sábado, 24 de enero de 2009

Poe, «Tú eres el hombre»




Yo haré el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Explicaré a ustedes —como solamente yo puedo hacerlo— el secreto mecanismo que produjo el milagro de Rattleborough, el único, el verdadero, el admitido, el indiscutible, el indisputable milagro que acabó definitivamente con la infidelidad de los rattleburguenses y devolvió a la ortodoxia de los abuelos a todos los pecadores que se habían atrevido a mostrarse escépticos.
Este suceso —que lamentaría mucho exponer en un tono de inadecuada ligereza— tuvo lugar durante el verano de 18... Mr. Barnabas Shuttleworthy, uno de los vecinos más ricos y respetables del pueblo, había desaparecido días atrás bajo circunstancias que llevaban a sospechar las más funestas consecuencias. Había salido de Rattleborough un sábado muy temprano, a caballo, con la manifiesta intención de trasladarse a la ciudad de N..., a unas quince millas, y volver aquella misma noche. Empero, dos horas después su caballo volvió sin él y sin los sacos que al partir llevaba en la montura. El animal estaba herido y cubierto de barro. Aquellas circunstancias, como es natural, alarmaron mucho a los amigos del desaparecido; y cuando el domingo por la mañana se supo que no había vuelto, el pueblo se levantó en masa para ir a buscar su cadáver.
El primero y más enérgico organizador de esta búsqueda era un amigo íntimo de Mr. Shuttleworthy, llamado Mr. Charles Goodfellow, o, como todo el mundo le decía, «Charley Goodfellow» o «el viejo Charley Goodfellow». Ahora bien, si se trata de una maravillosa coincidencia o si el nombre tiene un efecto imperceptible sobre el carácter, es cosa que no he podido verificar jamás; pero existe el hecho incuestionable de que jamás ha existido un hombre llamado Charles que no fuera un individuo recto, varonil, honesto, bondadoso y franco, dueño de una voz profunda y clara, agradable de escuchar, y unos ojos que miran a la cara, como diciendo: «Tengo la conciencia tranquila, no temo a nadie, y jamás sería capaz de una acción mezquina». Y así ocurre que todos los generosos, negligentes «actores de carácter» se llaman con toda seguridad Charles.
Pues bien, aunque sólo llevaba unos seis meses en Rattleborough y nadie tenía noticias sobre él antes de que llegara para instalarse entre nosotros, el «viejo Charley Goodfellow» no había hallado la menor dificultad para hacerse amigo de toda la gente respetable del pueblo. Ni un solo vecino hubiera dudado un momento de su palabra, y, en cuanto a las damas, hacían cuanto estaba en su poder para congraciarse con él. Y esto provenía del hecho de llamarse Charles y de ser, por tanto, dueño de uno de esos rostros sinceros que proverbialmente constituyen «la mejor carta de recomendación».
He dicho ya que Mr. Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda, el más rico de Rattleborough, y que el «viejo Charley Goodfellow» había intimado con él al punto de que parecía su hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y aunque Mr. Shuttleworthy visitaba rara vez —si es que lo hizo alguna— al «viejo Charley», y jamás se supo que comiera en su casa, ello no impedía que ambos amigos estuvieran muchísimo juntos como ya lo he dicho; en efecto, el «viejo Charley» no dejaba pasar un día sin entrar tres o cuatro veces a ver cómo estaba su vecino, y muchas veces se quedaba a tomar el desayuno o el té, y casi siempre a cenar. En estas últimas ocasiones hubiera sido difícil saber cuánta cantidad de vino se tomaban los dos camaradas de una sola vez. La bebida favorita del «viejo Charley» era el Chateau Margaux, y a Mr. Shuttleworthy parecía agradarle ver cómo su amigo se tomaba botella tras botella. Tanto es así que un día, cuando el vino había despertado el ingenio de ambos, aquél dijo a su compañero, dándole una palmada en la espalda:
—Te diré una cosa «viejo Charley», y es que eres el mejor compañero que haya encontrado desde que nací. Y, puesto que te gusta tanto beber de ese vino, que me cuelguen si no voy a regalarte un gran cajón de Chateau Margaux. ¡Que me cuelguen —repitió Mr. Shuttleworthy, que tenía la mala costumbre de decir juramentos, aunque no pasaba de algunos bastante inofensivos— si esta misma tarde no mando pedir a la ciudad un doble cajón del mejor vino que tengan y te lo regalo! ¡Vaya si lo haré! No digas ni una palabra: te repito que lo haré y se acabó. De modo que ponte al acecho...; ya te llegará uno de estos días, justamente cuando menos lo esperes.
