Lecturas de Benjamin: entre el anacronismo y la actualidad.
Ricardo Forster.
No intentaré desplegar, hoy, aquí, entre ustedes, una pormenorizada investigación en torno a la “recepción de Walter Benjamin en Argentina”; no es mi intención hacer un recorrido histórico capaz de extenuar las distintas estaciones de una relación que comienza con algunas citas de Juan Luis Guerrero en los lejanos años 40 cuando el nombre de Benjamin no sólo era extraño y extravagante entre nosotros sino que prácticamente también era desconocido en Europa donde todavía no se había iniciado su rescate de la mano de los esfuerzos de Gershom Scholem y Theodor Adorno. Mi preocupación va por otro lado, huye del amontonamiento erudito de nombres de lectores de su obra para intentar formular una pregunta diferente, aquella que intenta interrogar por el impacto de Benjamin en los años en los que se iba cayendo la dictadura junto con la incipiente pero demoledora crisis del marxismo. Quiero decir, desde el comienzo, que la llegada de Benjamin a estas costas, su entrada en el debate del campo intelectual corrió pareja con la derrota política, la incertidumbre teórica nacida de constatar que los años oscuros no sólo habían clausurado las vías de la revolución sino que, también, habían modificado profundamente las matrices ideológicas desde las cuales se podía hacer visible o no una cierta tradición. Benjamin, su escritura, se desplegó entre nosotros en el preciso momento en que las demandas de la política, los reclamos urgentes de la acción, fueron dejando paso a la llegada, en estas playas sureñas, a ciertos debates que venían desarrollándose en otras latitudes desde, al menos, los años 70.
El derrumbe de las ideas revolucionarias abrió, con esas extrañas paradojas de las que siempre es portadora la historia, la posibilidad de leer de otro modo, de incorporar nombres y concepciones que, a la luz de las nuevas escenografías culturales y políticas, irían a cobrar una significación bastante distinta a la que imaginaron sus portadores originales. Quiero decir que el momento más álgido y significativo de la recepción benjaminiana estuvo directamente vinculado a un profundo y decisivo giro de la historia, un giro en el que quedaron clausurados los sueños revolucionarios y comenzó a producirse un retiro hacia el ámbito académico de aquellos mismos que, en el período anterior, habían intentado establecer puentes entre la teoría y la práctica. Benjamin fue leído cuando el tiempo de las urgencias políticas dejó paso al de los debates intelectuales organizados alrededor de un sinnúmero de mesas redondas, tiempo dominado ya no por el fervor y el furor de interminables polémicas sino por esos otros dispositivos más mesurados y tolerantes surgidos de la primera época de la transición democrática. Lo que antes estaba contaminado por las demandas de una historia preñada de agitaciones, ahora, en el giro de los ‘80, dejaba su lugar a una alquimia de revisión generalizada de los antiguos saberes y de veloz desprendimiento de las gramáticas de la revolución. Entrábamos en un tiempo en el que la tolerancia y las buenas costumbres reemplazaban a las intensidades de antaño. Para algunos, Benjamin significó un refugio, la posibilidad de iniciar una interrogación de las matrices ideológicas que iniciaban su giro crepuscular. Lejos del ánimo de los sepultureros, más lejos aún de las incipientes bacanales posmodernas, el repliegue hacia Benjamin implicó leer de otro modo, con otra perspectiva, la trama de una modernidad en crisis. Algunos creyeron encontrar en sus escritos una posibilidad cierta de renovación de la tradición emancipatoria, un más allá de Marx que no supusiera su abandono definitivo pero que no eludiera la constatación de la catástrofe que esos ideales habían dejado a sus espaldas en el momento de su realización. Otros lo leyeron, por el contrario, como una de las puertas de salida de abandonadas pasiones políticas que, ahora, eran reemplazadas por viajes hacia el corazón de la cultura entramados con agudas indagaciones por el territorio del arte y la literatura. Para algunos la discusión del pensamiento benjaminiano no significó desentenderse del fondo trágico de la historia contemporánea; para otros, su lectura, pudo desarrollarse haciendo abstracción de esa catástrofe continua de la que la obra del berlinés se constituyó en un testigo crítico imprescindible. Para los primeros siguió siendo fundamental hacerse cargo de ese núcleo del pensamiento de Benjamin que se movía entre la crítica radical de la idea de progreso, el estado de excepción en el que viven los oprimidos y la espera de un giro mesiánico de la historia sin desentenderse, a su vez, de las reflexiones innovadoras en torno al lenguaje, la traducción, la memoria y los enlazamientos entre los nuevos fenómenos culturales y las imágenes de felicidad postergadas; para los segundos se trataba de introducirlo en los nuevos dispositivos de la crítica cultural corriéndose de esa dimensión teológico-política que se desprendía del autor de Las tesis de filosofía de la historia y que se les aparecía como anacrónica de acuerdo al giro de los tiempos. Una primera hipótesis con la que me gustaría jugar sería la siguiente: mientras la política fue concebida en clave revolucionaria, mientras la escena histórica se desplegaba de cara a la lucha de clases y a la vanguardia ideológica encarnada en la tradición de Marx, la posibilidad de leer a Benjamin, de dejarse tocar por su peculiar mirada resultaba prácticamente imposible. El mismo decurso de los acontecimientos, las urgencias que parecían emanar de la realidad, el incendio de toda una época que, sin saberlo, estaba escribiendo las últimas páginas de una manera de intervenir en la historia, obturaron la recepción de una escritura que, sin embargo, se había forjado ella misma teniendo a la revolución como núcleo irradiador de sentido, como el acontecimiento disruptivo capaz de romper el decurso homogéneo y lineal de una historia demasiado reclinada sobre la teoría y la práctica del progreso. Benjamin se anticipó a la crisis de los ideales emancipatorios mucho tiempo antes de que éstos alcanzaran a descubrir su bancarrota. Pero tal vez por eso mismo, por su cualidad anticipatoria, su irradiación fue póstuma y a un ritmo cansino, alcanzando su cota máxima cuando esos mismos vientos huracanados que venían del paraíso terminaron de hacer su trabajo de demolición afirmando la dimensión catastrófica de una historia que no sólo se había alejado de los sueños redencionales, de las ensoñaciones utópicas que tanto le preocuparon y ocuparon a Benjamin, sino que se apresuraba en mostrar los agudos compromisos con la barbarie de esos mismos discursos que habían amanecido a la historia como representantes de un ideal de libertad e igualdad. Tal vez ese reconocimiento benjaminiano de una época signada por el entrelazamiento de civilización y barbarie, esa triste comprensión del derrumbe que no podía dejar intactos los ideales emancipatorios que habían sido puestos a prueba desde el Octubre ruso, impidió otras lecturas de Benjamin por quienes, en las décadas del 60 y 70, estaban ocupados centralmente en proseguir con la metáfora revolucionaria sin hacerse cargo de los fracasos de su misma tradición; o, aún más grave, sin querer reconocer que lo fallido había que ir a buscarlo en su propio núcleo ideológico.
