La imagen: Mímesis & Méthexis
Jean-Luc Nancy ©
Universidad de Estrasburgo
escrituraeimagen@filos.ucm.es
Jean-Luc Nancy ©
Universidad de Estrasburgo
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Resumen
Cada una de las artes constituye la invención o la intensificación de un registro de sentido por exclusión de otros registros: desde este hecho mismo, el registro privilegiado desencadena en su orden una evocación de los otros según lo que se podría llamar una proximidad contrastada: la imagen hace resonar en ella una sonoridad del mutismo (la cual, cuando es música, hace por su parte refractarse en ella una visualidad de lo invisible). Esta axiomática general de las artes justifica y descalifica en un mismo gesto todas las tentativas de “correspondencias”, al igual que hace fracasar de antemano todas las trampas de un “arte total”. Si hay algo así como un principio del arte, éste es su irreductible no totalidad: pero un principio corolario abre entre las artes una interminable resonancia mutua.
La imagen por su parte opera la implicación de esas dos vieja nociones, Mímesis y Méthexis, una dentro de otra, de modo que no pueden darse por separado. No hay mímesis, pues, si no es en la resonancia con un cierto tono, en la participación distante de lo que viene a la forma.
Palabras clave: Imagen, deseo, mímesis, méthexis, visual, sonoro, fondo.
Abstract
Each one of the arts constitutes the invention or the intensification of a primary sense by exclusion of other senses: In this way, the primary sense brings in its order an evocation of others which we can call a contrasted approximation: the image does resound in her sonority of mutism (for example, when in music, does in its way, refract in her a visuality of the invisibility). This general axioma of the arts justifies and disqualifies in the same gesture every tentative of “correspondence”, and at the same time does fail in advance every trap of a “total art”. If there is something like that as beginning of the art, this is its irreducible not totality: but a principal corollary opens between the arts an endless mutual resound.
The image in its way operates the implication of these old notions, Mimesis and Methexis, one into the other, in a way that they can not be given to be separate. There is no mimesis, because, it does not resound with a kind of tone, in the far participation where the shape comes.
Keywords: Image, desire, visual, sonority, sound, mimesis, methexis, background.
«Abrí los ojos, ¡qué abundancia de sensaciones! La luz, la bóveda celeste, el verdor de la tierra, el cristal de las aguas, todo me ocupaba, me animaba y me daba un sentimiento inexplicable de placer: creo ante todo que todos esos objetos estaban en mí y formaban parte de mí mismo»
Buffon, Historia natural. Del hombre.
«La experiencia mediática que nos hacemos con las imágenes (la experiencia de que las imágenes utilizan un médium) está fundada en la conciencia de que nosotros utilizamos nuestro cuerpo como médium para engendrar imágenes interiores o para recibir imágenes exteriores: imágenes que nacen en nuestro cuerpo, a semejanza de las imágenes del sueño, pero que percibimos como si no utilizaran nuestro cuerpo sino a título de médium anfitrión.»
Hans Belting, Bild-Anthropologie.
Cuando se dice de un retrato que no le falta más que hablar, se evoca algo más y otra cosa que la sola privación de expresión verbal. Esa privación misma, manifestándose como la única falta que separaría la representación de la vida, nos transporta ya en el sentimiento o en la sensación de un habla del retrato. La falta que la afecta es designada al mismo tiempo como considerable y como imponderable, en tanto que su anulación parece accesible e incluso inminente. De hecho, el retrato habla, está ya hablando y nos habla desde su privación de habla. Nos hace oír un hablar anterior o posterior al habla, el hablar mismo de la falta de habla. Y lo comprendemos, él nos comunica ese decir, su sentido y su verdad.
De manera simétrica deseamos oír la voz de la ausente o del ausente. Su aspecto podemos llevarlo con nosotros en una fotografía, incluso en una película, a la cual, por otra parte, puede ser asociada una grabación de voz. Pero la escucha de ésta sigue siendo siempre de otro orden distinto al orden de la visión. La resonancia nos concilia con un orden de sentido y de verdad, cuya esencia difiere del orden visual del reconocimiento. El amor y el odio son siempre aquello por lo cual el reconocimiento se revela indigente. Hay en la voz un sobrepaso de la identificación: una participación en aquello que el aspecto presenta, pero de lo cual el sonido socava la presencia, la separa de sí misma y la envía a resonar en una lejanía muy íntima donde se pierden las líneas de fuga de todas las presencias.
Sin embargo, esa dehiscencia incisiva de lo visual y de lo sonoro no divide la imagen. No separa la pintura de la música, por emplear esas cómodas categorías, si bien precisamente sospechosas de plegarse a la división que se trata de conmover. En la imagen lo visual y lo sonoro reparten mutuamente sus valencias, se comunican sus acentos. A la voz no le falta más que el rostro. Sin embargo, y esto es decisivo, sólo gracias a semejante falta, cada vez crucial e imponderable, esos acentos, esas modulaciones del sentido y de la verdad, pueden indicarse.
