gran alegoría de la institución literaria; para Arlt ser criticado implica, explícitamente, perder dinero. El comentario se reduce así a la desnudez de su estatuto de mediador económico y clave para la venta de más libros. En esta perspectiva el crítico literario es el que maneja, aunque precariamente, los códigos de acceso al reconocimiento del mercado. También aquí se ha abandonado toda mala fe, se ha puesto en suspenso toda moral. Tal suspensión abre camino a la alegorización del crítico literario en la figura del rufián. El canon literario toma la forma de un inmenso mercado de cuerpos, donde todo valor de uso ha sido reducido a puro valor de cambio. En Los siete locos y Los lanzallamas, Arlt retrata al Rufián Melancólico (patrocinador de la revolución bolchevique-tecno-místico-fascista planeada por el Astrólogo) como el lector ingenioso y experiente del mundo, el que percibe que, al fin y al cabo, no hay diferencia cualitativa entre un proxeneta y un empresario. El Rufián es el único, de hecho, que maneja citas literarias en la novela: evoca a Bernal Díaz del Castillo, planea su retiro en Brasil o en Francia, donde “leería a Victor Hugo y las macanas de Clemenceau”[147] y, como una especie de Sócrates nietzscheano (valga el oxímoron) introduce a Erdosain a la amoralidad de todas las cosas.
Lo que me interesa aquí es la manera en que Piglia lee a Arlt alegóricamente, en un procedimiento de lectura que no está lejos de la manera como Benjamin leyó a Baudelaire. Arlt surge no sólo como la contrapartida argentina de Baudelaire, es decir, como el primer cronista de una modernidad marcada por la experiencia del choque entre las masas urbanas, la vertiginosidad de lo transitorio, la muerte de Dios y el devenir-distopía de la utopía. No sólo emergen incontables analogías entre Baudelaire y Arlt (véanse los notables paralelos entre el tratamiento arltiano del dinero como falsificación y el gesto desconcertante de ofrecer monedas falsas como limosna en “La fausse monaie,” de Baudelaire[148]). Además de estas convergencias, el procedimiento de Piglia, su protocolo de lectura, es en sí alegórico: al aislar mónadas en el texto de Arlt y arrancar de ellas - sin olvidar lo que se sabe acerca del curso posterior de la historia - todo el conflicto entre fuerzas contradictorias que operan a lo largo de la literatura argentina, Piglia ofrece una alternativa al método corriente, simbólico, de presuponer una totalidad armoniosa y sin fracturas, para después asignar una posición a cada pieza dentro de un todo ya domesticado. Es decir, en lugar de asumir la historia pasada de la literatura argentina como un todo orgánico en el que a Arlt se le asignaría magnánimamente un rincón en el panteón -- haciéndolo así coexistir sin problemas con Sarmiento, Borges, etc., todos ellos atestiguando la “riqueza” y “diversidad” del todo (en lugar de replicar el procedimiento usual de los manuales de literatura y críticos historicistas, que invariablemente empatizan con el vencedor),[149] Piglia lee en la misma textura de la obra de Arlt el furor de una interpelación al presente. El procedimiento historicista, al reconstruir una imagen reconfortante de la tradición, lee sus momentos bárbaros, sus momentos de violencia, como testigos que al fin y al cabo refuerzan la riqueza de la cultura. Un estudio de la postdictadura, por definición, por el mismo gesto de leer el presente como postdictatorial, no puede sino adoptar el otro protocolo, e intentar leer en cada documento de cultura la barbarie que lo hizo posible.
También la novela policial le ofrece a Piglia un modelo de la relación entre texto y comentario:
A menudo veo a la crítica como una variante del género policial. El crítico como detective que trata de descifrar un enigma aunque no haya enigma. El gran crítico es un aventurero que se mueve entre los textos buscando un secreto que a veces no existe. Es un personaje fascinante: el descifrador de oráculos, el lector de la tribu. Benjamín leyendo el París de Baudelaire ... en más de un sentido el crítico es el investigador y el escritor es el criminal (CF 20-1)
La ficcionalización consistiría así en un borramiento de marcas, puesta en escena de la indecidibilidad, diseminación de pistas falsas: en otras palabras, la labor del criminal. Cuanto más cuidadosamente construida resulte una obra de ficción, más se parecería ella, en el esquema de Piglia, al crimen perfecto. De aquí proviene la tesis de Piglia respecto a la relación especial que la ficción mantiene con la verdad: la ficción no sería la esfera donde el problema de la verdad no se plantea, sino la instancia en que la verdad puede ser puesta en suspenso. El borramiento de los signos autoriales en un texto ficcional no tiene, entonces, nada que ver con alguna “objetividad” entendida en el sentido realista-naturalista, tributaria, claro, del positivismo decimonónico. La ficción elimina las marcas autoriales no para que la verdad pueda hablar libremente, en la luminosidad de su presencia para sí misma, sino como modo de someterla al vértigo de la indecidibilidad. El papel del crítico sería des-cubrir esa operación, reconstruir las pruebas, descartar pistas falsas y restaurar la coincidencia entre la manifestación fenoménica del crimen y su verdad. Llegamos aquí a la imagen cartesiana o detectivesca de la crítica literaria como anulación de la indecidibilidad propia de la ficción.[150] El crítico habla entonces en nombre de la verdad, siempre y necesariamente, incluso cuando proclama la multiplicidad e inestabilidad de la verdad. El modelo del crítico debe ser, entonces, la figura del detective: el que descifra enigmas por medio “del complot, la sospecha, la doble vida, la conspiración, el secreto” (CF 21). Para Piglia, la alegoría fundante del crítico literario en la literatura moderna la ofrece “The Murders of the Rue Morgue”, de Edgar Allan Poe, donde la maestría interpretativa demostrada por el detective Dupin (quien, no por casualidad, da con el narrador por primera vez en una librería) confirma el axioma detectivesco de Poe, de que “los verdaderamente imaginativos no son otra cosa que analíticos.”[151]
El desciframiento siempre ha sido una noción central en Piglia. En Respiración Artificial, el profesor Maggi comienza a reconstruir, en 1979, la trayectoria de Enrique Ossorio, un argentino del siglo XIX exiliado en Nueva York durante la dictadura de Rosas. Osorio escribía su autobiografía mientras planeaba una “novela en el futuro”, en que el protagonista recibiría cartas de la Argentina de 1979 e intentaría imaginar cómo sería esa época. La comunicación epistolar tenía, para él, la estructura de una utopía. La escritura epistolar se dirige a un interlocutor que puede o no estar allí; habría en todo epistolario una apuesta arriesgada en el porvenir. Ossorio contrarresta su derrota presente con un gesto hacia el futuro. De forma simétrica, el profesor Maggi reconstruye el rompecabezas del pasado para despertar de la pesadilla del presente, de la Argentina de 1979. Las notas y cartas de Maggi son interceptadas por Arocena, un censor y descifrador al servicio del estado, inteligencia diabólica familiarizada con minuciosos métodos de interpretación textual, puestos a uso en su búsqueda de pistas secretas acerca de las actividades “subversivas” de Maggi. El desciframiento paranoide aquí alude no sólo a la crítica textual, sino también a la matriz conspiratoria de la política argentina. Irónicamente, la mayoría de los estudios de Respiración artificial ha replicado el procedimiento de Arocena al leer la novela como un epifenómeno de la censura, es decir, al asumir que el libro tomó la forma que tomó porque Piglia “no podía” decir lo que quería explícitamente, viéndose así obligado a recurrir a “velos” y “metáforas”, como si la historia hubiera podido ser contada de forma transparente en diferentes condiciones políticas. Al actuar así, estos críticos demuestran ser detectives incompetentes en el sentido preciso de Poe: para Dupin, los malos detectives son los que buscan un secreto cuando no hay ninguno, rastrean una carta robada en el escondite más ignoto mientras la carta reposa delante de sus narices. Como dice Dupin en su afirmación metodológica antes de la resolución del crimen de la calle Morgue: “La verdad no está siempre en un pozo. De hecho, en lo que respecta al conocimiento más importante, creo que está invariablemente en la superficie.”[152]
Ya volveremos a la visión instrumentalista de la literatura escrita bajo dictaduras como un epifenómeno de la censura. Sin embargo, habría ahora que continuar desenredando los modos en que Piglia codifica al crítico literario en su obra. Una de las conexiones más fructíferas que ha establecido a este respecto es la que vincula la crítica literaria con la autobiografía:
En cuanto a la crítica, pienso que es una de las formas modernas de la autobiografía. Alguien escribe su vida cuando cree escribe sus lecturas. ¿No es la inversa del Quijote? El crítico es aquel que reconstruye su vida en el interior de los textos que lee. La crítica es una forma postfreudiana de la autobiografía ... El sujeto de la crítica suele estar enmascarado por el método (a veces, el sujeto es el método) pero siempre está presente y reconstruir su historia y su lugar es el mejor modo de leer crítica (CF 19).
En otras palabras, el bios evocado por el graphè no es el de una experiencia única, singular, romántica, sino otro graphè, o sea, las marcas del inmenso archivo de lo ya leído. Bio-graphia sería, entonces, un graphè al cuadrado. El crítico escribe su vida al narrar la historia de una colección de libros. Por tanto, si se puede decir que la crítica es la culminación de la tradición inaugurada por las Confesiones de Rousseau - la culminación de la autobiografía moderna - también es cierto que en ella se desdibujaría esta misma tradición: la crítica revelaría cuán ilusoria es la noción sobre la cual reposa cualquier autobiografía, la historia individual única e inconfundible. En Respiración artificial, Renzi admite que “en el fondo no puede pasarnos nada extraordinario, nada que valga la pena contar” (34). El protagonista de “En otro país” se enfrenta al mismo vacío al intentar escribir su vida, pero “no pasaba nada, nunca pasa nada en realidad pero en aquel tiempo me preocupaba” (PP 15). La falta de historias significativas que contar le fuerza a bregar con la forma misma del diario, primero quitándole historias a sus amigos o inventando narrativas milagrosas sobre sí mismo, lo cual termina llevándolo a la ficción en sentido estricto. La ficción surge así como respuesta a la banalidad de la experiencia. Al final, el diario (ficcional) se convierte en el locus mismo de la producción de experiencia: el protagonista llega a recordar como si fueran suyas las historias apócrifas escritas en el diario, no la banalidad infinita de “la vida cotidiana”.
Piglia desarma las identidades de la ficción y de la crítica al contaminarlas mutuamente: piensa la una desde el punto de vista de lo que se supone más propio de la otra. Uno de sus temas preferidos es el papel constitutivo de lo ficcional en la crítica (la crítica literaria como variación sobre la historia policial), así como el papel no menos constitutivo de lo analítico en la ficción (conspiración y desciframiento como operaciones clave en toda ficcionalización). La autobiografía juega aquí un papel singular, no exactamente como la “mitad de camino” entre las dos, sino más bien como una zona límite de la ficción: surgiendo de la imposibilidad, en última instancia, de la autobiografía (la ausencia de experiencias únicas que contar), la ficción necesariamente operaría sobre el nombre propio, eludiéndolo, abriendo un espacio donde uno pudiera narrar la propia historia como si ella perteneciera a otro. La ficción de Piglia opera como una máquina que intenta formular estrategias para eludir el peso del nombre propio, escapar de la prisión del nombre propio. En una entrevista realizada unos pocos años tras la publicación de Respiración artificial, Piglia afirmó desear que su próxima novela “pareciera escrita por otro escritor” (CF 148), añadiendo inmediatamente que se trataba de una “pretensión imposible.” Los textos de Piglia muestran personajes que, de modo muy similar a su creador, están perennemente luchando por desprenderse de sus nombres y conquistar el anonimato. ¿Cómo aprender a perder el nombre propio?, he ahí la pregunta que invariablemente se hacen los personajes de Piglia. Habría algo de utópico en todo anonimato,[153] y la literatura liberaría ese potencial utópico al permitir la apropiación indebida de nombres ajenos. En este sentido, tanto el gesto de Flaubert (“Yo soy Madame Bovary”), como el de Nietzsche (“Soy Dioniso, soy el Crucificado”) se dejarían leer como gestos novelísticos y utópicos por excelencia, utópicos porque novelísticos. Nietzsche, el único pensador que supo filosofar con el nombre propio, fue también, habría que decirlo, el único que supo perderlo. De ahí la novelización irreversible del discurso filosófico en Nietzsche, su tremenda potencialidad utópica.
Esa teoría de la firma está informada por un tercer escritor argentino que, junto con Borges y Arlt, define el espacio en que opera la ficción de Piglia: Macedonio Fernández. Ninguna interpretación de la obra de Piglia puede eludir esta paradójica figura. Piglia lo hace personaje central de La ciudad ausente y toda la dimensión metaliteraria de la novela reside en su legado. Macedonio, “ese hombre gris que, en una mediocre pensión de Tribunales, descubría problemas eternos como si fuera Tales o Parménides”[154], fue el gran renovador de la novela argentina de este siglo. Fuente de inspiración para la vanguardia, Macedonio difería considerablemente de la imagen típica del escritor vanguardista: callado, reservado, pensativo, ajeno a las disputas oratorias, Macedonio demostró durante toda su vida un legendario desprecio por la publicación. Siempre garabateando en cualquier pedazo de papel disponible, acumulando montones de manuscritos, dejándolos atrás cada vez que cambiaba de pensión, posponiendo lo que él llamaba la “novela futura”, Macedonio es la figura literaria más desconcertante de la modernidad argentina. Reverenciado por varios de los jóvenes poetas congregados alrededor de Martín Fierro en los 1920 (Borges nunca se cansó de llamarlo “mi maestro”), Macedonio sólo publicó su primer libro, No toda es vigilia la de ojos abiertos (1928), a los 54 años de edad, tras enfática insistencia de Scalabrini Ortiz, Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez. Desde ese momento, y culminando en la publicación póstuma del Museo de la novela de la Eterna (1967), Macedonio se convertiría en una de las mayores fuentes de alternativas al naturalismo fotográfico y al costumbrismo pintoresco en el interior de la tradición literaria argentina.
El primer rasgo del proyecto de Macedonio que adquiere especial interés para Piglia es su concepción de la literatura como desafío lanzado al futuro:
Una de las aspiraciones de Macedonio era convertirse en inédito. Borrar sus huellas, ser leído como se lee a un desconocido, sin previo aviso. Varias veces insinuó que estaba escribiendo un libro del que nadie iba a conocer nunca una página. En su testamento decidió que el libro se publicara en secreto, hacia 1980. Nadie debía saber que ese libro era suyo. En principio había pensado que se publicara como un libro anónimo. Después pensó que debía publicarse con el nombre de un escritor conocido. Atribuir su libro a otro: el plagio al revés. Ser leído como si uno fuera ese escritor. Por fin decidió usar un seudónimo que nadie pudiera identificar ... Le gustaba la idea de trabajar en un libro pensado para pasar inadvertido. Un libro perdido en el mar de los libros futuros. La obra maestra voluntariamente desconocida. Cifrada y escondida en el porvenir, como una adivinanza lanzada a la historia.
La verdadera legibilidad siempre es póstuma.
Un libro sin autor, una atribución falsa, un seudónimo: tres estrategias que operan diferentemente sobre la función-autor[155], tal como se ha entendido a ésta por lo menos desde la invención de la imprenta y el desarrollo de la intrincada red que liga la propiedad intelectual a la inmensa esfera delimitada por las muy inciertas nociones de autoría, estilo y expresión. Al final, Macedonio optó por la tercera alternativa, pero al concebir las dos primeras, mucho más raras y transgresoras, anunciaba unas cuantas paradojas sobre las que vale la pena reflexionar. El libro sin autor imaginado por Macedonio es un objeto singular, que bloquea toda referencia a cualquier origen, a cualquier punto de anclaje trascendental (a diferencia de textos apócrifos como Las mil y una noches, para los que se puede reconstruir un cierto suelo contextual). El libro sin autor sería el texto utópico que exigiría ser leído en su pura inmanencia. Se trata de un objeto desprovisto de toda base que lo sostenga, que existe como pura mónada, más allá de la cual toda trascendencia ha sido eliminada. El libro sin autor imaginado por Macedonio sería una réplica del mundo después de la muerte de Dios. Lo que interesa a Piglia es la idea de un libro anónimo que proponga un rompecabezas irresoluble, un texto necesariamente ilegible para su presente, jeroglífico utópico que fuera un puro anuncio de un porvenir inimaginable.
Toda la obra de Macedonio no sería sino un anuncio de ese misterioso libro. Su obra maestra, el Museo de la novela de la Eterna, se alimenta de un gesto doblemente utópico. Mira hacia atrás, al archivo de lo ya escrito, afirmando con humor y sin culpa la imposibilidad de la originalidad: “Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida nada. Y comenzó.”[156] Por otro lado, la novela mira hacia el futuro, multiplicando prefacios e introducciones a un texto que sigue para siempre no escrito, “un libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin” (PP 94). Todo en Macedonio tenía el carácter de borrador inacabado o, como decía él, “novela que fue y será futurista hasta que se escriba” (211). Al “final” (el inconcluso final representado por la última versión corregida de su manuscrito[157]) Macedonio había acumulado un total de cincuenta y seis prefacios en que expuso su poética antinaturalista, anti-ilusionista, inventiva y autorreflexiva. Convertiría así la promesa de una novela futura en la historia misma que había que narrar: explotan aquí todas las fronteras entre lo ficcional y lo teórico. A lo largo de los prólogos la novela macedoniana devela a sus mismos personajes como seres de creencia y a su productor como un escritor indeciso. Este gesto se convertiría en parte esencial de la práctica de Piglia, y de hecho confundió a algunos críticos. Una de las acusaciones lanzadas contra Respiración artificial era que “no contaba una historia”, cuando de hecho contaba tantas que el gran desafío para el lector era seguirle el hilo a todas ellas, juntarlas y componer el rompecabezas. De hecho, la queja revela la ansiedad provocada por la mezcla de géneros, especialmente la contaminación de la ficción por la teoría. No era la falta de una historia, sino la presencia del pensamiento teórico en el interior de la ficción lo que molestaba a estos críticos, como si una novela que girara sobre sus propios códigos conceptuales de lectura, que hiciera de éstos su materia misma de reflexión, representara la amenaza de que, al fin y al cabo, los críticos literarios se habían vuelto obsoletos.
Durante décadas Macedonio reescribiría el Museo sin publicarlo. Al alimentar la legendaria expectativa por la novela, Macedonio insistía en dejar el futuro abierto como promesa: “Anhelo que me animó en la constitución de mi novela fue crear un hogar, hacerla un hogar para la no-existencia” (199), aserto en el que el término “no-existencia” designa el intervalo entre una promesa y su realización; la verdadera inexistencia, para Macedonio, consistía en el aplazamiento de algo al borde de su realización. Ahí armaba Macedonio el hechizo de su ficción: en el aprendizaje de la espera. La utopía de Macedonio prometía una novela, haciendo, a la vez, de esa promesa la necesidad e imposibilidad definitivas de la novela. En la paradoja de anunciar, posponer y prefaciar la esperanza de una fracasada teleología, Macedonio llevaba la lógica de la vanguardia a sus últimas consecuencias. La afirmación de que “mi novela es fallida” (197), en los prólogos de Macedonio, designa así no una contingencia técnica, sino la misma esencia de la novela. Sólo en la medida en que fracasara podía ella existir como novela; para Macedonio lo novelístico no tenía otro sentido más que un abrazo del fracaso en llevar a cabo una promesa: “Novela cuya existencia novelesca para tanto anuncio, promesa y desistimiento de ella, y será novelesco un lector que la entienda” (195). La espera potencialmente interminable vaciaba a priori toda recuperación compensatoria. Por oposición al objeto eficiente de las ciencias instrumentales, la novela pretendía ser un objeto ur, el “objeto educido por la esperanza” del que nos habla Borges[158], un objeto utópico, que solo existiría en cuanto reivindicación de su propia existencia.
En las secciones diegéticas del Museo - o “capítulos”, por oposición a los más de cincuenta “prólogos”, en esa más que incierta distinción cuando se trata de cosas macedonianas - muchos de los diálogos entre los personajes y su creador, El Presidente, toman la forma de una variación perversa sobre el diálogo socrático. El Museo, junto con Rayuela, Respiración artificial y otras más, pertenece a una tradición novelística argentina que cuestiona y parodia el método dialógico-socrático de búsqueda de la verdad. La utopía macedoniana por excelencia - la disolución de todo principio de realidad - lleva su texto a apuntar hacia la imposibilidad caótica e irreductible del diálogo socrático. En la medida en que los personajes se convierten en unidades minúsculas, desprovistas de toda psicología e historia, ellos invariablemente interpelan al autor (fantasmatizado como El Presidente) sobre su condición, sobre lo que son o les gustaría ser, las bases de su propia existencia, el futuro de su peregrinaje. Una de las respuestas típicas del Presidente es la invitación a que ellos se desrealicen a través de la imaginación ficcional, que sueñen ser meros objetos de pensamiento. Al conversar sobre su existencia precaria, derivativa, de objetos inventados por la esperanza, los personajes se entregan a una hermenéutica caída, paródica, a través de la cual la novela se acerca al abismo de nunca progresar hacia la demostración de un principio de inteligibilidad. Antisocráticamente, los personajes se contradicen a sí mismos en su investigación, vuelven atrás, borran o empiezan de nuevo, variando según el callejón sin salida lógico en que aterrizan a cada momento dado. Mientras que el diálogo socrático se hace legible por la necesidad rigurosa de cada paso a partir del anterior, por la arquitectura cuidadosamente diseñada de todo, por la progresión teleológica hacia la cuestión fundacional, la estrategia macedoniana da el alto a esa teleología con una paradoja, frustra la interrogación detectivesca, revela la naturaleza imaginaria de todas las conexiones, interrumpe su verosimilitud. En una palabra, la antinovela macedoniana introduce la risa sofista en la seriedad de la altisonante marcha hermenéutica.
Al igual que la antítesis del utopismo babélico de Roberto Arlt ganaba cuerpo, para Piglia, en la defensa cuasi-fascista hecha por Leopoldo Lugones de la pureza lingüística criolla, la antítesis de la poética de la invención de Macedonio Fernández se cuaja en la ficción realista-social de Manuel Gálvez: “Polémica implícita de Macedonio con Manuel Gálvez. Ahí están las dos tradiciones de la novela argentina. Gálvez es su antítesis perfecta: el escritor esforzado, ‘social’, con éxito, mediocre, que se apoya en el sentido común literario.” (PP 93). Esta oposición tiene una resonancia importante en los debates culturales argentinos y latinoamericanos de hoy en día. En la postdictadura se observa un retorno generalizado al “sentido común” y al “realismo” de la acomodación a los límites de lo posible. Los progresistas debemos haber “aprendido una lección” sobre el “respeto a la democracia y la vida”. La reciente absorción de intelectuales progresistas (sobre todo científicos sociales) por el aparato estatal testifica la fuerza de esta doxa. La necesidad de autocrítica por parte de la izquierda se confunde, demasiado fácilmente, con una sumisión tranquila a la autoritaria y limitada democracia liberal de las postdictaduras latinoamericanas. En la esfera literaria, este giro antiutópico encuentra su expresión en una versión conservadora del posmodernismo, que responde al agotamiento de la firma modernista resignándose a un modelo de relato casual, “puramente literario,” libre de experimentación, conservador estética y políticamente. Para Piglia, el legado de Macedonio Fernández sigue siendo el antídoto mas eficaz contra este etos de la conformidad: “No se trata de ver la presencia de la realidad en la ficción (realismo), sino de ver la presencia de la ficción en la realidad (utopía). El hombre realista contra el hombre utópico. En el fondo, son dos maneras de concebir la eficacia y la verdad. Contra la resignación del compromiso realista, el anarquismo macedoniano y su ironía” (CF 178-9). Este proyecto anárquico se volvería después el eje central de la novela postdictatorial de Ricardo Piglia, La ciudad ausente, sobre la cual se hablará a continuación.
CAPÍTULO 4
DUELO Y NARRABILIDAD:
UN CYBERPOLICIAL EN LA CIUDAD DE LOS MUERTOS
Lo real estaba definido por lo posible (y no por el ser). La oposición verdad-mentira debía ser sustituida por la oposición posible-imposible.
(Ricardo Piglia)
se deja leer en La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, un verdadero tratado sobre el campo afectivo postdictatorial y el trabajo del duelo. Una de las referencias claves aquí será la República de Platón, la domesticación fundante, para la filosofía occidental, de la insensatez del duelo. La ciudad ausente también entabla un diálogo explícito con el Finnegans Wake joyceano alrededor de un enlace entre lo babélico y lo utópico. Macedonio Fernández y su amada Elena son los personajes centrales - confiriéndole a la novela el carácter de intervención conciente en la serie literaria argentina que analizábamos en el capítulo anterior. Erdosain, el personaje raskolnikoviano de Arlt, hace una breve aparición; Arlt, de hecho, es la contrapartida fantasmática de la presencia de Macedonio a lo largo de la novela: nunca mencionado directamente, Arlt le presta a La ciudad ausente algunos de sus núcleos metafóricos fundamentales. Finalmente, “William Wilson,” de Edgar Allan Poe, provee el modelo para varias de las narrativas intercaladas que proliferan a partir de variaciones sobre el tema del doble en el relato de Poe. Como siempre en Piglia, el lector enfrenta el desafío de reunir las piezas de un mosaico narrativo extremadamente fragmentado.
El alter ego de Piglia en La ciudad ausente es Junior, reportero encargado de “investigaciones especiales” para El mundo. Su padre había sido uno de esos fracasados extranjeros atrapados en la Argentina: hombre delirante, acomplejado, se pasó la vida escuchando la BBC, intentando olvidar su historia personal y reconectar con la patria perdida. El padre de Junior evoca a los inventores de Arlt - obsesionados con la mecánica, imaginando que cada pequeño artefacto puede resultar ser la “rosa de cobre”, la piedra filosofal contemporánea. Nos trae a la memoria también al padre de Renzi (personaje de Respiración artificial), quien también se pasó la vida junto a la radio, intentando encontrarle un sentido al fracaso en los sonidos distantes emitidos por el derrotado Perón. Figuras intempestivas, en profunda discordia con su presente, ellos hacen de sus obsesiones e idiosincrasias un rechazo absoluto a lo que es. Tal rechazo al presente tiene un valor tanto anunciatorio como doliente: no puede decidirse entre el recuerdo y la utopía, forzado, como está, a extraer la apertura de lo que puede ser de la desolación de lo que ha sido. Entre el imperativo del duelo y el de la promesa, estos personajes emergen de la derrota para contar la historia del superviviente e imaginar que el futuro no repetirá el pasado.
Junior comparte con el detective moderno el postulado de un principio de justicia independiente de - e irreductible a - cualquier ley, derecho, o sistema jurídico. Su primera misión está vinculada a la necesidad de defensa del museo macedoniano, fuente interminable de relatos y permutaciones de núcleos narrativos. Inicialmente una mera máquina traductora y procesadora de relatos, el museo se convierte en la única posibilidad clandestina de circular narrativas en una polis ocupada. Su paradigma básico proviene de un relato, el “William Wilson” de Edgar Allan Poe, que narra el desasosiego que produce en el protagonista la presencia de su doble.[159] Tras ser alimentada con “William Wilson,” el museo la rehace como “Steve Stevensen,” un primer modelo narrativo a partir del cual se desarrollan otras variables. Steve Stevensen es un personaje de muchas tierras, un extraño en todas partes: “había nacido en Oxford y todas las lenguas eran su lengua materna” (103). Después de hacerse científico y adoptar la Argentina como segunda patria, el proyecto de Stevensen pasa a ser la construcción de “una réplica en miniatura del orden del mundo” (104). Figura utópica, productor de universos imaginarios, Stevensen sería una reencarnación contemporánea de “Fourier o Macedonio Fernández” (103). Otra metáfora viva de la alteridad, el húngaro Lazlo Malamüd - aclamado traductor del Martín Fierro pero pésimo hablante de castellano - se esforzaba por expresarse en una lengua de la que sólo conocía su gran poema. A partir del léxico de Martín Fierro, Malamüd construía “un idioma imaginario, lleno de erres guturales y de interjecciones gauchescas” (16), que sin embargo preservaba la musicalidad inconfundible del poema de Hernández: “No más - dijo-. Una vida desgraciada. Yo no merece tanta humillación. Viene primero el juror después la melancolía. Vierten lágrimas los ojos, pero su pena no alivia” (17).
Narrador en un idioma extranjero, Malamüd recuerda al exiliado político y joven filósofo de Respiración artificial, Tardewski, quien publica en un artículo periodístico de Buenos Aires los frutos de una investigación a la cual había dedicado la vida. Escrito por él en inglés y traducido por un amigo al castellano, ese artículo suyo - que él ya no podía leer - era todo lo que le había quedado. El texto narraba un putativo encuentro entre Hitler y Kafka en Praga alrededor de 1909-10, en el cual Hitler le habría narrado a Kafka sus planes para Mein Kampf. Tardewski interpreta toda la obra de Kafka como una respuesta a ese encuentro. Tomando al pie de la letra la distopía narrada por Hitler, la obra de Kafka sería una anticipación de la pesadilla por venir. Tardewski, a su vez, tendría en común con Kafka ese acercamiento urgente y desesperado al lenguaje, ese intento de cifrar en él, crípticamente, una dimensión profético-alegórica. El encuentro con Mein Kampf había sido un puro azar: mientras buscaba fragmentos de Hippias y acumulaba material para su obra sobre Heidegger en los presocráticos - es decir, el impacto retrospectivo del autor de Ser y tiempo en sus firmas - Tardewski terminó con el libro de Hitler, debido a una confusión en el catálogo HI en la biblioteca. La ironía impresionante era que una lectura cuidadosa de la pesadilla narrada por Mein Kampf hacía inútil su proyecto anterior sobre Heidegger y los presocráticos. El asunto era ahora Heidegger en Hitler, ya no tenía sentido buscar a Heidegger en Hippias o Parménides. El gran pensador del siglo XX dirigía el pensamiento hacia Hitler, invitando al lector a ver en el Führer la culminación de la filosofía occidental. Esta sería la verdadera grandiosidad, la radical inteligencia de la obra de Kafka: permitirnos leer Mein Kampf como la culminación de la tradición filosófica inaugurada por el Discurso del método de Descartes. En un mundo en que la Razón encontraba su culminación en Hitler, el número de opciones a disposición de Tardewski se reducía a dos: complicidad o fracaso. Por tanto, gracias a una confusión de fichas bibliográficas Tardewski viene a depararse con el fin de la filosofía: "De modo que la filosofía había empezado a terminarse para mí. El orden de la serie HI en el catálogo de la biblioteca. Bastó, como usted ve, un simple cambio de fichas" (RA 248 192).
La misión de Junior en La ciudad ausente implica la preservación de la posibilidad de que personajes como éstos sigan narrando sus historias. Su tarea sherlockiana es seguir las pistas hacia la máquina utópica de Macedonio, ahora ya forzada a la clandestinidad en una ciudad en que el arte del relato se encuentra amenazado. En el proceso, Junior da con una de las historias puestas en circulación por la máquina, un testimonio que cuenta la vida y muerte del primer anarquista argentino. Abundan aquí las imágenes de violencia contra la clase trabajadora: cementerios clandestinos, calaveras, esqueletos, los restos de las derrotas pasadas. “Un mapa de tumbas como vemos acá en estos mosaicos, así, eso era el mapa, parecía un mapa, después de helada la tierra, negro y blanco, inmenso, el mapa del infierno” (39). Los relatos se le aparecen a Junior como emblemas, criptas de su esfuerzo por interpretar la máquina de Macedonio. La “ciudad ausente” del título comienza a vislumbrarse como ciudad de los muertos, en la que algunas calaveras han sobrevivido como jeroglíficos alegóricos.
La máquina de Macedonio mantiene una relación fundamental con un proceso irresuelto de duelo:
En esos años había perdido a su mujer, Elena Obieta, y todo lo que Macedonio hizo desde entonces (y ante todo la máquina) estuvo destinado a hacerla presente. Ella era la Eterna, el río del relato, la voz interminable que mantenía vivo el recuerdo. Nunca aceptó que la había perdido. En eso fue como Dante y como Dante construyó un mundo para vivir con ella. La máquina fue ese mundo y fue su obra maestra. (48-9).
La utopía de Macedonio sería construir una máquina afectiva que pudiera narrar la aflicción y el amor perdido, contrarrestar la muerte en un mundo virtual. El luto por Elena sirve de base al despliegue de relatos en la máquina. Tras la muerte de Elena, Macedonio lleva su vida al límite de la renuncia, “él abandonó todo, a sus hijos, su título de abogado, incluso sus escritos de medicina y filosofía, y empezó a vivir sin nada, casi como un linyera por los caminos, con otros anarquistas...” (156). Pensando en Elena como la Eterna, Macedonio mantuvo la convicción de que la máquina de relatos - el museo de la novela - combinaría restitución política y afectiva. Del recuerdo de Elena dependía la posibilidad misma de supervivencia en una polis en que el estado ejercía su control insertando memorias artificiales, privando a los sujetos de su pasado y forzándolos a vivir en tercera persona. La elaboración del trabajo del duelo implica aquí una confrontación con la doxa postdictatorial del olvido, y esta es la primera lección de Junior en el rastreo de la máquina de Macedonio.
La máquina macedoniana es, entonces, afectiva y política, singular y colectiva, doliente y utópica. Habría que diferenciarla, empero, del impulso idealizador y transcendentalizador con que el cristianismo platonizante siempre ha luchado por “evitar una cierta conflagración terminal de la carne.”[160] No se trata aquí de inmortalizar a Elena en un monumento idealizante. La máquina de relatos es la respuesta de Macedonio a la pérdida del objeto amado, pero, ¿cuál sería la naturaleza de esta máquina? ¿una máquina platónica que preservaría una Beatriz moderna en un reino de formas ideales? ¿máquina cristiana que trascendería la sucia carne en favor de un alma pura? ¿máquina compensatoria? ¿Cómo evocan, mimetizan, hacen presente el objeto perdido las historias compiladas en la máquina? Éste es el nudo que hay que deshacer en La ciudad ausente, un nudo reductible, proponemos nosotros, a una sola pregunta: ¿cuál es la naturaleza del vínculo que une la mímesis al duelo?
Desde Sócrates, quien sospechaba profundamente del duelo como diseminador potencial de un desorden político incontrolable, la labor de la filosofía siempre ha tenido mucho que ver con la sabia administración de los afectos. El mismo movimiento de lo particular a lo universal nunca tiene lugar independientemente del duelo, en el sentido preciso de que la gran virtud de lo universal residiría en la posibilidad de trascender la mortalidad de lo particular. El saber universalizante de la filosofía tendría así el papel de revelar el apego a lo particular como un afecto insensato, imprudente, indigno de un filósofo: la domesticación del duelo sería, desde este punto de vista, el origen del idealismo. En la conocida expatriación de la mímesis poética en el libro 10 de la República, se condena a la poesía por su complicidad con “dolores y placeres del alma” tales como la aflicción (605d), la risa (606c), el sexo y el enfado (606d).[161] Sin embargo, la aflicción parece disfrutar de un lugar central como la más turbulenta, la más peligrosa de todas las amenazas afectivas a la República; ya en el libro 3 los enlaces entre lo mimético y el duelo constituyen preocupación crucial para el filósofo-legislador. La educación de las almas jóvenes debe privilegiar “decires que les harán menos temerosos de la muerte” (386a). Bajo este precepto general, antes incluso de que se considere la prohibición de lo mimético, la República anuncia la condena de la poesía por sus conexiones con ciertos afectos clandestinos, especialmente aquellos que llevan a los jóvenes a preferir la esclavitud y el fracaso a la muerte. Lo que hay que enseñar es la ausencia de temor a la muerte. El telos de la educación sería formar “niños y hombres que están destinados a ser libres y temer más la esclavitud que la muerte” (387b). La imitación poética, sin embargo, al dar voz a lamentaciones y sufrimiento divinos, al ofrecer imágenes horrendas del Hades, mostrar alucinaciones y fantasmas, no puede sino infundir miedo a los jóvenes, haciéndoles “más sensibles y blandos de lo que los quisiéramos” (387b). De hecho, “todo el vocabulario del terror y el miedo” debía ser prohibido; no sólo la tragedia, sino también la épica es retratada por el filósofo como irrevocablemente cómplice de la lamentación y la pena. Anticipando la prohibición que recaerá sobre la mímesis poética en el libro 10 - “no podemos admitir ninguna poesía en nuestra ciudad excepto himnos a los dioses y alabanzas de hombres buenos” (607a) - Platón decide purgar la mímesis de la perniciosa influencia del duelo:
Una y otra vez pediremos a Homero y los demás poetas que no retraten a Aquiles, el hijo de una diosa, “yaciendo ahora de costado, y ahora de espaldas, y ahora bocabajo” y luego levantándose y “arrastrándose enloquecido junto al yermo océano”, ni agarrando con ambas manos la negra arena y derramándola sobre su cabeza, ni llorando y lamentándose en el modo y medida atribuido a él por el poeta (388b).
Nos encontramos ante el nudo que indisociablemente une la regulación de las prácticas miméticas - el exilio fundamental del poema - a la represión del duelo como afecto social cuya proliferación podría, al provocar una explosión incontrolable de dolor, minar los fundamentos mismos del orden en la polis. Como se hace explícito también en Leyes, se recomienda precaución contra coros que “hunden la ciudad en lágrimas repentinas” con sus “deformaciones quejumbrosas” (800d).[162] El duelo representaría para la polis un afecto perturbador, insensato, imprudente. De ahí la función del filósofo como regulador, domador del duelo, que contrarrestaría la influencia del poeta homérico que vocea sus demandas desmedidas, irracionales. La sabiduría del filósofo gobierna e impone límites al luto, pues el luto es, por definición, ajeno a todo espíritu productivo, ajeno a la lógica de la producción en cuanto tal.
Se condena, entonces, a la mímesis por su complicidad con el duelo. Esta complicidad, en la reflexión platónica, se caracteriza por su naturaleza sumisa. La poesía se inclina ante el duelo y lo reconoce como su amo: “la imitación poética ... riega y alimenta esos sentimientos, mientras que lo que deberíamos hacer es secarlos; los establece como nuestros dominadores, cuando deberían ser dominados.”[163] El crimen definitivo de la poesía sería su negativa a ejercer un control efectivo sobre la potencial diseminación del duelo. La amenaza a la polis surge, entonces, no exactamente de lo mimético sino del desorden, del fracaso de lo mimético. Sería la imposibilidad de la mímesis (su fracaso en cuanto instancia controladora de lo mimetizado), no su realización - su fragilidad, no su efectividad - lo que desencadenaría la economía del duelo. En este sentido, la victoria de la lectura platónica es haber postulado un espacio en que se identifica el fracaso de la mímesis con una persistencia problemática, perturbadora del duelo. La lectura platónica hace de la poesía, por su misma falta de efectividad como curación, un peligroso enemigo del orden social.
No está en juego aquí, hay que aclarar, ninguna “superación” o “subversión” de Platón: la máquina macedoniana, en la medida en que toma como punto de partida la relación umbilical, constitutiva, entre mímesis y duelo, no sería sino una máquina platónica. En diálogo con la tradición de literatura doliente inaugurada por la Ilíada, también en La ciudad ausente “el duelo ... se representa como una estructura de autorreflexión en que la muerte del otro incita el autoduelo en el observador.”[164] Tras la muerte de Elena, Macedonio se confía a Russo: “que yo piense en ella es natural, pero que ella piense en mí ahora, después de muerta, es algo que me entristece profundamente” (162). Macedonio no puede soportar la idea de Elena muerta pero aún pensando en él y sufriendo por su soledad; se trata, por tanto, de cumplir luto por el luto de Elena, por la impotencia en contribuir a la conclusión exitosa del luto de ella por él. Autoduelo que, sin embargo, no erige el escudo autoprotector del narcisismo - clásico mecanismo de defensa contra el duelo - sino que más bien entrega el yo al vértigo del afecto. Macedonio, el poeta que hizo de su obra un intento de “perturbar el yo, desalojar el bienestar de cada uno en sí mismo,” se niega a encarcelar el afecto dentro de las fronteras seguras de un ego estable. La máquina no sería un sustituto de Elena, una repetición ventrílocua o masturbatoria de su memoria, sino que la diseminaría hacia un terreno desconocido y utópico, donde se armaría - apuesta utópica de Macedonio - una reconexión definitiva del recuerdo subjetivo con la historia de la polis.
En su investigación sobre el legado de la máquina, Junior da con uno de los cuentos intercalados fundamentales de la novela, la historia de los “Los nudos blancos.” Se trata de la historia de la clínica del Dr. Arana, de reinserción / reciclaje de memorias y programación de recuerdos al servicio de la contrainteligencia estatal. El Dr. Arana se inserta en la tradición de Arocena, el censor e interceptador de cartas de Respiración artificial: paranoica voluntad de verdad, desciframiento minucioso de lenguajes secretos con vistas al control social. La clínica del Dr. Arana toma posesión de los “nudos blancos,” zonas condensadas que definen la “gramática de la experiencia,” un conjunto vacío de formas, fragmentos y ruinas alegóricas que operan como código lingüístico y genético. La clínica es una ciudad distópica en que cada vez que alguien se mira en el espejo, ve la cara de otro. El sistema de espejos sugiere un panopticon telemático, en que la persona es “metida en una memoria ajena, obligada a vivir como si fuera otra” (89-90). Como K. en El proceso, las víctimas son forzadas a relacionarse con su pasado en la tercera persona. La clínica es un mundo en miniatura en que “habían unificado la hora en todo el mundo para coordinar las noticias del telediario de las ocho” (76). El tratamiento del Dr. Arana consiste en convertir en adictos a los psicóticos, regulando su delirio a través de una dependencia extrema. Metáforas médicas, militares y mediáticas proveen el vocabulario básico de la clínica, invariablemente puntuado por una frase bastante conocida por los argentinos - “quiero nombres y direcciones” (83).
Entre los cuerpos y mentes con que se experimenta en la clínica está Julia Gandini, activista clandestina casada con un trotskoperonista ahora desaparecido. Lanzada a una historia ajena sobre su propio pasado, forzada a repetir una lección de resignación y “realismo,” ella es la figura postdictatorial por excelencia. En el discurso recitado por Julia Gandini tras ser sometida a esa lobotomía virtual, Piglia parodia la retórica automortificante y culpable prevalente en las autocríticas postdictatoriales de la izquierda argentina: “le recitó la lección, Mike estaba equivocado y había muerto porque la violencia genera violencia ... ‘tuvimos que pasar por esta hecatombe para darnos cuenta del valor de la vida y el respeto de la democracia’ Repetía la lección como un lorito, con un tono tan neutro que parecía irónico. Era una arrepentida” (94-5). La memoria prostética de Julia Gandini, implantada por el estado tecnoclínico, ilustra la hegemonía de la Realpolitik en la postdictadura. El estado pasa del lenguaje quirúrgico de la amputación (el campo de la medicina hegemónico en la concepción militar del país como un cuerpo enfermo con varias partes incurables) al lenguaje psicologizante, confortador del neobehaviorismo. Se insertan el arrepentimiento y la reconciliación en el cerebro de Gandini como modo de controlar la simbolización del pasado. El estado toma ahora la forma de una fábrica de narrativas recuperativas que imaginariamente disuelven la pérdida dentro de un etos de resignación.
Este “realismo” contrasta con la apuesta de Elena al futuro en su infiltración detectivesca en la clínica. Moviéndose en un mundo experimental, virtual, en que “nadie parecía tener recuerdos propios” (72), Elena se enfrenta a la alianza entre vigilancia política y tecnología moderna: aparatos de televisión, walki-talkies y cámaras vigilan la clínica, guardada por el estado paranoico postdictatorial como una fortaleza de seguridad nacional. El objeto de su intervención en la clínica del Dr. Arana son los nudos blancos: “marcas en los huesos. El mapa de un lenguaje ciego común a todos los seres vivos ... A partir de esos núcleos primitivos, se habían desarrollado a lo largo de los siglos todas las lenguas del mundo” (84). El único contacto de Elena dentro de la clínica es un tal Reyes, gangster, traficante de drogas y profesor de literatura inglesa. Junto con él y unos cuantos científicos extranjeros, Macedonio y Elena constituyen la única red política alternativa en la novela, red que Junior tiene ahora la labor de reconstruir. A lo largo de su misión detectivesca, las historias que pueblan el museo interrumpen el flujo de la trama y pasan a armar una galería de personajes tiranizados, niños fracasados, suicidas excéntricos, desórdenes lingüísticos incurables. Uno de esos cuentos es “Un Gaucho Invisible,” que nos introduce a un extraño personaje que raya en lo innombrable.
El gaucho invisible es el hombre anónimo y fracasado, diariamente ignorado en los círculos de conversación, y más desafortunado que los que le rodean, en el sentido de que la sumisión social es para ellos compensada imaginariamente a través de una autoafirmación machista a nivel individual, contra mujeres y contra hombres como él: “Sólo le hablaban si tenían que darle una orden y nunca lo incluían en las conversaciones. Actuaban como si él no estuviera. A la noche se iba a dormir antes que nadie y tirado entre la mantas los veía reír y hacer chistes cerca del fuego; le parecía vivir un mal sueño” (45-6). De forma muy similar a los miserables pequeño-burgueses de Arlt, Burgos pertenece al linaje de los que no pueden encontrar comunidad entre los humillados. “Arlt -que conocía a Dostoiewski- sabía muy bien que nada hay más estrecho que la relación que une el verdugo a la víctima, el humillado al que humilla. Pero sabía también que esa relación en cambio es improbable entre humillados.”[165] Como sus precursores, sólo en el acto enteramente gratuito encuentra Burgos una fuente de restitución afectiva.
Casi por casualidad recibe su oportunidad de restitución mientras enlaza un ternero que se está ahogando en el río. Puesto que en los primeros intentos se las arregla para hacer al animal tragar una gran cantidad de agua y prolongar su sufrimiento, provoca la curiosidad del círculo de gauchos, y siente por primera vez que le ha sido asignado un papel activo. Se trata, aquí, de una voluntad de poder que se afirma a partir de una descarga compensatoria de resentimiento:
Burgos lo enlazó y lo levantó en el aire y cuando el ternero estaba arriba lo volvió a soltar. Los otros hombres festejaron la ocurrencia con gritos y risas. Burgos repitió varias veces la operación. El animal trataba de eludir el lazo y se hundía en el agua. Nadaba queriendo escapar y los hombres incitaban a Burgos para que volviera a pescarlo. El juego duró un rato, entre bromas y chistes, hasta que por fin lo enlazó cuando estaba casi ahogado y lo levantó despacio hasta las patas de su caballo. El animal boqueaba en el barro, con los ojos blancos de terror. Entonces uno de los paisanos se largó del caballo y lo degolló de un tajo.
-Hecho, pibe -le dijo a Burgos-, esta noche comemos asado de pez. -Todos se largaron a reír y por primera vez en mucho tiempo Burgos sintió la hermandad de los hombres.
Habitando un mundo abandonado por los dioses y ya convertido, por el resentimiento, en fuerza puramente reactiva, para Burgos sólo el sacrificio gratuito del más débil puede redimir, aunque momentáneamente, los escombros acumulados bajo la pila de derrotas impuestas por la vida. Puesto que todo principio transcendental de justicia se ha disuelto para estos personajes, sólo les queda la afirmación de una pura voluntad de poder. Su afirmación de tal voluntad, empero, no puede sino ser reactiva: en la sesión de tortura al ternero, en la delación de un amigo o el estrangulamiento de una bizca (Astier y Erdosain, personajes de Arlt), la escala jerárquica de verdugos genera un deseo rencoroso de compensación. En la labor de elaborar sus pérdidas diarias, su afirmación de la voluntad de poder ha caído presa del resentimiento. Entrenados lo suficiente en la escuela de la derrota como para no creer en ningún dios, pero demasiado débiles para anticipar al superhombre, estos son personajes liminales, vespertinos. Al reducir la voluntad de poder a un acto de restitución compensatoria, producen esa mezcla oximorónica: un afirmación reactiva, un abrazo negativo y nihilista del sí.[166]
Sin nada que perder, los desgraciados de Dostoiévski, Arlt, Piglia, incorporan la enseñanza fundamental transmitida por la tradición de los vencidos: “las cosas siempre pueden empeorar” (PP 12). Se emparentan así con el yo que habla en tantos tangos - sujetos traicionados y abandonados, habilitados por sus derrotas para ver la realidad sin velos ni distorsiones y percibir la discontinuidad fundamental entre la justicia y la ley, la amoralidad inmanente a todas las cosas.[167] De la convicción de que ningún sistema jurídico jamás coincidirá con la justicia ellos derivan su escepticismo respecto a toda redención. En un mundo en que toda acción se reduce a una pura afirmación de sí misma, de su propio poder y derecho a existir, estos personajes deben embarcarse en un acto final y gratuito que sólo puede llevarse a cabo en una esfera más allá de toda moral.
Tal suspensión de la moral también tiene lugar en “Primer amor,” la historia de una pasión de infancia fracasada: “sé que nos habíamos enamorado y que tratábamos de ocultarlo porque éramos chicos y sabíamos que queríamos algo imposible” (52). Golpeado por el mundo, este Romeo se ve forzado a comunicarse con su Julieta a través de la palabra escrita - “apenas sabíamos escribir” (53) - antes de verla arrastrada del colegio por el padre. La cuestión para el narrador que recuerda pasa a ser, entonces, la elaboración de una pérdida que poblará sus fantasías por toda la vida. Y es en sus intentos de simbolización de la pérdida que Piglia inserta una fina reflexión acerca de las relaciones entre la mímesis y el narcisismo. El protagonista oye a su madre decir que se puede invocar a cualquier ser amado con sólo poner un espejo bajo la almohada. Tomando el espejo del padre - “a la noche, cuando en casa todos se habían dormido, yo caminaba descalzo hasta el patio del fondo y descolgaba el espejo en el que se afeitaba mi padre todas las mañanas” (53) - el protagonista empieza a soñar con múltiples imágenes de Clara en el espejo. La imagen funciona aquí como un mecanismo de simbolización de la pérdida organizado, sin embargo, por un eje edípico: dormir con el espejo del padre es una forma de cumplir la profecía de la madre. En el intento de compensar la pérdida, el protagonista entabla un intercambio mimético con el espejo cuya culminación yace años más adelante, cuando él sueña que está soñando con Clara en el espejo. El protagonista ve a Clara, el objeto perdido, como una niña, caminando hacia él “tal cual era de chica, con el pelo colorado y los ojos serios. Yo era otro, pero ella era la misma y venía hacia mí, como si fuera mi hija” (53-4). Llevando así a cabo la profecía de su madre - al reactivar los poderes miméticos del espejo del padre - el protagonista se reinstala a sí mismo en el vértice paterno del triángulo edípico: la simbolización de la pérdida le ha forzado a identificarse con la figura del padre. La mímesis ha reinsertado al padre y llevado al protagonista a identificarse con él en sus sueños. El espejo del padre, un instrumento de cicatrización onírico, pasa a contener la potencial explosión de dolor por la pérdida. Se suspende aquí, el lector habrá notado, la complicidad temida por Platón entre duelo y mímesis. El estatuto de lo mimético como un portavoz de los afectos dolientes, tan temido por Platón e instalado desde entonces en el corazón de la filosofía occidental, sucumbe ante el triángulo edípico. Lo mimético aquí ya no tendría que ser razón de preocupación para el filósofo-legislador. Lejos de ser un peligroso instigador del duelo, la mímesis, para el protagonista, impide el desbordamiento del duelo en un abismo afectivo. Es la mímesis lo que reinserta al protagonista en el interior del triángulo edípico, manteniéndolo así bajo el control de la ley del padre. De modo muy similar al gaucho invisible, quien sólo puede encontrar una afirmación compensatoria y reactiva de la voluntad de poder en la tortura del ternero (sometiéndose así a la prosaica ley del mundo al reproducirla sobre el más débil), el protagonista de “Primer Amor,” constituido por la pérdida de Clara, mantiene el duelo a raya a través de la sustitución metafórica de imágenes delimitada por la identificación con la figura del padre.