Otra hipótesis de trabajo sería la siguiente: en nuestra geografía Benjamin pudo ser leído cuando se despejó el dominio de las diversas escolásticas marxistas, e incluso algunos de los introductores del autor de Las tesis de Filosofía de la historia entre nosotros, pese a seguir reclamándose como legatarios de la tradición de Marx, sabían que sus lecturas del berlinés se producían en los huecos dejados por los antiguos fervores. Pienso, sobre todo, en Pancho Aricó quien, en lo personal, me condujo, al principio de los años 80, hacia una lectura más decisiva de Benjamin, después de haber pasado, en mi formación, primero, y en la segunda parte de los 70, por el pensamiento de Theodor Adorno y de la tradición central de la Escuela de Frankfurt. Nunca dejó de sorprenderme la frescura con la que Aricó leyó principalmente Las tesis... sabiendo que ellas encerraban no sólo una aguda crítica del materialismo histórico sino, más grave todavía para quien profundizaba su giro hacia una interpretación socialdemócrata del legado de Marx, una demoledora revisión de la responsabilidad de esa misma socialdemocracia en el ascenso del fascismo europeo. Aricó tuvo la virtud ¾al menos así lo recuerdo más de 20 años después¾ de dejar hablar a Benjamin, de ofrecerme, al joven urgido de novedades que era en aquel entonces, un pensamiento herético, renovador, impiadoso con la misma tradición de la que decía partir, lúcido en extremo y capaz de apropiarse de diversas e irreconciliables concepciones del mundo. Pero, y esto no dejó de ser importante, al menos para mí, con Benjamin, a través de él, profundizando en su obra, nunca clausuré lo que me gustaría denominar su fondo mesiánico, su decidido rechazo de un mundo injusto necesitado de redención. Intuyo que en la lectura que hacía Pancho Aricó en aquellos tiempos de apasionamientos democráticos se colaba, todavía, ese sentido reparador, la posibilidad de imaginar otra historia, de prestarle oídos a las voces de los olvidados y silenciados. Quiero decir, una vez más, que esa lectura estuvo marcada por lo político en un tiempo en el que se iniciaba el crepúsculo de esa dimensión para priorizar otras recepciones en las que ese condimento central del pensar benjaminiano sería opacado o simplemente desechado.
Recuerdo aquellas inolvidables tardes discutiendo con Pancho en su casa de la calle Bulnes, rodeados por su maravillosa biblioteca, cuando la lectura de Las tesis... nos llevaba hacia los más diversos confines, haciéndonos pasar por Marx pero también por Carl Schmitt, por Weber pero también por Fourier, por Saint Just y Robespierre pero también por los Hermanos del Libre Espíritu y los campesinos de Thomas Munzer, por el olvidado Hermann Lotze y también por el legado del mesianismo judío. Discutíamos la idea de revolución y sus múltiples hilos que nos retrotraían a la cábala de Isaac Luria o, más lejos todavía, a la alquimia de profetismo bíblico y rebelión espartaquista. Pancho, interesado en aquellos años en Juan B. Justo y en Eduard Bernstein, más inclinado a escuchar a los viejos revisionistas del marxismo y ocupado en “salvar” el legado de Marx reconociendo que había llegado el tiempo de los sepultureros, sin embargo me acompañó en ese descubrimiento del fondo mesiánico que se guardaba en Benjamin, pero sobre todo me enseñó a operar, sobre su escritura, el mismo gesto de actualización que Benjamin había intentado con las tradiciones a las que nunca dejó de citar entramándolas con las exigencias del presente.
Recuerdo, en especial, una larga conversación alrededor de un texto todavía inédito por aquellos días en español, una de sus notas que acompañaron la preparación de Las tesis..., en las que pensando en Marx y en su teoría de la revolución y haciendo un giro de 180 grados, Benjamin planteaba que si bien para Marx la revolución debía ser imaginada como el tren de la historia, capaz de emprender su marcha hacia el futuro, en la hora actual, dominada por la sombra de la catástrofe, próxima al abismo, la tarea de la raza humana que viajaba en el tren no era acelerarlo si no echarle el freno de emergencia[1]. En las múltiples interpretaciones que dispara esta cita, en sus diversas hermenéuticas, se jugaban y tal vez se juegan las recepciones que, en los debates de las últimas décadas, se han hecho de la obra del autor de El drama barroco alemán. En Aricó se trataba, creo recordarlo, de una doble evidencia: la del fracaso de la revolución en el siglo veinte como alternativa hacia el socialismo y, por otro lado, la constatación de lo decisiva y profunda que era en Benjamin la crítica al ideal de progreso asociada a una revalorización de las tradiciones utópicas. Coincidiendo con la segunda perspectiva aunque tratando de radicalizarla, pero poniendo mis reparos a la primera, ya que incluso teniendo como telón de fondo el pacto Hitler-Stalin, Benjamin no perdió la esperanza en “la débil luz mesiánica”, mi indagación se dirigió hacia lo que sería una de mis preocupaciones centrales a la hora de perseguir las huellas del pensar benjaminiano: la huella mesiánica, su vínculo, a través en gran medida de la relación con Scholem, del fondo judaico de su reflexión, un fondo que me conducía tanto hacia el misticismo cabalístico y a su teoría del lenguaje del nombre, como hacia la dialéctica de catástrofe y oportunidad que tiñe toda la historia judía, desde el exilio en Babilonia, pasando por la destrucción del segundo Templo, la diáspora, la expulsión de España, hasta alcanzar la tragedia del exterminio nazi. Benjamin, su pensar laberíntico y abigarrado, me permitieron iluminar de otro modo una historia que, ahora, abría otras posibilidades interpretativas y le otorgaba al mito de la revolución otra dimensión no reducible pura y exclusivamente a aquella tradicionalmente sostenida por la izquierda marxista, o sería mejor decir por los restos esclerosados de una izquierda que reclamándose de la tradición de Marx era y es incapaz de dirigir los dardos de la crítica a sus propias certezas desbastadas por la marcha de una historia que ha sido impiadosa con aquellos que no supieron o no quisieron hacerse cargo de sus responsabilidades.
En la lectura de Aricó terminó por imponerse ese otro gran tema formulado en distintos pasajes de la obra de Benjamin: me refiero a su revisión de la historia desde la perspectiva de los derrotados, perspectiva que le permitió eludir la espinosa cuestión del mesianismo revolucionario y sus incompatibilidades con el giro socialdemocrático que se ahondaba en el marxismo aggiornado de Aricó[2]. Convengamos, de todos modos, que esa lectura, a diferencia de otras que optaron por una recepción en clave esteticista, intentó mantenerse en lo que denominó una perspectiva “política” aunque se estuviera produciendo un gesto de despedida de la matriz más revulsiva del pensamiento benjaminiano. En todo caso, entre nosotros, y tal vez por haber llegado tarde, el debate alemán de los sesenta en torno a Benjamin y sus relaciones con el marxismo nunca alcanzó a formularse. Cuando llegó el turno de su presencia en el ámbito intelectual y académico ya no había lugar para esas cuestiones, en particular porque ya nadie quería discutir a Marx. Para algunos, Benjamin sirvió de contrapunto a la “moda Foucault” que inundó estas costas en la segunda mitad de los ‘80; permitió seguir indagando por una contrahistoria de la modernidad desmarcándose de la agobiante hegemonía francesa que, de la mano de diversos postestructuralismos y deconstruccionismos, invisibilizaba esas comarcas tan afines al pensamiento de Benjamin y destituía, por inactual, cualquier referencia a vocablos “muertos” heredados de Marx y de otras fuentes todavía más oscuras cuyas raíces se hundían en las napas de sospechosas discursividades teológicas. Ciertas influencias italianas (en especial la de algunos miembros de la escuela de arquitectura de Venecia –me refiero a Manfredo Tafuri, a Massimo Cacciari y a Franco Rella-) me ofrecieron la posibilidad de establecer puentes entre Foucault y Benjamin, como así también otros con Nietzsche y Heidegger, y con el fondo de decadencia cultural expresado como revulsión creadora en la Viena fin de siglo, abriendo las condiciones para una crítica de la modernidad que no se despidiera de la historia y del sujeto, aunque ambos términos sufrieran las acotaciones y los reparos emanados de las diversas líneas que llevaban a los filósofos ya citados. Más allá de los problemas suscitados por ese Benjamin leído en clave política, lo que comenzó a quedar claro era el corrimiento de la crítica hacia una interpretación cuyos ejes principales girarían ora hacia cuestiones estéticas ora hacia debates disparados en el campo de las teorías de la comunicación y de la cultura de masas, campo que se sintió especialmente atraído por el abundantemente citado artículo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, que acabó convirtiéndose en el caballito de batalla de todos aquellos que preferían la visión supuestamente benjaminiana de la industria cultural a la formulada con espíritu aristocrático por Adorno. Un Benjamin fragmentado, prolijamente depurado de sus otras influencias y perspectivas, pudo ser presentado como referencia ineludible en las escuelas de comunicación. Pero también se presentó otro Benjamin recortado sobre el fondo de las vanguardias estéticas que alimentó, a su vez, a aquellos lectores más preocupados por la cuestión estética que por indagar en la dimensión política de su pensamiento. Se produjo, en este sentido, una desactivación del corpus benjaminiano adaptándolo a una época tolerante que se desentendía velozmente de antiguas polémicas y de relaciones aún más anacrónicas entre crítica cultural y mesianismo revolucionario. A muy pocos les interesó ese Benjamin esotérico, proclive a resucitar lenguajes provenientes de la teología que “hoy, como es sabido, es pequeña y fea y que, por lo demás, no debe mostrarse”. Ese Benjamin capaz de escribirle a su amigo Scholem que solamente aquel que estuviera versado en la Cábala podía estar en condiciones de comprender el prólogo al Trauerspiel, y que en su último texto, ese que ofició de testamento filosófico-político, volvió sobre las huellas dejadas por sus escritos de juventud en los que recogió las marcas del mesianismo judío, pero en el que también se expresó, una vez más, el fondo revolucionario-redencional de su crítica de la cultura.