Menciono este ejemplo de generosidad por parte de Mr. Shuttleworthy a fin de mostrar a ustedes lo muy íntimos que eran aquellos dos amigos.
Pues bien, el domingo de mañana, cuando no quedó duda alguna de que a Mr. Shuttleworthy le había sucedido algo grave, jamás vi a nadie tan preocupado como «el viejo Charley Goodfellow». Cuando oyó por primera vez que el caballo había vuelto a casa sin su amo, sin los sacos de la montura y cubierto de sangre de resultas de un pistoletazo que había atravesado el pecho del pobre animal sin llegar a matarlo; cuando oyó todo eso, se puso tan pálido como si el desaparecido hubiese sido su padre o su hermano, mientras temblaba convulsivamente como si lo hubiese atacado una fiebre palúdica.
Al principio pareció demasiado abatido por el dolor como para tomar ninguna iniciativa o decidir algún plan de acción; durante largo rato se esforzó por disuadir a los restantes amigos de Mr. Shuttleworthy de que tomaran medidas, pensando que era preferible esperar —una semana o dos, y aun un mes o dos— hasta ver si no se producía alguna novedad o si el mismo desaparecido no se presentaba explicando sus razones por haber abandonado en esa forma a su caballo. Pienso que ustedes habrán observado frecuentemente esta tendencia a contemporizar o a diferir en gentes que se hallan bajo la acción de un dolor muy intenso. Sus facultades mentales parecen entorpecidas, y experimentan una especie de horror hacia toda acción; nada les parece preferible a quedarse inmóviles en su cama y «acunar su propia pena», como les gusta decir a las señoras de edad; en otras palabras, rumiar sus dificultades.
Las gentes de Rattleborough tenían en tan alta estima la sensatez y la discreción del «viejo Charley», que la mayor parte se manifestó dispuesta a seguir sus consejos y no efectuar investigaciones «hasta que hubiera alguna novedad», según lo expresaba el honesto caballero. Y estoy convencido de que esta decisión hubiera sido unánime de no mediar la muy sospechosa interferencia del sobrino de Mr. Shuttleworthy, joven de hábitos sumamente disipados y de pésima reputación. Este sobrino, llamado Pennifeather, no quiso atender razones ni «quedarse tranquilo», sino que insistió en salir inmediatamente en busca «del cadáver del asesinado». Tal fue la expresión que empleó, y Mr. Goodfellow no dejó de hacer notar en esa ocasión que «era una frase extraña, por no decir más». Semejante observación en boca del «viejo Charley» provocó gran efecto en la multitud, y oyóse a uno del grupo preguntar de manera muy vehemente «cómo era posible que el joven Pennifeather estuviera tan bien enterado de las circunstancias relativas a la desaparición de su acaudalado tío como para sentirse autorizado a afirmar, clara e inequívocamente, que su tío había sido asesinado». Siguieron a esto picantes réplicas y controversias entre varios de los presentes, y especialmente entre el «viejo Charley» y Mr. Pennifeather, lo que no provocó ninguna sorpresa, pues bien era sabida la animosidad existente entre ambos desde hacía varios meses. Las cosas habían alcanzado a tal punto que Mr. Pennifeather llegó en una ocasión a derribar de un golpe al amigo de su tío, acusándolo de algunos excesos cometidos por aquél en casa de su pariente, donde se alojaba el joven. Se afirmaba que, en esta ocasión, el «viejo Charley» se había conducido con ejemplar moderación y cristiana caridad. Incorporándose, sacudió sus ropas y no hizo la menor tentativa de devolver el golpe recibido, limitándose a murmurar unas palabras sobre sus propósitos de «vengarse sumariamente en la primera oportunidad», reacción muy natural y justificable de su cólera, que no tenía ningún sentido especial y que, sin duda, había olvidado casi inmediatamente.
