miércoles, 11 de marzo de 2009

Nancy, Consolación-Desolación

CONSOLACIÓN, DESOLACIÓN*
Jean-Luc Nancy



En el «Prefacio» que escribe para el volumen titulado Cada vez única, el fin del mundo, recopilación de textos de despedida que pronunció para los amigos muertos, Jacques Derrida subraya cómo el «adiós» no debe saludar más que «la necesidad del no-retorno posible, el fin del mundo como final de toda resurrección». El «adiós», en otros términos, no debe en absoluto significar una cita con Dios sino, contrariamente, una despedida definitiva, un abandonar irremisiblemente tanto al otro muerto a su desaparición como al superviviente a la privación rigurosa de toda esperanza en alguna supervivencia, ya sea ésta del otro o bien, aplazada, la de mí mismo que saluda al otro y a quien otro saludará en otra ocasión.
Esta necesidad se une a aquella según la cual es preciso reconocer en cada muerte el fin del mundo y no, simplemente, el fin de un mundo: no una interrupción momentánea en el encadenamiento de los mundos posibles, sino la aniquilación sin reserva ni compensación «del solo y único mundo» que «hace de cada ser vivo un ser vivo solo y único». Es necesario decir «adiós» sin retorno, con la certeza implacable de que el otro no se dará la vuelta ni regresará jamás.
Un saludo[1] «digno de ese nombre» recusa, por tanto, toda redención. Saluda la ausencia absoluta de salvación, o bien «renuncia a la salvación por anticipado», así como Derrida lo escribía ya en Le toucher, Jean-Luc Nancy. Del mismo modo que él me dirigía entonces ese saludo que despide a la salvación, me dirige de nuevo la monición de este «libro de adiós». Derrida puntualiza, en efecto, que la «resurrección» debe ser recusada, no sólo «en el sentido corriente que haría que los cuerpos vueltos a la vida se levantaran y anduvieran, sino incluso en el sentido de la anástasis de la que habla Jean-Luc Nancy»[2]. Esta última, en efecto, «sigue, aunque sea con el rigor de cierta crueldad, prestando consuelo. La anástasis postula tanto la existencia de algún Dios como que el final de un mundo no será el fin del mundo.»
Quiero, a mi vez, saludar aquí ese saludo y no recusar la recusación que conlleva, sino intentar esclarecerlo de otro modo, en la medida que sea posible aportar en esta materia alguna luz y que no sea necesario, al contrario, mantener sobre este asunto los ojos cerrados, definitiva y obstinadamente cerrados sobre todo lo que no depende de una noche ni de un sueño sin expectativa ni despertar. Unos ojos abiertos, por consiguiente, hacia la noche, en la noche y ellos mismos nocturnos: unos ojos que ven el fin del mundo, no representado ante ellos sino en ellos, desencadenando el derrumbe de la visión y el tacto de la noche misma. La noche frente a los ojos, como si se tratara de otros ojos que detendrían y ahogarían en aquéllos toda posibilidad de visión, de intencionalidad, de dirección, de orientación y de recurso fuera del adiós sin retorno.
Para que mi saludo sea digno de su nombre debe saludar sin redención, pero debe saludar. La palabra «saludo» designa la interpelación, la invitación o la inyunción con vistas al ser-salvo. Lo salvo (salvus) es lo que permanece entero, indemne, intacto. Lo salvo no es por consiguiente lo salvado, sustraído a la herida o a la mácula que le habría afectado, sino que es eso (o ése o ésa) que permanece intacto fuera de alcance. Que no ha sido nunca afectado. Así, el muerto, se lleva con él, como suele decirse, el mundo único y solo que él fue.
Arrastra así el mundo entero, pues un mundo no es mundo más que siendo único, solo y completamente intacto. Solus, salvus: no hay más saludo que de lo solo, ahora bien, lo solo es lo desolado por excelencia: devastado, desertado, arrojado al aislamiento total (desolari).
