Walter Benjamin.
El origen del drama barroco alemán.
Título original: Ursprung des deutschen Trauerspiels
© 1963, 1972, Suhrkamp Verlag, Frakfurt am Main.
© de la traducción de José Muñoz Millanes.
© 1990, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.
Concebido en 1916. redactado en 1925. Entonces, como hoy, dedicado a mi mujer.
Introducción.
Algunas cuestiones preliminares de crítica del conocimiento.
Puesto que ni en el saber ni en la reflexión se puede alcanzar un todo, ya que el saber está privado de interioridad, y la reflexión de exterioridad, nos vemos obligados a considerar la ciencia como si fuera un arte, si es que esperamos de ella alguna forma de totalidad. Y ésta última no debemos ir a buscarla en lo general, en lo excesivo, sino que, así como el arte se manifiesta siempre enteramente en cada obra individual, así también la ciencia debería mostrase siempre por entero en cada objeto individual estudiado.
Johan Wolfgag von Goethe, Materiales para la historia de la Teoría de los Colores.*
Es característico del texto filosófico enfrentarse de nuevo, a cada cambio de rumbo, con la cuestión del modo de exposición. En su forma acabada el texto filosófico terminará convirtiéndose en doctrina, pero la adquisición de tal carácter acabado no se debe a la pujanza del mero pensamiento. La doctrina filosófica se basa en la codificación histórica. Por tanto no puede ser invocada more geometrico. Cuanto más claramente las matemáticas prueban que la eliminación total del problema de la exposición (eliminación reivindicada por todo sistema didáctico rigurosamente apropiado) constituye el signo distintivo del conocimiento genuino, tanto más decisivamente se manifiesta su renuncia al dominio de la verdad, intencionado por los lenguajes. Lo que en los proyectos filosóficos es método, no se extiende a su organización didáctica. Y esto quiere decir simplemente que a estos proyectos les es inherente una dimensión esotérica que ellos no pueden descartar, que les está prohibido negar y de la que no pueden vanagloriarse sin pronunciar su propia condena. Lo que el concepto decimonónico de sistema ignora es la alternativa representada para la forma filosófica por los conceptos de doctrina y de ensayo esotérico. En la medida en que la filosofía está determinada por dicho concepto de sistema, corre el peligro de acomodarse a un sincretismo que intenta capturar la verdad en una tela de araña tendida entre los conocimientos, como si viniera volando desde fuera. Pero el universalismo así adquirido por la filosofía está muy lejos de alcanzar la autoridad didáctica de la doctrina. Si la filosofía quiere mantenerse fiel a la ley de su forma, en cuanto exposición de la verdad, y no en cuanto guía para la adquisición del conocimiento, tiene que dar importancia al ejercicio de esta forma suya y no a su anticipación en el sistema. Este ejercicio se ha impuesto en todas las épocas que reconocieron la esencialidad sin paráfrasis posible de la verdad, hasta llegar a asumir los rasgos de una propedéutica que puede ser designada con el termino escolástico de tratado, ya que éste alude, si bien de modo latente, a los objetos de la teología, sin los cuales la verdad resulta impensable. Los tratados pueden ser, ciertamente, didácticos en el tono; pero su talante más íntimo les niega el valor conclusivo de una enseñanza que, al igual que la doctrina, podría imponerse en virtud de la propia autoridad. Los tratados no recurren tampoco a los medios coercitivos de la prueba matemática. En su forma canónica se encontrará la cita autorizada como el único elemento que responde a una intención que es casi más educativa que didáctica. La exposición es la quintaesencia de su método. El método es rodeo. En la exposición en cuanto rodeo consiste, por tanto, lo que el tratado tiene de método. La renuncia al curso ininterrumpido de la intención es su primer signo distintivo. Tenaz comienza el pensamiento siempre de nuevo, minuciosamente regresa a la cosa misma. Este incesante tomar aliento constituye el más auténtico modo de existencia de la contemplación. Pues, al seguir las distintas gradaciones de sentido en la observación de un solo y mismo objeto, la contemplación recibe al mismo tiempo el estímulo para aplicarse siempre de nuevo y la justificación de su ritmo intermitente. Y la contemplación filosófica no tiene que temer por ello una pérdida de empuje, del mismo modo que la majestad de los mosaicos perdura a pesar de su despiece en caprichosas partículas. Tanto el mosaico como la contemplación yuxtaponen elementos aislados y heterogéneos, y nada podría manifestar con más fuerza que este hecho el alcance trascendente, ya de la imagen sagrada, ya de la verdad. El valor de los fragmentos de pensamiento es tanto mayor cuanto menos inmediata resulte su relación con la concepción básica correspondiente, y el brillo de la exposición depende de tal valor en la misma medida en que el brillo del mosaico depende de la calidad del esmalte. La relación entre el trabajo microscópico y la magnitud del todo plástico e intelectual demuestra cómo el contenido de verdad se deja aprehender sólo mediante la absorción más minuciosa en los pormenores de un contenido fáctico. En su forma más alta en Occidente, el mosaico y el tratado pertenecen a la Edad Media; compararlos es posible porque su afinidad es real.
La dificultad inherente a tal género de exposición prueba, simplemente, que se trata de una forma congénita de prosa. Mientras que el hablante apoya con la voz y con los gestos las frases aisladas, incluso allí donde no podrían sostenerse por sí mismas, y compone con ellas una sucesión de pensamientos a menudo vacilante y vaga, como si esbozara de un solo trazo un dibujo altamente alusivo, es propio de la escritura detenerse y comenzar desde el principio a cada frase. La forma de exposición contemplativa, más que cualquier otra, tiene que ajustarse a este principio. Pues su objetivo no es arrebatar al lector, ni tampoco entusiasmarlo. Sólo está segura de sí misma cuando lo obliga a detenerse en los momentos de la observación. Cuanto más vasto sea su objeto, tanto más distanciada resultará esta observación. Una vez descartado el imperativo discurso didáctico, la sobriedad de su prosa sigue siendo el único modo de escribir adecuado para la investigación filosófica. El objeto de esta investigación son las ideas. Si la exposición pretende afirmarse como el método propio del tratado filosófico, no tendrá más remedio que consistir en la exposición de las ideas. La verdad, manifestada en la danza que componen las ideas expuestas, se resiste a ser proyectada, no importa cómo, en el dominio del conocimiento. El conocimiento es un haber. Su mismo objeto se determina por el hecho de que tiene que ser poseído en la conciencia, sea ésta o no trascendental. Queda marcado con el carácter de cosa poseída. Con relación a esta posesión, la exposición viene a ser secundaria. El objeto no existe ya como algo que se automanifesta. Y esto último es precisamente lo que sucede con la verdad. El método, que para el conocimiento es un camino que le permite alcanzar el objeto de la posesión (aunque sea a costa de engendrarlo en la conciencia), para la verdad consiste en la exposición de sí misma y, por tanto, es algo dado con ella en cuanto forma. Esta forma no pertenece a una correlación interior a la conciencia, como sucede con la metodología del conocimiento, sino a un ser. La tesis de que el objeto del conocimiento no coincide con la verdad no dejará nunca de aparecer como una de las más profundas intenciones de la filosofía en su forma original: la doctrina platónica de las ideas. El conocimiento puede ser interrogado, pero la verdad no. El conocimiento apunta a lo particular, pero no inmediatamente a su unidad. La unidad del conocimiento (si es que existe) consistiría más bien en una correlación sintetizable sólo de manera mediata (es decir, a partir de los conocimientos singulares y, en cierto modo, nivelándolos), mientras que en la esencia de la verdad la unidad es una determinación absolutamente libre de mediaciones y directa. En tanto que directa, es peculiar de esta determinación el no prestarse a ser interrogada. Pues, si la unidad integral existente en la esencia de la verdad fuera interrogable, la pregunta tendría que ser formulada en los siguientes términos: ¿en qué medida la respuesta a esta pregunta está ya implícita en cada respuesta concebible dada por la verdad a cualquier pregunta? Y la respuesta a esta pregunta conduciría a formular la misma pregunta de nuevo, de tal modo que la unidad de la verdad escaparía a cualquier interrogación. En cuanto unidad en el ser y no en cuanto unidad en el concepto, la verdad está fuera del alcance de toda pregunta. Mientras que el concepto surge de la espontaneidad del entendimiento, las ideas se ofrecen a la contemplación. Las ideas consisten en algo previamente dado. Así, al distinguir la verdad de la correlación característica de conocimiento, la idea queda definida en cuanto ser. Tal es el alcance de la doctrina de las ideas para el concepto de verdad. En tanto que ser, la verdad y la idea adquieren aquel supremo significado metafísico que el sistema platónico les atribuye enérgicamente.
Todo lo anteriormente dicho queda documentado especialmente en el Banquete, que contiene en particular dos afirmaciones decisivas al respecto. Allí se desarrolla la noción de verdad (correspondiente al reino de las ideas) como el contenido esencial de la belleza. Y allí también la verdad es tenida por bella. Comprender la concepción platónica de la relación de la verdad con la belleza no sólo constituye un objetivo primordial de toda investigación perteneciente a la filosofía del arte, sino que resulta además indispensable para la determinación del concepto mismo de verdad. Una interpretación fiel a la lógica del sistema, que no viera en estas dos frases más que el venerable embrión de un panegírico de la filosofía, quedaría inevitablemente excluida del ámbito de la doctrina de las ideas, dentro del cual el modo de ser de éstas se pone de manifiesto (y quizá en ninguna parte mejor que en las afirmaciones citadas). La segunda de ellas necesita, en primer lugar, un comentario restrictivo. Cuando se dice que la verdad es bella, esta afirmación hay que comprenderla en el contexto del Banquete, que describe la escala del deseo erótico. Eros (así es como debemos entender el argumento) no traiciona su aspiración originaria al convertir a la verdad en objeto de su anhelo, pues también la verdad es bella. Y lo es no tanto en sí misma como para Eros. E igual sucede con el amor humano: una persona es bella para el amante, y no en sí misma, porque su cuerpo se inscribe en un orden más elevado que el de lo bello. Así también la verdad, que es bella, no tanto en sí misma como para aquel que la busca. Aunque se advierta aquí cierto matiz de relativismo, esto no significa en lo más mínimo que la belleza, el atributo esencial de la verdad, se haya convertido en un mero epíteto metafórico. La esencia de la verdad en cuanto automanifestación esencial del reino de las ideas garantiza, por el contrario, que la tesis de la belleza de la verdad jamás podrá perder su validez, pues tal momento de manifestación de la verdad constituye el refugio de la belleza en general. Y lo bello no perderá su carácter aparente y tangible en tanto se reconozca a sí mismo abiertamente en cuanto tal. Su brillo, que seduce en la medida en que pretende ser mera apariencia, desencadena la persecución del intelecto y sólo revela su inocencia cuando se refugia en el altar de la verdad. Eros lo sigue en esta fuga, no como perseguidor, sino como amante, de tal modo que la belleza, en razón de su apariencia, siempre huye doblemente: del que utiliza el intelecto, por temor; y del amante, por angustia. Y tan sólo este hecho puede atestiguar que la verdad no es un desvelamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia. Pero ¿es capaz la verdad de hacer justicia a lo bello? Ésta es la pregunta más central del Banquete. Platón la contesta al asignar a la verdad el cometido de garantizar el ser de la belleza. Y es en este sentido que él desarrolla la noción de la verdad en cuanto contenido de lo bello. Pero este contenido no sale a la luz con el desvelamiento, sino que se revela en el curso de un proceso que metafóricamente podría designarse como el llamear de la envoltura del objeto al penetrar en el círculo de las ideas: como una combustión de la obra en la que su forma alcanza el grado máximo de su fuerza luminosa. Esta relación entre verdad y belleza, que muestra mejor que nada hasta qué punto la verdad es diferente del objeto del conocimiento (con el que habitualmente se la equipara), nos da la clave del sencillo e impopular hecho de la actualidad de ciertos sistemas filosóficos cuyo contenido cognoscitivo hace mucho tiempo que perdió toda relación con la ciencia. En las grandes filosofías el mundo queda manifestado en el orden que adoptan las ideas. Pero el marco conceptual en que tal cosa sucedía, por regla general hace tiempo que cedió. No obstante, estos sistemas mantienen su validez en cuanto esbozos de una descripción del mundo, como la ofrecida por Platón con la doctrina de las ideas, Leibniz con la monadología y Hegel con la dialéctica. Es una propiedad común a todas estas tentativas la circunstancia de que su sentido queda establecido (y hasta muy a menudo se despliega con mayor fuerza) cuando se las pone en relación con el mundo de las ideas, en vez de con el mundo empírico. Pues estas construcciones intelectuales surgieron como descripción de un orden de las ideas. Cuanto mayor era la intensidad con la que los pensadores trataban de trazar la imagen de lo real en ellas, tanto más rico tema que resultar el orden conceptual por ellos desarrollado; un orden que a los ojos del futuro intérprete debía ser útil para la manifestación originaria del mundo de las ideas, que era en el fondo el objetivo intencionado. Dado que la tarea del filósofo consiste en ejercitarse en trazar una descripción del mundo de las ideas, de tal modo que el mundo empírico se adentre en él espontáneamente hasta llegar a disolverse en su interior, el filósofo ocupa una posición intermedia entre la del investigador y la del artista, y más elevada que ambas. El artista traza una imagen en miniatura del mundo de las ideas; imagen que, al ser trazada en forma de símil, asume un valor definitivo en cada momento presente. El investigador organiza el mundo con vistas a su dispersión en el dominio de la idea, al dividirlo desde dentro en el concepto. Él comparte con el filósofo el interés en la extinción de la mera empiria, mientras que el artista comparte con el filósofo la tarea de la exposición. Se ha venido asimilando demasiado el filósofo al investigador, y a menudo al investigador en su versión más limitada, negando espacio en la tarea del filósofo al problema del modo de exposición. El concepto de estilo filosófico está exento de paradojas. Tiene sus postulados, que son: el arte de la interrupción, en contraste con el encadenamiento de la deducción; la tenacidad del tratado, en contraste con el gesto del fragmento; la repetición de los motivos, en contraste con el universalismo superficial; y la plenitud de la positividad concentrada, en contraste con la polémica refutadora.
A fin de que la verdad se manifiesta como unidad y singularidad no es necesario en modo alguno recurrir por medio de la ciencia a un proceso deductivo sin lagunas. Y, sin embargo, esta coherencia exhaustiva es precisamente el único modo en que la lógica del sistema se relaciona con la noción de verdad. Tal clausura sistemática no tiene que ver con la verdad más que cualquier otra forma de exposición que intente asegurarse la verdad por medio de conocimientos y de sus conexiones recíprocas. Cuanto más escrupulosamente la teoría del conocimiento científico investiga las distintas disciplina, tanto más claramente se manifiesta la incoherencia metodológica de éstas. Con cada campo correspondiente a una ciencia particular se introducen presupuestos nuevos y sin fundamento deductivo, en cada uno de éstos se dan por resueltos los problemas de los campos adyacentes con el mismo énfasis con que se afirma la imposibilidad de deducir su solución en otro contexto[1]. Considerar esta incoherencia como accidental es uno de los rasgos menos filosóficos de esa teoría de la ciencia que en sus investigaciones no toma como punto de partida las disciplinas particulares, sino postulados supuestamente filosóficos. Pero tal discontinuidad del método científico, muy lejos de determinar un estadio inferior y provisional del conocimiento, podría, por el contrario, promover positivamente la teoría de éste, si no se interpusiera la presunción de aprehender la verdad (que sigue siendo una unidad sin fisuras) mediante una integración enciclopédica de los conocimientos. El sistema sólo tiene validez en la medida en que su esquema básico está inspirado en la constitución del mundo de las ideas mismo. Las grandes articulaciones que determinan no sólo la estructura de los sistemas, sino también la terminología filosófica (las más generales de las cuales son la lógica, la ética y la estética), no adquieren su significado en cuanto denominaciones de disciplinas especializadas, sino en cuanto monumentos de una estructura discontinua del mundo de las ideas. Pero los fenómenos no entran en el reino de las ideas íntegros (es decir, en su existencia empírica, mixta de apariencia), sino sólo en sus elementos, salvados. Se despojan de su falsa unidad a fin de participar, divididos, de la genuina unidad de la verdad. En esta división suya, los fenómenos quedan subordinados a los conceptos, que son los que llevan a cabo la descomposición de las cosas en sus elementos constitutivos. La diferenciación en conceptos quedará a salvo de cualquier sospecha de bizantinismo destructivo siempre que se proponga el rescate de los fenómenos en las ideas: el τά φαινόμενα ώζεω* platónico. Gracias a su papel de mediadores, los conceptos permiten a los fenómenos participar del ser de las ideas. Y esta misma función mediadora los vuelve aptos para otra tarea de la filosofía, igualmente primordial: la exposición de las ideas. Con la salvación de los fenómenos por medio de las ideas se lleva a cabo también la manifestación de las ideas en el medio de la realidad empírica. Pues las ideas no se manifiestan en sí mismas, sino sólo y exclusivamente a través de una ordenación, en el concepto, de elementos pertenecientes al orden de las cosas. Es decir, las ideas se manifiestan en cuanto configuración de tales elementos.
El conjunto de conceptos utilizados para manifestar una idea la vuelve presente como configuración de dichos conceptos. Pues los fenómenos no están incorporados a las ideas, no están contenidos en ellas. Las ideas, por el contrario, constituyen su ordenación objetiva virtual, su interpretación objetiva. Si ellas no contienen los fenómenos por incorporación, ni tampoco llegan a esfumarse, al quedar reducidas al «status» de meras funciones, de ley de los fenómenos, de «hipótesis» suya, cabe entonces preguntarse de qué manera tienen alcance sobre ellos. Y la respuesta sería: representando estos fenómenos. En cuanto tal, la idea pertenece a una esfera radicalmente heterogénea a lo por ella aprehendido. Por eso no se puede adoptar como criterio para determinar su modo de existencia el hecho de que abarque o no lo aprehendido de la misma manera que el género abarca las especies. Pues no es éste el cometido de la idea. Una comparación puede ilustrar su signifícado. Las ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto quiere decir, antes que nada, que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de las cosas. No sirven para el conocimiento de los fenómenos, los cuales en modo alguno pueden convertirse en criterios para determinar la existencia de las ideas. Al contrario, para las ideas el significado de los fenómenos se agota en sus elementos conceptuales. Mientras que los fenómenos, con su existencia, con sus afinidades y sus diferencias, determinan la extensión y el contenido de los conceptos que los integran, su relación con las ideas es la inversa, en la medida en que la idea, en cuanto interpretación objetiva de los fenómenos (o, más bien, de sus elementos) determina primero su mutua pertenencia. Las ideas son constelaciones eternas y, al captarse los elementos como puntos de tales constelaciones, los fenómenos quedan divididos y salvados al mismo tiempo. Y esos elementos que el concepto se encarga de redimir de los fenómenos se manifiestan más claramente en los extremos. La idea puede ser descrita como la configuración de la correlación de lo extremo y único con su semejante. Por eso es falso comprender como conceptos las referencias más generales del lenguaje, en vez de reconocerlas como ideas. Es absurdo pretender considerar lo general como algo de un simple valor medio. Lo general es la idea. La realidad empírica, en cambio, cuanto más claramente se puede ver en ella algo extremo, tanto mejor se consigue penetrarla. El concepto toma como punto de partida lo extremo. Lo mismo que a la madre se la ve comenzar a vivir con todas sus fuerzas sólo cuando el círculo de sus hijos se cierra en torno a ella movido por el sentimiento de su proximidad, así también las ideas sólo cobran vida cuando los extremos se agrupan a su alrededor. Las ideas (o ideales, según la terminología de Goethe) son las madres fáusticas. Permanecen en la oscuridad en tanto que los fenómenos no se declaran a ellas, juntándose a su alrededor. La recolección de los fenómenos incumbe a los conceptos, y la división que en ellos se efectúa gracias a la función discriminatoria del intelecto es tanto más significativa en cuanto que de un golpe consigue un resultado doble: la salvación de los fenómenos y la manifestación de las ideas.