Por eso las artes se esfuerzan en cultivar sus diferencias: no por falta de completitud, sino al contrario, por exceso de profusión de una partición originaria del sentido y de la verdad. Cada una de las artes constituye la invención o la intensificación de un registro de sentido por exclusión de otros registros: desde este hecho mismo, el registro privilegiado desencadena en su orden una evocación de los otros según lo que se podría llamar una proximidad contrastada: la imagen hace resonar en ella una sonoridad del mutismo (la cual, cuando es música, hace por su parte refractarse en ella una visualidad de lo invisible). Esta axiomática general de las artes justifica y descalifica en un mismo gesto todas las tentativas de “correspondencias”, al igual que hace fracasar de antemano todas las trampas de un “arte total”. Si hay algo así como un principio del arte, éste es su irreductible no totalidad: pero un principio corolario abre entre las artes una interminable resonancia mutua.
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Mímesis y méthexis de la imagen, he aquí pues el tema (que por hoy yo limitaría a la “imagen” en el sentido más corriente, es decir visual, del término). Mímesis y méthexis: no en el sentido de una yuxtaposición de conceptos para confrontar o para dialectizar, sino en el sentido de una implicación del uno en el otro. Es decir, de una implicación –en el sentido más propio de la palabra, un desarrollo por plegamiento interno– de la méthexis en la mímesis, y una implicación necesaria, fundamental, e incluso en cierta manera, generatriz. Que ninguna mímesis ocurre sin méthexis –so pena de no ser más que copia, reproducción–. He ahí el principio. Recíprocamente, sin duda, no hay méthexis que no implique mímesis; es decir, precisamente, producción (no reproducción) en una forma de la fuerza comunicada en la participación.
Tratamos siempre de la imagen bajo el esquema trascendental de la mímesis. Como se sabe por los considerables trabajos que debían acompañar en los últimos decenios al desplazamiento general de prácticas y de problemáticas de la representación (artística, literaria, conceptual y política), la mímesis no designa la imitación en el sentido de la reproducción de o en una forma, y no designa tampoco la representación en el sentido de la constitución de un objeto frente a un sujeto –representación que responde a la imitación en cuanto el objeto deja tras de sí, inimitable, el fondo oscuro de la cosa en si, al igual que su “forma” se recorta destacándose del fondo de la materia, ella misma tan reunida como expandida en su compacidad impenetrable–. La imitación presupone el abandono de un inimitable, la mímesis por el contrario expresa el deseo de ello.
En torno a la mímesis, Platón inauguró el interminable debate, e incluso el combate, de la filosofía con su otro polimorfo, el mito, la poesía, el entusiasmo y también, en el corazón de la intimidad misma de la filosofía, uno de los aspectos o uno de los sentidos de los cuales es capaz el furor erótico. Platón no quiere desterrar la mímesis, pero quiere que sea regulada por la verdad, por la Idea y por el bien; es decir, siempre por aquello que se muestra y que brilla desde sí, como el sol por encima y por fuera de la caverna. Allí lo inimitable debe imitarse a sí mismo: desde sí mismo debe de nuevo producir lo mismo, lo que forma la ley de lo mismo si debe ser “mismo”. Debe engendrar o dejar engendrarse desde sí de nuevo, aquello que desde sí se pone y se conforma consigo –es decir, precisamente la Idea, la Forma misma en cuanto conformidad consigo y en sí–.
Aún falta para esto el deseo –el deseo de desposar la Idea, como dirá Mallarmé–. El deseo es requerido y es posible porque el engendramiento de la conformidad implica la alteridad. La alteridad constituye la diferencia interna de la Idea; es decir, el hecho de que la forma deba ser la forma de (de lo verdadero, del bien, de lo que sea). La forma del fondo o de lo que es en el fondo, si algo al menos es en ese lugar, o bien si es un lugar. No es, en todo caso, un lugar que es, y de hecho, como se sabe por lo demás, el agathón se sitúa o se extravía epekeína tès ousías.
El deseo forma la diferencia movilizada (defférante) en cuanto formación del fondo y en cuanto manera como el fondo puede fundar y venir a fundarse en la forma.
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Introduzco aquí una observación necesaria. Hemos cogido la costumbre de apartar con un aire desdeñoso las oposiciones entre la forma y el fondo. Es una buena costumbre a condición sin embargo de pensar siempre que la oposición no debe ser apartada en provecho de una indiferencia entre los dos, sino para mejor manifestar la incesante tensión que hace diferir uno en el otro, que a su vez disipa el fondo en la forma y disuelve la forma en el fondo. El elemento de esta disipación y disolución se encuentra denominado en Platón belleza. Desde entonces y hasta nosotros, la belleza es el nombre de la apertura que recorre un deseo. (Yo no la distingo aquí de la sublimidad, si ésta no designa otra cosa que la necesidad para lo bello de ser más que bello, de ser propiamente lo que se excede de fondo en forma y recíprocamente.)