Quisiera insistir en algunos rasgos autobiográficos, no con ánimo de desviar la atención hacia mi propia experiencia que no tiene porqué interesarles a ustedes, sino como posible ejemplo de los vaivenes que fue sufriendo, con el correr de los años, la recepción de Benjamin entre nosotros. En mi caso, y algo de eso ya lo señalé, mi aproximación al corpus benjaminiano estuvo signada por la influencia de Adorno, por un lado y, por el otro, por la revisión crítica del legado de Hegel y Marx que, a su vez, me condujo hacia ciertas fuentes judaicas y a prestarle una especial atención a lo que genéricamente se denomina el pensamiento conservador revolucionario desarrollado fundamentalmente durante los años weimarianos. En el final de los ‘70 y principios de los ‘80, en el pasaje de la dictadura a la democracia, Benjamin, y los frankfurtianos en general, me permitieron seguir permaneciendo en la tradición de izquierda pero desmarcándome de sus epígonos más dogmáticos y esclerotizados. En todo caso, y ya lo destaqué, Adorno y Benjamin seguían teniendo por detrás a Lukács, Marx y hasta Hegel, sin dejar de incluir a Nietzsche, Simmel y Weber, mientras que las nuevas corrientes críticas que desembocarían, algunas de ellas, en el posmodernismo se desprendían festivamente de aquellas teorías de la revolución y de la transformación de la historia para acabar afirmando diversas muertes: de la misma historia, de los grandes relatos de la modernidad, del sujeto, del autor, de la política, etc. Con Adorno y Benjamin se volvía posible alejarse de la vulgata marxista y, también, esquivar la arremetida de los portadores del “fin de la historia y del sujeto”, reclamando no un regreso a la matriz ilustrada racionalista de la modernidad si no destacando el fondo trágico de la historia contemporánea. Con Benjamin, y más allá del propio Adorno, pude internarme en esa extraña alquimia en la que una determinada concepción del lenguaje bebía de fuentes bíblicas y talmúdicas conjugándolas con la poética del simbolismo francés, la escritura proustiana y la experimentación surrealista, sin olvidar las peculiares fuentes del romanticismo alemán entramadas con las reflexiones cabalísticas de Molitor o las especulaciones del último Schelling. Frente a una realidad que se apresuraba en declamar la bancarrota definitiva de todos los sueños utópicos forjados en los talleres de la modernidad pero heredados, muchos de ellos, de antiguas tradiciones milenaristas y mesiánicas, la lectura absolutamente interesada y parcial de Benjamin me permitió escaparme hacia esas otras comarcas por las que también, aunque con otras inquietudes, había transitado Ernst Bloch y que impregnarían sobre todo al Adorno de Mínima Moralia. Una lectura en clave pesimista, distanciada de una praxis fracasada y que prefería perseguir, hacia atrás, las huellas de la catástrofe contemporánea, haciendo con Benjamin algo semejante a lo que él había hecho con los barrocos del siglo XVII: pensar su propio tiempo histórico teniendo la escena de las últimas décadas del siglo veinte como interrogador crítico, como iluminador de ese fondo que, a su vez, reformulaba integralmente la escena del presente.
Un punto de fuga, eso significó Benjamin en los años 90 cuando diversas ruindades proliferaron en nuestra sociedad; pero punto de fuga no significaba darle la espalda a la realidad perdiéndose en otros tiempos de la historia más amables. Por el contrario, los ‘90 significaron la necesidad de leer nuestra decadencia y nuestra aproximación a la catástrofe desde la perspectiva de ese otro fin de siglo, del XIX, escuchando con atención las voces de “los anunciadores del fuego”, encontrando las “afinidades electivas”, descubriendo en el pasado algunas claves insustituibles para comprender el derrotero de nuestra época, de una época que se festejaba a sí misma como portadora de una novedad radical, tan radical que había logrado dejar definitivamente atrás cualquier vestigio de ese otro tiempo, al que perteneció el propio Benjamin, visto como anacrónico desde algunas concepciones actuales. Ciertas acusaciones de romanticismo se hicieron sentir, en especial provenientes de aquellos que habían optado por deshacerse de las viejas fantasmagorías revolucionarias adaptándose a las exigencias de un nuevo y triunfante progresismo entusiastamente apegado al imaginario de un republicanismo democrático formal que, eso sí, también se encontraría con su propia hecatombe a finales del 2001. Con Benjamin recordábamos aquello de “nadar a favor de la corriente” y sospechábamos de un final anunciado, oliendo en el aire de los tiempos la llegada de la catástrofe. En todo caso, eso podría decir y decirles, Benjamin me permitió, nos permitió, pensar mejor los síntomas de la época, imaginar su desenlace, del mismo modo que también nos ofreció la posibilidad de interpretar desde otra perspectiva la actualidad europea y la expansión americana. Casi desde un comienzo no nos convenció la salida habermasiana, una salida que intentaba salvar, contra viento y marea, el “proyecto inconcluso de la Ilustración”. Nuestras búsquedas, tocadas por el impulso benjaminiano de “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”, nos hicieron sospechar de ese rescate bienpensante y nos condujeron, en cambio, hacia las arenas movedizas del primer romanticismo y al clima turbulento de la Europa de entreguerras donde se forjaron algunos pensamientos de riesgo en el que las fronteras se cruzaban con extrema facilidad. En todo caso, Benjamin nos enseñó a leer ciertas tradiciones quemantes refuncionalizándolas[3]. En una coyuntura dominada por la fascinación democrática resultaba complicado regresar sobre algunos exponentes de visiones antagónicas al clima reinante. Eso de hablar de los vencidos estaba muy bien, pero internarse por el campo dinamitado de los antiparlamentarismos revolucionarios y conservadores de los años 20 que involucraban en un mismo abanico a Lukács, a Jünger, a Bloch, a Klages, al Thomas Mann de Consideraciones de un apolítico, a Benjamin, a Schmitt, a Scholem o a Gustav Landauer, no era algo bien visto.