Las ideas no son dadas en el mundo de los fenómenos. Cabe, por tanto, preguntarse en qué consiste ese modo de ser dadas, al que se ha aludido anteriormente, y si es inevitable tener que transferir a una intuición intelectual, a menudo invocada, el cometido de dar cuenta de la estructura del mundo de las ideas. La debilidad que todo esoterismo comunica a la filosofía no se revela en ninguna parte de manera más abrumadora que en la «visión», que se prescribe a manera de actitud filosófica a los adeptos de todas las doctrinas del paganismo neoplatónico. El ser de las ideas no puede ser simplemente concebido en cuanto objeto de una intuición, ni siquiera de la intuición intelectual. Pues ni siquiera en su formulación más paradójica, la que la presenta como intellectus archetypus, es capaz la intuición de penetrar el modo peculiar en que la verdad es dada y gracias al cual se mantiene fuera del alcance de cualquier tipo de intención, incluido el hecho de aparecer ella misma como intención. La verdad no entra nunca en una relaciona mucho menos en una relación intencional. El objeto del conocimiento, en cuanto determinado a través de la intencionalidad conceptual, no es la verdad. La verdad consiste en un ser desprovisto de intención y constituido por ideas. El modo adecuado de acercarse a la verdad no es, por consiguiente, un intencionar conociendo, sino un adentrarse y desaparecer en ella. La verdad es la muerte de la intención. Tal podría ser el significado de la leyenda de la estatua cubierta de Sais que, al ser desvelada, destruía a quien con ello pensaba averiguar la verdad. Y esto no se debe a una enigmática atrocidad de la circunstancia, sino a la naturaleza de la verdad, ante la cual hasta el más puro fuego de la búsqueda se extingue como bajo el efecto del agua. El ser de la verdad, por pertenecer al orden de las ideas, se diferencia del modo de ser de las apariencias. De ahí que la estructura de la verdad requiera un ser comparable en falta de intencionalidad al ser sencillo de las cosas, pero superior a él en consistencia. La verdad no es una intención que alcanzaría su determinación a través de la realidad empírica, sino la fuerza que plasma la esencia de dicha realidad empírica. El único ser, sustraído a cualquier tipo de fenomenalidad, donde reside esta fuerza, es el ser del nombre. Este ser determina el modo en que las ideas son dadas. Pero ellas son dadas, no tanto en un lenguaje primordial, como en una percepción primordial en la que las palabras aún no han perdido su nobleza denominativa en favor de su significado cognoscitivo. «En cierto sentido puede ponerse en duda que la doctrina platónica de las “ideas” hubiera sido posible si el sentido de las palabras no hubiera sugerido al filósofo, que conocía solamente su lengua madre, una divinización del concepto verbal, una divinización de las palabras: las “ideas” de Platón (si por una vez se nos permite juzgarlas desde este punto de vista parcial) no son en el fondo nada más que palabras y conceptos de palabras divinizados»[2]. La idea es algo de naturaleza lingüística: se trata de ese aspecto de la esencia de la palabra en que ésta es símbolo. En la percepción empírica, en la que las palabras se han desintegrado, ellas poseen, además de su dimensión simbólica más o menos oculta, un signifícado abiertamente profano. Al filósofo le incumbe restaurar en su primacía, manifestándolo, el carácter simbólico de la palabra, mediante el que la idea alcanza conciencia de sí misma, lo cual es todo lo contrario de cualquier tipo de comunicación dirigida hacia fuera. Y, como la filosofía no puede tener la arrogancia de hablar con el tono de la revelación, esta tarea sólo puede llevarse a cabo mediante recurso a una reminiscencia que se remonta a la percepción originaria. La anamnesis platónica quizá no se halle muy alejada de este tipo de reminiscencia. Sólo que no se trata de una actualización intuitiva de imágenes; en la contemplación filosófica, por el contrario, desde lo más hondo de la realidad la idea se libera en cuanto palabra que reclama de nuevo su derecho a nombrar. Tal actitud no corresponde, sin embargo, a Platón, en última instancia, sino a Adán, el padre de los hombres y el padre de la filosofía. La imposición adamítica dejos nombres está tan lejos de ser mero juego y arbitrio, que llega a constituir la confirmación de que el estado paradisíaco era aquel en que aún no había que luchar contra el valor comunicativo de las palabras. Las ideas se dan inintencionalmente en la nominación y tienen que renovarse en la contemplación filosófica. En esta renovación la percepción original de las palabras queda restaurada. Y por eso la filosofía a lo largo de su historia (objeto tan a menudo de burla) ha venido a ser con razón una lucha por la exposición de unas pocas palabras, siempre las mismas: las ideas. En filosofía resulta, por tanto, discutible la introducción de nuevas terminologías, si en vez de limitarse estrictamente al ámbito conceptual, se orienta hacia los objetos últimos de la contemplación. Tales terminologías (intentos fallidos de nominación en los que la intención tiene más peso que el lenguaje) carecen de la objetividad que la historia ha conferido a las principales expresiones de la contemplación filosófica. Éstas, en cambio, se hallan por su cuenta en un perfecto aislamiento inaccesible a las meras palabras. Y de este modo las ideas acatan la ley que dice: todas las esencias existen en un estado de completa autonomía e intangibilidad, no sólo respecto a los fenómenos, sino sobre todo las unas respecto de las otras. Igual que la armonía de las esferas depende del rolar de los asiros que no se tocan, así también la existencia del mundus intelligibilis depende de la distancia insalvable que separa a las esencias puras. Cada idea es un sol y se relaciona con las demás lo mismo que los soles se relacionan entre sí. La verdad es la resonancia producida por la relación entre tales esencias, cuya multiplicidad concreta es finita. Pues la discontinuidad afecta a las «esencias..., que llevan una vida toto caleo distinta de la de los objetos y sus propiedades; cuya existencia no se puede imponer dialécticamente seleccionando un complejo cualquiera de cualidades encontrado en un objeto y añadiéndoselo χαθ’αύτό*, sino que su número es limitado, y cada una de las cuales debe ser buscada laboriosamente en el lugar correspondiente de su mundo, hasta toparse con ella como un rocher de bronce, o hasta que la esperanza en su existencia se revela engañosa»[3]. No ha sido raro que la ignorancia de esta discontinua finitud suya haya frustrado algunos intentos vigorosos de renovar la doctrina de las ideas, que se concluyen por ahora con el de los primeros románticos. En sus especulaciones, la verdad, en vez de su genuino carácter lingüístico, asumió el carácter de una conciencia reflexiva.
En el sentido en que es tratado en la filosofía del arte, el Trauerspiel** es una idea. Dicho enfoque se diferencia del enfoque característico de la historia de la literatura, antes que nada, en su presuposición de unidad, ya que el segundo está obligado a de mostrar la existencia de multiplicidad. En el análisis histórico-literario las diferencias y extremos se amalgaman y relativizan como algo transitorio, mientras que en el desarrollo conceptual alcanzan el rango de energías complementarias y la historia queda reducida a la condición de margen coloreado de una simultaneidad cristalina. Desde el punto de vista de la filosofía del arte los extremos son necesarios y el transcurso histórico es virtual. La idea, en cambio, constituye el extremo de una forma o género que, en cuanto tal, no tiene cabida en la historia de la literatura. Considerado como concepto, el Trauerspiel podría encuadrarse sin problemas en la serie de conceptos clasificatorios de la estética. De modo distinto se comporta la idea en lo que a las clasificaciones respecta. La idea no determina ninguna clase ni lleva dentro de sí aquella generalidad sobre la que, en el sistema de las clasificaciones, se basa el nivel conceptual respectivo: la generalidad de la media. A la larga, no ha sido posible mantener oculta la precariedad de que, como consecuencia de este hecho, el procedimiento inductivo adolece en las investigaciones de historia del arte. Entre los investigadores recientes cunde la perplejidad crítica. A propósito de su estudio Sobre el fenómeno de lo trágico, dice Scheler: «¿Cómo hay que proceder? ¿Debemos reunir todo tipo de ejemplos de lo trágico, es decir, toda clase de acontecimientos y sucesos de los que se afirma que producen una impresión trágica, y a continuación preguntarnos inductivamente qué tienen en “común”? Se trataría entonces de una especie de método inductivo, susceptible también de corroboración experimental. Sin embargo, esto nos serviría todavía de menos que la observación de nuestro propio yo cuando nos encontramos bajo los efectos de lo trágico. Pues, ¿qué es lo que nos autoriza a aceptar que es trágico aquello que la gente tiene por tal?»[4]. No puede conducir a nada el intento de determinar las ideas inductivamente (conforme a su extensión), tomando como punto de partida el lenguaje corriente, para luego terminar investigando la esencia de lo que ha sido así fijado. Pues el uso lingüístico resulta, sin duda, de un valor inapreciable para el filósofo si se lo adopta en cuanto alusivo a las ideas, pero insidioso si, interpretado con la ayuda de un discurso o un razonamiento poco riguroso, se lo acepta en cuanto fundamento formal de un concepto. Este hecho nos permite incluso afirmar que sólo con la máxima cautela puede el filósofo inclinarse a la práctica, habitual en el pensamiento ordinario, de convertir las palabras en conceptos específicos a fin de apropiárselas mejor. Y precisamente la filosofía del arte ha sucumbido a esta tentación con no poca frecuencia. Pues cuando (por poner un ejemplo extremo, entre muchos) la Estética de lo trágico de Volkelt incluye en sus análisis obras de Holz o de Halbe a igual título que dramas de Esquilo o de Eurípides, sin plantearse siquiera si lo trágico es una forma susceptible de realización en el presente o bien una forma históricamente condicionada, entonces, y en lo que a la categoría de lo trágico respecta, no vemos obligados a admitir que entre materiales tan heterogéneos, se da, ya no tensión, sino una incongruencia inerte. Ante esta acumulación así surgida, en la que los hechos originales, más refractarios, pronto quedan cubiertos por la maraña de los hechos modernos, que' resultan más atractivos, al investigador (que, para examinar lo que teman de “común”, se sometió a este amontonamiento) no le quedan entre las manos más que unos cuantos datos psicológicos que camuflan lo heterogéneo en la uniformidad de una débil reacción de su propia subjetividad o, si no, de la del contemporáneo medio. Los conceptos psicológicos quizá permitan reproducir una multiplicidad de impresiones, independientemente del hecho de que hayan sido suscitadas por obras de arte, pero no la esencia de un campo artístico. Esto se consigue más bien mediante el análisis concienzudo de su concepto de forma, cuyo contenido metafísico no debe aparecer como algo que se encuentra simplemente en su interior, sino actuando, transmitiéndole su pulsación, lo mismo que la sangre hace con el cuerpo.
El apego a la variedad, por un lado, y la indiferencia hacia el rigor intelectual, por otro, han sido siempre las causas determinantes de la utilización acrítica de los procedimientos inductivos. Se trata en todos los casos de esa aprensión frente a las ideas constitutivas (los universalia in re) que en alguna ocasión ha sido expresada por Burdach como especial incisividad. «Prometí hablar del origen del Humanismo como si fuera un ser vivo que vino al mundo como un todo en un tiempo y en un lugar determinado y que luego siguió creciendo como un todo... Procedemos así igual que los llamados realistas de la escolástica medieval, quienes atribuían realidad a los conceptos generales, a los “universales”. De la misma manera, también nosotros postulamos (hipostasiando como en las mitologías arcaicas) un ser dotado de substancia homogénea y de realidad plena, y le damos el nombre de Humanismo”, como si fuera un individuo vivo. Pero aquí, como en in- numerables casos semejantes... tenemos que darnos cuenta de que lo único que estamos haciendo es inventamos un concepto auxiliar abstracto que nos permita abarcar y captar series infinitas de múltiples fenómenos intelectuales y de personalidades totalmente distintas entre sí. De acuerdo con un principio básico de la percepción y el conocimiento humanos, esto sólo podemos lograrlo si, movidos por nuestra necesidad innata de sistematizar, nos fijamos y ponemos énfasis, más que en las diferencias, en ciertas peculiaridades que se nos aparecen semejantes o coincidentes en dichas series heterogéneas... Estas etiquetas de “Humanismo” o “Renacimiento” son arbitrarias, y hasta erróneas, ya que confieren a tales tipos de vida, con su variedad de fuentes, su multiplicidad de formas y su pluralidad espiritual, la apariencia ilusoria de una unidad esencial real. Y la noción de “Hombre del Renacimiento”, tan popular desde Burckhardt y Nietzsche, no es sino otra máscara tan arbitraria como desorientadora»[5]. Una nota del autor a este párrafo dice así: «La contrapartida negativa de ese indestructible “Hombre del Renacimiento” la constituye el “Hombre gótico”, que desempeña hoy día un papel perturbador y pasea su existencia fantasmal hasta por el universo intelectual de importantes y respetables historiadores (¡E. Troeltsch!). Al cual hay que añadir, además, “el Hombre barroco”, del que Shakespeare, por ejemplo, sería un representante»[6]. Esta toma de postura está obviamente justificada en la medida en que se dirige contra la hipóstasis de conceptos generales (éstos no incluyen a los universales en todas sus formas). Pero es totalmente incapaz de enfrentarse a la cuestión de una teoría de la ciencia platónicamente orientada a la manifestación de las esencias, teoría cuya necesidad le pasa inadvertida. Dicha teoría representa la única posibilidad de proteger el lenguaje de las exposiciones científicas, tal como se desarrollan fuera del ámbito de las matemáticas, contra el escepticismo ilimitado que acaba por arrastrar en su torbellino a cualquier método inductivo, por sutil que sea, escepticismo contra el que los argumentos de Burdach resultan impotentes, pues éstos constituyen una reservado mentalis privada, y no una garantía metodológica. En lo que a la tipología y a la periodización histórica en particular respecta, cierto es que nunca podrá admitirse el hecho de que ideas como la del Renacimiento o la del Barroco sean capaces de dominar conceptualmentc el objeto de estudio en cuestión. Y suponer que los esfuerzos modernos de comprensión de los distintos períodos históricos puedan llegar a adquirir validez mediante eventuales discusiones polémicas en las que las épocas, igual que sucede en los grandes puntos de inflexión histórica, se enfrentan, por así decirlo, a cara descubierta, equivaldría a ignorar la naturaleza del contenido de nuestras fuentes, que suele estar determinado por intereses actuales, más que por ideas historiográficas. Pero lo que tales nombres no consiguen hacer en cuanto conceptos, lo llevan a cabo en cuanto ideas, ya que en las ideas lo semejante no llega a parecer idéntico, sino que es más bien lo extremo lo que alcanza su síntesis. Lo cual no quiere decir tampoco que el análisis conceptual tenga siempre que vérselas con fenómenos totalmente dispares y que en él no se pueda vislumbrar en alguna ocasión el esbozo de una síntesis, aunque ésta no alcance a ser legitimada. Así, a propósito precisamente de la literatura barroca, de la que surgió el Trauerspiel alemán, Strich ha observado con razón «que los principios de elaboración formal siguieron siendo los mismos a lo largo de todo el siglo»[7].
La reflexión crítica de Burdach está inspirada no tanto por el deseo de una revolución metodológica positiva como por el temor de errores factuales de detalle. Pero, a fin de cuentas, un método no debe presentarse en modo alguno guiado por la mera aprensión de su propia insuficiencia empírica: en términos negativos y como un canon de advertencias. Tiene, más bien, que partir de intuiciones de un orden más elevado que las ofrecidas por el punto de vista de un verismo científico. Tal verismo, entonces, en cada problema particular se ve obligado a enfrentarse necesariamente con las mismas cuestiones genuinamente metodológicas que su credo científico le hace ignorar. La solución de éstas conducirá, por regla general, a una revisión del planteamiento, revisión que puede concretarse al deliberar si la pregunta «¿Cómo fue realmente?» es científicamente susceptible no tanto de ser respondida como de ser formulada. Solamente al hacernos esta consideración, preparada por lo que antecede y que se concluirá en lo que sigue, podremos llegar a decidir si la idea es una abreviatura inoportuna o si, por el contrario, en su expresión lingüística, constituye el fundamento del verdadero contenido científico. Una ciencia que se explaya en protestas contra el lenguaje de sus propias investigaciones es un absurdo. Las palabras, juntamente con los signos de las matemáticas, son el único medio de exposición de que dispone la ciencia, y ellas mismas no son signos. Pues en el concepto, al que obviamente correspondería el signo, pierde su potencia esa misma palabra que, en cuanto idea, posee un carácter esencial. El verismo, a cuyo servicio se pone el método inductivo de la teoría del arte, no se vuelve más aceptable por la circunstancia de que al final los planteamientos discursivos y los planteamientos inductivos converjan en una «intuición»[8] que, como R. M. Meyer y otros muchos imaginan, podría asumir la forma de un sincretismo de los más variados métodos. Y así nos encontramos de nuevo en el punto de partida, como sucede siempre con todas las formulaciones del problema del método basadas en un realismo ingenuo. Pues es precisamente esta intuición la que debe ser interpretada. Y el procedimiento inductivo de investigación estética muestra también aquí su habitual lado negativo al resultar que dicha intuición no es la de la cosa resuelta en la idea, sino la intuición de los estados subjetivos del receptor proyectados en la obra, que es en lo que viene a consistir la empatía, considerada por R. M. Meyer el elemento decisivo de su método. Este método, que es exacta- mente el opuesto del que vamos a adoptar en el curso de este estudio «considera la forma artística del drama, de la tragedia o de la comedia clásica, e incluso las de la comedia de carácter y de situación, como magnitudes dadas con las que hay que contar. Luego, mediante la comparación de ejemplos destacados de cada genero, trata de obtener reglas y leyes con las que juzgar las producciones singulares. Y, comparando a su vez los géneros, aspira a descubrir leyes artísticas generales válidas para todas las obras»[9]. La «deducción» del género en la filosofía del arte estaría basada, por consiguiente, en un empleo combinado de la inducción y la abstracción, en el que no se trataría tanto de establecer de deductivamente la secuencia lógica de estos géneros y especies como de presentarla en el esquema de la deducción.
Mientras que la inducción rebaja las ideas a conceptos, al renunciar a articularlas y ordenarlas, la deducción conduce al mismo resultado al proyectarlas en un continuum pseudológico. El dominio del pensamiento filosófico no se despliega siguiendo las líneas ininterrumpidas de las deducciones conceptuales, sino al describir el mundo de las ideas. Esta descripción comienza de nuevo con cada idea, como si ella fuera originaria. Pues las ideas constituyen una multiplicidad irreductible. Las ideas son dadas a la contemplación como una multiplicidad finita (o, más bien, concreta). De ahí la vehemente crítica que Benedetto Croce lleva a cabo de la deducción del concepto de género realizada en la filosofía del arte. Con razón ve él en la clasificación, concebida como soporte de deducciones especulativas, el fundamento de una crítica superficialmente esquematizante. Y, mientras que la actitud nominalista de Burdach frente al concepto de época utilizado por los historiadores (su resistencia a la más mínima pérdida de contacto con los hechos) responde al temor de alejarse de lo que es acertado, en Croce otro nominalismo perfectamente análogo respecto al concepto estético de género (un apego semejante a lo particular) se explica por su preocupación de que, al alejarse de lo particular, uno pueda verse simplemente privado de lo esencial. Este hecho resulta especialmente adecuado para situar en su justa perspectiva el problema del sentido verdadero de los nombres asignados a los géneros en la estética. El Breviario de estética reprueba el prejuicio «de la posibilidad de distinguir varias o muchas formas particulares de arte, determinada cada una en su concepto particular, en sus límites, y provista de leyes propias... Muchos estéticos componen hoy mismo tratados sobre la estética de lo trágico, o de lo cómico, o de la lírica, o del humorismo, y estéticas de la pintura, de la música, de la poesía; y lo que es peor, ... los críticos, al juzgar las obras de arte, no han perdido del todo la manía de volver a los géneros y a las artes particulares en que, según ellos, se dividen las obras de arte»[10]. «Véase lo infundada que es cualquier teoría que se sabe en la división de las artes. El genero o la clase es, en este caso, uno solo: el arte mismo o la intuición, cuyas singulares obras son infinitas, todas originales, todas ellas imposibles de traducir en otras... Entre lo universal y lo particular no se interpone filosóficamente ningún elemento intermedio, ninguna serie de géneros o de especies, de generalia»[11]. Esta afirmación posee plena validez en lo que a los conceptos de géneros estéticos respecta. Pero no va suficientemente lejos. Pues, del mismo modo que agrupar una serie de obras de arte en función de lo que tienen en común resulta a todas luces un empeño ocioso cuando de lo que se trata no es de hacer acopio de ejemplos históricos o estilísticos, sino de determinar lo que es esencial a esas obras, así también resulta inconcebible que la filosofía del arte renuncie a alguna de sus ideas más fecundas como la de lo trágico o la de lo cómico. Pues estas ideas no están constituidas por agregados de reglas; son ellas mismas entidades cuando menos iguales en consistencia y realidad a cualquier drama, pero en modo alguno conmensurables a él. Así que no tienen ninguna pretensión de subsumir cierto número de obras literarias dadas, sobre la base de cualquier tipo de aspecto común a ellas. Pues aun cuando no hubiera una tragedia o un drama cómico en estado puro capaz de justificar el nombre de estas ideas, ellas podrían seguir existiendo. Y a esta supervivencia de las ideas tiene que contribuir una manera de investigar que no se comprometa ya desde el principio con todo aquello designable como trágico o como cómico, sino que atienda a lo ejemplar, aun a riesgo de verse obligada a atribuir este carácter ejemplar a un mero fragmento disperso. Tal manera de investigar, por tanto, no abastece de «criterios de juicio» al autor de reseñas. Ni la crítica ni los criterios determinantes de una terminología (que vienen a ser la piedra de toque de la doctrina filosófica de las ideas en el arte) pueden constituirse mediante la aplicación del criterio externo de la comparación, sino de un modo inmanente, gracias a un despliegue de lenguaje formal de la obra en el que se exterioriza su contenido en detrimento de su efecto. Además, precisamente las obras significativas se encuentran fuera de los límites del género en la medida en que el género se manifiesta en ellas, no como algo absolutamente nuevo, sino como un ideal por alcanzar. Una obra importante, o funda el género o lo supera; y, cuando es perfecta, consigue las dos cosas al mismo tiempo.