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La imagen da forma a algún fondo, a alguna presencia retenida en el fondo donde nada es presente, a menos que todo sea en él presencia igual a sí, sin diferencia. La imagen separa, difiere, desea una presencia de esta precedencia del fondo según la cual, en el fondo, toda forma sólo puede ser retenida o huída, originariamente y escatológicamente informe tanto como informulable. Así, la imago romana es la aparición del muerto, su comparecencia entre nosotros: no la copia de sus rasgos, sino su presencia en tanto que muerto. (Si la imago se forma ante todo y en principio de una máscara mortuoria, es que desde el momento del modelado la mímesis modula la méthexis por la cual los vivos comparten la muerte del muerto. Este compartir de la muerte –de su forma desgarradora y alucinante–, es la méthexis de la desaparición, lo que constituye propiamente el modelo para la mímesis. La imagen es el efecto del deseo (del deseo de reunirse con el otro), o mejor: ella abre el espacio para esto, abre la apertura. Toda imagen es la Idea de un deseo. Es conformidad consigo en tanto que “sí” de un deseo, no de un ente ahí puesto.
Aquí se anima verdaderamente la méthexis con la mímesis. Con la imagen, y en tanto uno no se relacione con ella como con un objeto, se entra en un deseo. Se participa –meta– del hexis, de la tónica (ékhô, ékhomai, tener y mantenerse, disponerse, dedicarse a...), de la tónica deseante; es decir, de la tensión, del tonos de la imagen. La disposición no es la de una intencionalidad fenomenológica, sino la de una tensión ontológica. A menos que ésta no constituya, en definitiva, la verdad de la primera. Una tensión, un tono, la vibración entre la imagen y nosotros de una resonancia, y la puesta en marcha de una danza. Volveremos a ello.
Pero el deseo presupone su placer, y es así como nos es preciso pasar de Platón a Aristóteles. Este último declara, como sabemos, que es natural al hombre hallar placer en las producciones de la mímesis. Para que pueda tratarse de placer, es necesario que esté en juego otra cosa distinta del objeto de una representación. No obtenemos placer de la percepción ordinaria de las cosas, tampoco de la constitución e identificación de sus representaciones. Pero sí lo obtenemos de la imagen, o sin duda más bien quiere decir, a la inversa: lo que llamamos “imagen” es aquello con lo cual entramos en una relación de placer. En primer lugar la imagen gusta; es decir, nos atrae dentro de la atracción de donde ella sale. (Nada podrá eliminar de ninguna estética ni de ninguna ética de la estética ese principio del placer que reina en los clasicismos, y que los romanticismos o los simbolismos creen poder olvidar. En esa medida, las estéticas sin principio de placer están siempre amenazadas también de quererse mímesis de Ideas puras, conformidad a unas nociones sin toque de emoción, incluso cuando ellas quieren agitar las almas...)
Si digo que el deseo presupone su placer, no es en vistas a una satisfacción que el deseo debiera conseguir. La presuposición no es final o teleológica. En el deseo el placer se precede. Es Vorlust, placer anterior, por retomar la palabra de Freud, placer anterior al placer final. Placer de tensión, dice Freud, antes del placer de alivio que pone fin al placer.
Conviene hacer notar en este punto, que en Freud la cuestión del placer se juega en paralelo y en quiasmo, simultáneamente, en el registro sexual y en el registro estético. En ambas partes se trata de formas (bellas) o de zonas (de seducción) en cuanto conducen al fondo (sexual) en el cual, o más bien como el cual, ellas descargan su tensión. En ambas partes se trata de la “belleza”, aquí calificada de estética y allí de erógena, sin que sea posible separar sin resto una de la otra. (Para ser preciso, digamos que Freud mismo se pone aquí en un aprieto.) Dejando sin embargo de lado a Freud por hoy, propongo solamente considerar, si no la sexualidad, sí al menos el motivo de una erótica de la imagen. Este motivo es por lo demás sin sorpresa. Aún es preciso saber lo que él recubre.
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El placer de la imagen no es el del reconocimiento, como se dice a veces, a menos que se vaya a buscar en el reconocimiento mismo el efecto de un movimiento mimético y methéxico del mismo género del que yo analizo. Esto no es imposible (Freud nos ayudaría a ello, e incluso Kant al igual que Platón.) Por el momento me quedo en la distinción que pone al conocimiento del lado del objeto, de la representación, o bien, por hacer uso de otro término discriminatorio, de la figura, más bien que de la imagen. La figura da forma a una identidad, la imagen desea una alteridad. El placer de la imagen es aquello que trae consigo el deseo por el cual la forma y el fondo entran en mutua tensión, el fondo se erige en la forma, la forma se hunde en el fondo. O más bien, ese placer trae consigo el deseo por el cual hay forma y fondo, aquello que abre su separación, o bien esa fuerza de la cual yo diría que hace distinguir el fondo de las cosas. Mediante esta fórmula intento reunir al menos los valores siguientes:
1) Que el fondo de las cosas deviene en cuanto tal –en cuanto fondo, “fundamentalmente” o “a fondo”, me atrevería a decir– distinto, destacándose detrás o allende todos los objetos, representaciones y figuras.
2) Que este fondo se separa pues, por su distinción, de las formas que se erigen sobre él y se destacan de él, no deviniendo ni tomando él mismo nunca propiamente una forma, permaneciendo siempre en el fondo.
3) Que este fondo se presenta sin embargo, al mismo tiempo, como el fondo de las formas que se extienden fuera de él en su status nascendi, del mismo modo que vibran de inmediato en la inmanencia correlativa de un status moriendi por el cual entran de nuevo en él.