A diferencia de otros autores que llegaron convertidos en dispositivo pedagógico (pienso, fundamentalmente, en la facilidad con la que Foucault fue engullido por la máquina académica ofreciendo una completa gama de categorías capaces de reemplazar al vetusto corpus marxista que iniciaba su mutis por el foro), Benjamin sólo bajo la condición de mutilarlo pudo ser incorporado, violentando el complejo ensamble de esas múltiples piezas que conforman la estructura de su andamiaje teórico. Su enseñanza quedó la mayoría de las veces reducida a algún ensayo emblemático, de aquellos que supuestamente se prestaban para su desmantelamiento pedagógico. Pero, y esto no deja de ser significativo, contra su fácil transmisión conspiró primero su lenguaje alambicado, muchas veces críptico que exigía del lector más de lo que suele permitirse en la enseñanza universitaria acostumbrada a las cuadriculaciones indispensables; pero también constituyó una resistencia la imposible reducción de su pensamiento a un método sistemáticamente organizado. Sin dudas, que lo que Benjamin ha ofrecido son orientaciones, cuadros de situación, instantáneas iluminadoras de zonas fundacionales de la modernidad burguesa, junto con una extraordinaria artesanía de lectura crítica sustentada en el entramado de diversas tradiciones conjugadas en su peculiar estrategia de apropiación de un texto literario o de una ciudad como escena cultural decisiva para pensar una época del mundo. Olvidar esos cruces, perder de vista ese juego en el que perspectivas opuestas se entrelazan, supone restarle parte de su originalidad. Creo que algunas de las lecturas que se han hecho de su obra entre nosotros carecieron precisamente de esa amplitud de criterios y se dejaron llevar por los cortes artificiales o, más directamente, por el oscurecimiento de zonas enteras del proyecto intelectual de Benjamin.
Regresando entonces a las distintas etapas por las que atravesó la recepción de Benjamin, creo que se vuelve, ahora, más clara la decisiva relación entre estrategias de lectura y giros histórico-políticos; o, dicho de otro modo, que no constituyó una casualidad que la primera recepción del grupo Sur haya quedado encriptada sin influir en los debates culturales de aquellos años, debates atravesados por las urgencias de la acción y la hegemonía del campo marxista, y que sólo mucho después, una vez acontecida la noche dictatorial, algunas de esas lecturas y traducciones, especialmente las de Murena, se volvieron visibles. Del mismo modo, que su irradiación a partir de los años 80 se haya dado junto con la derrota de las ilusiones revolucionarias y la generalizada crisis del marxismo, provocando esta situación las peculiares y divergentes estrategias de su recepción llegando, en algunos casos, a su completa despolitización, a la amputación de su componente mesiánico revolucionario, reducido a meros juegos especulativos o a contenidos esotéricos irrealizables e insignificantes en términos teóricos. Como si hubieran sido formas excremenciales de un pensamiento endeudado con tradiciones en desuso. Más próxima a nosotros, la recepción de los ‘90 estuvo marcada por el clima de profunda decadencia cultural y política, por la imperiosa necesidad, sentida por algunos, de preservar, por fuera de las opciones neoliberales o ingenuamente progresistas, las tradiciones críticas, la hondura de un pensamiento del riesgo en un contexto en el que dominaba la escena el pragmatismo más exacerbado. Entre las ruinas de la cultura se volvió imprescindible leer a Benjamin como un modo de correrse de las políticas dominantes. Leer a contrapelo significó señalar las falacias del discurso progresista en una época en la que el antimenemismo a la moda sólo parecía escribirse desde la perspectiva de un democratismo acrítico, formal e insustancial que terminaría expresándose en la bancarrota del gobierno de la Alianza. Con Benjamin, aquellos que participamos de la experiencia de la revista Confines, intentamos refugiarnos de esos aires malsanos que provenían tanto de la canalla menemista como de los otrora revolucionarios travestidos en cultores de una buena conciencia democrática. Creo percibir las líneas paralelas que se fueron abriendo entre las distintas revistas que, en los años anteriores y durante los noventa, expresaron las diversas lecturas y recepciones del pensamiento benjaminiano. Punto de Vista prefirió recuperar la vertiente estético-crítica tratando de erradicar, de esa interpretación, lo que denominaron sus componentes mesiánico-románticos. El rodaballos, heredando la aguda recuperación realizada por Michael Löwy de la intelectualidad judía de entreguerras, y en particular lo que él denominó las afinidades electivas entre la tradición mesiánica del judaísmo y el anarquismo libertario[4], interpretó la propia crisis de la izquierda argentina a la luz de la perspectiva de un marxismo leído en clave trágica que buscó recuperar algunas voces raleadas de nuestra propia tradición, como las de Silvio Frondizi y Milicíades Peña. Desde Confines profundizamos nuestra indagación en torno a lo que denominamos pensadores del riesgo, destacando el papel central jugado por Benjamin en la recepción crítica, y en clave de una sensibilidad de izquierda a contramano de las líneas hegemónicas del marxismo, de aquellas tradiciones provenientes del campo comúnmente llamado de derecha. Pero también nos siguió preocupando e interesando el núcleo subversivo de un pensador a contramano de modas y sistemas. Con Benjamin, siguiendo su original arqueología de la modernidad, también nos internamos en esos otros tiempos que anticipaban las tormentas por venir.
Una recepción de la incomodidad intelectual, del alerta crítico, del antidogmatismo, esa ha sido, tal vez, la marca dejada por el paso de Benjamin entre nosotros; una marca que siempre ha vuelto problemática la asimilación académica de un pensamiento de fronteras, cuya clasificación en alguna disciplina normativa siempre resultó imposible, suerte de gesto fallido que intentaba depurar, en nombre de la academia y de sus agentes aduaneros, la esencial alquimia constitutiva de quien supo leer el mapa de la cultura apropiándose de los saberes más disímiles. Regreso, entonces, a la biblioteca de Aricó a la hora de intentar capturar en un cuadro el impacto de Benjamin en mí. En esa biblioteca exquisita, hospitalaria, abierta a las interminables filigranas de la conversación fraterna, la voz del autor de Infancia en Berlín se desplegó sin limitaciones, huyendo de los reduccionismos al uso, abriendo las puertas que me conducían a mundos olvidados, a escrituras esenciales, a tradiciones arrojadas a los márgenes. Allí, entre sus anaqueles repletos de libros y escuchando la palabra generosa y libre de Pancho Aricó supe que la más genuina de las relaciones con Benjamin era la de la pasión amorosa, esa que desea seguir insistiendo en la huella dejada por un pensador fulgurantemente anacrónico y actual.
[1] La cita exacta de Benjamin dice así: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia universal. Pero tal vez ocurra con esto algo enteramente distinto. Tal vez las revoluciones son el gesto de agarrar el freno de seguridad que hace el género humano que viaja en ese tren”. Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso, Santiago de Chile, ARCIS – LOM, sin año de edición, traducción, introducción y notas de Pablo Oyarzún Robles, pág. 76.
[2] Es interesante destacar que los reparos que Pancho Aricó señaló respecto al carácter mesiánico revolucionario del marxismo idiosincrásico de Benjamin sería destacado, desde otro lugar y algunos años después pero en clara coincidencia con Aricó, por Jacques Derrida en un texto llamado “Nombre de pila de Benjamin” y en el que el filósofo francés analizando el ensayo del berlinés “Para una crítica de la violencia”, subrayó el carácter “inquieto, enigmático, terriblemente equívoco” de una escritura inclinada hacia un “punto de vista revolucionario (revolucionario en un estilo a la vez marxista y mesiánico...”. Véase J. Derrida, “Nombre de pila de Benjamin” en Fuerza de ley. El ‘fundamento místico de la autoridad’, Madrid, Tecnos, 1997, págs. 69 y 71. He analizado críticamente este texto derridiano en Walter Benjamin y el problema del mal, Buenos Aires, Altamira, 2001, págs. 161-171.
[3] Utilizo este término, de raíz brechtiana, en el mismo sentido que lo hizo Theodor W. Adorno en su ensayo crítico sobre Oswald Spengler. Véase de T. W. Adorno, “Spengler tras el ocaso”, en Crítica cultural y sociedad, Barcelona, 1970, págs. 5-38.