La imposibilidad de desarrollar las formas artísticas deductivamente y la consiguiente devaluación de la regla como instancia crítica (ella seguirá siendo siempre una instancia en la enseñanza del arte) sientan las bases de un escepticismo fecundo. Éste podría compararse a las profundas pausas en que el pensamiento se detiene a tomar aliento y después de las cuales puede perderse en lo más minúsculo a su aire y sin rastro de agobio. Pues, cada vez que la contemplación se sumerja en la obra artística y en su forma para evaluar su contenido, será lo más minúsculo lo que esté en juego. La precipitación con que, por rutina, se las trata (con el mismo golpe de mano con el que se escamotean los bienes ajenos) no resulta en absoluto más justificable que la llaneza de los filisteos. En la verdadera contemplación, en cambio, el abandono del procedimiento deductivo va acompañado de un retorno cada vez más profundo y fervoroso a los fenómenos, los cuales nunca corren el peligro de quedar reducidos a objetos de un confuso asombro, en tanto que su manifestación implica al mismo tiempo la manifestación de las ideas, con lo cual aquello que tienen de singular queda salvado. No hace falta decir que un radicalismo que privara a la terminología estética de algunas de sus mejores formulaciones, condenando la filosofía del arte al silencio, no representa tampoco la última palabra de Croce. Éste, por el contrario, afirma: «porque aunque se niegue todo valor teórico a las clasificaciones abstractas, no queremos negárselo a la genética y concreta clasificación, que no es tal clasificación, y que se llama la Historia»[12]. En esta oscura frase el autor roza, aunque demasiado fugazmente, por desgracia, el núcleo de la doctrina de las ideas. Pero le impide darse cuenta de ello cierto psicologismo que le lleva a minar la definición de arte como «expresión» con la ayuda de la del arte como «intuición». Y se le escapa hasta qué punto el enfoque por él designado como «clasificación genética» coincide, en el problema del origen, con una división específica del arte basada en la doctrina de las ideas. El origen, aun siendo una categoría plenamente histórica, no tiene nada que ver con la génesis. Por «origen» no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser y del pasar. El origen se localiza en el flujo del devenir como un remolino que engulle en su ritmo el material relativo a la génesis. Lo originario no se da nunca a conocer en el modo de existencia bruto y manifiesto de lo fáctico, y su ritmo se revela solamente a un enfoque doble que lo reconoce como restauración, como rehabilitación, por un lado, y justamente debido a ello, como algo imperfecto y sin terminar, por otro. En cada fenómeno relacionado con el origen se determina la figura mediante la cual una idea no deja de enfrentarse al mundo histórico hasta que alcanza su plenitud en la totalidad de su historia. Por consiguiente, el origen no se pone de relieve en la evidencia fáctica, sino que concierne a su prehistoria y posthistoria. Las directrices de la contemplación filosófica están trazadas, en la dialéctica inherente al origen, la cual revela cómo la singularidad y la repetición se condicionan recíprocamente en todo lo que tiene un carácter esencial. La categoría del origen no es, pues, como Cohen da a entender[13], una categoría puramente lógica, sino histórica. Es bien conocida la afirmación de Hegel «tanto peor para los hechos». Lo cual en el fondo quiere decir que la percepción de las relaciones esenciales incumbe al filósofo, y que las relaciones esenciales siguen siendo lo que son aunque no se expresen en su estado puro en el mundo de los hechos. Esta actitud genuinamente idealista paga por su seguridad el precio de renunciar al núcleo de la idea de origen. Pues toda prueba de origen debe estar preparada a responder de la autenticidad de lo en ella revelado. Si no puede acreditarse como auténtica, entonces no es digna de su nombre. Con esta consideración, la distinción entre la quaestio juris y la quaestio facti parece quedar superada en lo que a los objetos filosóficos de nivel más elevado respecta. Esto es incuestionable e inevitable. De ahí no se sigue, sin embargo, que cualquier «hecho» primitivo pueda ser adoptado sin más preámbulos en cuanto momento constitutivo de esencia. La tarea del investigador comienza, por el contrario, aquí, pues él no puede considerar tal hecho corno seguro hasta que su más íntima estructura se manifiesta con un carácter tan esencial que lo revele como un origen. Lo auténtico (esa marca del origen en los fenómenos) es objeto de descubrimiento, un descubrimiento que, de un modo singular, acompaña al acto de reconocer. Y este descubrimiento puede hacer surgir lo auténtico en lo que los fenómenos tienen de más singular y excéntrico, tanto en el curso de las investigaciones más precarias y torpes como en las manifestaciones obsoletas de un período de decadencia. La idea asume la serie de las manifestaciones históricas, pero no para construir una unidad a partir de ellas, ni mucho menos para extraer de ellas algo común. Entre la relación de lo singular con la idea y la relación de lo singular con el concepto no cabe ninguna analogía: en el segundo caso cae bajo el concepto y sigue siendo lo que era (singularidad); en el primero, está en la idea y llega a ser lo que no era (totalidad). En esto consiste su «salvación» platónica.
La historia filosófica, en cuanto ciencia del origen, es la forma que, a partir de la separación de los extremos y de los aparentes excesos de la evolución, hace surgir la configuración de la idea como una totalidad caracterizada por la posibilidad de una coexistencia razonable de tales opuestos. La exposición de una idea no puede considerarse en modo alguno lograda mientras no se haya pasado virtualmente revista al círculo de los extremos en ella posibles. Este recorrido no deja de ser virtual, pues lo abarcado por la idea del origen tiene todavía historia sólo en cuanto contenido, pero ya no en cuanto un acontecer que pudiera afectarlo. Su historia es exclusivamente interna, pero no en un sentido ilimitado, sino en cuanto relacionada con el ser esencial, lo que permite caracterizarla como la pre y posthistoria de éste. En señal de su salvación o de su recolección en el recinto del mundo de las ideas, la pre y posthistoria de tal ser esencial no es una historia pura, sino una historia natural. La vida de las obras y de las formas, que sólo bajo esta protección se despliega clara y no turbada por la vida humana, es una vida natural[14]. Una vez que este ser redimido se determina en la idea, la presencia de la pre y posthistoria impropiamente dicha (es decir, de aquella que posee un carácter de historia natural) se convierte en virtual. Ya no es pragmáticamente real, sino que, en tanto que historia natural, hay que leerla en su estado de perfección y reposo, que es el de la esencia. Con lo cual la tendencia subyacente a toda conceptualización filosófica queda determinada una vez más en el viejo sentido: establecer el devenir de los fenómenos en su ser. Pues el concepto de ser inherente a la ciencia filosófica no queda satisfecho con el fenómeno, si no absorbe también toda su historia. En investigaciones de este tipo la profundización de la perspectiva histórica, sea en dirección al pasado o al futuro, no conoce límites por cuestión de principios, procurando la totalidad a la idea. Cuya estructura, plasmada por el contraste de su inalienable aislamiento con la totalidad, es monadológica. La idea es una mónada. Él ser que ingresa en ella con la pre y posthistoria dispensa, oculta en la suya propia, la figura abreviada y oscurecida del resto del mundo de las ideas, de igual modo que en el Discurso de metafísica de Leibniz (1686) en cada una de las mónadas se dan también todas las demás indistintamente. La idea es una mónada: en ella reposa, preestablecida, la representación de los fenómenos como en su interpretación objetiva. Cuanto más elevado el orden de las ideas, tanto más perfecta será la representación en ellas contenida. Y, de este modo, el mundo real bien podría constituir una tarea en el sentido de que habría que penetrar en todo lo real tan a fondo, que en ello se re- velase una interpretación objetiva del mundo. Desde la perspectiva de una tarea de absorción semejante, no resulta extraño que el pensador de la monadología fuera el fundador del cálculo infinitesimal. La idea es una mónada; lo cual quiere decir, en pocas palabras: cada idea contiene la imagen del mundo. Y su exposición impone como tarea nada menos que dibujar esta imagen abreviada del mundo.
La historia de la investigación de la literatura barroca alemana confiere un aspecto paradójico al análisis de una de sus formas principales, en la medida en que dicho análisis, en vez de establecer reglas y tendencias, ha de ocuparse sobre todo de la metafísica de tal forma, aprehendida en su plenitud y de manera concreta. No cabe duda de que, entre los muchos obstáculos que han dificultado la comprensión de la literatura de esta época, uno de los más considerables lo constituye la forma, torpe a pesar de su importancia, que es propia especialmente de su teatro. Pues precisamente la forma dramática, de un modo más decidido que cualquiera otra, reclama resonancia histórica; una resonancia que se le ha venido negando a la forma dramática del Barroco. La rehabilitación del patrimonio literario alemán, que empezó con el Romanticismo, apenas ha afectado hasta la fecha a la literatura del Barroco. Fue sobre todo el drama de Shakespeare el que, con su riqueza y con su libertad, oscureció, a los ojos de los escritores románticos,- las tentativas alemanas de aquella misma época, cuya gravedad resultaba, además, extraña al teatro destinado a la representación. La naciente filología germánica, por su parte, miraba con recelo estas tentativas, en absoluto populares, propias de una clase de funcionarios cultivados. A pesar de la verdadera importancia de la contribución de estos hombres a la causa de la lengua y la cultura popular, a pesar de su participación consciente en la formación de una literatura nacional, su trabajo estaba demasiado claramente marcado por la máxima absolutista «todo para el pueblo, nada gracias a él» como para haber podido ganarse la simpatía de los filólogos de la escuela de Grimm y de Lachmann. Lo que contribuye en gran medida a la violencia penosa de su estilo es cierto espíritu que, en el mismo momento en que se estaban esforzando en construir el drama alemán, les llevaba a desdeñar el material temático del acervo popular alemán. Pues en el drama barroco no juegan ningún papel ni la leyenda ni la historia alemanas. Pero la investigación del Trauerspiel barroco tampoco salió beneficiada de la difusión (que habría más bien que calificar de simplificación historicista) de los estudios de germanística durante el último tercio del siglo pasado. Su esquiva forma quedaba fuera del alcance de una ciencia para la que la crítica estilítica y el análisis formal eran disciplinas auxiliares del más ínfimo rango, y las fisonomías de los autores, que confusamente se vislumbraban en las incomprendidas obras, a muy pocos podían empujar a la confección de esbozos histórico-biográficos. En cualquier caso, en estos dramas no se puede hablar de un despliegue libre, o Indico, del ingenio literario. Los dramaturgos de aquella época se sintieron, por el contrario, poderosamente asociados a la tarea de elaborar la forma de un drama secular. Y, por más que, desde Gryphius a Hallmann, abundaran los esfuerzos en este sentido (con frecuencia mediante repeticiones estereotipadas), el drama alemán de la Contrarreforma nunca alcanzó aquella forma flexible y dócil a cualquier toque virtuosista que Calderón aportó al drama español. El drama alemán se formó (y ello por haber sido un producto necesario de su tiempo) gracias a un esfuerzo extremadamente violento, y este hecho bastaría ya para indicar que ningún genio soberano dio a esta forma su impronta. Y, sin embargo, es en esta forma donde se encuentra situado el centro de gravedad de cada Trauerspiel barroco. Lo que cada escritor individual pudo lograr dentro del horizonte de esta forma queda en una situación de deuda incomparable respecto a la forma misma, cuya profundidad no resulta afectada por la limitación del escritor: la comprensión de este hecho constituye un requisito previo de la investigación. Pero aun así sigue siendo indispensable un enfoque que sea capaz de elevarse a la intuición de una forma en general hasta ver en ella algo mas que una simple abstracción operada en el cuerpo de la literatura. La idea de una forma (si se nos permite repetir parte de lo anteriormente dicho) no es algo menos vivo que una obra literaria concreta cualquiera. Y en comparación con las tentativas individuales del Barroco, la idea de la forma del Trauerspiel es decididamente más rica. Y así como toda forma lingüística, incluyendo la caída en desuso o la aislada, puede ser concebida no sólo como testimonio del que la plasmó, sino también como documento de la vida del lenguaje y de sus posibilidades en un momento dado, así también en cada forma artística está contenido (de un modo mucho más auténtico que en cualquier obra individual) el índice de una determinada estructuración del arte, objetivamente necesaria. Las investigaciones más antiguas se vieron privadas de este enfoque, no sólo porque el análisis formal y la historia de las formas escaparon a su atención: a ello también ha contribuido su adhesión muy poco critica a la teoría barroca del drama, que es la de Aristóteles adaptada a las tendencias de la época. En la mayor parle de las obras esta adaptación significó un empobrecimiento. Sin detenerse a indagar los serios motivos que determinaron esta variación, los estudiosos estuvieron dispuestos a hablar con demasiada ligereza de una distorsión basada en un malentendido, y de ahí sólo había un paso para llegar a la conclusión de que los dramaturgos de aquella época no habían hecho en el fondo más que aplicar, sin comprenderlos, unos preceptos venerables. El Trauerspiel del Barroco alemán pasó a ser visto como la caricatura de la tragedia antigua. En este esquema se podía hacer encajar sin dificultad todo lo que en aquellas obras a un gusto refinado se le antojaba chocante, y hasta bárbaro. La trama de sus «acciones principales de tema político»* constituía una distorsión del antiguo drama de reyes; la hinchazón retórica, una distorsión del noble pathos helénico, así como el sangriento efecto final también se consideraba una distorsión de la catástrofe trágica. El Trauerspiel se presentaba de este modo como un torpe renacimiento de la tragedia. Y así se impuso un nuevo encasillamiento destinado a frustrar por completo cualquier intento de comprensión de esta forma: visto como drama del Renacimiento, el Trauerspiel aparece afectado en sus rasgos más característicos por otros tantos defectos de estilo. Debido a la autoridad de los repertorios temáticos elaborados con un criterio histórico, esta clasificación se quedó sin rectificar por mucho tiempo. A consecuencia de ello, la muy meritoria obra de Stachel Séneca y el drama alemán del Renacimiento, que fundó la bibliografía de este campo, se ve radicalmente privada de cualquier hallazgo esencial digno de mención, al que tampoco por otra parte aspira. En su trabajo sobre el estilo lírico del siglo XVII, Strich puso de manifiesto este equívoco, que durante mucho tiempo ha lastrado la investigación. «Se suele designar como “Renacimiento” el estilo de la literatura alemana del siglo XVII. Pero si con este nombre se da a entender algo más que la simple imitación superficial de los procedimientos de la Antigüedad, entonces tal término resulta engañoso y simplemente demuestra la desorientación de la ciencia de la literatura en lo que a la historia de los estilos respecta pues dicho siglo no tuvo nada del espíritu clásico del Renacimiento. El estilo de su literatura es, por el contrario, barroco, aun cuando, en vez de limitarnos a considerar su hinchazón y recargamiento, nos remontemos a sus principios de composición, que tienen un carácter más profundo»[15]. Otro error que se ha venido manteniendo con sorprendente tenacidad en la historia de este período literario tiene que ver con cierto prejuicio de la crítica estilística. Nos referimos a la pretendida irrepresentabilidad de estos dramas. No es quizá la primera vez que la perplejidad suscitada por un tipo de teatro insólito lleva a pensar que éste nunca ha sido representado, que obras semejantes habrían quedado sin efecto fue la escena las ha rechazado. En la interpretación de Séneca, sin ir más lejos, se encuentran controversias que en este punto. Sea como fuere, en lo que al Barroco respecta, ha quedado refutada aquella leyenda centenaria transmitida de A. W. Schlegel[16] a Lamprecht[17], según la cual el drama correspondiente estaba destinado a la lectura. En las violentas acciones, que provocan el placer visual, se manifiesta el elemento teatral con singular fuerza. Incluso la teoría subraya ocasionalmente los efectos escénicos. La sentencia de Horacio (Et prodesse volunt et delectare poetae)* plantea a la poética de Buchner la cuestión de cómo es que el Trauerspiel puede deleitar, y la respuesta es que, si no en razón de su contenido, sí está muy dentro de sus posibilidades el hacerlo en virtud de su realización escénica[18].