Aquí copio a Blanchot: «La imagen, presente detrás de cada cosa y como disolución de esa cosa y su sustancia en su disolución, tiene también detrás de ella ese pesado sueño del tránsito en el cual nos vendrían las ensoñaciones. Ella puede, cuando se despierta o cuando la despertamos, representarnos el objeto en una luminosa aureola formal; ella ha partido ligada al fondo, a la materialidad elemental, a la ausencia aún indeterminada de forma...»[1] Prosigo diciendo que la relación entre la cosa que se disuelve y el elemento en que ella se disuelve es una relación de resonancia:indefinidamente la “aureola formal” propaga en el fondo las ondas concéntricas y evanescentes que ella hace emerger por su misma formación.
El fondo de las cosas, o la resonancia de las formas: el tono, la vibración, la relación de venida y de retirada que lo sonoro parece aislar para sí mismo, se reopera o resuena en el silencio que la imagen reivindica. De este modo habla el retrato, a quién sólo le falta el habla. (Que de manera simétrica el sonido suscita sus propias imágenes, ya lo he indicado, pero será preciso volver a hablar de ello en otro lugar.)
Semejante resonancia aun puede comprenderse así: la vista nos presenta sus visiones delante o fuera de nosotros sin que experimentemos el movimiento por el cual nuestro ojo va a buscarlas o a producirlas (o bien las dos cosas juntas), como tampoco el movimiento por el cual, en términos de Lucrecio, los simulacra de las cosas vuelan hasta nosotros. Para nosotros, la velocidad de la luz es infinita y el movimiento de lo visible es instantáneo, tal y como lo eran todavía a ojos de Descartes. El oído, en cambio, nos ha procurado desde el principio dos impresiones específicas: por una parte el alejamiento de la fuente del sonido es más sensible, así como la propagación de su resonancia; por otra parte, se presentan entre los sonidos algunos cuya emisión podemos experimentar por nosotros mismos. Nos oímos resonar, no nos vemos mirar. Es por otro lado una de las propiedades o una de las coincidencias críticas del nacimiento: hacer surgir a la vez la visión del afuera y el oído del grito propio. A diferencia de la visión de un objeto, la captación de la imagen –o bien la imaginación entendida como facultad de captar o producir imágenes– representaría una visión que opera a la manera de un oído: una visión que experimentaría en la vista (la veduta, el Bild, el cuadro) el movimiento de su elevarse en mí y de su vuelta hacia mí. Al experimentar así su resonancia, la imagen formaría la sonoridad de una visión, y el arte de la imagen una música de la vista. O bien incluso una danza, si la danza constituye en el orden del cuerpo en cuanto tal un movimiento semejante de puesta en resonancia.
Para articularlo de otra manera aun, yo propondría esto: cuando, según la fórmula de Kant, el “yo pienso” puntual y vacío “acompaña mis representaciones”, se trata de un símil cuyo paradigma es la visión (y ese paradigma puede valer para todos los regímenes sensibles e inteligibles), símil de la representación o de la figura ligada a un punctum caecum; pero cuando resuena la resonancia –ella misma dividida según la escucha o según la imagen o según el paso de danza (por no decir aquí nada del gusto, del olfato o del tacto)– entonces el “yo pienso” está mezclado con lo que no es ya su representación sino su resonancia. No queda ya fijado en su punto sino que es expuesto, empujado hacia fuera y de vuelta de nuevo hacia sí, es literalmente con-movido, no delante sino en la resonancia: no ya punctum caecum sino corpus sensitivus.
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Lo que resuena y lo que se con-mueve es la méthexis de la mímesis, es decir, el deseo de ir al fondo de las cosas, o bien, lo que no es más que otro modo de decir, el deseo de dejar ese fondo subir a la superficie. Desde que grava y pinta en las cavernas, en lugar de contentarse con mirar en ellas figuras y objetos como quería Platón, el hombre no ejerce otra cosa, o no es él mismo ejercido por otra cosa, que por ese deseo y placer suyo de ir al fondo. Aquí se encuentra todo el asunto del arte. No es, pues, exacto decir como Nietzsche que el arte nos preserva de ir por el fondo de o en la verdad: el arte nos hace siempre ir por el fondo y, en ese sentido, el naufragio está allí asegurado.
Pero ir por el fondo, o bien al fondo, sigue siendo una fórmula engañosa si se supone que el fondo es algo, una cosa única y detrás de otras. En realidad no es fondo sino en tanto que las formas se extienden desde él y sobre él, soltándolo de sí, de su inconsistente consistencia. Al igual que el cuerpo erótico no es uno y no es “un cuerpo”, sino una gama de intensidades donde cada zona resulta un todo discontinuo de las otras, sin que haya totalidad en parte alguna, igualmente la imagen, el cuerpo imaginero podría decirse (imaginal, si se quiere) o el fondo de las imágenes, no es uno y no es “un fondo”. También él es discontinuo y se divide indefinidamente –remodelando o reoperando sin cesar la división– en zonas erógenas o eidógenas. Cada eidos, aquí, es un eros: cada forma se amolda a una fuerza que la mueve.