Como quiera que fuesen aquellos incidentes (que no se relacionan con lo que estamos narrando), los pobladores de Rattleborough terminaron dejándose persuadir por Mr. Pennifeather, y decidieron dispersarse en las regiones adyacentes en busca del desaparecido. Tal fue la primera intención, pues parecía lo más natural que las gentes se dispersaran en distintos grupos que explorarían de la manera más minuciosa las regiones circunvecinas. Sin embargo, no sé por qué ingenioso razonamiento que he olvidado, el «viejo Charley» acabó convenciendo a la asamblea de que este plan no era el más conveniente. Al decir que los convenció exceptúo a Mr. Pennifeather; pero el hecho es que al final se decidió efectuar una búsqueda cuidadosa a cargo de todos los vecinos en masse; naturalmente, el «viejo Charley» tomó la dirección.
Por lo que a esto último respecta, no hay duda de que el jefe era el más capacitado, pues todo el mundo sabía que el «viejo Charley» tenía ojos de lince; empero, aunque los llevó a toda clase de rincones apartados, por senderos que nadie había sospechado jamás que existieran en la región, y aunque la búsqueda continuó incesantemente noche y día durante más de una semana, fue imposible hallar la menor huella de Mr. Shuttleworthy. Cuando digo «la menor huella» no debe entendérseme literalmente, pues no dejaron de encontrarse algunas huellas. Las señales de las herraduras del caballo (que eran de un tipo especial) fueron seguidas hasta un lugar situado a tres millas al este del pueblo, sobre el camino real a la ciudad. Aquí las huellas se desviaban por un atajo que atravesaba un bosque y volvía a salir al camino real, abreviando en media milla el recorrido regular. Al seguir las pisadas por este sendero, el grupo llegó finalmente hasta un charco de agua estancada oculto a medias por las zarzas a la derecha del sendero; en este punto se interrumpían las marcas de herraduras.
Advirtióse, sin embargo, que en el lugar había habido una lucha, y las señales indicaban que un cuerpo grande y pesado había sido arrastrado desde el sendero al charco. Se procedió a dragar cuidadosamente este último, pero ninguna tentativa dio resultado. Disponíanse los presentes a volverse, desesperando de conocer la verdad, cuando la Providencia sugirió a Mr. Goodfellow la idea de desaguar completamente el charco. El proyecto fue recibido con hurras y el «viejo Charley» muy elogiado por su sagacidad e inteligencia. Como muchos vecinos traían palas, dada la eventualidad de desenterrar un cadáver, el desagüe pudo efectuarse rápida y eficazmente. Tan pronto quedó visible el fondo se vio en el centro del lecho de barro un chaleco de terciopelo de seda negra que casi todos los presentes reconocieron como de propiedad de Mr. Pennifeather. El chaleco estaba desgarrado y manchado de sangre.
Varias personas de la asamblea recordaban claramente que el joven lo llevaba puesto la mañana de la partida de Mr. Shuttleworthy, mientras otros se manifestaban dispuestos a afirmar bajo juramento que Mr. Pennifeather no había usado dicha prenda en ningún momento posterior a aquel día. Y no se encontró a nadie que afirmara haber visto al joven vistiendo el chaleco en cualquier momento subsiguiente a la desaparición de Mr. Shuttleworthy.