La investigación, llena como estaba de múltiples prejuicios, al intentar una apreciación objetiva del drama barroco (esfuerzo que, por suerte o por desgracia, tenía que resultar insuficiente), no hizo sino aumentar la confusión a la que ahora debe enfrentarse desde el primer momento cualquier reflexión sobre el asunto. Cuesta trabajo creer que se pudiera pensar que de lo que se trataba era de demostrar la coincidencia de los efectos del Trauerspiel barroco con los sentimientos del temor y la compasión, provocados por la tragedia, según Aristóteles, con el propósito de llegar la conclusión de que el Trauerspiel es una verdadera tragedia, aunque a Aristóteles nunca se le haya ocurrido afirmar que la capacidad de suscitar tales sentimientos fuera exclusiva de la tragedia. Uno de los primeros investigadores ha hecho la siguiente ridícula observación: «Gracias a sus estudios, Lohenstein llegó a estar tan compenetrado con un mundo del pasado que olvidó el suyo propio, hasta el punto de que su modo de expresarse, de pensar y de sentir hubiera sido mejor comprendido por un público de la Antigüedad que por el de sus contemporáneos».[19] a necesidad de refutar tales extravagancias es menos acuciante que la de señalar el hecho de que una forma artística nunca puede ser determinada en función de los efectos que produce. «¿La eterna e indispensable exigencia consiste en que la obra de arte sea perfecta en sí misma! ¡Hubiera sido una lástima que Aristóteles, que tenía delante de sus ojos las obras más perfectas, se hubiera parado a pensar en sus efectos!»[20]. He aquí lo que dice Goethe. Poco importa que Aristóteles esté completamente a salvo de la sospecha de la que Goethe le defiende: lo que cuenta es que el método de la filosofía del arte, al discutir el drama, exige imperiosamente la exclusión total de los efectos psicológicos definidos por Aristóteles. A este propósito Wilamowitz-Moellendorf explica: «habría que comprender que la χάθαρσις* no puede funcionar como una determinación específica del drama, y aun cuando se quisiera admitir que las emociones, gracias a las cuales el drama produce sus efectos, son factores que lo constituyen como especie, la desdichada pareja formada por el temor y la compasión seguiría resultando del todo insuficiente»[21]. Aún más desafortunado y mucho más frecuente todavía que el intento de rescatar el Trauerspiel con la ayuda de Aristóteles, resulta ese tipo de «apreciación» que, mediante aperçus del más ínfimo género, pretende haber demostrado la «necesidad» de este teatro, con lo cual no suele estar claro si lo que así también se ha probado es el valor positivo o la precariedad de toda valoración. La cuestión del carácter necesario de sus manifestaciones es siempre manifiestamente apriorística en el dominio de la historia. El falso término ornamental de «necesidad», con el que se ha sólido adornar el Trauerspiel barroco, brilla con colores muy variados. No se refiere solamente a la necesidad histórica, superfinamente contrastada con el mero azar, sino también a la necesidad subjetiva de una bona fides en contraste con el producto virtuosista. Pero está claro que no estamos diciendo nada nuevo al establecer que la obra surge necesariamente de las disposiciones subjetivas de su autor. Y lo mismo sucede con ese otro tipo de «necesidad» que concibe las obras o las formas como estadios preliminares de un desarrollo ulterior dentro de un contextoproblemático. «Es posible que el concepto de la naturaleza y la visión del arte característicos del siglo XVII hayan quedado destruidos y arruinados para siempre, pero sus hallazgos temáticos y, especialmente, sus invenciones técnicas siguen floreciendo inmarchitables, incorruptibles e imperecederos»[22]. Así es como todavía la crítica más reciente rescata la literatura de este período: haciendo de ella un puro medio. La «necesidad»[23] de las apreciaciones críticas de halla situada en un terreno plagado de equívocos y deriva su plausibilidad del único concepto de necesidad que resulta estéticamente relevante, que es en el que Novalis piensa cuando habla del carácter a priori de las obras de arte como una necesidad a ellas inherente de estar ahí. Es obvio que este tipo de necesidad sólo se revela a un análisis capaz de penetrar hasta su contenido metafísico, mientras que se sustrae a una «apreciación» timorata, que es a lo que, en definitiva, también se reduce el reciente intento de Cysarz. Si a los primeros estudios sobre el tema se les escapaban las razones para adoptar un enfoque completamente distinto, es sorprendente comprobar cómo en este último ideas valiosas y observaciones precisas no llegan a producir el resultado deseado al estar conscientemente referidas al sistema de la poética clasicista. En última instancia en él no se expresa tanto la intención clásica de «salvar» las obras como un deseo de justificarlas de manera irrelevante. En obras críticas más antiguas se suele mencionar la guerra de los Treinta Años a este respecto. Se la presenta como responsable de todos los deslices que se le han reprochado a esta forma dramática. «Se ha dicho muy a menudo que éstas eran obras de teatro escritas por verdugos y para verdugos. Pero no era otra cosa lo que le hacía falta a la gente de aquel tiempo. Al vivir en una atmósfera de guerras, de luchas sangrientas, encontraban naturales estas escenas; era el cuadro de sus costumbres lo que se les estaba ofreciendo. Por eso saboreaban ingenua y brutalmente el placer que se les proporcionaba»[24].
Así es como, a finales del siglo pasado, la investigación se había alejado irremediablemente de una exploración crítica de la forma del Trauerspiel. El enfoque sincrético (a base de historia cultural, historia literaria y biografía), con el que entonces se intentó paliar la ausencia de una reflexión encuadrada en la filosofía del arte, cuenta en la investigación actual con un equivalente menos inofensivo. Lo mismo que un enfermo que está bajo los efectos de la fiebre transforma en las acosantes imágenes del delirio todas las palabras que oye, así también el espíritu de nuestro tiempo echa mano de las manifestaciones de culturas remotas en el tiempo o en el espacio para arrebatárselas e incorporarlas fríamente a sus fantasías egocéntricas. Tal es el signo de nuestra época: sería imposible descubrir un estilo nuevo o una tradición popular desconocida que no apelara inmediatamente y del modo más evidente a la sensibilidad de nuestros contemporáneos. Esta fatídica impresionabilidad patológica, en virtud de la cual el historiador trata de deslizarse por «substitución»[25] hasta la posición del creador (como si éste, por haberla creado, fuera también intérprete de su propia obra), ha recibido el nombre de «empatía», con el cual la mera curiosidad cobra atrevimiento disfrazada de método. En esta incursión, la falta de autonomía característica de la actual generación ha sucumbido casi por completo al peso abrumador con que el Barroco le salió al encuentro. La revaluación provocada por la irrupción del Expresionismo (y no exenta de influencias de la poética de la escuela de Stefan George)[26] ha conducido sólo en muy pocos casos, por el momento, a una verdadera comprensión capaz de revelar nuevas conexiones, no entre el crítico moderno y su objeto, sino en el interior del objeto mismo[27]. Pero los viejos prejuicios ya están empezando a perder terreno. Ciertas llamativas analogías con la situación actual de la literatura alemana han proporcionado cada vez más motivos de interés en el Barroco; un interés sentimental la mayor parte de las veces, aunque positivo como orientación. Ya en 1904 un historiador de la literatura de esta época afirmaba: «Tengo la impresión de que en los últimos doscientos años, en lo que a la sensibilidad artística respecta, ningún período ha estado en el fondo tan emparentado como el nuestro con la literatura barroca del siglo XVII en su búsqueda de estilo. Interiormente vacíos o convulsionados en lo más profundo de sí mismos, externamente absorbidos por problemas técnicos y formales que, a primera vista, parecían tener muy poco que ver con las cuestiones existenciales de la época: así fueron la mayoría de los escritores barrocos, y semejantes a ellos parecen ser los escritores de nuestro tiempo, o al menos los que están dejando huella en su producción literaria»[28]. La opinión expresada con timidez y excesiva brevedad en estas frases se ha ido confirmando desde entonces en un sentido mucho más amplio. En 1915 la aparición de Las troyanas de Werfel señaló los comienzos del drama expresionista. No es un azar que en los inicios
del drama barroco el mismo tema se encuentre en Opitz. En ambas obras los respectivos autores demuestran su preocupación por el instrumento de la lamentación y su resonancia, para lo cual en ninguno de los dos casos hizo falta recurrir a amplios desarrollos artificiosos sino a una versificación modelada sobre el recitativo dramático. Es en el tratamiento de la lengua sobre todo donde se ve claramente la analogía de los intentos de entonces con los de un pasado reciente y con los de hoy día. Todos ellos se caracterizan por la exageración. Las creaciones literarias de estas dos épocas no surgen de la existencia en el ámbito de la comunidad, sino del hecho de que con la violencia de su estilo amanerado tratan de disimular la falta de productos de valor en el terreno de las letras. Pues, al igual que el Expresionismo, el Barroco es una época en la que una inflexible voluntad de arte prevalece sobre la práctica artística propiamente dicha. Así sucede siempre en los denominados períodos de decadencia. La suprema realidad del arte es la obra aislada, cerrada en sí misma. Pero hay veces en que la obra redonda se halla sólo al alcance de los epígonos. Se trata de los períodos de la «decadencia» de las artes, de la «voluntad de arte». De ahí que Riegl descubriera esta expresión a propósito precisamente del arte del Imperio Romano en su fase final. Dicha voluntad sólo tiene acceso a la forma como tal, pero nunca a la obra singular bien hecha. Es esa misma voluntad de arte la que explica la vigencia del Barroco tras el derrumbe de la cultura alemana de corte clásico. A ello hay que añadir los esfuerzos por lograr un estilo rústico en el lenguaje que hiciera a éste aparecer a la altura del peso de los acontecimientos históricos. La práctica consistente en comprimir en una sola palabra adjetivos que no admiten uso adverbial, en compañía del substantivo, no es una invención de hoy. Grosstanz, Grossgedicht (es decir, «poema épico») son vocablos barrocos*. Proliferan los neologismos. Hoy como entonces, muchos de ellos representan la búsqueda de un nuevo pathos. Los escritores trataban de hacer suya, personalmente, esa pro- funda facultad imaginativa de la que brota, precisa y delicada al mismo tiempo, la dimensión metafórica del lenguaje. Era más fácil granjearse una reputación a base de palabras figuradas que de discursos provistos de figuras, como si el objetivo inmediato de la invención verbal literaria fuera la creación lingüística. Los traductores barrocos se complacían en las acuñaciones verbales más violentas, semejantes a las que hoy día encontramos sobre todo en forma de arcaísmos, y gracias a las cuales se pretende tener acceso a las fuentes mismas de la vida del lenguaje. Esta violencia es siempre el signo distintivo de una producción en la que, del conflicto de fuerzas desencadenadas, apenas se puede extraer la expresión articulada de un contenido verdadero. En tal desgarramiento, nuestro presente refleja, hasta en los detalles de la práctica artística, ciertos aspectos del talante espiritual del Barroco. Igual que en aquel momento el teatro pastoril se contraponía a la novela política (cultivada entonces como ahora por autores distinguidos), así también hoy día se contraponen a ella las declaraciones pacifistas de los literatos en favor de la simple Ufe y de la bondad natural del hombre. Los actuales hombres de letras, que, lo mismo que los de otras épocas, llevan una existencia al margen de las empresas colectivas, están de nuevo consumidos por una ambición que, a pesar de todo, los escritores del Barroco pudieron satisfacer mejor. Pues Opitz, Gryphius y Lohenstein de vez en cuando tuvieron ocasión de prestar servicios, debidamente retribuidos, en los asuntos de Estado. Y hasta aquí llega el paralelo. El literato barroco se sentía totalmente vinculado al ideal de un régimen absoluto como el apoyado por las iglesias de ambas confesiones. La actitud de sus herederos actuales, cuando no es hostil al estado o revolucionaria, se caracteriza por la ausencia de cualquier noción de estado. Y finalmente, a pesar de las numerosas analogías, no conviene olvidar una gran diferencia: en la Alemania del siglo XVII, la literatura, por poca atención que se le prestase, contribuyó considerablemente al renacer de la nación. En cambio, los veinte años de literatura alemana a los que hemos hecho referencia para explicar el renovado interés en el Barroco, representan una decadencia, por inaugural y fructífera que ésta pueda resultar.
De ahí que resulte tanto más fuerte el impacto que ahora puede producir la revelación de tendencias análogas en el Barroco alemán, plasmadas con procedimientos artísticos extravagantes. Al situarnos frente a una literatura que, con el despliegue de su técnica, la abundancia uniforme de sus creaciones y la vehemencia de sus juicios de valor, trataba encierto modo de reducir al silencio a sus contemporáneos y a su posteridad, es preciso subrayar la necesidad de mantener una actitud soberana, tal como lo exige la exposición de la idea de una forma. Incluso no es de desdeñar, por tanto, el peligro de dejarse precipitar desde las alturas del conocimiento en las inmensas profundidades del estado de ánimo barroco. En los improvisados intentos de evocar en el presente el sentido de esta época, una y otra vez encontramos una característica sensación de vértigo, producida por el espectáculo de su mundo espiritual, que gira entre contradicciones. «Hasta las más íntimas inflexiones lingüísticas del Barroco, hasta sus detalles (quizá sobre todo éstos) resultan antitéticos»[29]. Sólo una perspectiva distanciada y que renuncie desde el principio a la visión de la totalidad puede ayudar al espíritu, mediante un aprendizaje en cierto modo ascético, a adquirir la fuerza necesaria para ver tal panorama sin perder el dominio de sí mismo. El curso de este aprendizaje es lo que aquí nos proponíamos describir.
* Goethe, Johan Wolfgag von, Sämtliche Werke, edicicón del Jubileo, llevada a cabo por Eduard von der Hellen en colaboración con Konrad Burdach (y otros), Stuttgart-Berlín, sin fecha (1907 y ss.), vol. 40: Scriften zur Naturwissenchaft, II, páginas 140-141.
[1] Cf. Meyerson, Émile, De 1'explicalion dans les sciences, 2 vols.. París, 1921, passim.
* Salvar los fenómenos. (N. del T.)
[2] Günter, Hermann, Von der Sprache der Götter und Geister. Bedeutungsgeschichtliche Untersuchungen zur homerischen und eddischen Góttersprache, HalleSaale. 1921, p. 49. Cf. Usener, Hermann, Götternamen. Versuch einer Lehre von der religiösen Begriffsbildung, Bonn, 1896, p. 321.
* (Como si subsistiera) por sí mismo. (N. del T.)
[3] Hering, Jean, «Bemerkungen über das Wesen, die Wesenheit und die Idee», en Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung, 4 (1921), p. 522.
** El término Trauerspiel (plural: Trauerspiele) significa literalmente «obra teatral fúnebre o luctuosa» (de Trauer: «duelo, luto», y Spiel: «espectáculo») y se empezó a utilizar en Alemania en el siglo XVII en lugar de la palabra de origen griego Tragödie. Hemos renunciado a traducir este término como «tragedia» a fin de mantener el doblete Tragödie/Trauerspiel, que sirve a Benjamin para establecer su fundamental oposición entre la tragedia clásica (tanto antigua como moderna), por un lado, y la especificidad del Trauerspiel como drama trágico, por otro. Considerando que el desarrollo y el apogeo del Trauerspiel tuvieron lugar durante el Barroco (período sobre el que se centra el estudio de Benjamin), algunos traductores han propuestos traducir Trauerspiel como «drama barroco». Esta solución, sin embargo, induce a confusión en ciertos contextos donde el autor usa a su vez la palabra genérica «drama», o bien cuando, como es habitual entre los historiadores de la literatura alemana, Benjamín también aplica el término Trauerspiel a obras relacionadas con este género, pero anteriores o posteriores al Barroco (tal seria el caso del Trauerspie burgués del Sturm und Drang, o el del Trauerspiel romántico de Friedrich Schlegel). Conviene además tener en cuenta que, desde su perspectiva germánica, Benjamin denomina Trauerspiele a obras pertenecientes a otras literaturas y asimilables a la categoría que él se propone definir: los dramas de Shakespeare o de Calderón, por ejemplo. (N. del T.)
[4] Scheler, Max, Vom Umsturz der Werte, 2.ª ed. revisada de los Abhandlungen und Aufsätze, Leipzig, 1919, vol. 1, p. 241.
[5] Burdach, Konrad, Reformation, Renaissance, Humainsmus. Zwei Abhandlungen über die Grundlage moderner Bildung und Sprachkunst, Berlín, 1918, páginas 100 y ss.
[6] Burdach, op. cit., p. 213 (nota).
[7] Strich, Fritz, «Der lyrische Stil des siebzehnten Jahrhunderts», en Abhandlungen zur deutschen Literaturgeschichte. Franz Muncker zum 60 Geburstage dargebracht von Eduard Berend (y otros), Munich, 1916, p. 52.
[8] Meyer, Richard Moritz, «Über das Verständnis von Kunstwerken», en Neue Jahrbücher für das klassische Alterliim, Geschichte und deutsche Litteratur, 4 (1901) (=Neue Jahrbücher für das klassische Alterliim, Geschichte und deutsche Litteratur und für Pädagogik, 7), p. 378.
[9] Meyer, op. cit., p. 372.
[10] Croce, Benedetto, Breviario de estética, traducción de José Sánchez Rojas, Madrid, Espasa Calpe, 1967 (7.ª ed.), pp. 50-51.
[11] Croce, op. cit., pp. 53-54.
[12] Croce, op. cit., pp. 56.
[13] Cf. Cohen, Hermann, Logik der reinen Erkenntnis (System der Philosopie, I) Berlín, 1914 (2.a ed.), pp. 35-36.
[14] Cf. Benjamin, Walter, «Die Aufgabe des Übersetzers» («La tarea del traductor»), en Baudelaire, Charles, Tableaux parisiens, traducción alemana con un prólogo de Walter Benjamin, Heildelberg, Die Drucke des Argonautenkreises, 5, 1923, páginas VIII-IX.
* En el original, Haupt- und Staatsaktionen (literalmente: «acciones principales y de Estado»). Como Benjamin señala en el apartado que les dedica más adelante (en la sección titulada «El Trauerspiel y la Tragedia»), este tipo de dramas viene a ser un producto epigonal del teatro barroco, una réplica meridional y popular al Trauerspiel culto de la Alemania del Norte (no en vano el término fue acuñado por el ilustrado Gottsched con intención denigratoria): las Haupt- und Staatsaktionen estuvieron muy en boga a finales del siglo XVII y principios del XVII en la Alemania del Sur y en Austria (sobre todo en Viena) y eran representadas principalmente por compañías de actores ambulantes. Haupt- se refiere al hecho de que estas acciones constituían el espectáculo principal, por oposición a la obra accesoria o Nachspiel: la acción secundaria, generalmente más breve y de carácter cómico, que se representaba a continuación. Staat describe su temática, muy estereotipada, supuestamente noble y elevada, y de carácter histórico-político (aunque, por significar también «majestuosidad», la palabra Staat puede referirse además a lo pomposo del lenguaje y de la puesta en escena). (N. del T.)
[15] Sirich, op. cit., p. 21.
[16] Cf. Schlegel, Aungust Wilhelm von, Sämmtliche Werke, editadas por Eduard Böcking, vol. VI: Vorlesungen über dramatische Kunst und Litteratur, 2ª parte, Leipzig, 1846 (3.a ed.), p. 403. Y también, Schlegel, August Wilhelm, Vorlesungen über schöne Litteratur und Kunst, editadas por Jakob Minor, 3.ª parte (1803-1804): Geschichte der romantischen Litteratur, Heilbronn, 1884 (Deutsche Litteraturdenkmale 18. und 19. Jahrhunderts, XIX), p. 72.
[17] Cf. Lamprecht, Karl, Deutsche Geschichte, sección 2.ª: Neuere Zeit. Zeitalter des individuellen Seelenlebens, vol. III, 1.ª parte (vol. VII de la colección completa, 1.ª parte), Berlín, 1912 (3.ª reimpresión), p. 267.
* «Los poetas quieren ser provechosos y deleitar al mismo tiempo.» La cita exacta de Horacio es Aut prodesse volunt aut detectare poetae («Los poetas quieren, o ser provechosos o deleitar») y pertenece a De Arte Poetica, verso 333 (N. del T.).
[18] Cf. Borcherdt, Hans Heinrich, Augustus Buchner únd seine Bedeutung für die deutsche Literatur des siebzehnten Jahrhunderts, Munich, 1919, p. 58.
[19] Müller, Conrad, Beiträge zum Leben und Dichten Daniel Caspers von Lohenstein, Breslau, 1882 (Germanistische Abhandlungen, I), pp. 72-73.
[20] Goethe, Werke, edición de Weimar, realizada por encargo de la gran duquesa Sofía de Sajonia, sección 4.ª: Cartas, vol. 42: enero-julio de 1827, Weimar, 1907, página 104.
* Catarsis. (N. del T.)
[21] Wilamowitz-Moellendorf, Ulrich von, Einleitung in die griechische Tragödie, reimpresa a partir de la I.ª ed. del Hércules de Eurípides, I, caps. I-IV, Berlín, 1907, página 109.
[22] Cysarz, Herbert, Deutsche Barockdichtung. Renaissance, Barock, Rokoko, Leipzig, 1924, p. 299.
[23] Cf. Petersen, Julius, «Der Aufbau der Literaturgeschichte», en Germanischromanische Monatsschrift, 6 (1914), pp. 1-16 y 129-152; especialmente pp. 149 y 151.
[24] Wysocki, Louis G., Andreas Gryphius et la tragédie allemande au XVIIe siècle, Thése de doctorat, París, 1892, p. 14.
[25] Petersen, op. cit, p. 13.
[26] Cf. Hofmanswaldau, Christian Hofman von, Auserlesene Gedichte, editadas con una introducción por Felix Paul Greve, Leipzig, 1907, p. 8.
[27] Cf., sin embargo, Hübscher, Arthur, «Barock ais Gestaltung antithetischen Lebensgefühis. Grundiegung einer Phaseologie der Geistesgeschichte», en Euphorion, 24 (1922), pp. 517-562 y 759-805.
[28] Manheimer, Victor, Die Lyrik des Andreas Gryphius. Sludien iind Malerialen, Berlín, 1904, p. XIII.
* Literalmeme, «gran danza», «gran poema». (N. del T.)
[29] Hausenstein, Wilheim, Vom Geisi des Barock, Munich, 1921 (3.ª ed.), p. 28.
El origen del drama barroco alemán.