No siendo ni uno ni trasfondo, lo que aquí llamo fondo forma para cada imagen su surgimiento dentro del cual ella está sola y del todo entera para sí, aunque sin otra unidad que la multiplicidad de su superficie expuesta. Pero resulta que, en el acontecimiento único de la exposición múltiple, ella es imagen y es bella. Cuanto más bella es, más fuerte, más súbita y total –y más ese surgimiento proyecta su unidad en fragmentos múltiples, nunca enteramente reductibles a un trasfondo ni de sentido ni de sensación–. Nuestro placer es gozar de esa sacudida mediante la cual el fondo surge y se pierde en formas y en zonas. En el presente mismo –en el sentido de instante y en el sentido de don– de la imagen se expone lo que es condición de goce y de verdad: una apertura desmesurada que escapa a toda medida dada, no midiéndose sino consigo misma. ¿Quién podría decir, en efecto, que semejante tela, digamos El torero muerto de Manet, es demasiado amplia o no suficientemente clara?...; pero sobre todo, ¿quién querría medir la pintura con otra cosa que consigo misma, y a la manera que ella resuena sobre sí? Pero en este punto deberemos decir que cada régimen del arte constituye precisamente a su vez una zona o un zoneo de ese placer que no surge sino disolviendo la unidad de un fondo sustancial o de un principio de razón en una resonancia de sus formas extendidas sobre el vacío del fondo. La imagen representa entonces el régimen propio de la superficie distinta del fondo, allí donde la sonoridad musical representa más bien un régimen del afuera y del adentro, mientras que el cuerpo danzante tendría el régimen de la tracción, contracción, atracción. De un régimen al otro hay distinción inapelable, tanto como hay resonancia entre múltiples resonancias. Lo que se nombra con el muy indistinto término de “arte” no es sino esa resonancia de las resonancias, esa refracción de las refracciones entre zonas de emoción.
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Aquí en la imagen pasa igual que en el sueño, que por lo demás, y no por casualidad, es uno de los lugares elegidos por el eros: y no porque permita la satisfacción mediante fantasmas, sino porque el eros posee al menos algunas de las propiedades del sueño. Así en él el fondo no se distingue de la superficie y ésta –a saber, las visiones discernibles en el sueño– no cesa de actuar como la presencia y como la presión de un fondo que no es visión sino impresión en el sentido más dinámico de la palabra, o bien sentimiento, si es posible reunir bajo esa palabra todos los sentidos de “sentido”, ellos mismos unidos al poder de la emoción. (Para intentar, por fugaz provocación, otra palabra, yo diría que el sueño es el reino de lo sensacional...– únicamente para sugerir que no siempre es sencillo, por fácil que se quiera creer, dilucidar entre lo “impresionante” y lo “espectacular”, entre lo conmovedor y lo que trastorna, entre el toque y el contacto...
Ahora bien, ese fondo así completo que hace superficie en el sueño, disipa su unidad de fundamento (que sólo ha tenido lugar sustraída, retirada) en el mosaico de imágenes que se apiñan contiguas y distintas, evacuando las relaciones tanto perceptivas como lógicas en beneficio de una «sustitución de todas las relaciones por el “lo mismo que”»[2]. Esto es también aquello, lo mismo que esta otra cosa y aun esa otra. El continuum que estaríamos tentados de suponer en el fondo se interrumpe sin descanso en esa equivalencia a la vez sustitutiva y coalescente, permutativa y aglomerante. La polivalencia de la impresión –podría decirse: de la impresión expresiva– que enturbia las figuras y anula la distancia de la conciencia despierta (esa distancia que le permite una profundidad de campo de la que el sueño está desprovisto como la imagen) impide que haya “un fondo”, y responde por el contrario a una fórmula como aquella de Blanchot: «la profundidad no es sino la apariencia que sesustrae»[3]. Igualmente podría decirse que la conciencia despierta dispone de una profundidad de campo, mientras que la conciencia o la impresión del sueño, y de la imagen, consiste ella misma en la superficie sobre la cual la profundidad viene a flotar en reflejos movedizos. (De ahí, una vez más, que no pueda sino hundirse –sin irse a pique, sino a flor de imagen–).
La apariencia que se sustrae designa la imposibilidad de fijar en una figura un presente de significación (esto es aquello, esto quiere decir aquello). Igualmente, para Freud, el sueño sustrae la posibilidad de un significado último, o primero, en ese “ombligo del sueño” cuya metáfora induce el tema de un corte con un fondo matricial o bien con un enraízamiento, en provecho de lo que Freud designa como el “mycelium”, de donde el deseo del sueño surge como un champiñón. El mycelium es el tejido infracelular, filamentoso, del cual se forma el pie del champiñón. La imagen del sueño se forma a la manera de este crecimiento imprevisto, errático y parasitario más que mediante un proceso orgánico autónomo y completo. El surgimiento de las imágenes se duplica con su sustracción dentro un fondo incierto, donde no se fijan semillas sino donde reaccionan proximidades, donde se producen contagios, donde resuenan ecos. Cuanto más se eleva y se abre una imagen, más se hunde.