En su elaboración de la pérdida, los personajes de estos relatos dejan detrás de sí las trazas que más tarde serán el objeto de investigación de Junior. En su visita al museo Junior ve el espejo del padre, un escombro más que será transformado en núcleo narrativo en la máquina de relatos. En estos primeros momentos, la máquina simplemente recombina los elementos básicos del relato de Poe, en variaciones relativamente simples sobre el tema del doble. Si “William Wilson” narra la trayectoria de un hombre atormentado por su doble y conducido a matarlo a él y a sí mismo, “Un gaucho invisible” relata la impotencia de Burgos en replicar la voluntad de poder alrededor suyo, hasta que su resentimiento es redimido en la tortura del ternero. De forma análoga, “Primer Amor” cuenta la historia de un protagonista que lleva a cabo la profecía de la madre al proyectar el reflejo de un amor perdido sobre el espejo del padre, mientras que la imagen de esa madre es sustituida / restituida a través del doblaje de la niña que regresa cuando el protagonista se sitúa, oníricamente, en el vértice paterno del triángulo edípico. Tras esas combinaciones iniciales y bastante simples, la máquina incorpora el error y la contingencia como principios fundamentales de operación. Cada vez que Junior se pone en contacto con restos de los relatos, otra pieza del rompecabezas encuentra su lugar:
Junior empezaba a entender. Al principio la máquina se equivoca. El error es el primer principio. La máquina disgrega “espontáneamente” los elementos del cuento de Poe y los transforma en los núcleos potenciales de la ficción. Así había surgido la trama inicial. El mito de origen. Todas las historias venían de ahí. El sentido futuro de lo que estaba pasando dependía de ese relato sobre el otro y el porvenir (103).
Junto con el espejo, Junior encuentra, en su visita al museo de relatos, un anillo superviviente de “La Nena,” una de las historias preservadas y recicladas por la máquina.
La protagonista de “La Nena” es una niña singular - fascinada por máquinas y bombas - que toma el movimiento de un ventilador como modelo del mundo. Cuando su madre lo apaga ella empieza a tener problemas con el lenguaje, enterrando en su memoria las palabras que conocía y perdiendo la capacidad de usar pronombres personales. Pasa, entonces, a recurrir a ciertas metáforas extremadamente creativas y alucinatorias: “arena blanca” es azúcar, “barro suave” es manteca, “aire húmedo” es agua. Puesto que los médicos insisten en “curas” eléctricas, los padres se niegan a confiarla a una clínica y deciden buscar una forma vacía, un modelo de sintaxis que pudiera reemplazar el ventilador y darle forma a su lenguaje. El padre, un músico frustrado convertido en profesor de matemáticas, al final lo encuentra en la música:
El padre abandonó la clínica del Doctor Arana y comenzó a tratar a la niña con un profesor de canto. Necesitaba incorporarle una secuencia temporal y pensó que la música era un modelo abstracto del orden del mundo. Cantaba arias de Mozart en alemán, con Madame Silenzky, una pianista polaca que dirigía el coro de la iglesia luterana en Carhué. La nena, sentada en una banqueta, aullaba siguiendo el ritmo y Madame Silenzky estaba aterrorizada, porque pensaba que la chica era un monstruo. (57).
La niña comienza a tararear y articular bloques de sonidos modelados por la sintaxis musical. Se trata aquí de una forma semiótica pura de la cual toda experiencia ha sido eliminada. Al sufrir la pérdida de su madre, ella comienza a asociar su muerte con un lied de Schubert: “cantaba la música como quien llora a un muerto y recuerda el pasado perdido” (58). Su entrada al lenguaje está mediada por el duelo por la madre y por una lengua perdida que intenta recapturar. Mientras la música la dota de una noción inicial de sintaxis, su padre comienza a trabajar en su léxico.
Sentado en un sofá y contándole un relato como si cantara un aria, el padre busca en los relatos un modelo en que cada frase pudiera ser “modulaciones de una experiencia posible” (59). Esta es la razón por la que opta por contar la misma historia en infinitas variaciones. Una de las versiones más antiguas la cuenta en el siglo XII William de Malmesbury en su Chronicle of the Kings of England: durante un juego con amigos en el jardín, un joven de la nobleza romana, que acaba de celebrar su boda, inserta su anillo en el dedo de una estatua. Al regresar encuentra los dedos de piedra cerrados y se da cuenta de que ya no podrá recuperar el anillo. En su segunda visita al jardín descubre que la estatua ha desaparecido. En la primera noche con su esposa le esconde la verdad, pero cuando yace en la cama se da cuenta de que algo se ha interpuesto entre sus cuerpos. Temblando de terror, oye una voz: “Abrázame, hoy te uniste conmigo en matrimonio. Soy Venus y me has entregado el anillo del amor” (59). Este núcleo narrativo se repite en varias variables. Una recopilación alemana de fábulas titulada Kaiserchronic ofrece una versión diferente, en que la estatua ya no era Venus sino la Virgen María. El joven desarrolla un pasión mística por ella y se convierte en monje, después de que la madre de Dios se interpone castamente entre los novios en la noche de bodas. La historia sobrevive en una pintura anónima de la época, en que se ve a la Virgen María con un anillo en el dedo y una sonrisa enigmática en los labios. Otra versión, ahora con flashbacks modernos y espectaculares giros narrativos, es contada por Henry James en su “The Last of the Valerii,” que relata el matrimonio entre una burguesa americana y un noble italiano en la Roma del Risorgimento. Tras excavar una estatua de Juno en su Villa, el conde cae presa de una intensa fascinación por ella y finalmente sustituye completamente a su esposa por la estatua. La felicidad sólo regresa a la vida de la pareja cuando la condesa arranca el dedo anular de la estatua de mármol y lo entierra en el jardín.
Esta es la versión que la niña finalmente aprende, primero a través de un lenguaje puramente corporal y después con pequeños bloques de sonido tomados de las varias permutaciones narrativas. Cuando oye la historia de Henry James ya ha completado un ciclo: “la nena se fue de la historia, como quien cruza una puerta salió del círculo cerrado del relato y le pidió a su padre que comprara un anillo (anello) de oro para ella. Estaba ahí, canturreando y cloqueando, una máquina triste, musical” (61). El anillo surge aquí como figura emblemática de ese núcleo primario, el nudo alrededor del cual giran todas las variables narrativas posibles. Como un “nudo blanco” - marca originaria en los huesos, anterior a toda simbolización - el anillo emblematiza todos los relatos que hablan del poder del relato. El anillo de la nena sobrevive como emblema de un lenguaje perdido; se trata aquí de un objeto que adquiere una sobrevida en cuanto ruina alegórica. Concentrando en sí el poder restitutivo y redentor del relato, el anillo pertenecería a esa clase de ruinas que ofrecen el pasado para ser leído como una mónada, de modo muy semejante a un emblema barroco. Tales emblemas siempre llevan en sí las marcas de un tiempo de desolación, viajan a través de la historia como imágenes encriptadas, alegorías lanzadas al desciframiento. En el caso del anillo, el objeto alegórico delimita una imposibilidad - el anillo encierra a sus dueños en un deseo que no pueden realizar ni comprender - pero no sólo opera alegóricamente respecto a la pérdida a la cual alude, sino que también se ofrece como representación alegórica de la alegoría misma, emblema de la alegoría en cuanto confrontación tropológica con el fracaso. En la contemplación silenciosa de la niña sobre los objetos del mundo, o en su versión doliente y disonante de un lied de Schubert, se deja leer el deseo melancólico propio de la mirada alegórica: “esta es la esencia de la inmersión melancólica: que sus objetos finales [letzten] ... se transformen en alegorías, que esas alegorías colmen y nieguen el vacío en que se representan [sich darstellen].”[168] No es gratuito, por tanto, que Junior encuentre en el museo, junto al anillo, una copia de la Anatomy of Melancholy, de Burton, donde, a propósito, se cuenta otra variación de la misma historia.
Sin embargo, el anillo también apunta a esa afirmación con la que el poder del relato intenta contrarrestar la melancolía de la pérdida. El vacío referido por Benjamin irrumpe, en el relato de Piglia, cuando la niña pierde su habla incipiente. El agujero dejado por la pérdida demanda un tropo que lo pueda nombrar: “Ese relato era la historia del poder del relato, ... narrar era darle vida a una estatua, hacer vivir a quien tiene miedo de vivir” (62). De ahí la ubicuidad de lo alegórico en Piglia: la alegoría toma una ruina no para hacerla inmediatamente codificable, sino para preservar la intempestividad de sus enigmas. En estos términos se podría hablar de un regreso restitutivo de lo alegórico bajo la forma relato en la obra de Piglia: el relato es la única instancia en que se redime la memoria del objeto perdido. Al encriptarse como alegoría, sobreviviendo como ruina del pasado, el anillo apunta al vacío y demanda restitución. Pero lo que se tiene que restituir aquí, por pertenecer al orden de la experiencia - los restos de experiencia codificados en el lenguaje para siempre perdido por la niña - ya no puede ser recuperado. El arte del relato lo sabe, y por tanto se plantea la labor irrazonable de producir experiencia sintéticamente, a posteriori.[169] La tarea a que se enfrenta el arte del relato sería, entonces, ofrecer restitución sabiendo perfectamente que toda restitución es imposible, hacer del reconocimiento de la imposibilidad de restitución su gesto más restitutivo. El relato se convierte en la única instancia afirmativa en lo que, por lo demás, es un vacío abismal de pérdidas. Sus enigmas condensan en sí una forma críptica de restitución, una redención jeroglífica que se anuncia y se aplaza incesantemente, como la visionaria utopía macedoniana de un libro futuro total y perfecto.
Este es entonces el plan de La ciudad ausente: la máquina de Macedonio salvaría ese anillo originario, preservaría esa célula primordial. Replicando el Museo de la novela de la Eterna en su intento de aproximarse a esa “forma posible,” situada por Macedonio en la experiencia estético-filosófica de la autodesrealización - el devenir-ficción de uno mismo, esa epifanía del tipo más oximorónico, antiepifánico -, La ciudad ausente también mimetiza la línea argumental de la novela policial. La ciudad ausente continúa el tributo de Piglia al relato policial, pero mientras que en Respiración artificial se manejaba la historia desde el punto de vista del detective, La ciudad ausente cuenta quizás la misma historia (“un crimen o un viaje, qué otra cosa se puede narrar?” ha apuntado Piglia), pero con una inversión clave: se narra desde el criminal. La maquina narrativa se pone al servicio del deseo conspiratorio. Toda la política de La ciudad ausente se juega ahí, en el concepto de lo político como ficción secreta y paranoica. Respiración artificial seguía la pista de una sucesión de crímenes y catástrofes después entendidas como la Historia misma. Los atributos del detective clásico, el rastreo de pistas y la restauración del sentido, guiaban a cada personaje en su búsqueda, ya fueran redenciones utópicas del presente (el problema de Ossorio y Maggi), o el lenguaje que pudiera posteriormente narrar la trayectoria de los utópicos (la pregunta de Renzi). Sus tareas estaban delimitadas por una historia que exigía que se convirtieran en detectives. Respiración artificial hacía del lector un cómplice en una operación descifratoria. La ciudad ausente continúa estas operaciones de desciframiento, pero ahora como atributos del criminal. Junior sigue la pista un Macedonio ya proscrito por la ley, y disemina la utopía subterránea de un relato futuro como la semilla de un grandioso crimen.
Todas las narrativas detectivescas son, desde luego, prólogos a un relato futuro: una novela de detectives sólo encuentra su cumplimiento en la resolución del sistema de enigmas que abriría la posibilidad de contar una historia, de contar la historia del crimen. En este sentido el género policial se emparentaría al magnum opus de Macedonio, donde, sin embargo, tal narrabilidad sólo surge como promesa aplazada. La ciudad ausente se instala, por tanto, en la contradictoria encrucijada entre la poética del desenlace, propria del relato policial, y la antinovela abierta imaginada por Macedonio. El relato virtual, aún por conquistar, organiza la arquitectura del texto, como en Poe o Doyle. Pero el desenlace ya no es una resolución de conflictos, una restauración de sentido, según un modelo dialéctico. El desenlace ya no se pretende un cierre, y en este respecto el tributo de Piglia a la novela policial permanece ambiguo. La ciudad ausente es una novela sherlockiana en tanto que convierte el cuento final, el relato a conquistar, en objeto de deseo y principio de organización de la trama. Pero, como en un texto macedoniano, el cuento final nunca es final, no anuncia una síntesis dialéctica de una trayectoria, sino más bien un paso hacia el afuera.
Decisiva en la investigación de Junior es su visita a Ana Lidia, profesora de filosofía que abandona la academia para convertir la librería de su abuelo en el mayor centro de investigación y reproducción de la máquina-museo. La mente más lúcida y radical de la novela, Ana opera de forma clandestina, reprocesando y circulando versiones apócrifas de las narrativas preservadas en la resistencia. La información crucial que Ana le pasa a Junior está, como siempre, codificada en un cuento, la narrativa de “una isla, ... una especie de utopía lingüística sobre la vida futura” (111). Así, el rastreo del legado de la máquina macedoniana lleva a Russo al clímax de la novela, el relato de “La isla.”
La isla, “poblada de ... gente que ha llegado de todas partes perseguidos por las autoridades, amenazados de muerte, exiliados políticos” (123), es la imagen fantasmática de una polis joyceana en que las lenguas no duran más que unos pocos días, y Finnegans Wake es el único libro que sobrevive en todos los idiomas, legible y transparente como un escritura sagrada. Las lenguas no son manejadas por un cogito onmipotente: se suceden como “un pájaro blanco que en el vuelo va cambiando de color” (125), ahogando a sus hablantes en la inmanencia de sus metamorfosis. Los isleños “hablan y comprenden instantáneamente la nueva lengua, pero olvidan la anterior” (126). Sufren de la ausencia de una conciencia trascendental que pueda evaluar los mareantes cambios lingüísticos que atraviesan. Toda experiencia se disuelve junto con la lengua en que fue confeccionada. Todo en la isla se define por el carácter inestable del lenguaje: cartas ya ilegibles alcanzan a sus destinatarios, hombres y mujeres que se amaban en un lengua apenas pueden disimular su mutua hostilidad en la siguiente. Este es un mundo regido por el vacío de la memoria, en el que “uno olvida siempre la lengua en que ha fijado los recuerdos” (124). Todas las obras maestras mueren tan pronto como desaparecen las lenguas en que han sido escritas. Ninguna vida en la isla permanece indemne al olvido: incluso cuando los trabajadores se reúnen en un bar irlandés para celebrar el fin de semana, tararean y silban la melodía de un vieja canción, incapaces de recordar la letra que acompaña a la música. “Sólo el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí mismo” (128).
La lingüística, la ciencia más avanzada en la isla, está fundamentada por la imposibilidad de coexistencia entre abuelos y nietos, debido a la creencia de que los primeros se reencarnan en los segundos. En esta singular reencarnación generacional, “la lengua ... acumula los residuos del pasado en cada generación y renueva el recuerdo de todas las lenguas muertas” (127). Se podría decir, entonces, que la reencarnación generacional es la forma encontrada por los isleños para reinventar la noción de tradición, perdida tan pronto como cayeron en el carrusel del olvido fomentado por el cambio lingüístico. Los nietos reciben la herencia como modo de "no... olvidar el sentido que esas palabras tuvieron en los días de los antepasados" (127). En la esperanza del regreso a un balbuceo presemiótico, un lenguaje sin sustancia, hecho de mero sonido y materialidad, que resista al uso diario, los isleños anhelan los días anteriores al olvido, en que "las palabras se extendían con la serenidad de la llanura" (124). En esta isla utópica /distópica, todos los intentos de estabilizar el lenguaje han fracasado, ya que nadie puede diseñar un sistema semiótico que mantenga los mismos elementos con el mismo significado a lo largo del tiempo. La consistencia de una proposición dura mientras sobrevivan los términos en que fue formulada. En la isla, por tanto, "ser rápido es una categoría de la verdad" (132). Fracasan los esfuerzos por componer un diccionario bilingüe que permitiría alguna comparación entre las lenguas: "la traducción es imposible, porque sólo el uso define el sentido y en la isla conocen siempre una lengua por vez" (130-1). La traducción es eliminada porque se ha disuelto el parentesco entre las lenguas que es la base de la traductibilidad.[170] Los que trabajan en el diccionario lo conciben como un libro de mutaciones, "un diccionario etimológico que hace la historia del porvenir del lenguaje" (131).
Todo el sentido espacial que tienen los habitantes de la isla está determinado por el lenguaje, de tal modo que la muy inestable categoría de "lo extranjero" se vuelve puramente lingüística: la única patria que tienen todos es "la lengua que todos hablaban en el momento de nacer, pero ninguno sabe cuándo volverá a estar ahí" (129). Todas las patrias, en cualquier momento dado, están perdidas, no porque uno se encuentre "en el exilio," sino más bien porque la pérdida es la experiencia que define la relación del sujeto con ellas. Se trata de patrias lingüísticas, y en la isla el lenguaje es el hogar de la pérdida. El espacio se encuentra así totalmente temporalizado: "el concepto de frontera es temporal y sus límites se conjugan como los tiempos de un verbo" (129). Todo lo que sobrevive de las lenguas pasadas son unas cuantas palabras antiguas, "grabadas en las paredes de los edificios en ruinas" (130), como los "nudos blancos" recobrados por Elena para la máquina de relatos: marcas originarias en los huesos que sobreviven como ruinas alegóricas orientadas hacia el futuro. "'Lo que todavía no es define la arquitectura del mundo', piensa el hombre y desciende a la playa que rodea la bahía. 'Se ve ahí, en el borde del lenguaje, como la casa de la infancia en la memoria'" (130). La única memoria tangible de la polis, sin embargo, es la escritura, y un solo libro delimita toda la esfera del recuerdo: "el único libro que dura en esta lengua es el Finnegans, dijo Boas, porque está escrito en todos los idiomas. Reproduce las permutaciones del lenguaje en escala microscópica. Parece un modelo en miniatura del mundo" (139). En este reino insular dominado por lo efímero, sólo Finnegans Wake, un sistema que tiende a abrazar el caos, sobrevive a los cambios lingüísticos. Finnegans Wake es considerado "un texto mágico" (139) y es "leído en las iglesias" (139-40). Otros creen que es "un libro de ceremonias fúnebres y lo estudian como el texto que funda la religión en la isla" (139).
Bob Mulligan es el único habitante de la isla que una vez supo dos idiomas al mismo tiempo. Él "hablaba como un místico y escribía frases desconocidas y decía que ésas eran las palabras del porvenir" (131). Los relatos de Mulligan no se pueden comprender en la isla, y a juzgar por los pocos documentos conservados en los archivos, él pareciera estar hablando de un extraño mundo sólo legible en el futuro: "Oh New York city, sí, sí, la ciudad de Nueva York, la familia entera fue para allá ... las mujeres usaban un pañuelo de seda sobre la cara, igual que las damas beduinas, aunque todas tenían el pelo colorado. El abuelo del abuelo fue police-man en Brooklyn y una vez mató de un tiro a un rengo que estaba por degollar a la cajera de un supermarket." (131). La referencia de Mulligan a la uniformización y la violencia urbana se presta a ser leída como anticipación, y su habla esquizofrénica como una profecía que anuncia los escombros de lo que está por venir. Mulligan puede hablar del futuro porque a él le mueve sobre todo el luto: viudo un año después de su matrimonio -- cuando Belle Blue Boylan se ahoga en el río Liffey --, hace de su propia vida un jeroglífico ilegible para su presente, se convierte en vehículo de los ecos de lo que aún no es. Piglia lo presenta como un emblema de esa clase de profetas dotados del conocimiento que confiere el fracaso. Como Tardewski en Respiración artificial, Mulligan tiene la "rara lucidez que se adquiere cuando se ha conseguido fracasar lo suficiente." Estas son figuras que saben escuchar, en el presente, los murmullos del futuro, así como Kafka supo como distinguir la pesadilla de lo que vendría en las palabras de Adolf Hitler, pronunciadas en su exilio de Praga en 1910, de acuerdo con la hipótesis de Respiración artificial. En La ciudad ausente la pequeña historia de Mulligan sobre Nueva York es una versión microscópica de una distopía futura que el lector puede, sin embargo, reconocer como su propio presente.
De hecho, como el único bilingüe jamás conocido, Mulligan emblematiza la figura del imposible traductor, en una isla donde toda traducción ha sido abolida. Más que los investigadores que trabajan en el diccionario futurista, Mulligan representa la posibilidad utópica de traducción que podría revolucionar la vida en la isla. Pero Mulligan se encuentra silenciado, puesto que "nadie sabía lo que estaba diciendo y Mulligan escribió ese relato y otros relatos en esa lengua desconocida y después un día dijo que había dejado de oír" (131-2). Sin oír y sin hablar, el traductor se vuelve hacia la escritura. Viviendo lejos de los demás, bebiendo silenciosamente un vaso de cerveza, Mulligan es el traductor que sabe demasiado como para seguir intentando traducir; digamos, un traductor a priori en duelo por una tarea fracasada. Cuando su discurso y su cuerpo se encriptan para sus contemporáneos, como una alegoría diabólica e incomprensible, Mulligan acoge la tarea del traductor como un verdadero Aufgabe - tarea que es siempre renuncia, abrazo a la derrota, esa lección tan propia a los traductores. También aquí, donde el extrañamiento mutuo entre las lenguas ha sido llevado a su límite, la traducción encuentra su vocación metafísica de ser “sólo un modo algo provisorio de confrontarse con la extranjeridad de las lenguas.”[171] La condición del traductor es delimitada, entonces, por dos fenómenos simétricos y opuestos: por un lado, el estatuto del Finnegans Wake como colapso de toda traducción –colapso entendido como terminación, pero también cumplimiento, en todo caso el fin de una demanda– y por otro la sucesión de las diferentes lenguas como fragmentos de una vasija rota, soñando con la reine Sprache, la pura lengua en que la vasija sería recompuesta. Tal edén se ha conocido en la isla, al menos mítica y retrospectivamente, como el tiempo en que “la lengua era un llano por el que se podía andar sin sorpresa” (134). El repertorio mítico incluye una reescritura de la Caída como entrada en el lenguaje –“el árbol del bien y del mal es el árbol del lenguaje. Recién cuando se comen la manzana empiezan a hablar” (134). Se trata aquí de la imagen de la inauguración de la palabra humana, del momento en que "el nombre ya no vive intacto.”[172] Adán y Eva empiezan a hablar y pierden el nombre - esencia misma de la cosa- y se resignan a la exterioridad y extranjeridad del signo. Lo que ha sido borrado de la isla, entonces, es el nombre, en todo lo que lo opone al signo burgués, meramente vehicular e instrumental. El imperativo de traducir surge como un intento de recapturar el eco del nombre, de la lengua pura enterrada bajo signos desgastados por el uso.
Tal entrada en la palabra humana, caída, implica necesariamente la aceptación de la traducción como demanda e imposibilidad, es decir, aceptación de lo que se entrega a la traducción, el don de la traducción –es decir, la multiplicidad y extranjeridad infinita de todas las lenguas–, y aceptación de la renuncia constitutiva que ella implica. Lo que separa a Mulligan de los otros habitantes de la isla es su consciencia de todo lo que la traducción le debe al fracaso –ya que sus propios relatos son percibidos como monstruosidades dementes, un poco como las versiones hölderlinianas de Sófocles, profusas en metáforas excéntricas y visionarias, en discordia profunda con su presente.[173] Tal consciencia constituye precisamente el conocimiento que yace en la base de su silenciosa melancolía. En contrapunto a la muda naturaleza –“porque es muda, la naturaleza pena en duelo”[174]–, Mulligan es conducido hacia el silencio por la profusión de lenguas, por su propio bilingüismo. Se sabe que el célebre vínculo establecido por Benjamin entre duelo y mudez (no sólo en relación a la naturaleza, sino también como distintivo del sujeto melancólico) juega un papel central tanto en su temprano ensayo sobre el lenguaje como en el estudio sobre el drama barroco. La isla de Piglia lo replantea como paradoja: puesto que está dotado de más de una lengua, se nos sugiere en "La Isla," el traductor pena en duelo. Experimenta más que nadie la caída desde el nombre "al abismo de la mediación de toda comunicación, de la palabra como medio, de la palabra vacía, el abismo de la habladuría.”[175] El abismo de la habladuría sería coextensivo a la multiplicidad postbabélica de las lenguas, esa conciencia angustiada de la cual los isleños están exentos, por vivir y recordar sólo dentro de la inmanencia de cada lengua que hablan a cada momento dado. Mulligan, el traductor, no puede evitar esa angustia y cae, desde su habla críptica y emblemática, a la identidad, a lo idéntico, a lo siempre-igual del silencio. Para él, entonces, la multiplicidad de las lenguas puede tomar una dimensión alegórica en el sentido estricto de la palabra, es decir, como representación tropológica de una pérdida, representación de un objeto que se ofrece al conocimiento como objeto perdido. Es desde el punto de vista del conocimiento excesivo de Mulligan que el multilingüismo viene a representar la pérdida del nombre: “sólo para el sapiente puede algo presentarse en tanto alegoría.”[176]
La intempestiva presencia de Mulligan en la isla del olvido introduce el motivo salvífico de la traducción como revivificación de la memoria. La caída en el multilingüismo en la isla joyceana es también una caída en el olvido, y en este sentido el tributo de Piglia a Joyce es altamente ambiguo. Puesto que han caído presa del olvido, los isleños viven la necesidad extrema de traducción, su falta apremiante. La traducción representa aquí, benjaminianamente, "uno de los modelos fundamentales de la relación histórica, semejante a la crítica, al coleccionismo y a la cita: rescate del ser en el instante de su abolición.”[177] Piglia lee a Joyce estrábicamente, mirando al mago del Finnegans pero manteniendo un ojo en Kafka. El monólogo de Mulligan recuerda, desde luego, el de un profeta kafkiano viviendo en un universo joyceano. Su habla es ilegible para su presente, pero alegórica para su futuro. El inglés escrito por el irlandés replicaría el alemán escrito por el judío checo: ambos trabajan con esa relación literal y desmetaforizada con la lengua propia / ajena, vaciando sus símbolos de los significados convencionales que tenían previamente, llevando la lengua a un desierto de literalidad que evocaría, utópicamente, el eco del nombre. Como en Respiración artificial, la lectura de Joyce no puede dispensar la relación kafkiana, salvífica con el lenguaje. La "obra fragmentaria, incomparable de Franz Kafka" es la única que llevó a cabo esa "restitución suicida del silencio." Kafka "se despertaba, todos los días, para entrar en esa pesadilla y trataba de escribir sobre ella" (RA 272). Kafka surge aquí como el que se preocupa demasiado del lenguaje, paga un precio demasiado caro por él y sabe que "hablar de lo indecible es poner en peligro la supervivencia del lenguaje como portador de la verdad del hombre" (272). Kafka es la imagen del profeta que ha aprendido cuándo permanecer callado. Hablando de lo indecible en 1980, Piglia había visto, a través de Kafka, que "el nombre de los que fueron arrastrados a morir como un perro, igual que Joseph K., es legión" (RA 269); escribiendo a principios de los noventa, ofrece en "La Isla" una alegoría del olvido postdictatorial; espacio virtual en que el único traductor sobreviviente es un profeta kafkiano que lee en las aguas de la historia la desolación por venir, pero no puede comunicársela a su contemporáneos, pues intempestiva es su lengua, incomprensible en una isla donde el único documento transparente es Finnegans Wake. El profeta visionario finalmente se desespera del lenguaje, "enfatiza su fracaso," como diría Benjamin sobre Kafka, y decide quemar sus relatos y caer en la mudez. El intento postdictatorial de traducción del recuerdo, entonces, alegoriza y apunta a dos abismos convergentes, representados por el babelismo y el silencio. Mulligan, como traductor, no puede habitar fuera del primero, pero su lugar en la isla, la cual en cualquier momento dado es monolingüe, incluye la aceptación del segundo. El babelismo es el agotamiento de la traducción, la revelación de su imposibilidad y causa de la caída del traductor al abismo del silencio, la contrapartida exacta del culto religioso alrededor de Finnegans Wake. A la deriva entre Babelismo y Silencio, entonces, flota la isla del olvido, donde la gente no sabe que mañana se estarán riendo de los mismos chistes en otra lengua, y aún no lograrán comprender a un cierto hombre que "soñaba con palabras incomprensibles que tenían para él un sentido transparente" (131).[178]
Además de entrar en la línea argumental de La ciudad ausente como parte del aprendizaje político y filosófico de Junior, “La Isla” le presenta la imagen de un pájaro mecánico de un solo ojo que solía volar sobre la isla y sobrevivía en un museo, fascinando a un hombre que llegó a colaborar con Macedonio en su procesador de relatos: Russo, inmigrante cuyo singular castellano le valió su alias entre la gente del pueblo. Escondiéndose de la represión política y produciendo réplicas del pájaro mecánico y de la máquina de relatos de Macedonio, Russo es un emblema de lo discordante: visionario interesado en pequeños artefactos y máquinas de todo tipo, experto mundial en autómatas, Russo le había convencido a Macedonio, desde sus primeros encuentros, de que podrían trabajar juntos en una máquina de relatos. Recordando a Richter, el físico alemán que había vendido una bomba atómica imaginaria a Perón, engañando al engañador supremo, Macedonio apuntó: “Vea, dijo, los políticos les creen a los científicos (Perón - Richter) y los científicos les creen a los novelistas (Russo - Macedonio Fernández). Los científicos son grandes lectores de novela, los últimos representantes del público del siglo XIX” (149). Russo convergía con Macedonio hacia aquel mundo en que las invenciones mecánicas toman invariablemente un carácter poético y político. Lo más singular en Russo, sin embargo, era su fascinación con un pájaro mecánico equipado con un mecanismo de reloj que le hacía volar en curva, de manera a determinar la proximidad o la probabilidad de lluvia. Reconstruyendo e imaginando este pequeño pájaro circular ad infinitum - de forma muy similar a Macedonio en relación con la máquina - Russo lo vio como un modelo fundamental del universo, una metáfora Ur: su propia vida había sido una sucesión de catástrofes, pena, aflicción y persecuciones políticas, y se asió al pequeño pájaro circular y melancólico como un emblema de su derrota.
El testimonio concluyente de Russo nos trae de vuelta a los orígenes de la máquina, el duelo irresuelto de Macedonio por Elena:
Pensaba en la memoria que persiste cuando el cuerpo se ha ido y en los nudos blancos que siguen vivos mientras la carne se disgrega. Grabada en los huesos del cráneo, las formas invisibles del lenguaje del amor siguen vivas y quizás es posible reconstruirlas y volver viva la memoria, como quien puntea en la guitarra una música escrita en el aire. Esa tarde concibió la idea de entrar en el recuerdo y de quedarse ahí, en el recuerdo de ella. Porque la máquina es el recuerdo de Elena, es el relato que vuelve eterno como el río (162-3).
El monólogo de la Elena virtual que cierra la novela exhibe trazas de muchas otras historias, internas y externas a La ciudad ausente, fundamentalmente la de Molly, heroína joyceana que sabe un par de cosas sobre el duelo: "Yo soy Amalia, si me apuran digo soy Molly, yo soy ella encerrada en la casona, desesperada, la mazorca, soy irlandesa, digo, entonces, soy ella y también soy las otras, fui las otras, soy Hipólita, la renga, la cojita ... soy Temple Drake ... Esas historias y otras historias ya las conté, no importa quién habla" (173-4). El monólogo de Elena cierra la novela al abrir la posibilidad de identificación con todos los nombres disponibles en la Historia. De forma muy similar a Ossorio, quien, en Respiración artificial, alucina y se identifica con Rosas y con innumerables figuras, Elena hace de todo recuerdo una apuesta al futuro. Su existencia virtual en la máquina disemina relatos en una ciudad controlada por un estado medicalizado y que sufre de olvido crónico. Su voz hace perceptible los ecos de voces de otros, como la niña de "La Nena," quien aparece silenciosamente con el anillo en el dedo, melancólicamente mirando al horizonte; también Rajzarov, amigo de Macedonio totalmente desfigurado por una explosión de bomba en Odessa y que ahora vagabundea por Argentina como un Frankenstein post-revolucionario, con su cuerpo lleno de prótesis metálicas. Estos cuerpos intempestivos llevan la memoria de la polis en postdictadura, como una apuesta radical a la apertura de lo que aún está por venir. La restitución que prometen está encriptada en los cuentos que dejan como legado y don al futuro.
“La muerte que hay en los olvidos es la que nos ha llevado al error de creer en la muerte personal,”[179] afirmaba Macedonio en uno de los muchos prólogos al Museo. Los familiarizados con su obra saben que lo que está aquí en juego es algo radicalmente distinto a la noción cristiana de un alma trascendente a la putrefacción del cuerpo. Para Macedonio, negar la muerte equivale a negar el olvido. La mímesis paga tributo a Mnemosyne. La máquina mimética elige a Mnemosyne como inspiración en su guerra contrahegemónica. Piglia retoma este motivo y lo desarrolla en un programa postdictatorial: en un momento en que el estado abandona el lenguaje quirúrgico de la amputación y asume una retórica recuperativa y psicologizante, Piglia insiste en que lo que se ha dejado fuera de esta ecuación es la memoria de una experiencia. Como hemos visto, sin embargo, esta memoria no apunta hacia una interioridad, sino hacia un afuera radical. De ahí la paradoja de la máquina de relatos, metáfora de la posibilidad de crear nuevas historias, pero a la vez emblema del manejo de combinaciones, plagios, narrativas apócrifas, y afectos desinteriorizados. Piglia despersonaliza el duelo y desubjetiviza el afecto. El nudo de la trama se condensa en un fundamental problema literario y filosófico: ¿cómo pensar un afecto irreductible al sujeto? ¿Cómo evitar la trampa del narcisismo como escudo protector contra el duelo?¿Cómo pensar el luto como positividad, más allá de todo resentimiento? La máquina parte del duelo de Macedonio, pero en lugar de hacer que sus relatos vuelvan a él, en vez de reforzarle el ego y optar por la seudosalida romántica, Piglia disemina el duelo como relato apócrifo. Las historias rondan por la ciudad, circulan y recomponen el olvidadizo paisaje postdictatorial. Si el estado inventa nombres falsos, si sitúa a sus víctimas en memorias ajenas, en tercera persona, haciéndoles mirar a la historia a través de los ojos de otro, la única alternativa es manufacturar el anonimato, multiplicar ojos y nombres como máquinas de guerra impersonales. Russo: “mantengo una posibilidad viva, me entiende, una forma disponible, ésa es la lógica de la experiencia, siempre lo posible, lo que está por venir, una calle en el futuro, una puerta entornada en una pensión cerca de Tribunales y el bordoneo de una guitarra” (147).
Regresando a la pregunta por la relación entre lo mimético y el duelo en la postdictadura, se podría afirmar que la función restitutiva de la mímesis estriba, para Piglia, en el potencial del relato en cuanto práctica diseminadora de nombres propios. El trabajo del duelo exigiría, sobre todo, un gesto de desubjetivación, un escape de la prisión del nombre propio que enviaría el duelo a un más allá de cualquier egología, hacia el reino de la memoria colectiva. La operación retórica crucial en La ciudad ausente es la identificación de lo apócrifo y lo colectivo: lo apócrifo, por definición, pertenece a todos. Lo paradójico es que lo apócrifo nunca está, en Piglia, desprovisto de afecto. La diseminación apócrifa sería aquí una instancia de la singularidad de un afecto. El lenguaje más privado de Macedonio y Elena, sus recuerdos más singulares - anteriores y fundantes respecto a sus propias firmas - establecen un sistema apócrifo de citas en que se rescata la memoria de la polis. Sustraer el afecto de su asociación con un vocabulario egológico y romántico para diseminarlo por la polis: éste es el camino es espiral de la restitución en Piglia. La restitución depende de la supervivencia del arte del relato porque lo que ha de ser restituido pertenece al orden de la experiencia. Sólo en este terreno, afirma La ciudad ausente, puede la infinita tarea del duelo ser siquiera planteada.
CAPÍTULO 5
PASTICHE Y REPETICIÓN:
LA FIRMA FALSIFICADA DEL ÁNGEL DE LA HISTORIA
yo canto
no es invocación
Solo nombres que regresan.
(Alejandra Pizarnik)[180]
¿Cómo es posible que la devaluación de todos los valores altos y el rechazo de todo lo que afirmara la vida viniera a constituir la base de toda moral, el paradigma de todo lo “bueno”? ¿Cómo la negación de la vida, la negación del único mundo que hay, vino a prevalecer sobre el abrazo afirmativo de la vida? ¿De dónde viene el poder persuasivo de “esa terrible paradoja de un ‘Dios en la cruz’, ese misterio de una crueldad inimaginable y autocrucifixión de Dios para la salvación del hombre”?[181] ¿Por qué el resentimiento, la piedad y la compasión al fin y al cabo triunfaron, si la misma noción de triunfo es lo que este pensamiento niega en su retórica de autodegradación? ¿Cómo explicar la paradoja de un Dios que conquista y emerge victorioso precisamente al rendirse a la crucifixión por sus propios seguidores? ¿De dónde viene la atracción por lo negativo?
Éstas son preguntas con las que estarán bastante familiarizados los lectores de Nietzsche. Las planteo aquí como forma de introducir el hilo que guiará mi lectura de uno de los principales novelistas brasileños contemporáneos, Silviano Santiago. En el análisis de su Em Liberdade (1981), la referencia a Nietzsche será crucial porque, además de dialogar con la historia brasileña reciente y armar su argumento a partir de las tareas que tal historia propone a la memoria colectiva, Em Liberdade es la novela postdictatorial que va más lejos en el cuestionamiento de una cierta mitología de lo negativo dentro de la inteligentsia latinoamericana. El punto de partida de Santiago se deja leer en contrapunto con la reevaluación nietzscheana de todos los valores: ¿cuál es el proceso por el cual la ideología reactiva del martirio se vuelve el eje central de los imaginarios e identidades nacionales?
En la genealogía de Nietzsche el origen de un concepto de superioridad moral siempre se puede remontar a un concepto de superioridad política, a una diferencia en una relación de poder. Las marcas positivas o negativas sólo a posteriori adquieren connotaciones morales, invariablemente como resultado de la posición de uno dentro de un campo de fuerzas. La moral es parásita de la política y la economía, no a la inversa. En un pasaje fascinante de la Genealogía (pasaje que recuerda, incluso, al primer Marx), Nietzsche retrotrae la noción moral de culpa [Schuld] al concepto material de deudas [Schulden], desplazamiento clave que lleva a Nietzsche a establecer la génesis de la responsabilidad y de la memoria misma en la relación contractual entre deudor y acreedor.[182] Los memoriosos son los endeudados, pareciera sugerir Nietzsche. La culpa sería aquí instancia de una memoria que se despliega sobre la base de las promesas hechas a un acreedor. Sería entonces la memoria, no el olvido, la categoría reactiva, negativa en esta dicotomía. En la topología nietzscheana, la fuerza superior, la victoriosa, no necesita ninguna reminiscencia, se reproduce sin remisión a cualquier memoria. Es el esclavo el que está condenado a la memoria. El recuerdo y la culpa (dos nociones que parecen inseparables en Nietzsche, como si el recuerdo, por su misma naturaleza, ya implicara el peso de una deuda) se imponen cada vez que uno se enfrenta a la derrota en una confrontación de fuerzas. El legado de la derrota es, entonces, una memoria sumergida en la culpa, incapaz de ese olvido activo que, para Nietzsche, caracterizaría todo poder creativo y afirmador de la vida.
En el Brasil postdictatorial, donde últimamente el olvido más complaciente ha florecido hasta el punto de hegemonizar la polis y sus instituciones - determinando, incluso legislativamente, cómo se lidiará con el pasado -, hablar de cualquier tipo de olvido, no importa cuán activo, puede causar algunos malentendidos. Al fin y al cabo, ¿no podría la literatura contribuir a preservar la memoria nacional, garantizar aquella vigilancia mnemónica que evitaría que el pasado se repitiera? ¿Sería la tarea nietzscheana del olvido activo aún válida cuando la derrota toma proporciones tan gigantescas que parece haber destruido la misma memoria (o sea, aquello que, para Nietzsche, caracterizaría al derrotado en cuanto tal), impidiendo así incluso la consolidación de cualquier culpa, la admisión de cualquier deuda? ¿Cómo plantear la tarea del olvido activo cuando todo está sumergido, no en la memoria, sino en el olvido pasivo, ese olvido que se desconoce a sí mismo, incapaz de sospechar de la poderosa operación represiva que subyace a su propio origen? ¿Cómo avanzar el trabajo del duelo, la reconstitución y restitución del ego a su estado precario, pero indispensable, de equilibrio negociado, cuando uno es presa no del duelo depresivo (es decir, el rechazo a curarse), sino más bien del oximorónico duelo triunfante (es decir, la ilusión de que uno sí se ha curado, ilusión mantenida a través de una retórica festiva y retumbante que impide que la pérdida se manifieste al nivel consciente)? ¿Puede uno, en este contexto, plantear el tema del duelo sin hacer concesiones a cualquier teología negativa, a cualquier absorción autodepreciativa en la abyección? ¿Puede el duelo ser una práctica afirmativa? ¿Puede el duelo ser reinventado como positividad? ¿Se podría vislumbrar un trabajo del duelo que se realizara de la manera en que Nietzsche nos aconsejaba escribir, es decir, como si estuviéramos aprendiendo a bailar?
La decadencia del régimen militar brasileño a principios de los ochenta coincidió con una reevaluación del modernismo (de la vanguardia brasileña y de su herencia estética e institucional)[183] en la que el crítico y novelista Silviano Santiago ocupó una posición fundamental. Santiago insistió en la necesidad de romper con una larga historia de lecturas celebratorias y abrir algunas fisuras en el monolítico y sofocante edificio del modernismo. “La cuestión es la siguiente: de qué manera la estética de la novela moderna genera hoy, para el joven escritor brasileño, trampas artísticas e ideológicas de las que se debe liberar, para cortar de una vez por todas el cordón umbilical que lo ata a esos ‘maestros del pasado.’”[184] Es difícil sobreestimar el alcance de esta pregunta. Más que las vanguardias hispanoamericanas, el modernismo brasileño enmarcó durante décadas el terreno en que tenía lugar el debate artístico. El examen del modernismo propuesto por Santiago incluía una reevaluación del canon, una relectura de las políticas literarias bajo el régimen de Vargas en los treinta y cuarenta, una interrogación del ideal letrado moderno y una crítica de la parodia. Parte importante de este proyecto fue la recuperación de autores cuyo compromiso con formas populares los había llevado a permanecer parcialmente oscurecidos dentro del canon modernista, como, por ejemplo, Lima Barreto, cuya estética de la redundancia contrastaba con el énfasis modernista en la elipsis. Santiago insistía en que Lima Barreto proveía recursos estilísticos inestimables para el novelista de hoy, quien se enfrenta a la espinosa cuestión de cómo competir con la estética mucho más seductora de los medios de comunicación de masas.[185]
Basándose en el trabajo pionero del sociólogo Sérgio Miceli,[186] Santiago mostró cómo el impulso destructivo y nihilista de los primeros días del modernismo obnubilaría, en última instancia, la complicidad que vinculó a escritores de derecha e izquierda al proyecto autoritario del estado corporativo de Getúlio Vargas. El examen de esta relativa difuminación de la línea divisoria entre intelectuales progresistas y conservadores en los treinta y cuarenta llevó a Santiago a una investigación sobre las formas en que el modernismo se estabilizó como tradición canónica. Tal cuestionamiento del canon brasileño se nutría también de una lectura crítica de los mejores ensayistas modernos, como Antonio Candido. El objetivo aquí era subrayar cómo, a pesar de su perspectiva radicalmente emancipadora y popular, el ensayismo moderno insistía en reducir la cuidadanía a la alfabetización, según un modelo ilustrado que atribuía un contenido necesariamente liberador a la cultura letrada, excluyendo otras formas como la cultura imagística de los medios.[187] Finalmente, en una apropiación crítica de lo que Octavio Paz ha denominado “estética de la ruptura,” Santiago meditó sobre la progresiva crisis de la parodia, su congelamiento como recurso en última instancia formulaico y estéril, catalogado por la tradición modernista brasileña como una suerte de título de madurez literaria. La mirada crítica de Santiago sobre la tradición de la ruptura se distanciaba así de un legado modernista en el que “todo lo que se hacía contra su nombre e ideales era tragado por su garganta elástica.”[188] Su alejamiento de la tradición de la ruptura mantenía, al mismo tiempo, cautelosa distancia de la neoconservadora “tradición de la analogía” de Paz, en la que “en el momento mismo de la secularización del conocimiento, el poeta asume el discurso religioso de la génesis.”[189]
Ya en 1971, en un artículo clave titulado “El entre-lugar del discurso latinoamericano,” Santiago desafió la autoridad de la bien establecida crítica basada en las nociones de fuentes e influencias. Tomando como punto de partida la tacha [rature] derridiana sobre la noción de origen, así como el desmantelamiento borgiano de la linealidad de la historia literaria en su “Pierre Menard,” Santiago defendía una crítica que tomara la diferencia, no la fidelidad a un modelo, como su criterio fundamental. La ficción debía ser concebida como “el uso que un escritor hace de un texto o de una técnica literaria que pertenece al domino público..., y nuestro análisis se completará con la descripción de la técnica que el escritor usa en su momento de agresión contra el modelo original, haciendo ceder las fundaciones que lo propugnan como objeto único y de reproducción imposible.”[190] “El entre-lugar del discurso latinoamericano” es un texto escrito a dos manos, manteniendo a distancia tanto la sumisión servil a los paradigmas de las fuentes e influencias, como un nativismo ingenuo que elude la confrontación con la dependencia cultural a través de fáciles afirmaciones de originalidad. La etnografía contemporánea ofreció a Santiago argumentos valiosísimos, que revelaban todos los efectos potencialmente inquietantes, perturbadores, de la imitación, entendida inicialmente por una ciencia colonialista como una prueba de retraso.[191] Fue precisamente al negar la búsqueda positivista de coincidencias y deudas entre el modelo y la copia, y a la vez sin hacer concesiones a la ilusión romántica de un proceso de creación artística espontáneo y libre, que Santiago vino a plantear la teoría del entre-lugar. Tal entre-lugar no debe ser entendido como espacio de moderación, sino más bien como un intervalo, fisura que separa modelo y copia, y a partir de la cual todo productor cultural latinoamericano debe empezar: “entre el sacrificio y el juego, entre la prisión y la transgresión, entre la sumisión al código y la agresión, entre la obediencia y la rebelión, entre la asimilación y la expresión - allí, en ese lugar aparentemente vacío, su templo y su lugar de clandestinidad, allí se realiza el ritual antropófago de la literatura latinoamericana.”[192]
Em Liberdade es sin duda la gran actualización de este programa. Publicada en 1981, esta novela-diario regresaba al pasado pero mantenía un ojo vigilante sobre el presente. Santiago se apropió de la voz de Graciliano Ramos, novelista de los años treinta, no para parodiarlo (lo cual sería un recurso ya codificado en el modernismo brasileño, donde la vena paródica fue hegemónica), sino más bien para presentar un pastiche que ya no dejaba lugar para cualquier distancia irónica entre pasado y presente. Graciliano representó, cabe recordar, la voz más rigurosa, vigilante y reflexiva en la novela social de los treinta en el noreste. Mientras que Jorge Amado se consagraba internacionalmente con su realismo social optimista y maniqueo (que más tarde evolucionaría hacia un folklorismo kitsch y pintoresco), mientras que José Lins do Rego presentaba su saga de la sociedad azucarera de tal manera que todas las diferencias y conflictos de clase se disolvían en una ideología universalista de la cordialidad y la dulzura, la ficción de Graciliano llevaba el ejercicio de la crítica a sus últimos límites. Así, São Bernardo iba más allá del realismo al hacer del protagonista terrateniente el narrador del texto, como para disecar, sin recurrir a un punto de vista omnisciente, las formas en que la dominación de clase se dejaba leer en la operación misma del lenguaje. Al desnudar la mala fe constitutiva de la empresa autobiográfica del protagonista, Graciliano derrotaba al realismo socialista en su propio terreno, ya que en São Bernardo la misma instancia de enunciación se ubicaba bajo el sistema de determinaciones sociales reificadas (en contraste con la novela social-realista, en la cual la voz del narrador es siempre la voz de la verdad).[193] De modo análogo, Vidas Secas tomaba como objeto la miseria de los trabajadores inmigrantes del noreste sin dotarlos, demagógicamente, de una voz con conciencia de clase que repetiría una doctrina partidista a lo Jorge Amado, sino más bien haciendo que el texto mismo cayera progresivamente en la animalización gutural y el silencio a que la realidad empujaba a los personajes. El estilo de Graciliano es único en la literatura brasileña: con un rigor verdaderamente flaubertiano, una precisión quirúrgica y minimalista, entendiendo la literatura como producto del trabajo y no de la inspiración, Graciliano fue el más fiero enemigo que las estéticas romántica y neorromántica jamás tuvieron en el país.
Em Liberdade entabla, entonces, un diálogo con Memórias do Cárcere, de Graciliano, el tour-de-force en cuatro volúmenes en que Graciliano relata su encarcelamiento en 1936 por el régimen populista de Getúlio Vargas, y los subsiguientes diez meses vividos en un puñado de cárceles en varios puntos del país. Su prisión tuvo lugar cuando Vargas preparaba el camino para el golpe de estado de 1937, que consolidaría hasta 1945 la dictadura fascistoide conocida como Estado Novo. Al menos en parte, la resistencia de Graciliano a escribir sus memorias de la prisión (sólo comenzó el proyecto diez años después de ser puesto en libertad) derivaba de su aguda conciencia acerca de la trampa del sentimentalismo y la victimización, su rechazo a la tentación de abandonar la distancia crítica y el escepticismo que siempre caracterizaron su ficción a cambio del disfrute narcisista, inmediato, de una identificación catártica y especular basada en la retórica del martirio. El primer capítulo de Memórias do Cárcere es un ejercicio ejemplar de vigilancia crítica, una confrontación con todos los peligros que acechan al intelectual oposicionista que ha sido sometido a persecución política. Consciente del riesgo de un exceso egocéntrico que sólo podría mitificar aún más el dolor y el sufrimiento, Graciliano se resiste a la primera persona:
Me disgusta usar la primera persona. Si se tratase de ficción, bien: habla un sujeto más o menos imaginario; fuera de este caso, es desagradable adoptar el prononbrecito irritante, aunque se hagan malabares por evitarlo. Me disculpo alegando que me facilita la narración. Además de eso no deseo propasar mi tamaño ordinario. Me esconderé en los rincones oscuros, huiré de las discusiones, me esconderé prudente detrás de los que merecen patentarse.[194]
El resultado del esfuerzo de Graciliano es impresionante. A lo largo de Memórias do Cárcere, lo que emerge es un yo inaudito en el memorialismo brasileño, que vacía de antemano cualquier identificación especular al disolver todo personalismo en la bruta facticidad de la experiencia. El lenguaje es seco, conciso, libre de apelaciones sentimentales. Sin rendirse a la tentación ventrilocuista de hablar “por” sus compañeros de prisión, el texto retrata con éxito el abismo de silencio y falta de comunicación entre ellos, sólo en ocasiones superado por la emergencia de un balbuceante sujeto colectivo. Memórias do Cárcere continúa así la obra anterior de Graciliano: develando la complicidad entre sintaxis y poder político, desmantelando el sujeto confesional pleno, romántico, formulando una crítica implacable de la piedad y del sentimentalismo, explorando los límites representacionales del lenguaje - en ocasiones llevándolo a un silencio aporético -, indagándose acerca de la situación del intelectual en una sociedad dominada por contratos de favor y clientelismo patrocinados por un estado omnipresente.[195]
La novela-diario de Silviano Santiago sería, entonces, un contrapunto a Memórias do Cárcere: Em Liberdade pretende ser un diario escrito por Graciliano entre el 14 de enero y el 26 de marzo de 1937, en que se relatan sus primeras impresiones como hombre libre, tras pasar diez meses en la prisión. La nota introductoria del “editor” Silviano Santiago presenta la trayectoria ficcional del “manuscrito inédito,” en una estrategia de verosimilitud cuidadosamente planeada: descripciones físicas del original con las correcciones personales de Graciliano, especulaciones sobre el momento exacto en que lo pudo haber escrito, mención de su deseo de que pasaran 25 años tras su muerte antes de que el texto saliera a la luz, e incluso su último, kafkiano deseo de que el diario fuera quemado. Todo este trabajo retórico alrededor de las fronteras textuales es enmarcado por la portada del libro, donde se lee, debajo del título, “una ficción por Silviano Santiago,” única negación explícita de la narrativa fabricada sobre el origen del texto. Ya en la primera página, el lector se confronta con un espacio ficcional cuidadosamente diseñado, creíble, verosímil. Tal rigor es de un pastiche que asume el pasado:
Yo de ninguna manera estaba criticando el estilo de Graciliano Ramos que, a mi modo de ver, es el mejor estilo modernista ... Quería activar el estilo de Graciliano Ramos, optando por otras formas de transgresión. Yo podría haber hecho una parodia de Graciliano Ramos, pero hice una cosa que, obviamente, la familia aceptó con mucha dificultad, que fue asumir el estilo de Graciliano Ramos y asumir, peor aun, el yo de Graciliano Ramos ... Ese sería, a mi ver, uno de los rasgos de lo posmoderno, esa capacidad no de enfrentar a Graciliano Ramos a través de la parodia, sino de definir cuál es el autor, cual es el estilo que se quiere suplementar... La parodia es más y más ruptura, el pastiche más y más imitación, pero que genera formas de transgresión que no son las canónicas de la parodia. [196]
Silviano Santiago, editor de un Glosario de Derrida,[197] no usa la palabra “suplemento” inocentemente aquí. La novela-diario de Santiago exige del crítico una reflexión que vincule el problema de la firma con el de la repetición histórica. Las firmas del autor y de su diarista ficcional serían los dos marcos iniciales para una indagación acerca de la constitución de una versión dominante, victoriosa de la historia brasileña - contra la cual se insurge la pluma de Graciliano a lo largo del diario. La apropiación de la voz de Graciliano llevada a cabo por Santiago se refleja en abyme en la novela, cuando Graciliano concibe una narrativa en la que hablaría a través del yo de Cláudio Manuel da Costa, poeta del siglo XVIII. Este fragmento, a su vez, presenta varias analogías entre la muerte de Cláudio Manuel en la cárcel, tras la rebelión republicana en Minas Gerais en 1792, y el asesinato del periodista Wladimir Herzog en su celda por la dictadura militar en 1975: la circulación de firmas descubre un cierto patrón iterativo en la historia brasileña. El develamiento de esta iteración, entonces, debe ir a mano con la descripción topológica de las operaciones realizadas por estas diferentes firmas, lo cual, a su vez, permitirá un regreso a la pregunta nietzscheana acerca del olvido activo propuesta al principio.