Título original: Ursprung des deutschen Trauerspiels
© 1963, 1972, Suhrkamp Verlag, Frakfurt am Main.
© de la traducción de José Muñoz Millanes.
© 1990, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.
Concebido en 1916. redactado en 1925. Entonces, como hoy, dedicado a mi mujer.
Introducción.
Algunas cuestiones preliminares de crítica del conocimiento.
Puesto que ni en el saber ni en la reflexión se puede alcanzar un todo, ya que el saber está privado de interioridad, y la reflexión de exterioridad, nos vemos obligados a considerar la ciencia como si fuera un arte, si es que esperamos de ella alguna forma de totalidad. Y ésta última no debemos ir a buscarla en lo general, en lo excesivo, sino que, así como el arte se manifiesta siempre enteramente en cada obra individual, así también la ciencia debería mostrase siempre por entero en cada objeto individual estudiado.
Johan Wolfgag von Goethe, Materiales para la historia de la Teoría de los Colores.*
Es característico del texto filosófico enfrentarse de nuevo, a cada cambio de rumbo, con la cuestión del modo de exposición. En su forma acabada el texto filosófico terminará convirtiéndose en doctrina, pero la adquisición de tal carácter acabado no se debe a la pujanza del mero pensamiento. La doctrina filosófica se basa en la codificación histórica. Por tanto no puede ser invocada more geometrico. Cuanto más claramente las matemáticas prueban que la eliminación total del problema de la exposición (eliminación reivindicada por todo sistema didáctico rigurosamente apropiado) constituye el signo distintivo del conocimiento genuino, tanto más decisivamente se manifiesta su renuncia al dominio de la verdad, intencionado por los lenguajes. Lo que en los proyectos filosóficos es método, no se extiende a su organización didáctica. Y esto quiere decir simplemente que a estos proyectos les es inherente una dimensión esotérica que ellos no pueden descartar, que les está prohibido negar y de la que no pueden vanagloriarse sin pronunciar su propia condena. Lo que el concepto decimonónico de sistema ignora es la alternativa representada para la forma filosófica por los conceptos de doctrina y de ensayo esotérico. En la medida en que la filosofía está determinada por dicho concepto de sistema, corre el peligro de acomodarse a un sincretismo que intenta capturar la verdad en una tela de araña tendida entre los conocimientos, como si viniera volando desde fuera. Pero el universalismo así adquirido por la filosofía está muy lejos de alcanzar la autoridad didáctica de la doctrina. Si la filosofía quiere mantenerse fiel a la ley de su forma, en cuanto exposición de la verdad, y no en cuanto guía para la adquisición del conocimiento, tiene que dar importancia al ejercicio de esta forma suya y no a su anticipación en el sistema. Este ejercicio se ha impuesto en todas las épocas que reconocieron la esencialidad sin paráfrasis posible de la verdad, hasta llegar a asumir los rasgos de una propedéutica que puede ser designada con el termino escolástico de tratado, ya que éste alude, si bien de modo latente, a los objetos de la teología, sin los cuales la verdad resulta impensable. Los tratados pueden ser, ciertamente, didácticos en el tono; pero su talante más íntimo les niega el valor conclusivo de una enseñanza que, al igual que la doctrina, podría imponerse en virtud de la propia autoridad. Los tratados no recurren tampoco a los medios coercitivos de la prueba matemática. En su forma canónica se encontrará la cita autorizada como el único elemento que responde a una intención que es casi más educativa que didáctica. La exposición es la quintaesencia de su método. El método es rodeo. En la exposición en cuanto rodeo consiste, por tanto, lo que el tratado tiene de método. La renuncia al curso ininterrumpido de la intención es su primer signo distintivo. Tenaz comienza el pensamiento siempre de nuevo, minuciosamente regresa a la cosa misma. Este incesante tomar aliento constituye el más auténtico modo de existencia de la contemplación. Pues, al seguir las distintas gradaciones de sentido en la observación de un solo y mismo objeto, la contemplación recibe al mismo tiempo el estímulo para aplicarse siempre de nuevo y la justificación de su ritmo intermitente. Y la contemplación filosófica no tiene que temer por ello una pérdida de empuje, del mismo modo que la majestad de los mosaicos perdura a pesar de su despiece en caprichosas partículas. Tanto el mosaico como la contemplación yuxtaponen elementos aislados y heterogéneos, y nada podría manifestar con más fuerza que este hecho el alcance trascendente, ya de la imagen sagrada, ya de la verdad. El valor de los fragmentos de pensamiento es tanto mayor cuanto menos inmediata resulte su relación con la concepción básica correspondiente, y el brillo de la exposición depende de tal valor en la misma medida en que el brillo del mosaico depende de la calidad del esmalte. La relación entre el trabajo microscópico y la magnitud del todo plástico e intelectual demuestra cómo el contenido de verdad se deja aprehender sólo mediante la absorción más minuciosa en los pormenores de un contenido fáctico. En su forma más alta en Occidente, el mosaico y el tratado pertenecen a la Edad Media; compararlos es posible porque su afinidad es real.
La dificultad inherente a tal género de exposición prueba, simplemente, que se trata de una forma congénita de prosa. Mientras que el hablante apoya con la voz y con los gestos las frases aisladas, incluso allí donde no podrían sostenerse por sí mismas, y compone con ellas una sucesión de pensamientos a menudo vacilante y vaga, como si esbozara de un solo trazo un dibujo altamente alusivo, es propio de la escritura detenerse y comenzar desde el principio a cada frase. La forma de exposición contemplativa, más que cualquier otra, tiene que ajustarse a este principio. Pues su objetivo no es arrebatar al lector, ni tampoco entusiasmarlo. Sólo está segura de sí misma cuando lo obliga a detenerse en los momentos de la observación. Cuanto más vasto sea su objeto, tanto más distanciada resultará esta observación. Una vez descartado el imperativo discurso didáctico, la sobriedad de su prosa sigue siendo el único modo de escribir adecuado para la investigación filosófica. El objeto de esta investigación son las ideas. Si la exposición pretende afirmarse como el método propio del tratado filosófico, no tendrá más remedio que consistir en la exposición de las ideas. La verdad, manifestada en la danza que componen las ideas expuestas, se resiste a ser proyectada, no importa cómo, en el dominio del conocimiento. El conocimiento es un haber. Su mismo objeto se determina por el hecho de que tiene que ser poseído en la conciencia, sea ésta o no trascendental. Queda marcado con el carácter de cosa poseída. Con relación a esta posesión, la exposición viene a ser secundaria. El objeto no existe ya como algo que se automanifesta. Y esto último es precisamente lo que sucede con la verdad. El método, que para el conocimiento es un camino que le permite alcanzar el objeto de la posesión (aunque sea a costa de engendrarlo en la conciencia), para la verdad consiste en la exposición de sí misma y, por tanto, es algo dado con ella en cuanto forma. Esta forma no pertenece a una correlación interior a la conciencia, como sucede con la metodología del conocimiento, sino a un ser. La tesis de que el objeto del conocimiento no coincide con la verdad no dejará nunca de aparecer como una de las más profundas intenciones de la filosofía en su forma original: la doctrina platónica de las ideas. El conocimiento puede ser interrogado, pero la verdad no. El conocimiento apunta a lo particular, pero no inmediatamente a su unidad. La unidad del conocimiento (si es que existe) consistiría más bien en una correlación sintetizable sólo de manera mediata (es decir, a partir de los conocimientos singulares y, en cierto modo, nivelándolos), mientras que en la esencia de la verdad la unidad es una determinación absolutamente libre de mediaciones y directa. En tanto que directa, es peculiar de esta determinación el no prestarse a ser interrogada. Pues, si la unidad integral existente en la esencia de la verdad fuera interrogable, la pregunta tendría que ser formulada en los siguientes términos: ¿en qué medida la respuesta a esta pregunta está ya implícita en cada respuesta concebible dada por la verdad a cualquier pregunta? Y la respuesta a esta pregunta conduciría a formular la misma pregunta de nuevo, de tal modo que la unidad de la verdad escaparía a cualquier interrogación. En cuanto unidad en el ser y no en cuanto unidad en el concepto, la verdad está fuera del alcance de toda pregunta. Mientras que el concepto surge de la espontaneidad del entendimiento, las ideas se ofrecen a la contemplación. Las ideas consisten en algo previamente dado. Así, al distinguir la verdad de la correlación característica de conocimiento, la idea queda definida en cuanto ser. Tal es el alcance de la doctrina de las ideas para el concepto de verdad. En tanto que ser, la verdad y la idea adquieren aquel supremo significado metafísico que el sistema platónico les atribuye enérgicamente.
Todo lo anteriormente dicho queda documentado especialmente en el Banquete, que contiene en particular dos afirmaciones decisivas al respecto. Allí se desarrolla la noción de verdad (correspondiente al reino de las ideas) como el contenido esencial de la belleza. Y allí también la verdad es tenida por bella. Comprender la concepción platónica de la relación de la verdad con la belleza no sólo constituye un objetivo primordial de toda investigación perteneciente a la filosofía del arte, sino que resulta además indispensable para la determinación del concepto mismo de verdad. Una interpretación fiel a la lógica del sistema, que no viera en estas dos frases más que el venerable embrión de un panegírico de la filosofía, quedaría inevitablemente excluida del ámbito de la doctrina de las ideas, dentro del cual el modo de ser de éstas se pone de manifiesto (y quizá en ninguna parte mejor que en las afirmaciones citadas). La segunda de ellas necesita, en primer lugar, un comentario restrictivo. Cuando se dice que la verdad es bella, esta afirmación hay que comprenderla en el contexto del Banquete, que describe la escala del deseo erótico. Eros (así es como debemos entender el argumento) no traiciona su aspiración originaria al convertir a la verdad en objeto de su anhelo, pues también la verdad es bella. Y lo es no tanto en sí misma como para Eros. E igual sucede con el amor humano: una persona es bella para el amante, y no en sí misma, porque su cuerpo se inscribe en un orden más elevado que el de lo bello. Así también la verdad, que es bella, no tanto en sí misma como para aquel que la busca. Aunque se advierta aquí cierto matiz de relativismo, esto no significa en lo más mínimo que la belleza, el atributo esencial de la verdad, se haya convertido en un mero epíteto metafórico. La esencia de la verdad en cuanto automanifestación esencial del reino de las ideas garantiza, por el contrario, que la tesis de la belleza de la verdad jamás podrá perder su validez, pues tal momento de manifestación de la verdad constituye el refugio de la belleza en general. Y lo bello no perderá su carácter aparente y tangible en tanto se reconozca a sí mismo abiertamente en cuanto tal. Su brillo, que seduce en la medida en que pretende ser mera apariencia, desencadena la persecución del intelecto y sólo revela su inocencia cuando se refugia en el altar de la verdad. Eros lo sigue en esta fuga, no como perseguidor, sino como amante, de tal modo que la belleza, en razón de su apariencia, siempre huye doblemente: del que utiliza el intelecto, por temor; y del amante, por angustia. Y tan sólo este hecho puede atestiguar que la verdad no es un desvelamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia. Pero ¿es capaz la verdad de hacer justicia a lo bello? Ésta es la pregunta más central del Banquete. Platón la contesta al asignar a la verdad el cometido de garantizar el ser de la belleza. Y es en este sentido que él desarrolla la noción de la verdad en cuanto contenido de lo bello. Pero este contenido no sale a la luz con el desvelamiento, sino que se revela en el curso de un proceso que metafóricamente podría designarse como el llamear de la envoltura del objeto al penetrar en el círculo de las ideas: como una combustión de la obra en la que su forma alcanza el grado máximo de su fuerza luminosa. Esta relación entre verdad y belleza, que muestra mejor que nada hasta qué punto la verdad es diferente del objeto del conocimiento (con el que habitualmente se la equipara), nos da la clave del sencillo e impopular hecho de la actualidad de ciertos sistemas filosóficos cuyo contenido cognoscitivo hace mucho tiempo que perdió toda relación con la ciencia. En las grandes filosofías el mundo queda manifestado en el orden que adoptan las ideas. Pero el marco conceptual en que tal cosa sucedía, por regla general hace tiempo que cedió. No obstante, estos sistemas mantienen su validez en cuanto esbozos de una descripción del mundo, como la ofrecida por Platón con la doctrina de las ideas, Leibniz con la monadología y Hegel con la dialéctica. Es una propiedad común a todas estas tentativas la circunstancia de que su sentido queda establecido (y hasta muy a menudo se despliega con mayor fuerza) cuando se las pone en relación con el mundo de las ideas, en vez de con el mundo empírico. Pues estas construcciones intelectuales surgieron como descripción de un orden de las ideas. Cuanto mayor era la intensidad con la que los pensadores trataban de trazar la imagen de lo real en ellas, tanto más rico tema que resultar el orden conceptual por ellos desarrollado; un orden que a los ojos del futuro intérprete debía ser útil para la manifestación originaria del mundo de las ideas, que era en el fondo el objetivo intencionado. Dado que la tarea del filósofo consiste en ejercitarse en trazar una descripción del mundo de las ideas, de tal modo que el mundo empírico se adentre en él espontáneamente hasta llegar a disolverse en su interior, el filósofo ocupa una posición intermedia entre la del investigador y la del artista, y más elevada que ambas. El artista traza una imagen en miniatura del mundo de las ideas; imagen que, al ser trazada en forma de símil, asume un valor definitivo en cada momento presente. El investigador organiza el mundo con vistas a su dispersión en el dominio de la idea, al dividirlo desde dentro en el concepto. Él comparte con el filósofo el interés en la extinción de la mera empiria, mientras que el artista comparte con el filósofo la tarea de la exposición. Se ha venido asimilando demasiado el filósofo al investigador, y a menudo al investigador en su versión más limitada, negando espacio en la tarea del filósofo al problema del modo de exposición. El concepto de estilo filosófico está exento de paradojas. Tiene sus postulados, que son: el arte de la interrupción, en contraste con el encadenamiento de la deducción; la tenacidad del tratado, en contraste con el gesto del fragmento; la repetición de los motivos, en contraste con el universalismo superficial; y la plenitud de la positividad concentrada, en contraste con la polémica refutadora.
A fin de que la verdad se manifiesta como unidad y singularidad no es necesario en modo alguno recurrir por medio de la ciencia a un proceso deductivo sin lagunas. Y, sin embargo, esta coherencia exhaustiva es precisamente el único modo en que la lógica del sistema se relaciona con la noción de verdad. Tal clausura sistemática no tiene que ver con la verdad más que cualquier otra forma de exposición que intente asegurarse la verdad por medio de conocimientos y de sus conexiones recíprocas. Cuanto más escrupulosamente la teoría del conocimiento científico investiga las distintas disciplina, tanto más claramente se manifiesta la incoherencia metodológica de éstas. Con cada campo correspondiente a una ciencia particular se introducen presupuestos nuevos y sin fundamento deductivo, en cada uno de éstos se dan por resueltos los problemas de los campos adyacentes con el mismo énfasis con que se afirma la imposibilidad de deducir su solución en otro contexto[1]. Considerar esta incoherencia como accidental es uno de los rasgos menos filosóficos de esa teoría de la ciencia que en sus investigaciones no toma como punto de partida las disciplinas particulares, sino postulados supuestamente filosóficos. Pero tal discontinuidad del método científico, muy lejos de determinar un estadio inferior y provisional del conocimiento, podría, por el contrario, promover positivamente la teoría de éste, si no se interpusiera la presunción de aprehender la verdad (que sigue siendo una unidad sin fisuras) mediante una integración enciclopédica de los conocimientos. El sistema sólo tiene validez en la medida en que su esquema básico está inspirado en la constitución del mundo de las ideas mismo. Las grandes articulaciones que determinan no sólo la estructura de los sistemas, sino también la terminología filosófica (las más generales de las cuales son la lógica, la ética y la estética), no adquieren su significado en cuanto denominaciones de disciplinas especializadas, sino en cuanto monumentos de una estructura discontinua del mundo de las ideas. Pero los fenómenos no entran en el reino de las ideas íntegros (es decir, en su existencia empírica, mixta de apariencia), sino sólo en sus elementos, salvados. Se despojan de su falsa unidad a fin de participar, divididos, de la genuina unidad de la verdad. En esta división suya, los fenómenos quedan subordinados a los conceptos, que son los que llevan a cabo la descomposición de las cosas en sus elementos constitutivos. La diferenciación en conceptos quedará a salvo de cualquier sospecha de bizantinismo destructivo siempre que se proponga el rescate de los fenómenos en las ideas: el τά φαινόμενα ώζεω* platónico. Gracias a su papel de mediadores, los conceptos permiten a los fenómenos participar del ser de las ideas. Y esta misma función mediadora los vuelve aptos para otra tarea de la filosofía, igualmente primordial: la exposición de las ideas. Con la salvación de los fenómenos por medio de las ideas se lleva a cabo también la manifestación de las ideas en el medio de la realidad empírica. Pues las ideas no se manifiestan en sí mismas, sino sólo y exclusivamente a través de una ordenación, en el concepto, de elementos pertenecientes al orden de las cosas. Es decir, las ideas se manifiestan en cuanto configuración de tales elementos.
El conjunto de conceptos utilizados para manifestar una idea la vuelve presente como configuración de dichos conceptos. Pues los fenómenos no están incorporados a las ideas, no están contenidos en ellas. Las ideas, por el contrario, constituyen su ordenación objetiva virtual, su interpretación objetiva. Si ellas no contienen los fenómenos por incorporación, ni tampoco llegan a esfumarse, al quedar reducidas al «status» de meras funciones, de ley de los fenómenos, de «hipótesis» suya, cabe entonces preguntarse de qué manera tienen alcance sobre ellos. Y la respuesta sería: representando estos fenómenos. En cuanto tal, la idea pertenece a una esfera radicalmente heterogénea a lo por ella aprehendido. Por eso no se puede adoptar como criterio para determinar su modo de existencia el hecho de que abarque o no lo aprehendido de la misma manera que el género abarca las especies. Pues no es éste el cometido de la idea. Una comparación puede ilustrar su signifícado. Las ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto quiere decir, antes que nada, que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de las cosas. No sirven para el conocimiento de los fenómenos, los cuales en modo alguno pueden convertirse en criterios para determinar la existencia de las ideas. Al contrario, para las ideas el significado de los fenómenos se agota en sus elementos conceptuales. Mientras que los fenómenos, con su existencia, con sus afinidades y sus diferencias, determinan la extensión y el contenido de los conceptos que los integran, su relación con las ideas es la inversa, en la medida en que la idea, en cuanto interpretación objetiva de los fenómenos (o, más bien, de sus elementos) determina primero su mutua pertenencia. Las ideas son constelaciones eternas y, al captarse los elementos como puntos de tales constelaciones, los fenómenos quedan divididos y salvados al mismo tiempo. Y esos elementos que el concepto se encarga de redimir de los fenómenos se manifiestan más claramente en los extremos. La idea puede ser descrita como la configuración de la correlación de lo extremo y único con su semejante. Por eso es falso comprender como conceptos las referencias más generales del lenguaje, en vez de reconocerlas como ideas. Es absurdo pretender considerar lo general como algo de un simple valor medio. Lo general es la idea. La realidad empírica, en cambio, cuanto más claramente se puede ver en ella algo extremo, tanto mejor se consigue penetrarla. El concepto toma como punto de partida lo extremo. Lo mismo que a la madre se la ve comenzar a vivir con todas sus fuerzas sólo cuando el círculo de sus hijos se cierra en torno a ella movido por el sentimiento de su proximidad, así también las ideas sólo cobran vida cuando los extremos se agrupan a su alrededor. Las ideas (o ideales, según la terminología de Goethe) son las madres fáusticas. Permanecen en la oscuridad en tanto que los fenómenos no se declaran a ellas, juntándose a su alrededor. La recolección de los fenómenos incumbe a los conceptos, y la división que en ellos se efectúa gracias a la función discriminatoria del intelecto es tanto más significativa en cuanto que de un golpe consigue un resultado doble: la salvación de los fenómenos y la manifestación de las ideas.