Lo que se pone en juego no constituye ni una presencia por delante ni una ausencia detrás. Es un absentismo interminable que viene y que vuelve a venir a la presencia en la resaca mediante la cual la imagen nos toca, nos golpea y, como suele decirse, nos fascina; es decir, nos arrastra en esa ola de su profundidad que hace superficie. En la fascinación tiene lugar la méthexis. No es una especie de hipnotismo, que a la vez suspendería el mundo de la percepción y el del sueño en beneficio de un seco mandato significante (como le ocurre a una figura dominante en la identificación alucinada). Es por el contrario la participación en un mundo ante el cual yo no soy ya el sujeto de un objeto, ni me doy como objeto para un sujeto fantasmático: sino que en ello yo mismo llego a ser un momento de la moción general del mundo, yo mismo un momento del comercio general de sentidos, de sentimientos, de significancias. Ese comercio, esa comunicación, ese compartir, es lo que hace la imagen. Es lo que me conduce en ella al mismo tiempo que ella penetra en mí. En ese hundimiento, alejamiento y aproximación a la vez, extrañeza en la intimidad –resuena el tonos de la imagen, su timbre su murmullo, su ruido de fondo, su atractivo para un lenguaje que estaría destinado a permanecer un sueño de lenguaje: donde el sentido sería dado como la contigüidad y la sustituibilidad indefinida de formas y de zonas de la imagen, por el juego de las cuales ella entra en resonancia consigo. El “ruido de fondo” constituye en definitiva el contenido, la estructura y la materia misma del fondo: dado que él no es ni soporte, ni fundamento, ni trasfondo, el fondo de las formas está hecho del susurro de su tejerse.
Todavía no un habla, por consiguiente todavía no propiamente un “otro”, y sin embargo no yo solo conmigo mismo. Sino un afuera que la imagen me expone como proveniente de algo más profundo en mí que yo. Y ese afuera suspende hasta lo continuo del lenguaje: lo ritma, lo escanda. Me callo, a semejanza y bajo la presión de la imagen. Me atrae en el ritmo que ella impone al sentido cortándolo y abriéndolo de nuevo. A su manera, ella habla así: habla sobre un solo plano, a su superficie, sin remisión a un fondo significado. Pero sobre ese plano único ella reverbera su propio fraseo –hace surgir esa manera de ekphrasis que empuja el sonido hacia la superficie en lugar de venir a ponerlo sobre ella.
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Hablemos, pues, de una imagen ahora.
Considero esa tela de Cézanne, Joven con cabeza de muerto, que data de 1895. Es una imagen silenciosa si lo es, ya que al mismo tiempo es una imagen del silencio: tanto el de la calavera como el de aquello sobre el cual se cierra con lasitud y melancolía la boca del joven. Mediante esas marcas la imagen exhala o exuda el silencio, igual lo hace por la presencia de los libros y los papeles –palabras fijadas, cerradas– y por la clausura general del lugar, sin escapatoria al exterior, y que confina el espacio mediante la colgadura que corta las líneas de fuga del ángulo de la habitación, que se adivina en la posición de la mesa y en el trozo de rodapié visible abajo, a la derecha.
A semejanza de todas las vanidades, esta tela parece exponer la imagen de un silencio último, como un destino privilegiado de la pintura en tanto que ella asume para intensificarlo –en lugar de rodearlo– el silencio de la imagen. Podría decirse aquí, no “sólo le falta hablar”, sino más bien “hace oír su falta de habla”. La imagen muestra que no hay nada que decir, que todo ya ha sido dicho y borrado; como así puede verse en el folio puesto sobre la mesa y en la página del libro doblada bajo la calavera: ni la una ni el otro muestran escritura.
Menos que nunca, seguramente, hay necesidad de escribir, ya que conocemos lo que había podido ser trazado: palabras tales como vanitas y memento mori, u otras aun que ya hemos leído sobre tantas pinturas antiguas de vanidades. Las palabras están ya ahí, silenciosamente locuaces mediante una tradición que Cézanne nos cita y recita. (Lo indico de pasada: en él la citación y recitación de la calavera es frecuente, aunque lo más habitual es sin la conjunción del personaje, lo que hace de este cuadro una excepción. Pero no es cuestión mía estudiar por sí mismo el tema de la vanitas cezanniana.) Por el solo hecho de su naturaleza de citación, la imagen hace ya oír algo. Hace resonar la palabra del Eclesiastés, la vanitas vanitatum que no puede sino resonar porque es pronunciada más que escrita, pronunciada en su escritura, dirigida y lanzada como una advertencia, como una moción, como un aviso y como un recordatorio; como una llamada a meditar la inconsistencia del mundo. Pero al tiempo, esta misma resonancia –que el doblamiento de la palabra en genitivo de sí mismo subraya, “vanidad de vanidades”– resuena como un eco, y por tanto como una voz que se pierde repitiéndose, porque es de un modo muy manifiesto la recitación tardía de una citación ya tan a menudo presente en la historia de la pintura. La tela hace por consiguiente resonar esas palabras con el sentido de “pintura de pinturas de vanidad”... a menos que no sea también preciso discernir en ella la conocida frase de Pascal, “qué vanidad la pintura”...
Que esta recitación es manifiesta queda establecido por el traje moderno del joven. Produce un contraste subrayado con el arcaísmo de la instalación de la calavera y de los libros. ¿Quién más es? Ese joven no es sólo moderno, tampoco es uno de esos jóvenes aristócratas que se encuentran en las escenas arquetípicas del género.