La paradoja constitutiva de la firma estriba en la tensión entre iteración y singularidad. Para operar como firma, la traza escrita así codificada debe ser infinitamente repetible, sujeta a la posibilidad de ser traída de nuevo a la presencia. Tal regreso a la presencia debe siempre preservar una marca fundamental de identidad con todas sus ocurrencias previas, debe de hecho ser la memoria de ellas, o tal traza no será una firma en absoluto. La primera ley a la que la firma se tiene que someter es, entonces, la ley de la iterabilidad. Sin embargo, una firma debe también, por necesidad, ser irreductiblemente singular, no sólo en relación a todas las otras trazas, sino también respecto a todas sus ocurrencias previas. Una firma es un hecho irrepetible que sin embargo lleva en sí la necesidad imperativa de la repetición. Aparentemente completa en sí, una firma siempre demanda un regreso (o al menos la posibilidad de un regreso): su propio ser - si es que se puede hablar del ser de una firma, acontecimiento que pareciera suspender toda ontología - es tributario de la abismal paradoja de una iteración singular, un hecho único que sin embargo demanda un suplemento. Al marcar y retener un “haber sido presente en un ahora ya pasado,”[198] una firma interpela a su futuro al circunscribir el espacio en que una nueva repetición puede tener lugar. Esta repetición alterará, a su vez, aquello que repite.[199]
Em Liberdade sugiere que las firmas exigen restitución: en una firma se inscribe siempre un legado, más aun la firma de Graciliano, que es en sí una reflexión poderosa sobre lo que es un legado. No tomamos “legado” aquí como un contenido dado, idéntico a sí mismo que uno podría elegir, a posteriori, aceptar o no. Un legado sería una tarea que ya desde siempre delimita el campo mismo en que será confrontada.[200] La respuesta de Santiago a este desafío en Em Liberdade es la repetición de la firma de aquél que más consistentemente exploró, en la literatura brasileña, lo que es una firma. Pero, ¿qué significa “repetición” en un pastiche como el de Santiago? ¿En qué medida representa la repetición una respuesta a la tarea de la aceptación de un legado? Se puede comenzar a formular una respuesta recordando que una repetición, a diferencia de una relación de identidad, sólo puede implicar algo singular, sin ningún equivalente posible. Por oposición a una relación de identidad o igualdad, que presupone intercambiabilidad mutua entre los términos (como en una ecuación matemática, donde el signo de igualdad significa precisamente tal posibilidad de sustitución), una repetición es el re-torno de algo que no puede ser reemplazado.[201] Aunque aparentemente oximorónica, la expresión “repetición diferencial,” a menudo usada para definir la estructura del pastiche, sería de hecho redundante. Una repetición sólo puede tener lugar dentro de la diferencia: la repetición lleva consigo, necesariamente, el imperativo de la autodiferenciación. En el ejemplo ya clásico, Pierre Menard, al repetir el texto de Cervantes letra por letra, fuerza a Cervantes a diferenciarse de sí mismo, interrumpe la identidad de la firma de Cervantes consigo misma. “La repetición más exacta, la más estricta, tiene por correlativo el máximo de diferencia.”[202] La condición de posibilidad de la repetición de la firma de Graciliano Ramos en Em Liberdade sería, entonces, la autodiferenciación de esta firma dentro del gesto repetitivo. Un pastiche no es una parodia del mismo modo que una repetición no es una identidad, o que una diferencia no es una contradicción. El emblema de la fisura entre la parodia y el pastiche la ofrece de nuevo Pierre Menard: “No quería componer otro Quijote - lo cual es fácil - sino el Quijote.”[203] Insistiendo en la desconcertante analogía de Borges, se podría decir que el proyecto de Santiago en Em Liberdade no es construir “otro” Graciliano, una imagen paródica, caricaturesca, “puesta al día” del escritor modernista, sino más bien repetir a Graciliano, dejando la irrupción intempestiva de su portugués de los años treinta enajenar e interrogar el presente.
Se tratará aquí de clarificar estas afirmaciones examinando las alegorizaciones mutuas entre Santiago y Graciliano Ramos (y, dentro del diario, entre Graciliano, Cláudio Manuel da Costa y Wladimir Herzog). El Graciliano de Santiago escribe su diario en 1936, en vísperas de una dictadura populista fascistizante. Habiendo ya sido encarcelado por el mismo régimen en su fase “democrática,” viviendo así la clausura política desde el punto de vista de sus consecuencias, él es, en la predictadura, un intelectual postdictatorial. Santiago, por otro lado, escribe a principios de los ochenta, durante el desmantelamiento del régimen militar, y en un momento en que el campo literario está dominado por formas catárticas y confesionales de testimonialismo. Las mismas ubicaciones históricas de Santiago y de su personaje Graciliano se alegorizan mutuamente. Ante una tradición modernista ya canonizada y domesticada, Santiago opta no por descartar esta tradición, sino por buscar en ella el elemento que podría activar la repetición diferenciadora. La elección de Graciliano Ramos se debe a su singularidad dentro del modernismo brasileño, es decir, su sospecha de todas las fábulas nacionalistas, todo ventrilocuismo y triunfalismo, su cuestionamiento radical de todo sentimentalismo, folklorismo o naturalismo. Em Liberdade intenta arrancar Memórias do Cárcere del conformismo de esta tradición. En este sentido Em Liberdade es el inconsciente de Memórias do Cárcere, el saber del fracaso de la tradición literaria brasileña en incorporar al texto de Graciliano Ramos sin reprimirlo. Em Liberdade, en tanto diario postprisión, es el escrito póstumo que Memórias do Cárcere no pudo ser. La originalidad de Em Liberdade reside en el hecho de que este gesto, que estructura la novela y la hace posible, es replicado, repetido dentro del texto en varios niveles: la reflexión sobre la repetición es el motor del diario, la fuerza misma que mueve al personaje Graciliano a escribir. Su historia sobre Cláudio Manuel da Costa replica la relación de Em Liberdade con Memórias do Cárcere, y al mismo tiempo interpela el presente (el presente de Santiago, finales de los setenta) a través de una serie de coincidencias entre Cláudio Manuel y Wladimir Herzog, el periodista asesinado en su celda por el ejército brasileño en 1975.
Em Liberdade se presenta deliberadamente como un texto decepcionante y anticlimático. El piadoso imaginario del martirio, tan enraizado en la izquierda latinoamericana, espera ansiosamente narrativas de torturas y victimizaciones, pero, ¿a quién le interesa el diario de un escritor “en libertad”?
Todos exigen - en eso hay unanimidad - que yo escriba mis memorias de la cárcel. Nadie me pide las anotaciones que estoy haciendo de mis tanteos en libertad.
...
Grandísimo hijo de puta. No caeré en tu trampa. No voy a darte el libro que exiges de mí. Te daré a cambio el que no quieres.
Estoy trabajando con tu decepción. Es la preciosa materia prima de este diario.[204]
Las aporías a que se enfrenta Graciliano en la novela giran alrededor de una espinosa cuestión planteada al intelectual de oposición: cómo y por qué seguir escribiendo en la ausencia de toda práctica social contrahegemónica, en un contexto de aislamiento y derrota política y, sobre todo, sin hacer concesiones al deseo complaciente de disfrutar reactivamente en el lenguaje resentido del sufrimiento: “¿Será que [el lector] sólo se interesa en el lado sombrío de una vida?” (EL 128). Graciliano dirige su ira contra la mística del sufrimiento dentro de la izquierda en una época en que el integralismo, la versión brasileña del fascismo, ganaba terreno político manteniendo precisamente la misma retórica.[205] Uno de los ejes principales de Em Liberdade es el desmantelamiento de este aura. “El lenguaje del sufrimiento es menos original de lo que se piensa y por eso es tan incluyente. Todos y cada uno se creen idénticos en la miseria, en el dolor y en el sufrimiento, esto es: desgraciados todos, pero el que narra es siempre el más desgraciado entre los mortales” (EL 29). Lo que une a Graciliano Ramos y Silviano Santiago es la percepción de un peligro fundamental para el intelectual contrahegemónico: permitir que la política se escriba con metáforas religiosas. “Toda lucha política que reposa en la prisión y en el resentimiento no conduce a nada, como mucho a una ideología de crucificados y mártires, que terminan siendo los héroes fracasados de la causa” (EL 59). La concepción redentora de la política llevaría, parece sugerir la novela, a una identificación desastrosa entre politizar la literatura y sustituir la política por la literatura.
La otra cara del imaginario del martirio es la ideología de la cordialidad, representada en la novela por José Lins do Rego, quien hospeda a Heloísa y su esposo Graciliano cuando éste sale de la prisión. Para los lectores de la narrativa social nordestina de los treinta es bien sabido cómo la ficción implacablemente crítica de Graciliano se opone a Lins do Rego y su representación idílica, romantizada y nostálgica de la sociedad azucarera precapitalista del noreste -retrato donde las desigualdades de clase se disuelven dentro de un presunto sustrato de bondad humana. Santiago explora esta oposición para establecer uno de los hilos guía de la novela, la relación entre pasado y presente:
Véase el caso de las cuatro novelas ya publicadas por Lins do Rego. Al examinar la gloria pasada y la decadencia presente del latifundio de la caña de azúcar, percibo al novelista (no sólo al narrador ) tan involucrado emocionalmente en la materia tratada, que el orgullo y la tristeza son los tonos dominantes cuando se trata, respectivamente, de páginas de gloria y de páginas de decadencia. Los días gloriosos enorgullecen al novelista; los días decadentes ensombrecen el estilo. El proceso de descalificación social y económica de los personajes de hoy no llega a “manchar” a sus antepasados. La decadencia presente no viene del pasado; es fruto exclusivo de la incompetencia de los hombres de hoy. Cómo osar tocar a nuestros gigantes del pasado. Sería un sacrilegio. Pasado y presente son áreas estancadas dentro de la ficción (118).
En la ficción de Lins de Rego el pasado es absuelto de la miseria del presente porque se piensa el pasado como el hogar de la armonía cuya disolución explicaría la desgracia presente. Lins do Rego quiere escribir una ficción histórica basada en los viejos, buenos tiempos, mientras para Graciliano el único recuento radical del pasado es el que se escribe desde los malos, recientes tiempos. A partir de esta crítica ya no sería suficiente, para deconstruir la filosofía de la historia de Lins do Rego, postular que para los dominados el pasado nunca pudo, de hecho, pensarse como paraíso perdido. Esta objeción es válida, y devela un punto de vista clasista en la ficción de Lins do Rego, pero es aún tímida si se trata de hacer visibles los fundamentos mismos de su concepto de historia. Hay una razón por la cual el pasado es pintado como bueno y feliz: Graciliano la encuentra en la conexión, retrospectivamente postulada como rota, que permite a Lins do Rego pensar el presente como caída. Graciliano sospecha de este tropo porque al postular el pasado como instancia libre de toda responsabilidad por la desgracia presente, Lins do Rego implícitamente libera al presente de toda responsabilidad por la desgracia pasada. En otras palabras, impide todo abrazo al legado de los ancestros esclavizados. El blanco crítico de Graciliano en el diario será entonces doble: por un lado, una ideología del martirio que ve en el sufrimiento pasado una redención trascendental del presente y, por otro, una ideología de la cordialidad que pone entre paréntesis todo el sufrimiento pretérito y ofrece el pasado como encarnación privilegiada de la bondad humana, y la caída de ella como explicación de la miseria presente.
El retrato que hace Santiago de Lins do Rego enmarca el tema del favor en el diario. Graciliano, sin dinero ni trabajo, con una familia que alimentar y sin perspectivas económicas a corto plazo, se encuentra en la posición incómoda de tener que aceptar los favores de su amigo mientras desmantela la ideología del favor en su diario. A eso debe añadirse la hábil adaptación carioca de Lins do Rego, ya bien establecido en los círculos literarios de Río, en comparación con la inseguridad torpe, casi provinciana de Graciliano, en un medio en que la sociabilidad era un requisito clave para el éxito. Desde el punto de vista de Lins do Rego, un fan del fútbol y el carnaval, prototipo de las buenas intenciones y la sociabilidad, Graciliano se tortura innecesariamente. Durante las comidas la tensión crece debido a la actitud crítica de Graciliano y Heloísa ante los mitos de brasileñidad en que reposa el régimen de Vargas y por otro lado la creencia casi hipnotizada de Lins do Rego en dichos mitos, así como su impaciencia ante toda disputa ideológica disruptora de la paz. Es Heloísa, más que Graciliano, quien toma una posición clara contra la ideología de la cordialidad. El clímax ocurre durante una cena, después de que Graciliano había visitado de mala gana el Ministerio de Educación en busca de información sobre un premio del estado para un libro de literatura infantil. Graciliano pasa junto al ministro y rehúsa su saludo efusivo, lo que provoca el reproche de Lins do Rego:
“¡Dónde se ha visto eso, comportarse como un chiquillo delante de un Ministro de Estado! ... No quiero decir que debieras haberte comportado como un adulto. Lejos de eso. Debías haberte comportado como un niño travieso [moleque]. Al saludar ceremoniosamente al Ministro, el ex preso político sería la encarnación del moleque brasileño. Con sonrisa e ironía ... Graça, necesitas comprender que este país es un desorden general. Nada aquí se sostiene dentro de una ética rigurosa. Es siempre un juego de intereses vergonzoso, mezquino y camuflado. En el batiburrillo nacional, cualquier actitud lógica y coherente se vuelve inapropiada. En lugar de beneficiarse de ella, la persona correcta acaba por ser el único payaso en el carnaval general de la nación ... El verdadero payaso no es el moleque o el pícaro [malandro]. Estos son los sagaces, enterados, que saben sacar el mejor partido incluso en las situaciones que les son menos ventajosas. El verdadero payaso es el hombre correcto, que hace las relaciones ásperas, dificultando una solución fácil para los problemillas cotidianos.”
“Heloísa no aguantaba más, explotó:
-pensando así vamos acatando y justificando todas las dictaduras. Ahora ese tipo de argumento resvala hacia el egoísmo natural del hombre, después hacia la malicia del brasileño, a continuación habla de la llamada democracia típicamente brasileña, en la que todos mandan porque ninguno manda. Por ahí vamos deshilachando argumentos a favor de la toma de poder por los integralistas. Y éstos, callados, quedan agradecidos ... el país puede ser un desorden, pero la represión funciona en la dirección correcta, de eso no tengo duda ... Esta desorganización brasileña es pésima. Es pésima, no porque un ex preso político pueda hablar cordialmente con el ministro, sino porque un ministro puede mandar a la prisión a una persona con la que conversa sin motivo alguno a no ser los que puedan pasar por su cabeza desvariante. Gráci actuó correctamente. Capanema no merecía su saludo. Si la gente no empieza a hacer diferencias, acabaremos todos por caer en la trampa de la dictadura, que ya está rondando la esquina ... nadie manda en este país, correcto. Pero cuando un grupo de la oposición quiere mandar, aparecen órdenes de prisión, los presos son incomunicados, son torturados. Tú llamas a eso travesura [molecagem], Zé Lins. Es simplificar demasiado. Si hubieses pasado por la mitad de lo que pasó Gráci, verías que travesura no es la expresión más apropiada” (131-3).
El pasaje muestra las dos perspectivas de Brasil irreductiblemente opuestas que separan a Lins do Rego de Graciliano y Heloísa. La discusión, sin embargo, no tiene lugar en una cancha neutral, sino en un contexto en que éstos disfrutan (y necesitan) los favores y la hospitalidad de aquél. En este sentido la discusión de la cena es un microcosmos de la relación misma que Graciliano se ve forzado a mantener con el estado brasileño tras haber sido puesto en libertad. Las relaciones personales replican la relación con el estado. La única diferencia es que tras unas pocas semanas Graciliano y Heloísa pueden prescindir de la generosidad de Lins do Rego y (a duras penas) mantenerse alquilando una habitación en una pensión. En cuanto a las relaciones del intelectual con el estado, las cosas son más complicadas. Al tener que buscar concursos literarios patrocinados por el estado, al ver claramente lo que está en juego en el hecho de que el estado asuma responsabilidad por el patrocinio del arte, Graciliano se ve obligado a bregar con la dialéctica del favor en el diario:
La salida para el intelectual en Brasil es ser funcionario público, viviendo la realidad en dos mitades, sólo discerniendo la verdad cuando cierra un ojo. Esta condición es de las más castrantes y trágicas, porque lo lleva a ser más y más cómplice de los poderosos del día. Si los hombres del legislativo y el judicial ya son criados del Catete [la casa presidencial en aquel momento, I.A.], ¿qué no sucederá con nuestros pensadores, prisioneros de la máquina seductora del Ministerio de Educación y Salud?
Escribirán libros en las horas libres. Nunca serán profesionales de la escritura. Pasarán la noche leyendo y escribiendo, intoxicándose con café y cigarrillos, anotando y corrigiendo, pasando a limpio, mecanografiando los originales. Escribirán libros que serán leídos por una reducidísima parte de la población, unos pocos que tienen dinero extra para comprarlos. O no serán leídos: con la firma en la dedicatoria, servirán de adorno en cinco o seis gigantescas bibliotecas particulares... (36-7).
Sus reflexiones atestiguan una singularidad fundamental de la modernización del campo literario brasileño: la profesionalización se lleva a cabo en gran parte a través de intervenciones reguladoras y siempre interesadas del estado, pero en lugar de deshacerse de la estructura premoderna del favor, la profesionalización se superpone a ella. La mercantilización de la labor intelectual no elimina un cierto mecenazgo personalizado que opera a pesar de - y en muchos casos en contradicción con - la lógica impersonal del mercado: “El profesionalismo parte al hombre por el medio, operando un corte profundo entre las dos mitades. El profesionalismo le da una casa, comida y bienestar; le quita el sueño, la tranquilidad y la buena conciencia. Son dos mitades enemigas, sin posibilidad de paz, porque son también contradictorias” (EL 181). Como Roberto Schwarz clarifica con la noción de “ideas fuera de lugar”[206], la lógica capitalista en Brasil no se opone, sino que más bien se superpone, a la regla del favor y la amistad. El desmontaje crítico de la ideología del favor y la cordialidad en el diario de Graciliano implica una crítica correlativa a una profesionalización que sigue siendo tributaria del mecenazgo. En este sentido las dos mitades del diario (la primera del 14 de enero al 14 de febrero, la segunda del 15 de febrero al 26 de marzo) muestran un predominio de uno de los dos temas. Mientras vive con Lins do Rego, el diario de Graciliano gira obsesivamente alrededor de las conexiones entre el favor y las ideologías de la cordialidad y el martirio;[207] tras mudarse a una pensión en el barrio Catete, el diario de Graciliano se ve afectado por la necesidad de ganarse la vida, y por tanto tiende a escribir desde la pregunta por la profesionalización y autonomización del trabajo intelectual en Brasil. Las dos mitades pueden, entonces, entenderse como alegóricas de la duplicidad misma del capitalismo brasileño: una empresa moderna, secular, y futurizante que sin embargo sólo puede establecerse reforzando un clientelismo y mecenazgo premodernos.
Es dentro de este marco de profesionalización que Em Liberdade plantea el problema de la noción de estilo. Al observar el empleo de escritores en periódicos de circulación masiva, Graciliano anota:
Se sientan frente a la máquina y, en pocos minutos, tienen lista la materia pedida ... saben ejecutar una tarea específica, pero no tienen ya la necesidad de hacer algo que no sea trabajo impuesto por otro.... Son intelectuales que han perdido la compleja noción de estilo personal. Aceptan hacer la tarea dentro del estilo del medio de comunicación que los emplea ... Percibo que existe una cosa susceptible de ser definida independientemente del sujeto que escribe: el ‘estilo periodístico’. No es el estilo de X o de Y, periodistas, sino el del periódico (esto es, del medio de comunicación) en sí (EL 179).
Las consecuencias de la profesionalización van más allá de la dependencia económica del escritor ante las corporaciones dueñas de los medios; la profesionalización pone en marcha un asalto sobre la firma. La identidad vicaria de todo con todo (todos los artículos en un periódico parecen iguales, cada periódico parece idéntico a todos los demás) disuelve la iteración singular que caracteriza la firma. La tecnificación sería entonces la esfera donde todas las firmas tienden a disolverse. Para Graciliano esto implica algo más que percibir lo limitadas que son sus posibilidades de supervivencia económica en el mercado; empieza también a reducir sus opciones a dos ejes básicos: complicidad o fracaso. El diario, y fundamentalmente el cuento sobre Cláudio Manuel que lo cierra, representan el intento de Graciliano de nadar entre las dos aguas. La ironía aquí es que le toca a Graciliano Ramos, el autor del estilo más inconfundible de la literatura brasileña moderna, hacer el balance de la decadencia definitiva de la noción de estilo. Graciliano no puede hacer una crítica nostálgica y reaccionaria del profesionalismo (desde los valores de lo inefable, lo etéreo, el genio, la inspiración) y tampoco puede aceptar los términos en que se ha llevado a cabo la profesionalización misma, completamente controlada por monopolios, sin cualquier afuera disidente. Los polos de la complicidad o el fracaso comienzan a ocupar todo el horizonte: “Releyendo los párrafos de arriba, me doy cuenta de que, al escribir, estoy cavando mi precipicio futuro. De esta caída no conseguiré salvarme ... Me alimento para ser el plato futuro de los enemigos” (EL 180-2). Cuando Graciliano evalúa su trayectoria, poco después de comenzar la historia sobre Cláudio Manuel, su resistencia a ser cómplice ha decidido ya la cuestión:
Soy
un periodista que no trabaja en la redacción de un periódico;
un novelista que no sale de la primera edición;
un político abortado en la cárcel
un padre de familia soltero, viviendo en una pensión;
un trabajador sin empleo
No continúo la lista para no deprimirme más (EL 199).
Su aceptación de la derrota en el campo del profesionalismo juega un papel clave en sacarlo de la letargia para escribir su cuento ejemplar sobre Cláudio Manuel. Al aceptar la derrota Graciliano se libra de su parálisis. Vale la pena hacer hincapié en que la aceptación de la derrota, el abrazo al fracaso, no tiene nada que ver con una celebración autoindulgente y masoquista. Lejos de celebrar la propia miseria, el abrazo del fracaso implica un reconocimiento de las condiciones reales de producción intelectual en el mercado, la única respuesta realmente radical a la creencia narcótica en el progreso. La aceptación de la herencia de la derrota abre la posibilidad de leer en cada documento de cultura la barbarie que lo hizo posible. Tras la derrota de las fuerzas que podrían haber bloqueado el golpe criptofascista de Vargas, la derrota de la literatura a manos de la industria de la información, la derrota de la utopía estético-experimental moderna a manos de su congelamiento en la museización y la canonización (en una palabra, la derrota de la firma, de lo poético ante lo técnico), Graciliano decide revisitar el papel del poeta Cláudio Manuel da Costa en la Inconfidência Mineira. En la rebelión republicana del siglo XVIII en Minas Gerais, Graciliano ve una fuente de energía restitutiva, un recuerdo apenas discernible bajo la pila de deshechos que se ofrece a la mirada como la historia. La pregunta aquí sería: ¿cómo distinguir una interrupción singular en medio de las catástrofes y derrotas que se acumulan como si enteramente dentro de lo idéntico? Al confrontar este problema Graciliano supera la angustia una vez sentida ante la página en blanco y concibe su primer proyecto literario tras la prisión.
Incluso antes de que se proponga un análisis del cuento, el lector habrá notado cómo la relación de Graciliano Ramos con Cláudio Manuel replica la relación de Silviano Santiago con Graciliano. En este sentido el cuento concebido por Graciliano ofrece una clave de la novela y nos retrotrae al tema de la repetición. Graciliano Ramos reescribe a Cláudio Manuel da Costa como un alter ego de Silviano Santiago reescribiendo a Graciliano. Cláudio Manuel también se vio confrontado con la cuestión de cómo caminar sobre la cuerda floja que separa el compromiso servil y el voluntarismo individualista. Para un intelectual crítico, dentro de una sociedad civil apenas organizada independientemente del estado, no hay más que un exiguo espacio de maniobra entre estas dos seudoalternativas. Em Liberdade pasa a introducir el pastiche dentro de este problema político-estratégico. Para el novelista - apuesta Santiago - el pastiche abriría la posibilidad de la cita impersonal, la apropiación impropia de nombres propios, la posibilidad, en fin, de que uno narre su historia como si ella perteneciera a otro: “tiene que haber una identificación mía con Cláudio, una especie de empatía, que me posibilite escribir su vida como si fuese la mía, escribir mi vida como si fuese la suya. Es un proyecto peligroso, pues las personas dan un gran valor a los límites del individuo” (EL 209). Es necesario diferenciar, por un lado, el uso que hace aquí Graciliano de la noción de “empatía,” del paralizante Einfühlung historicista, que intenta crear la ilusión de que uno “realmente está” en el pasado, contándolo como “realmente sucedió”, a menudo para excusarlo y encontrarle una justificación. El gesto de Graciliano sería más bien un intento de arrancar el pasado fuera de su continuo y hacerle interpelar al presente. Mientras que la ironía paródica distancia el pasado con condescendencia (con su implícita ideología de que “ahora sí hemos logrado corregir los errores del pasado”), el pastiche permite al presente reconocerse en el pasado y recargar el pasado con la imagen de lo que Benjamin llamó el “tiempo-ahora”. Clarifiquemos esta afirmación con un análisis del relato.
La versión oficial del movimiento republicano de finales del XVIII en Minas Gerais es bien conocida. Tras la malograda insurrección contra la corona portuguesa, llevada a cabo tanto por la élite local como por la emergente intelligentsia de clase media, Cláudio Manuel habría cometido suicidio en la cárcel, lamentando su “traición” a sus compañeros de insurrección (su llamado público a las armas, hecho desde la prisión y dirigido a la élite estatal vacilantemente aliada a la rebelión). Entre tanto, Tiradentes, presentado como bien intencionado mártir y encarnación tropical del crucificado, habría supuestamente asumido la responsabilidad y ofrecido su cuerpo para ser colgado y desmembrado. Graciliano tiene un sueño en que Cláudio Manuel es asesinado por una autoridad regional hasta entonces aliado a la rebelión, y que ahora se echaba atrás por miedo a ser implicado en el testimonio de Cláudio. En la relectura que hace Santiago de la Inconfidência Mineira, la “traición” de Cláudio surge como estrategia deliberada para forzar a las clases gobernantes locales a mantener su compromiso republicano. En un movimiento algo protobrechtiano, “Cláudio intenta incriminar a sus propios verdugos (al vizconde de Barbacena, en particular) a fin de no crear un régimen especial de inocencia para ellos, con el fin de forzarlos a asumir la causa” (EL 204). Ante tales riesgos lo que le quedaba a la vacilante élite local era la eliminación de Cláudio Manuel. En la versión alternativa, el gesto autoincriminatorio de Tiradentes gana un sentido diferente. Más que héroe benevolente, Tiradentes habría actuado como cómplice de la monarquía portuguesa. Al ofrecerse a sí mismo como el único conspirador subversivo, Tiradentes les habría regalado la perfecta excusa para el despliegue de la violencia represora. La rebelión se podía identificar ahora como la obra de “unos pocos” delincuentes, ajenos a la “gente” de Minas Gerais. El heroísmo de Tiradentes rompió la alianza política que sostenía el movimiento: “¿No actuó de conformidad con el designio de la corona portuguesa, más interesada en sacrificar a un chivo expiatorio ... ?” (EL 204). A partir de entonces Graciliano comienza la investigación que aportará la base del relato.
Graciliano concibe un relato en que la estrategia de Cláudio aparece como una crítica deliberada de todo secretismo conspiratorial en la política. Lejos de “traicionar” a los miembros de la élite estatal vinculados a la insurrección - en todo caso ya conocidos por los portugueses - Cláudio les fuerza a hacer pública su decisión política. Puesto que la élite estatal ya estaba dispuesta, en ese momento, a negociar a puerta cerrada con la corona una solución que castigara ejemplarmente a unos pocos intelectuales de clase media, la decisión de Cláudio respondía a la necesidad de escapar tanto al voluntarismo como al servilismo. Al denunciar públicamente el antiguo compromiso republicano de una burocracia ahora dispuesta a echarse atrás, Cláudio intentaba esquivar tanto la martirización individual del chivo expiatorio - y por tanto escapar de la heroización de la política - al mismo tiempo en que trataba de eludir la igualmente indeseable estrategia de negociar unas pocas migajas a cambio de renunciar al proyecto revolucionario. La primera estategia - basada en la ideología del martirio - termina siendo la imagen de la Inconfidência Mineira legada por una historiografía narcótica, cristalizada en Tiradentes, invariablemente representado como Cristo: “‘El mártir subió rápidamente los veinte escalones, sin dudar un sólo momento ... sólo tenía ojos y corazón para el crucifijo’” (EL 203), lee el pasaje de un manual de historia citado críticamente por Graciliano mientras prepara el relato. El Calvario de Tiradentes sería aquí otra variante del silenciamiento de la derrota: tropo cristiano notablemente hábil en la elisión de la derrota en tanto derrota, su metamorfosis imaginaria en victoria, su acolchonamiento en una narrativa según la cual “algo se ha ganado,” “se ha aprendido una lección”. El martirio ha sido la compensación imaginaria más recurrente para la incapacidad o falta de voluntad de confrontar la herencia de la derrota en la historia brasileña: “Es el martirio la categoría noble preferida por los historiadores tradicionales, que ven en ella la medida objetiva que aplicar a los ‘grandes hombres del pasado.’ Con ella, el historiador acaba por escribir una historia religiosa del hombre” (EL 203).
A diferencia de las naciones hispanoamericanas, Brasil no tiene héroes de la independencia. Puesto que la independencia brasileña no fue el producto de una guerra popular, sino más bien de una negociación entre una élite colonial y una corona portuguesa ya apenas distinguibles la una de la otra (esta última había establecido raíces en Brasil en 1808 huyendo de las guerras napoleónicas), fue sobre todo Tiradentes el que llenó el espacio heroico en el imaginario nacional. Deshacer el mito de Tiradentes en Brasil es un poco como deconstruir a San Martín en Argentina, a Bolívar en Venezuela, o incluso a Thomas Jefferson en los Estados Unidos. La diferencia fundamental es que Tiradentes fue el líder (o ha sido retrospectivamente construido como tal) de una rebelión fracasada. Mientras que en Hispanoamérica las fábulas de identidad nacional reposan sobre líderes militares victoriosos, machos cuya única derrota es póstuma - situada en la implementación de su legado - en Brasil el legado mismo de la independencia es la derrota, emblematizada en la insignificancia simbólica del 7 de septiembre para la articulación de cualquier proyecto popular en el país. La derrota es entonces acolchonada en la ideología pacificadora del martirio, es decir, transformada imaginariamente y reactivamente en victoria, en un sentido no muy distinto al cristianismo, que en el análisis nietzscheano paradójicamente emerge victorioso al someterse incondicionalmente a la derrota, al encontrar en ella mórbido placer. El enigma de Tiradentes sería así un retorno del enigma de Cristo: ambos instituyen un nuevo sistema de valores exactamente al ofrecerse a sí mismos como chivos expiatorios - siendo ello, sin duda, su goce narcisista.
Lo que separa al chivo expiatorio del héroe victorioso es, en cierto sentido, el secreto mismo. Tiradentes mantiene el secreto de la insurrección ante sus ejecutores al negarse a revelar los demás nombres, mientras que Cristo mantiene el secreto de su divinidad al rechazar la tentación de realizar el milagro público que la podría confirmar. Los derrotados se revelan victoriosos - imaginariamente, para una posteridad hegemonizada por una historiografía narcótica - al mantener el secreto que contiene la clave de su derrota. Este secreto es lo que hace posible que la historia se reconstruya de tal manera que la derrota aparezca, retrospectivamente, como lo único que de hecho buscaban desde el principio. ¿No podría ello ser tomado como el significado del axioma cristiano de que Jesús bajó a la Tierra para ser crucificado? ¿No nos dice la versión oficial de la Inconfidência Mineira, subrepticiamente, que el objetivo último de la rebelión no era conseguir la independencia nacional, sino ofrecer al futuro la imagen de un mártir decapitado y desmembrado, legando a la posteridad esta tremenda carga de culpa?
El cuento de Graciliano sobre Cláudio Manuel revela las raíces de la política del secreto, la política entendida como conspiración. Cabe aquí subrayar el elemento iterativo que atraviesa la historia brasileña: en 1792 una élite local rompe la alianza republicana ya establecida con otras clases sociales, optando por solucionar sus diferencias con la corona sin tocar la estructura de la producción; Graciliano escribe en 1937, dos años después de que un Partido Comunista ya estalinizado, que había estado defendiendo la quietista teoría del “socialismo en un solo país,” intentara recuperar algo de legitimidad popular con la fracasada insurrección putschista conocida después como “Intentona Comunista” (la cual, a propósito, dio a Vargas la excusa perfecta para la represión); Santiago escribe a finales de los 70, menos de una década después de que varios grupos de izquierda, desilusionados con la política conciliatoria del PC, se lanzaran a la boca del lobo, en una guerrilla completamente desprovista de apoyo popular o de proyecto político. Aquí la repetición toma la forma gregaria del eterno retorno de lo mismo: “Qué largo y fatigoso monólogo que es nuestra historia!” (EL 34). “La lectura de libros y documentos se torna monótona: los mismos hechos son repetidos hasta el cansancio. Es así que se impone la verdad histórica de los acontecimientos entre nosotros. Por el cansancio, no por la atención” (EL 220).
La percepción de un insoportable ciclo de repeticiones - monarquía portuguesa, populismo represivo, dictadura militar - podría corroborar una visión circular, cíclica, de la historia, según la cual lo que regresa no es otra cosa que la iteración indiferenciada de lo mismo. Pero el relato de Graciliano sobre Cláudio Manuel puede ser tomado precisamente como una interrupción de esta interpretación de la repetición histórica, la introducción de una fisura en su evidente, rotunda coherencia. ¿Qué pasaría, Graciliano parece preguntar, si lo idéntico que regresa se constituyera exactamente al obviar algo intempestivo, algo radicalmente extranjero e irrecuperable por el presente, intempestividad que sería sin embargo la misma condición de posibilidad de dicho presente? ¿Qué pasaría si cada vuelta de la tuerca trajera en sí su otro más radical, otredad que aunque soterrada, reprimida, impediría que la repetición se congelara en una simple iteración cíclica de lo mismo y refiriera esa repetición a un momento futuro en que pudiera ser redimida? La formulación que puedo ofrecer para este elemento extranjero, intempestivo, es la siguiente: lo intempestivo es aquello que ha fracasado en la historia, pero sin cuya irrupción ninguna historia podría haberse constituido en cuanto tal.
Un emblema de este elemento intempestivo surge en el sueño alegórico de Graciliano, en que él es Cláudio Manuel, pasando en la cárcel la que sería la última noche de su vida. La imagen de sí mismo en el sueño superpone objetos del siglo XVIII (en cierto momento sujeta una pluma a luz de velas) a objetos modernos (en otros momentos usa una estilográfica y lleva un mono de fábrica). Sentada enfrente suyo en la celda está la Muerte, a quien intenta desesperadamente entretener con trucos de magia. Al final la Muerte se para, camina hacia él, toma los fragmentos rotos de una hoja de papel en que el poeta había escrito “es fatigoso esperar,” los junta, le fuerza a firmarla, saca un cinturón de tela y hace un nudo apretado con él, mostrando al aterrorizado poeta que él podría ser atado a una de las barras de la ventana. Cláudio Manuel corre y se esconde tras la silla, a la que la Muerte da diestramente una patada antes de sujetar su cuello con las dos manos. Cuando la muerte se quita la capucha, Graciliano/Cláudio ve la cara sonriente y colorada de un oficial portugués.
De forma muy obvia, el sueño ofrece a Graciliano la hipótesis de que la versión aceptada de la muerte de Cláudio Manuel, dada como un suicidio, podría ser una farsa, y que Cláudio de hecho habría sido asesinado en su celda por un oficial del gobierno amenazado por su estrategia. El siglo XVIII se le aparece a Graciliano como una alegoría de su propia situación. El sueño hace que el pasado le hable al presente cuando su pequeña habitación de pensión, en la que intenta eludir la muerte, es desplazada y condensada en la celda en que Cláudio Manuel pasó sus últimos días. La pensión se transforma en celda del mismo modo en que su estilográfica moderna se convierte en la pluma de Cláudio. Como su alter ego del siglo XVIII, Graciliano espera, inmovilizado por una sucesión de acontecimientos que parece cerrar todas las puertas políticas. El sentido del sueño parece producirse a partir de procesos de condensación y desplazamiento entre el siglo XVIII y la década de los treinta en el siglo XX, y las alegorizaciones mutuas entre Graciliano y Cláudio Manuel.
Sin embargo, el sueño sólo adquiere toda su fuerza cuando se subrayan varios elementos que ponen el texto en diálogo con el presente en el que Santiago está escribiendo, los últimos días de la dictadura militar en Brasil. El cinturón de tela de Cláudio, su ropa, el acto de romper el pedazo de papel, la silla, su firma forzada bajo una confesión, la sugerencia hecha por la Muerte de que el cinturón era suficientemente largo como para colgarse de la barra de la ventana (y así disimular el estrangulamiento): todo ello está tomado directamente de la farsa creada por el régimen militar para justificar la muerte del periodista Wladimir Herzog bajo tortura en 1975. Tras su muerte los militares hicieron pública una nota diciendo que Herzog, el día de su aprisionamiento, “había sido encontrado” colgando “del cinturón de tela que llevaba puesto” (algo que, obviamente, nunca se regalaba a los prisioneros), atado a un barrote de la ventana (el cual, en las fotografías después reveladas por el ejército, mostraba la otra punta del cinturón a metro y medio del suelo, por tanto bastante más bajo que Herzog, quien, para colgarse, habría tenido que doblar las rodillas hacia el pecho, en la posición suicida más inverosímil posible). Para sostener sus afirmaciones los militares y médicos cómplices produjeron una autopsia fraudulenta y las mentadas fotografías, en las que Herzog aparece colgado, con una silla y varios trozos de papel en el suelo (la hoja en que, se descubrió después, se había forzado a Herzog a escribir una confesión que él, a continuación, rompió en pedazos, lo que airó a sus torturadores). Entre los brasileños que murieron bajo tortura, el caso de Herzog fue singular porque su esposa y amigos, activistas de derechos humanos y el sindicato de periodistas consiguieron demostrar jurídicamente, tres años después, que Herzog no se había colgado sino que había sido asesinado en su celda, después estrangulado (para dar la impresión de muerte por asfixia) y atado a uno de los barrotes de la ventana. Durante las audiencias de 1978 varios ex prisioneros testificaron no sólo haber oído los gritos de Herzog sino también haber sido torturados ellos mismos; mientras tanto oficiales del ejército, torturadores y médicos cómplices contradecían no sólo los unos a los otros, sino también sus propias afirmaciones anteriores en la autopsia fraudulenta de 1975. El caso también fue ejemplar porque generó una considerable protesta popular, que culminó en una inmensa ceremonia ecuménica una semana después de la muerte de Herzog, en la que el padre Evaristo Arns (uno de los líderes de la lucha por los derechos humanos en Brasil) y otras figuras religiosas guiaron a varios miles de personas a la Praça da Sé, en São Paulo, en un episodio clave en la erosión de la legitimidad del régimen militar.[208]
Las posibilidades de alegorizaciones mutuas entre el presente de Graciliano (su oposición a un régimen populista represivo en 1937), su pasado (la lucha de Cláudio Manuel contra la corona portuguesa en 1792) y su futuro (Herzog torturado y asesinado por los militares en 1975) son múltiples. Al distanciarse de su presente e interrogarlo críticamente, Graciliano sueña con el pasado. Sueña que él es el pasado. Sin embargo, el pasado se le aparece en la vestidura del futuro. La historia no puede ser el lugar en que Graciliano se despierta de la pesadilla, puesto que la historia misma es la pesadilla. Graciliano sueña como forma de despertarse para la pesadilla; su sueño es en sí la puerta de entrada a la pesadilla, invisible detrás de las cortinas nebulosas de una cotidianidad que es, de hecho, el único sueño realmente escapista. Parodiando a Joyce, uno podría decir que Graciliano sueña no para despertarse de la pesadilla de la historia, sino para entrar en ella. Pero, ¿se le aparece Herzog, de vuelta del futuro, por así decirlo, para recordarle que sospeche de la versión oficial de la muerte de Cláudio Manuel? ¿O es Cláudio Manuel el que sube de entre los muertos para señalarle que está descubriendo no sólo el pasado, sino también el futuro de su país? La elección entre las dos alternativas es indecidible, puesto que el relato deliberadamente nos impide decidir si el pasado está intentando despertar al presente para los horrores del futuro, o si el futuro, como el ángel benjaminiano de la historia, está intentando regresar y redimir las catástrofes del pasado. Cada presente está aquí atravesado por una discordia fundamental consigo mismo. Cada anacronismo, cada falta de coincidencia temporal en el sueño de Graciliano es un índice que refiere el tiempo a la necesidad de redención. Graciliano descubre que el destino del pasado se jugará otra vez en el futuro. El futuro sería aquí el terreno en que los muertos tendrán otra posibilidad de redención. El relato de Graciliano persigue esa redención atea, radicalmente abierta, concebida bajo el signo de lo intempestivo - siempre opuesto al presente eternalizado de los mártires y los héroes de lo negativo.
El modo de operación de lo intempestivo en el edificio triádico compuesto por Cláudio Manuel, Graciliano y Herzog se hace claro en el episodio alrededor del manual de historia consultado por Graciliano al preparar el relato. Aludiendo al “suicidio” de Cláudio Manuel, el manual afirma que “todo hace creer que fue llevado al alocado gesto al hacerse consciente de su situación, por estar arrepentido de su militancia” (EL 205). La palabra militância, anacrónica en el portugués del siglo XVIII, sugiere que puede haber algo más en juego aquí. De hecho, el pasaje es una cita literal de la nota publicada el 25 de octubre de 1975, en que el DOI-CODI (sección del ejército brasileño a cargo de la represión política en los setenta) desvergonzadamente intentó negar su responsabilidad en la muerte de Herzog.[209] De nuevo, la novela provoca la extraña sensación de que el pasado está citando el futuro, en ambos sentidos del verbo: utilizándolo como cita, pero al mismo tiempo intimándolo a aparecer para ser juzgado. El pasado cita el futuro, anacrónicamente, y así lo envía al banquillo de los acusados. Aquí se arma otro efecto perturbador de la novela: no se trata de la sensación familiar de que el presente (o el futuro) está citando / juzgando el pasado, sino de la desconcertante impresión de que es el pasado - los muertos - los que están dotados de la prerrogativa de juzgar el futuro. Pues si una falsa explicación de un asesinato contemporáneo puede servir como justificación de una muerte del siglo XVIII - y ser apenas notada en una novela contemporánea - entonces podría parecer razonable llegar a la conclusión de que la repetición sería de veras el inexorable, inevitable, eterno retorno de lo mismo. Em Liberdade arma entonces, a partir de la intempestividad de las irrupciones anacrónicas, una crítica de la aparente obviedad de tal percepción, una crítica del eterno retorno entendido como eterno retorno de lo mismo en la circularidad del ciclo.
Sería, entonces, un error tomar el esquema iterativo de Em Liberdade como evidencia de que la novela avalaría una concepción cíclica o circular de la repetición histórica. Si el texto somete la historia al vértigo del eterno retorno - de tal modo que la historia misma aparece como producto de la iteración - lo hace desasociando la noción de retorno de las del círculo, ciclo, saga. Lo que está en juego no es tanto una negación del concepto nietzscheano, sino de una cierta comprensión de él.[210] No se trata de ver el pasado reproducido en su identidad con un presente que no sería más que su repetición compulsiva. Se trata, más bien, de recibir de un futuro abierto - de lo que Benjamin llamó índice de la redención, la angosta puerta por la que el Mesías puede en cualquier momento entrar (representada en Em Liberdade por la irrupción de 1975 en 1937 cuando éste último soñaba con 1792) - el impacto que hace que el pasado se repita en tanto pasado en el presente, es decir, que interrumpe la coincidencia del presente consigo mismo, develando así la autodiscordia que fisura el presente y le confiere su fundamento intempestivo. No se trata, naturalmente, de que la muerte de Herzog retrospectivamente redima algo para Graciliano (esta sería la ideología del martirio), sino que la emergencia de aquél en el presente de éste abre las puertas para que el pasado se inscriba como pasado, en toda su irreductibilidad. Y que el pasado se inscriba como pasado, como irreductiblemente fallido, se convierte para él en la condición misma para que lo radicalmente otro sea imaginado.
Em Liberdade no pone en escena, por tanto, una confrontación entre una concepción de historia que se basa en la repetición y otra que no. Más bien, la novela asume el atisbo de que no hay historia fuera de la repetición - siendo éste su gesto antivanguardista, o posmoderno - y pasa a oponer una interpretación de la repetición como la identidad de lo que regresa en el ciclo a otra, que la toma como el momento autodiferenciante del presente al ser interrumpido por lo intempestivo. La primera da lugar a una concepción fatalista de la historia, según la cual el pasado y el presente están ligados por enlaces de identidad, que invariablemente implican también una cierta relación de necesidad (el presente como consecuencia “natural” del pasado); la segunda, por otro lado, establece el fundamento de una concepción secular, pero mesiánica, de historia, en el sentido de que la posibilidad de un vínculo entre pasado y presente nunca está dada, sino que debe ser inventada, redimida, rescatada de la narrativa histórica de modo que el futuro siga siendo una promesa abierta, más que un telos necesario.[211] La concepción fatalista o cíclica de la historia vislumbra en cada momento barbárico del pasado un testimonio reconfortante de la acumulación progresiva de la cultura. La mesiánica, opuesta radicalmente a tal redención trascendental, prefiere ver en cada tesoro cultural del pasado los fracasos, las derrotas, la violencia, la barbarie que le confiere a la cultura su suelo fundante. En este sentido, la interpretación cíclica del eterno retorno alivia todas las catástrofes, restaurando un contentamiento imaginario que eludiría la tarea del duelo. Por otro lado, la interpretación diferencial y mesiánica del eterno retorno abraza, acoge las ruinas dejadas por las catástrofes y se encuentra, desde siempre, en perenne peligro de una caída irreversible en el abismo de la melancolía. Graciliano se encuentra al borde de este abismo cuando cierra el diario: “Fui a buscar a Heloísa al puerto hoy. Vino con nuestras dos hijas menores. No sé como vamos a caber todos en el exiguo cuarto de la pensión” (EL 235).
Sin embargo, Em Liberdade es un texto escrito con alegría, en la alegría, y toda la crítica del martirio sería mal interpretada si ignoráramos este componente fundamental. Es la paradoja de una alegría melancólica lo que hay que comprender aquí. Pocas son las entradas en que Graciliano no haga referencia a la pasión, a la exultación ante la recuperación de su energía corporal, o la convicción de que sólo una gaya ciencia puede oponerse a la maquinaria de la ideología reactiva. No se trata simplemente que la alegría y la melancolía se encuentren yuxtapuestas, coexistan en el diario de Graciliano. Más que esto, se afirman juntas, al mismo tiempo, tal afirmación simultánea de polos opuestos siendo, según Deleuze, la definición misma de la paradoja.[212] Pues es la alegría en la melancolía - la alegría que se deriva de la melancolía de uno ante la barbarie política - que asegura que uno no ha sido entumecido por la pila de catástrofes hasta el punto de tomarlas como naturales; por la misma razón, es la melancolía en la alegría, el reconocimiento de un límite, una impotencia fundamental de la afirmación gaya lo que evita que la alegría caiga en la felicidad complaciente propia de los que son ciegos a la catástrofe. Esta paradoja sería la respuesta de Em Liberdade a la pregunta nietzscheana planteada al principio - ¿cómo cumplir el duelo afirmativamente? Esta respuesta tiene el carácter perturbador propio de las paradojas, pero paradojal sería la definición más adecuada para el proyecto que suscribe esta novela: escrita en primera persona, alrededor y a través de nombres propios, pero anticonfesional; estructurada por la repetición, pero anticíclica; despiadada en su pillaje de otra firma, pero concebida como un gesto de amor; melancólica en su abrazo de la derrota, pero haciendo de tal aceptación una afirmación gaya. Em Liberdade dice “sí,” en una palabra, a las derrotas sufridas en el pasado, para que se pueda empezar de nuevo una labor radical sobre la tarea del duelo.
¿Cuál sería, entonces, la noción de restitución que se maneja en Em Liberdade? En La ciudad ausente, de Piglia, observábamos un proceso a través del cual el rescate del pasado - emblematizado en la figura anárquica y utópica de Macedonio Fernández - recuperaba para el presente la posibilidad de un relato alternativo. En La ciudad ausente el pasado es salvado en el presente. Em Liberdade suscribe un proyecto simétricamente opuesto: es el presente - cada uno de los varios presentes de la novela - que es redimido por el pasado. Graciliano no “se apropia” de Cláudio Manuel, sino, más bien, es apropiado por él, para que Cláudio, el pasado, pueda hablar, no en cuanto presente, sino como irreductiblemente pasado. El vínculo entre Santiago y Graciliano se predica en la misma relación, de tal modo que lo que se restituye no es la posibilidad de que el presente pueda narrar el pasado (o sea, el gesto utópico que funda la novela de Piglia), sino de que el pasado pueda narrarse a sí mismo en tanto pasado en el presente, siendo éste el prerrequisito para que el presente pueda narrarse a sí y al futuro. En la restitución de Piglia hay una deuda con el futuro que sólo se paga a través de una apropiación del pasado como materia narrable, como fuente de relatos alternativos. En la restitución de Santiago hay una deuda con el pasado, cuyo abono sería la premisa mayor para la posibilidad de imaginar cualquier futuro. “Postdictadura” designa, en este libro, además de un momento histórico y un imperativo de duelo, la relación de necesaria indecidibilidad entre estas dos voluntades.