[4] Véase de Michael Löwy, Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa Central. Un estudio de afinidades electivas, Buenos Aires, El cielo por asalto, 1997. También su estudio de Las tesis de filosofía de la historia, Walter Benjamin. Aviso de incendio, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002. En esta misma perspectiva son recomendables los libros de Enzo Traverso, Los marxistas y la cuestión judía, La Plata, ediciones del margen, 2003; La Pensée Dispersée. Figures de léxil judéo-allemand, París, Editions Léo Scheer. Es interesante a su vez el libro de Irving Wohlfarth, Hombres del extranjero. Walter Benjamin y el parnaso judeoalemán, México, Taurus, 1999. He abordado esta cuestión en, El exilio de la palabra. En torno a lo judío, Buenos Aires, EUDEBA, 1999 y en Walter Benjamin y el problema del mal, Buenos Aires, Altamira, 2001.
El derrumbe de las ideas revolucionarias abrió, con esas extrañas paradojas de las que siempre es portadora la historia, la posibilidad de leer de otro modo, de incorporar nombres y concepciones que, a la luz de las nuevas escenografías culturales y políticas, irían a cobrar una significación bastante distinta a la que imaginaron sus portadores originales. Quiero decir que el momento más álgido y significativo de la recepción benjaminiana estuvo directamente vinculado a un profundo y decisivo giro de la historia, un giro en el que quedaron clausurados los sueños revolucionarios y comenzó a producirse un retiro hacia el ámbito académico de aquellos mismos que, en el período anterior, habían intentado establecer puentes entre la teoría y la práctica. Benjamin fue leído cuando el tiempo de las urgencias políticas dejó paso al de los debates intelectuales organizados alrededor de un sinnúmero de mesas redondas, tiempo dominado ya no por el fervor y el furor de interminables polémicas sino por esos otros dispositivos más mesurados y tolerantes surgidos de la primera época de la transición democrática. Lo que antes estaba contaminado por las demandas de una historia preñada de agitaciones, ahora, en el giro de los ‘80, dejaba su lugar a una alquimia de revisión generalizada de los antiguos saberes y de veloz desprendimiento de las gramáticas de la revolución. Entrábamos en un tiempo en el que la tolerancia y las buenas costumbres reemplazaban a las intensidades de antaño. Para algunos, Benjamin significó un refugio, la posibilidad de iniciar una interrogación de las matrices ideológicas que iniciaban su giro crepuscular. Lejos del ánimo de los sepultureros, más lejos aún de las incipientes bacanales posmodernas, el repliegue hacia Benjamin implicó leer de otro modo, con otra perspectiva, la trama de una modernidad en crisis. Algunos creyeron encontrar en sus escritos una posibilidad cierta de renovación de la tradición emancipatoria, un más allá de Marx que no supusiera su abandono definitivo pero que no eludiera la constatación de la catástrofe que esos ideales habían dejado a sus espaldas en el momento de su realización. Otros lo leyeron, por el contrario, como una de las puertas de salida de abandonadas pasiones políticas que, ahora, eran reemplazadas por viajes hacia el corazón de la cultura entramados con agudas indagaciones por el territorio del arte y la literatura. Para algunos la discusión del pensamiento benjaminiano no significó desentenderse del fondo trágico de la historia contemporánea; para otros, su lectura, pudo desarrollarse haciendo abstracción de esa catástrofe continua de la que la obra del berlinés se constituyó en un testigo crítico imprescindible. Para los primeros siguió siendo fundamental hacerse cargo de ese núcleo del pensamiento de Benjamin que se movía entre la crítica radical de la idea de progreso, el estado de excepción en el que viven los oprimidos y la espera de un giro mesiánico de la historia sin desentenderse, a su vez, de las reflexiones innovadoras en torno al lenguaje, la traducción, la memoria y los enlazamientos entre los nuevos fenómenos culturales y las imágenes de felicidad postergadas; para los segundos se trataba de introducirlo en los nuevos dispositivos de la crítica cultural corriéndose de esa dimensión teológico-política que se desprendía del autor de Las tesis de filosofía de la historia y que se les aparecía como anacrónica de acuerdo al giro de los tiempos. Una primera hipótesis con la que me gustaría jugar sería la siguiente: mientras la política fue concebida en clave revolucionaria, mientras la escena histórica se desplegaba de cara a la lucha de clases y a la vanguardia ideológica encarnada en la tradición de Marx, la posibilidad de leer a Benjamin, de dejarse tocar por su peculiar mirada resultaba prácticamente imposible. El mismo decurso de los acontecimientos, las urgencias que parecían emanar de la realidad, el incendio de toda una época que, sin saberlo, estaba escribiendo las últimas páginas de una manera de intervenir en la historia, obturaron la recepción de una escritura que, sin embargo, se había forjado ella misma teniendo a la revolución como núcleo irradiador de sentido, como el acontecimiento disruptivo capaz de romper el decurso homogéneo y lineal de una historia demasiado reclinada sobre la teoría y la práctica del progreso. Benjamin se anticipó a la crisis de los ideales emancipatorios mucho tiempo antes de que éstos alcanzaran a descubrir su bancarrota. Pero tal vez por eso mismo, por su cualidad anticipatoria, su irradiación fue póstuma y a un ritmo cansino, alcanzando su cota máxima cuando esos mismos vientos huracanados que venían del paraíso terminaron de hacer su trabajo de demolición afirmando la dimensión catastrófica de una historia que no sólo se había alejado de los sueños redencionales, de las ensoñaciones utópicas que tanto le preocuparon y ocuparon a Benjamin, sino que se apresuraba en mostrar los agudos compromisos con la barbarie de esos mismos discursos que habían amanecido a la historia como representantes de un ideal de libertad e igualdad. Tal vez ese reconocimiento benjaminiano de una época signada por el entrelazamiento de civilización y barbarie, esa triste comprensión del derrumbe que no podía dejar intactos los ideales emancipatorios que habían sido puestos a prueba desde el Octubre ruso, impidió otras lecturas de Benjamin por quienes, en las décadas del 60 y 70, estaban ocupados centralmente en proseguir con la metáfora revolucionaria sin hacerse cargo de los fracasos de su misma tradición; o, aún más grave, sin querer reconocer que lo fallido había que ir a buscarlo en su propio núcleo ideológico.
Otra hipótesis de trabajo sería la siguiente: en nuestra geografía Benjamin pudo ser leído cuando se despejó el dominio de las diversas escolásticas marxistas, e incluso algunos de los introductores del autor de Las tesis de Filosofía de la historia entre nosotros, pese a seguir reclamándose como legatarios de la tradición de Marx, sabían que sus lecturas del berlinés se producían en los huecos dejados por los antiguos fervores. Pienso, sobre todo, en Pancho Aricó quien, en lo personal, me condujo, al principio de los años 80, hacia una lectura más decisiva de Benjamin, después de haber pasado, en mi formación, primero, y en la segunda parte de los 70, por el pensamiento de Theodor Adorno y de la tradición central de la Escuela de Frankfurt. Nunca dejó de sorprenderme la frescura con la que Aricó leyó principalmente Las tesis... sabiendo que ellas encerraban no sólo una aguda crítica del materialismo histórico sino, más grave todavía para quien profundizaba su giro hacia una interpretación socialdemócrata del legado de Marx, una demoledora revisión de la responsabilidad de esa misma socialdemocracia en el ascenso del fascismo europeo. Aricó tuvo la virtud ¾al menos así lo recuerdo más de 20 años después¾ de dejar hablar a Benjamin, de ofrecerme, al joven urgido de novedades que era en aquel entonces, un pensamiento herético, renovador, impiadoso con la misma tradición de la que decía partir, lúcido en extremo y capaz de apropiarse de diversas e irreconciliables concepciones del mundo. Pero, y esto no dejó de ser importante, al menos para mí, con Benjamin, a través de él, profundizando en su obra, nunca clausuré lo que me gustaría denominar su fondo mesiánico, su decidido rechazo de un mundo injusto necesitado de redención. Intuyo que en la lectura que hacía Pancho Aricó en aquellos tiempos de apasionamientos democráticos se colaba, todavía, ese sentido reparador, la posibilidad de imaginar otra historia, de prestarle oídos a las voces de los olvidados y silenciados. Quiero decir, una vez más, que esa lectura estuvo marcada por lo político en un tiempo en el que se iniciaba el crepúsculo de esa dimensión para priorizar otras recepciones en las que ese condimento central del pensar benjaminiano sería opacado o simplemente desechado.