Todo esto creaba una situación sumamente seria para el joven, y como confirmación de las sospechas desatadas contra él notóse que se ponía terriblemente pálido y que no era capaz de pronunciar una palabra cuando se lo urgió a que se explicara. Ante esto, los pocos amigos que su disoluta manera de vivir le habían dejado lo abandonaron instantáneamente y se mostraron todavía más enérgicos que sus antiguos y reconocidos enemigos al demandar su arresto inmediato
Empero, la magnanimidad de Mr. Goodfellow brilló entonces, por contraste, con su más alto resplandor. Hizo una cálida y elogiosa defensa de Mr. Pennifeather, durante la cual aludió más de una vez a su propio y sincero perdón por el insulto que aquel disipado joven, «heredero del excelente Mr. Shuttleworthy», le había inferido en un arrebato de pasión. «Lo perdonaba —agregó— desde lo más profundo de su corazón, en cuanto a él (Mr. Goodfellow), lejos de llevar a su extremo las sospechosas circunstancias que desgraciadamente existían contra Mr. Pennifeather, haría todo cuanto estuviera en su poder y emplearía la escasa elocuencia de que era capaz para... para suavizar, en la medida en que pudiera hacerlo en paz con su conciencia, los peores aspectos que presentaba aquel extraordinario y enigmático asunto.»
Mr. Goodfellow continuó durante una larga media hora en este tono, que hacía gran honor tanto a su inteligencia como a su corazón; pero las gentes de corazón generoso pocas veces son capaces de observaciones sensatas; incurren en toda clase de errores, contretemps y despropósitos en el entusiasmo de su celo por servir a un amigo; y así, con las mejores intenciones de este mundo, le hacen muchísimo daño en lugar de favorecerlo.
Así ocurrió en el presente caso con la elocuencia del «viejo Charley», pues, aunque se esforzaba por ayudar al sospechoso, sucedió —no sé bien cómo— que cada sílaba que pronunciaba, con la deliberada o inconsciente intención de no exagerar la buena opinión del público sobre el orador, tuvo el efecto de acentuar las sospechas ya latentes sobre la persona cuya causa defendía y exasperar contra él la furia de la multitud.
Uno de los errores más inexplicables cometidos por el orador fue su alusión al sospechoso como «el heredero del excelente Mr. Shuttleworthy». Ninguno de los presentes había pensado antes en eso. Recordaban solamente ciertas amenazas proferidas un año atrás por el tío en el sentido de desheredar a su sobrino (que era su único pariente), y daban por seguro que éste había sido, en efecto, desheredado; tan simples eran los vecinos de Rattlesborough. Pero las observaciones del «viejo Charley» los hicieron pensar en el asunto y advirtieron la posibilidad de que aquellas amenazas no hubieran pasado de tales. Sin transición, pues, surgió la pregunta natural de cui bono?, que sirvió aún más que el chaleco para atribuir tan horrible crimen al joven Pennifeather. Aquí, a fin de no ser mal entendido, permítaseme una digresión para hacer notar que esta brevísima y sencilla frase latina es invariablemente mal traducida y mal concebida. En todas las novelas de misterio y en otras —por ejemplo, las de Mrs. Gore, autora de Cecil, dama que cita en todas las lenguas, desde el caldeo al chickasaw, ayudada sistemáticamente en su erudición por Mr. Beckford—, en todas esas novelas, repito, desde las de Bulwer Lytton y Dickens hasta las de Turnapenny y Ainsworth, las dos palabritas latinas cui bono son traducidas: «¿con qué fin?», o (como si fuera quo bono): «¿con qué ventaja?». Empero, su verdadero sentido es: «¿para beneficio de quién?». Cui, de quién; bono, ¿es para beneficio? La frase es puramente legal y se aplica precisamente en casos como el que nos ocupa, donde la probabilidad de que alguien haya cometido un delito depende del beneficio que recaiga sobre el mismo como consecuencia del delito. Ahora bien, en este caso, la pregunta cui bono? implicaba directamente a Mr. Pennifeather. Luego de testar en su favor, su tío lo había amenazado con desheredarlo. Pero la amenaza no había sido llevada a efecto; el testamento original, según se supo, no presentaba alteración. En caso contrario, el único motivo presumible para el crimen habría sido el muy ordinario de la venganza; pero aún éste podía rebatirse por la esperanza de todo desheredado de volver a ganar la confianza de su pariente. No habiéndose modificado el testamento, mientras la amenaza seguía suspendida sobre la cabeza del sobrino, todos vieron en ello el más manifiesto motivo para tan horrible crimen, y tal fue la sagaz conclusión de los meritorios ciudadanos de Rattlesborough.