Las ideas no son dadas en el mundo de los fenómenos. Cabe, por tanto, preguntarse en qué consiste ese modo de ser dadas, al que se ha aludido anteriormente, y si es inevitable tener que transferir a una intuición intelectual, a menudo invocada, el cometido de dar cuenta de la estructura del mundo de las ideas. La debilidad que todo esoterismo comunica a la filosofía no se revela en ninguna parte de manera más abrumadora que en la «visión», que se prescribe a manera de actitud filosófica a los adeptos de todas las doctrinas del paganismo neoplatónico. El ser de las ideas no puede ser simplemente concebido en cuanto objeto de una intuición, ni siquiera de la intuición intelectual. Pues ni siquiera en su formulación más paradójica, la que la presenta como intellectus archetypus, es capaz la intuición de penetrar el modo peculiar en que la verdad es dada y gracias al cual se mantiene fuera del alcance de cualquier tipo de intención, incluido el hecho de aparecer ella misma como intención. La verdad no entra nunca en una relaciona mucho menos en una relación intencional. El objeto del conocimiento, en cuanto determinado a través de la intencionalidad conceptual, no es la verdad. La verdad consiste en un ser desprovisto de intención y constituido por ideas. El modo adecuado de acercarse a la verdad no es, por consiguiente, un intencionar conociendo, sino un adentrarse y desaparecer en ella. La verdad es la muerte de la intención. Tal podría ser el significado de la leyenda de la estatua cubierta de Sais que, al ser desvelada, destruía a quien con ello pensaba averiguar la verdad. Y esto no se debe a una enigmática atrocidad de la circunstancia, sino a la naturaleza de la verdad, ante la cual hasta el más puro fuego de la búsqueda se extingue como bajo el efecto del agua. El ser de la verdad, por pertenecer al orden de las ideas, se diferencia del modo de ser de las apariencias. De ahí que la estructura de la verdad requiera un ser comparable en falta de intencionalidad al ser sencillo de las cosas, pero superior a él en consistencia. La verdad no es una intención que alcanzaría su determinación a través de la realidad empírica, sino la fuerza que plasma la esencia de dicha realidad empírica. El único ser, sustraído a cualquier tipo de fenomenalidad, donde reside esta fuerza, es el ser del nombre. Este ser determina el modo en que las ideas son dadas. Pero ellas son dadas, no tanto en un lenguaje primordial, como en una percepción primordial en la que las palabras aún no han perdido su nobleza denominativa en favor de su significado cognoscitivo. «En cierto sentido puede ponerse en duda que la doctrina platónica de las “ideas” hubiera sido posible si el sentido de las palabras no hubiera sugerido al filósofo, que conocía solamente su lengua madre, una divinización del concepto verbal, una divinización de las palabras: las “ideas” de Platón (si por una vez se nos permite juzgarlas desde este punto de vista parcial) no son en el fondo nada más que palabras y conceptos de palabras divinizados»[2]. La idea es algo de naturaleza lingüística: se trata de ese aspecto de la esencia de la palabra en que ésta es símbolo. En la percepción empírica, en la que las palabras se han desintegrado, ellas poseen, además de su dimensión simbólica más o menos oculta, un signifícado abiertamente profano. Al filósofo le incumbe restaurar en su primacía, manifestándolo, el carácter simbólico de la palabra, mediante el que la idea alcanza conciencia de sí misma, lo cual es todo lo contrario de cualquier tipo de comunicación dirigida hacia fuera. Y, como la filosofía no puede tener la arrogancia de hablar con el tono de la revelación, esta tarea sólo puede llevarse a cabo mediante recurso a una reminiscencia que se remonta a la percepción originaria. La anamnesis platónica quizá no se halle muy alejada de este tipo de reminiscencia. Sólo que no se trata de una actualización intuitiva de imágenes; en la contemplación filosófica, por el contrario, desde lo más hondo de la realidad la idea se libera en cuanto palabra que reclama de nuevo su derecho a nombrar. Tal actitud no corresponde, sin embargo, a Platón, en última instancia, sino a Adán, el padre de los hombres y el padre de la filosofía. La imposición adamítica dejos nombres está tan lejos de ser mero juego y arbitrio, que llega a constituir la confirmación de que el estado paradisíaco era aquel en que aún no había que luchar contra el valor comunicativo de las palabras. Las ideas se dan inintencionalmente en la nominación y tienen que renovarse en la contemplación filosófica. En esta renovación la percepción original de las palabras queda restaurada. Y por eso la filosofía a lo largo de su historia (objeto tan a menudo de burla) ha venido a ser con razón una lucha por la exposición de unas pocas palabras, siempre las mismas: las ideas. En filosofía resulta, por tanto, discutible la introducción de nuevas terminologías, si en vez de limitarse estrictamente al ámbito conceptual, se orienta hacia los objetos últimos de la contemplación. Tales terminologías (intentos fallidos de nominación en los que la intención tiene más peso que el lenguaje) carecen de la objetividad que la historia ha conferido a las principales expresiones de la contemplación filosófica. Éstas, en cambio, se hallan por su cuenta en un perfecto aislamiento inaccesible a las meras palabras. Y de este modo las ideas acatan la ley que dice: todas las esencias existen en un estado de completa autonomía e intangibilidad, no sólo respecto a los fenómenos, sino sobre todo las unas respecto de las otras. Igual que la armonía de las esferas depende del rolar de los asiros que no se tocan, así también la existencia del mundus intelligibilis depende de la distancia insalvable que separa a las esencias puras. Cada idea es un sol y se relaciona con las demás lo mismo que los soles se relacionan entre sí. La verdad es la resonancia producida por la relación entre tales esencias, cuya multiplicidad concreta es finita. Pues la discontinuidad afecta a las «esencias..., que llevan una vida toto caleo distinta de la de los objetos y sus propiedades; cuya existencia no se puede imponer dialécticamente seleccionando un complejo cualquiera de cualidades encontrado en un objeto y añadiéndoselo χαθ’αύτό*, sino que su número es limitado, y cada una de las cuales debe ser buscada laboriosamente en el lugar correspondiente de su mundo, hasta toparse con ella como un rocher de bronce, o hasta que la esperanza en su existencia se revela engañosa»[3]. No ha sido raro que la ignorancia de esta discontinua finitud suya haya frustrado algunos intentos vigorosos de renovar la doctrina de las ideas, que se concluyen por ahora con el de los primeros románticos. En sus especulaciones, la verdad, en vez de su genuino carácter lingüístico, asumió el carácter de una conciencia reflexiva.
En el sentido en que es tratado en la filosofía del arte, el Trauerspiel** es una idea. Dicho enfoque se diferencia del enfoque característico de la historia de la literatura, antes que nada, en su presuposición de unidad, ya que el segundo está obligado a de mostrar la existencia de multiplicidad. En el análisis histórico-literario las diferencias y extremos se amalgaman y relativizan como algo transitorio, mientras que en el desarrollo conceptual alcanzan el rango de energías complementarias y la historia queda reducida a la condición de margen coloreado de una simultaneidad cristalina. Desde el punto de vista de la filosofía del arte los extremos son necesarios y el transcurso histórico es virtual. La idea, en cambio, constituye el extremo de una forma o género que, en cuanto tal, no tiene cabida en la historia de la literatura. Considerado como concepto, el Trauerspiel podría encuadrarse sin problemas en la serie de conceptos clasificatorios de la estética. De modo distinto se comporta la idea en lo que a las clasificaciones respecta. La idea no determina ninguna clase ni lleva dentro de sí aquella generalidad sobre la que, en el sistema de las clasificaciones, se basa el nivel conceptual respectivo: la generalidad de la media. A la larga, no ha sido posible mantener oculta la precariedad de que, como consecuencia de este hecho, el procedimiento inductivo adolece en las investigaciones de historia del arte. Entre los investigadores recientes cunde la perplejidad crítica. A propósito de su estudio Sobre el fenómeno de lo trágico, dice Scheler: «¿Cómo hay que proceder? ¿Debemos reunir todo tipo de ejemplos de lo trágico, es decir, toda clase de acontecimientos y sucesos de los que se afirma que producen una impresión trágica, y a continuación preguntarnos inductivamente qué tienen en “común”? Se trataría entonces de una especie de método inductivo, susceptible también de corroboración experimental. Sin embargo, esto nos serviría todavía de menos que la observación de nuestro propio yo cuando nos encontramos bajo los efectos de lo trágico. Pues, ¿qué es lo que nos autoriza a aceptar que es trágico aquello que la gente tiene por tal?»[4]. No puede conducir a nada el intento de determinar las ideas inductivamente (conforme a su extensión), tomando como punto de partida el lenguaje corriente, para luego terminar investigando la esencia de lo que ha sido así fijado. Pues el uso lingüístico resulta, sin duda, de un valor inapreciable para el filósofo si se lo adopta en cuanto alusivo a las ideas, pero insidioso si, interpretado con la ayuda de un discurso o un razonamiento poco riguroso, se lo acepta en cuanto fundamento formal de un concepto. Este hecho nos permite incluso afirmar que sólo con la máxima cautela puede el filósofo inclinarse a la práctica, habitual en el pensamiento ordinario, de convertir las palabras en conceptos específicos a fin de apropiárselas mejor. Y precisamente la filosofía del arte ha sucumbido a esta tentación con no poca frecuencia. Pues cuando (por poner un ejemplo extremo, entre muchos) la Estética de lo trágico de Volkelt incluye en sus análisis obras de Holz o de Halbe a igual título que dramas de Esquilo o de Eurípides, sin plantearse siquiera si lo trágico es una forma susceptible de realización en el presente o bien una forma históricamente condicionada, entonces, y en lo que a la categoría de lo trágico respecta, no vemos obligados a admitir que entre materiales tan heterogéneos, se da, ya no tensión, sino una incongruencia inerte. Ante esta acumulación así surgida, en la que los hechos originales, más refractarios, pronto quedan cubiertos por la maraña de los hechos modernos, que' resultan más atractivos, al investigador (que, para examinar lo que teman de “común”, se sometió a este amontonamiento) no le quedan entre las manos más que unos cuantos datos psicológicos que camuflan lo heterogéneo en la uniformidad de una débil reacción de su propia subjetividad o, si no, de la del contemporáneo medio. Los conceptos psicológicos quizá permitan reproducir una multiplicidad de impresiones, independientemente del hecho de que hayan sido suscitadas por obras de arte, pero no la esencia de un campo artístico. Esto se consigue más bien mediante el análisis concienzudo de su concepto de forma, cuyo contenido metafísico no debe aparecer como algo que se encuentra simplemente en su interior, sino actuando, transmitiéndole su pulsación, lo mismo que la sangre hace con el cuerpo.
El apego a la variedad, por un lado, y la indiferencia hacia el rigor intelectual, por otro, han sido siempre las causas determinantes de la utilización acrítica de los procedimientos inductivos. Se trata en todos los casos de esa aprensión frente a las ideas constitutivas (los universalia in re) que en alguna ocasión ha sido expresada por Burdach como especial incisividad. «Prometí hablar del origen del Humanismo como si fuera un ser vivo que vino al mundo como un todo en un tiempo y en un lugar determinado y que luego siguió creciendo como un todo... Procedemos así igual que los llamados realistas de la escolástica medieval, quienes atribuían realidad a los conceptos generales, a los “universales”. De la misma manera, también nosotros postulamos (hipostasiando como en las mitologías arcaicas) un ser dotado de substancia homogénea y de realidad plena, y le damos el nombre de Humanismo”, como si fuera un individuo vivo. Pero aquí, como en in- numerables casos semejantes... tenemos que darnos cuenta de que lo único que estamos haciendo es inventamos un concepto auxiliar abstracto que nos permita abarcar y captar series infinitas de múltiples fenómenos intelectuales y de personalidades totalmente distintas entre sí. De acuerdo con un principio básico de la percepción y el conocimiento humanos, esto sólo podemos lograrlo si, movidos por nuestra necesidad innata de sistematizar, nos fijamos y ponemos énfasis, más que en las diferencias, en ciertas peculiaridades que se nos aparecen semejantes o coincidentes en dichas series heterogéneas... Estas etiquetas de “Humanismo” o “Renacimiento” son arbitrarias, y hasta erróneas, ya que confieren a tales tipos de vida, con su variedad de fuentes, su multiplicidad de formas y su pluralidad espiritual, la apariencia ilusoria de una unidad esencial real. Y la noción de “Hombre del Renacimiento”, tan popular desde Burckhardt y Nietzsche, no es sino otra máscara tan arbitraria como desorientadora»[5]. Una nota del autor a este párrafo dice así: «La contrapartida negativa de ese indestructible “Hombre del Renacimiento” la constituye el “Hombre gótico”, que desempeña hoy día un papel perturbador y pasea su existencia fantasmal hasta por el universo intelectual de importantes y respetables historiadores (¡E. Troeltsch!). Al cual hay que añadir, además, “el Hombre barroco”, del que Shakespeare, por ejemplo, sería un representante»[6]. Esta toma de postura está obviamente justificada en la medida en que se dirige contra la hipóstasis de conceptos generales (éstos no incluyen a los universales en todas sus formas). Pero es totalmente incapaz de enfrentarse a la cuestión de una teoría de la ciencia platónicamente orientada a la manifestación de las esencias, teoría cuya necesidad le pasa inadvertida. Dicha teoría representa la única posibilidad de proteger el lenguaje de las exposiciones científicas, tal como se desarrollan fuera del ámbito de las matemáticas, contra el escepticismo ilimitado que acaba por arrastrar en su torbellino a cualquier método inductivo, por sutil que sea, escepticismo contra el que los argumentos de Burdach resultan impotentes, pues éstos constituyen una reservado mentalis privada, y no una garantía metodológica. En lo que a la tipología y a la periodización histórica en particular respecta, cierto es que nunca podrá admitirse el hecho de que ideas como la del Renacimiento o la del Barroco sean capaces de dominar conceptualmentc el objeto de estudio en cuestión. Y suponer que los esfuerzos modernos de comprensión de los distintos períodos históricos puedan llegar a adquirir validez mediante eventuales discusiones polémicas en las que las épocas, igual que sucede en los grandes puntos de inflexión histórica, se enfrentan, por así decirlo, a cara descubierta, equivaldría a ignorar la naturaleza del contenido de nuestras fuentes, que suele estar determinado por intereses actuales, más que por ideas historiográficas. Pero lo que tales nombres no consiguen hacer en cuanto conceptos, lo llevan a cabo en cuanto ideas, ya que en las ideas lo semejante no llega a parecer idéntico, sino que es más bien lo extremo lo que alcanza su síntesis. Lo cual no quiere decir tampoco que el análisis conceptual tenga siempre que vérselas con fenómenos totalmente dispares y que en él no se pueda vislumbrar en alguna ocasión el esbozo de una síntesis, aunque ésta no alcance a ser legitimada. Así, a propósito precisamente de la literatura barroca, de la que surgió el Trauerspiel alemán, Strich ha observado con razón «que los principios de elaboración formal siguieron siendo los mismos a lo largo de todo el siglo»[7].
La reflexión crítica de Burdach está inspirada no tanto por el deseo de una revolución metodológica positiva como por el temor de errores factuales de detalle. Pero, a fin de cuentas, un método no debe presentarse en modo alguno guiado por la mera aprensión de su propia insuficiencia empírica: en términos negativos y como un canon de advertencias. Tiene, más bien, que partir de intuiciones de un orden más elevado que las ofrecidas por el punto de vista de un verismo científico. Tal verismo, entonces, en cada problema particular se ve obligado a enfrentarse necesariamente con las mismas cuestiones genuinamente metodológicas que su credo científico le hace ignorar. La solución de éstas conducirá, por regla general, a una revisión del planteamiento, revisión que puede concretarse al deliberar si la pregunta «¿Cómo fue realmente?» es científicamente susceptible no tanto de ser respondida como de ser formulada. Solamente al hacernos esta consideración, preparada por lo que antecede y que se concluirá en lo que sigue, podremos llegar a decidir si la idea es una abreviatura inoportuna o si, por el contrario, en su expresión lingüística, constituye el fundamento del verdadero contenido científico. Una ciencia que se explaya en protestas contra el lenguaje de sus propias investigaciones es un absurdo. Las palabras, juntamente con los signos de las matemáticas, son el único medio de exposición de que dispone la ciencia, y ellas mismas no son signos. Pues en el concepto, al que obviamente correspondería el signo, pierde su potencia esa misma palabra que, en cuanto idea, posee un carácter esencial. El verismo, a cuyo servicio se pone el método inductivo de la teoría del arte, no se vuelve más aceptable por la circunstancia de que al final los planteamientos discursivos y los planteamientos inductivos converjan en una «intuición»[8] que, como R. M. Meyer y otros muchos imaginan, podría asumir la forma de un sincretismo de los más variados métodos. Y así nos encontramos de nuevo en el punto de partida, como sucede siempre con todas las formulaciones del problema del método basadas en un realismo ingenuo. Pues es precisamente esta intuición la que debe ser interpretada. Y el procedimiento inductivo de investigación estética muestra también aquí su habitual lado negativo al resultar que dicha intuición no es la de la cosa resuelta en la idea, sino la intuición de los estados subjetivos del receptor proyectados en la obra, que es en lo que viene a consistir la empatía, considerada por R. M. Meyer el elemento decisivo de su método. Este método, que es exacta- mente el opuesto del que vamos a adoptar en el curso de este estudio «considera la forma artística del drama, de la tragedia o de la comedia clásica, e incluso las de la comedia de carácter y de situación, como magnitudes dadas con las que hay que contar. Luego, mediante la comparación de ejemplos destacados de cada genero, trata de obtener reglas y leyes con las que juzgar las producciones singulares. Y, comparando a su vez los géneros, aspira a descubrir leyes artísticas generales válidas para todas las obras»[9]. La «deducción» del género en la filosofía del arte estaría basada, por consiguiente, en un empleo combinado de la inducción y la abstracción, en el que no se trataría tanto de establecer de deductivamente la secuencia lógica de estos géneros y especies como de presentarla en el esquema de la deducción.
Mientras que la inducción rebaja las ideas a conceptos, al renunciar a articularlas y ordenarlas, la deducción conduce al mismo resultado al proyectarlas en un continuum pseudológico. El dominio del pensamiento filosófico no se despliega siguiendo las líneas ininterrumpidas de las deducciones conceptuales, sino al describir el mundo de las ideas. Esta descripción comienza de nuevo con cada idea, como si ella fuera originaria. Pues las ideas constituyen una multiplicidad irreductible. Las ideas son dadas a la contemplación como una multiplicidad finita (o, más bien, concreta). De ahí la vehemente crítica que Benedetto Croce lleva a cabo de la deducción del concepto de género realizada en la filosofía del arte. Con razón ve él en la clasificación, concebida como soporte de deducciones especulativas, el fundamento de una crítica superficialmente esquematizante. Y, mientras que la actitud nominalista de Burdach frente al concepto de época utilizado por los historiadores (su resistencia a la más mínima pérdida de contacto con los hechos) responde al temor de alejarse de lo que es acertado, en Croce otro nominalismo perfectamente análogo respecto al concepto estético de género (un apego semejante a lo particular) se explica por su preocupación de que, al alejarse de lo particular, uno pueda verse simplemente privado de lo esencial. Este hecho resulta especialmente adecuado para situar en su justa perspectiva el problema del sentido verdadero de los nombres asignados a los géneros en la estética. El Breviario de estética reprueba el prejuicio «de la posibilidad de distinguir varias o muchas formas particulares de arte, determinada cada una en su concepto particular, en sus límites, y provista de leyes propias... Muchos estéticos componen hoy mismo tratados sobre la estética de lo trágico, o de lo cómico, o de la lírica, o del humorismo, y estéticas de la pintura, de la música, de la poesía; y lo que es peor, ... los críticos, al juzgar las obras de arte, no han perdido del todo la manía de volver a los géneros y a las artes particulares en que, según ellos, se dividen las obras de arte»[10]. «Véase lo infundada que es cualquier teoría que se sabe en la división de las artes. El genero o la clase es, en este caso, uno solo: el arte mismo o la intuición, cuyas singulares obras son infinitas, todas originales, todas ellas imposibles de traducir en otras... Entre lo universal y lo particular no se interpone filosóficamente ningún elemento intermedio, ninguna serie de géneros o de especies, de generalia»[11]. Esta afirmación posee plena validez en lo que a los conceptos de géneros estéticos respecta. Pero no va suficientemente lejos. Pues, del mismo modo que agrupar una serie de obras de arte en función de lo que tienen en común resulta a todas luces un empeño ocioso cuando de lo que se trata no es de hacer acopio de ejemplos históricos o estilísticos, sino de determinar lo que es esencial a esas obras, así también resulta inconcebible que la filosofía del arte renuncie a alguna de sus ideas más fecundas como la de lo trágico o la de lo cómico. Pues estas ideas no están constituidas por agregados de reglas; son ellas mismas entidades cuando menos iguales en consistencia y realidad a cualquier drama, pero en modo alguno conmensurables a él. Así que no tienen ninguna pretensión de subsumir cierto número de obras literarias dadas, sobre la base de cualquier tipo de aspecto común a ellas. Pues aun cuando no hubiera una tragedia o un drama cómico en estado puro capaz de justificar el nombre de estas ideas, ellas podrían seguir existiendo. Y a esta supervivencia de las ideas tiene que contribuir una manera de investigar que no se comprometa ya desde el principio con todo aquello designable como trágico o como cómico, sino que atienda a lo ejemplar, aun a riesgo de verse obligada a atribuir este carácter ejemplar a un mero fragmento disperso. Tal manera de investigar, por tanto, no abastece de «criterios de juicio» al autor de reseñas. Ni la crítica ni los criterios determinantes de una terminología (que vienen a ser la piedra de toque de la doctrina filosófica de las ideas en el arte) pueden constituirse mediante la aplicación del criterio externo de la comparación, sino de un modo inmanente, gracias a un despliegue de lenguaje formal de la obra en el que se exterioriza su contenido en detrimento de su efecto. Además, precisamente las obras significativas se encuentran fuera de los límites del género en la medida en que el género se manifiesta en ellas, no como algo absolutamente nuevo, sino como un ideal por alcanzar. Una obra importante, o funda el género o lo supera; y, cuando es perfecta, consigue las dos cosas al mismo tiempo.