Recuerdo aquellas inolvidables tardes discutiendo con Pancho en su casa de la calle Bulnes, rodeados por su maravillosa biblioteca, cuando la lectura de Las tesis... nos llevaba hacia los más diversos confines, haciéndonos pasar por Marx pero también por Carl Schmitt, por Weber pero también por Fourier, por Saint Just y Robespierre pero también por los Hermanos del Libre Espíritu y los campesinos de Thomas Munzer, por el olvidado Hermann Lotze y también por el legado del mesianismo judío. Discutíamos la idea de revolución y sus múltiples hilos que nos retrotraían a la cábala de Isaac Luria o, más lejos todavía, a la alquimia de profetismo bíblico y rebelión espartaquista. Pancho, interesado en aquellos años en Juan B. Justo y en Eduard Bernstein, más inclinado a escuchar a los viejos revisionistas del marxismo y ocupado en “salvar” el legado de Marx reconociendo que había llegado el tiempo de los sepultureros, sin embargo me acompañó en ese descubrimiento del fondo mesiánico que se guardaba en Benjamin, pero sobre todo me enseñó a operar, sobre su escritura, el mismo gesto de actualización que Benjamin había intentado con las tradiciones a las que nunca dejó de citar entramándolas con las exigencias del presente.
Recuerdo, en especial, una larga conversación alrededor de un texto todavía inédito por aquellos días en español, una de sus notas que acompañaron la preparación de Las tesis..., en las que pensando en Marx y en su teoría de la revolución y haciendo un giro de 180 grados, Benjamin planteaba que si bien para Marx la revolución debía ser imaginada como el tren de la historia, capaz de emprender su marcha hacia el futuro, en la hora actual, dominada por la sombra de la catástrofe, próxima al abismo, la tarea de la raza humana que viajaba en el tren no era acelerarlo si no echarle el freno de emergencia[1]. En las múltiples interpretaciones que dispara esta cita, en sus diversas hermenéuticas, se jugaban y tal vez se juegan las recepciones que, en los debates de las últimas décadas, se han hecho de la obra del autor de El drama barroco alemán. En Aricó se trataba, creo recordarlo, de una doble evidencia: la del fracaso de la revolución en el siglo veinte como alternativa hacia el socialismo y, por otro lado, la constatación de lo decisiva y profunda que era en Benjamin la crítica al ideal de progreso asociada a una revalorización de las tradiciones utópicas. Coincidiendo con la segunda perspectiva aunque tratando de radicalizarla, pero poniendo mis reparos a la primera, ya que incluso teniendo como telón de fondo el pacto Hitler-Stalin, Benjamin no perdió la esperanza en “la débil luz mesiánica”, mi indagación se dirigió hacia lo que sería una de mis preocupaciones centrales a la hora de perseguir las huellas del pensar benjaminiano: la huella mesiánica, su vínculo, a través en gran medida de la relación con Scholem, del fondo judaico de su reflexión, un fondo que me conducía tanto hacia el misticismo cabalístico y a su teoría del lenguaje del nombre, como hacia la dialéctica de catástrofe y oportunidad que tiñe toda la historia judía, desde el exilio en Babilonia, pasando por la destrucción del segundo Templo, la diáspora, la expulsión de España, hasta alcanzar la tragedia del exterminio nazi. Benjamin, su pensar laberíntico y abigarrado, me permitieron iluminar de otro modo una historia que, ahora, abría otras posibilidades interpretativas y le otorgaba al mito de la revolución otra dimensión no reducible pura y exclusivamente a aquella tradicionalmente sostenida por la izquierda marxista, o sería mejor decir por los restos esclerosados de una izquierda que reclamándose de la tradición de Marx era y es incapaz de dirigir los dardos de la crítica a sus propias certezas desbastadas por la marcha de una historia que ha sido impiadosa con aquellos que no supieron o no quisieron hacerse cargo de sus responsabilidades.
En la lectura de Aricó terminó por imponerse ese otro gran tema formulado en distintos pasajes de la obra de Benjamin: me refiero a su revisión de la historia desde la perspectiva de los derrotados, perspectiva que le permitió eludir la espinosa cuestión del mesianismo revolucionario y sus incompatibilidades con el giro socialdemocrático que se ahondaba en el marxismo aggiornado de Aricó[2]. Convengamos, de todos modos, que esa lectura, a diferencia de otras que optaron por una recepción en clave esteticista, intentó mantenerse en lo que denominó una perspectiva “política” aunque se estuviera produciendo un gesto de despedida de la matriz más revulsiva del pensamiento benjaminiano. En todo caso, entre nosotros, y tal vez por haber llegado tarde, el debate alemán de los sesenta en torno a Benjamin y sus relaciones con el marxismo nunca alcanzó a formularse. Cuando llegó el turno de su presencia en el ámbito intelectual y académico ya no había lugar para esas cuestiones, en particular porque ya nadie quería discutir a Marx. Para algunos, Benjamin sirvió de contrapunto a la “moda Foucault” que inundó estas costas en la segunda mitad de los ‘80; permitió seguir indagando por una contrahistoria de la modernidad desmarcándose de la agobiante hegemonía francesa que, de la mano de diversos postestructuralismos y deconstruccionismos, invisibilizaba esas comarcas tan afines al pensamiento de Benjamin y destituía, por inactual, cualquier referencia a vocablos “muertos” heredados de Marx y de otras fuentes todavía más oscuras cuyas raíces se hundían en las napas de sospechosas discursividades teológicas. Ciertas influencias italianas (en especial la de algunos miembros de la escuela de arquitectura de Venecia –me refiero a Manfredo Tafuri, a Massimo Cacciari y a Franco Rella-) me ofrecieron la posibilidad de establecer puentes entre Foucault y Benjamin, como así también otros con Nietzsche y Heidegger, y con el fondo de decadencia cultural expresado como revulsión creadora en la Viena fin de siglo, abriendo las condiciones para una crítica de la modernidad que no se despidiera de la historia y del sujeto, aunque ambos términos sufrieran las acotaciones y los reparos emanados de las diversas líneas que llevaban a los filósofos ya citados. Más allá de los problemas suscitados por ese Benjamin leído en clave política, lo que comenzó a quedar claro era el corrimiento de la crítica hacia una interpretación cuyos ejes principales girarían ora hacia cuestiones estéticas ora hacia debates disparados en el campo de las teorías de la comunicación y de la cultura de masas, campo que se sintió especialmente atraído por el abundantemente citado artículo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, que acabó convirtiéndose en el caballito de batalla de todos aquellos que preferían la visión supuestamente benjaminiana de la industria cultural a la formulada con espíritu aristocrático por Adorno. Un Benjamin fragmentado, prolijamente depurado de sus otras influencias y perspectivas, pudo ser presentado como referencia ineludible en las escuelas de comunicación. Pero también se presentó otro Benjamin recortado sobre el fondo de las vanguardias estéticas que alimentó, a su vez, a aquellos lectores más preocupados por la cuestión estética que por indagar en la dimensión política de su pensamiento. Se produjo, en este sentido, una desactivación del corpus benjaminiano adaptándolo a una época tolerante que se desentendía velozmente de antiguas polémicas y de relaciones aún más anacrónicas entre crítica cultural y mesianismo revolucionario. A muy pocos les interesó ese Benjamin esotérico, proclive a resucitar lenguajes provenientes de la teología que “hoy, como es sabido, es pequeña y fea y que, por lo demás, no debe mostrarse”. Ese Benjamin capaz de escribirle a su amigo Scholem que solamente aquel que estuviera versado en la Cábala podía estar en condiciones de comprender el prólogo al Trauerspiel, y que en su último texto, ese que ofició de testamento filosófico-político, volvió sobre las huellas dejadas por sus escritos de juventud en los que recogió las marcas del mesianismo judío, pero en el que también se expresó, una vez más, el fondo revolucionario-redencional de su crítica de la cultura.