CAPÍTULO 6
SOBRECODIFICACIÓN DE LOS MÁRGENES:
FIGURAS DEL ETERNO RETORNO Y DEL APOCALIPSIS
La publicación de los primeros textos de Diamela Eltit es parte de un complejo contexto de evolución de la literatura y las artes en Chile, en el que se pueden subrayar algunos desplazamientos históricos: la crisis definitiva de la escritura militante - ahora forzada a reconsiderar las premisas básicas de su relación con el lenguaje - y la contradictoria emergencia de una ficción y una poesía que tratan de repensar la experiencia traumática del post-1973. Tras la violenta interrupción de 1973, el exilio y la crisis de la militancia, una serie de trabajos escritos, visuales y performáticos se consolidan hacia finales de los setenta, alrededor de la puesta en cuestión de las normas de representación y de la relación entre arte, vida y política en Chile.[213] Aquí se sitúa la ficción de Diamela Eltit: sometiendo su material a una vertiginosa fragmentación y a bruscos quiebres sintácticos y narrativos, trabajando siempre con restos experienciales ya no representables como totalidades coherentes, el texto de Eltit se arma a partir de tomas rápidas, núcleos imagísticos, mónadas poéticas, a través de las cuales se activan memorias y experiencias irreductibles al imaginario de la transición chilena. Se tratará aquí de proponer lecturas parciales de Lumpérica (1983) y Los vigilantes (1994), ubicando estas antinovelas en el contexto poético y artístico chileno, con especial atención a lo que la temporalidad de estos dos textos deja vislumbrar acerca de la condición postdictatorial.[214]
Denominada Escena de avanzada por su teórica más importante, Nelly Richard, la variedad de producciones artísticas en el seno de la cual surgió la ficción de Eltit, hizo de la memoria simbólica de Chile su foco privilegiado de intervención. Un momento inaugural en este proceso fue la publicación de Manuscritos, revista editada por Ronald Kay y diseñada por Catalina Parra, en que imagen y texto se entrelazaban, atestiguando la irrupción del espacio urbano como interlocutor del texto poético. La colección de fragmentos de Ronald Kay, titulada “rewriting,” traía el subtítulo “La calle = la física de la matemática poética,” y afirmaba que “el paso de la multitud por la letra, la huella que aquélla deja en ésta es la impresión que efectivamente hay que leer.”[215] Palabras como “huella,” “impresión” e “inscripción” son indicativas de un vocabulario que ganaría proeminencia en el arte chileno, especialmente en la teorización de la memoria. La yuxtaposición de texto y fotos grisáceas de Santiago (en las que peatones circulaban aparentemente ajenos a la catástrofe que se gestaba) ofrecía un emblema de la experiencia urbana bajo dictadura, percibida por la voz poética como experiencia indecible. Sobre un mapa de Santiago, una “estrategia textual Quebrantahuesos” encuadraba fragmentos poéticos que se autonomizaban como mónadas:
En el Quebrantahuesos se traza una escritura automática que no obedece a los dictámenes proferidos por el inconsciente del individuo (como lo hizo el surrealismo; en tal sentido todavía sometido a la autoridad de la magna inspiración) sino que, a partir del corte y del de/collage del diagrama textual, gana su objetividad (y su objeto, su texto) por la necesidad del azar inmanente a la mecánica del material impreso que relaciona y viabiliza otro, su texto en la textura estratificada de la prensa.
En los notables fragmentos de Ronald Kay ya se anunciaba una de las preocupaciones recurrentes de la avanzada: los límites de lo decible, no como resultado de determinaciones externas - censura, etc. - sino como condición constitutiva del lenguaje mismo. Como señalaría después Pablo Oyarzún, “el giro esencial de la producción de avanzada a este respecto es padecer el dato primario de ese indecible como algo que es clandestino aun para su propio portador, que, por lo tanto, desarticula las pautas de identidad individual y colectiva.”[216]
Al ubicar el trabajo de Diamela Eltit habría que tener en mente al menos dos espectros discursivos: la plástica experimental (Carlos Leppe, Eugenio Dittborn, Carlos Altamirano) y el Departamento de Estudios Humanísticos, donde Ronald Kay, Raúl Zurita, Eugenia Brito, Rodrigo Cánovas y la misma Eltit colaboraban en la producción de nuevas teorías y prácticas literarias.[217] El Colectivo de Acciones de Arte sería formado alrededor de 1979, compuesto por dos escritores (Diamela Eltit y Raúl Zurita), dos artistas plásticos (Lotty Rosenfeld y Juan Castillo) y un sociólogo (Fernando Barcells). En la primera de sus performances, “Para no morir de hambre en el arte” (1979), se distribuía leche en polvo en una villa miseria de Santiago, acompañada de un poema que exhortaba al lector a “imaginar esta página blanca como la leche diaria a consumir / imaginar cada rincón de Chile privado del consumo diario de leche como páginas blancas para llenar.”[218] A esto seguía la lectura pública, enfrente del edificio de la ONU en Santiago, de un fragmento en cinco idiomas que retrataba la situación chilena. Una caja de leche, el ejemplar de Hoy con el poema y una copia del texto leído en la ONU serían después depositados en la galería de arte Centro Imagen, seguidos de un desfile de camiones de leche por la ciudad y la colocación de una sábana blanca sobre el museo, como metáfora de “clausura institucional y hambre.”[219] En la segunda performance, “¡Ay Sudamérica!” (1981), el grupo arrojó sobre Santiago, desde un avión, 400.000 panfletos que anunciaban que “el trabajo de ampliación de los niveles habituales de vida es el único montaje de arte válido / la única exhibición / la única obra de arte que vale: cada hombre que trabaja para la ampliación aunque sea mental de sus espacios de vida es un artista.”[220] A partir de un marco retórico “predicante, exhortativo, militante, utopista, concientizado, profetizante”[221] - tales intervenciones establecían un enlace con la ciudad y postulaban “una espacialidad alternativa a la de los recintos de arte cercados por la institución.”[222] La avanzada se transformaría, en todo su abanico de recursos estéticos, en referencia clave para gran parte de la literatura chilena postgolpe.
La cuestión de la fotografía se convierte, en ese momento, en referencia central para el debate artístico en Chile.[223] La fotografía cumple aquí tanto el papel de “guardián de la memoria” como de vehículo del experimentalismo vanguardista de las poses hiperestilizadas, simulaciones y juegos de máscaras. En la obra de Eugenio Dittborn, el espacio fotográfico surge como traza borrosa, precaria de la memoria, como en Caput Mortuum Red, una fotoserigrafía que muestra la imagen descolorida y gastada de un joven junto a un número serial, o aun en “Fosa Común” (1977), una colección de fotografías que instala el imperativo del duelo a partir de la representación de reminiscencias colectivas, anónimas. Como señala Richard, la obra de Dittborn se proponía investigar “la situación del rostro humano fotografiado por la máquina de reproducción visual, hasta lograr extraer de ella la clave analítica y metafórica del tramaje coercitivo que señalaba los procedimientos de detención y captura de la identidad fotográfica: la prisión del encuadre, la camisa de fuerza de la pose, la sentencia del montaje, la condena del pie de foto, etc.”[224] No es gratuito que la obra sugiera en la analista el uso de un vocabulario policial; escapándose de la literalidad del arte brigadista anterior, el arte de la avanzada buscó, fundamentalmente, identificar en el procedimiento artístico mismo, claves alegóricas que lo reconectaran con la experiencia colectiva chilena. Esta preocupación se manifiesta en el gesto minimalista de la performance de Lotty Rosenfeld titulada “Una milla de cruces sobre el pavimento,” en la que la artista superpone, horizontalmente, tiras de tela blanca a los ejes verticales divisorios de las carreteras, formando una cadena de cruces en Washington, D.C., el desierto del norte de Chile y la frontera entre Chile y Argentina. Además de intervenir en el espacio urbano con un “acto que traiciona el ideal de rectitud fijado por la linealidad del camino,”[225] Rosenfeld movilizaba todo un campo semántico alrededor de la palabra “cruz,” aludiendo a la serialidad de las muertes y al duelo generalizado. Otros dos artistas plásticos trabajarían sobre el cuerpo como materia sometida a segmentación, desnaturalización y resignificación. En El perchero, Carlos Leppe presentaría un cuerpo transexualizado, reducido a trozos como un artefacto maleable;[226] Juan Domingo Dávila fundiría “en su sistema pictórico la narratividad del comic, la tradición del desnudo, la indagación psicoanalítica y la provocación obscena.”[227] Todos estos desarrollos presuponían una convergencia de varias experiencias teóricas en Chile:
El instrumental de la semiología y del posestructuralismo, la preocupación por la socialidad del arte en los niveles disímiles de los medios, modos y soportes materiales de la producción artística, la crítica de la fijación del sentido, la transparencia de lo real y de la consolidación político-militante de la voluntad creativa, la reivindicación del significante y del margen y la interrogación de las instituciones, han funcionado no sólo como opciones descriptivas, analíticas y ordenadoras, sino también como ideas regulativas y hasta como imperativas para esas producciones.[228]
Gran parte de la mejor literatura que surgía en ese momento - La Tirana de Diego Maqueira, Purgatorio y Anteparaíso de Raúl Zurita, Lumpérica de Diamela Eltit, Exit y Este de Gonzalo Muñoz, etc.-- incorporó referentes dramáticos o plásticos como principio de construcción. Todo un complejo metafórico de misas negras, sacrificios, sexualidades teatrales y travestidas - invariablemente con mucho maquillaje y mise-en-scène - desestabilizaba las fronteras entre arte y vida. En su dimensión más ritualística, la producción literaria de la avanzada se sobrecodificaba, convirtiéndose en máquina alegórica que apuntaba a un quiebre a menudo no identificable o reconocible dentro de las fronteras textuales. En las artes plásticas, estrategias interruptivas (collage, recorte, montaje, citas) se transformarían en el principio estructurante fundamental. En el campo teórico, la escritura de Patricio Marchant –en diálogo con Nietzsche, Heidegger, Derrida y la tradición psicoanalítica– laboraba extensivamente la noción de escena en sus dimensiones performática y psíquica, poética y política, movilizando para ello una relectura de Gabriela Mistral que culminaba en un desmontaje implacable del mismo locus de enunciación crítico-universitario.[229] Gestada en interacción con la teoría crítica y las artes plásticas, la producción literaria vanguardista de ese momento combinaba una aguda preocupación por las condiciones de producción y existencia del arte con una inevitable criptificación, un cierto “aspecto de opacidad que tipifica a muchas de estas obras, no por hermetismo arbitrario, sino más bien por sobresignificación de sus elementos y denotaciones: se trata, entonces, de una cierta versión del lenguaje cifrado.”[230]
El carácter emblemático que adquirían algunos textos proveía tanto de ciertas pautas que articulaban su producción, circulación y recepción, como de su potencial de condensar núcleos imagísticos que elaboraban la experiencia bajo la dictadura. El caso más ilustre fue el de Raúl Zurita, autor de dos impactantes poemarios - Purgatorio (1979) y Anteparaíso (1982). Un fenómeno revelador en la trayectoria de su acogida fue la bendición de Ignacio Valente, crítico literario oficial de Chile y reseñador en el ultraconservador El Mercurio. Valente se apropió de la grandiosa resemantización zuritiana del paisaje chileno y su diseño de un esquema cristiano de caída y salvación, alabándole como el verdadero sucesor de Pablo Neruda y Nicanor Parra. Su análisis involucraba la poesía de Zurita en una retórica católica y conservadora que neutralizaba los montajes desconcertantes del lenguaje poético de Zurita. La pulsión destructiva del texto, su dimensión de negatividad - desmontar los géneros, las imágenes, los mensajes históricos, las ontologías nacionales - perdería, al fin y al cabo, la batalla contra la retórica cristiana también presente - hay que subrayarlo - en el texto de Zurita. En la pelea alrededor de la interpretación de uno de los poetas más celebrados de Chile, el establishment conservador confrontaba una vanguardia fascinada con “el voluntarismo del tipo de discursividad que la estructura,”[231] ambos discursos contradictoriamente mezclados en el texto del primer Zurita. Mientras tanto, la producción poética posterior de Zurita era, ella misma, absorbida por clichés postdictatoriales, volviéndose cada vez más patriótica y kitsch en sus alabanzas a la transición chilena.[232]
Es imperativo mantener en mente, entonces, la imagen de la polis como cuerpo herido que permea las primeras obras de Zurita y Eltit, así como el ofrecimiento, en estas obras, de un ritual estético o ficción de restitución redentora y religiosa. La obra de Zurita tenía el atractivo de “minar toda posibilidad de un ‘yo poético’,” proponiendo una “patología del individuo, pero también patología de la sociedad.”[233] Analizando el simbolismo auto-sacrificial que estructura los primeros textos de Eltit y Zurita, Richard llega a la conclusión de que “por ser lo real sometido a interdicto - se va acumulando una demanda de lo simbólico que estos trabajos entran a satisfacer mediante la cristianización de su mensaje.”[234] En una época en que el arte ya no puede cantar alabanzas épicas de esperanza política, la autoinmolación se convierte en el gesto privilegiado de inmersión en lo colectivo. Con Zurita, “el arte volvía a ser Religión y desde su plataforma exigía la creencia como modo de operación de lectura.”[235] Lo más seductor de la poesía temprana de Zurita estaría así vinculado a su potencial prosopopéyico, su puesta en escena del poeta herido como “chivo emisario que expiaba la culpa y pena del cuerpo social en un momento en que el país encontraba su expresión simbólica en tal penitencia”[236]
Para contextualizar el trabajo de Diamela Eltit es necesario, entonces, recordar estas prácticas en sus operaciones fragmentadoras sobre el cuerpo y el espacio urbano, su retórica provocadora y exhortativa y su componente redentor-religioso. Como La tirana de Diego Maqueira, Lumpérica se estructura a partir del elemento blasfemo y profano propio de las misas negras. La tirana tomaba como interlocutor el infinito mise en abyme de Las meninas de Velázquez, presentando un espacio en el que convergían una escena geopolítica (América, Chile, lo mestizo) con una edípica (madre/hijo, artista/obra). En cuanto a Lumpérica, su principio estructurante se arma a partir del componente fílmico: Lumpérica es una novela que se escribe desde una conciencia aguda de las paradojas de la mirada. Hay que atender a los varios niveles del significante “Lumpérica”: “América,” “lumpen” y “mujer,” pero también (y de forma crucial para la estructura y la política de la novela) “lumen,” es decir, toda la red semántica alrededor de “luz” y de la visión.
Como Marina Arrate ha mostrado acerca de Por la patria - “no hay historia, sólo escenas”[237] - tampoco en Lumpérica encontramos un argumento linealmente resumible, sino un esquema escénico que repetidamente reemerge alrededor de una plaza pública, alternadamente bien y mal iluminada, fría como en el auge del invierno de Santiago y ocupada por mendigos y la protagonista L. Iluminada. Esta escena se vuelve, vertiginosamente, misa negra, representación cinemática, toma del poder, comunión erótica, protesta poético-política y abrazo nihilista de la destitución. De hecho, el texto a menudo deviene más de una cosa a la vez, poniendo en suspenso cada devenir para presentar un interrogatorio policial, un poema minimalista o una reflexión metaliteraria, y luego regresar a la escena en la plaza. L. Iluminada ha “perdido el nombre propio” (10) y “el frío en esta plaza es el tiempo que se ha marcado para suponerse un nombre propio, donado por el letrero que se encenderá y se apagará, rítmico y ritual” (7). El texto pasa a establecer un vínculo entre la esfera pública, el nombre propio y el campo semántico armado a partir de “lumen”: espacio onírico que anuncia una restitución posible dentro de lo que, por lo demás, es un acumulación de residuos y vestigios. Djelal Kadir ha apuntado que
El lumpen de América en la Lumpérica de Eltit tiene su personificación, su prosopopeya irónica y paradójicamente desenmascarada en la figura femenina de la protagonista de la novela, L. Iluminada. Figura deslumbrante, ella es la solidez iluminada que despedaza su vestimenta institucional para que los vestigios destitucionales puedan venir a ser, adquirir peso discursivo y visibilidad política, fisurar su calidad fantasmal y reclamar su realidad exilada, haciéndolo todo en el centro espacial y simbólico del habitat de la sociedad--la plaza, ahora convertida en morada permanente de los desabrigados a horas sancionadas del día y alumbradas por el letrero durante la noche.[238]
El cuerpo y la voz de L. Iluminada reúnen estos restos destitucionales y les ofrecen la ficción de una utopía restitutiva: “la plaza que prendida por redes eléctricas garantiza una ficción en la ciudad” (7). El poder nombrador del luminoso da forma a esta escena utópica. Cuando la plaza se vacía y el foco se apaga, la masa de cuerpos tiende a desaparecer en el telón de fondo de un texto que se deja leer como un guión de cine. Este es el momento de disolución y pérdida de los nombres propios. El reino de terror que se cierne sobre la ciudad en Lumpérica no tiene, entonces, nada que ver con el “terror a las masas” retratado en la tradición moderna del “flâneur,” sino que es instaurado por el terror provocado por la ausencia de los mendigos. En la relación de L. Iluminada con las masas no hay ningún voyeurismo dandista, sino una completa inmersión en lo colectivo. La única mirada externa que queda es la de la cámara y las luces que operan desde arriba, recordatorios de las amenazas que merodean más allá de la plaza.
El primer capítulo, compuesto de una serie de tomas cinematográficas de la plaza, asocia los tres grandes ejes semánticos condensados en el título. Como Eugenia Brito ha señalado, “la escitura de Lumpérica se sumerge (se hunde) en esos tres cruces: mujer, lumpen, américa.”[239] Eltit asocia una “américa” minoritaria e indigente, sofocada por el frío aire de la ciudad, con un cuerpo femenino en que convergen el maquillaje y la herida, la performance y el sacrificio. Las dimensiones escénicas del primer capítulo incluyen acotaciones y críticas posteriores de cada toma, anclajes brechtianos por los que la identificación con los cuerpos del lumpen (Lumpe-) y de la mujer (érica) se frustra en medio de interrupciones metacinematográficas cuidadosamente intercaladas. Se muestra al lector una escena, y se le muestra que también él es mostrado, que se encuentra, también él, petrificado en imagen.
La cámara es fuente de verdadero terror en Lumpérica: objeto fálico y poderoso que preside sobre la feminización de los destituidos cuerpos de los mendigos en la plaza pública, así como sobre la transformación de L. Iluminada en una figura de comunión prosopopéyica con ellos. El letrero “sigue transmitiendo los nombres propios” (16), “continúa lanzando los nombres y apodos” (17), constituyéndose en instancia por la que la sujetificación tiene lugar. El letrero ocupa así el rol de interpelador, voz de la ley ante la cual el sujeto responde y en función de la cual el mismo sujeto viene a reconocerse en cuanto tal:[240]
el aviso luminoso les encubre de distintas tonalidades, los tiñe y los condiciona (8).
Por eso el luminoso, en plena anatomía, los llama con nombres literarios (9).
Están esperando su turno, porque el luminoso los confirme como existencia, es decir, los nombre de otra manera (16).
Es bajo el escrutinio de tal mirada que un cuerpo femenino y el cuerpo colectivo de los destituidos, vienen a ser. Se trata aquí de cuerpos que emergen como instancias de la mirada, es decir, sus nombres propios reciben su don de ella: “[si] el luminoso no hubiese caído sobre el centro de la plaza éstos no habrían accedido al privilegio de la bautizada” (33). La “bautizada” no es otra que L. Iluminada, y el bautismo se nos aparece (como una serie de otras imágenes cristianas en la novela) como anuncio de los poderes nombradores del luminoso, en un ritual que dolorosamente se sexualiza: “Primigenia, se presenta ausente de resguardo, por voluntad propia está presta para el control del luminoso que, en la oscuridad, adquiere su profunda penetración” (16) “Estrella su cabeza contra el árbol una y otra vez... se muestra en el goce de su propia herida, la indaga con sus uñas y si el dolor existe es obvio que su estado conduce al éxtasis” (15).
Mientras que la instancia nombradora es fálica, L. Iluminada y los cuerpos indigentes de la plaza inventan otra sexualidad, diseminada, anónima y basada en el roce. El frío en la plaza invita el toque de los cuerpos; el gesto de supervivencia se vuelve indistinguible de una práctica erótica. Allí L. Iluminada atraviesa sus varias transformaciones, sus varios devenires: voz colectiva, objeto de la violencia de las luces (una escena de sujetificación en el sentido más clásico: constitución por interpelación de la ley) y también su devenir sujeto de una mirada que, a su vez, objetiviza al grupo de mendigos. En un momento en que se enciende un fuego en la plaza, la voz narrativa apunta:
Ellos seguirán protegidos del frío, para que ella pueda seguir contemplándolos con la luz del luminoso y así los examine en la perfección de sus poses ... Por eso su mirada está atenta y su rostro anhelante. Ya no importa el frío, perdería el placer de la observación si se confundiera con uno de ellos ... como un travelling su mirada (27-8).
Aquí se lleva a cabo la convergencia de varias miradas: la voz narrativa, las voces -- nombradoras y dotadoras de identidad en la escena --, la cámara que filma y el ojo de L. Iluminada siguiendo la masa anónima de cuerpos en la plaza. La “seducida” (32), L. Iluminada, “al conquistar es conquistada” (32). El texto se interrumpe y el lector encuentra repentinamente el segundo capítulo, un interrogatorio policial bajo dictadura. La plaza regresará al fin y el movimiento final de la novela -- el capítulo diez de este “decamerón invertido”[241] -- concluye al alba, con la imagen de L. Iluminada cortándose el pelo en una plaza vacía y amargamente fría en que ya no están presentes los desposeídos. “Todo ha sido un ensayo. La iluminación es sólo por una noche.”[242]
En el segundo capítulo, mientras que el lenguaje del inquisidor da vueltas a la lógica e interroga a un hombre sobre su sospechosa presencia en la plaza con los mendigos, Eltit propone una relación analítica y anti-catártica con el absurdo de la conversación. No surgen explosiones de identificación; toda la violencia ha sido trasladada a la bestialidad del lenguaje del inquisidor. Las redundancias, contradicciones lógicas y repeticiones contribuyen a enmarcar la escena para el lector, que se ve forzado a dar un paso atrás al final del interrogatorio, cuando el texto se transforma en guión de cine: “telón de fondo, escena sobre escena: interrogador e interrogado” (47). Cinco capítulos después, el interrogatorio regresa, ahora acerca de un efímero contacto mantenido por este hombre con L. Iluminada en la plaza. Aquí, el interrogatorio termina otra vez con la afirmación de que “se encenderá la luz de la plaza. Seguirá el espectáculo” (138), mientras la ciudad asume ese inevitable aspecto de normalidad tan propio de los momentos peores, verdaderamente terroríficos.
Los que hablaron de oscurantismo y hermetismo en Diamela Eltit en tono acusatorio recibían al menos el impacto de una cuestión real: se trata, sin duda, de un texto ilegible, no exactamente en el sentido común y corriente, sino en la acepción barthesiana de lo que ya no puede ser leído, sólo escrito, el texto escriptible. A lo largo de la novela, con la posible excepción de los interrogatorios policiales - capítulos 2 y 7, escritos en un castellano desmetaforizado, totalmente reducido a la desnudez de su lógica circular -, Eltit somete el lenguaje a una desanecdotalización que desafía toda paráfrasis. Uno puede intentar rescribir Lumpérica, pero no leerla con aparatos hermenéuticos de inspección de una profundidad simbólica. Eltit pertenece a una tradición -- para simplificar un problema inmenso, llamémosla la tradición barroca -- para la que no hay ninguna reserva de sentido no traducida en la exterioridad del lenguaje. Tal saturación de todo el horizonte de sentido del texto por la pura materialidad de la letra en la página, lleva el texto de Eltit al límite de una calculada eliminación de lo anecdótico y lo novelístico en pro de lo poético en sí. Nótese, en los siguientes fragmentos (cada uno de los cuales aparece aislado en una página), cómo se condensan lo orgíastico (vac/a-nal), lo escatológico, lo animalesco (mugir, vaca) y lo femenino (muge/r) para ofrecer una imagen del roce de cuerpos en la plaza:
Muge/r/apa y su mano se nutre final-mente el verde des-ata y maya se erige y vac/a-nal su forma
Anal’iza la trama=dura de la piel: la mano prende y la fobia es/garra.
Muge/r’onda corp-oral Brahma su ma la mano que la denuncia & brama (142-4).
Además del barroco de Quevedo, Góngora y Sor Juana, y el neobarroco de Lezama Lima y Severo Sarduy, el intertexto de Lumpérica se retrotrae a una tradición poética chilena que incluye a Vicente Huidobro (en sus cinemáticos cortes e interrupciones del discurso, siendo la relación mimética con el cine uno de los hilos estructurantes de la novela), Gabriela Mistral y Raúl Zurita. Como la poesía de Mistral, Lumpérica investiga los atributos de ciertas escenas en cuanto emblemas dramáticos, mónadas en que se condensa un dilema simbólico. Como en Zurita, tal escena tiene siempre un carácter sacrificial, en la cual el lenguaje se usa en un registro sagrado - aunque tal sacralización entre permanentemente en conflicto con una circulación incontrolable, hereje, profana, de ese mismo lenguaje.
Lumpérica se ofrece al lector como un cebo, un espectáculo cíclico de diez rounds. El tercero es el de la animalización: regresa la misma escena en la plaza, ahora con la protagonista y el lumpen relinchando y bramando bajo cámara y luces impasivas: “Porque ni sus mugidos, ni la fuerza experta del relinchar han logrado diluir la fuerte marca de ese luminoso que le ha robado su única presencia ante los pálidos escudados tras sus letras (60). La protagonista asume la forma de una yegua, ya confundida con un lumpen que, para sobrevivir, es forzado a una animalización que poco a poco los aísla de la impasible esfera de los “nombres propios” más allá de la plaza. L.Iluminada intenta “borrar la expectativa de la cámara, evitar el roce de la escena” (63). Aquí volvemos a una escena utópica de desaparición de los nombres propios, ya que el animal lumpérico “no tiene más nombre que el de su clase” (65). El tercer capítulo refuerza un motivo recurrente en Lumpérica: la función ideológica del luminoso como nombrador, en contraste con la utopía efímera y evanescente de la pérdida de nombre en la colectividad, que la protagonista experimenta en los momentos anónimos de oscuridad: “Si el foco, si el foco se apagara, la trama empezaría realmente” (101).
El cuarto capítulo erotiza la escena, al dirigir el énfasis a la relación fálica entre la cámara y la protagonista: “en todo caso irreductible, su cintura se establece provocadora al demarcar zonas erógenas en el balanceo que da cabida al torso y al desplazamiento de los muslos” (80). Se la presenta como un cuerpo observado -- “sus ojos generan en mis ojos la misma mirada gemela” (79)-- que “transpone su primera escena” (82), elude la instancia cinematográfica y logra echar un efímero vistazo a un encuentro sexual violento y primal, en una imagen que desencadena una serie de espectros de incesto:
L’incesta su casta reconoce en su faz, la faz del padre, que la faz de su padre le remite cuando l’anca la misma forma de su insaciable padre.
Animaloide ancada a su mala matermadona, que se levante su matriz en la tierra descascarada por impulso del pater le retira la teta, esa voluminosa porción láctea le roba y su hocico hambriento chupa del padre su producto que le presta para continuarla.
La salvaje mater se oclusiva y aprieta su teta con deleite salta el chorro le inunda la cerviz
La láctea l’inunda la pelada de pegajoso líquido que alisa. ( 82-3)
Para la protagonista, el legado del incesto ya se inscribe en el nombre: “l’incesta el apellido” (83). El terror del incesto reaparece como herencia del nombre.[243] Todo acto de nombrar traería consigo, sugiere la novela, una violencia, un corte en el continuum del anonimato a través del cual se asignaría a cada sujeto un locus ya domesticado, ya inscrito en la ley del padre. Todos los nombres son nombres del padre. Lo femenino que ocupa el eje central en Lumpérica viene a ser sólo en la medida en que hereda el nombre del padre en una escena de incesto: “la procacidad del nombre propio que la gime el pater consolándola” (83).
El abismo sobre el que se mantiene L. Iluminada en su relación con la colectividad es el abismo de la prosopopeya, es decir, el vislumbre de que en la protagonista pueda tomar cuerpo la voz de la masa anónima de mendigos. Como una imagen fantasmal umbilicalmente atada al grupo de mendigos, L. Iluminada emerge como instancia prosopopéyica a través de la cual una voz genuinamente colectiva borraría, utópicamente, todo nombre propio. Un extracto titulado “La escritura como evasión,” en la secuencia de fragmentos sobre la escritura que constituyen el capítulo 6, concluye:
Yo misma intensamente pálida me adorno
pintarrajeada para espejearme en estos huecos
multiplicada por estímulos cerebrales que me
sitúan al borde de un abismo que
irremisiblemente me atraerá. (118)
Al final de la página, como que en un comentario a la utopía prosopopéyica, se lee:
Escribió:
me voy descascarando madona, es cierto, me abro (118)
Tras esta expiación erótica a través de la escritura, un fragmento sobre “La escritura como objetivo” termina con “un modo de esperanza concluyente” (119), que anuncia la “ciudad reconstituida” del fragmento titulado “La escritura como iluminación” en la página siguiente. Esta sección termina con un regreso a la destitución enlutada: “hubo vencidos y muertos. Nada más” (123). Esta aceptación de la tarea del duelo trae el texto a la conclusión:
Escribió:
iluminada entera, encendida. (124)
Al menos en dos ocasiones el sujeto de la enunciación se confunde con el sujeto del enunciado, en un zoom deliberado de la protagonista en la persona de Diamela Eltit. En el capítulo octavo, una fotografía apenas iluminada de los brazos heridos de Diamela Eltit introduce el “Ensayo general,” que narra uno de los momentos autosacrificiales de la novela. En una verdadera parodia de la asepsia del discurso médico, el guión relata con precisión quirúrgica cómo la protagonista se inflinge una serie de cortes en la piel. La referencia espacial cinematográfica se encuentra aquí completamente sustituida por un minimalismo hiperrealista. La escena recuerda la performance de Eltit titulada Maipú (1980), en la que Eltit fregaba la vereda enfrente de un burdel, se hería a sí misma y leía partes de Lumpérica a un grupo de prostitutas. Hablando de su interés en ciertas zonas de exclusión (burdeles, prisiones, hospitales psiquiátricos, etc.), Eltit afirmaba: “Lo que a mí me importa es iluminar esas zonas, hacerme una con ellas a través de la comparecencia física ... Una forma de daño individual enfrentado a algo dañado colectivamente.”[244] Lumpérica es, al mismo tiempo, una puesta en escena y una crítica de tal espectáculo autosacrificial, deseo de comunión y escéptica negación de la posibilidad misma de tal comunión.
Lumpérica retrata, entonces, un efímero ensueño utópico que se cierra al amanecer, cuando L. Iluminada se encuentra sola en una plaza vacía. El baile de máscaras y prosopopeyas termina con el primer peatón madrugador dando testimonio del regreso de la ciudad a la insoportable realidad de las “luces y nombres propios.” Lumpérica anuncia la utopía del anonimato al mismo tiempo que vislumbra la derrota que se acerca. Aquí reside una de sus tensiones fundamentales: se trata de un texto que pretende existir como una épica de la marginalidad, a través de la conversión del marginal en una figura de proporciones épicas. Este deseo se mantiene, sin embargo, en tensión con la estructura misma de la novela, que es la de un peregrinaje en diez estaciones a lo largo del Calvario, concluido con el cierre del ciclo nocturno que posibilitaba la utopía del anonimato. En otras palabras, la utopía prosopopéyica de Lumpérica se somete a la estructura implacable del eterno retorno. Este marco sugiere, entonces, que cualquier épica de la marginalidad sería necesariamente una falacia predicada sobre el olvido del hecho de que toda épica, por definición, es una épica de lo dominante. A los marginados no les estaría dada la posibilidad de hablar épicamente. Cuando esa posibilidad les es concedida por la prosopopeya, tal marginalidad se encuentra inevitablemente situada en el centro, en el mejor de los casos transformada en una función retórica del centro. De ahí la duplicidad dialógica de Lumpérica: épica compensatoria a la vez que reflexión sobre la imposibilidad de tal épica. Si la odisea encuentra su coda en la conclusión circular de un ciclo y, cabe suponer, prepara su reanudación para la noche siguiente, la comunión prosopopéyica se pospone por medio de la misma instancia de control - el letrero - bajo la cual la escena se despliega. Lumpérica anuncia una comunión religiosa organizada retóricamente a través de la prosopopeya y disuelve esta ceremonia dentro del ateísmo cínico y escéptico del eterno retorno.
El gesto restitutivo de Eltit se sostiene sobre el abismo representado por la restitución lograda, es decir, el momento utópico de concidencia absoluta, de ventriloquismo perfecto entre la protagonista y la voz colectiva. Lumpérica se escribe a partir de una confrontación con dos zonas limítrofes delimitadas por la redención y el silencio: la novela tiene lugar, de hecho, en el intervalo entre ellas, posponiendo tanto el momento climático de comunión con los destituidos como el inevitable momento matutino de silenciamiento y apagamiento de las luces. Toda la trama de la antinovela de Eltit se deja leer como un teatro de lo que sucede en tal intervalo, un drama que relata el fracaso de la coincidencia prosopopéyica entre L. Iluminada y los mendigos - fracaso emblematizado en la escena final, en que la protagonista se corta el pelo en una plaza ya vaciada. Este acto de “humillación, contrición, duelo, excomunicación y exclusión social”[245] aísla el cuerpo y voz de L. Iluminada de una plaza en que “casi la totalidad [de los autos] pertenecen a patrullas que vigilan las calles” (188).
Eugenia Brito ha notado la importancia de Lumpérica en cuanto texto que recupera para la ficción chilena una renovada posibilidad de narrar la ciudad.[246] Después de agotados los repertorios tropológicos del costumbrismo, del color local criollista, o de las fábulas militantes, Lumpérica abrió el camino para una inserción corpórea en el tejido de la polis. El texto de Eltit anunciaba, de forma críptica y clandestina, la imagen de una ciudad reconquistada para la experiencia. Tal anuncio se daba, sin embargo, sin ninguna traza de celebración, puesto que la efímera reconquista de una ciudad utópica no se confunde, en ningún momento, con la llegada de algo que se pudiera caracterizar como “libertad.” La posterioridad que caracteriza el imaginario de Lumpérica respecto a la dictadura, es decir, su naturaleza postdictatorial en cuanto novela (aunque publicada, obviamente, en el auge del régimen de Pinochet), surge no de una transposición carnavalesca - una fácil inversión que nos permitiría imaginar una ciudad de alguna manera “liberada” - sino de la aceptación del duelo que es el telos, el punto de llegada y matriz organizadora del texto. La reconquista de la ciudad puesta en escena en Lumpérica sería así el momento de abrazo de tal imperativo.
La antinovela de Eltit diferencia claramente entre la actividad de la escritura y el espacio sancionado como “literatura.” Por un lado, las palabras “escritura” y “escribir” nombran en Lumpérica una cierta escena, momentos de iluminación en que el cuerpo siempre está implicado de forma activa: “Este lumperío escribe y borra imaginario, se reparte las palabras, los fragmentos de letras, borran sus supuestos errores, ensayan sus caligrafías, endilgan el pulso, acceden a la imprenta” (105). Por otro lado, la literatura aparece como la esfera de las instituciones, los nombres propios, los documentos, las poses, es decir, la esfera de la representación en cuanto tal. La oposición entre escritura y literatura equivale, entonces, al corte entre una experiencia colectiva de inscripción y su representación tardía e inadecuada: “no hay literatura que los haya retratado en toda su inconmensurabilidad, por eso ellos, como trabajo cotidiano, se aferran a sus formas y cada gesto cuando se tocan conduce al clímax” (97). La pulsión fundamental del texto lo lleva a subrayar ese residuo de trabajo colectivo que no podría ser contenido por ningún mecanismo representacional propio de la literatura en cuanto discurso sancionado. De ahí la resistencia de Lumpérica a ser literatura, expresada definitivamente en su resistencia a ser novela, y su insistencia en una cierta dimensión inscriptiva y experiencial - llamémosla poética -, que el texto ve como irreductible a la maquinaria representacional de la literatura.
Los vigilantes (1994) se presta a ser leída en contrapunto con las cuestiones planteadas arriba porque Los vigilantes es, de modo bastante consciente, una novela postdictatorial. Se trata de un texto cuyo marco fundamental es el imperativo del duelo, imperativo que se impone a partir del “fin de los tiempos de angustia.” La alegoría nacional post-Pinochet, sin embargo, no se ofrece transparentemente a la decodificación. La esfera colectiva aparece como telón de fondo de una escena doméstica: el amor entre madre e hijo a la sombra de un padre ausente cómplice del orden político. El padre ausente es el destinatario de una serie de cartas de la madre, cuyo gesto de escribir es el mayor obstáculo en su relación con su hijo hambriento y frío. Los vigilantes narra un Edipo que no permanece encerrado en los confines del familialismo,[247] sino que se abre para el afuera y construye una topografía de la ciudad y de sus cuerpos. Y es ahí que varias de las palabras que circulan por el texto de Eltit se prestan quizás a una lectura en clave alegórica: la pesadumbre de la crisis, las miserias que circundan las orillas de Occidente, la vigilancia de los vecinos, el malsano pacto del cual la narradora rehúsa participar, su alianza con los desposeídos. Los vecinos, guardianes de la “orgiástica soberbia de la satisfacción”, garantizan el mantenimiento de una ciudad vigilada, consensual, satisfecha. La recompensa se anuncia en la consigna: “Occidente puede estar al alcance de tu mano”. Si los vecinos viven en la complacencia del pacto, la madre que se arrastra por la ciudad en busca de alimentos, escribe desde otro lugar. Esos dos lugares, irreductibles, irreconciliables, se anuncian en la duplicidad señalada por el título de la novela, “Los vigilantes”: los que guardan vigilia y los que vigilan. Insomnio insistente del duelo y policiamiento implacable de la polis. Al insomnio enlutado de la madre, la polis replica con la administración calculada y sensata de lo posible: “Se escuchan voces por las calles, ruidos, movimientos que confirman que el clima empieza a cambiar de signo. Se terminan por fin los tiempos agobiantes . . . Los vecinos luchan denodadamente por imponer nuevas leyes cívicas que terminarán por formar otro aprietado cierco” (63-4).
La relación con el afuera se ha reducido a la escucha. Más allá de la frontera que enmarca la escena confinada de la escritura de las cartas, los vecinos vigilan y protegen la reproducción de la doxa. Mientras la madre intenta hacer de la escritura un ejercicio liberador, la fuerza centrípeta del hambriento infans - etimológicamente, el que no habla - abre y cierra la novela en pura habla: “Mamá es la única que escribe” (13). Los vigilantes aquí se transforma en teatro escrito del habla fantasmática del infans, quien abre el texto hablando de su incapacidad de hablar - “miren cómo sería si yo por fin hablara” (14) -, mientras la escritura de la madre introduce la ley al imponer una barrera entre ella y el deseo del infans: “yo le tomo los dedos y se los tuerzo para que olvide las páginas que nos separan y nos inventan” (18). Al instaurar al padre como ausente, la escritura también instaura a la madre como imposible. La escritura aquí es el Nom-du-Père, el No(mbre) del Padre que aleja el cuerpo de la madre del balbuceante deseo del niño. El texto se sostiene al postular una reserva de afecto - apuesta decisiva del infans a una comunión con la madre - aún no agotada por la escritura. Por ello el infans puede leer en profundidad, develar, desenmascarar la escritura del padre: “Cuando él le escribe a mamá mi corazón le roba sus palabras . . . Yo le leo las palabras que piensa y no le escribe” (14). Aquí residiría la reserva de afecto no traducida por la traza escrita, esfera todavía no codificada por la Ley. En Lumpérica la escritura de L. Iluminada y del lumpen era coextensiva a la afectividad de la novela - su acto de inscripción en el concreto metropolitano era la forma misma que tomaba el afecto en el texto. De ahí la primacía de una estética barroca en Lumpérica: barroca sería la disolución de toda interioridad en la exterioridad del lenguaje. Los vigilantes, por otro lado, surge como un texto romántico, en el sentido de que se postula una reserva de afecto no agotada por la escritura - reserva que el infans vendría a encarnar.
La postulación de un residuo de interioridad y afecto no traducible en la exterioridad de la escritura, es la otra faz del proceso de privatización y confinamiento que progresivamente gana espacio en la ficción de Eltit. Lumpérica anunciaba, a través de la coautoría pública de L.Iluminada con los destituidos de la plaza, un espacio de comunión con el colectivo. El afecto era ahí coextensivo a la radical exterioridad del lenguaje. El “placer de la mirada”[248] ubicuo en Lumpérica, ya no tiene lugar en Los vigilantes, donde impera, en el campo de la visión, el “mirar hacia abajo” o el “ser vigilada”. Incluso la autoconmiseración se ha privatizado en Los vigilantes. El mismo marco de Lumpérica como novela remitía las heridas autoinflingidas de la protagonista a todo el complejo material de marcas corporales y escrituras en la plaza, mientras que en Los vigilantes la escritura se ha convertido en un ritual personal de autoexpiación de una culpa colectiva - culpa de la cual la protagonista está exenta. Si Lumpérica se presentaba como alegoría de una afirmación imposible, afirmación de una utopía de polis en el Chile bajo dictadura, en Los vigilantes, cuando la protagonista esconde a los destituidos en su casa, violando las normas de la ciudad postdictatorial, ya no se afirma nada, sino que se lanza una negación desesperada, reactiva, último gesto de resistencia: “la casa es ahora nuestra única orilla” (116), breviario de la definitiva privatización de la utopía y desaparición de la ciudad hacia la esfera de lo innarrable.
De ahí las dos distintas temporalidades que enmarcan las dos novelas: en Lumpérica se orquestaba, pese a los motivos cristianos, una temporalidad hereje, atea, temporalidad del eterno retorno. Como ya notaba Eugenia Brito, en Lumpérica la iluminación “es sólo por una noche,”[249] un ensueño cíclico donde el baile de máscaras y prosopopeyas - de comunión de la voz de L.Iluminada con la de los mendigos - encuentra su fin en el amanecer que da testimonio de la vuelta de la ciudad a la realidad insoportable de las “luces y nombres propios.” Si la utopía de restitución afectiva se disuelve al fin de la noche, queda abierta, sin embargo, la posibilidad del regreso, por la misma estructura sugerentemente circular del texto. Los vigilantes, en cambio, abraza una temporalidad apocalíptica. El texto no sostiene otro retorno, puesto que la protagonista es la última sobreviviente, la última portadora de la palabra: “sólo tu hijo y yo somos reales” (112). Las alusiones a la multitud de los destituidos ya se reducen a testimoniar la filantropía de la narradora que los alimenta, alberga y, en un clímax del motivo cristiano, baña sus cuerpos (96-7). Si en Lumpérica la constitución del sujeto tenía lugar en el ser-uno con el colectivo, en Los vigilantes la multitud, “atomizada por el dolor, el pánico y la sangre, llevando a cuestas el sufrimiento como memoria de los golpes” (102), se ha vuelto extrínseca a la protagonista, divorciada de ella al nivel de la experiencia, y por lo tanto sólo alcanzable a través de la caridad y de la expiación compensatoria. De ahí el tono apocalíptico del libro, su insistencia en una guerra donde “el gran emblema que augura la victoria es la desesperación del hambre que marca las fronteras” (112).
El infans, quien abre la novela anunciando una reserva de afecto irreductible a la Ley, la cierra renunciando a su deseo ante el deseo de la madre - convertida así en madre fálica por la posesión de la escritura. El final de la novela sería, por lo tanto, la entrada del infans a la Ley: “Ahora yo escribo. Escribo con mamá agarrada de mi costado . . . “ (126). Esta rendición - emblema de una conclusiva derrota, más que exitosa empresa alfabetizadora - se expresa en la transformación que recorre el lenguaje del niño, que deviene sintáctica y léxicamente indistinguible del de la madre: “vamos hacia las hogueras atravesando la rigidez de la noche para concluir esta historia que ya me parece interminable” (126). El único deseo que sobrevive es el deseo escrito de la madre, mientras que el ex infans se somete al orden edípico, cerrando así lo que había sido el único espacio intocado por la red simbólica impuesta por la ley de la escritura - red coextensiva, excusado es subrayarlo, a la esfera enmarcada afuera por la escritura de la Ley.
El apocalipsis que se anuncia en Los vigilantes es el producto de la derrota de los destituidos, ahora reducidos a una masa “atomizada por el dolor.” La escritura de la protagonista - las cartas a un cómplice del orden instalado en el interior del núcleo familiar pero ausente de la escena de escritura - marca un desplazamiento notable respecto a Lumpérica: la constitución del sujeto ya no tiene lugar en la experiencia compartida, pues lo que se comparte aquí es solidaridad, no experiencia. La protagonista, aparentemente la única aliada de los desposeídos en una polis corroída por el olvido, sólo adquiere su identidad a partir del gesto solitario por el que ella se dirige al Otro, al padre ausente. Como indica el frecuente uso de verbos en la segunda persona, imperativos o interrogativos, el destinatario ausente es el centro del epistolario que compone Los vigilantes. Toda la novela se dejaría leer, por tanto, como una carta de amor, aquella carta que hace de la ausencia del destinatario su objeto y núcleo de deseo. Esta proposición se hace visible en el tono de las cartas: repetitivas, obsesivas, torturadas, resistentes a la lectura ya no debido a la fragmentación y discontinuidad morfosintácticas (como en Lumpérica) sino al despliegue circular y mareante de síntomas. Como todo epistolario amoroso, las cartas de Los vigilantes contemplan obsesivamente su propia desaparición y silenciamiento, su propia muerte. Los vigilantes sería, en este sentido, una crónica apocalíptico-escatológica de la derrota. Cuando la protagonista concluye sus cartas, antes de que la palabra regrese al habla delirante y rota del niño, una escena mortuoria ofrece un emblema postdictatorial del duelo: “un amontonamiento de huesos privados de memoria, liberados ya de la carga que produce el deseo que remece y consume a la vida. Huesos que aguardan su pulverización para dejar más espacio, en el interior de esa tumba irrealizable ... rendidos por tanta oscuridad” (114). En la medida en que el círculo represivo en la ciudad postdictatorial se aprieta, la protagonista se interna en una “sobrevivencia escrita, desesperada y estética” (115).
De ahí la ejemplaridad de Los vigilantes en cuanto texto postdictatorial: lo que antes fue comunión prosopopéyico-visionaria con los destituidos ahora toma la forma de intento privatizado de supervivencia. Lo que una vez fue una experiencia afirmativa colectivizada se reduce a un gesto unilateral de solidaridad filantrópica. Si el aparato narrativo de Lumpérica se consolidaba en la afirmación de lo imposible - afirmación de la polis imposible bajo dictadura - Los vigilantes gana cuerpo en la imposibilidad de afirmación. El diferendo irreductible entre los dos textos no sería, por tanto, que uno es alegórico mientras que el otro no lo es, sino que el impulso alegórico del primero, la afirmación de lo imposible - pues ésta es una de las definiciones de alegoría: una relación mimética con lo imposible- se alza, en Los vigilantes, al cuadrado: se dramatiza la imposibilidad postdictatorial de afirmar lo imposible. Si lo que se ha perdido es nada menos que lo imposible, caracterizar la dramatización de esta pérdida como alegórica sería nada más que pleonástico: sólo hay alegorías de pérdidas, el duelo por la pérdida es lo que funda el imperativo alegórico. Relación irreductible, entonces, entre alegoría e imposibilidad: alegórico es todo aquello que representa la imposibilidad de representar. El objeto de la alegoría sólo se ofrecería al conocimiento, por definición, como objeto perdido, objeto en retirada. Sólo en relación con este objeto perdido - lo imposible ya no rescatable como objeto pasible de afirmación - la ficción postdictatorial vislumbraría el suelo que la constituye y circunscribe, y sobre el cual ella misma se sostiene, el suelo del olvido.
CAPÍTULO 7
Bildungsroman en suspenso:
¿A quién TODAVíA ENSEñAN LOS RELATOS Y viajes?
El tiempo, este “vivido” esencial, este bien entre los bienes, no se ve, no se lee. No se construye. Se consume, se agota y ya. No deja trazas. Se disimula en el espacio bajo los escombros que lo encubren y de los cuales uno pronto se deshace: los residuos son contaminantes.
(Henri Lefebvre)[250]
En un diálogo con Juan José Saer publicado como Por un relato futuro, Ricardo Piglia identifica tres tendencias fundamentales en la novela contemporánea. La primera se vincula a lo que él llama "poética de la negatividad,” basada en un rechazo a todas las convenciones de la cultura de masas y una posición de negación radical, cuyo resultado final sería el silencio. Los ejemplos señalados por Piglia son Samuel Beckett y, en Argentina, el mismo Juan José Saer. Son escritores que comparten la estrategia de "negarse a entrar en esa especie de manipulación que supone la industria cultural"[251] y destruir los mitos de comunicación directa y transparencia lingüística que fundamentan tal industria. Sería la poética de la negatividad, entonces, una crítica de todas las concepciones instrumentales y pragmáticas del lenguaje. Para tomar un ejemplo argentino, Nadie nada nunca, de Saer, narra repetidamente el misterio que rodea a una serie de asesinatos de caballos.[252] Al regresar una y otra vez a los hechos de forma circular y enigmática, la novela vacía, de antemano, toda identificación con la búsqueda detectivesca y llama la atención a los problemas de selección, exclusión y organización implícitos en el hecho mismo de narrar el pasado. A través de una serie de complejas mediaciones, la imposibilidad de asignar responsabilidad a los crímenes viene a alegorizar la catástrofe aparentemente "sin sujeto" que sobrecoge a la Argentina durante la dictadura. Sin hacer nunca un comentario directo sobre la situación política del país, Nadie nada nunca se vuelve una novela explosivamente política precisamente por flirtear con el silencio y lo no dicho. De manera análoga a Respiración artificial, de Piglia, la novela de Saer sostiene que "sobre aquello de lo que no se puede hablar hay que callar" (RA 163). La poética de la negatividad hereda el proyecto suicida, moderno, de llevar el lenguaje a sus límites más extremos, límites que pueden incluir la total imposibilidad o indeseabilidad del lenguaje mismo.
La segunda rama de la novela contemporánea apuntada por Piglia se reconoce en lo que se podría llamar la "estrategia posmoderna,” es decir, el intento de borrar los límites entre las culturas erudita y de masas al combinar procedimientos de ambas. Visible en autores como Thomas Pynchon, Philip Dick y, en Argentina, Manuel Puig, la estrategia posmoderna quiere recuperar la lectura masiva disfrutada por la literatura en el siglo XIX, ahora perdida para los medios de comunicación de masas. En lugar de diferenciarse resueltamente de todas las convenciones de la cultura de masas, como la poética de la negatividad, la novela posmoderna las apropia y las hace parte de su repertorio: corte y montaje, fluidez y rapidez de estilo, el suspenso, la identificación dramática, todos esos marcos estilísticos, prestados de la cultura de masas, se convierten en ejes centrales a la novela contemporánea. Por oposición a la poética de la negatividad, que siempre tiende al silencio, el texto posmoderno cultiva una proliferación de mensajes contradictorios, saturándose como un mosaico de citas. En sus formas más críticas, la novela posmoderna apostaría a la posibilidad de que los procedimientos estilísticos de la cultura de masas pudieran ser apropiados para objetivos no alcanzables a través de la cultura de masas, y que el papel de la literatura sería precisamente explorar tal posibilidad.
La tercera estrategia observada por Piglia intenta renovar la literatura incorporando material no ficcional. Los ejemplos aquí son las varias formas de littérature-vérité, periodismo narrativo y testimonios, la cumbre de cuyas tradiciones se consolidaría, en Argentina, en la obra de Rodolfo Walsh. Estos géneros experimentaron un notable florecimiento durante las recientes dictaduras conosureñas, acompañando la búsqueda de formas alternativas de circular información en una época de severa censura y control sobre los medios. Como Tânia Pellegrini ha apuntado respecto a Brasil, "esta literatura, ya sea alegórica, testimonial, memorialista o periodística en su forma ... parecía ser guiada urgentemente por la necesidad de llenar el vacío creado por la censura."[253] El romance-reportagem brasileño representó quizás la resurgencia más popular de esta retórica realista en la historia latinoamericana reciente. Movidas por la necesidad de narrar los hechos reales en un momento en que la falsificación es la regla en los medios, las formas narrativas periodística y testimonial responden a la crisis de la literatura abandonando la ficción por completo. Su apuesta sería a la posibilidad de reconectar la experiencia con la forma del relato, al incorporar a ésta las técnicas de los periódicos de circulación masiva (inmediatez, un cierto sensacionalismo, un apelo a “la realidad,” etc.), en una época en que los periódicos no pueden llevar a cabo la misión que uno generalmente espera de ellos. Es, entonces, a través de ese papel sustitutivo que la narrativa testimonial o periodística se justifica en tiempos de censura.
Está claro que proyectos narrativos más sofisticados como el de Piglia no pueden ser clasificados claramente bajo ninguna de las categorías mencionadas. Piglia comparte con la poética de la negatividad una profunda sospecha de las convenciones de la cultura de masas y mantiene una firme confianza en los poderes de la literatura para desautomatizar la percepción entumecida y desatenta propia de la experiencia moderna. En ese sentido Piglia sería un heredero de la vanguardia. Por otra parte, pese al carácter experimental de su trabajo, Piglia también incorpora ese regreso del relato a menudo asociado con la estrategia posmoderna. A pesar de su visión bastante negativa de la posmodernidad (CF 155), su deuda con autores como Manuel Puig es manifiesta. Piglia comparte con Puig, por ejemplo, la convicción de que "la innovación técnica y el experimentalismo no son contradictorios con las formas populares" (AP 115). Además, la tercera estrategia, la de la no ficción, también tiene un papel en la obra de Piglia, un escritor que reconoce su deuda a "una tradición de literatura argentina que dice que para hacer política con la literatura no hay que hacer ficción . . . que si uno quiere intervenir en la política tiene que borrar la ficción" (CF 166). Así, la posición de Piglia en su tríada de respuestas a la crisis de la literatura es altamente compleja. Manteniendo el impulso de negatividad de la poética vanguardista, pero usando formas populares - guiadas por el imperativo de contar historias - como la ciencia ficción y la novela policial, y haciéndolo mientras intenta recuperar un cierto potencial de intervención política en la historia argentina, Piglia sabe que su síntesis de estas tres formas no podrá sino dejar un residuo. Es decir, ante el intento de sintetizar la negatividad vanguardista, la narratividad posmoderna y la veracidad testimonial, ¿cuál sería la dialéctica que podría hacerse cargo de esta ascensión? ¿No dejaría esta síntesis unas cenizas, restos, trazas que resistirían cualquier incorporación?[254] ¿No podrían tales cenizas representar el punto de partida de aun otro proyecto narrativo, irreductible a las tres estrategias mencionadas, así como a su síntesis en la obra de Piglia? ¿Qué pasa cuando lo que le mueve a la literatura no es ya el deseo de sintetizar - restaurar, recuperar, recobrar - sino más bien el deseo de disolver todas las síntesis? Si todos los proyectos descritos arriba tienen el objetivo común de restaurar una cierta narrabilidad a la experiencia, ¿puede uno imaginar una literatura que fuera completamente extraña a esa empresa? Si la literatura se rinde a su divorcio de la experiencia, si acepta ese divorcio como un dato, ¿qué es lo que todavía puede hacer? Estas son las preguntas que enmarcan mi discusión de la ficción del brasileño João Gilberto Noll.