La imposibilidad de desarrollar las formas artísticas deductivamente y la consiguiente devaluación de la regla como instancia crítica (ella seguirá siendo siempre una instancia en la enseñanza del arte) sientan las bases de un escepticismo fecundo. Éste podría compararse a las profundas pausas en que el pensamiento se detiene a tomar aliento y después de las cuales puede perderse en lo más minúsculo a su aire y sin rastro de agobio. Pues, cada vez que la contemplación se sumerja en la obra artística y en su forma para evaluar su contenido, será lo más minúsculo lo que esté en juego. La precipitación con que, por rutina, se las trata (con el mismo golpe de mano con el que se escamotean los bienes ajenos) no resulta en absoluto más justificable que la llaneza de los filisteos. En la verdadera contemplación, en cambio, el abandono del procedimiento deductivo va acompañado de un retorno cada vez más profundo y fervoroso a los fenómenos, los cuales nunca corren el peligro de quedar reducidos a objetos de un confuso asombro, en tanto que su manifestación implica al mismo tiempo la manifestación de las ideas, con lo cual aquello que tienen de singular queda salvado. No hace falta decir que un radicalismo que privara a la terminología estética de algunas de sus mejores formulaciones, condenando la filosofía del arte al silencio, no representa tampoco la última palabra de Croce. Éste, por el contrario, afirma: «porque aunque se niegue todo valor teórico a las clasificaciones abstractas, no queremos negárselo a la genética y concreta clasificación, que no es tal clasificación, y que se llama la Historia»[12]. En esta oscura frase el autor roza, aunque demasiado fugazmente, por desgracia, el núcleo de la doctrina de las ideas. Pero le impide darse cuenta de ello cierto psicologismo que le lleva a minar la definición de arte como «expresión» con la ayuda de la del arte como «intuición». Y se le escapa hasta qué punto el enfoque por él designado como «clasificación genética» coincide, en el problema del origen, con una división específica del arte basada en la doctrina de las ideas. El origen, aun siendo una categoría plenamente histórica, no tiene nada que ver con la génesis. Por «origen» no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser y del pasar. El origen se localiza en el flujo del devenir como un remolino que engulle en su ritmo el material relativo a la génesis. Lo originario no se da nunca a conocer en el modo de existencia bruto y manifiesto de lo fáctico, y su ritmo se revela solamente a un enfoque doble que lo reconoce como restauración, como rehabilitación, por un lado, y justamente debido a ello, como algo imperfecto y sin terminar, por otro. En cada fenómeno relacionado con el origen se determina la figura mediante la cual una idea no deja de enfrentarse al mundo histórico hasta que alcanza su plenitud en la totalidad de su historia. Por consiguiente, el origen no se pone de relieve en la evidencia fáctica, sino que concierne a su prehistoria y posthistoria. Las directrices de la contemplación filosófica están trazadas, en la dialéctica inherente al origen, la cual revela cómo la singularidad y la repetición se condicionan recíprocamente en todo lo que tiene un carácter esencial. La categoría del origen no es, pues, como Cohen da a entender[13], una categoría puramente lógica, sino histórica. Es bien conocida la afirmación de Hegel «tanto peor para los hechos». Lo cual en el fondo quiere decir que la percepción de las relaciones esenciales incumbe al filósofo, y que las relaciones esenciales siguen siendo lo que son aunque no se expresen en su estado puro en el mundo de los hechos. Esta actitud genuinamente idealista paga por su seguridad el precio de renunciar al núcleo de la idea de origen. Pues toda prueba de origen debe estar preparada a responder de la autenticidad de lo en ella revelado. Si no puede acreditarse como auténtica, entonces no es digna de su nombre. Con esta consideración, la distinción entre la quaestio juris y la quaestio facti parece quedar superada en lo que a los objetos filosóficos de nivel más elevado respecta. Esto es incuestionable e inevitable. De ahí no se sigue, sin embargo, que cualquier «hecho» primitivo pueda ser adoptado sin más preámbulos en cuanto momento constitutivo de esencia. La tarea del investigador comienza, por el contrario, aquí, pues él no puede considerar tal hecho corno seguro hasta que su más íntima estructura se manifiesta con un carácter tan esencial que lo revele como un origen. Lo auténtico (esa marca del origen en los fenómenos) es objeto de descubrimiento, un descubrimiento que, de un modo singular, acompaña al acto de reconocer. Y este descubrimiento puede hacer surgir lo auténtico en lo que los fenómenos tienen de más singular y excéntrico, tanto en el curso de las investigaciones más precarias y torpes como en las manifestaciones obsoletas de un período de decadencia. La idea asume la serie de las manifestaciones históricas, pero no para construir una unidad a partir de ellas, ni mucho menos para extraer de ellas algo común. Entre la relación de lo singular con la idea y la relación de lo singular con el concepto no cabe ninguna analogía: en el segundo caso cae bajo el concepto y sigue siendo lo que era (singularidad); en el primero, está en la idea y llega a ser lo que no era (totalidad). En esto consiste su «salvación» platónica.
La historia filosófica, en cuanto ciencia del origen, es la forma que, a partir de la separación de los extremos y de los aparentes excesos de la evolución, hace surgir la configuración de la idea como una totalidad caracterizada por la posibilidad de una coexistencia razonable de tales opuestos. La exposición de una idea no puede considerarse en modo alguno lograda mientras no se haya pasado virtualmente revista al círculo de los extremos en ella posibles. Este recorrido no deja de ser virtual, pues lo abarcado por la idea del origen tiene todavía historia sólo en cuanto contenido, pero ya no en cuanto un acontecer que pudiera afectarlo. Su historia es exclusivamente interna, pero no en un sentido ilimitado, sino en cuanto relacionada con el ser esencial, lo que permite caracterizarla como la pre y posthistoria de éste. En señal de su salvación o de su recolección en el recinto del mundo de las ideas, la pre y posthistoria de tal ser esencial no es una historia pura, sino una historia natural. La vida de las obras y de las formas, que sólo bajo esta protección se despliega clara y no turbada por la vida humana, es una vida natural[14]. Una vez que este ser redimido se determina en la idea, la presencia de la pre y posthistoria impropiamente dicha (es decir, de aquella que posee un carácter de historia natural) se convierte en virtual. Ya no es pragmáticamente real, sino que, en tanto que historia natural, hay que leerla en su estado de perfección y reposo, que es el de la esencia. Con lo cual la tendencia subyacente a toda conceptualización filosófica queda determinada una vez más en el viejo sentido: establecer el devenir de los fenómenos en su ser. Pues el concepto de ser inherente a la ciencia filosófica no queda satisfecho con el fenómeno, si no absorbe también toda su historia. En investigaciones de este tipo la profundización de la perspectiva histórica, sea en dirección al pasado o al futuro, no conoce límites por cuestión de principios, procurando la totalidad a la idea. Cuya estructura, plasmada por el contraste de su inalienable aislamiento con la totalidad, es monadológica. La idea es una mónada. Él ser que ingresa en ella con la pre y posthistoria dispensa, oculta en la suya propia, la figura abreviada y oscurecida del resto del mundo de las ideas, de igual modo que en el Discurso de metafísica de Leibniz (1686) en cada una de las mónadas se dan también todas las demás indistintamente. La idea es una mónada: en ella reposa, preestablecida, la representación de los fenómenos como en su interpretación objetiva. Cuanto más elevado el orden de las ideas, tanto más perfecta será la representación en ellas contenida. Y, de este modo, el mundo real bien podría constituir una tarea en el sentido de que habría que penetrar en todo lo real tan a fondo, que en ello se re- velase una interpretación objetiva del mundo. Desde la perspectiva de una tarea de absorción semejante, no resulta extraño que el pensador de la monadología fuera el fundador del cálculo infinitesimal. La idea es una mónada; lo cual quiere decir, en pocas palabras: cada idea contiene la imagen del mundo. Y su exposición impone como tarea nada menos que dibujar esta imagen abreviada del mundo.
La historia de la investigación de la literatura barroca alemana confiere un aspecto paradójico al análisis de una de sus formas principales, en la medida en que dicho análisis, en vez de establecer reglas y tendencias, ha de ocuparse sobre todo de la metafísica de tal forma, aprehendida en su plenitud y de manera concreta. No cabe duda de que, entre los muchos obstáculos que han dificultado la comprensión de la literatura de esta época, uno de los más considerables lo constituye la forma, torpe a pesar de su importancia, que es propia especialmente de su teatro. Pues precisamente la forma dramática, de un modo más decidido que cualquiera otra, reclama resonancia histórica; una resonancia que se le ha venido negando a la forma dramática del Barroco. La rehabilitación del patrimonio literario alemán, que empezó con el Romanticismo, apenas ha afectado hasta la fecha a la literatura del Barroco. Fue sobre todo el drama de Shakespeare el que, con su riqueza y con su libertad, oscureció, a los ojos de los escritores románticos,- las tentativas alemanas de aquella misma época, cuya gravedad resultaba, además, extraña al teatro destinado a la representación. La naciente filología germánica, por su parte, miraba con recelo estas tentativas, en absoluto populares, propias de una clase de funcionarios cultivados. A pesar de la verdadera importancia de la contribución de estos hombres a la causa de la lengua y la cultura popular, a pesar de su participación consciente en la formación de una literatura nacional, su trabajo estaba demasiado claramente marcado por la máxima absolutista «todo para el pueblo, nada gracias a él» como para haber podido ganarse la simpatía de los filólogos de la escuela de Grimm y de Lachmann. Lo que contribuye en gran medida a la violencia penosa de su estilo es cierto espíritu que, en el mismo momento en que se estaban esforzando en construir el drama alemán, les llevaba a desdeñar el material temático del acervo popular alemán. Pues en el drama barroco no juegan ningún papel ni la leyenda ni la historia alemanas. Pero la investigación del Trauerspiel barroco tampoco salió beneficiada de la difusión (que habría más bien que calificar de simplificación historicista) de los estudios de germanística durante el último tercio del siglo pasado. Su esquiva forma quedaba fuera del alcance de una ciencia para la que la crítica estilítica y el análisis formal eran disciplinas auxiliares del más ínfimo rango, y las fisonomías de los autores, que confusamente se vislumbraban en las incomprendidas obras, a muy pocos podían empujar a la confección de esbozos histórico-biográficos. En cualquier caso, en estos dramas no se puede hablar de un despliegue libre, o Indico, del ingenio literario. Los dramaturgos de aquella época se sintieron, por el contrario, poderosamente asociados a la tarea de elaborar la forma de un drama secular. Y, por más que, desde Gryphius a Hallmann, abundaran los esfuerzos en este sentido (con frecuencia mediante repeticiones estereotipadas), el drama alemán de la Contrarreforma nunca alcanzó aquella forma flexible y dócil a cualquier toque virtuosista que Calderón aportó al drama español. El drama alemán se formó (y ello por haber sido un producto necesario de su tiempo) gracias a un esfuerzo extremadamente violento, y este hecho bastaría ya para indicar que ningún genio soberano dio a esta forma su impronta. Y, sin embargo, es en esta forma donde se encuentra situado el centro de gravedad de cada Trauerspiel barroco. Lo que cada escritor individual pudo lograr dentro del horizonte de esta forma queda en una situación de deuda incomparable respecto a la forma misma, cuya profundidad no resulta afectada por la limitación del escritor: la comprensión de este hecho constituye un requisito previo de la investigación. Pero aun así sigue siendo indispensable un enfoque que sea capaz de elevarse a la intuición de una forma en general hasta ver en ella algo mas que una simple abstracción operada en el cuerpo de la literatura. La idea de una forma (si se nos permite repetir parte de lo anteriormente dicho) no es algo menos vivo que una obra literaria concreta cualquiera. Y en comparación con las tentativas individuales del Barroco, la idea de la forma del Trauerspiel es decididamente más rica. Y así como toda forma lingüística, incluyendo la caída en desuso o la aislada, puede ser concebida no sólo como testimonio del que la plasmó, sino también como documento de la vida del lenguaje y de sus posibilidades en un momento dado, así también en cada forma artística está contenido (de un modo mucho más auténtico que en cualquier obra individual) el índice de una determinada estructuración del arte, objetivamente necesaria. Las investigaciones más antiguas se vieron privadas de este enfoque, no sólo porque el análisis formal y la historia de las formas escaparon a su atención: a ello también ha contribuido su adhesión muy poco critica a la teoría barroca del drama, que es la de Aristóteles adaptada a las tendencias de la época. En la mayor parle de las obras esta adaptación significó un empobrecimiento. Sin detenerse a indagar los serios motivos que determinaron esta variación, los estudiosos estuvieron dispuestos a hablar con demasiada ligereza de una distorsión basada en un malentendido, y de ahí sólo había un paso para llegar a la conclusión de que los dramaturgos de aquella época no habían hecho en el fondo más que aplicar, sin comprenderlos, unos preceptos venerables. El Trauerspiel del Barroco alemán pasó a ser visto como la caricatura de la tragedia antigua. En este esquema se podía hacer encajar sin dificultad todo lo que en aquellas obras a un gusto refinado se le antojaba chocante, y hasta bárbaro. La trama de sus «acciones principales de tema político»* constituía una distorsión del antiguo drama de reyes; la hinchazón retórica, una distorsión del noble pathos helénico, así como el sangriento efecto final también se consideraba una distorsión de la catástrofe trágica. El Trauerspiel se presentaba de este modo como un torpe renacimiento de la tragedia. Y así se impuso un nuevo encasillamiento destinado a frustrar por completo cualquier intento de comprensión de esta forma: visto como drama del Renacimiento, el Trauerspiel aparece afectado en sus rasgos más característicos por otros tantos defectos de estilo. Debido a la autoridad de los repertorios temáticos elaborados con un criterio histórico, esta clasificación se quedó sin rectificar por mucho tiempo. A consecuencia de ello, la muy meritoria obra de Stachel Séneca y el drama alemán del Renacimiento, que fundó la bibliografía de este campo, se ve radicalmente privada de cualquier hallazgo esencial digno de mención, al que tampoco por otra parte aspira. En su trabajo sobre el estilo lírico del siglo XVII, Strich puso de manifiesto este equívoco, que durante mucho tiempo ha lastrado la investigación. «Se suele designar como “Renacimiento” el estilo de la literatura alemana del siglo XVII. Pero si con este nombre se da a entender algo más que la simple imitación superficial de los procedimientos de la Antigüedad, entonces tal término resulta engañoso y simplemente demuestra la desorientación de la ciencia de la literatura en lo que a la historia de los estilos respecta pues dicho siglo no tuvo nada del espíritu clásico del Renacimiento. El estilo de su literatura es, por el contrario, barroco, aun cuando, en vez de limitarnos a considerar su hinchazón y recargamiento, nos remontemos a sus principios de composición, que tienen un carácter más profundo»[15]. Otro error que se ha venido manteniendo con sorprendente tenacidad en la historia de este período literario tiene que ver con cierto prejuicio de la crítica estilística. Nos referimos a la pretendida irrepresentabilidad de estos dramas. No es quizá la primera vez que la perplejidad suscitada por un tipo de teatro insólito lleva a pensar que éste nunca ha sido representado, que obras semejantes habrían quedado sin efecto fue la escena las ha rechazado. En la interpretación de Séneca, sin ir más lejos, se encuentran controversias que en este punto. Sea como fuere, en lo que al Barroco respecta, ha quedado refutada aquella leyenda centenaria transmitida de A. W. Schlegel[16] a Lamprecht[17], según la cual el drama correspondiente estaba destinado a la lectura. En las violentas acciones, que provocan el placer visual, se manifiesta el elemento teatral con singular fuerza. Incluso la teoría subraya ocasionalmente los efectos escénicos. La sentencia de Horacio (Et prodesse volunt et delectare poetae)* plantea a la poética de Buchner la cuestión de cómo es que el Trauerspiel puede deleitar, y la respuesta es que, si no en razón de su contenido, sí está muy dentro de sus posibilidades el hacerlo en virtud de su realización escénica[18].