De la misma manera que la palabra «consolación» no tiene más relación que una asonancia con la palabra «desolación» (solor, confortar, es ajeno a solus), tampoco puede haber ahí consuelo de la desolación si consolar significa calmar el dolor, restaurar un posible, recuperar la presencia y la vida de aquellos que están muertos. Todo debe, al contrario, «consolar» en el sentido de fortalecer la desolación, de tornar su dureza intratable e inencentable. Alcanzar lo intacto: eso es lo que la muerte nos ofrece, y eso significa que el muerto desaparece en el aislamiento absoluto de su muerte intocable, mientras que el vivo que le saluda permanece en este margen al que ningún otro margen hace frente, sin ninguna orilla que abordar, sin ningún contacto posible (ni sensible, ni inteligible, ni imaginario) con lo intacto. Esto es exactamente lo que el saludo saluda: el saludo afecta a lo intocable bajo la forma de una interpelación que le confirma su desaparición, que le restituye de alguna manera su ausencia definitiva y el mundo en ella acabado. Decir adiós, Derrida lo dice en su «Adiós» a Lévinas (Chaque fois unique la fin du monde, Galilée, Paris, p. 252), es «llamarle por su nombre, invocar su nombre». El saludo saluda al otro en lo intacto intocable de su insignificante propiedad, su nombre a partir de entonces queda hundido en la no-significación que es la del nombre propio y cada vez, por él o en él, la del mundo en su totalidad. Al saludar el nombre y el no que planea sobre ese nombre, el saludo le aflige y se aflige: estoy solo, cada vez absolutamente solo ante este aislamiento, esta soledad del otro «ante» la cual, para hablar con propiedad, no puedo ni mantenerme ni tocarla sin desfallecer, privado de ese sentido mismo y, en él, de todo sentido.
En definitiva, el saludo saluda y, al hacerlo —sin embargo, no hace nada, no produce nada, solamente aflige—, interpela e invoca, llama, anuncia incluso o bien, por vez primera, convoca, declara y proclama algo, más exactamente a alguien. Con todo esto, cualquiera que sea la cosa que quiera y que pretenda hacer, no puede no consolar y no consolarse. El saludo fortalece la desolación, y esta confortación que le abate y le deja sin voz no por ello deja de ser el desfallecimiento que abre en él el paso de una voz, la de su saludo a aquello que no se deja saludar. Dieciséis veces modulado por dieciséis muertes, el saludo de Derrida (en otros lugares, otros saludos, cada vez que alguien está aquí para decir «adiós» —y sabemos qué horrible tristeza reina cuando no hay nadie y sabemos con un saber alterado qué horror se extiende allí donde se encuentra rechazada, con toda salvación, la tumba misma, que es la estela de la salvación—), ese saludo salva todavía, pase lo que pase. No salva nada del abismo, pero saluda el abismo salvo. Ahora bien, el abismo de ese modo preservado, desolado y declarado en la desolación, el abismo imposible de volver a cerrar completamente así como de sondear otorga la dignidad — extraña, insoportable, llena de lágrimas— del mundo que se desmorona al saludo. Al mismo tiempo, el saludo concede al mundo abismado su dignidad de mundo. Al nombre propio privado de sentido le concede la totalidad de sentido, la inverificable y manifiesta verdad que «el mundo», cada vez, quiere decir.