Noll debuta en 1980 con una colección de cuentos titulada O Cego e a Dançarina. La siguió con A Fúria do Corpo, Bandoleiros, Rastros do Verão, Hotel Atlântico, O Quieto Animal da Esquina, y Harmada,[255] las dos primeras más cercanas a las problemáticas de una novela, mientras que las demás muy próximas a la nouvelle: narraciones de ochenta, noventa páginas sobre personajes completamente ajenos al drama psicológico de la novela burguesa clásica. La longitud de los textos de Noll es en sí un elemento importante para el análisis: su concisión funciona como índice de su autoborramiento, de su impulso hacia el silencio. La ficción de Noll se escribe a partir de una crítica a lo que los brasileños llamamos un romanção, la maquinaria narrativa cosmogónica y totalizante que encuentra su apogeo en La comédie humaine de Balzac, modelo privilegiado de las varias sagas regionalistas y naturalistas modernas. Trataremos aquí principalmente de Bandoleiros y de las cuatro nouvelles que lo siguen, puesto que constituyen un grupo relativamente homogéneo de textos en que se desarrolla un mismo proyecto narrativo.[256] Como sugieren los títulos, los textos de Noll aluden invariablemente a lugares transitorios, peregrinaciones, trazas y restos de la experiencia, escenarios sin historicidad, vaciados de progresión y tiempo:
secándome las manos en el papel tuve un impulso de mirar alrededor buscando un reloj. Ahí me vino un suspiro, como si dijese: ¿para qué? (RV 9);
esto era antiguo en mí: tener la noción de que precisaba hacer alguna cosa sin saber exactamente qué. Mi costumbre era parar a medio camino, entretenido con algún detalle que acababa cambiando mi rumbo. Hoy ya perdí las esperanzas de recuperar el recuerdo de lo que tenía que hacer al principio (RV 60).
La acción se desplaza a oscuras calles laterales que han perdido sus nombres, casas abandonadas, basureros, plazas públicas en estado de descomposición, imágenes metropolitanas caracterizadas no por la profusión de signos y choques que marcaban la deriva del flâneur moderno, sino más bien por escenarios como los de Quieto Animal da Esquina: “una callejuela fría que nunca baña el sol, de tan estrecha, sólo para peatones, con un constante olor a meados” (QAE 7).[257] No quedan en la ciudad marcas históricas; la metrópoli vive en un perpetuo day after, llevando en sí las marcas de una destrucción ya bloqueada de la memoria. Unos pocos personajes, sobrevivientes, intentan extraerle significado al espacio desierto. Los frecuentes viajes - siempre sin equipaje: "antes de mirar compulsivamente al compartimiento de equipajes, se me ocurrió el recuerdo de que no tenía nada conmigo" (RV 7-8) [258] - contrastan con la fuerte impresión de que todos los lugares se parecen y de que la alteridad, en cuanto tal, corre el riesgo de extinción. En la ficción de Noll, es totalmente indiferente estar en Río de Janeiro o en el Sur, en el Amazonas o el Noreste. Incluso en un país supuestamente tan diversificado como Brasil, la banal mismidad posmoderna cubre todo el territorio. Pasando por experiencias desprovistas de cualquier marco temporal más allá de la sucesión esquizofrénica, no causal de los hechos, los narradores-protagonistas de Noll obtienen y pierden empleos, son arrestados o llevados a algún hospital psiquiátrico, escapan, son atracados o apaleados por la policía, se encuentran con gente que no parece tampoco ir a ningún sitio e invariablemente desaparecen sin dejar trazas. Tras unas pocas páginas el texto hace un alto, en una coda anticlimática y aparentemente arbitraria, dejando al lector una incómoda sensación de incompletud. La labor textual de Noll consiste en convertir esa secuencia banal de hechos en una reflexión sobre la crisis de la narrabilidad de la experiencia.
La paradoja propia de los textos de Noll es que nada parece permanente, todo está en flujo, pero las mismas nociones de devenir y cambio parecen inadecuadas. Noll sería paradigmático de una antinomia contemporánea señalada por Fredric Jameson: "la equivalencia entre un ritmo sin paralelo de cambio a todos los niveles de la vida social y la estandarización sin paralelo de todo - sentimentos y bienes de consumo, lenguaje y espacio construido - que parecería incompatible con tal mutabilidad."[259] La incomodidad producida por los textos de Noll - la impresión de que todo está en flujo pero nada cambia, ya que la experiencia nunca se convierte en saber narrable - tiene mucho que ver con un desplazamiento que impone la ficción de Noll a la tradición moderna y baudeleriana del flâneur. La figura del flâneur representa, en la reflexión de Benjamin, una clave alegórica de la crisis en la transmisibilidad de la experiencia. Radicalizadores de tal crisis, los personajes de Noll parecerían anunciar un mundo en que incluso la experiencia superficial y desatenta del flâneur ya no sería posible.
Lo que Benjamin teorizó como la imposibilidad de convertir el momento vivido [Erlebnis] en materia narrable - o sea, "experiencia" en el sentido fuerte de Erfahrung - tiene raíces en la repetición interminable de la cadena de montaje. En la cadena de montaje, tomada como un emblema de la vida moderna, el sujeto se ve forzado a relacionarse con el tiempo como una entidad externa a su existencia e historia personal. La producción automatizada sería el paradigma de este vaciamiento del tiempo: "el trabajador no especializado es el más degradado por la rutina de las máquinas. Su trabajo ha sido aislado de la experiencia.”[260] Si "los hábitos son la armazón de la experiencia,”[261] la cadena de montaje moderna transforma el hábito en un automatismo en el que ningún movimiento depende de ni aprende con el anterior. El pasado del sujeto se encontraría así bloqueado de su presente. Su trabajo no construiría ninguna memoria, sino que contribuiría a su liquidación. Cada operación del obrero moderno está disociada de la anterior precisamente por ser su exacta repetición. Incluso los momentos de placer se transforman en huecos temporales, ya que la atrofía experiencial - la imposibilidad de organizar lo vivido en una narrativa coherente y significativa - vacía, de antemano, la relación del sujeto con el tiempo: "el hombre que pierde su capacidad de tener experiencias se siente arrojado hacia fuera del calendario. El habitante de la ciudad conoce esta sensación los domingos.”[262] Para Benjamin los domingos en la ciudad serían la encarnación de la experiencia atrofiada, en una metáfora en que "domingo" no evoca ocio, mucho menos entretenimiento, sino más bien experiencia que es vivida, sufrida, pero no procesada como material narrable, es decir, Erlebnis que nunca adquiere del todo el estatuto de Erfahrung. Benjamin se refirió a este declive de la experiencia a partir de una crítica de la noción nietzscheana del eterno retorno de lo mismo.[263] La expresión de Nietzsche describiría, para Benjamin, el estado preciso de la experiencia en el mundo moderno: una secuencia de retornos en que ningún presente acumula ni aprende nada del pasado, en otras palabras el eterno retorno como lugar absolutamente sin memoria - imagen, desde luego, apocalíptica para Benjamin. La teoría de la experiencia en la modernidad sería así una teoría del empobrecimiento de la experiencia, una teoría de su imposibilidad de constituirse en cuanto tal, precisamente por no transformarse en materia narrable, o por haber caído presa del eterno retorno.
El carácter sintomáticamente epocal del flâneur surge de esta crisis en la transmisibilidad de la experiencia: el flâneur es testigo de un mundo en que las memorias individuales le han sido arrebatadas a la tradición colectiva. Lo que distingue al flâneur como figura moderna sería la mezcla particular y paradójica de complicidad y desdén que estructura su relación con las masas metropolitanas. Parte de ellas, teniendo en ellas una precondición para su propia existencia (la flânerie es un fenómeno urbano por excelencia), y a la vez tomando de estas masas una distancia despectiva, el flâneur habría representado esa reserva de ocio aún posible en un estadio moderno e incompleto de la evolución del capital: “el ocio del flâneur es una protesta contra la división del trabajo”[264]. En una comparación entre el “hombre de las masas” de Edgar Allan Poe con el flâneur baudeleriano, Benjamin señala que para el segundo aún era posible una cierta compostura, pues “el París de Baudelaire preservaba algunos rasgos de los buenos, viejos tiempos,”[265] por ejemplo en la seguridad de una mirada protegida de la calle por un vidrio o un cristal, mirada que ve sin ser vista. El flâneur es, entonces, un espécimen propio del momento del capital en que aún se puede mantener algún punto ideal, arquimediano, al cual se confiere una cierta visión privilegiada de la totalidad. Tal figura depende, para su supervivencia, de la persistencia de la tradición dentro de la metrópoli moderna. Tras la puesta en práctica del taylorismo como lógica organizadora de la producción, el flâneur encontraría su límite histórico: la relación del flâneur con el tiempo sería de puro gasto, claramente en oposición al principio taylorista de la máxima producción en el mínimo tiempo. “La obsesión de Taylor, y la de sus colaboradores y sucesores, es la ‘guerra a la flânerie’”[266]. El flâneur sería aquí emblema de una figura moderna en todos los sentidos, posibilitada por la modernización y expulsada por esta misma modernización cuando ésta llega a un estadio más adelantado.
El arte que atestigua la emergencia del flâneur - la tradición que va de Baudelaire a la vanguardia - es también el arte construido a partir de la voluntad de ostranenie, ese choque de la novedad que desautomatizaría la percepción. Según Benjamin, Baudelaire era consciente, cuando publicó Les fleurs du mal, de que “las condiciones de recepción de la poesía lírica se habían vuelto más desfavorables”[267], debido al hecho (moderno) de que “sólo esporádicamente la poesía lírica preserva [wahrt] la experiencia de sus lectores”[268]. Reside aquí el origen de la obsesión vanguardista con la novedad: un arte ahora obsoleto en un mundo mercantilizado se vería forzado a “hacer de lo nuevo su más alto valor”[269]. Lo que caracteriza el gesto baudeleriano es su creencia en el potencial redentor del choque de la novedad, la esperanza de que se pudiera allí ofrecer un vistazo al núcleo eterno escondido tras el velo mercantil. “Para Baudelaire, se trataba de arrancar, en un esfuerzo heroico, ‘lo nuevo’ del eterno retorno de lo mismo”[270]. El choque de la novedad recapturaría el momento epifánico redentor de una experiencia reificada. Como Fredric Jameson ha notado en un ensayo reciente, ése era el atisbo de que “el ser pudiera otra vez, por un breve momento, desocultarse”[271]. Una de las manifestaciones de esta concepción de verdad en la literatura moderna - lo que Jameson llama, siguiendo a Heidegger, el desocultamiento del ser - sería precisamente el relato de una otredad radical, un encuentro iluminador o epifánico con la alteridad. Uno de los tropos fundamentales de ese encuentro ha sido el viaje, ya sea en el espacio o en el tiempo. El flâneur sería entonces un viajero que hace de sus exploraciones en su propia ciudad un viaje a lo desconocido. Para Noll, el problema reside en el hecho de que ya no está dada la posibilidad de remitir la deriva a la alteridad que antes sostenía y guiaba el viaje en la literatura moderna.
A diferencia de los viajes que constituían uno de los géneros privilegiados de la literatura moderna, de Swift a Humboldt y Jack Kerouac, los viajes de Noll no están dotados de ninguna función liberadora, pedagógica o edificante. La arquitectura general del texto de Noll - la deriva constante, el foco en la primera persona, el intento individual de extraer significado del pasado, la naturaleza temporalizada de todo - invita a una aproximación al Bildungsroman, excepto que nunca hay ningún Bildung, puesto que los personajes han perdido la capacidad de aprender de la experiencia o, lo que lleva a lo mismo, la experiencia ya no puede ser sintetizada para formar una conciencia individual.[272] Progresión, conflicto y resolución son aquí categorías inoperantes. Mientras que el viaje moderno a una otredad histórica, geográfica o experiencial, forzaba al héroe a una síntesis del pasado y a un salto en su formación, la deriva que encontramos en la ficción de Noll empobrece a sus protagonistas aun más. La irrupción de fragmentos del pasado no desplaza al protagonista más allá de la mismidad temporal a la que parece condenado. El proceso de formación del sujeto pone en escena una mirada al pasado que no encuentra nada que identificar o reconocer. A los personajes de cuarenta y tantos años, sin nombre, solteros, sin empleo y fracasados de Noll se los podría entonces entender como una transformación significativa en la tradición moderna del viajero/flâneur: inadaptados, negadores del mundo que los rodea, quienes, sin embargo, no se vuelven portadores de un principio alternativo. Puesto que a la marginalidad se le ha quitado todo el potencial redentor que una vez tuvo, estos personajes ya no pueden encarnar ninguna afirmación. La literatura de Noll carece por tanto de toda pulsión restitutiva. La negación de una realidad insoportable no tiene lugar en nombre de algo que la pueda trascender, sino que más bien se resigna a ser inmanente a lo que niega. Mientras que el flâneur “siempre está en posesión total de su individualidad”[273], los personajes anónimos y grises de Noll se han disuelto en la facticidad indiferenciada de la experiencia. A diferencia de la memoria involuntaria en Proust, los recuerdos en Noll no se pueden plantear la tarea de “producir experiencia sintéticamente”. De ahí la sensación de que, a pesar de la fragmentación y el desorden en la memoria del protagonista, no hay al final un rompecabezas que reconstruir, puesto que no importa mucho lo que pasó antes o después. En la progresión indiferenciada de la esquizofrenia, el tiempo no es barajado sino suspendido o borrado. Parte de la confusión temporal propia del collage moderno permanece, pero ahora el potencial redentor antes asociado a su relación desautomatizadora con la linealidad del tiempo ha declinado definitivamente.
Los cuentos compilados en O Cego e a Dançarina tienen lugar en áreas marginales de las metrópolis de Brasil y retratan el choque entre signos de la modernización frenética a que el país había sido sujetado y el estado de desesperanza y destitución simbólica en que las empobrecidas clases medias se encontraron al final del “milagro económico” de los setenta[274]. O Cego e a Dançarina enfoca primordialmente a ciertos tipos excéntricos: hijos adolescentes de ex militantes que habían visto a sus padres derrotados y ahora se preguntaban lo que iba a pasar (como en “Alguma coisa urgentemente”), niños perdidos en una ciudad rodeados por un clima de miedo y terror, en que la abundancia de soldados no anuncia ninguna guerra con dos lados identificables (como en “Duelo antes da noite”), hombres de mediana edad que examinan sus fracasos en un lenguaje desprovisto de toda sentimentalidad (en “O filho do Homem”). El libro no hace ninguna alusión directa al proceso político atravesado por el país bajo dictadura, pero su galería de personajes es apenas comprensible sin una conciencia de al menos dos fenómenos paralelos: la entrada masiva a Brasil de la cultura de masas norteamericana, sobre todo Hollywood, y el desencanto de las clases medias con la lucha militante contra el régimen, con la consiguiente caída en la melancolía.
“Marilyn no inferno,” uno de sus mejores cuentos, relata los preparativos para “el primer western filmado en Brasil,” con “la Baixada Fluminense imitando las praderas de Arizona” (CD 36). La película es una copia en el grado enésimo, en que todo es falso o simulado, incluso la inevitable mexicana, interpretada aquí por una india brasileña. La historia es contada desde la perspectiva de un figurante, un joven cuya madre está muriendo de cáncer en un sucio hospital público, mientras él sueña que tras su minúsculo papel en este simulacro de western conseguirá una oportunidad en las ultrapopulares telenovelas de la todopoderosa TV Globo. El énfasis de Noll reside en el contraste entre las dimensiones épicas del western como género (alimentando los sueños grandiosos del joven) y la pobreza patética de su situación. Mientras sueña con Marilyn Monroe y Bette Davis, escucha insultos humillantes del director: “levanta ese rifle firme, imbécil!” (CD 36). La historia se cierra con el joven agarrando uno de los caballos en el escenario y corriendo por las calles en un galope frenético que termina enfrente de un cine que da una película de Kung Fu. Allí el caballo arroja al chico, quien desgarra el poster de la puerta, límite metafórico entre el miserable mundo de Caxias y las glamorosas fantasías de estrellato del protagonista. La imagen final es de una caída en un abismo sin fondo, representada por el poster roto de Kung Fu, emblema del límite entre una realidad insoportable y un deseo inalcanzable.
La mayoría de los cuentos de O Cego e a Dançarina dramatizan la desproporción entre el atractivo de la cultura de masas y la indigencia material y simbólica en que florece. Sin embargo, a diferencia de los días de críticas de la americanización informadas por la teoría de la dependencia, en las historias de Noll no hay traza de rechazo a ese imaginario. En “Marilyn no inferno,” al dejar el final abierto y nunca juzgar los sueños de estrellato del chico, Noll elige simplemente señalar la estructura formal de su fantasía: nada más que un poster, imagen desprovista de toda profundidad, cuya destrucción le obliga a una caída libre hacia un más allá desconocido. La caída del chico sobre el poster de película puede ser tomada como un salto al simulacro - un abrazo absoluto de su fantasía - o también como una caída a través de la fantasía a lo real - entendido precisamente en el sentido lacaniano de núcleo traumático no simbolizable, estructurante de la fantasía.[275] En cualquier caso, el punto crucial es que el texto no provee un punto de referencia seguro desde el cual el lector pueda observar y juzgar la caída. En los textos de Noll se vislumbra esa complicidad con los desamparados, hijos de la derrota que ahora hacen de la basura de la televisión y las películas B su único hogar posible. Se trata de una complicidad resistente a definiciones, puesto que nunca está contaminada por ninguna piedad, resentimiento ni sentimentalismo. Las hipérboles, exclamaciones y excesos sentimentales tan predominantes en la ficción testimonial y periodística escrita en los setenta no está presente aquí. En una analogía a un mundo estimado por Noll, el de la música pop, se diría que sus narradores tienen mucho menos que ver con la ingenuidad sonriente de los tempranos Beatles o con la gesticulación explosiva de los Rolling Stones, que con el pesimismo oscuro y cínico de los Velvet Underground.
La segunda novela de Noll, Bandoleiros, tiene lugar durante la visita del narrador a los Estados Unidos, tras la cual a él - también escritor - le preocupa el sentimiento de que se va sin nada que contar: “Eso nadie me lo perdonaría: haber conocido la América-América y no haber extraído de ella ninguna ficción” (B 144). Bandoleiros sería una contrapartida melancólica a numerosas narrativas de viajes en que los europeos regresaban de América enriquecidos en experiencia, renovados por un contacto de primera mano con una alteridad incontaminada. Alrededor suyo el narrador sólo ve réplicas paródicas del más americano de todos los mitos, la historia de vida singular, individual. A lo largo de su estancia en EEUU escucha ecos de la retórica de una nueva cruzada moral, que sugerentemente recuerda el puritanismo e individualismo de la era Reagan. Tras subir al avión hacia Brasil, el protagonista da con un último espécimen de la panglossiana doxa americana, esa creencia imbatible de que uno vive en el mejor de los mundos posibles:
La chica me atendió con la cortesía monótona del personal de servicios americano. No que yo prefiriese una chica malhumorada, pero era indiscutiblemente monótono confrontarme una vez más con aquella presteza impecable, aquella simpatía discreta de quien hace la cosa más importante del mundo, la creencia ciega de que cada uno da lo que le corresponde por la grandeza de algo que termina siempre siendo un país (B 152).
Sería instructivo comparar el relato de su estancia en Boston con otras narrativas de viaje en la América contemporánea, sobre todo las de Wim Wenders y Baudrillard. En cuanto a áquel, César Guimarães há señalado que tanto en Der kurze Brief zum langen Abschied, de Peter Handke, así como en las varias películas de Wenders sobre América, “los mitos construidos por los americanos para explicar su propia historia (y cuya gran fábula sigue siendo la conquista del Oeste) representan no sólo una posibilidad de conocimiento, sino una oportunidad de contar historias,”[276] mientras que para Noll la banalidad ha saturado el horizonte de lo visible hasta tal punto que sólo en un momento en la narrativa puede el narrador anticipar, de mala fe, que “volvería al Brasil lleno de cosas nuevas para contar en los libros” (B 57). Mientras que el protagonista de Der kurze Brief “aprende con los mitos americanos” y cree que “todavía hay algo que ver y contar. No sólo en el paisaje, en la arquictectura de las ciudades, autopistas y desiertos, sino también en las historias contadas por el cine americano”[277], los narradores de Noll no reconocen en la cultura de masas ninguna historia de experiencias ya vividas, sino más bien contemplan una experiencia cosificada y saturada de clichés condenada a repetir, ad infinitum, los giros lingüísticos de alguna película B o comedia de televisión: “pero todas las palabras que decía, aquella casa, todo aquello me parecía de una película antigua” (HA 38). Como en Amérique, de Baudrillard, el simulacro impera. La diferencia entre Baudrillard y Noll, sin embargo, es que en el segundo no encontramos trazas de la fascinación que atraviesa el libro de Baudrillard, todavía demasiado moderno en su añoranza europea por una “utopía realizada” en América. Baudrillard está sin duda más cerca de Humboldt y Tocqueville que de Noll, en el culto anti-intelectual de la experiencia vivida (de cuya resurgencia estetizada en el siglo XX, a propósito, Benjamin sospechaba tanto, viendo en tal culto las huellas del fascismo): “Recorre diez mil millas en América y sabrás mucho más sobre este país que todos los institutos de sociología o de ciencias políticas juntos”[278]. Noll ciertamente se distanciaría de tal optimismo de viajero, y ciertamente no por alguna confianza especial en la sociología o las ciencias políticas.
Al volver a Río el narrador de Bandoleiros reflexiona sobre el fracaso de su último libro, Sol macabro, y sobre su matrimonio abortado con Ada, quien intenta a su vez recuperarse de una desastrosa estancia en Boston. Al examinar su pasado, ve a su mejor amigo, João - su antítesis en todo, la imagen del escritor de fe militante - morir lentamente de una enfermedad misteriosa, derrota postrera que ofrece un comentario a su glamoroso optimismo. Recordando “los seres especiales que pensábamos ser en la juventud, todos unos perfectos fracasados” (B10), el narrador anticipa algunas imágenes alegóricas del universo textual de Noll. Una de ellas es la de un vagabundo ciego que vive en una pensión y pasa su tiempo tocando el saxofón. Puesto que no ha pagado el alquiler ni oído voces desde hace meses, “comenzaba a sospechar que la pensión no existía ya. Sólo él quedaba allí, sobreviviente” (B 27). La imagen de este ciego tocando el saxo solo en su habitación, sin saber si el mundo ha terminado, dejándolo como único sobreviviente, reaparece para el protagonista como alegoría de su propia incapacidad de percibir el paso del tiempo más que como un continuo homogéneo: “Es muy extraño que alguien desconozca que es una mañana de domingo. Cualquier otro día se puede. Pero si no sabes que es domingo y confiesas tu ignorancia, pareces que has tomado, que estás chiflado, o peor, que eres un peligroso vagabundo” (B 12).
Tras estos primeros recuerdos, el narrador de Bandoleiros comienza uno de sus paseos en colectivos, sin destino fijo, y termina en un distrito en las afueras de Porto Alegre. Entre árboles secos y unas pocas chozas polvorientas y viejas, encuentra a un hombre a quien después descubrimos que había conocido en Boston, un tal Steve, un americano que había pasado parte de su infancia en Porto Alegre y “resolvió volver acá, a ver si podía restaurar la casa abandonada, vivir allí” (B 38). Steve es uno de los muchos buscadores de orígenes obsesionados y fracasados de las nouvelles de Noll.[279] Antiguo estudiante de Harvard, había sido drogado casi hasta la muerte por doctores que intentaban curarle su depresión. Terminó dejando la universidad, totalmente amnésico, incapaz incluso de recordar el reciente asesinato de John F. Kennedy. Mientras tanto Ada, la esposa del narrador, se había ido a Boston a estudiar para un doctorado en “Sociedades Mínimas,” un nuevo credo que conquistaba el mundo entero y al que comenzó a dedicarse religiosamente: “Ya no veía en la nacionalidad un criterio evaluador de cualquier contenido humano. Las naciones sin excepción estaban condenadas. Quedaba el ingreso en las sociedades mínimas” (B 45). Ada explica cómo la sociedad mínima resolvería el problema de la mortalidad- “después de muerto el tipo migra cada vez a una Sociedad Mínima más perfecta” (B 46) - , de la información - “la información sólo tiene sentido en el peligro. Es la amenaza lo que nos hace conocer. Las Mínimas se autogeneran, libres como astros” (B 46-7) - e incluso del planeamiento - “No hay necesidad de que sepan en que atmósfera histórica se encuentran. Para eso tenemos planeadores” (B 63). La utopía aquí ha degenerado en paranoia totalizante, dogma religioso defendido por celosos militantes. La visita del narrador a Ada en Boston coincide con su recepción a otros dos militantes de las Mínimas, de cuyo fanatismo religioso se va sintiendo más y más enajenado. No le lleva mucho tiempo darse cuenta de que su matrimonio con Ada se ha desintegrado. Mientras los Mínimos insisten en que “la tarea era reconstruir el Universo en el espacio de su Mínima” (B 45), el cínico y escéptico narrador es expulsado de la casa y se ve forzado a regresar a Brasil antes de lo planeado. Su larga espera en el aeropuerto de Boston le da la oportunidad de conocer a Steve, a quien después encontrará de nuevo en la choza abandonada en las afueras de Porto Alegre.
Después de la llegada a Brasil, el narrador recibe una llamada que cierra el episodio de la Sociedad Mínima. Ada había sido atacada durante el sueño por una compañera de la Mínima que intentaba demostrar la tesis de la secta de que los seres humanos son invadidos por un deseo asesino cuando ven a alguien durmiendo. Ada se encontraba ahora en una silla de ruedas, necesitaba ser alimentada a cuchara por el narrador y se disculpaba todo el tiempo, ya totalmente incapaz de contradecir a cualquiera. El experimento generó un best-seller sobre los peligros del sueño, escrito por Mary, una militante Mínima de Kenya. El best-seller de Mary es uno de los cuatro textos insertados en Bandoleiros, además de Sol macabro, escrito por el narrador- versión en abyme de la novela de Noll y fracaso estrepitoso en las librerías -, los manifiestos militantes de João - “acaba de lanzar una novela esperanzada. Una historia de amor en la penuria” (B 77) - y la “poesía del hambre” escrita por un jóven mártir que había decidido cometer lo que para él era el único acto político posible en un país como Brasil: el poema-suicidio. Si uno toma estos cuatro textos como una caricatura del espectro de posibilidades de la literatura postcatástrofe, los Mínimos representarían la acomodación fácil, aunque excéntrica y escandalosa, a un mercado ansioso de novedades vendibles; las “visiones de grandezas futuras” (B 77) de João permanecen impermeables a experiencias recientes de derrota e insisten en seguir con los mismos dogmas militantes; el jóven fakir-poeta, con su escritura “ingenuamente dolorida” (B 16) se ofrece como cuerpo sacrificial, consumido en el mismo acto de afirmarse. Steve, el que no escribe, el utópico de la pura experiencia vivida, termina borracho y degenerado en el valle cercano a las ruinas de su casa de infancia. En el contexto de estas alternativas - acomodación al mercado, activismo ingenuo, martirio autosacrificial o romanticismo beat/maldito - el proyecto del narrador de una literatura reflexivamente doliente, corrosiva y cínica pero nunca autosacrificial, parece ser la única alternativa de alguna amplitud teórica. Pero el narrador, tal como Noll, se enfrenta a un callejón sin salida y no sabe cómo proceder.
Este vacío mnemónico y experiencial es a menudo alegorizado por la falta de rostro y el anonimato de los personajes. En Rastros do Verão el narrador-protagonista se encuentra con un chico en la estación de colectivos. Cuando le pregunta por sus orígenes, el chico dice que “cualquiera podía aparecer y declararse su padre y él no tendría cómo verificarlo o no - la única imagen que tenía del padre era la de un hombre sin rostro” (RV 14). La narrativa se despliega como si al protagonista le faltaran hechos significativos que relatar:
Había andado todos esos años por ahí, y ¿qué historia personal podría contar? Por esa geografía rarefacta, ¿quien había generado conmigo alguna memoria duradera? (RV 22).
Yo me acercaba a él sintiendo que me faltaban los recuerdos (lembranças). Mi pasado en Porto Alegre era una abstracción más. (RV 30).
Le “animaba un poco el hecho de que aún existieran historias por hacer” (RV 46). Estas historias, sin embargo, no parecen estar disponibles como experiencia personal: “sentí que había perdido la capacidad de entrar en una historia con alguien” (RV 28). Contra este telón de fondo, el protagonista atraviesa otro conjunto de acontecimientos banales: cerveza con el chico en la estación, ducha, merienda y hits de radio, masturbación mutua, sexo con la madre del chico mientras el chico prepara el equipaje para unirse a la marina el día siguiente, y finalmente el protagonista recordando por qué vino a Porto Alegre cuando encuentra un pedazo de papel con un mensaje diciendo que su padre estaba en el hospital, tras lo cual se encamina hacia el hospital sin llegar a encontrar al padre. Durante la visita del narrador al chico, la única medida del tiempo es la sucesión de canciones en la radio:
Una locutora hablaba de la carrera atribulada de Elza Soares. Después Elza cantó un blues . . . el chico dijo que escuchase qué musica increíble de Legião Urbana . . la locutora anunciaba que ahora venía Grace Jones, para demoler . . . la locutora decía que habíamos oído a los Garotos da Rua . . . Janis Joplin gemía su Summertime . . . la radio tocaba Marina . . . la radio tocaba a Fagner . . . del cuarto del chico venía B.B. King (RV 44-60).
Se trata aquí de una temporalidad sincopada y segmentada, tiempo que se ha hecho exterior a la experiencia. Cuando la experiencia se arrastra por la repetición interminable de lo mismo, la única puntuación temporal viene de fuera; en este caso, muy apropiadamente, del mundo de la cultura de masas. La misma estructura narrativa replica esta segmentación: los acontecimientos se desdoblan como si fueran independientes entre sí, en la forma de tomas cinematográficas bruscamente recortadas. De una escena a la siguiente, nada se ha acumulado ni aprendido. La dialéctica de la experiencia se encuentra aquí en suspenso, enfrentándose perennemente a la tarea de comenzar de nuevo.
Hotel Atlântico narra la deriva de un protagonista que vagabundea por el sur del Brasil, quedándose temporalmente en pensiones y asilos, hasta que sufre una agresión de la policía y tiene su pierna derecha amputada. El médico del pueblo usa el “éxito” de la operación como triunfo electoral en su campaña para alcalde, mientras que el narrador progresivamente desarrolla una fuerte complicidad con Sebastião, el enfermero negro que lo ayuda y al final huye con él, alimentando la idea de visitar su pueblo de origen. La trayectoria del narrador se hace indistinguible del deterioro de su cuerpo: “Enfrente del espejo miré a mis oscuras ojeras, la piel toda escamada, los labios resecos, puse la lengua en la carie inflamada de un diente, pensé que era inútil permanecer aquí, contabilizando signos de que mi cuerpo se estaba deteriorando” (HA 11). La atrofia en su memoria es alegorizada físicamente, en continuas pérdidas de sentidos y miembros. Él y Sebastião huyen del hospital y se embarcan en una búsqueda genealógica de la casa de la abuela de éste último - guiados por una foto amarillenta, wenderiana - y encuentran la inevitable decepción: “vimos que allí ya no había la casa de madera azul que él ahora me describía, en los mínimos detalles, en la esperanza de que yo se la ayudara a buscar” (HA 90-1). Al encaminarse hacia el pueblo del narrador en otra fracasada búsqueda de orígenes, el narrador encuentra el final de su itinerario en la destitución de su propio cuerpo. En una playa de los tiempos de infancia, pierde su audición y visión. Las frases de Noll se vuelven cortas, áridas, léxicamente pobres, como si tendieran hacia el silencio:
Sebastião me sentó en la arena. Se quedó a mi lado, con una de las manos firme en mi nuca.
Entonces miró el mar. Yo también, el mar oscuro del sur.
Después volvió la cabeza para el lado y miró hacia mí. Del movimiento de sus labios sólo conseguí leer la palabra mar.
Después me volví ciego, ya no veía el mar ni a Sebastião (HA 98).
El encuentro con los orígenes termina en silencio y en ceguera, sin nada acumulado ni descubierto en la peregrinación. En contraste con gran parte de la tradición moderna, no queda aquí ninguna reserva de potencial subversivo en el solitario romántico.
Por oposición a la multiplicación de nombres observada en Ricardo Piglia y Silviano Santiago - estrategia que les permite esquivar, de distintas maneras, la crisis de la narrabilidad de la experiencia al poner a la disposición de la ficción una infinidad de experiencias apócrifas e impersonales - la búsqueda fallida de orígenes en Noll subraya una imposibilidad fundamental de constituir un nombre propio. Como acontecimiento iterativo, una firma debe ser siempre repetible pero absolutamente única en cada una de sus ocurrencias. En Noll, ningún encuentro verdadero con la alteridad, ningún momento epifánico, provee la reordenación de la experiencia pasada que permita la emergencia de un sujeto capaz de una firma singular. El anonimato de todos sus narradores-protagonistas es así coherente con el contenido de la experiencia narrada. Para sujetos ya disueltos en la pura facticidad, el nombre propio se convierte en un punto trascendental de anclaje ya desde siempre inalcanzable, imaginario. Junto con la posibilidad de un nombre propio se desvanece toda interioridad: “Incluso lo que en rigor pertenecería al universo de la subjetividad, de lo privado, en la ficción de Noll se transforma en una especie de mezcla, de lugar de paso entre la exposición y la intimidad”[280]. La disolución de los nombres se extiende a los sustantivos comunes: “no, mi niño, no todo tiene nombre en esta ingrata vida” (H 53). La ausencia de una instancia sintetizadora hace que el mundo y los personajes se arrastren en lo innombrado. Las ventanas y galerías de cristal que Flora Süssekind indica como cruciales en la literatura brasileña contemporánea - “la teatralización del lenguaje del espectáculo, convirtiendo la prosa en una vitrina donde se exponen y observan personajes sin fondo, sin privacidad, casi imágenes de video en un texto espejeado”[281] - también representan, entonces, una ruptura violenta entre los sujetos y algún momento de su pasado, ruptura que les impide reordenar su experiencia pasada. La oposición entre Piglia/Santiago y Noll es entonces un contraste entre dos estrategias diferentes de impersonalidad en la época del declive del nombre propio. La antinomia (¿o una contradicción en última instancia dialectizable?) que debe comprenderse aquí estriba en el contraste entre la impersonalidad por profusión, de Piglia o Santiago, y la impersonalidad rarefacta de Noll. Mientras que en Piglia y Santiago la multiplicación de nombres propios garantiza alguna posibilidad de producir subjetividades apócrifas, en Noll el sujeto se ha disuelto en la facticidad de la experiencia. La primera estrategia se remonta a una constelación que incluye tanto a Italo Calvino como a Thomas Pynchon - la profusión de historias, la infinidad de lo apócrifo, la multiplicación de los nombres -, mientras que la segunda trae a la mente un linaje bastante distinto, más en sintonía con Peter Handke, Maurice Blanchot y Pierre Klossowski - la lenta desaparición, el paulatino desvanecimiento del nombre propio.
El Bildungsroman en suspenso de Noll sería una crónica, entonces, de la disolución de ese punto arquimediano una vez representado por el flâneur moderno. Sumergidos en acontecimientos cuya significación ha sido agotada en su mera facticidad, entendiendo el tiempo vacía y homogéneamente, viajando por tierras que ya no ofrecen otredades desde las que afirmar la identidad, los personajes de Noll se enfrentan a la imposibilidad de aprender a partir de la experiencia y constituir un nombre propio. Sabemos, por Benjamin, que la experiencia en su sentido fuerte presupone una incorporación de la memoria individual a marcos de la tradición colectiva. Éste puede ser entonces el momento de plantear la pregunta respecto al estatuto de lo colectivo en estos textos altamente fragmentados y privatizados. Las dos nouvelles más recientes de Noll, O Quieto Animal da Esquina y Harmada, proveen un marco interesante en el que plantear este problema, puesto que ponen la típica rarefacción de la escritura de Noll en contacto con la polis.
O Quieto Animal da Esquina es narrada por un joven, un pobre poeta alojado misteriosamente por una familia rica de estancieros inmigrantes alemanes, convertidos, sin razón aparente, en sus benefactores. Sin pedir nada a cambio, excepto quizás que les ayude a escapar de su aburrimiento, traen al poeta y ex pequeño ladrón a su opulenta estancia. El protagonista oscila constantemente entre huir y recuperar algo significativo para la experiencia, o conservar la comodidad que se le ha dado, al precio, desde luego, de perder la posibilidad misma de vivir historias personales. En algún punto le asalta la duda: “no sería preferible abandonar aquella habitación e intentar olvidar la existencia de Kurt, de Gerda, y buscar una situación menos ciega” (QAE 46). Más tarde, el impulso es de “irme acostumbrando al silencio de todos los motivos que me hacían estar allí y no más como invasor de un edificio miserable, y todo estaría bien” (QAE 43). Su mala fe le brinda una fantasía de “encontrar una mujer para acompañarme, era menester que Kurt bendijera esa unión . . . me daría en vida quizás la mitad de sus tesoros” (QAE 54-5). El protagonista es entonces un individuo desgarrado de la existencia colectiva, y experimenta esa separación a veces como liberación y luego como motivo de culpa y melancolía.
La barrera que separa las historias colectivas de las subjetivas es sacudida en dos ocasiones en la narrativa, la primera durante una protesta de los sin tierra en el inmenso latifundio improductivo. Los dueños de la tierra obviamente sueltan todo el aparato represivo de la policía y perros entrenados, mientras que el protagonista mira desde la ventana, recordando su pasado en las villas miseria:
. . . más arriba en la calle los sin tierra encendían fósforos, una ínfima llama se apagaba y pronto otra se encendía cerca, me asomé a la ventana, me vino a la memoria una canción que la patota solía cantar en los tiempos de Glória, pero yo no lograba pasar del primer verso, y aquel único verso era como si se diluyese en mi cabeza, en algunos minutos se deshizo, en realidad parecía que de repente mi destino me había atravesado, a mí y a todas las canciones que solían salir de mi boca, de tal modo que llegaría un tiempo en que yo miraría atrás y no tendría nada más que reconocer. Muy pronto ya no necesitaré mover un dedo para evitar mi pasado, pensé con desahogo. (QAE 39)
La opción por la indiferencia es la única posible aquí porque ya no hay ningún enlace orgánico entre las memorias individual y colectiva. El protagonista ve “cinco personas en harapos, todas de pie, en posición expectante, mirándome insistentemente. ¿Qué querrán de mí?, me pregunté, y bajé la persiana” (QAE 50). El olvido de la canción de infancia es el olvido de los momentos vividos que se vinculaban concretamente con la colectividad. La memoria subjetiva ha sido trasladada a un afuera perdido para el sujeto e indicado por la experiencia colectiva. Ocasionalmente esta pérdida es motivo de “alivio,” como en el ejemplo citado; también con frecuencia genera depresión y melancolía: “¿no estaría yo mejor entre los presos, completamente inapetentes para la recompensa?” (QAE 70). O Quieto Animal da Esquina es un gran estudio del resentimiento y la mala fe; al dotar al joven poeta de la voz narrativa y hacer que sus mezquinos cálculos y dudas ocasionales vengan a la superficie textual, Noll no permite la emergencia de ningún punto trascendental desde el cual el resentido poeta pueda ser juzgado. El final, el verdadero abrazo del protagonista al conformismo tras un baño en el río - “ahora me pondría la ropa seca que Kurt me daba, y después me iría a la cama, a sosegarme, a dormir y, quién sabe, a soñar” (QAE 80) - es un intento de pacificar su memoria, perturbada por la resonancia de la historia colectiva fuera de su ventana, así como por su propio deseo de abandonar a su mecenas y reaprender a vivir historias personales.
La historia de Noll ejecuta una operación interesante sobre la oposición entre lo subjetivo y lo colectivo. El texto localiza la esfera subjetiva en un espacio exterior que ya no es contradictorio, sino coextensivo a la experiencia colectiva en cuanto tal, aunque ésta última sólo sea evocada de forma fantasmal, ya como objeto perdido. No hay “oposición entre lo individual y lo colectivo” aquí, sino más bien un proceso de borramiento de toda subjetividad en la medida en que ella se disocia del colectivo - el cual también, a su vez, se desmorona como posibilidad para el protagonista. En otras palabras, el poeta de Noll no confronta una elección entre las historias personales y la renuncia a ellas por la colectividad. Se trata, en cambio, de un cierre de la ventana a la historia colectiva que también produce un exilio definitivo de cualquier posibilidad de nombre propio. La pérdida de historias personales que contar es la pérdida de la historia colectiva; ellas se reconcilian negativamente - se reconcilian en cuanto pérdida, es decir en cuanto alegoría. Mientras que para el héroe de, digamos, Trommeln in der Nacht, de Bertolt Brecht, la opción es vivir la experiencia personal efímera y olvidable (la vida burguesa con su prometida) o renunciar a ella por la revolución, en Noll ya no queda ni siquiera una efímera historia individual una vez que la ventana se cierra a la historia colectiva. Para Noll, el afuera pálido y anónimo de una experiencia colectiva perdida conlleva la única posibilidad de recargar la también perdida memoria subjetiva.
O Quieto Animal da Esquina retrata así lo político como pura negatividad, o sea, retrata una cierta incapacidad de pensar lo político - incapacidad que es la nuestra, la de nuestro tiempo. Noll muestra cómo lo político se disuelve junto con la disolución del nombre propio. En este sentido, en Noll no hay una “opción por el individuo sobre la colectividad,” sino una pérdida del nombre propio que es coextensiva a la pérdida de lo político. La “esquina” del título sería la esquina que el protagonista siente a menudo que está a punto de doblar, sin nunca llegar a ello: “de cualquier manera, si yo intentase sanear el retraso, si desdoblase la memoria al revés para reconstruir este tiempo, ¿quién avalaría mi precisión?” (QAE 52). Tras escribir el poema titulado “O Quieto Animal da Esquina” el protagonista deja de escribir, y este último fragmento se convierte en emblema de su parálisis “en la esquina.” Él es un “animal” callado, domesticado y ya incapaz de escoger lo desconocido en vez de una mediocre seguridad. Como siempre en Noll, sin embargo, la clave no es juzgar al personaje, sino indagar acerca de las condiciones de posibilidad que hacen su elección inevitable. Si el protagonista nunca dobla la esquina en O Quieto Animal da Esquina - el encuentro con lo político permanece suspendido y la reconciliación entre lo singular y lo colectivo se mantiene negativa, alegórica -, el tema regresa en Harmada, la novela más reciente de Noll, donde sí se produce un encuentro afirmativo con la colectividad.
El narrador-protagonista de Harmada es un actor sin trabajo, atrapado en un asilo de desocupados. Ahí representa el papel de “narrador de la tribu,” poniendo en escena para sus compañeros historias “que yo decía ser episodios vividos o atestiguados por mí” (H 46). En sus sesiones semanales de relatos, se siente “como si esa narrativa fuese un fluido que saliese de mí, fino, en dirección a un mundo aún desconocido, donde todas las historias serían protegidas del mareo del olvido, como en un archivo del tiempo” (H 47). El actor de Noll narra como un coleccionista que preserva un objeto raro. Su apuesta es a la posibilidad de alcanzar ese “breve colapso entre la apariencia y lo íntimo de las cosas” (H 15), preservar la experiencia en el sentido más radical de mantenerla viva como materia narrable. De la misma manera que Bandoleiros retrataba a diferentes escritores, Harmada retrata a performáticos actores de fábulas de identidad: “Dije que aquella noche contaría una historia acerca de mis fuentes, que había pasado todo el día reflexionando sobre mis extraños orígenes” (H 48). El lenguaje dramático aquí se impone como el portador de la experiencia, y en el proceso el teatro se convierte en la gran metáfora de la búsqueda de una ficción fundante para la ciudad.
A lo largo de Harmada, el imperativo del duelo es la fuerza propulsora tras la representación de los cuentos del protagonista. Su actuación como narrador colectivo en el asilo comienza después de que él sufre el golpe de ver a su guía y mejor amigo morir en sus brazos (H 51-2). Años más tarde, tras escapar del asilo, él pasa a producir, junto con su hija adoptiva Cris, un monólogo teatral sobre el luto: “la obra, un monólogo de un autor mexicano, hablaba de una mujer enlutada, por creer con odio y desesperación en la eternidad. De esto se trataba, ella no se cubría de luto el cuerpo y el alma por la muerte de alguien, por la finitud de un ser, no: su luto, por el contrario, expresaba su tristeza por la dura, por la descomunal herencia de la eternidad” (H 71). Esta adaptación pone en marcha una serie de alusiones a Pedro Páramo, desde el tono rulfiano del regreso al hogar paterno a la imagen de espectros pasados que aún merodean, recordándole al presente la tarea del duelo. En Pedro Páramo, el regreso al pueblo de origen es un imperativo, una orden legada por la madre moribunda. Para Rulfo tal retorno implica siempre fracaso, puesto que también el padre resulta estar muerto, y sólo ecos de su nombre aún resuenan en el “valle de lágrimas.”[282] Como Pedro Páramo, Harmada retrata el legado y la herencia en tanto imperativo de duelo. La desolación del tiempo y de la historia se presentifica como tarea para una memoria espacializada, una escena que toma la forma de un frustrado viaje de regreso a la casa de origen.
Tras estar por algún tiempo de vuelta en casa, en la ciudad de Harmada, habiendo acumulado algunas memorias personales, reencontrado viejos amigos y revisitado edificios en ruinas, la reconexión del protagonista con su pasado perdido lleva al clímax del texto, un encuentro con la legendaria figura de Pedro Harmada, fundador de la ciudad que lleva su nombre. En la última escena, el narrador recuerda un comienzo mítico en que “un hombre llega en barco a una playa . . . sale del barco agarrando su brazo herido y cae de rodillas. Gotas de sangre en la arena. Piensa: ‘en estas tierras voy a fundar una ciudad’” (H 124). El encuentro final es un choque entre los tiempos mítico e histórico. El protagonista es guiado por un niño a un hombre que se identifica como Pedro Harmada. El fundador pretérito responde a la llamada del presente: “Sí, soy Pedro Harmada - dijo el hombre abriendo más la puerta” (H 126). El texto se niega a decir qué formas tomaría ese encuentro, ya que la respuesta de Pedro Harmada cierra la narrativa y queda abierta la cuestión de cómo el espectro le hablaría a la historia.
La interrogación acerca del pasado individual y colectivo regresa ambiguamente en Harmada: actor en todos los sentidos - “todo aquello que hago es como si estuviese representando, entiendes?” (H 27)-, el protagonista le transmite a su hija el hábito de inventar historias falsas sobre el pasado. Como en Bandoleiros, el estatuto del acontecimiento narrativo (¿vivido, soñado, escrito o representado?) está siempre en cuestión. El mismo Pedro Harmada, al llegar a la playa en barco y pronunciar una prototípica frase fundacional, se nos aparece como una imagen bastante teatral y estilizada del fundador. El narrador es guiado a Pedro Harmada por un niño a quien encuentra en el apartamento que acaba de adquirir con el dinero ahorrado con su trabajo teatral. Tras intentar preguntar al niño de dónde venía y quiénes eran sus padres, se da cuenta de que el niño no le responde porque es mudo. No se comunican genuinamente hasta que el narrador abandona el lenguaje verbal y utiliza sus habilidades teatrales para representar una pantomima, en el encuentro crucial de la novela:
como un relámpago, así de golpe: me puse a imitar la cara de un macaco enfrente del pibe, las manos abriendo las orejas como un abanico, de repente disolvía todo y hacía otra cara, pronto hacía piruetas en el suelo de azulejos, me desbordaba de mí en cada gesto, giraba los ojos sin que el tiempo me alcanzara para pensar en la próxima locura, todo se me salía de instantáneo - y como siempre, sin pensar, decidí postrarme delante del niño y besar sus pies, y el niño entonces comenzó a soltar las más fogosas risotadas y repentinamente se puso a soltar los lenguajes más imbrogliados e indescifrables, acompañados continuamente por carcajadas y gritos guturales, rascantes, poseídos de una extremada euforia, y fue entonces que entendí que el niño era mudo (H 120).
Este niño le guiará de la mano a una parte desierta del pueblo, donde entre casas medio destruidas el protagonista conocerá a Pedro Harmada en la escena final de la novela. Es entonces en la elisión de lo simbólico que se establece una relación con el niño quien, el texto parece sugerir, conlleva en sí el murmullo de los orígenes de la polis. En los sonidos inarticulados y balbuceantes producidos por un niño mudo el narrador encuentra el hilo de Ariadna que lo lleva a la experiencia colectiva. A lo largo de Harmada, de hecho, Noll pone un gran énfasis en la utopía de un lenguaje no simbólico. Uno de los momentos claves en la búsqueda del narrador sucede cuando conoce a un ciego que “exploraba sonidos remotos” y “anunciaba que finalmente habíamos llegado al lenguaje invertebrado, o sea, aquel que desconoce cualquier viga maestra, aquél que no quiere ir a punto alguno, aquél que en microexplosiones se disuelve en la lisa pantalla del ciego” (H 80). Este es el lenguaje que lo reconecta con las fundaciones de la polis: un lenguaje que se abre a lo contingente, lo aleatorio, como en el balbuceo puramente afectivo de un niño mudo.
Harmada revisita así el romance de fundação, la tradición novelística brasileña que se pregunta por el momento fundacional de la polis. Tal tradición, de José de Alencar a Jorge Amado y João Ubaldo Ribeiro, ha ofrecido algunas de las versiones más ideológicas y totalitarias de la historia brasileña. De modo teatral y estilizado, Harmada revisita esta tradición irónicamente: el retrato ya no es de una fundación heroica, sino más bien un acto de memoria que intenta reconstruir las ruinas. Mientras que los textos previos de Noll deconstruían cuidadosamente la experiencia individual y el nombre propio, Harmada representa el regreso a una imagen fantasmal, espectral, del pasado colectivo. El encuentro entre la figura histórica del protagonista y el fundador mítico de la ciudad en la escena que cierra de la novela, nos sitúa entre el regreso espectral de fragmentos pasados y la imagen de un futuro que permanece abierto. El regreso de la dimensión colectiva no implica aquí una afirmación confiada y activista de un programa político. El momento afirmativo del texto yace en la sugestión de que en el lenguaje balbuceante y presimbólico del niño mudo se vislumbraría una relación alternativa con la polis. Los murmullos incoherentes del niño parecieran preservar espectros y fantasmas supuestamente exorcizados. En un círculo completo, entonces, desde la deconstrucción del nombre propio a un vago, frágil regreso de lo colectivo, Noll parece sugerir que la literatura aún podría, al menos, tener una tarea afirmativa: develar la melancolía y el duelo irresuelto enterrados bajo los heroicos mitos de fundaciones e identidades.
CAPÍTULO 8
LA ESCRITURA DEL DUELO Y LA PROMESA DE RESTITUCIóN
La ciudad real se despedaza en la memoria, ahora es sólo una estampa golpeteada y cincelada para el sueño, irregular, antigua, con ese aire espeso anterior a la tormenta que agrava los monumentos y las fachadas de piedra.. . . Es la misma, pequeña ciudad. Pero ¿por qué vuelve? ¿Qué cuentas viene a saldar, qué recriminaciones lanza, qué amargos reproches segrega? El sueño es también eso: un recordatorio de lo que no se ha vivido, de lo que pugnaba por dejar una huella en nosotros, sin conseguirlo.