Mr. Pennifeather, pues, fue arrestado allí mismo y la multitud, luego de buscar otro poco, se volvió al pueblo llevándolo bien custodiado. En el camino, además, ocurrió otra cosa tendente a confirmar las sospechas existentes. Mr. Goodfellow, cuyo celo lo hacía adelantarse siempre al grueso del grupo, corrió unos pasos, agachóse y levantó un objeto que había en el pasto. Luego de examinarlo rápidamente, se notó que intentaba esconderlo en el bolsillo de la chaqueta, pero los otros se lo impidieron, viéndose que el objeto hallado era una navaja española que una docena de personas reconocieron inmediatamente como de propiedad de Mr. Pennifeather. Lo que es más, sus iniciales aparecían grabadas en el puño. La hoja de la navaja estaba abierta y ensangrentada.
Ya no podía quedar duda sobre la culpabilidad del sobrino del muerto, y, apenas llegados a Rattlesborough, fue entregado al juez para su interrogatorio.
Su situación adquirió entonces un cariz aún más desagradable. Al preguntársele dónde había estado la mañana de la desaparición de Mr. Shuttleworthy, tuvo la descarada audacia de admitir que aquel día había salido con su rifle a cazar ciervos en las inmediaciones del charco donde se había encontrado, gracias a la sagacidad de Mr. Goodfellow, su chaleco ensangrentado.
El «viejo Charley» levantóse entonces y, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para declarar. Dijo que un profundo sentido del deber para con su Hacedor y sus semejantes no le permitía continuar en silencio por más tiempo. Hasta ahora, el más sincero afecto hacia el joven inculpado (no obstante la forma en que se había conducido con él) lo había movido a imaginar cuanta hipótesis le sugería la imaginación, a fin de explicar todo lo sospechoso de esas circunstancias tan incriminatorias para Mr. Pennifeather; pero dichas circunstancias eran ya demasiado convincentes, demasiado condenatorias. No podía vacilar, diría lo que sabía, aunque su corazón le estallara de dolor al hacerlo.
Procedió entonces a declarar que, la tarde anterior a la partida de Mr. Shuttleworthy, este venerable caballero había dicho a su sobrino (y él, Mr. Goodfellow, lo había oído) que el motivo que lo llevaba a viajar al día siguiente por la mañana era hacer un depósito de una cuantiosa suma de dinero en el Banco de los Granjeros y Mecánicos de la ciudad; agregó que en el curso de la conversación, Mr. Shuttleworthy había manifestado redondamente a su sobrino la irrevocable determinación de anular su testamento y desheredarlo hasta el último centavo. Y, tras de ello, el testigo pidió solemnemente al inculpado que declarara si lo que acababa de decir era o no la más escrupulosa de las verdades.
Para la estupefacción de los presentes, Mr. Pennifeather admitió francamente que lo dicho era la verdad.
El magistrado consideró entonces pertinente enviar a dos oficiales de policía para que efectuaran una perquisición en el aposento que el joven ocupaba en casa de su tío. Los policías no tardaron en volver trayendo consigo la bien conocida cartera de cuero bermejo, con aplicaciones de metal, que el anciano desaparecido llevara consigo durante años. Faltaba su valioso contenido y vanamente se esforzó el magistrado por obtener del inculpado una confesión sobre el destino del dinero o el lugar donde se hallaba escondido. Mr. Pennifeather se obstinó en afirmar que no sabía nada de todo aquello. Por otra parte, los policías descubrieron entre el elástico y el colchón de la cama una camisa y un pañuelo para el cuello, con el monograma del acusado, espantosamente manchados con la sangre de la víctima.