La investigación, llena como estaba de múltiples prejuicios, al intentar una apreciación objetiva del drama barroco (esfuerzo que, por suerte o por desgracia, tenía que resultar insuficiente), no hizo sino aumentar la confusión a la que ahora debe enfrentarse desde el primer momento cualquier reflexión sobre el asunto. Cuesta trabajo creer que se pudiera pensar que de lo que se trataba era de demostrar la coincidencia de los efectos del Trauerspiel barroco con los sentimientos del temor y la compasión, provocados por la tragedia, según Aristóteles, con el propósito de llegar la conclusión de que el Trauerspiel es una verdadera tragedia, aunque a Aristóteles nunca se le haya ocurrido afirmar que la capacidad de suscitar tales sentimientos fuera exclusiva de la tragedia. Uno de los primeros investigadores ha hecho la siguiente ridícula observación: «Gracias a sus estudios, Lohenstein llegó a estar tan compenetrado con un mundo del pasado que olvidó el suyo propio, hasta el punto de que su modo de expresarse, de pensar y de sentir hubiera sido mejor comprendido por un público de la Antigüedad que por el de sus contemporáneos».[19] a necesidad de refutar tales extravagancias es menos acuciante que la de señalar el hecho de que una forma artística nunca puede ser determinada en función de los efectos que produce. «¿La eterna e indispensable exigencia consiste en que la obra de arte sea perfecta en sí misma! ¡Hubiera sido una lástima que Aristóteles, que tenía delante de sus ojos las obras más perfectas, se hubiera parado a pensar en sus efectos!»[20]. He aquí lo que dice Goethe. Poco importa que Aristóteles esté completamente a salvo de la sospecha de la que Goethe le defiende: lo que cuenta es que el método de la filosofía del arte, al discutir el drama, exige imperiosamente la exclusión total de los efectos psicológicos definidos por Aristóteles. A este propósito Wilamowitz-Moellendorf explica: «habría que comprender que la χάθαρσις* no puede funcionar como una determinación específica del drama, y aun cuando se quisiera admitir que las emociones, gracias a las cuales el drama produce sus efectos, son factores que lo constituyen como especie, la desdichada pareja formada por el temor y la compasión seguiría resultando del todo insuficiente»[21]. Aún más desafortunado y mucho más frecuente todavía que el intento de rescatar el Trauerspiel con la ayuda de Aristóteles, resulta ese tipo de «apreciación» que, mediante aperçus del más ínfimo género, pretende haber demostrado la «necesidad» de este teatro, con lo cual no suele estar claro si lo que así también se ha probado es el valor positivo o la precariedad de toda valoración. La cuestión del carácter necesario de sus manifestaciones es siempre manifiestamente apriorística en el dominio de la historia. El falso término ornamental de «necesidad», con el que se ha sólido adornar el Trauerspiel barroco, brilla con colores muy variados. No se refiere solamente a la necesidad histórica, superfinamente contrastada con el mero azar, sino también a la necesidad subjetiva de una bona fides en contraste con el producto virtuosista. Pero está claro que no estamos diciendo nada nuevo al establecer que la obra surge necesariamente de las disposiciones subjetivas de su autor. Y lo mismo sucede con ese otro tipo de «necesidad» que concibe las obras o las formas como estadios preliminares de un desarrollo ulterior dentro de un contextoproblemático. «Es posible que el concepto de la naturaleza y la visión del arte característicos del siglo XVII hayan quedado destruidos y arruinados para siempre, pero sus hallazgos temáticos y, especialmente, sus invenciones técnicas siguen floreciendo inmarchitables, incorruptibles e imperecederos»[22]. Así es como todavía la crítica más reciente rescata la literatura de este período: haciendo de ella un puro medio. La «necesidad»[23] de las apreciaciones críticas de halla situada en un terreno plagado de equívocos y deriva su plausibilidad del único concepto de necesidad que resulta estéticamente relevante, que es en el que Novalis piensa cuando habla del carácter a priori de las obras de arte como una necesidad a ellas inherente de estar ahí. Es obvio que este tipo de necesidad sólo se revela a un análisis capaz de penetrar hasta su contenido metafísico, mientras que se sustrae a una «apreciación» timorata, que es a lo que, en definitiva, también se reduce el reciente intento de Cysarz. Si a los primeros estudios sobre el tema se les escapaban las razones para adoptar un enfoque completamente distinto, es sorprendente comprobar cómo en este último ideas valiosas y observaciones precisas no llegan a producir el resultado deseado al estar conscientemente referidas al sistema de la poética clasicista. En última instancia en él no se expresa tanto la intención clásica de «salvar» las obras como un deseo de justificarlas de manera irrelevante. En obras críticas más antiguas se suele mencionar la guerra de los Treinta Años a este respecto. Se la presenta como responsable de todos los deslices que se le han reprochado a esta forma dramática. «Se ha dicho muy a menudo que éstas eran obras de teatro escritas por verdugos y para verdugos. Pero no era otra cosa lo que le hacía falta a la gente de aquel tiempo. Al vivir en una atmósfera de guerras, de luchas sangrientas, encontraban naturales estas escenas; era el cuadro de sus costumbres lo que se les estaba ofreciendo. Por eso saboreaban ingenua y brutalmente el placer que se les proporcionaba»[24].
Así es como, a finales del siglo pasado, la investigación se había alejado irremediablemente de una exploración crítica de la forma del Trauerspiel. El enfoque sincrético (a base de historia cultural, historia literaria y biografía), con el que entonces se intentó paliar la ausencia de una reflexión encuadrada en la filosofía del arte, cuenta en la investigación actual con un equivalente menos inofensivo. Lo mismo que un enfermo que está bajo los efectos de la fiebre transforma en las acosantes imágenes del delirio todas las palabras que oye, así también el espíritu de nuestro tiempo echa mano de las manifestaciones de culturas remotas en el tiempo o en el espacio para arrebatárselas e incorporarlas fríamente a sus fantasías egocéntricas. Tal es el signo de nuestra época: sería imposible descubrir un estilo nuevo o una tradición popular desconocida que no apelara inmediatamente y del modo más evidente a la sensibilidad de nuestros contemporáneos. Esta fatídica impresionabilidad patológica, en virtud de la cual el historiador trata de deslizarse por «substitución»[25] hasta la posición del creador (como si éste, por haberla creado, fuera también intérprete de su propia obra), ha recibido el nombre de «empatía», con el cual la mera curiosidad cobra atrevimiento disfrazada de método. En esta incursión, la falta de autonomía característica de la actual generación ha sucumbido casi por completo al peso abrumador con que el Barroco le salió al encuentro. La revaluación provocada por la irrupción del Expresionismo (y no exenta de influencias de la poética de la escuela de Stefan George)[26] ha conducido sólo en muy pocos casos, por el momento, a una verdadera comprensión capaz de revelar nuevas conexiones, no entre el crítico moderno y su objeto, sino en el interior del objeto mismo[27]. Pero los viejos prejuicios ya están empezando a perder terreno. Ciertas llamativas analogías con la situación actual de la literatura alemana han proporcionado cada vez más motivos de interés en el Barroco; un interés sentimental la mayor parte de las veces, aunque positivo como orientación. Ya en 1904 un historiador de la literatura de esta época afirmaba: «Tengo la impresión de que en los últimos doscientos años, en lo que a la sensibilidad artística respecta, ningún período ha estado en el fondo tan emparentado como el nuestro con la literatura barroca del siglo XVII en su búsqueda de estilo. Interiormente vacíos o convulsionados en lo más profundo de sí mismos, externamente absorbidos por problemas técnicos y formales que, a primera vista, parecían tener muy poco que ver con las cuestiones existenciales de la época: así fueron la mayoría de los escritores barrocos, y semejantes a ellos parecen ser los escritores de nuestro tiempo, o al menos los que están dejando huella en su producción literaria»[28]. La opinión expresada con timidez y excesiva brevedad en estas frases se ha ido confirmando desde entonces en un sentido mucho más amplio. En 1915 la aparición de Las troyanas de Werfel señaló los comienzos del drama expresionista. No es un azar que en los inicios
del drama barroco el mismo tema se encuentre en Opitz. En ambas obras los respectivos autores demuestran su preocupación por el instrumento de la lamentación y su resonancia, para lo cual en ninguno de los dos casos hizo falta recurrir a amplios desarrollos artificiosos sino a una versificación modelada sobre el recitativo dramático. Es en el tratamiento de la lengua sobre todo donde se ve claramente la analogía de los intentos de entonces con los de un pasado reciente y con los de hoy día. Todos ellos se caracterizan por la exageración. Las creaciones literarias de estas dos épocas no surgen de la existencia en el ámbito de la comunidad, sino del hecho de que con la violencia de su estilo amanerado tratan de disimular la falta de productos de valor en el terreno de las letras. Pues, al igual que el Expresionismo, el Barroco es una época en la que una inflexible voluntad de arte prevalece sobre la práctica artística propiamente dicha. Así sucede siempre en los denominados períodos de decadencia. La suprema realidad del arte es la obra aislada, cerrada en sí misma. Pero hay veces en que la obra redonda se halla sólo al alcance de los epígonos. Se trata de los períodos de la «decadencia» de las artes, de la «voluntad de arte». De ahí que Riegl descubriera esta expresión a propósito precisamente del arte del Imperio Romano en su fase final. Dicha voluntad sólo tiene acceso a la forma como tal, pero nunca a la obra singular bien hecha. Es esa misma voluntad de arte la que explica la vigencia del Barroco tras el derrumbe de la cultura alemana de corte clásico. A ello hay que añadir los esfuerzos por lograr un estilo rústico en el lenguaje que hiciera a éste aparecer a la altura del peso de los acontecimientos históricos. La práctica consistente en comprimir en una sola palabra adjetivos que no admiten uso adverbial, en compañía del substantivo, no es una invención de hoy. Grosstanz, Grossgedicht (es decir, «poema épico») son vocablos barrocos*. Proliferan los neologismos. Hoy como entonces, muchos de ellos representan la búsqueda de un nuevo pathos. Los escritores trataban de hacer suya, personalmente, esa pro- funda facultad imaginativa de la que brota, precisa y delicada al mismo tiempo, la dimensión metafórica del lenguaje. Era más fácil granjearse una reputación a base de palabras figuradas que de discursos provistos de figuras, como si el objetivo inmediato de la invención verbal literaria fuera la creación lingüística. Los traductores barrocos se complacían en las acuñaciones verbales más violentas, semejantes a las que hoy día encontramos sobre todo en forma de arcaísmos, y gracias a las cuales se pretende tener acceso a las fuentes mismas de la vida del lenguaje. Esta violencia es siempre el signo distintivo de una producción en la que, del conflicto de fuerzas desencadenadas, apenas se puede extraer la expresión articulada de un contenido verdadero. En tal desgarramiento, nuestro presente refleja, hasta en los detalles de la práctica artística, ciertos aspectos del talante espiritual del Barroco. Igual que en aquel momento el teatro pastoril se contraponía a la novela política (cultivada entonces como ahora por autores distinguidos), así también hoy día se contraponen a ella las declaraciones pacifistas de los literatos en favor de la simple Ufe y de la bondad natural del hombre. Los actuales hombres de letras, que, lo mismo que los de otras épocas, llevan una existencia al margen de las empresas colectivas, están de nuevo consumidos por una ambición que, a pesar de todo, los escritores del Barroco pudieron satisfacer mejor. Pues Opitz, Gryphius y Lohenstein de vez en cuando tuvieron ocasión de prestar servicios, debidamente retribuidos, en los asuntos de Estado. Y hasta aquí llega el paralelo. El literato barroco se sentía totalmente vinculado al ideal de un régimen absoluto como el apoyado por las iglesias de ambas confesiones. La actitud de sus herederos actuales, cuando no es hostil al estado o revolucionaria, se caracteriza por la ausencia de cualquier noción de estado. Y finalmente, a pesar de las numerosas analogías, no conviene olvidar una gran diferencia: en la Alemania del siglo XVII, la literatura, por poca atención que se le prestase, contribuyó considerablemente al renacer de la nación. En cambio, los veinte años de literatura alemana a los que hemos hecho referencia para explicar el renovado interés en el Barroco, representan una decadencia, por inaugural y fructífera que ésta pueda resultar.
De ahí que resulte tanto más fuerte el impacto que ahora puede producir la revelación de tendencias análogas en el Barroco alemán, plasmadas con procedimientos artísticos extravagantes. Al situarnos frente a una literatura que, con el despliegue de su técnica, la abundancia uniforme de sus creaciones y la vehemencia de sus juicios de valor, trataba encierto modo de reducir al silencio a sus contemporáneos y a su posteridad, es preciso subrayar la necesidad de mantener una actitud soberana, tal como lo exige la exposición de la idea de una forma. Incluso no es de desdeñar, por tanto, el peligro de dejarse precipitar desde las alturas del conocimiento en las inmensas profundidades del estado de ánimo barroco. En los improvisados intentos de evocar en el presente el sentido de esta época, una y otra vez encontramos una característica sensación de vértigo, producida por el espectáculo de su mundo espiritual, que gira entre contradicciones. «Hasta las más íntimas inflexiones lingüísticas del Barroco, hasta sus detalles (quizá sobre todo éstos) resultan antitéticos»[29]. Sólo una perspectiva distanciada y que renuncie desde el principio a la visión de la totalidad puede ayudar al espíritu, mediante un aprendizaje en cierto modo ascético, a adquirir la fuerza necesaria para ver tal panorama sin perder el dominio de sí mismo. El curso de este aprendizaje es lo que aquí nos proponíamos describir.
* Goethe, Johan Wolfgag von, Sämtliche Werke, edicicón del Jubileo, llevada a cabo por Eduard von der Hellen en colaboración con Konrad Burdach (y otros), Stuttgart-Berlín, sin fecha (1907 y ss.), vol. 40: Scriften zur Naturwissenchaft, II, páginas 140-141.
[1] Cf. Meyerson, Émile, De 1'explicalion dans les sciences, 2 vols.. París, 1921, passim.
* Salvar los fenómenos. (N. del T.)
[2] Günter, Hermann, Von der Sprache der Götter und Geister. Bedeutungsgeschichtliche Untersuchungen zur homerischen und eddischen Góttersprache, HalleSaale. 1921, p. 49. Cf. Usener, Hermann, Götternamen. Versuch einer Lehre von der religiösen Begriffsbildung, Bonn, 1896, p. 321.
* (Como si subsistiera) por sí mismo. (N. del T.)
[3] Hering, Jean, «Bemerkungen über das Wesen, die Wesenheit und die Idee», en Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung, 4 (1921), p. 522.
** El término Trauerspiel (plural: Trauerspiele) significa literalmente «obra teatral fúnebre o luctuosa» (de Trauer: «duelo, luto», y Spiel: «espectáculo») y se empezó a utilizar en Alemania en el siglo XVII en lugar de la palabra de origen griego Tragödie. Hemos renunciado a traducir este término como «tragedia» a fin de mantener el doblete Tragödie/Trauerspiel, que sirve a Benjamin para establecer su fundamental oposición entre la tragedia clásica (tanto antigua como moderna), por un lado, y la especificidad del Trauerspiel como drama trágico, por otro. Considerando que el desarrollo y el apogeo del Trauerspiel tuvieron lugar durante el Barroco (período sobre el que se centra el estudio de Benjamin), algunos traductores han propuestos traducir Trauerspiel como «drama barroco». Esta solución, sin embargo, induce a confusión en ciertos contextos donde el autor usa a su vez la palabra genérica «drama», o bien cuando, como es habitual entre los historiadores de la literatura alemana, Benjamín también aplica el término Trauerspiel a obras relacionadas con este género, pero anteriores o posteriores al Barroco (tal seria el caso del Trauerspie burgués del Sturm und Drang, o el del Trauerspiel romántico de Friedrich Schlegel). Conviene además tener en cuenta que, desde su perspectiva germánica, Benjamin denomina Trauerspiele a obras pertenecientes a otras literaturas y asimilables a la categoría que él se propone definir: los dramas de Shakespeare o de Calderón, por ejemplo. (N. del T.)
[4] Scheler, Max, Vom Umsturz der Werte, 2.ª ed. revisada de los Abhandlungen und Aufsätze, Leipzig, 1919, vol. 1, p. 241.
[5] Burdach, Konrad, Reformation, Renaissance, Humainsmus. Zwei Abhandlungen über die Grundlage moderner Bildung und Sprachkunst, Berlín, 1918, páginas 100 y ss.
[6] Burdach, op. cit., p. 213 (nota).
[7] Strich, Fritz, «Der lyrische Stil des siebzehnten Jahrhunderts», en Abhandlungen zur deutschen Literaturgeschichte. Franz Muncker zum 60 Geburstage dargebracht von Eduard Berend (y otros), Munich, 1916, p. 52.
[8] Meyer, Richard Moritz, «Über das Verständnis von Kunstwerken», en Neue Jahrbücher für das klassische Alterliim, Geschichte und deutsche Litteratur, 4 (1901) (=Neue Jahrbücher für das klassische Alterliim, Geschichte und deutsche Litteratur und für Pädagogik, 7), p. 378.
[9] Meyer, op. cit., p. 372.
[10] Croce, Benedetto, Breviario de estética, traducción de José Sánchez Rojas, Madrid, Espasa Calpe, 1967 (7.ª ed.), pp. 50-51.
[11] Croce, op. cit., pp. 53-54.
[12] Croce, op. cit., pp. 56.
[13] Cf. Cohen, Hermann, Logik der reinen Erkenntnis (System der Philosopie, I) Berlín, 1914 (2.a ed.), pp. 35-36.
[14] Cf. Benjamin, Walter, «Die Aufgabe des Übersetzers» («La tarea del traductor»), en Baudelaire, Charles, Tableaux parisiens, traducción alemana con un prólogo de Walter Benjamin, Heildelberg, Die Drucke des Argonautenkreises, 5, 1923, páginas VIII-IX.
* En el original, Haupt- und Staatsaktionen (literalmente: «acciones principales y de Estado»). Como Benjamin señala en el apartado que les dedica más adelante (en la sección titulada «El Trauerspiel y la Tragedia»), este tipo de dramas viene a ser un producto epigonal del teatro barroco, una réplica meridional y popular al Trauerspiel culto de la Alemania del Norte (no en vano el término fue acuñado por el ilustrado Gottsched con intención denigratoria): las Haupt- und Staatsaktionen estuvieron muy en boga a finales del siglo XVII y principios del XVII en la Alemania del Sur y en Austria (sobre todo en Viena) y eran representadas principalmente por compañías de actores ambulantes. Haupt- se refiere al hecho de que estas acciones constituían el espectáculo principal, por oposición a la obra accesoria o Nachspiel: la acción secundaria, generalmente más breve y de carácter cómico, que se representaba a continuación. Staat describe su temática, muy estereotipada, supuestamente noble y elevada, y de carácter histórico-político (aunque, por significar también «majestuosidad», la palabra Staat puede referirse además a lo pomposo del lenguaje y de la puesta en escena). (N. del T.)
[15] Sirich, op. cit., p. 21.
[16] Cf. Schlegel, Aungust Wilhelm von, Sämmtliche Werke, editadas por Eduard Böcking, vol. VI: Vorlesungen über dramatische Kunst und Litteratur, 2ª parte, Leipzig, 1846 (3.a ed.), p. 403. Y también, Schlegel, August Wilhelm, Vorlesungen über schöne Litteratur und Kunst, editadas por Jakob Minor, 3.ª parte (1803-1804): Geschichte der romantischen Litteratur, Heilbronn, 1884 (Deutsche Litteraturdenkmale 18. und 19. Jahrhunderts, XIX), p. 72.
[17] Cf. Lamprecht, Karl, Deutsche Geschichte, sección 2.ª: Neuere Zeit. Zeitalter des individuellen Seelenlebens, vol. III, 1.ª parte (vol. VII de la colección completa, 1.ª parte), Berlín, 1912 (3.ª reimpresión), p. 267.
* «Los poetas quieren ser provechosos y deleitar al mismo tiempo.» La cita exacta de Horacio es Aut prodesse volunt aut detectare poetae («Los poetas quieren, o ser provechosos o deleitar») y pertenece a De Arte Poetica, verso 333 (N. del T.).
[18] Cf. Borcherdt, Hans Heinrich, Augustus Buchner únd seine Bedeutung für die deutsche Literatur des siebzehnten Jahrhunderts, Munich, 1919, p. 58.
[19] Müller, Conrad, Beiträge zum Leben und Dichten Daniel Caspers von Lohenstein, Breslau, 1882 (Germanistische Abhandlungen, I), pp. 72-73.
[20] Goethe, Werke, edición de Weimar, realizada por encargo de la gran duquesa Sofía de Sajonia, sección 4.ª: Cartas, vol. 42: enero-julio de 1827, Weimar, 1907, página 104.
* Catarsis. (N. del T.)
[21] Wilamowitz-Moellendorf, Ulrich von, Einleitung in die griechische Tragödie, reimpresa a partir de la I.ª ed. del Hércules de Eurípides, I, caps. I-IV, Berlín, 1907, página 109.
[22] Cysarz, Herbert, Deutsche Barockdichtung. Renaissance, Barock, Rokoko, Leipzig, 1924, p. 299.
[23] Cf. Petersen, Julius, «Der Aufbau der Literaturgeschichte», en Germanischromanische Monatsschrift, 6 (1914), pp. 1-16 y 129-152; especialmente pp. 149 y 151.
[24] Wysocki, Louis G., Andreas Gryphius et la tragédie allemande au XVIIe siècle, Thése de doctorat, París, 1892, p. 14.
[25] Petersen, op. cit, p. 13.
[26] Cf. Hofmanswaldau, Christian Hofman von, Auserlesene Gedichte, editadas con una introducción por Felix Paul Greve, Leipzig, 1907, p. 8.
[27] Cf., sin embargo, Hübscher, Arthur, «Barock ais Gestaltung antithetischen Lebensgefühis. Grundiegung einer Phaseologie der Geistesgeschichte», en Euphorion, 24 (1922), pp. 517-562 y 759-805.
[28] Manheimer, Victor, Die Lyrik des Andreas Gryphius. Sludien iind Malerialen, Berlín, 1904, p. XIII.
* Literalmeme, «gran danza», «gran poema». (N. del T.)
[29] Hausenstein, Wilheim, Vom Geisi des Barock, Munich, 1921 (3.ª ed.), p. 28.
1 comentario:
GRACIAS!!!
Mariano
(marianoharraca@gmail.com)
Publicar un comentario