(Tununa Mercado)[283]
me pruebo en el lenguaje en que compruebo el peso de mis muertos.
(Alejandra Pizarnik, 1970-71)[284]
En un artículo sobre lo que llama la “crisis del acto testimonial” [crisis of witnessing] desencadenada por el Holocausto, Dori Laub, psicoanalista y fundador del Archivo Fortunoff de Vídeos sobre Testimonios del Holocausto, recuerda a un sobreviviente que hizo la siguiente afirmación: “Queríamos sobrevivir a Hitler por un día, para poder contar nuestra historia”.[285] La crisis del testimonio emergería entonces del abismo que existe entre el imperativo irreductible de narrar y la percepción angustiosa de que el lenguaje no puede expresar completamente tal experiencia, de que ningún interlocutor consigue capturar su dimensión real, ni siquiera escuchar el relato con suficiente atención. Si el trabajo del duelo sólo puede llevarse a cabo a través de la narración de una historia, el dilema del sobreviviente reside en el carácter inconmensurable e irresoluble de esa mediación entre experiencia y narrativa: la organización diegética misma del horror vivido es percibida no sólo como una intensificación del propio sufrimiento, sino, lo que es peor, como una traición al sufrimiento de los demás. El sobreviviente de la hecatombe es víctima de esa parálisis simbólica: nunca narra lo que hay que narrar. La narrativa estaría siempre atrapada en un plus o en una falta, excesiva o impotente para capturar el duelo en toda su dimensión. Llevar a cabo el trabajo de duelo presupone, sin duda, la elaboración de un relato sobre el pasado, pero el sobreviviente del genocidio tiene que enfrentarse con un escollo en el momento en que intenta transmitir su experiencia: la trivialización del lenguaje y la estandarización de la vida, que vacían de antemano el poder didáctico del relato y lo sitúan en una aguda crisis epocal, derivada precisamente de ese divorcio entre la narrativa y la experiencia.[286] En el caso relatado por Dori Laub, el sobreviviente ve en la nueva y recompuesta familia un conjunto de seres extraños y hostiles, quienes “se negaban a sustituir y a encajar en el mundo de los padres, hermanos e hijos que había sido destruido tan abruptamente”.[287] La imposibilidad de reemplazar al objeto perdido es reforzada por la supuesta indiferencia del objeto substituto, lo cual, a su vez, agudiza la sensación de que la experiencia de la pérdida no puede ser traducida al lenguaje.
El sobreviviente confronta así un agujero negro en la función restitutiva del duelo. Todo duelo demanda restitución, no porque se desee restaurar el estado anterior a la pérdida - el enlutado suele saber que esto es imposible, y sólo rehúsa aceptarlo en casos extremos de fijación en el pasado que conducen a una melancolía radical[288] - sino más bien porque el duelo sólo se lleva a cabo a través de una serie de operaciones sustitutivas y metafóricas mediante las cuales la libido puede invertir en nuevos objetos. La parálisis en el duelo indicaría entonces una ruptura de la metáfora: el sujeto doliente percibe la unicidad y la singularidad del objeto perdido como prueba irrefutable de su resistencia a cualquier sustitución, es decir, a cualquier transacción metafórica. Concebimos aquí tal momento de resistencia a la metáfora no simplemente como una fase transitoria y al fin superable del trabajo del duelo, sino como el locus mismo en el que el duelo se convierte en una práctica afirmativa con consecuencias políticas fundamentales. Los textos postdictatoriales latinoamericanos y la literatura postcatástrofe en general enfrentan el desafío de subsumir la bruta, cruda facticidad de la experiencia en una cadena significante en que esa facticidad corre el riesgo de transformarse en nada más que otra metáfora. El duelo necesariamente incluye un momento de aceptación de este peligro y de resistencia a su propia estructura metafórica. A continuación se examinará la manifestación de este problema en una narrativa testimonial de Tununa Mercado, exiliada argentina que regresa al país tras la caída del régimen militar y descubre que la condición de posibilidad para la llamada “redemocratización” es el borramiento y olvido de la experiencia de las víctimas.[289]
La literatura postdictatorial latinoamericana se hace cargo de la necesidad no sólo de elaborar el pasado, sino también de definir su posición en el nuevo presente instaurado por los regímenes militares: un mercado global en el que cada rincón de la vida social ha sido mercantilizado. Un análisis de la cultura postdictatorial debe proceder, entonces, teniendo en cuenta dos objetivos paralelos, por un lado evaluar cómo y bajo qué condiciones de posibilidad la literatura postdictatorial lidia con el pasado y, por el otro, cuestionar el estatuto de lo literario en un momento en que la literatura se enfrenta con una crisis en su capacidad de transmitir experiencia, un ensanchamiento de la grieta entre lo vivido y lo narrable (crisis epocal relacionada, sin duda, con la mentada mercantilización). Si la razón de ser de las dictaduras fue la eliminación física y simbólica de toda resistencia a la imposición de la lógica del mercado, ¿cómo ha determinado el triunfo de tal proyecto el destino de la memoria histórica en América Latina? ¿Cómo se puede plantear la tarea del duelo - que en cierto sentido es siempre la tarea del olvido activo - cuando todo está sumergido en un olvido pasivo, esa clase de olvido que se ignora a sí mismo, sin advertir su condición de producto de una poderosa operación represiva? Si el neoliberalismo instaurado después de las dictaduras se funda en el olvido pasivo de la barbarie de su origen, ¿cómo se podría, para usar la memorable expresión de Walter Benjamin, aferrar “la imagen irrecuperable del pasado que amenaza desaparecer”,[290] riesgo de desaparición hoy anclado en una mercantilización inaudita de la vida material y cultural que parecería impedir la existencia misma de la memoria?
La mercantilización niega la memoria porque la operación propia de toda nueva mercancía es reemplazar la mercancía anterior, enviarla al basurero de la historia. El mercado opera de acuerdo con una lógica sustitutiva y metafórica según la cual el pasado está siempre en vías de volverse obsoleto. Borrar el pasado como pasado es la piedra angular de toda mercantilización, incluso cuando el pasado se convierte también en mercancía, negándose así en tanto pasado al ofrecerse – ya convertido en mercancía reificada – como reemplazo de todo lo que hubo en él de derrota, fracaso, miseria. En términos benjaminianos, el mercado llega a transformar incluso los más brutales documentos de barbarie en radiantes testimonios de la riqueza de la cultura. El capitalismo transnacional impuesto en Latinoamérica sobre los cadáveres de tantos, ha llevado esta lógica a un extremo en el que la relación entre pasado y presente está totalmente circunscrita en esta operación sustitutiva y metafórica. El pasado debe ser olvidado porque el mercado exige que lo nuevo reemplace a lo viejo sin dejar residuos. Desde el momento en que insistimos en la inevitable permanencia de un resto, estaríamos insistiendo también en la irreductibilidad del duelo a una simple lógica de mercado, de intercambio, aunque el objetivo de todo trabajo de duelo resulte ser, también él, un acto de sustitución.
De hecho, por mucho que la lógica del mercado tienda a hacer del pasado tabula rasa, nunca lo logrará del todo, pues siempre quedará ese rastro intraducible, inmetaforizable. La mercancía anacrónica y obsoleta, museizada, desechada, o reciclada, encarna formas de supervivencia de lo que se ha vuelto obsoleto en el mercado.[291] Al producir incesantemente lo nuevo y descartar lo viejo el mercado también crea una serie de restos que apuntan hacia el pasado, como si exigieran una restitución de lo que ha sido perdido. Mientras que la política actualmente hegemónica en América Latina se esfuerza por “poner un punto final” a “la fijación en el pasado”, la tradición de los que fueron derrotados para que el mercado de hoy pudiera instalarse no puede darse el lujo de vivir en el olvido. La literatura postdictatorial atestiguaría, entonces, esta voluntad de reminiscencia, llamando la atención del presente a todo lo que no se logró en el pasado, recordando al presente su condición de producto de una catástrofe anterior, del pasado entendido como catástrofe. La literatura postdictatorial tendría así una vocación intempestiva en el sentido nietzscheano, “actuando contra nuestro tiempo y por tanto sobre nuestro tiempo y, se espera, en beneficio de un tiempo venidero”.[292] En el mismo mercado que somete el pasado a la inmediatez del presente, la literatura doliente buscará esos fragmentos y ruinas - rastros de la operación sustitutiva del mercado - que pueden activar la irrupción intempestiva del pasado en el presente: irrupción que recuerda a la actualidad su fundamento, su anclaje en lo inactual.
El imperativo del duelo es el imperativo postdictatorial por excelencia. Nutriéndose de un recuerdo enlutado que intenta superar el trauma ocasionado por las dictaduras, la literatura postdictatorial lleva consigo las semillas de una energía mesiánica que, como el ángel benjaminiano de la historia, mira hacia el pasado, a la pila de escombros, ruinas y derrotas, en un esfuerzo por redimirlos, mientras es empujado hacia adelante por las fuerzas del “progreso” y la “modernización”. Se trata aquí de establecer una relación salvífica con un objeto irrevocablemente perdido, un compromiso que no puede hacer más que intentar ponerse perpetuamente al día con su propia inadecuación, conciente de que todo testimonio es una construcción retrospectiva que debe elaborar su legitimidad discursivamente, en medio de una guerra lingüística en que la voz más poderosa amenaza ser la del olvido. Por oposición a la temporalidad del mercado, en la que la producción de nuevos valores de uso debe poner al día, modernizar, o aun descartar las trazas del pasado, el duelo siempre incluye un momento de apego al pasado, de esperanza de salvarlo en tanto pasado. Para recordar la famosa dicotomía de Marx, el duelo no trabaja con valores de uso - un epitafio o un monumento fúnebre no tienen utilidad, se encuentran fuera de toda posibilidad de uso. Asimismo, en el duelo necesariamente se incluirá un momento de suspensión del valor de cambio, pues el objeto del duelo se afirma invariablemente como único, singular, resistente a toda transacción, sustitución o intercambio.[293] De ahí la afirmación de que en el trabajo del duelo los valores de uso e intercambio estarían suspendidos por una tercera forma de valor, que podríamos llamar valor de memoria; un anti-valor, sin duda, puesto que lo propio suyo sería precisamente sustraerse al intercambio.
No obstante, la oposición entre duelo e intercambio se podría complicar todavía más. Desde luego, el horizonte último del duelo no es sino una relación de intercambio: en un trabajo de duelo “exitoso” – cuya misma existencia está, obviamente, en cuestión - la libido reinvertiría en un nuevo objeto y lograría llevar a cabo esa operación metafórica por la cual el objeto perdido se subsumiría en el objeto substituto. El horizonte de perfección para el duelo sería, por lo tanto, una metafórica no muy diferente de la vicaria transparencia del mercado. Lo más propio del duelo, sin embargo, es resistir su propio logro, oponerse a su propia conclusión: “el duelo es esto, la historia de su rechazo”.[294] Es en este sentido, entonces, que se habla del carácter interminable del trabajo del duelo: el duelo siempre y necesariamente se plantea a sí mismo como una tarea irrealizable. Si nunca habrá incorporación del objeto perdido, si no habrá idealización del otro sin dejar atrás un residuo inasimilable, quedará siempre en el trabajo del duelo una dimensión irreductible a la operación metafórica que subyace al mercado.
En estado de memoria, de Tununa Mercado, [295] trata precisamente de esa dimensión de valor afectivo irreductible al intercambio. El texto narra una serie de acontecimientos vividos por Mercado desde su exilio en Francia (1967-1970) durante la dictadura del general Onganía en Argentina, y más tarde en México (1974-1986), durante el periodo pesadillesco de la dictadura de 1976-1983, hasta el regreso a Argentina tras la restauración de la democracia. El contexto de la narrativa de Mercado es el periodo más violento de la historia moderna de Argentina, al final del cual el número de muertes y desapariciones llegó a 30.000. Comenzando con la represión del movimiento obrero y las purgas de profesores progresistas en la universidad tras el golpe de 1966, seguido por el resurgimiento de la resistencia popular hacia 1969, la restauración efímera de la democracia en 1973 y el recrudecimiento de la violencia paramilitar que precedió al golpe de 1976, la cuestión del exilio fue central en la cultura argentina durante casi veinte años. Al contemplar la herencia de la dictadura tras la redemocratización, el país se vería forzado a enfrentarse con el duelo - como problema social - de un modo rara vez visto antes. Además de ser una sofisticada reflexión sobre el duelo y el trauma, En estado de memoria debe ser entendido como un acto de intervención política en este contexto.
El texto comienza con una escena escalofriante: un hombre llamado Cindal se retuerce de dolor en la sala de espera de un psicoanalista, proclamando a gritos que está “haciendo” una úlcera. El episodio de Cindal es una de las tantas somatizaciones de perturbaciones psíquicas que aparecen en el libro, y que barajan las fronteras que separan el dolor físico del psíquico. La respuesta del médico ilustra la relación entre la experiencia y los cuerpos de saber establecidos. Cindal no tenía una cita, y aunque otros pacientes en la sala estaban dispuestos a cederle su tiempo, el doctor insiste en no recibirlo, aun después de que Cindal suplica por la humillación suprema: “¡Por favor, la internación!” (8). Michel Foucault nos recuerda que la clínica moderna surge cuando el síntoma comienza a significar la enfermedad sin residuos, es decir, cuando ésta pasa a ser isomórficamente metaforizable en aquél. El ser de la enfermedad podía ahora ser afirmado en su verdad; la soberanía de la conciencia médica había transformado el síntoma en un signo, en un proceso que no es, innecesario es decirlo, desprovisto de violencia: “pero mirar para saber, mostrar para enseñar, ¿no es esto una forma tácita de violencia, más abusiva aun por su silencio, sobre un cuerpo enfermo que pide ser consolado, no mostrado? ¿Puede el dolor ser un espectáculo?” [296] La esperanza del alivio lleva a un ofrecimiento del propio cuerpo como signo legible. Cindal anuncia una serie de gestos repetidos más tarde por la voz narradora del texto,[297] que recibe su primera lección sobre el papel del silencio dentro de las estructuras del poder / saber: “con el tiempo se ha ido perfeccionando ese silencio analítico hasta ser de ultratumba para quienes buscan respuestas inmediatas a su desesperación. Cindal se ahorcó esa misma noche” (8).
En estado de memoria pasa entonces a relatar una “dependencia con médicos de toda laya, incluidos los dentistas, los ginecólogos y, sobre todo, los curanderos de la más variada especie: santeros, chamanas y 'maestras'“ (12). En este grupo el psicoanálisis no es meramente una práctica entre otras; la imposibilidad de establecer una escena analítica duradera es decisiva:
En términos terapéuticos estrictos, el psicoanálisis siempre me fue escatimado. Nunca, a decir verdad, pude recurrir a un tratamiento clínico individual en el que ofreciera, horizontal, los materiales de mi inconsciente; siempre, por razones económicas, tuve que estar en terapias de grupo, en las que sin mayor esfuerzo logré escamotear a los ojos de mis compañeros, y tal vez a la sagacidad del psiquiatra, mi angustia y mi vulnerabilidad (11).
Más allá de la sofisticación teórica, la diferencia entre el psicoanálisis y todas las otras prácticas terapéuticas a que se somete ella reside en esta relación individual, prerrequisito del viaje que distingue el psicoanálisis: la transferencia. Toda la narrativa se ancla en los problemas enmarcados por las nociones de transferencia, de traducción, delegación y sustitución.[298] Ya al principio ella menciona “la inmensa capacidad de transferir que me caracteriza” (11-2). En una serie de hechos se ve forzada a ocupar la posición de sustituta, por ejemplo en su labor de escritora fantasma, que compone textos luego firmados por otros: escribiente reducida a “fantasma tutelar sobre la frase ajena” (25). Ella tiene también una larga trayectoria de heredar ropas de otros, metáfora definitiva de su carácter vicario.[299] Recibe, “en herencia o como recuerdo la ropa de algún amigo o amiga que acaba de morir” (52), y estas ropas llevan en sí a esos amigos, como si la ropa se hubiera convertido en el locus privilegiado de permanencia de los muertos. Puesto que estas piezas de ropa todavía, de cierto modo, pertenecen a los muertos, “una no se atreve a tirarlas ni a regalarlas” (53), lo que causa en ella una interrupción de la transferencia, emblematizada en la imagen de ropas que cuelgan, para siempre inútiles, en un armario del cual uno tiene miedo de sacarlas.
Al leer En estado de memoria se tiene la sensación de que el psicoanálisis podría haber sido el espacio en que todos estos callejones sin salida se teorizarían, pero por razones económicas, por pura incompetencia de ciertos analistas, o por un silencio aplastador que la sobrecoge en la única vez en que se le presenta la ocasión, la transferencia sigue siendo un símbolo narrativo de lo perdido, más que una estrategia terapéutica. En un episodio que tiene lugar tras su llegada al exilio francés, ella pone sus esperanzas en una carta que un psicoanalista argentino había prometido enviar a una colega suiza, localizada sólo a una hora de su hogar temporario en Besançon. La carta le hace decir: “esa suposición de que yo podía tener una existencia como caso me tranquilizó” (13). En el texto de Mercado el proceso de conferirle al otro esa posición de saber - un saber formalizado en el que ella podría tener una existencia como caso - se hace central: el conocimiento específico que lo llena a cada momento es aquí cosa de poca monta. Tratamientos por drogas o terapias de autoayuda, homeopatía, trabajos de grupo o incluso el psicoanálisis no son más que formas diferentes en que esta falta fundamental es objetivizada en un sujeto supuesto saber. Lo que diferencia al psicoanálisis es, naturalmente, su conciencia de que este proceso de transferencia es la puesta en escena misma de la verdad del inconsciente.[300] Pero en En estado de memoria el sujeto tiene que llegar a ese conocimiento a través de otros medios, y gran parte de su transformación tiene que ver con cómo transfiere ese sujeto supuesto saber, de estos casos externos a su propia práctica de la escritura. Para cuando completa el ciclo, ella todavía no sabe, y otro sabe en su lugar. Su trayectoria no conduce a ninguna reconciliación armoniosa con la verdad de su inconsciente, sino que concluye con la emergencia de una práctica - la escritura misma - en la que su ignorancia puede ser articulada. El momento análogo al momento psicoanalítico de ruptura de la transferencia - ese momento en que el sujeto reconoce que el Otro tampoco es pleno - tiene lugar en el texto cuando la escritura se afirma como el teatro privilegiado del inconsciente.
En estado de memoria es un relato en el que el único aprendizaje reside en el abrazo de esa ignorancia. Un momento crucial tiene lugar a su regreso a Argentina, cuando pide ayuda a una vieja amiga que ahora tenía un “tinglado terapéutico con psicoanálisis freudiano, budismo Zen y camino Tao” (59). Pronto se da cuenta de que ella y la pseudoshamán hablan lenguas completamente diferentes:
Empezó a ordenar, como quien clasifica anuncios del periódico, una lista de “oportunidades” laborales, no sin antes preguntarme, con un tono misterioso y cómplice, pretendiendo que yo le revelase una suerte de vicio oculto, 'qué quería realmente hacer en la Argentina, qué era lo que más me interesaba, inquietaba, incitaba, pero de verdad', dijo 'qué es lo que quieres hacer', marcando de tal modo la pregunta que no podía quedar duda de su gravedad . . . Con esfuerzo y luego de una inmersión en mi alma como ante un confesionario, dije que lo que a mí me interesaba era escribir, 'fundamentalmente escribir', dije, sintiéndome desdichada y miserable, queriendo huir cuanto antes . . .No era otro mi deseo: 'escribir', había dicho yo con la inflexión de quien se hace perdonar por una falta; 'escribir', dije en un susurro, y parece que eso la sobresaltó; escribir no se parece en nada a una decisión laboral, pero ella quiso llevarme a un terreno pragmático hablándome de gente que preparaba textos para campañas de publicidad, de promotores de artistas que trabajaban para dealers (así lo dijo). Yo no entendía. ¿Cómo era posible que sólo hubiera podido llevarla, con mi confesión, a semejantes hipótesis sobre mi persona? (60-1)
Esta es la primera vez que ella se enfrenta con ese tipo especial de tratamiento postdictatorial, consolador y tranquilizador, ese típico fenómeno de la postcatástrofe, encarnado en la retórica de la auto-ayuda y la adaptación.[301] Al individualizar todos los problemas como asuntos de logro personal, al crear sujetos bien programados que intervienen en la polis como mucho como consumidores, el discurso de la adaptación separa la política de la experiencia e impone una aceptación consoladora del nuevo orden mercantil. “Preguntarle a alguien si se adapta es un lugar común de toda una clase social que busca tranquilizarse” (129). Es durante la búsqueda de una alternativa a esta psicología adaptativa y conformista que su escritura se abre a la insistencia del inconsciente, representado aquí por la insistencia del duelo irresuelto.
El enfrentamiento con el inconsciente político argentino reciente incluye una crítica a ciertas mitologías de identidad que florecieron durante el exilio:
El apego al país que habíamos dejado condicionó la vida de todos nosotros, hubo incluso gente que no pudo sobrellevar la suma de pérdidas; que se pasaba el día pensando en su barrio, idealizando prácticas que no se veía muy bien por qué habrían de ser consideradas paradigmáticas de un paraíso perdido; la sustancia argentina que se extrañaba aparecía encarnada en mitologías de escaso interés. Vista ahora . . . la “iconografía” aquella y los pequeños cultos a objetos que rigieron las fantasías de entonces, juzgados más allá de las emociones, resultan un patrimonio insignificante, sin valor intelectual o imaginario.(33)
El texto revela la falacia fundamental de toda retórica identitaria al relatar la situación de un número de exiliados que mitificaban un ser argentino y se aferraban a íconos nacionales mientras estaban lejos de casa, para luego quejarse, después del regreso, de que las maravillosas tortillas y chilis mexicanos no se podían encontrar en Buenos Aires. Las facetas más ideológicas del exilio coagulan en estos fetiches de una identidad por definición alienada. Estos pequeños objetos, insignificantes en sí mismos, surgen como ficciones sustitutivas y compensatorias de una práctica política ya no disponible. “La reproducción del vacío era el estado propio del exilio” (109). Lo que distingue a En estado de memoria es su insistencia en hacer duelo por este vacío - al incorporarlo reflexiva y simbólicamente en su horizonte crítico - en lugar de simplemente proveer un sustituto tranquilizador para rellenar la ausencia dejada por la derrota.
La experiencia del exilio se vive aquí como algo que parece no ocupar un lugar específico en el tiempo, como si se situara en un intermedio vaciado que no deja trazas: “el tiempo sucede más allá, en otro sitio, se lo oye transcurrir en los silencios de la noche, pero se lo aparta, no se lo quiere percibir porque se supone que el destierro va a terminar, que se trata de un paréntesis que no cuenta en ningún devenir . . . Provisorio, el tiempo va de semana a semana, en un tren de altos sucesivos” (29). Este paréntesis resulta ser ilusorio, ya que el tiempo sí ha pasado. Su peso, sin embargo, sólo se siente retrospectivamente, tras el regreso, emergiendo como pérdida tardíamente percibida. Tal percepción retrospectiva de la acción destructiva del tiempo fuerza a muchos exiliados a una narrativización espúrea de algo que no puede ser narrativizado. Para usar la expresión de Benjamin, “se desgastan con la puta 'Érase una vez’ en el burdel del historicismo” para amortiguar el impacto angustioso del pasado[302]. Hablando de la intolerable pregunta “¿ya te has adaptado?”, Mercado afirma:
La pregunta es anodina, pero pocas veces se tiene la fuerza de rebatirla con un exabrupto o una negativa a responderla, y todos los exiliados . . . hemos tenido que empezar por decir: “Bueno, al principio yo y los míos, etcétera, etcétera...”, dividiendo en franjas temporales un desarrollo que, por su dramatismo, no admitía recortes. Y cada cual hacía su cuento: había un antes, de integración deficiente, y luego una mejoría. (130)
Mercado expone aquí la función pacificadora de un historicismo anclado en una narrativa de mejora progresiva que deja implícita la certeza de que “habrá, pues, un tiempo futuro de adaptación en el que todo se ordenará de manera satisfactoria” (130). Manteniéndose en guardia contra una narcótica creeencia en el progreso que sólo puede generar un optimismo paralizante, Mercado llega a un callejón sin salida: si la resolución del duelo depende de la elaboración de una narrativa, ¿qué hacer cuando todos los modelos narrativos se apoyan en la premisa de una resolución progresiva de los conflictos que no puede sino reprimir y silenciar el trabajo del duelo?
El desafío para ella es ofrecer su melancolía crítica como antídoto contra el progresivismo optimista común a estas narrativas del exilio, al mismo tiempo impidiendo que esa melancolía degenere en discurso meramente apocalíptico. El rechazo a todo progresivismo e historicismo al tratar con el pasado, y el rechazo a lo apocalíptico en su trato del futuro son, de hecho, dos caras de la misma moneda. Mercado se distancia de la narración gradualista del pasado, del “Érase una vez” y del “Una cosa lleva a la otra”, porque se mantiene abierta a todo lo que, en el pasado, fue silenciado por esa narrativa grandiosa: lo fragmentario, lo fracasado, lo contingente, lo extraño, lo aleatorio; es decir, las trazas de lo que fue derrotado en el pasado. Y es la expectativa activada por estos elementos, la exigencia de restitución que emana de ellos, lo que impide que el futuro se congele en un apocalipsis escatológico - la otra tentación para la literatura postdictatorial, paralela a la satisfecha adaptación al presente. Lo inesperado, lo absolutamente otro que mueve la escritura de Mercado - la expectativa pesimista de la angosta apertura de la puerta por la que el Mesías benjaminiano podría en cualquier momento adentrarse - no puede ser domado por ninguna narrativa finalista. Mientras que su relación con el pasado intenta hacer justicia a lo que no encaja en el modelo progresivista del historicismo, su relación con el futuro toma la forma de una expectativa que no se puede domesticar en un telos, un gesto hacia lo que aún está por venir que se niega a confinarse en un contenido predeterminado, ya sea la salvación o la condena. En palabras de Mercado, “prever los desenlaces configura también una neurosis de destino” (73). Escapar a esa neurosis sería vislumbrar un futuro que pudiera representar un afuera radical, más allá de toda certeza redentora o apocalíptica: un futuro que permaneciera como una pura promesa abierta.
En el texto de Mercado el pasado a menudo se encarna en objetos sin vida, separados de la utilidad que un día tuvieron, guardados en contenedores siempre provisorios, acumulando en sí una carga espectral:
Los abrí [los baúles] a mi regreso a la Argentina. Muchas semanas después comencé a sentir los efectos de ese acto: pesadillas, sensación de vaciamiento, vértigos; los mensajes que recibía al abrirlos poco a poco comenzaban a segregar dosis de angustia. Digo que eran los baúles, porque el inconsciente trabajó sin parar y cobró la forma, si así puede decirse, de una caverna de la especie humana, con fondos y trasfondos que se hurtaban a la conciencia jugándole pasadas mortíferas; presa de los sentimientos más primarios, que son de terror ante lo inesperado y también de terror ante lo vivido, me resistía, sin conseguirlo a la imagen que predominaba: una caja abierta que deja ver o salir una realidad pululante. (133-4)
Habría un carácter siniestro y extraño en los recuerdos que surgen de sus baúles y carpetas archivadas, llamadas “Recordatorio”, que catalogan experiencias relacionadas con los amigos asesinados por la dictadura.[303] Estos recuerdos son testigos del regreso unheimlich del pasado, en el preciso sentido freudiano: lo familiar, ya vivido y procesado por la conciencia, pero sólo traducible en reminiscencia a través de la activación de una dimensión perturbadora y traumática que escaparía a cualquier subsunción en esa misma conciencia. En estado de memoria retrata un modo de relacionarse con el pasado que está perennemente atrapado en esta paradoja: el pasado se ha vuelto citable, pero al precio de eludir la conciencia que intenta domarlo. Se retrata una cantidad inmensa de objetos, imágenes, escritos y recuerdos que catalogan el pasado, pero mientras que el papel de este catálogo supuestamente sería aumentar la familiaridad del sujeto y su control sobre el pasado, la conciencia misma se nos aparece como un efecto de la pila desordenada de souvenirs. En un episodio posterior a su regreso a la Argentina, Mercado visita la escuela primaria en que había estudiado en Córdoba, melancólica como todas las escuelas vacías. El escenario activa el recuerdo de su primer día como estudiante, cuando llegó después de que todos los niños ya se habían puesto en fila para ir a clase. De pie, sola en el patio mientras los profesores intentaban sin éxito encontrar su nombre en las listas de la clase, ella sufre el terror de no pertenecer: “no estoy en las listas, y no ha sido esta condición ni enaltecedora ni degradatoria, ha sido simplemente estructurante” (137).
El caso más espectral de regreso del pasado tiene lugar en sus visitas obsesivas a la casa de Trotsky en México. Como el más fiero enemigo y víctima más ilustre de la desastrosa burocratización del estado obrero en la Unión Soviética, Trotsky aparece aquí como el emblema mismo de la derrota. Junto con su admirador, el también judío Walter Benjamin, Trotsky comprendió como nadie el estrechamiento de las opciones históricas a la dicotomía entre complicidad y fracaso. Rehusando hacer concesiones a la teoría pacificadora del “socialismo en un solo país” - el dogma religioso con que el stalinismo logró enterrar varias insurrecciones revolucionarias en la primera mitad del siglo - Trotsky se vio forzado a enfrentar una serie de fracasos, desde su exclusión del partido comunista en 1927, pasando por el exilio en 1929, una serie de visas negadas a lo largo de los treinta, y finalmente el asesinato a manos de un agente stalinista en México. La voz que narra En estado de memoria, víctima de similar derrota histórica, experimenta los poderes espectrales encarnados en la casa, esa capacidad de los muertos de regresar de un pasado fallido para interpelar al presente. El pasado espectral se repite en el presente, pero cada repetición produce un efecto de choque único: “hojeábamos los periódicos en distintas lenguas que anunciaban, en grandes titulares, el asesinato . . . leíamos como se lee a Shakespeare, sabiendo de antemano los desenlaces, pero con una intensa angustia, como si acabáramos de enterarnos de la noticia” (111). Sus visitas frecuentes a la casa, los rituales repetitivos, el regreso de fantasmas que no podían ser conjurados más que por una práctica política ahora perdida, todo contribuye a una somatización del fracaso histórico como pulsión de repetición. El drama aquí es que ella se ve forzada a resolver de forma individual un dilema por definición colectivo. La somatización se hace alegórica en el proceso onírico. Su hija de nueve años comienza a soñar “que no podemos salir de la casa de Trotsky . . . estábamos todos en la casa de Trotsky, con el perro, y que no podíamos salir, era el leitmotiv y, pensábamos entonces, antes de que el vértigo nos tragara, que la frase condensaba la historia y el destino de la izquierda en los últimos cuarenta años, nuestra historia y nuestro destino” (115). Atrapada dentro de la casa de Trotsky, atrapada en el destino y en la historia de Trotsky, incapaz de escapar del espectro de Trotsky exiliado, abandonado y apuñalado a muerte por la espalda, ella contempla sus derrotas históricas transformarse en materia de sueños sintomáticos en sus hijos, herederos del hato de desgracias legado por el pasado. Como todos los herederos, están en duelo, y como todos los herederos, son visitados por fantasmas. [304] La repetición toma aquí la forma de fantasma de un pasado que, inconjurable porque sólo la práctica colectiva lo podría exorcizar, se hereda en el presente como la carga misma de la historia.
Y es en la condición de heredera de otra derrota histórica, la de la guerra civil española, que la narradora de Mercado vive su experiencia más vicaria, un viaje a Asturias, en lugar de Ovidio Gondi, exiliado socialista que había llegado a México en 1939, a los ventisiete años. Él no había querido volver a España tras la muerte de Franco y ahora descubría que “no soportaría, física y mentalmente, el regreso a Asturias. En el mundo de los recuerdos, Asturias permanece como una especie de territorio mitológico” (79). Ella al principio cree que podría “regresar en su lugar y contarle todo lo que había visto; . . . devolverle algo de su historia” (81). Se trata aquí de una misión restitutiva que asume el acuerdo secreto entre las generaciones esclavizadas del pasado y el presente. Devolverle su pasado a Ovidio Gondi era una manera de enfrentarse con la catástrofe argentina. Ya en Asturias, el único amigo que le queda a Gondi la guía en una infructuosa búsqueda de conocidos, hasta que una mujer de unos setenta años, impecablemente enlutada, reconoce el nombre y desentierra recuerdos de activistas, inclusive su esposo, ejecutados por el ejército fascista: “lo fusilaron tres años después de terminada la guerra, imagínese” (83). Al final muestra una foto vieja y amarillenta de un terreno baldío con una cruz sobre la cual se leía la palabra PAX: “En ese campo los fusilaron. Al mío lo cogieron con otros treinta y cinco, en los barcos, el 24 de junio . . . Al monumento le hizo el mismo Franco en los cincuenta” (84). Con la visita a Asturias ella comienza la lenta transición del regreso a su propia tierra. De nuevo, la narrativa progresa a través de sustituciones; esta vez, el papel sustituto del viaje se basa en un destino común a los exiliados españoles y argentinos, separados por cuarenta años, víctimas de dos diferentes giros de la rueda de la reacción.
Esa voluntad restitutiva debe combinar, por un lado, la convergencia entre la desolación pasada y la presente y, por otro, el Unheimlichkeit, la extrañeza de lo que parece ser más cercano. Hay un juego notable entre estos dos movimientos en el texto. La acumulación de derrotas populares a lo largo de la historia le habla como una alegórica figura familiar, mientras que los objetos del hogar que llevan la impronta de su experiencia reciente parecen desplazados, extraños, incapaces de llevar a cabo la misión restitutiva que se espera de ellos, la de atestiguar. La restitución, fuerza propulsora del texto, se paraliza, se bloquea, se mezcla inevitablemente con la más completa destitución: el esfuerzo restitutivo sólo se lleva a cabo cuando no se niega a aceptar y abrazar la destitución más absoluta. Tras el regreso del exilio, ella experimenta la total desintegración de su sentido de posesión, provocada por el perenne estado provisorio en que ha vivido. La sobrecoge una frase: “nada de lo que me rodea me pertenece. Y, en efecto, miraba los muebles, las camas, los libros, y tenía una comprensión clarísima e irrefutable de que nada de lo que había en la casa era mío” (118), aunque todo en la casa de hecho le pertenecía. Como en la apertura de los viejos baúles llenos de recuerdos, lo siniestro se manifiesta cuando lo familiar de repente comienza a ser habitado por lo extraño. Su deseo se encuentra escindido por esa dimensión unheimlich del recuerdo, como si sus posesiones hubieran sido simbólicamente arrancadas de su morada, extrañadas de ella. “Desposeída de esa lógica de la apropiación común a los humanos” (117), ella experimenta el vaciamiento del concepto mismo de lo propio, en los inseparables sentidos de identidad ontológica y de posesión económica.
En estado de memoria narra, entonces, la crisis epocal de lo propio. La incapacidad “de hacer mía la casa que ocupaba” (117) señala una imposibilidad fundamental de habitar que va más allá, incluso, del fenómeno más literal de pérdida de morada representado por el exilio. El exilio sería aquí una manifestación de una crisis epocal no resoluble con un mero “regreso a casa”. Si la misma naturaleza del habitar es, para tomar la reflexión heideggeriana, un “estar junto con las cosas”, una preservación que “protege cada cosa en su esencia,”[305] la ruptura de esa armonía con las cosas disuelve la fundación misma de la morada. La ausencia de una casa aparece, por tanto, no como un estado temporario en que el sujeto se encontraría divorciado de una morada aún reconocible en algún otro sitio; se trata más bien de una ruptura en el principio mismo de la morada, operativa no sólo en el presente, sino también retrospectivamente - alienándo al sujeto de su propio pasado, diseminando extrañeza en el pasado - y prolépticamente - impidiendo cualquier reconciliación utópica en el futuro. Ella debe, por lo tanto, aprender a lidiar con la ruptura de la morada como condición constitutiva, y no como una mera contingencia histórica. La cuestión del exilio, por muy crucial que sea, no es fundante respecto de la crisis de lo propio y la disolución de la morada, sino que es una manifestación particular de éstas.[306]
La cuestión de lo propio regresa en un capítulo titulado “Fenomenología”, en el que se relata la experiencia de una lectura colectiva de Hegel en México. En París ella había comprado la legendaria traducción y el largo comentario de Hyppolite, siguiendo la sugerencia de un amigo a quién había preguntado qué comprar con unos pocos francos y ante la posibilidad de no poder comprar otro libro en los próximos treinta años. Así comienza la odisea de lo que será después bautizado como “un viaje de treinta años” por la Fenomenología del espíritu:
Comenzamos a leer y a transitar los treinta años com mis amigos mexicanos. Leíamos la traducción francesa y de manera casi simultánea recurríamos a la versión castellana del Fondo de Cultura. Leíamos en dos libros e íbamos después al tercero, al de Hyppolite . . . Ninguno de los tres poseía ningún saber, éramos tan cándidos como imprevisiblemente astutos porque de pronto, sin tener competencia para asimilar el texto, cada uno por su lado creía entender todo.
El texto se nos escapaba y se nos entregaba con alternancias; había lecturas en las que entrábamos en él y salíamos de él como delfines en el mar, regocijándonos con estas inmersiones y acrobacias, convencidos de que asíamos la quintaesencia; pero a veces el fragmento elegido era como una roca de laderas inabordables por las que resbalábamos hasta caer en la estolidez y el vacío. La lectura era de otra cosa, era una especie de droga que nos remontaba y hacía volar; frase a frase agarrábamos materialmente las palabras y no sé por qué extraño poder esas palabras, más allá del concepto, asidas en su puro decir, nos producían una profunda congoja. En esas tardes pasábamos de un desfiladero a otro de la gran roca y la sustancia que palpábamos era el dolor del descubrimiento. No habremos traspuesto las primeras cincuenta páginas de la Fenomenología, sin contar las remisiones a Hyppolite, pero tengo la impresión de que esas sesiones fueron ceremonias a nuestra medida de una intensa revelación del Espíritu, una epifanía “filosófica” luego de la cual pudimos llegar, de una manera irrepetible, al conocimiento, a un conocimiento (144).
Es muy apropiado que sea la Fenomenología de Hegel el texto que la tiene ocupada en el exilio, periodo durante el cual teje y cose más que lee o escribe. Su experiencia de lectura resume el principio hegeliano de agarrar la verdad en el corazón mismo del error. En su situación, así como en el trabajo de lo negativo en Hegel, “la vida del Espíritu no es una vida que se encoge ante la muerte y se mantiene intocada por la devastación, sino aquélla que las soporta y se sostiene en ellas.”[307] En cierto sentido, En estado de memoria narra la lucha por superar la separación entre verdad y saber que funda la escena fenomenológica. Tal superación, como en la fenomenología de Hegel, sólo tiene lugar una vez que ella llega a percibir lo que sucede fuera de ella como un momento de su propia esencia, es decir, para usar la terminología de Hegel, cuando la sustancia pasa a ser también sujeto. Desde luego, esa incorporación de lo exterior en lo interior, esa digestión que es el movimiento mismo de la dialéctica, se encuentra interrumpido en el texto. El abandono de la Fenomenología por el grupo en la página cincuenta es así otra señal de que el viaje del Espíritu, el gran Bildungsroman que, se podría afirmar, es el equivalente literario de la obra maestra de Hegel, no puede ya incorporar lo que se le resiste. Obviamente, esto no se debe a una supuesta incompetencia de los lectores, sino más bien a un cambio fundamental en la relación con los objetos de conocimiento. Si la experiencia [Erfahrung] en Hegel es el “movimiento dialéctico ejercido por la conciencia sobre sí misma, así como sobre su saber y su objeto”[308] la experiencia en Mercado ha sido reducida a una esquizofrénica lectura grupal de la Fenomenología, en la que tal dialéctica se encuentra paralizada, congelada por la separación irreconciliable entre la conciencia y el mundo de los objetos: éste está sujeto a un orden que desafía la posibilidad misma de comprensión por la conciencia. Si desde la Fenomenología se necesita “quedar convencido de que es la naturaleza de la verdad instalarse [durchzudringen] cuando su hora ha llegado,”[309] esta afirmación para Hegel no revela una simple profesión de fe en la filosofía, marginal al método elaborado en el texto; se trata más bien del corazón mismo de este método, la expresión de su necesidad. Para el sujeto del texto de Mercado no está dada la posibilidad de creer que la naturaleza de la verdad sería prevalecer cuando su hora ha llegado. Como en la lectura adorniana de un mundo que ha conocido Auschwitz, la vocación de la verdad ya no es prevalecer a tiempo, sino más bien la de ser perennemente pospuesta, la de estar irrevocablemente deseganchada de su presente. Esta fisura, siempre restaurada y recuperada por la dialéctica, se ha vuelto insuperable en el texto, y se ha convertido en el único locus que el sujeto puede ocupar. La constitución del sujeto en En estado de memoria tiene así lugar en el fracaso de la empresa fenomenológica, un fracaso que, lejos de ser accidental, es la expresión misma de la catástrofe, la manifestación del duelo irresuelto de la postdictadura.
La constitución del sujeto en el texto de Mercado ocurre así en un lugar marcado por un no saber. Llevada a comparar el acto de leer / escribir con el de tejer, ella encuentra una similaridad en la soledad exigida por ambos. Sin embargo, “en el recinto de lo textil hay una suerte de felicidad del no-ser y del no-estar, mientras que en el de lo textual . . . sólo se recoge desventura; y no desventura como un sentimiento personal, sino como expresión de una desnudez fundamental: no saber, no poder llenar el vacío, no abarcar lo universal” (146). De nuevo la escritura se convierte en emblema de la frustración del viaje fenomenológico. En cierto sentido, el fracaso de la lectura de Hegel representa para ella el comienzo de la escritura como la única práctica coextensiva a su destitución: uno escribe para experimentar la imposibilidad de llenar el vacío y abarcar lo universal. De una forma bastante retorcida se confirma a Hegel: se agarra la verdad en el corazón mismo del error. En su estado, la impotencia en agarrar la verdad sería la única forma posible de manifestación de la verdad. La imposibilidad de “abarcar lo universal”, de concluir el viaje fenomenológico, es el prerrequisito para la emergencia de una verdad sólo articulable por la escritura. Su entendimiento de “la desventura de la escritura”, su abrazo y aceptación de ella, ya contiene la totalidad de la lección de Hegel, como si no comprender el sentido de la obra de Hegel, fracasar al intentar leerla, fuera hoy -- tras Auschwitz, tras la catástrofe dictatorial - la única forma posible de captarlo en su verdad; en otras palabras, la imposibilidad de hacer que la verdad prevalezca a tiempo sería la verdad fundamental de nuestros tiempos.
Las consecuencias de este doloroso (des)aprendizaje se manifiestan en los dos capítulos alegóricos localizados en el medio y el final del texto, titulados “Celdillas” y “El muro”. “Celdillas” ofrece una representación alegórica del inconsciente en que imágenes tradicionales de profundidad (la caverna, el río, niveles geológicos) dan lugar a una superficie perforada moldeada a imagen de una colmena. La narradora se ve tomada por “un deseo biológico irreprimible de morder . . . no de morder con dientes, sino con algún otro general dispositivo humano que no está situado en un lugar del cuerpo, sino en los espacios vagos de la llamada mente” (85). Este deseo surge del hecho de que todo su universo visual está ocupado por una línea de cavidades idénticas interconectadas y absorbentes, como una esponja o una colmena. Su desafío es comprender esta forma, a la que se refiere como “la superficie fundante perforada” (91). El “efecto celdilla”, síntoma de una patología que “se negaba a ser descrit[a] más allá o más acá de la metáfora” (88), la reduce “a un ser minúsculo y asediado” (91). En su delirio toma la imagen de la colmena dividida en celdillas como expresión de una crisis que afectaría a todos, y se siente decepcionada porque “no encontré a nadie que se hiciera eco de mi inquietud o que simpatizara con mi urgencia por entender lo que me pasaba” (88). La paranoia alucinatoria borra la línea entre lo literal y lo figurativo; ella reconoce en las celdillas la estructura misma de la realidad. Le producía una profunda ansiedad que “la superficie fundante perforada pudiese de pronto volverse persecutoria e incontrolable” (91). La figura anuncia una profunda ruptura en su producción de imágenes. Su única respuesta terapéutica a la patología es un intento gradual de sondear “alguna escena perdida que me pudiese haber configurado el síntoma” (92).
En esta búsqueda por “situar el momento en que la superficie de la celdilla recibe la marca siniestra” (93), ella encuentra una palabra en particular, “hacinamiento”, y una imagen, remisible a algunas fotografías de campos de concentración archivadas por sus padres: “Cuerpos amontonados y muertos; cuerpos alineados dentro de fosas, . . . entrañas de una cámara de gas expuestas en un corte transversal” (93). El doloroso análisis de los síntomas la lleva a la raíz de su melancolía: en el origen de su patología estaba la carga de los muertos sin duelo, cuyas muertes anónimas, absurdas y arbitrarias no pudieron ser simbolizadas y pasaron así a ser somatizadas a través de esa disminución del yo característica de la melancolía. [310] En este contexto, la imagen del Holocausto encarna la muerte sin entierro, muerte sin la posibilidad de duelo, muerte que envía a los vivos a un mundo habitado por fantasmas y espectros. El enfrentamiento con la “superficie fundante perforada” ofrece el marco de un síntoma que había aparecido antes en el texto, cuando ella había sido sobrecogida por la imagen de “muertos que entraban por mis ojos y salían por mi nuca” (41). La misión restitutiva del texto de Mercado sería, entonces, ofrecer un entierro simbólico a esos muertos: la escritura sería la práctica en la que se vislumbraría una posible resolución de este peso traumático.
Los muertos que no han sido enterrados, a los que se ha permitido quedarse alrededor de los vivos como fantasmas, no pueden ser objeto de duelo. Incumbe a los vivos restituir los muertos al reino de los muertos y liberarlos de la condición incierta de fantasmas sin nombre, irreconocibles. Para usar una expresión cara a Freud, su tarea sería transformar una repetición en un recuerdo.[311] La restitución de los muertos al reino de los muertos representaría una extroyección que, crucial para el trabajo del duelo, no puede, sin embargo, sino ser percibida por el sobreviviente como una traición. Para el enlutado un trabajo de duelo exitoso equivaldría a un segundo asesinato de los muertos. La transformación de la repetición compulsiva en recuerdo termina por no diferenciarse claramente, a los ojos del enlutado, de su sumersión en las aguas oscuras del olvido. Ella aprende que la reactivación de la memoria en la postdictadura no puede sino crear las condiciones para un olvido reflexivo y activo, y esto conduce, de nuevo, a la melancolía.[312]
De ahí la imposibilidad de identificarse el acto de reconocimiento del origen del síntoma, el núcleo traumático primario, con “curación”, sea cual fuere el status que asignemos a esa palabra. De hecho, la última frase del capítulo vacía cualquier conclusión eufórica respecto a la identificación de la marca siniestra: “Ese orden, instaurado por el terror repele y al mismo tiempo devora; si se lo elude, de cualquier modo triunfa, la cavidad gana la partida” (94). Cabrían entonces las preguntas: ¿de qué sirve ser capaz de identificar un proceso patológico que no puede ser invertido? ¿Por qué formular la tarea de la restitución cuando el orden del terror mantendrá a los muertos sin nombre y sin duelo? Una vez que todo ha sido hecho y dicho, ¿dónde nos deja En estado de memoria? ¿Hay un lugar para la afiramación en el texto? ¿Habría un duelo realizable afirmativamente, en cuanto afirmación?
El capítulo final, “El muro”, no contesta estas preguntas sin ambigüedad, pero apunta hacia una escena en que se podría repostularlas. Volviendo al estilo altamente alegórico de “Celdillas”, “El muro” presenta una cierta construcción espacial que superimpone un plano de la ciudad sobre el mapa de la melancolía del sujeto del texto. En un libro lleno de operaciones interesantes sobre la temporalidad, estos dos segmentos son verdaderos tratados sobre la espacialización de los afectos. En lugar de celdillas, el capítulo final presenta un muro ubicuo, inmenso y gris, un “manto alisado sobre la realidad” (181). Sabiendo que debe tarde o temprano enfentarse a este muro, comienza a contemplar el espacio que la separa de él: “la hondonada es ancha y profunda . . . dejando fuera de mi alcance un mundo misterioso” (182). Este mundo misterioso no es otra cosa que el exterior, la vida civil de la ciudad, separada de ella por la acción del muro. A tientas se mueve ella por la ciudad visitando cafés, viejos edificios y calles, pero en todas partes el muro se hace sentir a través de prohibiciones, fronteras, y zonas de no acceso, incluso si son “sólo psíquicas”.
El enfrentamiento con el muro no debe ser tomado, empero, como un conflicto en términos militares o militantes. Derrotar el muro postdictatorial, en el sentido de eliminarlo de algún modo para disfrutar de “libertad”, está fuera de cuestión para Tununa Mercado. El capítulo narra la fusión gradual del muro en el segundo plano, pero de nuevo aquí no hay motivos para euforia. Su “victoria” sobre el muro, descrita en la última escena, en que el muro subrepticiamente se desliza en una grieta, activa el proceso del duelo, comprendido como comienzo de la aceptación de la pérdida, un proceso hasta aquí paralizado en el texto. El muro representa así también el bloqueo represivo que suspendía el duelo y lo forzaba a permanecer sin resolución. No por casualidad, el momento de superar el muro coincide con una escena en la que ella entra en la escritura como palpando una realidad desconocida que ofrece obstáculos formidables: “Con caracteres pequeños, caligrafía desgarbada y desde el ángulo superior izquierdo empecé a escribir. La pluma rasgó la superficie y se adelantó, desde entonces, con un trazado incierto, produciendo pequeños cúmulos de textos . . . como si el terror a la superficie ilimitada la condicionara, fue creando zonas de reserva, señuelos de referencia a los que podría volver si se perdía” (196). En esa minúscula épica, en ese relato de la guerra entre un cuerpo y una enfermedad, se juega el destino de los afectos de la voz narrativa y de su presencia pública en la ciudad. La barrera represiva que proviene de su experiencia traumática ha sido levantada, aunque no destruida: “el muro . . . expuesto a una intemperie desconocida hasta entonces, constreñido por su foso y dominado por un prolongado sitio, se fue cayendo, literalmente, sobre la línea recta de su base; no se desmoronó arrojando cascotes como edificio de terremoto, sino que se filtró sobre su línea fundante, como un papel que se desliza vertical en una ranura” (196-7).
En estado de memoria sería así el prolegómeno a la narración de las condiciones de posibilidad de una escritura postcatástrofe. La verdadera historia no ha sido narrada. Siguiendo la negativa de Mercado a todo mecanismo sustitutivo o compensatorio y su decisión de no eludir el abismo de la melancolía, la escena final anuncia la escritura como el único locus desde el que se enfrentaría con la patología, más allá de la mera identificación del síntoma. Tal movimiento no sería un salto a la interioridad del sujeto, sino una reconexión decisiva con lo exterior. Lo que podría al principio parecer un texto altamente introspectivo termina con un gesto hacia un exterior innombrado y desconocido, única posibilidad de reactivación de la memoria subjetiva junto con un espacio de intervención en la polis. Tal exterior sería referible como lo absolutamente otro, es decir, esa alteridad que no es ya simplemente un disfraz para una repetición del núcleo traumático del pasado (en términos de Mercado un nuevo pliegue en la “superficie fundante perforada”), sino más bien una otredad irrepresentable por el presente, otro intempestivo, morada de una virtual memoria utópica, redimida. Lo absolutamente otro anunciado por la escritura, el hecho singular aún inimaginable, se afirma aquí como modo deseable de relación con el futuro, más allá de todos los acolchonamientos finalistas, teleológicos, apocalípticos e historicistas. En una aparente paradoja más, por lo tanto, En estado de memoria, texto obsesionado por el impacto del pasado - impacto cifrado en su título, que también obviamente alude a un estado presente, el estado (del) presente de las cosas - se revela como un texto totalmente orientado hacia el futuro. Más que preguntar qué futuro puede ser imaginado tras las dictaduras, sin embargo, pregunta por la modalidad en que otra relación con el futuro pueda establecerse. La pregunta permanece, en Mercado, una cuestión formal relacionada con la resolución del duelo.