Más bien es un campesino, un hombre de pueblo, como siempre en Cézanne. (La hipótesis según la cual se trataría de Paul, el hijo de Cézanne, sigue sin señal que lo pruebe.) Es preciso comprender que él ha sido instalado, él también, con la calavera, por el pintor. Este último señala su puesta en escena: nos hace saber que nos evoca la historia de la pintura. Esta evocación es un nuevo elemento de resonancia. Sólo falta la voz del pintor diciendo: he aquí la pintura, lo que hizo, lo que ya no es, cómo es el eco de sí misma, cómo resuena para nosotros.
Por ello ha colgado una colgadura de tela que cita y recita el velo o el paño cuya caída adorna tan a menudo el fondo del cuadro clásico. (Más precisamente, tal vez está permitido evocar a Vermeer. Las formas y los colores de muchas de su colgaduras pueden ser aquí sugeridas.) Esa colgadura abre y cierra a la vez la tela con su propia tela ornamental. Clausura su espacio hacia atrás –elimina el trasfondo para llevar hacia delante ese fondo drapeado mediante el cual ella delimita algo así como el espacio de la presentación y, en el mismo movimiento, el tejido desplegado y replegado presta su volumen al fondo del cuadro, levanta ese fondo y lo trae adelante haciéndolo sensible en cuanto fondo. Hacer sensible el fondo viene a ser hundirlo y levantarlo al mismo tiempo, aproximarlo a nosotros echándolo hacia atrás, de suerte que su proximidad se aleja haciendo superficie y haciendo asimismo que la tela, de esa manera, entre en resonancia consigo misma. Ahora bien, ese paño constituye también con sus motivos florales el recordatorio de la pintura –considerada como arte de las imágenes–, sobre la cual contrastan los lisos azul, blanco y beige del primer plano. Las flores del paño simultáneamente recuerdan la pintura y la reenvían al fondo, haciendo resonar a flor de imagen esta muda cuestión: ¿dónde está la pintura? ¿dónde estoy yo con la pintura?
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Aquí la imagen resuena a la vez como citación de una escena clásica y como la imagen que ella forma para sí. La primera resonancia se da expresamente en eco, deja murmurar un propósito, al tiempo distinto e indistinto, según el cual una época de la pintura es ya pasada y otra se inventa, sin que no obstante esté permitido decidir si ese propósito se mantiene con alegría o con pesar.
La segunda resonancia parte también de lo más alejado, no en el tiempo sino en el espacio: de los tintes pastel del muro, visibles de una y otra parte del paño, hasta hacer volver esos mismos tintes al primerísimo plano sobre la pierna izquierda del pantalón. Esta segunda resonancia repite la primera y la anula al mismo tiempo: sustituye la historia de la pintura –o bien supone, como un fondo siempre más antiguo– la repetición de un gesto único, más viejo, más joven que toda pintura definida, para sacar el fondo de sí mismo guardándose, si puede decirse, su fuerza y su fuga de fondo.
La imagen pone el fondo en resonancia, incansablemente, y para ello se pone ella misma en resonancia con su historia. Esto es lo que está dicho. Pero eso, precisamente, no está dicho. Ello pasa por el silencio de la muerte, el silencio de los libros y el silencio de aquel que interpreta ante nosotros a la vez la escena de la vanidad y la escena del pintor que pinta su propia escena. Hombre silencioso, la mirada perdida en una lejanía que le reúne, divergiendo de él, con aquel en el cual se hunden las órbitas vacías.
Pero si escuchamos ese silencio, como nos invita a ello la oreja bien visiblemente dibujada y coloreada del joven, esta oreja girada hacia nosotros, ahí donde a menudo en los clásicos se encuentra una mirada que nos es lanzada, entonces podemos percibir lo que resuena. Entonces nuestro ojo comienza a oír. No solamente la palabra o el gruñido expresado por la mandíbula ósea que muerde y mastica el papel. Sin ninguna duda la palabra moribunda se repite en Cézanne, para quien en esos años el pensamiento de la muerte se acentúa. Pero al mismo tiempo resuena otra resonancia aun que da a la primera su timbre propio, los armónicos o las modalidades de su resonancia.
Lo que resuena así no es otra cosa que la pintura misma. Las formas del color y del dibujo movilizan el deseo, el placer deseante de un fondo cuya consistencia no es, en definitiva, el contorno de la figura, sino el susurro de la imagen. A propósito de otro cuadro de la misma época, otro joven triste con chaleco rojo, Meyer Schapiro evoca “la sonoridad de los colores”. Aquí la sonoridad es más sorda, pero no por ello menos audible. Es un arrugamiento de la colgadura en huecos y pliegues pesados, en hendiduras y desniveles que se despliegan hasta el suelo, bajo la mesa; sin embargo otros repliegues y caídas responden tanto a la redondez de la calavera como a la rigidez de la nuca pensativa. La tela se ordena en un susurro de tejido arrugado. Ese arrugamiento es el que oía Breton cuando escribía a propósito de este cuadro: «La inquietud metafísica cae sobre el cuadro por los pliegues de la colgadura»[4]
La palabra “arrugamiento” se divide aquí con exactitud entre su valor sonoro y su valor textil. El silencio de la tela aflora aquí en su frotamiento de tejido, al cual hace contrapunto el abocetado más discreto aun, difuminado, deslavazado de los malvas y de los verdes pálidos del fondo y del pantalón. Entre los dos, y como ligados por raíles blancos, las líneas duras del caput mortuum y el azul-noche de un vestido de paño rígido.