A esta altura de la encuesta se hizo saber que el caballo del asesinado acababa de morir a consecuencia de la herida que recibiera. Mr. Goodfellow propuso entonces que se procediera a efectuar la autopsia del animal, a fin de descubrir, si era posible, la bala. Así se hizo; y como para que la culpabilidad del acusado quedara demostrada de manera definitiva, Mr. Goodfellow, luego de larga búsqueda dentro del pecho del caballo, terminó por localizar y extraer una bala de gran tamaño que, hechas las pruebas correspondientes, resultó corresponder exactamente al calibre del rifle de Mr. Pennifeather, que era mayor que el de cualquier otro vecino del pueblo o sus inmediaciones. Para confirmar aún más la cuestión se descubrió que la bala tenía una señal o reborde en ángulo recto con la sutura habitual; no tardó en verificarse que dicha señal coincidía con la existente en los moldes para fundir balas que, según confesión del acusado, le pertenecían. Apenas probado esto, el magistrado a cargo de la encuesta rehusó escuchar nuevos testimonios y ordenó de inmediato que el prisionero fuera juzgado por asesinato, negándose resueltamente a dejarlo en libertad bajo fianza, a pesar de que Mr. Goodfellow protestó calurosamente contra esta severidad, y ofreció salir como fiador por cualquier suma que se pidiera. Esta generosidad por parte del «viejo Charley» hallábase muy de acuerdo con su amable y caballeresca conducta a lo largo de toda su permanencia en Rattleborough. En este caso, el excelente caballero se dejaba llevar de tal manera por la excesiva fogosidad de su simpatía, que al ofrecerse como fiador de su joven amigo parecía olvidar que no poseía un centavo en el mundo entero.
Los resultados de la decisión pueden imaginarse fácilmente. Acompañado por el odio y la execración de todo Rattleborough, Mr. Pennifeather fue juzgado en el tribunal de causas criminales; la cadena de pruebas circunstanciales (reforzada por algunos hechos condenatorios adicionales, que la sensible conciencia de Mr. Goodfellow le prohibió mantener secretos) fue considerada tan sólida y concluyente, que el jurado no se molestó en abandonar sus asientos para pronunciar el inmediato veredicto de culpable de asesinato en primer grado. Momentos después el miserable era condenado a muerte y conducido nuevamente a la cárcel del condado para esperar la inexorable venganza de la ley.
En el ínterin, la noble conducta del «viejo Charley Goodfellow» había duplicado la estima que le profesaban los honestos ciudadanos del pueblo. Su popularidad era diez veces mayor que antes, y, como consecuencia natural de la hospitalidad que recibía en todas partes, se vio forzado a modificar un tanto los hábitos parsimoniosos que su pobreza le impusiera hasta entonces; empezó con frecuencia a ofrecer pequeñas réunions en su casa, donde la alegría y el buen humor reinaban supremos —enfriados momentáneamente, claro está, por el recuerdo ocasional del prematuro y melancólico destino que aguardaba al sobrino del íntimo amigo de tan generoso huésped.
Un bello día, este magnífico caballero tuvo la agradable sorpresa de recibir la siguiente carta:

Mr. Charles Goodfellow, Esq., Rattleborough.

Estimado señor:
De conformidad con un pedido transmitido a nuestra firma, hace dos meses, por nuestro estimado cliente Mr. Barnabas Shuttleworthy, tenemos el honor de remitirle a su domicilio un doble cajón de Chateau Margaux, marca antílope, sello violeta. Cajón numerado y marcado como se indica al pie.
Saludamos a usted muy atentamente,

HOGGS, FROGS, BOGS & CO.

Ciudad de. ..,21 de junio 18...

P. S.—El cajón le llegará al día siguiente del recibo de esta carta. Agregamos nuestros saludos a Mr. Shuttleworthy.
H.,F.,B.&CO.

Chal. Mar. A. N° 1, 6 doc. bot. (1/2 gruesa).