En estado de memoria mira hacia el terreno en el que la sintomatología postdictatorial emerge, el dilema irresuelto del duelo, para sugerir que sólo el enfrentamiento con el duelo abrirá un espacio para la producción de deseos que no sean meros síntomas de la pérdida. El único locus de un deseo postdictatorial no aberrante sería entonces el suelo del que todas las aberraciones emergen, en hegeliana, final ironía en este texto tan poco hegeliano. Este suelo sería la necesidad fundacional, primaria, de que el duelo siga su curso o todos los deseos se volverán simplemente su propia sublimación represiva y compensatoria. En este sentido la postdictadura pone en escena tanto un deseo de duelo - el abrazo del duelo como la arena en que el destino del campo afectivo postdictatorial se jugaría - y un duelo por el deseo - la aceptación de la derrota de todos los deseos barridos por la dictadura. En estado de memoria presenta el argumento más enfático a favor del papel de la escritura en el logro de esta tarea: la escritura sería a la vez empresa solitaria y colectiva, personal y anónima, utópica y melancólica, de forma muy similar al duelo que anuncia, y sin la resolución del cual las sociedades postautoritarias podrían verse llevadas a un abismo depresivo sin precedentes, apenas enmascarado bajo el triunfante desfile neoliberal.
EPíLOGO
POSTDICTADURA Y POSMODERNIDAD
El mayor interés en la vida y el trabajo es convertirse en una persona diferente de la que uno era al principio. Si al comenzar un libro supiéramos lo que íbamos a decir al final, ¿piensas que tendríamos el valor de escribirlo? Lo que es cierto en la escritura y en las relaciones amorosas es también cierto en la vida. El juego vale la pena sólo en la medida en que no sabemos cómo terminará.
(Michel Foucault)[313]
A la vez que el epígrafe de Foucault que abre este epílogo me recuerda el método de composición de este libro como un todo, también evoca la pregunta fundamental que guía mi indagación acerca de la postdictadura: el problema del estatuto de la escritura literaria en la época de la decadencia definitiva de su relación con la experiencia. Mientras que gran parte del establishment crítico-literario ha migrado hacia otras comarcas - supuestamente dotadas de la relevancia social y experiencial que uno ve desvanecer en la literatura - o más bien se angustia con el futuro de su disciplina, intentando, preocupada y a menudo paranoicamente, defender fronteras disciplinarias, a mí me interesa volver a la noción nietzscheana que recorre este libro, la de lo intempestivo. Un acercamiento intempestivo a las derrotas recientes de la literatura se opondría tanto al intento de “adaptarse a las condiciones actuales” (acogiendo así objetos más acceptables para una polis tecnificada) así como a la defensa nostálgica y reactiva de lo que ha sido barrido por la tecnificación (en una palabra, el carácter aurático de lo literario). El crítico intempestivo nunca toma el presente como algo dado a lo que habría que adaptarse, es decir, nunca se trata, para él, de intentar preservar un rincón protegido en la configuración presente de las cosas. Intempestiva sería la insistencia en un desacuerdo radical con el presente que trataría de mantener la apertura absoluta del futuro, su naturaleza inimaginable e irrepresentable, a la vez que se pone el presente en crisis. Por tanto, en lugar de “ajustarse a los nuevos tiempos” y buscar una posición teórica, un vocabulario o un conjunto de líneas maestras que pudieran asignarle a la literatura un rincón satisfecho en la actual división del trabajo intelectual - poniéndola así “al día” con las exigencias impuestas por la tecnificación - cabría quizá insistir en la reflexión sobre las condiciones de posibilidad del mismo carácter intempestivo, discordante, de la literatura en el mercado actual.
Sería aquí que la postmodernidad latinoamericana se encuentra con la postdictadura: “postmodernidad,” en su sentido más riguroso, jamesoniano, alude al momento de colonización completa del planeta por el capital trasnacional, de tal modo que incluso aquellos puntos arquimedianos no reificados - la naturaleza o el inconsciente - han sido ahora tragados por la máquina del capital. Este horizonte epocal puede ser filosóficamente definido, como se trató de argumentar en el segundo capítulo, como una caída en la pura inmanencia, en la medida en que la postmodernidad sintomatiza la desaparición de todos los tradicionales puntos de anclaje que permitían que la dispersión de los hechos, la bruta facticidad de la experiencia, fueran alzados a una trascendencia conceptual y pensados como totalidad positiva. Con la completa colonización del planeta y la eliminación de toda coexistencia de modos de producción, la comprensión misma del presente como realidad histórica, relativa y cambiable se ha vuelto problemática. No es otra cosa lo que Jameson tiene en mente cuando habla de la “decadencia [waning] del sentido de la historia” en la postmodernidad. Nada se parece tanto a la naturaleza como el capitalismo tardío, precisamente el sistema social que la ha abolido de una vez por todas.
En América Latina la introducción de esta nueva etapa del capital fue precisamente el papel epocal que jugaron las dictaduras. De nuevo, vale la pena recordar la frase de Eduardo Galeano: se torturó al pueblo para que los precios pudieran ser libres. Si la función de las dictaduras fue la instalación de la etapa posmoderna del capital, la tarea de la escritura en las postdictaduras posmodernas será necesariamente distinta a la de las postdictaduras anteriores. El imperativo del duelo se impone ahora en un contexto en que la literatura se ha visto forzada a abandonar su papel modernamente privilegiado - la imaginación de una otredad no reificada, la redención de lo poético dentro del prosaísmo de la vida cotidiana alienada, el vislumbre de una epifanía redentora. La firma moderna, una vez singular e inconfundible, se disuelve ahora en el anonimato o es barajada en la multiplicidad de firmas apócrifas. La empresa misma de la literatura parece haber llegado, a partir de la crisis de esa relación constitutiva con el nombre propio que siempre le ha caracterizado, a una situación tendencial de guetoización irreversible. En este sentido, el duelo postdictatorial sería también un duelo por lo literario.
Al oscilar entre las posiciones de objeto y sujeto del duelo, la literatura postdictatorial se encuentra, entonces, perennemente al borde de la melancolía. En su sentido freudiano estricto, la distinción entre duelo y melancolía estriba en el locus de la pérdida, situada ya sea fuera del sujeto, ejerciendo en él un profundo impacto pero siendo al fin y al cabo comprensible como la pérdida que sufre uno de algo o alguien (duelo), o ubicua hasta el punto de incluir al sujeto doliente en la pérdida misma, de modo que desaparece la separación entre sujeto y objeto de la pérdida (melancolía). Varios de los libros analizados aquí muestran escenas en que se percibe (ya sea a través de un personaje, un narrador-protagonista, o del mismo autor implícito) que uno ya no puede escribir, que escribir ya no es posible, y que la única tarea que le queda a la escritura es hacerse cargo de esta imposibilidad. La pérdida con la cual la escritura intenta lidiar ha tragado, melancólicamente, a la escritura misma: el sujeto doliente que escribe se da cuenta de que él es parte de lo que ha sido disuelto. Esta percepción tiene lugar en ese espacio gris en que el duelo bordea con la melancolía. La melancolía emerge así de una variedad específica del duelo, de aquel duelo que ha cerrado un círculo que incluye al propio sujeto enlutado como objeto de la pérdida.
De ahí mi insistencia no sólo en el carácter alegórico de los textos analizados, sino también en la primacía epocal de la alegoría en la postdictadura. La alegoría es el tropo de lo imposible, ella necesariamente responde a una imposibilidad fundamental, un quiebre irrecuperable en la representación. Si una de nuestras premisas aquí es que la derrota histórica que representan los regímenes militares ha implicado también una derrota para la escritura literaria, se impone entonces la tarea de “hablar otramente” (allos-agoreuein). Este “hablar otro” no se entiende aquí sólo como una mera búsqueda de formas alternativas de habla, sino también el hablar del otro (en el doble sentido del genitivo), de responder a la llamada del otro. (En) la literatura postdictatorial habla al (el) otro. La alegorización tiene lugar cuando aquello que es más familiar se revela como otro, cuando lo más habitual se interpreta como ruina, cuando se desentierra la pila de catástrofes pasadas, hasta entonces ocultas bajo la tormenta llamada “progreso”. Los documentos culturales más familiares devienen alegóricos una vez que los referimos a la barbarie que yace en su origen.
En un momento en que las postdictaduras latinoamericanas se mueven hacia programas monetaristas de estabilización, la figura otrora totalizante del intelectual es reemplazada por el modesto y eficiente técnico, y los experimentos estéticos más arriesgados son empujados hacia el segundo plano por el culturalismo, la tendencia es clara hacia una represión y un olvido de los temas señalados aquí. Ello debería reforzar la naturaleza intempestiva de este libro pero además, de forma retorcida, contribuir a su potencial crítico, a su negatividad. Mientras el contexto socio-político evoluciona, los discursos que he señalado aquí se vuelven progresivamente ruinas alegóricas, de forma muy similar a los recuerdos de las pretéritas derrotas a las cuales aluden. La cadena de alegorización autorreflexiva, potencialmente infinita, no debe, como le gustaría a algunas versiones de un postmodernismo satisfecho consigo mismo, ser celebrada. Al contrario, la cadena deberá siempre ser detenida, interrumpida, y retrotraída a la desolación, a la miseria que la hace posible. Si ello no puede ser exactamente un programa afirmativo para nuestros tiempos, debe al menos servir como índice de la infinitud de una tarea política y ética.
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AGRADECIMIENTOS.
Este libro fue escrito originalmente en Estados Unidos, donde los agradecimientos son un género formulaico, congelado, protocolar, que pide deconstrucción. Como forma de adelantar esta tarea me pareció apropiado, en aquel entonces, vincular la gratitud y el duelo como dos máquinas restitutivas perennemente en desfase respecto a lo que intentan restituir. La pregunta era: ¿cómo restituir cuando aquello que se restituye pertenece al orden del afecto? El que expresa gratitud se encontraría en posición análoga al sujeto del duelo, ambos endeudados ante una tarea percibida como imperativa e imposible, ineluctable y la vez necesariamente fracasada. Tanto el sujeto de la gratitud como el sujeto del duelo estarían circunscritos por prácticas ritualizadas que exceden, y son excedidas por, el afecto que intentan traducir y expresar. Como requisito para la producción misma de sus libros, los que agradecen tuvieron que activamente olvidar los nombres propios que ahora traen de vuelta a la presencia. Los enlutados, a su vez, traen al otro de vuelta a la presencia como parte de una labor cuyo horizonte final sería el propio olvido activo. En esta dialéctica entre reminiscencia y olvido todo el trabajo del duelo, y todos los gestos de gratitud, encuentran su condición de posibilidad y su límite, Habría que mantener en mente aquí esta convergencia entre duelo y gratitud, en cuanto convergencia entre un recordar-para-olvidar y un olvidar-para-recordar, entre la imposibilidad de propiamente agradecer a todos estos nombres propios y la imposibilidad de propiamente hacer duelo por todos los nombres propios perdidos bajo dictadura.
La misma posibilidad de plantear tales cuestiones no existiría, no fuese por la colaboración generosa de cuatro nombres propios que quisiera recordar de manera muy especial: Alberto Moreiras, George Yúdice, Nelly Richard y Willy Thayer. A ellos mi gratitud infinita, por todo el diálogo a lo largo de esta última década. Recuerdo con alegría a los que me orientaron en los momentos iniciales de este trabajo: Fredric Jameson, Walter Mignolo, Michael Hardt y Teresa Vilarós. En Brasil, donde todo empezó, la colaboración de Ana Lúcia Gazzolla y Júlio Pinto fue absolutamente inestimable. Las varias versiones de este texto, en inglés y en castellano, contaron con muchos lectores generosos y agudos. Cito a John Kraniauskas, Julio Ramos, Ricardo Piglia, Silviano Santiago, Noé Jitrik, João Gilberto Noll, Tununa Mercado, Alan Pauls, Femando Reati, Joe Valente, Michael Bérubé, Janet Lyon, Horacio Legrás, Juan Poblete, Tatjana Gajic, Mark Healey, Jon Beasley-Murray, Francisco Foot Hardman, Christopher Dunn, Ronaid Sousa, Elena Delgado, Peggy Sharpe, Mauricio Parra, Dará Goldman y Paul Borgeson (in memoriam).
Los amigos chilenos me han brindado atención y cariño absolutamente irrestituibles: además de Nelly Richard y Willy Thayer, sin cuya ayuda este libro simplemente no existiría, dejo marcada la alegría y el honor de haber conocido a Pablo Oyarzún, y agradezco la atención de Diamela Eltit, la amistad genial, luminosa, de Federico Galende, la interlocución singular y bohemia de Sergio Parra, y el diálogo generoso de Sergio Rojas, Iván Trujillo, Felipe Victoriano, Osear Cabezas, Carlos Casanova, Elisabeth Collingwood, Carlos Pérez Villalobos, Marina Arrate, Raquel Olea, Guadalupe Santa Cruz y Miguel Vicuña. A Marisol Vera agradezco la acogida que le dio a este libro en la Editorial Cuarto Propio.
Entre las instituciones cuyos docentes y alumnos me regalaron comentarios inestimables acerca de este texto, quisiera citar, con cariño, la Universidad ARCIS en Santiago (y el “Diplomado en Critica Cultural” del proyecto de la Fundación Rockefeller sobre “Postdictadura y Transición democrática”), además de las Universidades Federales Fluminense, de Minas Gerais, Santa Catarina y Río de Janeiro, en Brasil, la Universidad Católica de Quito, y en EE.UU. las Universidades de Illinois, De Paul, Dickinson College, Yale y Tulane (particularmente a Maureen Shea y Eleuterio Santiago-Díaz). Doy gracias también a Jacqueline Candel, quien produjo, a partir del original inglés, la versión castellana inicial sobre la cual pasé a trabajar. A la Universidad de Illinois agradezco la beca que posibilitó a Jacqueline su labor traductora. Cuatro ciudades han dejado marcas indelebles en las experiencias que llevaron a este libro: Buenos Aires, Santiago, Nueva Orleans y Belo Horizonte. A estas urbes, también, mi gratitud.
[1] Friedrich Hölderlin, “Das Werden im Vergehen,” Werke. Briefe. Dokumente (Munich: Verlag, 1963), 540-1.
[2] Walter Benjamin, Ursprung des deutschen Trauerspiels, 1928, Gesammelte Schriften, ed. Rolf Tiedemann y Hermann Schwepenhäuser (Frankfurt a.M.: Suhrkamp Verlag, 1982), I-2, 289-90. En todo lo subsiguiente las citas de Benjamin se traducen desde esta edición. En esta cita en particular, la traducción es mía hasta “petrificado.” La segunda parte es una apropiación de la versión de Pablo Oyarzún, citada en su “Sobre el concepto benjaminiano de traducción”, Seminarios de Filosofía 6 (1993): 88-9. También se citará aquí “Sobre el concepto de historia” en la luminosa traducción de Oyarzún al castellano. La dialéctica en suspenso: Fragmentos sobre la historia. Trad., intro. y notas de Pablo Oyarzún (Santiago: ARCIS-LOM, s.d.). 45-68.
[3] Benjamin, Ursprung, 312.
[4] Johann Wolfgang Goethe, Maximen und Reflexionen, Sämtliche Werke, vol. 17 (Munich: Carl Hanser, 1991), 767.
[5] G.W.F. Hegel, Vorlesungen über die ästhetik I, Werke in zwanzig Bänden, vol. 13 (Frankfurt am Main: Suhrkamp, 1970), 512. Pese a las condenaciones de Hegel a la alegoría, habría que considerar seriamente el argumento de que la propia filosofía de la historia de Hegel opera alegórica y no simbólicamente. Véase Timothy Bahti, Allegories of History: Literary Historiography After Hegel (Baltimore y Londres: Johns Hopkins UP, 1992).
[6] Hegel, 513.
[7] “Una alegoría no es sino una traducción de nociones abstractas en un lenguaje pictórico, lo cual no es en sí sino una abstracción de los objetos de los sentidos, siendo el ser principal incluso menos valioso que su representación fantásmica [proxy phantom], ambos insustanciales, y el primero además amorfo. Por otro lado un símbolo... se caracteriza por un translucimiento [translucence] de lo especial en lo individual, o de lo general en lo especial, o de lo universal en lo general; sobre todo por el translucimiento de lo eterno a través de y en lo temporal”. Ver The Statesman’s Manual, ed. W.G.T. Shedd (Nueva York, 1875), 437-8. Citado en Angus Fletcher, Allegory: The Theory of a Symbolic Mode (Ithaca y Londres: Cornell UP, 1964), 16.
[8] Walter Benjamin, Passagen-Werk, ed. Rolf Tiedemann, G.S. V-1 y V-2, pp. 11-1350. Para la traducción de las citas del Passagen también he hecho uso de la versión francesa: Paris, capitale du XIXe siècle: le livre des passages, trad. Jean Lacoste (París: Cerf, 1989).
[9] Benjamin, Ursprung, 339.
[10] Benedetto Croce, La poesia: Introduzione alla critica e storia della poesia e della letteratura, 4a. edición (Bari: Gius. Laterza & Figli, 1946), 222.
[11] Benjamin, Ursprung, 342.
[12] Nicolas Abraham y Maria Torok, Cryptonymie: Le verbier de l’homme aux loups, prefacio de Jacques Derrida, (París: Aubier-Flammarion, 1976).
[13] El balance del caso del hombre de los lobos nos lo ofrece un perplejo Freud en Aus der Geschichte einer infantilen Neurose, 1918, Gesammelte Schriften, Vol.8 (Leipzig, Viena y Zurich: Internationaler Psychoanalytischer Verlag, 1924). En lo sucesivo todas las referencias a Freud se remiten a esta edición.
[14] Laurence A. Rickels, Aberrations of Mourning: Writing on German Crypts (Detroit: Wayne State UP, 1988), 5.
[15] Abraham y Torok, Cryptonymie, 121.
[16] Nicolas Abraham y Maria Torok, “Deuil ou Mélacholie, Introjecter-Incorporer,” L’Écorce et le noyau (París: Aubier-Flammarion, 1978), 261. Cursivas en el original.
[17] Es decir, bastante más atentos a la mediación tropológica que el Freud de "Duelo y melancolía" permitiría pensar. En otras palabras, la distinción entre introyección e incorporación sería también, hay que decirlo, un golpe en la creencia romantico-cientificista de cierto Freud, demasiado seguro, por ejemplo, de la pureza de la distinción entre lo normal del duelo y lo patológico de la melancolía. Desde la perspectiva que adelantamos aquí, cualquier creencia ciega en la estabilidad de tal dicotomía sería, ella misma, una patología postdictatorial.
[18] Ricardo Piglia, Crítica y ficción, 2a edición (Buenos Aires: Siglo XX y Universidad Nacional del Litoral, 1993), 158-9.
[19] Lo intempestivo (unzeitgemäß), término nietzscheano central en este libro, designa aquello que se mueve contra el tejido del presente, “actuando contra nuestro tiempo y por tanto sobre nuestro tiempo y, se espera, en beneficio de un tiempo venidero”. Friedrich Nietzsche, “Vom Nutzen und Nachtheil der Historie für Leben,” Unzeitgemäße Betrachtungen, 1874, Vol. 1., 247. Como en todas las referencias subsiguientes a Nietzsche, remitimos a Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe in 15 Bänden, ed. Giorgio Collin y Mazzino Montinari (Berlín y Munich: Walter de Gruyter y Deutscher Taschenbuch Verlag, 1967-77).
[20] “Afecto” se relaciona etimológicamente con el latín facere (hacer). Affectus, la forma pretérita de afficere (influir, atacar) se forma a partir de ad (a, hacia) + facere. Affectare, en latín, tiene no sólo el sentido de “producir un efecto”, sino también “perseguir, buscar”. La etimología, sin duda, resuena en la teoría spinoziana de los afectos, que a su vez informa una noción inmanentista de deseo como la de Gilles Deleuze: “El deseo es... un proceso, más que una génesis o estructura; es afecto, más que sentimiento”. “Désire et plaisir”, Magazine Littéraire 325 (1994), 63. Las elaboraciones de Spinoza sobre la inmanencia del afecto se encuentran en la Ética III (“Del origen y naturaleza de los afectos”) y Ética IV (“De la servidumbre humana o las fuerzas de los afectos”). Recuérdese la comprensión spinoziana de “la esencia de la cosa” como “esfuerzo por el cual la todas las cosas tienden a perseverar en su ser”, es decir, reproduzir, repetir el diseño de su inmanencia.
[21] John Beverley, Against Literature (Minneapolis y Londres: Minnesota UP, 1993), 98. La narrativa de Beverley depende de varias traducciones que exigen un cuestionamiento más estricto, especialmente la que iguala lo letrado a lo literario: “Tomás en la novela de Cervantes es un letrado o ‘hombre de letras,’ lo que en la práctica significa tanto un egresado de la universidad - un licenciado - y, como el mismo nombre lo sugiere, un sujeto casi siempre masculino formado por la literatura y en cierto modo también formado para la literatura (en el español del Renacimiento, letras)” (29). Tal ecuación (entre “literatura” y letras en el “español del Renacimiento”) es suficientemente novedosa como para hacer que el lector espere una prueba de lo que la autoriza. Pues si Beverley espera que una lectura del soneto XXIII de Garcilaso de la Vega - por más rigurosa y fiel al poema - como texto que “sublima y eternaliza su objeto [subject]” (36), demuestre que ya había una ideología de lo literario operando a principios del siglo XVI, entonces uno tiene que preguntarse qué ha pasado con la categoría de “literatura” en todo lo que la opone a la retórica, poesía, épica, etc., es decir, una cierta conexión con la singularidad de una firma, una relación constitutiva con la propiedad en cuanto tal, un papel localizable en la separación de esferas sociales hacia el fin del siglo XVIII, etc. Si no se presta atención a esto, subsumir letras (o poesía, en el sentido que puede tener tal palabra en la episteme que subyace a la obra de Garcilaso) bajo el concepto moderno de literatura suena a falacia retrospectiva diseñada para justificar una ruptura supuestamente liberadora que se atribuye, a posteriori, al testimonio. Una historización más cuidadosa observaría que no sólo para Garcilaso alrededor del año 1520, sino incluso para Baltazar Gracián, más de un siglo más tarde, la “elocuencia y la buena escritura” que Beverley asocia con la “ideología de lo literario” (38) estaban rigurosamente circunscritas como retórica, y en consecuencia sólo subsumibles bajo la literatura, en el sentido moderno, de un modo altamente deformado. El problema es sin duda inmenso y volveré a él. Dos consideraciones importantes de la tesis de Beverley se pueden encontrar en Alberto Moreiras, “The Aura of Testimonio”, The “Real” Thing: Testimonial Discourse and Latin America, ed. George M. Gugelberger (Durham: Duke UP, 1996), donde se señala y desmonta la tropologización retrospectiva propia de cierta operación redentora del testimonio, y Neil Larsen, Reading North by South: On Latin American Literature, Culture and Politics (Minneapolis y Londres: U of Minnesota P, 1995), donde se muestra cómo la contracanonización del testimonio es la gran reafirmación de los valores modernizantes y esteticistas defendidos por el boom, dado que el vanguardismo del boom tendría allí una reivindicación exclusiva sobre lo literario en cuanto tal. Para un tratamiento atento de la historia de la categoría de letrado en Latinoamérica ver Angel Rama, La ciudad letrada (Hanover: Ediciones del Norte, 1984); para la genealogía más detallada de la noción de literatura en Hispanoamérica, a la cual volveré extensamente en este libro, ver Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y política en el siglo XIX (México: Siglo XXI, 1989).
[22] La primera cita es de “Postmodernism in the Periphery”, South Atlantic Quarterly 92 (1993), 554. Las otras dos son de “Testimonio and Postmodernism”, Latin American Perspectives 18 (1991), 20 y 26. En su trabajo más reciente Yúdice ha elaborado el estatuto de lo literario con formulaciones que desplazan la temática de la conciencia de manera productiva. En su crítica de Fuentes y Paz, Yúdice muestra cómo la discusión política sobre la identidad puede llevar a lo que yo llamaría una topología de fuerzas en la esfera pública, en la que la categoría de “conciencia liberada” estaría, presumiblemente, en cuestión. Ver su “Postmodernity and Transnational Capitalism, “ in On Edge: The Crisis of Contemporary Latin American Culture, ed. George Yúdice, Juan Flores y Jean Franco (Minneapolis y Londres: Minnesota UP, 1992), 11-5.
[23] Jean Franco, “Remapping Culture”, Latin American Literary Review 20 (1992), 40.
[24] Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana (Mexico: Joaquín Mortiz, 1969), 13.
[25] Fuentes, 14. Podemos ver la misma lógica en la siguiente afirmación: “Los de abajo, La sombra del caudillo y Si me han de matar mañana..., por encima y más allá de sus posibles defectos técnicos y a pesar de sus restos documentales, introdujeron una nota original en la novela hispanoamericana: introdujeron la ambigüedad” (13). Una vez más, la concepción de que la historia se despliega en una mejora gradual.
[26] Fuentes, 30 y 36.
[27] E. Rodríguez Monegal, Narradores de esta América, 2 vols. (Montevideo: Alfa, 1969), p. 10.
[28] Monegal, 11.
[29] Monegal, 41.
[30] Monegal, 11.
[31] Fuentes, 35.
[32] Sobre el concepto de formación discursiva, consúltese Michel Foucault, L’Archéologie du savoir (París: Gallimard, 1969), especialmente el capítulo sobre regularidades discursivas.
[33] Vargas Llosa, cit. en George R. Couthard “La pluralidad cultural”, en América Latina en su literatura, ed. César Fernández Moreno (México: Siglo XXI y Unesco, 1972), 71.
[34] Angel Rama, “El boom en perspectiva”, La crítica de la cultura en América Latina (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985), 293-6.
[35] Julio Cortázar, cit. en Rama, “El boom”, 273.
[36] B. Sarlo, “El campo intelectual: un espacio doblemente fracturado”, Represión y reconstrucción de una cultura: El caso argentino, ed. Saúl Sosnowski (Buenos Aires: Eudeba, 1988), 96.
[37] Desencuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y política en el siglo XIX (México: Fondo de Cultura Económica, 1989).
[38] Rama, “El boom”, 286. Borges cuenta cómo entró en la casa de su madre en 1930, jubiloso por la venta de 27 copias de uno de sus libros. Su madre replicó emocionada: “ventisiete libros es un número increíble! Te estás haciendo famoso, Georgie”. Roberto Alifano, Conversaciones con Borges (Buenos Aires: Atlántida, 1984), 94.
[39] Se ha hecho algo del trabajo preliminar para situaciones nacionales, especialmente respecto al principio de siglo. Sobre Argentina, consúltese Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, “La Argentina del Centenario: Campo intelectual y temas ideológicos”, Hispamérica 9 (1980): 35-59; sobre Chile, el excelente ensayo de Gonzalo Catalán, “Antecedentes sobre la transformación del campo literario en Chile entre 1890 y 1920”, en José Joaquín Brunner y Gonzalo Catalán, Cinco estudios sobre cultura y sociedad (Santiago: FLACSO, 1985), 69-175.
[40] Walter Benjamin, “Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit” Gesammelte Schriften (Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag, 1974), I-2, 438. Para Benjamin el aura representaría ese “fenómeno único de una distancia”, característico de un valor residual de culto de la obra de arte, extinguido sólo con la llegada de las formas modernas de reproducción técnica.
[41] El estudio definitivo de este proceso sigue siendo el de Jürgen Habermas, Strukturwandel der Öffentlichkeit (Darmstadt y Neuwied: Hermann Luchterhand Verlag, 1962).
[42] Rama, La ciudad, 33. En la tradición brasileña Antonio Candido fue el primero en dedicar sistemática atención crítica al estatuto clasista de la literatura en el país, manifiesto en la dialéctica entre dos factores: el confinamiento de la literatura a un público lector pequeño y elitizado, lo cual a su vez refuerza la complicidad de la literatura con las élites coloniales y postcoloniales. Candido se cuida, sin embargo, de no reducir los efectos de lo literario a esta complicidad, lo cual significaría rendirse, irreflexivamente, a todas las inconsistencias, contradicciones, aporías, paradojas y fracasos de los propios proyectos hegemónicos que uno espera examinar. Ver “Literatura e Subdesenvolvimento”, A Educação pela Noite e Outros Ensaios (São Paulo: Ática, 1984), 140-62; y también “Literatura de Dois Gumes”, A Educação, 163-80, donde los dois gumes (dos filos) del título sugieren precisamente esa duplicidad. Tal maleabilidad dialéctica habría sido lo que le permitió a Antonio Candido, por cierto, instalar la moderna crítica literaria brasileña a la vez que instalaba la crítica de lo literario.
[43] “Trauer und Melancholie,” 1916-17, Gesammelte Schriften, Vol.5, 535-553. Freud asocia la “fase de triunfo” con la manía, esto es, el régimen en que el ego triunfa sobre algo que le permanece oculto.
[44] Enrique Pupo-Walker, La vocación literaria del pensamiento histórico en América. Desarrollo de la prosa de ficción: siglos XVI, XVII, XVIII, XIX (Madrid: Gredos, 1982).
[45] Jorge Aguilar Mora, “ Sobre el lado moridor de la ‘nueva narrativa hispanoamericana”, Más allá del boom: literatura y mercado, ed. Angel Rama et al (México: Marcha, 1981), 241.
[46] Roberto González Echevarría, Myth and Archive: A Theory of Latin American Narrative (Cambridge: Cambridge UP, 1990), 21-2.
[47] Roberto Schwarz, “Nacional por Subtração”, Que Horas São? (São Paulo: Companhia das Letras, 1987), 33.
[48] Derrida ha dado a esa paradoja el nombre de “la irreducibilidad del ‘efecto de diferimiento,’” un retraso que produce su propio objeto y cuya temporalidad estaría vinculada a la de la escritura. Ver “Freud et la scène de l’écriture”, L’écriture et la différence (París: Seuil, 1967).
[49] Julio Cortázar, Rayuela, 1963, Colección Archivos, ed. Julio Ortega y Saúl Yurkievich (Madrid: CSIC, 1991), 183.
[50] cit. en Elisabeth Garrels, “Resumen de la discusión”, en Más allá del boom, ed. Angel Rama et al., 293.
[51] Sobre los episodios posteriores al 31 de marzo, consúltese a Nèlson Werneck Sodré, História da História Nova (Petrópolis: Vozes, 1986).
[52] Roberto Schwarz, “Cultura e Política, 1964-69”, en O Pai de Família e Outros Estudos (Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1978), 62.
[53] Schwarz, “Cultura”, 63.
[54] Flora Süssekind, Literatura e Vida Literária (São Paulo: Zahar, 1985), 18.
[55] Süssekind, Literatura, 12.
[56] Renato Ortiz, Cultura Brasileira e Identidade Nacional (São Paulo: Brasiliense, 1985), 87.
[57] cit. en Ortiz, 119-120.
[58] Para un excelente estudio sobre políticas estatales para la cultura en Brasil durante la dictadura, ver Renato Ortiz, Cultura Brasileira, 79-142. Sobre la polémica acerca de la “teoría” en los departamentos de literatura, Süssekind, Literatura, 28-34; acerca de la hegemonía naturalista durante los años setenta, Flora Süssekind, Tal Brasil, Qual Romance? (Rio de Janeiro: Achiamé, 1984), 172-94.
[59] Bernardo Subercaseaux, Historia, literatura y sociedad: Ensayos de hermenéutica cultural (Santiago: CESOC y CENECA, 1991), 123.
[60] Bernardo Subercaseaux, La industria cultural y el libro en Chile (1930-1984) (Santiago: CENECA, 1984), 130-1.
[61] Carlos Catalán, Estado y campo cultural en Chile (Santiago: FLACSO, 1988), 26.
[62] Anny Rivera, Transformaciones culturales y movimiento artístico en el orden autoritario. Chile 1973-1982 (Santiago: CENECA, 1983), 25-5.
[63] Pablo Oyarzún, “Arte en Chile de veinte, treinta años”, Georgia Series on Hispanic Thought 22-5 (1987-8), 303.
[64] Jaime Collyer, “De las hogueras a la imprenta: El arduo renacer de la narrativa chilena”, Cuadernos Hispanoamericanos 482-3, vol.2 (1990), 126.
[65] Subercaseaux, Industria, 80.
[66] Carlos Orellana, “La cultura chilena en el momento del cambio”, Cuadernos Hispanoamericanos 482-3, vol. 2 (1990), 50.
[67] José Joaquín Brunner, “Entre la cultura autoritaria y la cultura democrática”, Un espejo trizado: ensayos sobre culturas y políticas culturales (Santiago: FLACSO, 1981), 87.
[68] Pablo Sapag, “Chile: Experiencia sociopolítica y medios de comunicación”, Cuadernos Hispanoamericanos 482-3 (1990), 63-7.
[69] Los mejores análisis sobre el arte chileno sobre la dictadura se encuentran, por la finura de sus razonamientos e incomparable conocimiento del material analizado, en Pablo Oyarzún, “Arte en Chile de veinte, treinta años”, y Nelly Richard, Márgenes e instituciones: Arte en Chile desde 1973, edición bilingüe (Melbourne: Art and Text, 1986). José Joaquín Brunner, Alicia Barros y Carlos Catalán ofrecen una compilación útil de las transformaciones culturales durante ese período, junto con una bibliografía social-científica, en Chile: Transformaciones culturales y modernidad (Santiago: FLACSO, 1989).
[70] Gabriel Salazar, “Historiografía y dictadura en Chile (1973-1990)”, Cuadernos Hispanoamericanos 482-3, vol. 2 (1990), 87.
[71] Oscar Terán, Nuestros años sesentas: La formación de la nueva izquierda intelectual en Argentina 1956-1966 (Buenos Aires: Puntosur, 1991), 52-3.
[72] Silvia Sigal, Intelectuales y poder en la década del setenta (Buenos Aires: Puntosur, 1991), 153.
[73] Beatriz Sarlo, “El campo intelectual”, 98.
[74] Ricardo Piglia, Crítica y ficción, 118. Para un análisis detallado del campo intelectual en Argentina durante los sesenta, véase Oscar Terán, Nuestros años sesentas, y Silvia Sigal, Intelectuales y poder. Para un estudio de los cruces entre el boom literario y la literatura argentina, consúltese Adolfo Prieto, “Los años sesenta”, Revista Iberoamericana 125 (1983): 891-901.
[75] Noé Jitrik, Las armas y las razones: Ensayos sobre el peronismo, el exilio y la literatura 1975-1980 (Buenos Aires: Sudamericana, 1984), 210.
[76] Evelyn Picón Garfield, “Cortázar por Cortázar”, en Rayuela, 785.
[77] Fernando Reati, Nombrar lo innombrable. Violencia política y novela argentina: 1975-1985 (Buenos Aires: Legasa, 1992).
[78] Andrés Avellaneda, “Realismo, antirrealismo, territorios canónicos”, Fascismo y experiencia literaria: reflexiones para una canonización, ed. Hernán Vidal (Minneapolis: Institute for the Study of Languages and Literatures, 1985), 582. La más extensa recopilación de trabajos censurados en Argentina se encuentra en su Censura, autoritarismo y cultura: Argentina 1960-1983, 2 vols. (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1986).
[79] Francine Masiello, “La Argentina durante el proceso: las múltiples resistencias de la cultura”, Ficción y política: La narrativa argentina durante el proceso militar, (Buenos Aires y Minneapolis: Alianza Editorial y el Institute for the Study of Ideologies and Literatures, 1987), 11-29.
[80] Liliana Heker, “Los talleres literarios”, Cuadernos Hispanoamericanos 217-9 (1993): 187-94.
[81] Osvaldo Pellettieri, “Los 80: El teatro porteño entre la dictadura y la democracia”, Cuadernos Hispanoamericanos 517-9 (1993): 313-22. Las ventiuna obras originales representadas en 1981 se encuentran compiladas en Teatro Abierto 1981: Teatro argentino bajo vigilancia, ed. Miguel Angel Giella (Buenos Aires: Corregidor, 1992).
[82] Sobre cine argentino reciente, se puede consultar José Agustín Mahieu, “Cine argentino: las nuevas fronteras”, Cuadernos Hispanoamericanos 517-9 (1993): 289-304 y César Magrini, Cine argentino contemporáneo (Buenos Aires: Revista Cultura, 1985). Como fuente de consulta indispensable hasta 1997, véase Cine latinoamericano I: Diccionario de realizadores, de Clara Kriger y Alejandra Portela (Buenos Aires: Jilguero, 1997).
[83] Para un estudio de la evolución de esta fracción del campo intelectual agentino, consúltese Punto de Vista (1978-presente), y también John King, “Las revistas culturales de la dictadura a la democracia: el caso de ‘Punto de Vista’”, en Literatura argentina hoy: De la dictadura a la democracia, ed. Karl Kohut y Andrea Pagni (Frankfurt a. M. : Vervuert Verlag, 1989). Ver también los testimonios de Beatriz Sarlo e Hilda Sábato en la obra de Roy Hora y Javier Trimboli, Pensar la Argentina hoy: Los historiadores hablan de historia y política (Buenos Aires: El Cielo por Asalto, 1994). Para una introducción a las revistas culturales de las últimas décadas, ver Jorge Warley, “Revistas culturales de dos décadas (1970-1990)” Cuadernos Hispanoamericanos 517-9 (1993): 195-207.
[84] José Joaquín Brunner, “Cultura autoritaria y cultura escolar: 1973-1984”, J.J. Brunner y Gonzalo Catalán, Cinco estudios sobre cultura y sociedad (Santiago: FLACSO, 1985), 418.
[85] Las primeras formulaciones de O’Donnell acerca del estado burocrático-autoritario se encuentran en su Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism (Berkeley: U de California P, 1973). Ver también “Tensions in the Bureaucratic-Authoritarian State and the Question of Democracy”, en The New Authoritarianism, ed. David Collier (Princeton: Princeton UP, 1979).
[86] José Joaquín Brunner, La cultura autoritaria en Chile (Santiago: FLACSO, 1981), 29.
[87] Brunner, La cultura autoritaria en Chile, 53.
[88] Brunner, “Cultura autoritaria y cultura escolar: 1973-1984”, 420.
[89] Brunner, La cultura autoritaria en Chile, 61.
[90] Brunner, “Entre la cultura autoritaria y la cultura democrática”, Espejo trizado, 90.
[91] Brunner, “Entre la cultura autoritaria”, 98.
[92] Brunner, “Entre la cultura autoritaria”, 100.
[93] Fernando Henrique Cardoso, Autoritarismo e Democratização (Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1975), 40.
[94] Cardoso, 133.
[95] Emir Sader, “Da Teoria do Autoritarismo ao Deus-Mercado”, Folha de São Paulo, Caderno Mais, 11 de junio de 1995, 3.
[96] Cardoso, 199.
[97] Willy Thayer, “Crisis categorial de la universidad”, manuscrito, 2.
[98] “Es probable que el recelo con el vocablo ‘transición’ provenga de que lo usamos - no inocentemente - para referir un estado de cosas respecto del cual, sabemos, no transita ni está en vías de ello; estado de cosas del que presentimos no sufrirá traslación alguna, o que ya transitó definitivamente, y que a partir de éste, su último tránsito, nunca más transitará, amenazándonos con su estadía definitiva”. Willy Thayer, Crisis no moderna de la universidad moderna: Epílogo del conflicto de las facultades (Santiago: Cuarto Propio, 1996), 169.
[99] Ver el interesante análisis que ofrece Oscar Landi de este fenómeno discursivo, en Reconstrucciones: Las nuevas formas de la cultura política (Buenos Aires: Puntosur, 1988).
[100] Dos de los textos típicos del giro periodístico de la novela brasileña del período son las obras de Aguinaldo Silva, O Crime Antes da Festa (Rio de Janeiro: Lidador, 1977) y de José Louzeiro, Infância dos Mortos (Rio de Janeiro: Record, 1977). Flora Süssekind ofrece una bibliografía completa en Tal Brasil y Literatura. Ver también el notable análisis de Davi Arigucci en “Jornal, Realismo, Alegoria: O Romance Brasileiro Recente”, Achados e Perdidos (São Paulo: Polis, 1979), 79-115.
[101] Louzeiro, citado en Süssekind, Tal Brasil, Qual Romance? (Rio de Janeiro: Achiamé, 1984), 37.
[102] Faerman citado en Süssekind, Tal Brasil, 178.
[103] Süssekind, Tal Brasil, 177.
[104] Ver el artículo de Francine Masiello para una crítica, en el contexto argentino, de un comparable naturalismo escandaloso, aparentemente radical: “Contemporary Argentine Fiction: Liberal (Pre-)Texts in a Reign of Terror”, Latin American Research Review 16 (1981), 218-24.
[105] Otra de estas batallas jurídicas ha sido ganada recientemente, cuando el Congreso brasileño aprobó una moción para proveer indemnización a los familiares de casi doscientos desaparecidos durante la dictadura. Ver “Câmara Aprova Indenizações”, Folha de São Paulo, 14 de septiembre 1995, Caderno Brasil, page 9.
[106] Jacobo Timerman, Prisionero sin nombre, celda sin número (Barcelona: El Cid, 1982).
[107] Fernando Gabeira, O Que é Isso, Companheiro? (Rio: Codecri, 1979).
[108] El principio de identificación que organiza el texto de Gabeira se mantiene en la reciente película de Bruno Barreto, basada en el libro y también titulada O Que é Isso, Companheiro? (1997). Con la diferencia de que lo que antes era intento de expiación de la culpa en la clase media brasileña, se convierte ahora en identificación con la sensibilidad media norteamericana, con miras a un Oscar que al fin y al cabo no vino. En la película de Barreto, todo el drama se desplaza a la figura de Elbrick, bueno y razonable liberal, pobre víctima de algunos adolescentes alocados, y aun así capaz de una relación “genuinamente humana” con ellos. Los que automáticamente identifican el género testimonial con la voz del subalterno tendrían, aquí, que reflexionar sobre la facilidad con que la identificación catártica con el vencido se convirtió, sin grandes cambios en la estructura y retórica del texto, en identificación catártica con el vencedor.
[109] Miguel Bonasso, Recuerdo de la muerte (México: Era, 1984), 37. El resto de referencias a esta obra se darán con la paginación entre paréntesis.
[110] Alberto Moreiras, “The Aura”, 9. Si es cierto que gran parte del anterior triunfalismo sobre el testimonio - como en los días en que de hecho se decía que el testimonio representaba una forma de “posliteratura” - se ha desplomado, los debates sobre su canonización en los currículos universitarios sólo ha comenzado. En este contexto, es crucial mantener claros los límites del género. George M. Gugelberger ha editado un excelente volumen, The “Real” Thing: Testimonial Discourse and Latin America (Durham: Duke UP, 1996), que sirve como obra iniciadora en este segundo ciclo de crítica del testimonio.
[111] Benjamin, Ursprung, 344, 343.
[112] Benjamin, Ursprung, 355.
[113] Benjamin, Ursprung, 353.
[114] Silviano Santiago presenta una crítica enfática de este entendimiento simplista del papel de la censura, en “Repressão e Censura no Campo das Artes na Década de 70”, en Vale Quanto Pesa: Ensaios sobre Questões Político-Culturais (São Paulo: Paz e Terra, 1982), 47-55.
[115] Daniel Moyano, El vuelo del tigre (Barcelona: Plaza y Janés, 1984), 15. Las referencias son a esta edición y en lo subsiguiente se indicarán en el texto entre paréntesis.
[116] José Donoso, Casa de campo (Barcelona, Caracas y México: Seix Barral, 1978), 40.
[117] Los números de página se refieren al original portugués, A Hora dos Ruminantes, 1966, decimosexta edición (São Paulo: DIFEL, 1984).
[118] Véase, entre otros, Cuarteles de invierno, de Osvaldo Soriano (Buenos Aires: Sudamericana, 1988), en que el mundo de los deportes alegoriza la lucha entre varias clases argentinas respecto al legado del peronismo, o Incidente em Antares, de Érico Veríssimo, 1971, 29a edición (Rio: Globo, 1978), en que el imaginario pueblo de Antares - representación microcósmica de la política oligárquica brasileña - sirve como perturbador escenario en que los muertos se levantan para afirmar sus derechos.
[119] Tal celebración se retrotrae al prefacio antológico de Alejo Carpentier a El reino de este mundo, precursor de la retórica triunfalista del boom en su proposición de América Latina como rico antídoto barroco contra una Europa artísticamente decadente. El tono autocongratulatorio continuaría en dos de los ensayos más influyentes en el establecimiento del canon mágico-realista, “Magical Realism in Spanish America”, de Angel Flores y “El realismo mágico en la literatura hispanoamericana”, de Luis Leal, que establecerían el tono dominante de futuras proclamaciones logo-etno-fonocéntricas del realismo mágico como la voz misma de Latinoamérica. Para desarrollos recientes en la teoría del realismo mágico, incluyendo un excelente dossier de la teoría del realismo mágico con fragmentos de Carpentier, Flores y Leal, ver Lois Parkinson Zamora y Wendy B. Faris, ed., Magical Realism: Theory, History, Community (Durham y Londres: Duke UP, 1995). Ver especialmente el perspicaz fragmento de Zamora sobre fantasmas y espectralidad en el realismo mágico. Fredric Jameson ha introducido la noción que intento desarrollar aquí, la del realismo mágico como producto de un choque entre diferentes modos de producción. Ver “On Magic Realism in Film”, Critical Inquiry 12 (1986): 301-25.
[120] Jameson, Postmodernism, or, the Cultural Logic of Late Capitalism (Durham: Duke UP, 1991), 168. Ver también el comentario de Paul de Man: “Las narrativas alegóricas cuentan la historia de un fracaso en la lectura”. Paul de Man, Allegories of Reading: Figural Language in Rousseau, Nietzsche, Rilke and Proust (New Haven y Londres: Yale UP, 1986), 205
[121] Para una crítica del monumento kitsch de Isabel Allende, véase mi “La casa de los espíritus: La Historia del Mito y el Mito de la Historia”, Revista Chilena de Literatura 43 (1993), 67-74.
[122] James Clifford, The Predicament of Culture: Twentieth-Century Ethnography, Literature, and Art (Cambridge, Mass. y Londres: Harvard UP, 1988), p. 120.
[123] Charles E. McClelland ofrece una excelente visión general de estos debates en State, Society, and University in Germany, 1700-1914 (Cambridge: Cambridge UP, 1980).
[124] Willy Thayer, Crisis no moderna, 26. Véase también la conversación entre Pablo Oyarzún y Adriana Valdés en “Fragmentos de una conversación en torno a la universidad”, Lo 1 (1992), 22-33.
[125] Thayer, Crisis no moderna, 31.
[126] “Éste es, entonces, el significado fundamental del fin de lo moderno en cuanto tal: el hallazgo de que la modernización ya no es posible para nadie. Es el único significado que la posmodernidad puede tener, el cual sólo se trivializa si se lo comprende como designación de meros cambios de modas, ideas y valores dominantes”. Fredric Jameson, “Actually Existing Marxism”, Polygraph 6-7 (1993): 192.
[127] Thayer, Crisis no moderna, 83.
[128] Citado en Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe: Settling Accounts with Torturers (Nueva York: Penguin, 1990), 147.
[129] Ver el texto definitivo de Althusser sobre los aparatos ideológicos de estado: “Idéologie et appareils idéologiques d”État,” 1970, Positions (París: Éditions Sociales, 1976), 67-125.
[130] Ramos, 43.
[131] Como mapeo inicial de una genealogía del latinoamericanismo, ver el capítulo notable de Julio Ramos, “Masa, cultura, latinoamericanismo”, en Desencuentros, pp. 202-27, y el libro de Santiago Castro-Gómez, Crítica de la razón latinoamericana (Barcelona: Puvill, 1996). Ver también el número especial de Dispositio/N sobre el tema editado por Alberto Moreiras (todavía en prensa), así como la próxima monografía de Moreiras, The Exhaustion of Difference (Durham: Duke UP, 2000).
[132] Ramos, 217.
[133] Beatriz Sarlo, “ ¿Arcaicos o marginales? Situación de los intelectuales en fin de siglo”, Revista de Crítica Cultural 9 (1994), 12. Ver también la crítica de Sarlo de la paradoja central de nuestro tiempo, es decir, que el relativismo radical de valores se alimente de un absolutismo mercadolibrista que de facto elimina todas las otras lógicas. “El relativismo absoluto, o cómo el mercado y la sociología reflexionan sobre estética”, Punto de Vista 48 (1994), 27-31.
[134] Beatriz Sarlo, Escenas de la vida posmoderna: Intelectuales, arte y videocultura en Argentina (Buenos Aires: Ariel, 1994), 182.
[135] A partir de la comprensión de esta conjunción entre tecnificación del saber y voluntad política residual, se podría vislumbrar una crítica de la empresa de los estudios culturales que, al contrario de los ataques recientes de Beatriz Sarlo y Leyla Perrone-Moisés, ya no sería una crítica esteticista, nostálgica, axiológica, sino que interrogaría a los estudios culturales por su voluntad de presente, por su reducción de todo lo otro, todo lo intempestivo, al horizonte de la cultura que, como tal, no puede sino ser el horizonte del presente, de la actualidad. En un castellano a la vez cristalino y barroco, densamente conceptual y radicalmente poético, Federico Galende nos ha brindado el primer texto de esta crítica gaya de los estudios culturales, crítica que por ahora sólo podemos anunciar como promesa abierta por su texto: promesa de una práctica del pensar - pensar siempre opuesto, según Galende, a la gregariedad del saber - que pudiera “desamarrar al otro de su expropiación en la categoría, librar el presente a su desgobierno, perturbar la espera, extraer al cálculo su rudimentaria y profética instrumentación, ... despojar a la política de la técnica con el fin de hospedarla en el corazón de un porvenir inconsumado.” Federico Galende, “Un desmemoriado espíritu de época: Tribulaciones y desdichas en torno a los Estudios Culturales,” Revista de Crítica Cultural 13 (1996), 54.
[136] Crítica y ficción, 1986, 2ª edición (Buenos Aires: Siglo XX y Universidad Nacional del Litoral, 1993), p.121, en lo subsiguiente citada como CF. Las otras obras de Piglia citadas en este capítulo y en el siguiente son: La ciudad ausente (Buenos Aires: Sudamericana, 1992); Respiración artificial (Buenos Aires: Sudamericana, 1980); Prisión perpetua (Buenos Aires: Sudamericana, 1988); Nombre falso, 1975, edición definitiva (Buenos Aires: Seix Barral, 1994); y La Argentina en pedazos (Buenos Aires: Ediciones de la Urraca, 1993), a partir de ahora identificadas, respectivamente, como CA, RA, PP, NF, y AP, con los números de página entre paréntesis. En este capítulo y el siguiente he usado material de mi “Cómo respiran los ausentes,” Modern Language Notes 110 (1995): 416-32.
[137] Publicados, respectivamente, en Historia Universal de la infamia, 1935, Prosa completa, vol. 1 (Buenos Aires: Emecé, 1979), 291-8; Ficciones, 1944, Prosa completa, vol. 2, 221-4 y El informe de Brodie, 1970, Prosa completa, vol. 4, 25-30.
[138] Josefina Ludmer, El género gauchesco: Un tratado sobre la patria (Buenos Aires: Sudamericana, 1988), 225. La hipótesis de Ludmer acerca del género se estriba en la fórmula “la voz (del) ‘gaucho’,” donde son significativos tanto las comillas como el genitivo entre paréntesis. El género separa la legalidad de la ilegalidad, define el espacio de enunciados posibles sobre el gaucho, mapea y disciplina los cuerpos. El género elabora el sistema de leyes según el cual la representación del gaucho se hace concebible: “el género es un tratado sobre los usos diferenciales de las voces y palabras que definen los sentidos de los usos de los cuerpos” (31). Para el género, el gaucho existe como un cuerpo usable, coextensivo a la emergencia del signo social del gaucho patriota. Como tales, los gauchos se vuelven citables por el género a cambio de ser al final incorporados a la empresa unificadora estatal. La gauchesca hace legible esa época, “porque está escrita en la voz, en la escritura de la voz del otro” (43). El género hace la crónica del exilio de la voz “gaucha.” Si el cierre del género tiene lugar con la Vuelta de Martín Fierro, de José Hernández (1879), donde la voz “gaucha” se convierte en una institución absorbida por la legitimidad estatal, Borges pone fin al momento histórico caracterizado por “el uso del género para pasar a otro género literario” (41).
[139] Sobre lo epigramático en la ficción de Piglia, véase la interesante entrevista de Marina Kaplan, “Between Arlt and Borges: Interview with Ricardo Piglia,” New Orleans Review 16 (1989): 64-74.
[140] Roberto Arlt, Los siete locos / Los lanzallamas (Buenos Aires: Biblioteca Ayacucho, 1986), 94.
[141] Arlt, 180.
[142] Arlt, 26-7.
[143] Ricardo Piglia, “Roberto Arlt: Una crítica de la economía literaria,” Los Libros 29 (1973), 25.
[144] Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, 1965 (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1982), 31.
[145] Arlt, 74.