Quisiera insistir en algunos rasgos autobiográficos, no con ánimo de desviar la atención hacia mi propia experiencia que no tiene porqué interesarles a ustedes, sino como posible ejemplo de los vaivenes que fue sufriendo, con el correr de los años, la recepción de Benjamin entre nosotros. En mi caso, y algo de eso ya lo señalé, mi aproximación al corpus benjaminiano estuvo signada por la influencia de Adorno, por un lado y, por el otro, por la revisión crítica del legado de Hegel y Marx que, a su vez, me condujo hacia ciertas fuentes judaicas y a prestarle una especial atención a lo que genéricamente se denomina el pensamiento conservador revolucionario desarrollado fundamentalmente durante los años weimarianos. En el final de los ‘70 y principios de los ‘80, en el pasaje de la dictadura a la democracia, Benjamin, y los frankfurtianos en general, me permitieron seguir permaneciendo en la tradición de izquierda pero desmarcándome de sus epígonos más dogmáticos y esclerotizados. En todo caso, y ya lo destaqué, Adorno y Benjamin seguían teniendo por detrás a Lukács, Marx y hasta Hegel, sin dejar de incluir a Nietzsche, Simmel y Weber, mientras que las nuevas corrientes críticas que desembocarían, algunas de ellas, en el posmodernismo se desprendían festivamente de aquellas teorías de la revolución y de la transformación de la historia para acabar afirmando diversas muertes: de la misma historia, de los grandes relatos de la modernidad, del sujeto, del autor, de la política, etc. Con Adorno y Benjamin se volvía posible alejarse de la vulgata marxista y, también, esquivar la arremetida de los portadores del “fin de la historia y del sujeto”, reclamando no un regreso a la matriz ilustrada racionalista de la modernidad si no destacando el fondo trágico de la historia contemporánea. Con Benjamin, y más allá del propio Adorno, pude internarme en esa extraña alquimia en la que una determinada concepción del lenguaje bebía de fuentes bíblicas y talmúdicas conjugándolas con la poética del simbolismo francés, la escritura proustiana y la experimentación surrealista, sin olvidar las peculiares fuentes del romanticismo alemán entramadas con las reflexiones cabalísticas de Molitor o las especulaciones del último Schelling. Frente a una realidad que se apresuraba en declamar la bancarrota definitiva de todos los sueños utópicos forjados en los talleres de la modernidad pero heredados, muchos de ellos, de antiguas tradiciones milenaristas y mesiánicas, la lectura absolutamente interesada y parcial de Benjamin me permitió escaparme hacia esas otras comarcas por las que también, aunque con otras inquietudes, había transitado Ernst Bloch y que impregnarían sobre todo al Adorno de Mínima Moralia. Una lectura en clave pesimista, distanciada de una praxis fracasada y que prefería perseguir, hacia atrás, las huellas de la catástrofe contemporánea, haciendo con Benjamin algo semejante a lo que él había hecho con los barrocos del siglo XVII: pensar su propio tiempo histórico teniendo la escena de las últimas décadas del siglo veinte como interrogador crítico, como iluminador de ese fondo que, a su vez, reformulaba integralmente la escena del presente.
Un punto de fuga, eso significó Benjamin en los años 90 cuando diversas ruindades proliferaron en nuestra sociedad; pero punto de fuga no significaba darle la espalda a la realidad perdiéndose en otros tiempos de la historia más amables. Por el contrario, los ‘90 significaron la necesidad de leer nuestra decadencia y nuestra aproximación a la catástrofe desde la perspectiva de ese otro fin de siglo, del XIX, escuchando con atención las voces de “los anunciadores del fuego”, encontrando las “afinidades electivas”, descubriendo en el pasado algunas claves insustituibles para comprender el derrotero de nuestra época, de una época que se festejaba a sí misma como portadora de una novedad radical, tan radical que había logrado dejar definitivamente atrás cualquier vestigio de ese otro tiempo, al que perteneció el propio Benjamin, visto como anacrónico desde algunas concepciones actuales. Ciertas acusaciones de romanticismo se hicieron sentir, en especial provenientes de aquellos que habían optado por deshacerse de las viejas fantasmagorías revolucionarias adaptándose a las exigencias de un nuevo y triunfante progresismo entusiastamente apegado al imaginario de un republicanismo democrático formal que, eso sí, también se encontraría con su propia hecatombe a finales del 2001. Con Benjamin recordábamos aquello de “nadar a favor de la corriente” y sospechábamos de un final anunciado, oliendo en el aire de los tiempos la llegada de la catástrofe. En todo caso, eso podría decir y decirles, Benjamin me permitió, nos permitió, pensar mejor los síntomas de la época, imaginar su desenlace, del mismo modo que también nos ofreció la posibilidad de interpretar desde otra perspectiva la actualidad europea y la expansión americana. Casi desde un comienzo no nos convenció la salida habermasiana, una salida que intentaba salvar, contra viento y marea, el “proyecto inconcluso de la Ilustración”. Nuestras búsquedas, tocadas por el impulso benjaminiano de “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”, nos hicieron sospechar de ese rescate bienpensante y nos condujeron, en cambio, hacia las arenas movedizas del primer romanticismo y al clima turbulento de la Europa de entreguerras donde se forjaron algunos pensamientos de riesgo en el que las fronteras se cruzaban con extrema facilidad. En todo caso, Benjamin nos enseñó a leer ciertas tradiciones quemantes refuncionalizándolas[3]. En una coyuntura dominada por la fascinación democrática resultaba complicado regresar sobre algunos exponentes de visiones antagónicas al clima reinante. Eso de hablar de los vencidos estaba muy bien, pero internarse por el campo dinamitado de los antiparlamentarismos revolucionarios y conservadores de los años 20 que involucraban en un mismo abanico a Lukács, a Jünger, a Bloch, a Klages, al Thomas Mann de Consideraciones de un apolítico, a Benjamin, a Schmitt, a Scholem o a Gustav Landauer, no era algo bien visto.
A diferencia de otros autores que llegaron convertidos en dispositivo pedagógico (pienso, fundamentalmente, en la facilidad con la que Foucault fue engullido por la máquina académica ofreciendo una completa gama de categorías capaces de reemplazar al vetusto corpus marxista que iniciaba su mutis por el foro), Benjamin sólo bajo la condición de mutilarlo pudo ser incorporado, violentando el complejo ensamble de esas múltiples piezas que conforman la estructura de su andamiaje teórico. Su enseñanza quedó la mayoría de las veces reducida a algún ensayo emblemático, de aquellos que supuestamente se prestaban para su desmantelamiento pedagógico. Pero, y esto no deja de ser significativo, contra su fácil transmisión conspiró primero su lenguaje alambicado, muchas veces críptico que exigía del lector más de lo que suele permitirse en la enseñanza universitaria acostumbrada a las cuadriculaciones indispensables; pero también constituyó una resistencia la imposible reducción de su pensamiento a un método sistemáticamente organizado. Sin dudas, que lo que Benjamin ha ofrecido son orientaciones, cuadros de situación, instantáneas iluminadoras de zonas fundacionales de la modernidad burguesa, junto con una extraordinaria artesanía de lectura crítica sustentada en el entramado de diversas tradiciones conjugadas en su peculiar estrategia de apropiación de un texto literario o de una ciudad como escena cultural decisiva para pensar una época del mundo. Olvidar esos cruces, perder de vista ese juego en el que perspectivas opuestas se entrelazan, supone restarle parte de su originalidad. Creo que algunas de las lecturas que se han hecho de su obra entre nosotros carecieron precisamente de esa amplitud de criterios y se dejaron llevar por los cortes artificiales o, más directamente, por el oscurecimiento de zonas enteras del proyecto intelectual de Benjamin.