Lo que la anástasis pretende designar, en la tarea que emprendí de deconstruir o desviar su valor entendido como «resurrección», no es otra cosa que esa recuperación (anástasis), ese levantamiento (y no «superación») del sentido abismado, un levantamiento en realidad impulsado, llamado, anunciado y saludado. La verdad no puede más que ser saludada cada vez y nunca salvada, pues no hay nada que salvar, nada que remontar de lo más recóndito del tránsito: pero eso mismo se saluda, cada vez, en la oración fúnebre que no es un ornamento, sino un elemento necesario de la estructura o del acontecimiento llamado «morir». Mediante esta oración, mediante esta salutación, «la muerte» —esa supuesta entidad, cosa o sujeto, aquella cuyo nombre Hegel no admite más que bajo la condición «de que queramos denominar así esa nihilidad»— se encuentra saludada en cuanto que es el morir propio de éste, de aquélla, de ése o de ésa que estuvo aquí o allá (que fue el mundo aquí o allá) y ya no está ni estará en ninguna parte ni en ningún tiempo. En su morir, cada uno es saludado por él mismo en la medida en que ese «él mismo» se desconsuela, intacto, y no retorna a sí de la misma manera que tampoco vuelve ni volverá a nosotros. Aunque no reaparezca, yacente, se reincorpora, cual verdad saludada. Ese saludo no opera ningún retorno subrepticio. Si la desolación consuela de esa manera tan poco tranquilizadora como completamente irrecusable, no lo hace mediante una maquinación dialéctica que convertiría la pérdida en ganancia. No lo hace mediante la operación fantástica que la religión parece maquinar con el fin de apoderarse de una credulidad presta a tragarse la redención. En la religión misma no es seguro que la representación de la salvación juegue, en última instancia, el papel consolador que se cree quizás algo precipitadamente poder prestarle como un efecto ilusorio. Ciertamente, no sería aberrante pensar que nunca un verdadero creyente ha muerto o ha visto morir a otro en la imaginación pueril de un tránsito continuo hacia otro mundo, completamente semejante a éste, sólo que exento de sufrimientos. Ciertamente, las religiones, como las metafísicas, no cesan de hacer valer una captación salvadora y un consuelo tranquilizador. Sin embargo, «Dios» o el «otro mundo» no designan nunca del todo manifiestamente una continuidad, todavía menos una continuación de ese mundo a través de un tránsito furtivo. La tumba no es un tránsito, es un no-lugar que aloja una ausencia. La fe no consiste jamás —y eso, sin duda, en cualquier forma religiosa—en que creamos algo del mismo modo en que creemos que mañana seremos felices. La fe no puede, por definición, sino consistir en interpelar lo que ocurre y aniquila toda creencia, toda suposición, toda economía y toda redención. La fe consiste, como lo saben los místicos sin darle mayor importancia, en interpelar o ser interpelado por lo otro del mundo, que no es «otro mundo» más que en el sentido de otro que el mundo, aquel que cada vez acaba sin remisión.
Dios no designa más que esta alteridad en la cual la alteración del mundo, de todo el mundo, se hace absoluta, sin apelación y sin remisión. Y la interpelación a los muertos es lo que cada vez apela e interpela lo sin-apelación. Esta interpelación es saludo. Es demasiado despreciativo representarse la humanidad como si la inmensa mayoría de nuestros semejantes (y sin duda, será preciso extrapolarlo, variando los términos, a los animales) pasara su vida —o bien su muerte, como quiera decirse— desconociendo, más o menos consciente o inconscientemente, lo real intratable del morir. De manera más sutil e infinitamente más digna, cada uno sabe algo del no-saber que le incumbe y que le prohíbe, con un rigor extremo, pretender apropiarse algo de un objeto denominado «muerte», puesto que un objeto tal queda sin consistencia (en realidad, éste es el que es fantástico), en cambio el sujeto que muere y aquel que, al saludarle, le interpela allí donde ninguna interpelación alcanza se saludan sin salvarse. Comparten la anástasis cuya elevación o rectitud corta en perpendicular el insuperable yacer del cuerpo en el polvo. No hay ninguna supervivencia, ninguna resurgencia, ninguna reviviscencia. Sino «resurrección» en el sentido de la restitución del saludo, del adiós: la partida es su propio anuncio, no revela nada, no conduce a ningún secreto, no opera ninguna taumaturgia ni ninguna transfiguración. En un sentido, no hay nada que decir de este decir último, de esta oración, la única en donde brilla el saludo mientras se pronuncian algunas palabras en un sollozo, el tiempo que dura un destello negro. La oratio es el discurso o la plegaria, es el discurso en tanto que plegaria. La plegaria no es ni petición ni tráfico de influencias, es súplica tanto como encomio. Es encomio suplicante: a la vez, cada vez, celebra y deplora, pide una remisión y declara lo irremisible. La plegaria es en lo que se transforma el discurso, cuando el mundo acabado no permite ya encadenar ninguna significación. En ese momento, cada vez, la plegaria sin expectativa y sin efecto forma la anástasis del discurso, el saludo se eleva y se dirige al punto exacto donde no queda nada que decir.