[146] Acerca de la reflexión de Benjamin sobre el impacto de la reproductibilidad técnica en la decadencia del aura, hay un hilo a seguir desde lo que podríamos llamar la producción retrospectiva de la autenticidad al advento de la época de la falsificabilidad. Si “la autenticidad no es reproductible” y “una pintura medieval de la Madona aún no era ‘auténtica’ (“Das Kunstwerk,” 476), el efecto de reproducción no se basa sólo en la producción progresiva de esta autenticidad. El argumento de Benjamin identifica el impacto de “ciertos procesos de reproducción sobre ... la diferenciación y gradación de la autenticidad” (476), a la vez que rastrea la apertura de la posibilidad de falsificación que acompaña a toda autenticidad como su suplemento ineludible. Si “el aquí y ahora del original constitutuye el concepto de su autenticidad” (476), y el original sólo se transforma en tal en cuanto es copiado, la posibilidad misma de la autenticidad como concepto viene ligada a la de la falsificación. Uno podría leer en la decadencia del aura, entonces, el enlace entre reproductibilidad y falsificabilidad explorado por Arlt en sus novelas.
[147] Arlt, 231.
[148] Para un comentario sobre “La fausse monaie”, de Baudelaire, dentro de una reflexión sobre las paradojas del don, véase la obra de Jacques Derrida, Donner le temps I: la fausse monnaie. (París: Galilée, 1991). La pregunta de Derrida gira alrededor de lo que le pasa a un don que “parece no dar nada” (115) y se cancela a sí mismo como don: el dinero falso.
[149] Empatía [Einfühlung] en la interpretación del pasado es el mecanismo identificatorio más propio del historicismo, revelado por Benjamin como un abrazo de la versión victoriosa. Para Benjamin, “empática” sería la comprensión de la historia que percibe en el pasado un desfile de tesoros culturales; visión incapaz de percibir en los documentos de cultura la barbarie que los hizo posibles. Para Benjamin el gran efecto anestésico del historicismo adviene de la creencia en la posibilidad y deseabilidad de una lectura del pasado que reprodujera la percepción que de sí mismo tuvo ese pasado. Esa sería la mirada que intenta bloquear del horizonte de comprensión de un fenómeno histórico, todo el curso posterior de la historia que lo separa del presente. El historicismo operaría entonces, según un axioma benjaminiano, en un tiempo “vacío y homogéneo.” Éste es el empatismo que el materialista histórico contrarresta aferrando el pretérito en cuanto “imagen que relampaguea en el instante de su cognoscibilidad para no ser vista ya más.” Walter Benjamin, “Sobre el concepto de historia.” La dialéctica en suspenso: Fragmentos sobre la historia. Traducción, introducción y notas de Pablo Oyarzún (Santiago: ARCIS-LOM, s.d.), 50. Antagónicamente al historicista, y contradiciendo el reconfortante axioma de Keller, un materialista histórico sabe que la verdad puede, de hecho, escapársenos.
[150] La hipótesis que propone Tardewski en Respiración artificial es que el Discurso del método, de Descartes, fue la primera novela moderna, un monólogo que no narra la historia de una pasión, sino de una idea: “se podría decir que Descartes escribió una novela policial: cómo puede el investigador, sin moverse de su asiento frente a la chimenea, sin salir de su cuarto, usando sólo su razón, desechar todas las falsas pistas, destruir una por una todas las dudas hasta conseguir descubrir por fin al criminal, es decir, al cogito. Porque el cogito es el asesino, sobre eso no tengo la menor duda, dijo Tardewski” (244-5). Manteniendo la analogía, pero tomando alguna distancia de la conclusión de Tardewski, se podría proponer que el cogito cartesiano se encarna no tanto en el criminal sino en el mismo detective. El triunfo del cogito representaría la sentencia de muerte del criminal, la emergencia del detective como instrumento de la Razón. Es decir, si uno lee el Discurso del método como una novela policial, hay que reconocer que el criminal es la duda, no el cogito. La duda es el punto de partida del argumento y lo que debe ser eliminado para que el argumento se cierre (es decir, la función del criminal en la sintaxis de la novela policial). Leída en cuanto novela policial, el texto cartesiano no narraría sino el triunfo del detective-cogito sobre el criminal-duda.
[151] Edgar Allan Poe, “The Murders in the Rue Morgue,” en Works of Edgar Allan Poe (Nueva York: Chatham River, 1985), 248.
[152] Poe, 256. En el pensamiento de Nietzsche, desde luego, la crítica de la metafísica de la profundidad ocupa lugar central: “Encontrarlo todo profundo - he aquí una característica inconveniente. Lo hace a uno fatigar los ojos todo el tiempo, y al final se encuentra más de lo se que hubiera deseado.” Die fröhliche Wissenshaft. 1882. S.W. 3, 198.
[153] Para una discusión sobre la naturaleza utópica del anonimato, véase Fredric Jameson, “On Literary and Cultural Import-Substitution in the Third World: The Case of Testimonio,” Margins 1 (1991), 11-34.
[154] Jorge Luis Borges, “Macedonio Fernández”, Sur 209-10 (1952), 146.
[155] La referencia al autor como función, más allá de todo contenido psicológico o biográfico, fue propuesta por Michel Foucault en “Qu’est-ce qu’un auteur?” Bulletin de la Société Française de Philosophie 63 (1969).
[156] Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna, 1967, ed. César Fernández Moreno (Caracas: Ayacucho, 1982), 191. Los números de página se refieren a esta edición y se darán entre paréntesis en el texto.
[157] Tras investigación textual minuciosa, de primer calibre, Ana María Camblong establece el texto básico para la edición crítica de Archivos del Museo de la novela de la Eterna (1993) partiendo del último texto mecanografiado por Macedonio, cerca de 1947-8, y subsiguientemente dado a Scalabrini Ortiz. Además de un dossier crítico con algunos de los mejores textos escritos sobre Macedonio, la edición de Archivos incluye variaciones encontradas en varias otras copias y prólogos que Macedonio no incorporó a los últimos borradores. Se trata de una edición indispensable, que expande considerablemente sobre las otras tres, que habían sido organizadas impecablemente, prologadas y anotadas por el hijo de Macedonio, Adolfo de Obieta: la primera en Centro Editor de América Latina (1967), la segunda como volumen IV de las Obras Completas de Corregidor (1975), y la tercera en Ayacucho (1982), con un prólogo de César Fernández Moreno.
[158] Jorge Luis Borges, “Tlön Uqbar, Orbis Tertius,” Ficciones, 1944, en Prosa completa, vol. 2, 120. Véase la distinción que hace Alberto Moreiras entre objeto eficiente y objeto tenue, no como dos tipos de objeto, sino como dos modos de manifestación de la escritura. Mientras que el modo eficiente opera en el objeto para organizar una ontología, el tenue la desorganiza y deconstruye. Si toda hermenéutica debe necesariamente constituir un objeto eficiente para sus operaciones de decodificación, el objeto tenue apunta a lo que no se presta a totalización simbólica e interpretación. Mientras que el objeto eficiente lucha por presentar lo impresentable (arrojar luz sobre el fundamento primero, descifrar el axioma fundamental), el objeto tenue insiste en la irrepresentabilidad de lo presentado (la instancia en que toda representación se desmorona). Véase el uso que hace Moreiras de esta distinción para reflexionar sobre el estatuto de Latinoamérica como objeto del discurso crítico latinoamericanista. “Epistemología tenue (sobre el latinoamericanismo),” Revista de Crítica Cultural 10 (1995), 48-54.
[159] El énfasis en “William Wilson” reside en la inevitabilidad del lazo que une al protagonista con su doble. Su acto final de asesinato, del doble y por lo tanto de sí mismo, es parte de una lógica a la cual el protagonista es ciego, y a la que sólo gana acceso a partir de las últimas palabras del doble: “tú has vencido, y yo cedo. Pero, a partir de aquí tu también estás muerto -- muerto para el Mundo, para el Cielo y para la Esperanza! En mí tú existías -- y en mi muerte, ve por esta imagen, que es la tuya propia, cómo has asesinado completamente a tí mismo.” Edgar Allan Poe, “William Wilson,” Works of Edgar Allan Poe (Nueva York: Chatham River, 1985), 225.
[160] Henry Staten, Eros in Mourning: From Homer to Lacan (Baltimore: Johns Hopkins UP, 1994), 1.
[161] Platón, Republic, trad. Paul Shorey, en The Collected Dialogues, ed. Edith Hamilton y Huntington Cairns (Princeton: Princeton UP, 1961), 575-844.
[162] Platón, Laws, trad. A.E. Taylor, en The Collected Dialogues , 1225-513.
[163] Platón, República, 606d.
[164] Staten, 40.
[165] Masotta, Sexo y traición, 23.
[166] Para una interpretación de Nietzsche desde el punto de vista de la oposición entre fuerzas activas y reactivas, véase Gilles Deleuze, Nietzsche et la philosophie (París: PUF, 1962), especialmente “Activo y reactivo.” Trazando la pulsión antihegeliana y antidialéctica que atraviesa la obra de Nietzsche, Deleuze muestra cómo “la inversíon del ojo valorativo” toma lugar en el movimiento desde la negación dialéctica - la cual siempre representa para Nietzsche el pensamiento del esclavo - a la afirmación genealógica. Para un excelente recuento de cómo Deleuze delinea un horizonte ético en la obra de Nietzsche y desplaza el debate lejos del terreno dialéctico, véase Michael Hardt, Gilles Deleuze: An Apprenticeship in Philosophy (Minneapolis: Minnesota UP, 1993), 26-55.
[167] La epifanía melancólica característica del yo que habla en el tango no ha escapado la atención de Piglia: “el tango reitera dos o tres fórmulas básicas. El essquema central es nítido: el hombre que perdió a la mujer mira el mundo con cinismo y desencanto. La traición de la mujer es la condición para que el héroe del tango adquiera esa turbia lucidez que le permite filosofar sobre el pasado, el barrio, la pureza perdida, el sentido de la vida. La desdicha, habría que decir, es el fundamento de la filosofía popular” (AP 79).
[168] Benjamin, Ursprung, 406.
[169] Acerca de la función restitutiva de la literatura moderna en tanto que producción sintética, artificial, de experiencia, ver Benjamin: “Matière et mémoire define la esencia de la experiencia [Erfahrung] en la durée de tal manera que el lector debe decirse: el poeta será el único sujeto adecuado de tal experiencia . . . Se puede considerar À la Recherche du temps perdu, de Proust, como un intento de producir, sintéticamente, experiencia tal como Bergson la imagina, puesto que bajo las condiciones sociales de hoy cada vez menos esperanza hay de que tal suceda de forma natural.” Walter Benjamin, “über einige Motive bei Baudelaire,” G.S. I-2, 609.
[170] “Todo parentesco suprahistórico de las lenguas reside en lo que es a cada momento mentado en cada una de ellas como un todo, lo cual no es alcanzable, sin embargo, por ninguna de ellas solitariamente, sino sólo por la totalidad de sus miras suplementándose las unas a las otras: la lengua pura.” Walter Benjamin, “Die Aufgabe des übersetzers,” G. S. IV-1, 13. Lo que la isla le hace a la traducción, entonces, es borrar los ecos de la reine Sprache, de la pura lengua, de la cual todas las lenguas particulares serían un testimonio imperfecto, caído. Al hacer la traducción imposible –de todos modos al hacer visible, ineluctable su imposibilidad–, la isla sumerge a sus habitantes en la inmanencia de un fragmento siempre diferente de la vasija rota de la lengua pura.
[171] Benjamin, “Die Aufgabe,” 14.
[172] Benjamin, “Über Sprache überhaupt and über die Sprache des Menschen” , G.S. II-1, 153.
[173] Sobre las versiones hölderlinianas de Sófocles como confrontaciones intempestivas con su presente, véase Haroldo de Campos, “A Palavra Vermelha de Hölderlin.” 1969. A Arte no Horizonte do Provável. 4a. edición. São Paulo: Perspectiva, 1977, 93-107.
[174] Benjamin, “Über Sprache,” 155.
[175] Benjamin, “Über Sprache,” 154.
[176] Benjamin, Ursprung, 403.
[177] Pablo Oyarzún, “Sobre el concepto benjaminiano de traducción.” Seminarios de Filosofía 6 (1988): 91-2.
[178] Hablando de derivas, me permito reservar esta nota para lamentar la imposibilidad de extender, por el momento, la referencia al problema filosófico de la traducción. En cuanto a la reflexión benjaminiana sobre el traductor, sería necesario tener presente todas las paradojas del Aufgabe, desenredadas por Pablo Oyarzún en un ensayo notable: “Aufgabe es, por una parte, tarea, tarea como encomienda, como don (Gabe) impositivo, destinador. Algo debe ser dado, a partir de lo cual se inicia la traducción, desde donde es incoado su proceso; algo, como original, debe se dado. Debe serlo, a fin de que sea posible volver a darlo (wiedergeben), a rendirlo: traducir. Y si es imposible en general que un original se dé para aquél que quisiera volver a darlo -puesto que lo propio suyo es sustraérsele-, el efecto de origen queda garantizado inapelablemente en cuanto se constituye lo dado en exigencia. El don impositivo es, entonces, también imperativo, es mandato: lo dado es legado y delegado. El traductor se halla, pues, bajo el mandato –es decir, el dictado– de lo que le es dado (a) traducir, y en el compromiso de un cuidado: el cuidado de lo (de)legado.” Pablo Oyarzún, “Sobre el concepto benjaminiano de traducción,” 94. Al mismo tiempo que la tarea se impone como don –el legado del don–, ella es interrumpida por un Aufgabe que también nombra una imposibilidad: “Pero Aufgabe es también renuncia, abandono. La exigencia de lo dado -- el dictado del don, el dictado en que consiste el don -- que constituye e instituye a la traducción en tal, que define la misión (envío, encomienda, recado) del traductor, está determinado, en éste, pero a la vez antes de éste, por una renuncia igualmente constitutiva.” Para la genealogía del abrazo a la traducción como fracaso, véase la ruta de Oyarzún en el mentado artículo, que incluye cuidadosa consideración del rescate benjaminiano del nombre –por oposición al mero signo instrumental y vehicular–, vislumbre de los vínculos entre alegoría y duelo, y fina reflexión sobre los vértigos de la teoría benjaminiana de la traducción. Véase también, apuntando hacia un horizonte convergente, Paul de Man, “Walter Benjamin´s ‘The Task of the Translator’.” The Resistance to Theory. Minneapolis: Minnesota UP, 1986, 73-105, notable en su análisis de la traducción como prosaicización del original y revelación de que el original ya está, desde siempre, muerto. Otra referencia imperativa es el texto de Derrida sobre la traducción, “Des Tours de Babel,” Difference in Translation, ed. Joseph F. Graham. Ithaca: Cornell UP, 1985, 165-207 [traducción inglesa] y 209-48 [original francés], especialmente en lo que refiere la traducción al multilingüismo postbabélico y lo inaugura como tarea y don.
[179] Macedonio Fernández, Museo, 210.
[180] Alejandra Pizarnik, Otros poemas, 1959, Obras completas: Poesía y prosa (Buenos Aires: Corregidor, 1998), 64.
[181] Nietzsche, Zur Genealogie der Moral, S.W. 4, 35.
[182] Nietzsche, Zur Genealogie der Moral, S.W. 4, 58-65.
[183] Se usan aquí los términos modernismo y modernista, subrayados, para aludir no sólo al fenómeno brasileño cuyo equivalente hispanoamericano se conoció como vanguardia, sino también y fundamentalmente al edificio institucional que se consolida a partir de los treinta alrededor del legado de la vanguardia del 1922, y que incluye una revisión del pasado brasileño, además de firmes criterios de canonización que sólo en los últimos años han sido cuestionados más enfáticamente.
[184] Silviano Santiago, “Fechado para Balanço (Sessenta Anos de Modernismo),” Nas Malhas da Letra, (São Paulo: Companhia das Letras, 1989), 76.
[185] Santiago, “Fechado para Balanço,” 88-93.
[186] Sérgio Miceli, Intelectuais e Classe Dirigente no Brasil (1920-1945) (São Paulo: DIFEL, 1979).
[187] Santiago, “Reading and Discursive Intensities,” The Postmodernism Debate in Latin America: A Special Issue of boundary 2, ed. John Beverley and José Oviedo (1993), 194-202.
[188] Santiago, “Fechado para Balanço,” 77.
[189] Santiago, “A Permanência do Discurso da Tradição no Modernismo,” Nas Malhas da Letra, 114.
[190] “O Entre-Lugar do Discurso Latino-Americano,” Uma Literatura nos Trópicos (São Paulo: Perspectiva, 1978), 22-3.
[191] Ver Michael Taussig, Mimesis and Alterity: A Particular History of the Senses (Nueva York y Londres: Routledge, 1993), para una exploración del potencial transgresor de la mímesis que tiene mucho en común con la de Santiago. Consúltese especialmente la perspicaz lectura que hace Taussig de la tesis benjaminiana acerca del renacimiento de lo mimético en la época de la reproductibilidad técnica (19-43).
[192] Santiago, “O Entre-Lugar,” 28.
[193] Para dos elegantes análisis de São Bernardo, véase João Luiz Lafetá, “O Mundo à Revelia”, posfacio a São Bernardo, 1934, 51a edición (Río: Record, 1989), 189-213, y el clásico análisis de Antonio Candido, Ficção e Confissão (Río: José Olympio, 1956).
[194] Graciliano Ramos, Memórias do Cárcere, 1953, 21a edición, 2 vols. (Rio de Janeiro and São Paulo: Record, 1986), I, 37.
[195] Presionado por necesidades económicas, Graciliano tendría una amarga introducción al clientelismo en 1941, cuando aceptó un puesto en el departamento de prensa y propaganda de la dictadura de Getúlio Vargas, la misma que lo había encarcelado cinco años antes. Graciliano escribió varios cuentos y crónicas para revistas como Atlântico y Cultura Política, en los cuales, sin embargo, no se puede constatar complicidad política con el Estado Novo varguista de manera transparente, al contrario de lo que sugieren recientes conexiones entre posición profesional y elección política, influidas fundamentalmente por Bourdieu, en el tratamiento del tema. Para un análisis del episodio que realmente se hace cargo de lo que algunos llamarían “problemas meramente textuales,” véase Raúl Antelo, Literatura em Revista (São Paulo: ática, 1984), 27-56.
[196] Silviano Santiago, “A Permanência do Discurso da Tradição no Modernismo: Debate,” 116-7.
[197] Silviano Santiago, ed., Glossário de Derrida (Rio de Janeiro: Francisco Alves, 1976).
[198] Derrida, “Signature évenement contexte,” Marges de la philosophie (París: Minuit, 1972), 391. Para una explicación de las paradojas de la firma y los problemas que ponen en marcha, la iterabilidad, la repetibilidad, los actos de habla, la performatividad, véase la respuesta de Derrida a J. Searle, “Limited Inc a b c....” Glyph 2 (1977): 162-254.
[199] Derrida, “Signature Événement Contexte,” 391.
[200] “Si la legibilidad de un legado estuviera dada, si fuera natural, transparente, unívoca, si no apelara y no desafiara al mismo tiempo a la interpretación, no tendríamos nunca nada que heredar.” Jacques Derrida, Spectres de Marx (París: Ed. Galilée, 1993), 40.
[201] Gilles Deleuze, Différence et répetition (París: PUF, 1968), 1-2.
[202] Deleuze, Différence, xxii.
[203] Jorge Luis Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote,” Ficciones, Prosa completa, Vol.2, 128.
[204] Silviano Santiago, Em Liberdade (Rio: Paz e Terra, 1981), 128. Las referencias a Em Liberdade se harán, en lo subsiguiente, en el cuerpo del texto.
[205] Como ejemplo, véase el intercambio incluido por Santiago en la novela: Getúlio Vargas, en una conversación con el líder integralista Plínio Salgado, le avisó del peligro representado por la candidatura de José Américo, un enemigo de los fascistas tropicales. La respuesta de Salgado va al grano: “El día en que [los integralistas] sufriéramos una persecución federal, nuestro crecimiento sería espantoso, porque es de la propia índole y naturaleza de nuestro movimiento crecer por la mística del martirio” (EL 182).
[206] El concepto de Schwarz de ideas fuera de lugar describe la contradicción necesaria de una sociedad basada en la esclavitud y el latifundio pero sometida a un mercado internacional ya capitalista. Como consecuencia, la misma clase terrateniente forzada hacia el liberalismo para integrarse en el mercado mundial también fue forzada a violar los principios liberales más obvios al, entre otras cosas, poseer esclavos. Ver Ao Vencedor, as Batatas (São Paulo: Duas Cidades, 1977).
[207] De hecho, la novela sugiere un enlace entre la ideología de la cordialidad y el pensamiento reaccionario: “Un preso político, al oírme decir que un tipo fascista, a pesar de todo, era simpático, me avisó: ‘Has visto alguna vez un fascista que no sea simpático?’” (EL 121).
[208] Para una descripción completa del asesinato de Herzog y del largo proceso de demostrar la verdad en juicio, así como todo el material iconográfico, véase Fernando Jordão, Dossiê Herzog: Prisão, Tortura e Morte no Brasil (São Paulo: Global, 1979).
[209] Ver Jordão, 20.
[210] Se podría recordar aquí el intercambio entre Zarathustra y el enano, en el cual éste no puede sino contestar el enigma lanzado por aquél en la medida en que recurre a una reconfortante, cíclica concepción de tiempo:
“Ve este portón, ¡enano! Tiene dos rostros. Dos caminos se encuentran aquí; nadie ha seguido a cualquiera de ellos hasta el fin. Esta larga pista a la vuelta dura una eternidad. La de allá, otra eternidad. Ellos se contradicen, estos caminos; se golpean cara a cara. Es aquí, en este portón, donde ellos se encuentran. El nombre del portón se inscribe arriba: “Instante.” ... ¿crees, enano, que estos caminos se contradicen eternamente?
“Todo lo recto miente,” murmuró desdeñoso el enano. “Toda verdad es tortuosa; el tiempo mismo es un círculo.”
“¡Pesado espíritu! dije enfadado, no te lo hagas tan fácil! O te dejo postrarte donde ahora te postras, pie-cojo; y ya te he traído alto.” (Also sprach Zarathustra, 1883-6, S.W IV., 200). De ahí parte Zarathustra para instalar la pregunta acerca de la dimensión pesadillesca del eterno retorno de lo mismo. Para una crítica de la hipótesis cíclica, véase también Giles Deleuze, Différence et répetition y Nietzsche et la philosophie (París: PUF, 1962).
[211] Desde su incepción, la deconstrucción ha insistido en que la concepción metafísica del tiempo asigna al futuro, ya sea en su versión escatológica, teleológica, apocalíptica, o cualquier otra, un locus inseparable de la presencia en cuanto tal. Es decir, el futuro imaginable por la metafísica--nunca a oponerse, desde luego, a otra representación “más verdadera,” “más adecuada”de aquél --está enteramente circunscrito en tanto futuro presente, es decir, aquello que será presencia [Anwesenheit] en un presente [Gegenwart] que aún no es. Para una confrontación con la manifestación más vigilante de esta reducción, es decir, la analítica heideggeriana del Dasein, véase Jacques Derrida, “Ousia et Grammè: note sur une note de Sein und Zeit,” 1968, Marges de la philosophie (París: Minuit, 1972), 31-78. Radicaría en Walter Benjamin el atisbo de un concepto de futuro no reductible a la presencia, y sería para tal chispa que Derrida habría reservado, en sus obras recientes, los nombres de justicia, promesa y don. Para lo que vincula el futuro como promesa abierta a la indeconstructibilidad de la justicia--justicia que debe ser siempre diferenciada de la ley y de la totalidad de cualquier sistema jurídico--, véase Spectres 16-48, passim. Para lo que vincula el pensamiento de la utopía a la tarea de seguir pensando lo imposible, véase Jameson, “Marx’s Purloined Letter”. Algunos apuntes iniciales míos acerca del tema están publicados como “Marx, en inminencia y urgencia,” Revista de Crítica Cultural 11 (1995): 63-6 y “El espectro en la temporalidad de lo mesiánico: Derrida y Jameson a propósito de la firma Marx,” La invención y la herencia 2, Santiago: ARCIS-LOM, 1995. 22-32
[212] “El buen sentido es la afirmación de que, en todas las cosas, hay un sentido [sens] determinable; pero la paradoja es la afirmación de dos sentidos a la vez.” Gilles Deleuze, Logique du Sens (París: Minuit, 1969).
[213] Las referencias las obras de Diamela Eltit se harán parentéticamente en el cuerpo del texto: Lumpérica (Santiago: Ediciones del Ornitorrinco, 1983), Por la patria (Santiago: Ediciones del Ornitorrinco, 1986), El cuarto mundo (Santiago: Planeta, 1988), El padre mío (Santiago: Francisco Zegers, 1989), Vaca sagrada (Santiago y Buenos Aires: Planeta, 1991), Los vigilantes (Santiago: Sudamericana, 1994). Diamela Eltit y Paz Errázuriz, El infarto del alma (Santiago: Francisco Zegers, 1994).
[214] Mi lectura de Eltit se ha nutrido de los varios ensayos en que Nelly Richard trata, con la finura de siempre, la literatura de Eltit y el contexto artístico de la escena de avanzada. Sobre la escena artística en Chile bajo Pinochet véase su Márgenes e instituciones: Arte en Chile desde 1973, edición bilingüe (Melbourne: Art and Text, 1986); sobre El padre mío de Eltit -- antinovela basada en grabaciones hechas por Eltit del delirio lingüístico de un mendigo chileno -- como un desmontaje irónico de deseos metropolitanos de referencialidad testimonial, véase su “Bordes, diseminación, posmodernismo,” Las culturas latinoamericanas de fin de siglo, ed. Josefina Ludmer (Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 1994), 240-8. Sobre El padre mío consúltese también Ivette Malverde Disselkoen, “Esquizofrenia y literatura: el discurso de padre e hija en El padre mío de Diamela Eltit,” Acta Literaria 16 (1991), 69-76. Acerca de Por la patria, una novela de la que no trataré aquí, véase el riguroso análisis de Marina Arrate en “Una novela como radiografía: Por la patria,” Tesis de Maestría, Universidad de Concepción, 1992, además de Rodrigo Cánovas, “Apuntes sobre la novela Por la patria, de Diamela Eltit,” Acta Literaria 15 (1990), 147-60 y Raquel Olea, “Por la patria, una épica de la marginalidad,” Lar 11 (1987), 2-6. Sobre la ficción de Eltit en su totalidad, véase Nelly Richard, “Tres funciones de escritura: deconstrucción, simulación, hibridación,” Una poética de literatura menor: La narrativa de Diamela Eltit, ed. Juan Carlos Lértora (Santiago: Cuarto Propio, 1993), 37-51. Sobre Lumpérica y Por la patria, se puede consultar el excelente trabajo de Djelal Kadir, The Other Writing: Essays in Latin America’s Writing Culture (West Lafayette: Purdue UP, 1993), 177-201 y Julio Ortega, El discurso de la abundancia (Caracas: Monte Avila, 1990), 255-77. Para el mejor y más informado análisis de algunos momentos clave de la literatura chilena postgolpe (Eltit, Zurita, Muñoz, Maqueira, Fariña, Juan Luiz Martínez, Berenguer, etc.) véase Eugenia Brito, Campos minados: Literatura postgolpe en Chile (Santiago: Cuarto Propio, 1990). Sobre la literatura de mujeres en Latinoamérica y especialmente en Chile, ver Berenguer et al, Escribir en los bordes: Congreso internacional de literatura femenina latinoamericana (Santiago: Cuarto Propio, 1990). De interés variable son los artículos sobre la transición chilena compilados en Cuadernos Hispanoamericanos 482-83 (1990).
[215] Ronald Kay, ed., Manuscritos (Santiago: D.E.H., 1975), 26.
[216] Pablo Oyarzún, “Arte en Chile de veinte, treinta años,” Georgia Series on Hispanic Thought 22-5 (1987-8), 311.
[217] Eugenia Brito, Campos minados, 75.
[218] Nelly Richard, Márgenes, 138.
[219] Richard, Márgenes, 56.
[220] Richard, Márgenes, 138.
[221] Nelly Richard, La insubordinación de los signos: Cambio político, transformaciones culturales y poéticas de la crisis (Santiago: Cuarto Propio, 1994), 40.
[222] Richard, Márgenes, 138.
[223] Pablo Oyarzún, “Parpadeo y piedad,” Cirugía plástica (1989), 32.
[224] Richard, La insubordinación, 20.
[225] Richard, Márgenes, 139.
[226] Sobre la obra provocativa y multifacetada de Leppe, véase Richard, Márgenes e institución, asimismo su altamente poética monografía dedicada al artista, Cuerpo correccional (Santiago: Visual, 1980). Véase también Bercht, ed., Contemporary Art from Chile (Nueva York: Americas Society, 1991), catálogo de exhibición realizada en Nueva York en 1991. Sobre la evolución del arte chileno reciente, véase Oyarzún, “Arte en Chile” y “Parpadeo.”
[227] Oyarzún, “Arte en Chile,” 323. Sobre la pintura de Dávila, véase Gustavo Buntinx, Carlos Pérez y Nelly Richard, El fulgor de lo obsceno (Santiago: Francisco Zegers, n/d). Digna de mención en la obra reciente de Dávila es la representación paródica y transexuada de uno de los íconos de la historia latinoamericana, Simón Bolívar. Su retrato de Bolívar - con maquillaje y rasgos femeninos, haciendo un gesto obsceno - establecía un espacio en el que el imaginario del prócer latinoamericano, obviamente siempre un macho, se transexuaba. La pintura provocó respuestas histéricas por parte de los gobiernos de Venezuela, Colombia y Ecuador, así como una disculpa avergonzada del ejecutivo chileno, además de una serie de ataques al patrocinio estatal de las artes, basado en la supuesta “perversidad” (concepto siempre mal definido en tales discusiones, excusado es subrayarlo) de la pintura de Dávila, recipiente de una beca gubernamental. Véase el excelente dossier en Revista de Crítica Cultural 9 (1994): 25-36, especialmente la carta firmada por varios artistas y críticos que manifiestan preocupación por el precedente de censura abierto por las reacciones histéricas a la obra de Dávila (34).
[228] Oyarzún, “Arte en Chile,” 322.
[229] Véase Sobre árboles y madres (Santiago: Gato Murr, 1984), de Patricio Marchant, para una presentación del destino de dos deseos: la posibilidad de que un joven chileno diga “Soy poeta”-- deseo que puede o no cumplirse, y en varios grados; pero la total imposibilidad, por otro lado, de que el mismo chileno pueda decir “soy filósofo.” “Inmediatamente, conversión, traducción, de su afirmación: ‘profesor de filosofía, sólo eso, su deseo’.” Véase toda la arquitectura de la noción de escena - y todo el pensamiento que se arma a partir de ella - en Sobre árboles y madres. La reflexión se vincula aquí a la imposibilidad de la filosofía en castellano, en Chile y en Latinoamérica, y la aceptación de la tarea de “pensar lo que es primeramente real para nosotros: el español, nuestra lengua, y Latinoamérica; y como chilenos, pensar la poesía chilena, poesía conceptual como pocas, regalo para el pensar” (86).
[230] Oyarzún, “Arte en Chile,” 311.
[231] Richard, Márgenes, 146.
[232] Para un análisis riguroso de la trayectoria de Zurita desde su culminación en el monumento kitsch La Vida Nueva (Santiago: Universitaria, 1994), véase Carlos Pérez, “El Manifiesto Místico-Político-Teológico de Zurita,” Revista de Crítica Cultural 10 (1995), 55-9. Pérez lee retrospectivamente la coherencia de la matriz escatológica ya presente en Purgatorio y Anteparaíso, su evolución a la subsiguiente grandiosidad de su obra tardía, un “sermón de la nueva vida,” pretensamente un “Canto General, un canto general de los nuevos tiempos” (57). Véanse también las perspicaces lecturas de Eugenia Brito en Campos minados (75-142), donde Brito señala la semiotización del cuerpo femenino dentro de la textura de las metáforas bíblicas de Zurita.
[233] Adriana Valdés cit. en Rodrigo Cánovas, Lihn, Zurita, Ictus, Radrigán: literatura chilena y experiencia autoritaria. (Santiago: FLACSO, 1986), 81. Ver aquí también el análisis que hace Cánovas de la forma silogística en el texto de Zurita, la emblematicidad identitaria de sus imágenes y su diálogo con el texto crítico y analítico.
[234] Richard, Márgenes, 142.
[235] Brito, 87.
[236] Pérez, 55.
[237] Arrate, 81.
[238] Kadir,183.
[239] Brito, 129.
[240] Sobre la constitución del sujeto como producto de una interpelación de la ley - la instancia externa y controladora representada en Lumpérica por las luces que vienen del letrero -véase, naturalmente, la teoría althusseriana de la ideología, elaborada en “L’idéologie et les aparats ideologique de l’état,” 1970, Positions (París: Éditions Sociales, 1976), 67-125.
[241] Kadir, 185.
[242] Brito, 198.
[243] Para Jacques Derrida, la herencia del nombre no sería una herencia entre otras, sino que le conferiría al heredar su matriz fundamental. Véase Passions (París: Galilée, 1993).
[244] Eltit cit. en Richard, Márgenes, 144.
[245] Kadir, 191.
[246] Brito, 12.
[247] Para un devastador desmantelamiento del familialismo - crítica que, sin embargo, no se agota en la negatividad, sino que se reconecta con lo colectivo de forma afirmativa, sentando las bases para una nueva ética - véase Gilles Deleuze y Félix Guattari, L’anti-Oedipe. Capitalisme et schizophrénie I. París: Minuit, 1972.
[248] Eltit, Lumpérica, 33, 210.
[249] Brito, 198.
[250] Henri Lefebvre, La production de l’espace (París: Anthropos, 1974), 114. Para este capítulo me he basado en mi intento anterior de examinar la ficción de Noll: “Bares desiertos y calles sin nombre: Literatura y experiencia en tiempos sombríos,” Revista de Crítica Cultural 9 (1994): 37-43.
[251] Ricardo Piglia y Juan José Saer, Por un relato futuro, 14.
[252] Juan José Saer, Nadie nada nunca, 1980 (Buenos Aires: Seix Barral, 1995).
[253] Tânia Pellegrini, “Brazil in the 1970s: Literature and Politics,” Latin American Perspectives 21 (1994), 65.
[254] El tema de la dialéctica y las cenizas que inevitablemente deja atrás en su labor es uno de los ejes estructurantes de Glas, de Jacques Derrida, que inserta el duelo como figura privilegiada de ese residuo nunca completamente incorporado, nunca del todo sintetizable por la dialéctica. Véase Glas (París: Galilée, 1974).
[255] Joâo Gilberto Noll, O Cego e a Dançarina, 1980, segunda edición (Porto Alegre: L&PM, 1986); A Fúria do Corpo (Rio: Rocco, 1981); Bandoleiros (Rio: Nova Fronteira, 1985); Rastros de Verão (Río: Rocco, 1986); Hotel Atlântico, cuarta edición (Río: Rocco, 1989); O Quieto Animal da Esquina (Río: Rocco, 1991); Harmada (Sâo Paulo: Companhia das Letras, 1993), en lo sucesivo referidas por sus iniciales.
[256] A Fúria do Corpo es una novela notable, de hecho una de las mejores de las últimas décadas en Brasil, pero difiere considerablemente de las otras y merecería un tratamiento separado. Para un análisis de A Fúria do Corpo, véase Silviano Santiago, “O Evangelho Segundo São João,” Nas Malhas da Letra 62-7.
[257] Véase también el escenario en Rastros do Verão: “profundo silencio. Yo no veía peatones ni autos. Aproveché la primera calle lateral para mear. En una punta de la calle se veía el puerto, en la otra, casas de pequeño comercio, todas cerradas, ... pasos después yo veía el viejo Mercado que bordea la Praça Quinze. Por la Praça Quinze caminaba sobre restos de frutas, sentía consistencias variadas sobre los pies, aplastaba uvas de días atrás. Nadie pasaba. Unos pocos colectivos descansaban en sus terminales (10-1) . . . Una vitrina apagando sus luces, un hombre recostado en un poste mirando su uñas, a cada cuadra, las calles más desiertas (92).
[258] En Hotel Atlântico el protagonista se registra en un hotel bajo nombre falso, miente sobre su estado civil e intenta eludir las sospechas del recepcionista cuando ve que no lleva equipaje (8-10).
[259] Fredric Jameson, “The Antinomies of Postmodernism,” The Seeds of Time (Nueva York: Columbia UP, 1994), 15.
[260] Benjamin, “über einige Motive,” 632.
[261] Benjamin, Passagen, 355.
[262] Benjamin, “über einige Motive,” 643.
[263] Varios fragmentos del Passagen-Werk, de Benjamin, hablan de la doctrina de Nietzsche como la contrapartida cómplice del progresivismo historicista: “La creencia en el progreso y en un perfeccionamiento infinito - una tarea interminable para la moral - y la representación del eterno retorno son complementarios” (144); “El eterno retorno es la forma fundamental de la conciencia mítica y prehistórica” (143); “En un fragmento, Nietzsche deja la exposición de su doctrina al cuidado de César, en lugar de Zarathustra. Es ello de gran importancia, pues revela percepción de Nietzsche de la complicidad entre su doctrina y el imperialismo” (142). Quizás no se deba, sin embargo, abandonar la hipótesis de que la teorización benjaminiana acerca de lo mesiánico se podría reconciliar con un entendimiento diferencial y no cíclico del eterno retorno.
[264] Benjamin, Passagen, 445.
[265] Benjamin, “über einige Motive bei Baudelaire,” 1939, G.S. I-2, 607.
[266] Friedmann cit. en Benjamin, Passagen, 453.
[267] Benjamin, “über einige Motive,” 607.
[268] Benjamin, “über einige Motive,” 608.
[269] Benjamin, “Paris, die Haupstadt des XIX Jahrhunderts.” G.S. V-1, 55.
[270] Benjamin, Passagen, 351.
[271] Fredric Jameson, “Utopia, Modernism and Death,” The Seeds of Time (Nueva York: Columbia UP, 1994), 85.
[272] Como César Guimarães ha apuntado, Noll reemplaza el viaje que proveía el modelo para el Bildungsroman con otro tipo de desplazamiento, la deriva. Si, como Wim Wenders afirma, “el viaje como tiempo de aprendizaje para comprender el mundo, este sueño, ya no es hoy pensable para nosotros” (cit. en Guimarães 164), el ser que viaja ha sido desprovisto de todo devenir, “movimiento de devenir otra persona se encuentra paralizado” (164). De aquí la afirmación que hace Guimarães de que los personajes de Noll “experimentan sin constituir experiencia” (160), en contraste con la ficción de Peter Handke, que todavía puede ofrecer la utopía de una relación única con objetos y así recapturar alguna narrabilidad en la experiencia. Véase su excelente análisis en “As Imagens da Memória: Fonemas, Grafemas e Cinemas nas Narrativas da Contemporaneidade.” Diss. Universidade Federal de Minas Gerais, 1995.
[273] Fournel cit. en Benjamin, Passagen, 447.
[274] “Todo el libro, del primero al último cuento, yuxtapone las más extravagantes realidades del imaginario brasileño de fines de los 1970 ” Francisco Caetano Lopes Júnior, “A Questão Pós-Moderna Vista da Periferia: O Caso João Gilberto Noll,” Hispania 74 (1994), 60.
[275] Para una instigante articulación de la noción lacaniana tardía de fantasía como el eje estructurante a través del cual se puede lanzar un ancla a lo real, véase Slavoj Zizek, The Sublime Object of Ideology (Londres y Nueva York: Verso, 1989), 43-9, passim.
[276] Guimarães, 161.
[277] Guimarães, 161-2.
[278] Jean Baudrillard, Amérique (París: Bernard Grasset, 1986), 109.
[279] También en Hotel Atlântico el narrador-protagonista oye de un derrotado rastreador de orígenes: “una tarde oí a alguien tocando el órgano en la capilla. Supe después que era un chico que estudiaba dirección de orquesta en Alemania, y que sabiéndose con cáncer terminal vino a morir en Arraiol, su tierra de origen” (HA 84).
[280] Flora Süssekind, “Ficção 80: Dobradiças e Vitrines,” Papéis Colados (Río: UFRJ, 1993), 243.
[281] Süssekind, “Ficção 80,” 240.
[282] Juan Rulfo, Pedro Páramo, 1955 (Barcelona: Planeta, 1990), 29.
[283] Tununa Mercado, Canon de alcoba (Buenos Aires: Ada Korn, 1988), 52-3.
[284] Alejandra Pizarnik, Textos de sombra y últimos poemas, Obras completas: Poesía y prosa (Buenos Aires: Corregidor, 1998), 223.
[285] Dori Laub, “Truth and Testimony: The Process and the Struggle”, en Trauma: Explorations in Memory, ed. Carol Caruth (Baltimore y Londres: Johns Hopkins UP, 1995), 63.
[286] Acerca de la crisis de la transmisibilidad de la experiencia en su relación con un declive epocal del arte del relato, véase Walter Benjamin, “Der Erzähler. Betrachtungen zum Werk Nikolai Lesskows” 1936, G..S., II-2, 438-65.
[287] Dori Laub, “Truth and Testimony”, 63. Sobre las vicisitudes del acto testimonial en la postcatástrofe, véase también Shoshana Felman y Dori Laub, Testimony; Crisis of Witnessing in Literature, Psychoanalisis and History (Nueva York y Londres: Routledge, 1992).
[288] Me refiero aquí a la clásica distinción freudiana entre el duelo, en el que aún opera una separación entre el yo y el mundo, y la melancolía, en que ya no hay límites precisos entre el sujeto y el objeto de la pérdida, puesto que el mismo yo se ha vuelto parte de lo que se percibe como irrevocablemente perdido. Véase “Trauer und Melancholie,” 1916-17, Gesammelte Schriften, Vol.5, 535-553. Como se verá en lo sucesivo, sin embargo, comprender el problema de la melancolía en Tununa Mercado pide una reescritura benjaminiana del par conceptual freudiano. Para Benjamin, desde luego, la desolación melancólica ante la miseria pasada no sería, como en Freud, un bloqueo de la praxis, sino todo lo contrario: condición de posibilidad de toda praxis genuina. Sin tal impulso melancólico no habría praxis, sino pura técnica, pura adaptación conformista a la “borrasca que llamamos progreso”. El atisbo de un diferendo irreductible entre las concepciones freudiana y benjaminiana de la melancolía se lo debo a la interlocución generosa de Federico Galende.
[289] A propósito, Hugo Achugar señala el dilema ético de la postdictadura: “un sentimiento de culpa que nace del hecho de que la sociedad uruguaya sabe . . . que ha salido de la catástrofe de la dictadura sin haber logrado aclarar dudas y recelos y sin haber logrado castigar a todos los culpables . . . La mala conciencia de la otra parte importante del país, prefirió vivir con la culpa antes que arriesgarse a obtener justicia”. La balsa de la medusa. Ensayos sobre identidad, cultura y fin de siglo en Uruguay (Montevideo: Trilce, 1992), p.45. En estado de memoria es un texto escrito precisamente como un desmontaje crítico de esta mala fe.
[290] Benjamin, “Sobre el concepto de historia,” 50.
[291] Hablando de la popularidad renovada de los museos en la postmodernidad, Andreas Huyssen apunta: “La necesidad de objetos auráticos, de encarnaciones permanentes, de la experiencia de lo ‘fuera de lo ordinario’, parece indiscutiblemente un factor clave de nuestra museofilia. Objetos que han sobrevivido durante épocas son situados, por esta misma razón, fuera de la circulación destructiva de las mercancías destinadas a la basura”. Twilight Memories: Marking Time in a Culture of Amnesia (Nueva York y Londres: Routledge, 1995), p. 33. El museo se puede entender entonces como un lugar de restitución: en el museo lo que se ha vuelto anacrónico en el mercado es restituído a la contemporaneidad precisamente como signo del pasado. Esta sería la actualidad que le confiere el mercado, pero también la fuente de su energía intempestiva, inactual, cuestionadora del presente.
[292] Friedrich Nietzsche, “Vom Nutzen und Nachtheil der Historie für Leben,” Unzeitgemäße Betrachtungen, 1874, Sämtliche Werke, Vol. 1., 247.
[293] Hay que señalar que en lo que concierne a Marx, lo que puede parecer una dicotomía simétrica entre uso e intercambio es de hecho una operación crítica en la que sólo este último tiene un estatuto epistémico real. Como apunta Jameson, “[el valor de uso] es el ‘ya desde siempre’ por excelencia: en el momento en que las mercancías comienzan a hablar ya se han convertido en valor de cambio. El valor de uso es uno de esos conceptos laterales o marginales que continuamente se mueven hacia el borde de tu campo de visión mientras mueves su centro alrededor del campo, siempre un paso antes que tú, nunca susceptible de ser fijado o sostenido.” Fredric Jameson, “Marx’s Purloined Letter”, New Left Review 209 (1995): 92.
[294] Jacques Derrida, Feu la cendre (París: Editions des femmes, 1987), 55.
[295] En estado de memoria (Buenos Aires: Ada Korn, 1990). El primer libro de Tununa Mercado, Celebrar a la mujer como una pascua, fue publicado en 1967 y recibió una mención en el Premio Casa de las Américas. Su segundo libro fue Canon de alcoba (Buenos Aires: Ada Korn, 1998), un conjunto de textos altamente alegóricos en que se entremezclaban algunas de las preocupaciones fundamentales de Mercado: la cuestión de la escritura en tiempos de derrota, el impacto del exilio en la memoria, el estatuto de los muertos entre los vivos y el inmenso problema de lo que se podría pensar como una erótica de la escritura. A continuación vino La letra de lo mínimo (Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 1994), una colección de textos minimalistas y apuntes de viajes por los EEUU. Ver también La madriguera (Buenos Aires: TusQuets, 1996), recuerdos de infancia en los que el pasado aparece como un laberinto móvil y de múltiples niveles que giran alrededor de un objeto perdido.
[296] Michel Foucault, Naissance de la clinique: un archéologie du regard medical (París: PUF, 1963), 84.
[297] Accepto la corrección del maestro Noé Jitrik: ¿cómo caracterizar la voz que habla en el texto de Tununa Mercado? Más allá del carácter autobiográfico del texto, no se la podría identificar, sin problematizaciones, con la firma de Mercado, como si el texto no fuera fundamentalmente una operación vertiginosa sobre tal firma. La salida que encontrábamos en una versión anterior de este trabajo, designándola como “protagonista” sin más, implícitamente novelizaba el texto y le restaba algo de su dimensión más perturbadora. Se la designará aquí, entonces, y de modo no totalmente satisfactorio, alternativamente como “voz narradora” y “sujeto del texto”.
[298] Para los enlaces entre transferencia y traducción, especialmente en lo que respecta a la autobiografía y la singularidad de la firma en la filosofía de Friedrich Nietzsche, véase Jacques Derrida, L’oreille de l’autre: transferts, traductions, otobiographies. Textes et debats avec Jacques Derrida (Montréal: VLB Editions, 1982).
[299] El carácter vicario del sujeto narrador del texto ha sido apuntado por Jean Franco en su análisis del texto. Véase Jean Franco, “Going Public: Reinhabiting the Private”, en On Edge: The Crisis of Contemporary Latin American Culture, ed. George Yúdice, Jean Franco y Juan Flores (Minneapolis y Londres; Minnesota UP, 1992), 78-80.
[300] Jacques Lacan señala un común malentendido acerca de la naturaleza de la transferencia (asociada por él al puritanismo de la psicología del yo norteamericana). Se trata aquí de la noción de que la transferencia sería una pura ilusión, una mero error que demandaría la supuestamente deseable intervención del analista para “corregirla” a través de “una alianza con la parte sana del yo del sujeto” (119). Para Lacan el concepto de transferencia designaría la repetición de un encuentro perdido, un acontecimiento que tiene lugar, “la puesta en escena de la realidad del inconsciente” (133), más que un manipulable medio de normalización del delirio. Jacques Lacan, Le seminaire XI: Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse (París: Seuil, 1973).
[301] Para un ejemplo de autoayuda psicologizante y adaptativa en las postdictaduras, véase el episodio de La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, en que Julia Gandini se somete a una “lobotomía virtual” por la cual se le implantan en el cerebro culpa y remordimiento por su pasado activista. Remito al cuarto capítulo de este libro para un análisis de este episodio.
[302] Benjamin, “Sobre el concepto de historia,” 63.
[303] De forma similar, véase Canon de alcoba: (82). De nuevo, el pasado emerge como un depósito de recuerdos extraños que no cesan de regresar.
[304] Sobre los temas de la herencia, espectralidad, duelo y restitución, véase Jacques Derrida, Spectres de Marx. Véase también la extensa elaboración de Fredric Jameson en “Marx’s Purloined Letter.” Breve tratamiento del papel crucial de Benjamin en el renovado diálogo entre Jameson y Derrida se podrá encontrar en mi “El espectro en la temporalidad de lo mesiánico: Derrida y Jameson a propósito de la firma Marx”, Espectros y pensamiento utópico, La invención y la herencia 2 (1995): 22-32.
[305] Martin Heidegger, “Building Dwelling Thinking”, 1951, trad. Albert Hofstadter, Basic Writings, ed. David Farrel (San Francisco: HarperCollins, 1977), 353, 351.
[306] La metáfora de la casa regresa en “La casa está en orden”, un ensayo inédito en el que Mercado reflexiona sobre “el día después” en Argentina, su choque ante la proliferación de eufemismos en referencia al régimen militar (la desaparición de las palabras “genocidio” y “aniquilación”, la sustitución de “dictadura militar” por “Proceso”, el término escogido por los dictadores), pasando por la victoria gradual del olvido sobre la memoria en las leyes conocidas como “obediencia debida” y “Punto final”, hasta la reorganización de la esfera literaria en la postdictadura siguiendo los valores impuestos por el mercado.
[307] G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes, 1807, Werke in zwanzig Bänden (Frankfurt a. M.: Suhrkamp, 1970). vol. 3, 36.
[308] Hegel, Phänomenologie, 78.
[309] Hegel, Phänomenologie, 66.
[310] En su The Gendering of Melancholia: Feminism, Psychoanalysis and the Symbolics of Loss in Renaissance Literature (Ithaca y Londres: Cornell UP, 1992), Juliana Schiesari revela los mecanismos retóricos por los cuales se ha sexualizado la distinción entre melancolía y duelo, con la primera históricamente asignada a los hombres precisamente como un signo de su excepcionalidad (de ahí la mítica imagen del genio melancólico, siempre un hombre), por oposición a la “devaluación de la realidad histórica de sojuzgamiento de la mujer y de la función ritual que ha sido tradicionalmente suya en occidente, la del duelo” (12). Sería instructivo comparar el texto de Mercado con el estudio de Schiesari, ya que la voz narrativa de Mercado habla como una mujer para la cual el duelo no excluye esa elevada autoconciencia, ese impulso creativo asignado tradicionalmente a la melancolía e históricanente sexualizada en lo masculino. En otras palabras, su duelo no reemplaza, no se opone a la melancolía, sino que más bien establece las condiciones para un trabajo del duelo crítico, autorreflexivo. Todo esto tiene lugar, desde luego, en la escritura de un sujeto que habla inconfundiblemente desde su condición de mujer. La clave para esta posibilidad es, creo yo, la relación con lo colectivo, quizás ausente o sólo apenas vislumbrable en los textos primermundistas analizados por Schiesari. Es en la relación con lo colectivo que Mercado realiza la llamada de Schiesari por “nuevos órdenes simbólicos” en que “una afirmación radical del duelo” podría tener lugar y el duelo sería entendido “como una forma positiva de razonamiento social y psíquico” (267).
[311] “Superamos [überwinden] la transferencia señalándole al paciente que sus sentimientos no surgen de su situación presente y no se aplican al médico, sino que repiten algo que le ha pasado anteriormente. De esta manera le forzamos a transformar una repetición [Wiederholung] en un recuerdo [Erinnerung].” Sigmund Freud, Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse, Gesammelte Schriften, Vol.7, 461.
[312] Como apunta Cathy Caruth en su contundente estudio sobre el trauma: “curarse - ya sea con drogas o contando nuestra historia o ambos - le parece a muchos sobrevivientes que implica el abandono de una realidad importante, o la disolución de una verdad especial en los términos confortantes de la terapia. De hecho, en los primeros escritos de Freud sobre el trauma, la posibilidad de integrar el hecho perdido en una serie de recuerdos asociativos, como parte de la cura, era visto precisamente como modo de permitir que el hecho fuera olvidado”. “Preface”, Trauma: Explorations in Memory, vii. En estado de memoria es un texto muy conciente de esta paradoja - el recuerdo terapéutico del trauma tiene el propósito de producir su olvido - y esta conciencia yace en el origen de su melancolía como texto postdictatorial. La distinción hecha por Freud entre duelo y melancolía recibe así otro giro aquí: es la posibilidad postdictatorial de un exitoso trabajo del duelo, no su imposibilidad, lo que genera la melancolía.
[313] Rux Martin, “Truth, Power, Self: An Interview with Michel Foucault”, en Luthers H. Martin, Huck Gutman y Patrick H. Hutton, eds., Technologies of the Self: A Seminar with Michel Foucault (Londres: Tavistock, 1988), 9.
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