Regresando entonces a las distintas etapas por las que atravesó la recepción de Benjamin, creo que se vuelve, ahora, más clara la decisiva relación entre estrategias de lectura y giros histórico-políticos; o, dicho de otro modo, que no constituyó una casualidad que la primera recepción del grupo Sur haya quedado encriptada sin influir en los debates culturales de aquellos años, debates atravesados por las urgencias de la acción y la hegemonía del campo marxista, y que sólo mucho después, una vez acontecida la noche dictatorial, algunas de esas lecturas y traducciones, especialmente las de Murena, se volvieron visibles. Del mismo modo, que su irradiación a partir de los años 80 se haya dado junto con la derrota de las ilusiones revolucionarias y la generalizada crisis del marxismo, provocando esta situación las peculiares y divergentes estrategias de su recepción llegando, en algunos casos, a su completa despolitización, a la amputación de su componente mesiánico revolucionario, reducido a meros juegos especulativos o a contenidos esotéricos irrealizables e insignificantes en términos teóricos. Como si hubieran sido formas excremenciales de un pensamiento endeudado con tradiciones en desuso. Más próxima a nosotros, la recepción de los ‘90 estuvo marcada por el clima de profunda decadencia cultural y política, por la imperiosa necesidad, sentida por algunos, de preservar, por fuera de las opciones neoliberales o ingenuamente progresistas, las tradiciones críticas, la hondura de un pensamiento del riesgo en un contexto en el que dominaba la escena el pragmatismo más exacerbado. Entre las ruinas de la cultura se volvió imprescindible leer a Benjamin como un modo de correrse de las políticas dominantes. Leer a contrapelo significó señalar las falacias del discurso progresista en una época en la que el antimenemismo a la moda sólo parecía escribirse desde la perspectiva de un democratismo acrítico, formal e insustancial que terminaría expresándose en la bancarrota del gobierno de la Alianza. Con Benjamin, aquellos que participamos de la experiencia de la revista Confines, intentamos refugiarnos de esos aires malsanos que provenían tanto de la canalla menemista como de los otrora revolucionarios travestidos en cultores de una buena conciencia democrática. Creo percibir las líneas paralelas que se fueron abriendo entre las distintas revistas que, en los años anteriores y durante los noventa, expresaron las diversas lecturas y recepciones del pensamiento benjaminiano. Punto de Vista prefirió recuperar la vertiente estético-crítica tratando de erradicar, de esa interpretación, lo que denominaron sus componentes mesiánico-románticos. El rodaballos, heredando la aguda recuperación realizada por Michael Löwy de la intelectualidad judía de entreguerras, y en particular lo que él denominó las afinidades electivas entre la tradición mesiánica del judaísmo y el anarquismo libertario[4], interpretó la propia crisis de la izquierda argentina a la luz de la perspectiva de un marxismo leído en clave trágica que buscó recuperar algunas voces raleadas de nuestra propia tradición, como las de Silvio Frondizi y Milicíades Peña. Desde Confines profundizamos nuestra indagación en torno a lo que denominamos pensadores del riesgo, destacando el papel central jugado por Benjamin en la recepción crítica, y en clave de una sensibilidad de izquierda a contramano de las líneas hegemónicas del marxismo, de aquellas tradiciones provenientes del campo comúnmente llamado de derecha. Pero también nos siguió preocupando e interesando el núcleo subversivo de un pensador a contramano de modas y sistemas. Con Benjamin, siguiendo su original arqueología de la modernidad, también nos internamos en esos otros tiempos que anticipaban las tormentas por venir.
Una recepción de la incomodidad intelectual, del alerta crítico, del antidogmatismo, esa ha sido, tal vez, la marca dejada por el paso de Benjamin entre nosotros; una marca que siempre ha vuelto problemática la asimilación académica de un pensamiento de fronteras, cuya clasificación en alguna disciplina normativa siempre resultó imposible, suerte de gesto fallido que intentaba depurar, en nombre de la academia y de sus agentes aduaneros, la esencial alquimia constitutiva de quien supo leer el mapa de la cultura apropiándose de los saberes más disímiles. Regreso, entonces, a la biblioteca de Aricó a la hora de intentar capturar en un cuadro el impacto de Benjamin en mí. En esa biblioteca exquisita, hospitalaria, abierta a las interminables filigranas de la conversación fraterna, la voz del autor de Infancia en Berlín se desplegó sin limitaciones, huyendo de los reduccionismos al uso, abriendo las puertas que me conducían a mundos olvidados, a escrituras esenciales, a tradiciones arrojadas a los márgenes. Allí, entre sus anaqueles repletos de libros y escuchando la palabra generosa y libre de Pancho Aricó supe que la más genuina de las relaciones con Benjamin era la de la pasión amorosa, esa que desea seguir insistiendo en la huella dejada por un pensador fulgurantemente anacrónico y actual.
[1] La cita exacta de Benjamin dice así: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia universal. Pero tal vez ocurra con esto algo enteramente distinto. Tal vez las revoluciones son el gesto de agarrar el freno de seguridad que hace el género humano que viaja en ese tren”. Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso, Santiago de Chile, ARCIS – LOM, sin año de edición, traducción, introducción y notas de Pablo Oyarzún Robles, pág. 76.
[2] Es interesante destacar que los reparos que Pancho Aricó señaló respecto al carácter mesiánico revolucionario del marxismo idiosincrásico de Benjamin sería destacado, desde otro lugar y algunos años después pero en clara coincidencia con Aricó, por Jacques Derrida en un texto llamado “Nombre de pila de Benjamin” y en el que el filósofo francés analizando el ensayo del berlinés “Para una crítica de la violencia”, subrayó el carácter “inquieto, enigmático, terriblemente equívoco” de una escritura inclinada hacia un “punto de vista revolucionario (revolucionario en un estilo a la vez marxista y mesiánico...”. Véase J. Derrida, “Nombre de pila de Benjamin” en Fuerza de ley. El ‘fundamento místico de la autoridad’, Madrid, Tecnos, 1997, págs. 69 y 71. He analizado críticamente este texto derridiano en Walter Benjamin y el problema del mal, Buenos Aires, Altamira, 2001, págs. 161-171.
[3] Utilizo este término, de raíz brechtiana, en el mismo sentido que lo hizo Theodor W. Adorno en su ensayo crítico sobre Oswald Spengler. Véase de T. W. Adorno, “Spengler tras el ocaso”, en Crítica cultural y sociedad, Barcelona, 1970, págs. 5-38.
[4] Véase de Michael Löwy, Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa Central. Un estudio de afinidades electivas, Buenos Aires, El cielo por asalto, 1997. También su estudio de Las tesis de filosofía de la historia, Walter Benjamin. Aviso de incendio, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002. En esta misma perspectiva son recomendables los libros de Enzo Traverso, Los marxistas y la cuestión judía, La Plata, ediciones del margen, 2003; La Pensée Dispersée. Figures de léxil judéo-allemand, París, Editions Léo Scheer. Es interesante a su vez el libro de Irving Wohlfarth, Hombres del extranjero. Walter Benjamin y el parnaso judeoalemán, México, Taurus, 1999. He abordado esta cuestión en, El exilio de la palabra. En torno a lo judío, Buenos Aires, EUDEBA, 1999 y en Walter Benjamin y el problema del mal, Buenos Aires, Altamira, 2001.
No hay comentarios:
Publicar un comentario