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La resonancia de esta imagen no es más sonora que visual y no resuena más en el orden del sentimiento que en el orden de la idea. Pero es un arrugamiento del alma y del color juntos, y un arrugamiento de un sentido contra el otro, una mezcla de lo sonoro en lo visible. Este arrugamiento mezcla y trenza hilos, filamentos como el mycelium del deseo del sueño (deseo del sueño, será preciso tomar ese genitivo según sus dos valores). La consumación del deseo no está en una descarga final sino en más deseo aun, en la ascensión de la imagen en su propio elemento y en su propia resonancia. El elemento propio –el “imaginal”– no es del orden de lo visible sino en tanto que eso visible se frota en ello y se arruga contra sí mismo. No puede determinarse en lo visual más que en lo auditivo: se está suspendido allí donde lo uno es tocado por lo otro, sin jamás transportarse en ello. Se debería decir solamente: lo uno ritma lo otro. O aun: el ritmo es siempre esto, que un orden sensible se interrumpe y resuena con otro (o con lo otro de todos los sentidos).
En opinión de Freud, el ombligo donde se pierde la articulación significante es igualmente aquello por donde pasa el hilo de Ariadna que forma el cordón umbilical[5], la vía de un nacimiento tortuoso a través de los meandros del laberinto.
Condensando a mi vez las imágenes, yo mezclaría ese hilo con los filamentos del mycelium. Aquello hacia donde conduce y dentro de lo cual va a perderse el hilo de Ariadna (para Freud, en el fantasma de un nacimiento anal, intestinal), es el monstruo del laberinto y la bestia nacida de un deseo prodigioso hacia el animal, es decir, hacia el fondo tenebroso del deseo mismo. Ni siquiera el deseo, a decir verdad, sino el empuje, el conatus poderoso por el cual, bastante antes de Pasífae, un primer pintor hacía surgir, hacía brotar un toro en el fondo de una gruta a la luz de mechas grasientas.
El mugido silencioso que resonó entonces repercute desde los siglos y desde las salas más recónditas del laberinto hasta aquella que desenrolla el hilo, la medio hermana del Minotauro. El nombre de Ariadna puede tener entre otros el sentido de “la muy clara”. Y como se sabe, el nombre propio de su hermano no es su sobrenombre de monstruo, sino Asterión. Si se recuerda que Ariadna porta la clara corona boreal, se deja comprender que todo aquí resuena de astro en astro, como ese “desastre oscuro que porta la luz” del que dice Blanchot que «reemplaza el silencio ordinario, ése al que le falta la palabra» (como banalmente se dice del retrato) «por un silencio a parte, en separación, donde lo otro es quien se anuncia callándose.»[6]
Ariadna y el Minotauro comparten la oscuridad, el fondo de la luz, el adentro como afuera absoluto, la madre, el vientre sin fondo que contiene siempre otro, a la manera de la vaca-simulacro en el vientre de la cual Pasífae ha disimulado el suyo. Ese vientre resuena desde el hermano a la hermana, desde el monstruo a la luz. La presencia de lo más profundo viene a resonar en lo más cercano y lo más sordo viene a latir en lo más luminoso. For-da, tal es el latido sonoro en el cual Freud reconoce el juego de lo que él llama “Vorstellungsrepräsentanz”, lo que hace las veces u ocupa el lugar de la representación, de la idea o de la imagen de la madre.
El golpe vocal hace las veces, u ocupa el lugar, de lo que no tiene lugar y que propiamente no tiene lugar. O-a, Minotauro-Ariadna, memento-vanitas, el monstruo y la imagen, el monstruo en la imagen. El rostro de la una resuena desde el mugido del otro, y la mímesis tiene su vientre o su garganta en la méthexis.
Jean-Luc Nancy ©
Traducción de Julián Santos Guerrero
[1] Blanchot, M., L´espace littéraire, Paris, Gallimard, 1955, p. 346. Traducción al español: El espacio literario. Trad. A. Poca, Barcelona, Paidós, 1992.
[2] Merleau-Ponty, M., «Notes de cours sur le rêve» in L´institution-La passivité, Paris, Belin, 2003, p. 209.
[3] Blanchot, M., L´Entretien infini, Paris, Gallimard, p. 1969, p. 32. Traducción al español: El diálogo inconcluso. Trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1974.
[4] Breton, A., L´Amour fou, Chap. VI, Paris, Gallimard, 1976, p. 240. (Doy las gracias a Claire Margat que me ha señalado este pasaje). Traducción al español: El amor loco. Trad. J. Malpartida, Madrid, Alianza Ed., 2000.
[5] Cf. la 29ª de las Nuevas conferencias (G.W. XV, 26)
[6] Blanchot, M., L´écriture du désastre, Paris, Gallimard, 1980, pp. 17 y 27. Traducción española: La escritura del desastre. Trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1990
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