A decir verdad, desde la muerte de Mr. Shuttleworthy, Mr. Goodfellow había perdido toda esperanza de recibir alguna vez el prometido Chateau Margaux, por lo cual le pareció que recibirlo ahora representaba una especial merced de la Providencia. Como es natural, se llenó de regocijo, y en la exuberancia de su alegría invitó a un numeroso grupo de amigos a un petit souper para la noche siguiente, dispuesto a hacerles probar parte del regalo del buen Mr. Shuttleworthy. Por cierto que no dijo nada acerca del «buen Shuttleworthy» cuando expidió las invitaciones. Después de pensarlo mucho, decidió proceder así. Que yo sepa, a nadie mencionó que hubiera recibido un regalo de Chateau Margaux. Limitóse a invitar a sus amigos a que compartieran con él un vino de excelente calidad y fino aroma que había encargado dos meses atrás y que recibiría al día siguiente. Muchas veces me he sentido perplejo pensando por qué el «viejo Charley» decidió no decir a nadie que aquel vino era un obsequio de su viejo amigo, pero me fue imposible comprender sus razones para callar, aunque sin duda debía tenerlas, y excelentes.
Llegó el día siguiente, y con él una numerosa y distinguida asistencia se hizo presente en casa de Mr. Goodfellow. Puede decirse que la mitad del pueblo estaba allí (y yo entre ellos), pero, para gran irritación del huésped, el Chateau Margaux no apareció hasta última hora, cuando la suntuosa cena ofrecida por el «viejo Charley» había sido ampliamente saboreada por los huéspedes. Llegó, empero, y por cierto que era un cajón enormemente grande; entonces, como la asamblea se hallaba de muy buen humor, decidióse por unanimidad que se colocaría sobre la mesa y que se extraería inmediatamente su contenido.
Dicho y hecho. Por mi parte, di una mano, y en menos de un segundo teníamos el cajón sobre la mesa, en medio de las botellas y vasos, gran parte de los cuales se rompieron en la confusión. El «viejo Charley», que estaba completamente borracho y tenía el rostro empurpurado, sentóse con aire de burlona dignidad en la cabecera, golpeando furiosamente sobre la mesa con un vaso, mientras reclamaba orden y silencio «durante la ceremonia del desentierro del tesoro».
Luego de algunas vociferaciones, se logró restablecer el orden y, como suele suceder en tales casos, se produjo un profundo y extraño silencio. Habiéndoseme pedido que levantara la tapa, acepté, como es natural, «con infinito placer». Inserté un formón, pero apenas hube dado unos martillazos, la tapa del cajón se alzó bruscamente y, en el mismo instante, surgió del interior, enfrentando al huésped, el magullado, sangriento y putrefacto cadáver de Mr. Shuttleworthy. Por un instante contempló fija y dolorosamente, con sus ojos sin brillo y ya sin forma, el rostro de Mr. Goodfellow. Entonces, lenta pero claramente, se oyó que decía estas palabras: «¡Tú eres el hombre!» Y cayendo sobre el borde del cajón, como satisfecho de lo que había dicho, quedó con los brazos colgando sobre la mesa.
La escena que siguió excede toda descripción. La carrera hacia las puertas y ventanas fue espantosa, y muchos de los hombres más robustos se desmayaron allí mismo de puro horror. Pero, después del primer clamoroso arrebato de miedo, todos los ojos se clavaron en Mr. Goodfellow. Aunque viva mil años, jamás olvidaré la más que mortal agonía reflejada en la horrorosa expresión de su cara, espectralmente pálida después de haberse mostrado tan rubicunda de vino y de triunfo. Durante varios minutos permaneció inmóvil como una estatua de mármol; sus ojos, absolutamente privados de expresión, parecían vueltos hacia adentro y perdidos en el espectáculo de su propia alma asesina. Por fin la vida surgió otra vez, proyectada hacia el mundo exterior; levantándose de un salto, cayó pesadamente con la cabeza y los hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver, mientras de sus labios brotaba rápida y vehemente la detallada confesión del espantoso crimen por el cual Mr. Pennifeather hallábase encarcelado y esperando la muerte.
Lo que contó fue, en resumen, lo siguiente: Había seguido a su víctima hasta las vecindades del charco, hirió allí al caballo de un pistoletazo y mató a Mr. Shuttleworthy a golpes de culata. Luego de apoderarse de la cartera de la víctima, supuso que el caballo había muerto y lo arrastró con gran trabajo hasta las zarzas contiguas al charco. Cargó el cadáver de su víctima sobre su propio caballo y lo llevó a un lugar donde hacerlo desaparecer, situado a mucha distancia a través de los bosques.