Es insoportable. ¿Cómo no inclinarse ante el hecho de que los seres vivos no dejan de soportarlo y de saludarlo y hacen de ello incluso, en última instancia, su razón de vivir, el único factum rationis absolutamente irrecusable y lo impensable sin lo cual nadie moriría, es decir, nadie viviría?
¿Finalmente, quién viviría por tanto sin practicar, aunque fuera sin saberlo, lo que señalo aquí con una cita forzada y fuera de contexto: «un himno, un encomio, una plegaria» vuelta hacia lo otro de la vida presente en la vida misma, «una imploración de resurgimiento, de resurrección»[3] tal que ella misma, la imploración, es la resurrección?
¿Quién por tanto, y por lo demás, evocaba una música (si no la música misma) gracias a la cual «el mí mismo, muerto pero elevado por esa música, por la venida única de esta música, aquí y ahora, en un mismo movimiento, el mí mismo moriría diciendo sí a la muerte y al mismo tiempo resucitaría, diciéndose: renazco pero no sin morir, renazco póstumamente, el mismo éxtasis que reúne en aquél muerte sin retorno y resurrección, muerte y nacimiento, saludo desesperado del adiós sin retorno y sin redención, pero saludo a la vida del otro ser vivo en el signo secreto y el silencio exuberante de una vida superabundante»[4]? ¿Quién por tanto, sino Derrida, el mismo u otro? ¿Y qué es una vida superabundante sino la vida sin más —sí, en su brevedad misma— en cuanto que excede todo lo que podemos reconocer y saludar, en cuanto que se excede y que muere, confiándose así y confiándonos a la superabundancia y a la exhuberancia?
La exhuberancia no es más que la exactitud de la vida cuando la existencia vuelve a ella. La exactitud es una palabra que Derrida ha querido hacerme acreedor de haber «resucitado»[5]. Es conceder demasiada taumaturgia a un simple tropismo léxico. Pero digamos simplemente que, prescindiendo de Dios y de la redención, no carecemos jamás, muertos o vivos, de una lengua para saludarnos el uno al otro, los unos a los otros, eternamente, inmortalmente. Un saludo así, sin salvarnos, al menos nos afecta y, afectándonos, suscita esa turbación extraña de atravesar la vida para nada; aunque no exactamente como pura pérdida.

Traducción de Cristina Rodríguez Marciel
UNED/Madrid

* Texto publicado en Magazine littéraire (Paris), nº 430 (abril 2004), pp. 58-60.
[1] El sustantivo francés salut puede traducirse al castellano por los términos «saludo» o «salvación», no siendo intercambiables. Dependiendo del contexto se ha optado por una u otra expresión. No obstante, Nancy se sirve en algunos casos de la palabra salvation, que se habría podido traducir al castellano también como «salvación». Para evitar el equívoco que supondría usar un solo término castellano para las palabras francesas salut y salvation y puesto que, además, salvation parece tener un uso más restringido en francés, se ha optado por traducir «redención» en lugar de «salvación» cuando el autor utiliza expresamente salvation [Nota de la Traductora].
[2] Cfr. Jean-Luc Nancy, Noli me tangere. Essai sur la levée du corps, Bayard, Paris, 2003, p. 33.
[3] Jacques Derrida, Mémoires d´aveugle, Réunion des Musées Nationaux, Paris, 1990, p. 123.
[4] «Cette nuit dans la nuit de la nuit…», comunicación de Jacques Derrida a propósito de La Musique en
respect de Marie-Louise Mallet (Galilée, Paris, 2002), publicada en Rue Descartes, (Paris, PUF), nº 42,
noviembre 2003, p. 124-125.
[5] Jacques Derrida, Le toucher, Jean-Luc Nancy, Galilée, Paris, 2000, p. 17.

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