El chaleco, la navaja, la cartera y la bala habían sido colocados por él mismo donde fueron hallados, a fin de vengarse de Mr. Pennifeather. También se las arregló para dejar en su cuarto el pañuelo y la camisa manchados de sangre.
Hacia el final del espeluznante relato, las palabras del miserable asesino se hicieron sordas y entrecortadas. Cuando hubo terminado, se enderezó, alejándose tambaleante de la mesa, hasta caer... muerto.
Aunque eficientes, los medios mediante los cuales pudo lograrse esta oportuna confusión fueron bien sencillos. La exagerada franqueza y bonhomía de Mr. Goodfellow me había disgustado desde el principio, despertando mis sospechas. Me hallaba presente cuando Mr. Pennifeather lo golpeó, y la diabólica expresión de su rostro, por más pasajera que fuese, me dio la seguridad de que no dejaría de cumplir al pie de la letra su promesa de vengarse. Hallábame, pues, preparado para apreciar las maniobras del «viejo Charley» de una manera muy diferente de la de los buenos vecinos de Rattleborough. Vi de inmediato que todos los descubrimientos incriminatorios nacían directa o indirectamente de él. Pero lo que me abrió completamente los ojos fue el episodio de la bala hallada por Mr. Goodfellow en el cuerpo del caballo. Aunque los vecinos lo habían olvidado, yo no dejé de recordar que el caballo presentaba un orificio por donde había penetrado el proyectil, y otro por donde había salido. Si se encontraba una bala en el cuerpo, tenía que haber sido depositada allí por la misma persona que decía haberla encontrado. La camisa y el pañuelo ensangrentados confirmaron la idea sugerida por el hallazgo de la bala; en efecto, el examen de la sangre demostró que se trataba solamente de vino tinto. Pensando en esas cosas, y también en el rumboso cambio de vida de Mr. Goodfellow, mis sospechas se hicieron cada vez más fuertes, y no eran menos intensas por ser el único que las abrigaba.
En el ínterin, me ocupé privadamente de buscar el cadáver de Mr. Shuttleworthy; tenía mis buenas razones para hacerlo en zonas completamente opuestas a aquellas hacia las cuales Mr. Goodfellow había dirigido a los vecinos. El resultado fue que, algunos días más tarde, llegué a un antiguo pozo seco, cuya boca estaba casi enteramente cubierta de zarzas; y allí, en el fondo, hallé lo que buscaba.
Ocurrió que yo había escuchado el diálogo entre los dos amigos, cuando Mr. Goodfellow se las arregló para inducir a su anfitrión a que le regalara un cajón de Chateau Margaux. Basándome en este hecho, decidí obrar en consecuencia. Procurándome un trozo muy fuerte de barba de ballena, lo introduje por la garganta del cadáver y metí a éste en un viejo cajón de vino, teniendo cuidado de doblarlo en forma tal que la barba de ballena se doblara junto con él. De esta manera tuve que apretar fuertemente la tapa para mantenerla ajustada mientras la clavaba; y, como es natural, tenía la seguridad de que, tan pronto los clavos fueran extraídos, la tapa se levantaría, y tras ella el cuerpo.
Arreglado así el cajón, lo marqué y numeré como se ha dicho; luego de escribir una supuesta carta de los vinateros que surtían a Mr. Shuttleworthy, di instrucciones a mi criado para que llevara el cajón en una carretilla hasta la puerta de Mr. Goodfellow, a una señal que yo le haría. En cuanto a las palabras que pensaba hacer pronunciar al cadáver, confiaba suficientemente en mis habilidades de ventrílocuo, y por lo que respecta a su efecto, confiaba en la conciencia del miserable asesino.
Creo que no me queda nada por explicar. Mr. Pennifeather fue puesto inmediatamente en libertad, heredó la fortuna de su tío y, aprovechando la lección de la experiencia, inició desde aquel día una nueva y dichosa vida.

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